Un cuervo llamado Bertolino
A la semana exacta de heredar el anillo con la
piedra púrpura, me dirigí a la Torre de los Cuervos.
No lo hacía antes por tener negocios pendientes con
Francesco Rocco, Arthur Blackwood y el Lic. Iglesias:
una serie de endosos y transacciones comerciales, traspasos
de acciones, nuevos testaferros de confianza, con
los que debíamos conversar y redactar documentos
privados para protegernos de los mismos testaferros
de nuestros negocios en la Bolsa Nacional de Valores
y en la Bolsa de Londres.
Repito, a la semana exacta, me dirigí a la Torre, sin
nadie para dar fe de donde me iba. Ese sería el mejor
o mi mejor secreto guardado: la Torre de los Cuervos.
La Torre estaba en idénticas condiciones que la
última vez: en el primer piso, unos bombillos de poca
fuerza iluminaban la Torre de Esmeril, así llamada por
mí. Cientos de escombros, cientos de máquinas de escribir
y utilería de oficina: archivadores de metal, sillas
ejecutivas, mesas para salas de reuniones, pisapapeles,
papel carbón nunca utilizado, tinteros a medio usar,
folders, clips, engrapadoras, estaban por todos lados…
Pasé bordeando un enorme escritorio hasta topar de
frente con el ascensor.
En el último piso, estaba el gran salón con la cúpula
de cristal. En un flash me pareció ver al Maestro Oficiante,
pero no; se trataba de la luz de unos bombillos
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en la vía pública que proyectaban con los objetos del
salón una sombra simulando a una persona recostada
en los sillones.
El lugar me fascinó desde la primera reunión con
el Maestro Oficiante. Existían dos lugares con el mismo
efecto narcótico, un efecto que, combinado con los
opiáceos, me llenaban de una paz y una tranquilidad
sin parangón: la Torre de Francesco Rocco, poseedora
en los meses de invierno de una vista incomparable
con las puestas de sol, y la otra era mi Torre Ave Fénix.
La Torre de los Cuervos me producía un sentimiento
diferente, me producía un sentimiento de prohibición
y de egoísmo a la vez. Nadie, a excepción de
mí, gozaba de su paisaje, de los colores ámbares a la
distancia, con un sol estático a perpetuidad, un sol
inmutable. Pero en su inmutabilidad –lo sabía– se fraguaba
una especie de rotación constante y nos acompañaba
con la vulgaridad de nuestra cotidianidad y
mezquina naturaleza humana.
Me recosté en el sillón acariciando el anillo con la
piedra púrpura mirando el ocaso de un sol moribundo,
de una puesta de sol condenada a la eternidad. En
medio de esas imágenes, me dormí. Son esos segundos
que se pasa de la vigilia a un sueño profundo en una
especie de encantamiento.
Recuperé la conciencia. Observé la cúpula de cristal
donde en su exterior un enorme cuervo picoteaba
una y otra vez el vidrio, en una insistencia que me
llamó la atención.
Recordé las palabras del Maestro Oficiante respecto
de los cuervos y su comportamiento inteligente.
“¿Será que el enorme cuervo quiere entrar?”,
me dije. Me incliné del sofá y miré el gran ventanal.
Se construía en una porción de la enorme vidriera
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una ventana lo suficiente grande por donde podría
pasar el ave. No estaba muy convencido de lo que haría.
Yo, don Julián Casasola Brown, abriéndole una ventana
a un pajarraco; me pareció una locura, pero lo hacía.
Caminé hasta la ventana y la abrí. Un aliento frío y
de madrugada perforó mi nariz y, sin poder tener una
reacción, el cuervo ingresó al salón posándose en un
columpio cerca del cielorraso.
—Pensé que no me iba dejar entrar, mi señor.
Escuché una voz. El pajarraco se columpiaba. Volví
a mirar en derredor. Aun con la poca luz del salón, se
percibían los objetos y la mayoría de los muebles. No, el
salón estaba vacío, al menos el único ser humano era yo.
Supuse que el cansancio y la tensión acumulada
en los últimos días me hacían ver o percibir “cosas”
y el pajarraco no estaba columpiándose cerca de una
columnata de mármol.
Y de nuevo escuché la misma voz… ¿Sucedía?
