miércoles, 4 de diciembre de 2024

TIEMPO DE GUERRAS PERDIDAS CABALLERO BONALD

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TIEMPO DE GUERRAS PERDIDAS

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1. SERIAS DIFICULTADESPARA MIRAR DE LEJOS

Las fronteras de la infancia suelen coincidir con las del verano. Yo, al menos, nunca he logrado situarlas

de otra manera en el territorio general de la memoria, como si lo más notable que me hubiese ocurrido cuando

era niño permaneciera enmarcado en un campo estival o en una playa radiante de la Andalucía atlántica o en los

tórridos atajos callejeros de Jerez. Las otras imágenes infantiles, por muy copiosas que sean, perseveran en la

evocación dentro de un relieve mucho más desvaído y una tonalidad mucho menos acusada, con lo que han

terminado por adquirir cierta condición de subalternas. Incluso tiendo instintivamente a desplazarlas de ese

núcleo de sensaciones imborrables que determinan la densidad del recuerdo. Supongo que esa hipótesis

tampoco es ajena a la ambigüedad selectiva con que se coteja el pasado, y no me parece mal que sea así, sobre

todo porque lo único que pretendo es compulsar la verosimilitud de ciertas memorias que han sobrevivido a su

natural decrepitud. A lo mejor no se trata más que de una simple coartada de la imaginación, fijada ahora

gratuitamente en el desorden retrospectivo de los veranos.

En la casa de la jerezana calle Caballeros donde nací —o donde me llevaron de recién nacido— había una

escalera que conducía directamente a una ciudad solar. Esta calle —que en alguna remota fantasía supuse

asociada a mi apellido— enlaza la plaza del Arenal con la de la Cruz Vieja y es la vía ordinaria para transitar

entre el centro urbano y el barrio de San Miguel. La escalera de que hablo subía hasta la azotea y desde allí se

dominaba un deslumbrante paisaje de techumbres, plataformas y torretas asomadas a esa zona de Jerez que

constituye el eje ideográfico de mi primera memoria. Si se admite que el lugar donde se descubre el mundo es

ya para siempre el compendio simbólico del mundo, ese escenario sigue proporcionándome las testarudas

secuencias de una profusa genealogía cultural. Siempre era allí verano y todo aparecía invadido por una luz

cegadora, con el sol rebotando contra los paredones como un fogonazo contra unas sábanas. Apenas había

tejados, sólo azoteas comunicadas entre sí por pretiles a distinta altura, los mismos que yo saltaba

subrepticiamente para recorrer en misiones exploratorias aquella otra ciudad luminosa y excitante, alzada sobre

el prestigio arquitectónico de un Jerez todavía magnificado entre iglesias góticas, palacios barrocos y airosas

casas populares. Ése fue el reino primario donde aún están almacenadas muchas de las provisiones infantiles de

mi experiencia. Me imagino que se trata de una idea divagatoria, con escaso rigor deductivo, pero tampoco

tengo por qué desdeñarla.

La azotea era el sucedáneo territorial de mis primeras inocentes libertades. Me resultaba mucho más

difícil bajar a la calle que subir a la azotea, y aun así, mis escapadas del vigilante cerco doméstico las verificaba

valiéndome de toda clase de astutas operaciones de merodeo. Mi madre siempre tenía miedo de que mi

propensión incorregible a hacer lo más indebido se viera seriamente agravada con las complicidades de la

azotea. Había allí además un peligro cierto: una balaustrada de barrotes desmontables a manera de lanzas que

aislaba el terrado propiamente dicho del hueco del patio y que parecía muy apta para mis ejercicios de

temeridad. Pero nunca llegó a tentarme ese peligro, no por ningún freno de la prudencia sino porque ya

entonces sufría de vértigo y me amedrentaban severamente los espacios vacíos y las alturas excesivas. Incluso

solía verme en sueños encaramado a un risco inaccesible o al faldón de un tejado con la despavorida certeza de

que ni podría bajar ni tampoco me atrevería a mirar hacia abajo.

Yo me había fabricado un mapa con el itinerario que consideraba más idóneo para poder recorrer aquellas

vecindades sin necesidad de arrostrar riesgos inútiles o exponerme al suplicio del vértigo. Era en cierto modo el

mapa del tesoro y con él instruí a mi hermano Rafael para que se animara a seguirme en aquellas fascinantes

expediciones y probara conmigo la maravillosa autonomía de andar de fisgoneo por las cumbreras de las casas.

De haber conocido entonces la historia de El Diablo Cojuelo, me hubiese agradado mucho esa emulación

inocua del personaje de Vélez de Guevara. Sin llegar a levantar techumbres ni a violentar puertas, sí me gustaba

mucho asomarme a todos aquellos sitios por donde a lo mejor lograba descubrir algún llamativo secreto. Más

que la curiosidad, lo que me movía era el hecho de poder sorprender a quienquiera que fuese en el momento de

perpetrar un delito. Mi aptitud detectivesca se veía muy favorecida por la singularidad del terreno acotado para

la investigación.

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Una tarde en que ya empezaba a subir de los ladrillos el vapor del verano, inicié en solitario una

descubierta por mi ruta preferida. No era difícil cubrir con discreta habilidad la distancia que había entre la

azotea de mi casa y la de la casa que formaba esquina con otra calle lateral. Sólo había que estar muy atento

para no tropezarse con testigos indeseados, sobre todo con las muchachas que solían subir a tender la ropa a

cualquier hora, aunque casi nunca por la tarde. Salté unos pretiles, atravesé una especie de aljarafe inclinado

correspondiente a una casona vecina y me deslicé hasta el hueco de un ventanuco lo suficientemente bajo como

para que pudiera asomarme. Y eso fue lo que hice. Había un cristal un poco turbio que me impidió al principio

distinguir bien el interior de aquel cuartucho. Pero entonces, de improviso, me percaté de que yo estaba

mirando a alguien que me miraba a mí justo al otro lado de la ventana, con la frente pegada al cristal, los ojos

como velados por una opacidad agresiva. La sorpresa y el miedo me dejaron paralizado y tardé algo en poder

reaccionar. Había reconocido en aquella cara de expresión temible a un joven venático que vivía cerca de casa y

que siempre me había producido pavor las pocas veces que me crucé con él por la calle. De modo que escapé de

allí a todo correr, olvidándome incluso de las malas pasadas que el vértigo podía jugarme, y me reintegré

disimuladamente y con el alma en un hilo al sosiego doméstico. El fantasma del perturbado me visitó durante

varias noches seguidas y mermó de modo considerable mis entusiasmos exploratorios.

La azotea disponía de dos habitaciones dedicadas a trasteros y del llamado cuarto de la colada. Ahora,

mientras recupero en parte esos recuerdos, siento la sensible cercanía del híbrido olor que se había ido

adhiriendo como una textura a las paredes de esas habitaciones: un olor poderoso a maderas húmedas, a polvo

de cereal, a lejía caliente. En ese olor también estaba ya incluido el fundamento de la vida y cada vez que he

creído ventearlo he recuperado súbitamente todas las sensaciones que han ido decantándose en el fondo de

aquel recuerdo. Yo solía también enredar mucho por allí y un día, junto con mi primo Rafael Bonald,

descubrimos un viejo alambique arrumbado en uno de los trasteros. Era un aparato no muy voluminoso,

proveniente sin duda del laboratorio del abuelo, y aún conservaba, bajo las costras consecutivas de la vejez, la

invulnerable nobleza del cobre. Anduvimos limpiándolo y adecentándolo con paciencia monacal y quedó muy

aparente, sólo que con el serpentín partido en dos. Procedimos entonces a empalmarlo con trapos y engrudos y

lo trasladamos al cuarto de la colada. Parte de esa historia la metí de rondón en mi novela En la casa del padre,

tal vez porque me pareció que podía ser como un indicativo relativamente creíble en torno a las digresiones de

una niñez imaginaria que tenía algo que ver con la mía.