—Espero, J. C., que tengamos una buena relación
de sirviente a sire, igual a la tenida con mi anterior amo
–dijo tan claro la voz que era innegable lo escuchado.
Volví a mirar en derredor, nada salido de lo normal:
allí estaba el pajarraco en su columpio, allí estaban los
claroscuros, ¿Qué sucedía? Pensé: “La mente me hace
pasar por una pésima broma”. Escuché la voz:
—Soy yo.
—¿Soy yo? –me dije.
—Sí, soy yo… Bertolino.
—¿Y quién es Bertolino? –repuse.
—Yo. ¡Acá! –respondió la voz con cierto reproche
por no poderla ubicar en el salón.
Por un segundo dirigí la vista en donde se ubicaba
el cuervo y escuché la voz.
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—Sí, soy yo Bertolino, el cuervo –y, en los instantes
de escuchar la frase, el ave extendió las alas en un
intento de alzar vuelo, pero no lo hizo, las cerró y se
me quedó mirando.
»Bertolino no mueve el pico cuando habla y mi
señor escucha. Mi señor escucha en su mente, pero
soy yo, Bertolino, el nuevo sirviente. Así me llamó el
primer amo y señor.
—¿Y cuándo fue? –dije creyendo que me estaba
volviendo loco.
—Hace demasiado tiempo atrás. Cuando nació
el Horizonte de Sucesos y la Zona Fantasma. Siempre
he sido el emisario: Bertolino, el emisario. Y sí, sí, nací
cuervo, no soy el alma condenada de un hombre en un
cuervo… no, no… Bertolino ha sido cuervo desde su
nacimiento. Cuervo de plumas negras y pico gigante.
Bertolino, el cuervo.
En ese momento entendí las palabras del Maestro
Oficiante al señalarme lo inteligente que son los
cuervos.
—Bertolino de pico grande; Bertolino, sirviente del
nuevo amo, del nuevo sire –dijo el ave y con su enorme
pico golpeteaba la cadena del columpio–. Bertolino será
su emisario y los ojos de Bertolino serán sus ojos. Las
ocasiones que mi sire cierre los ojos, Bertolino mirará
por mi señor. En ocasiones, no sucede –aclaró el ave.
—Y ¿de qué me sirve mirar lo mirado por un cuervo?
–pregunté.
—Es incorrecta la pregunta hecha a Bertolino. No
es lo visto por un cuervo: es lo que desea ver mi sire.
¡Eso es diferente! –agregó.
—¡Ahhh, también sos astuto con las palabras! –repuse
mirando al ave y sus plumas de un negro azabache,
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de un negro metálico, y cuando alzaba las alas los tonos
del plumaje variaban tornasolados.
—Y también juego al ajedrez. Mi antiguo amo y
señor me enseñó, mi primer sire.
[Faltan varias páginas. Otras páginas están manchadas
con tinta e ilegibles algunos pasajes].
(5)
[…]
Bertolino se hizo mi confidente, mi sombra.
Bertolino tenía razón. En ocasiones, cerraba los ojos
y me veía en el columpio, meciéndome… Ignoro cómo y
quién educó el enorme pajarraco. También ignoro para
qué fines se educó. Supuse que los maestros oficiantes
lo tenían para espiar a los cofrades, en los que no se
confiaba. Ignoro si Bertolino no mentía en lo contado.
A Bertolino sí lo utilicé para espiar, no a los cofrades;
lo utilicé para espiar un relato cruel y doloroso para mí.
En la historia por contar, Bertolino fue mi “yo” presente,
los ojos de Bertolino fueron mis ojos y también mi
relator de las últimas semanas de lo sucedido a Beatriz
Muriel Nigroponte… aunque nunca lo supiera la abogada.
Bertolino conocía todas mis flaquezas humanas,
porque hablar de virtudes sería egolatría de mi parte.
(6)
¿Que si me sirvió la ayuda de Bertolino? ¡Sí! Jamás
hubiera podido penetrar en los lugares más
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insospechados sin su ayuda. Y la prueba se dio con la
abogada Beatriz Muriel Nigroponte y su lenta agonía
que por medio de los ojos de Bertolino observé. En ocasiones,
sí; en ocasiones no… La observación se dio por
razones que ni yo ni Bertolino controlábamos. Quizá
nuestro poder mental no era lo suficiente poderoso y
las imágenes telepáticas se daban fragmentadas, borrosas.
Entonces, Bertolino me propuso que vigilaría y
haría una descripción de lo visto y escuchado.
He aquí fragmentos de los episodios y diálogos
entre Bertolino y yo en el desenlace fatal y muerte de
Beatriz Muriel Nigroponte […].
(7)
Hoy al filo de la medianoche he mandado a hacer
un recorrido por la Zona Fantasma a Bertolino. Más
que recorrido por la Zona Fantasma le pedí un favor:
visitar el apartamento de Beatriz Muriel Nigroponte.
Me confesó lo siguiente: “Cerca del apartamento,
permanecía un grupo de zanates graznando una y otra
vez. El ruido alertó a la abogada. Apenas los zanates
vieron mi llegada, decidieron marcharse del lugar. La
luz del apartamento se encendió y pude observar una
tenue luz en las habitaciones contiguas a la principal.
Más tarde, abrió una de las ventanas del balcón. Miró
hacia los árboles, donde habían estado los zanates, pero
fue una mirada más de reproche que de curiosidad…”.
[…]
—Mi amo y señor está empeñado en apagar la vida
de Beatriz en una forma cruel –me advirtió Bertolino.
No le contesté.
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[Falta una página].
Ayer conversé con Bertolino en la Torre de los
Cuervos. Le ordené espiar de madrugada a Beatriz,
que la vigilara. Me relató lo siguiente:
—Beatriz se recostó en un enorme sillón a leer.
—¿Qué leía Beatriz? –pregunté.
—No lo pude precisar, mi sire –contestó Bertolino–.
Me parece que es un libro antiguo, por la tapa y
contratapa.
—Ahhh, está leyendo mi libro, el libro obsequiado
–dije con un placer erótico, un placer que no deseaba
confesarme.
—¿El libro que usted le obsequió, sire? –preguntó
Bertolino con curiosidad.
—Lo sé, Bertolino, lo sé. Sí, es un libro de tapas duras
color negro. Es el libro. Es parte del juego “oscuro”
que según ella “yo le hago”.
—Ahhh, entiendo, mi sire. ¿Cómo decirlo sin sonar
a grosería? Ella sabe que usted desea… “ella deje
de ser…”.
—En términos generales, esa es la idea…
—¿Sigo contando…, sire?
—¿Bertolino, el cuervo, tiene otras cosas para contar?
–reproché a Bertolino.
—Sire, usted me ordenó: “vigilar” y yo vigilo. Pues
la joven leía un libro de tapas color negro. Era un libro
de tapas tan negras como mis plumas. Allí estaba ella,
cuan larga es la bella Beatriz, acostada en el sillón y,
de repente, abrió los ojos sobresaltada. Murmuró unas
palabras, no tenían sentido para mí, sire. Se refería a la
lectura, se refería a un poema. Se asomó por la ventana
durante largo tiempo, su rostro me pareció pálido y me
dije: “De seguro Beatriz debe estar bastante enferma”.
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»Yo me quedé en uno de los árboles del parque a
muchos metros debajo de su ventana… ¿Quién puede
ver en la noche a un cuervo con su plumaje más negro
que la misma noche? ¿Quién puede ver los ojos y el pico
de Bertolino más negros que los pozos de donde nació
la oscuridad? Y de vez en cuando alcé vuelo para ver
qué hacía Beatriz. ¿Qué hacía? Al promediar las 2:30
a. m., después de recorrer la habitación descalza y semidesnuda,
se recostó en el sillón y se puso a leer… Y
entonces, yo Bertolino, el cuervo, me posé en la cornisa
de su ventana por segunda vez.
[…]
Hoy he mandado a Bertolino para vigilar a mi contendora,
a la bella Beatriz Muriel Nigroponte. De regreso
a la Torre de los Cuervos, esto me relató Bertolino:
—Mi sire, no hay mucho por contar. Después de
bañarse, leer los periódicos y ver televisión por cable,
llamó por teléfono.
»A las pocas horas llegó un joven, le entregó un
paquete. Lo abrieron y era hierba; enrolaron la hierba
y empezaron a fumar. Escuché al joven que se trataba
de opio traficado en la Zona Fantasma.
»El joven marchó y Beatriz se tumbó con poca
ropa en el sofá. Permaneció por minutos sin moverse
y con los ojos cerrados.
»Dos temas más, mi sire: el joven de la visita se
llama Fernando y esto sucedió hoy.
[…]
Conversé con Bertolino en la Torre de los Cuervos.
Me preguntó si la muerte inminente de Beatriz
era por sospechas, rencor, reproche o por qué no por
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un erotismo no correspondido. Le respondí que existía
de todo un poco y me quedé mirando estático el panorama
de ese sol moribundo in perpetuum… distanciado,
atemporal.
—¿Cómo? –respondió Bertolino.
—Ella sabía de nosotros. Ella conoce mis secretos.
Peligra la Cofradía, peligra lo construido por mí. Ella
investiga, ella sabe que yo sé. Ella sabe de “el juego oscuro”,
como ella le llama a nuestra relación –respondí.
Antes de marcharme de la Torre de los Cuervos, le advertí
a Bertolino que lo quería de regreso por la noche.
[…]
Bertolino llegó entrada la noche. Me comentó lo
siguiente:
—En la tarde, en medio de un fuerte aguacero,
sobrevolé el apartamento de la abogada. Unos zanates
me vieron y se alejaron de los árboles en el parque. Allí
estuve hasta que la lluvia amainó y pude sobrevolar
con tranquilidad cerca de los ventanales. Llegó una
enfermera y estuve atento en la cornisa escuchando
los consejos de la mujer. Nada especial: unas dosis de
morfina inyectadas para el dolor.
—Me produce demasiada resequedad en la boca
y sed –escuché decir a Beatriz.
—Son los efectos colaterales de la morfina, no se
puede hacer nada. Tome suficiente agua, Beatriz –contestó
la enfermera mientras le inyectaba en el brazo
una primera dosis de la droga.
La enfermera se marchó y Beatriz se hundió en el
sofá a mirar por cable una película.
—¿Alguien más la visitó? –pregunté.
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—No, mi sire. Nadie más que la enfermera. Solo
hizo varias llamadas telefónicas y estuvo con su computadora
escribiendo e investigando en la Internet.
—¿Investigando en la Internet, Bertolino?
—Sí, eso me pareció. Eso fue después de ver televisión.
Ahhh, se me olvidaba contarle que escuché a
Beatriz (no supe con quién hablaba) que estaban investigando
el bufete Iglesias, a su amigo Arthur Blackwood
y a usted. Una investigación…, no escuché más, no sé
quién investiga.
—¿Pesquisas paralelas? –dije–. ¿Una investigación
paralela, la de alguna autoridad judicial?
—No sé, mi sire. No escuché toda la conversación,
la ventana la cerró… fraccionado… frases algunas con
sentido y otras sin sentido –respondió Bertolino.
[Texto sin concluir y con el bosquejo de un cuervo.
Se supone que el dibujo se refiere a Bertolino].
Horas más tarde
En la última conversación, Bertolino se marchó
para regresar muy de noche a la Torre de los Cuervos,
donde yo lo estaba esperando:
—Sire, recuerda la pregunta de quién estaba investigando
el bufete, de quién estaba investigando a
sus amigos. ¿Recuerda que mi sire lo preguntó? Hay
noticias: es una persona llamada el Mamulón Zúñiga,
una persona allegada a la abogada Beatriz.
—¿Seguro?
—Sí. El otro interesado es el señor Ernesto Miranda
Rojas, el agente del OIC, el jefe supremo en las
averiguaciones.
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—¿Otro tema? –repuse.
—Ningún otro, mi sire.
[Texto fragmentado].
—Hoy, mi sire, la abogada Beatriz estaba ligera de
ropas, con los pies descalzos, hablando por teléfono. Se
tumbó en el sofá y, de inmediato, ella misma se inyectó
la morfina. Percibí una especie de modorra, no se movía
o no se movió del sofá por más de cuarenta minutos.
Entreabría los ojos para ver la televisión, pero la modorra
y el sueño le superaban y se dormía por lapsos.
Al final, Beatriz se quedó dormida durante varias horas
hasta que la despertó la luz del sol. Apenas clareó, la
miré abriendo las ventanas del balcón. A los minutos,
me retiré a donde estaban mis otros hermanos, acá a
la Torre de los Cuervos.