Nuestro propósito consistía en comprobar si era cierto, como nos habían asegurado en la clase de

química, que el alcohol etílico se obtenía mediante la destilación del vino. Tanto al primo Rafael como a mí nos

parecía muy rara esa posibilidad. Un alcohol que también se llamaba espíritu de vino tenía que responder a

manipulaciones más enigmáticas. Así que para salir de dudas hurtamos en casa una damajuana del fino ligero

que se usaba para guisar y la trasladamos también furtivamente al cuarto de la colada. Sólo nos quedaba

encender el fogón donde se ponía a calentar el caldero para lavar la ropa, cosa que conseguimos después de

rociar con una botella de gasolina el carbón vegetal que encontramos por allí. Llenamos de vino el depósito del

alambique y, una vez afianzado sobre el fogón, nos mantuvimos en una espera anhelante. Al cabo de un buen

rato, cuando ya habíamos perdido toda esperanza de que aquello funcionase, se oyó un tupido gorgoteo que

muy bien podía ser el de la ebullición y, a poco, el alambique empezó a trepidar y a soltar unos resoplidos de

mucho cuidado. Se le escapaba por todas partes un humo fétido que pronto se hizo irrespirable. Por lo visto, no

sólo se había soltado el remiendo del serpentín, sino que algún conducto del aparato debía de estar atascado,

pues comenzó a escupir un fluido cárdeno que enseguida se puso a arder por fuera del fogón, alcanzando a la

botella de gasolina y a unas astillas que había por allí.

El primo Rafael y yo escapamos del cuarto antes de que las llamas y estallidos, que se habían propagado

con pirotécnica velocidad, nos alcanzaran también a nosotros. Ni siquiera podíamos intentar valernos del agua

para apagar el fuego, ya que el único grifo existente era el de la pila que había junto al fogón de la colada, de

modo que optamos por bajar a pedir socorro cuando ya subía la familia en pleno, o los miembros de la familia y

del servicio que había en casa en ese momento, a saber: mi madre, las tías Isabela y Victoria, mis hermanos

Rafael y María Julia, el criado del abuelo Rafael —que ya apenas ejercía— y las dos muchachas. El único que

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no acudió fue el abuelo, pues sólo se levantaba de la cama muy de tarde en tarde y nunca por motivos

justificados.

Nadie sabía qué hacer, aparte de prorrumpir en toda clase de exclamaciones y de aportar iniciativas

descabelladas, hasta que a Ramón, el criado del abuelo, se le ocurrió formar una cadena con cubos y cacerolas

de agua desde el piso de abajo hasta la azotea. Así que nos pusimos manos a la obra y, tras una larga operación

de acarreos, se consiguió sofocar lo más aparatoso del incendio. Al menos se apagaron las llamas, aunque

persistió el humo y la emanación apestosa de las cenizas. El cuarto de la colada había quedado, de todos modos,

en un estado lamentable y no sé qué hicieron con él para devolverle al menos las meritorias mugres que había

ido almacenando antes de que el fuego las purificara. Por lo que a mí respecta, tampoco recuerdo qué clase de

castigo me tenían reservado. En ese trance de los castigos nunca fui consciente de que fueran ejemplares, entre

otras cosas porque mi madre no era partidaria de imponerme otra penitencia que la de fingir que estaba de veras

enfadada conmigo, anunciándome sin mucha convicción que tendría que pensar en un buen escarmiento e

incluso aparentando que no deseaba dirigirme la palabra. Y eso sí me reportaba la sospecha intolerable de una

especie de confiscación de mi voluntad. No soportaba la idea de un silencio, de una reserva que, en cierto

modo, interceptaba la más apetecible validez de mi oficios filiales. En cualquier caso, semejantes correctivos no

duraban más de un día y, una vez transcurrido ese plazo, la reconciliación siempre me parecía una recompensa

especialmente conmovedora.

A partir de aquel descalabro, la azotea ya no tendría para mí la misma imantación aventurera de que había

gozado hasta entonces. Entre mi tropiezo con el vecino afectado de idiotez y el incendio de marras, la verdad es

que me quedarían pocos arrestos para reincidir en mis correrías por aquel territorio prohibido. Pero alguna

transgresión tuvo que producirse, debido probablemente a que mi hermano Rafael me había asegurado que

desde el tejadillo de uno de los trasteros se veía el mar en días bonancibles. No logro acordarme si me atreví

efectivamente a comprobar, después de las trastadas precedentes, lo que mi hermano decía, cosa que en ningún

caso podía ser cierta. Pienso, sin embargo, que tal vez se alcanzase a divisar desde esa atalaya alguna

simulación marina provocada por la incidencia de los rayos solares en una hondonada campestre. No sé. Pero

esa hipotética visión del mar, instalada todavía en algún rudimentario circuito de la imaginación, me tenía

bastante encandilado. Deseaba vivamente constatar de facto —como ya no tardaría en ocurrir— una noción de

la naturaleza que nunca había llegado a entender: la índole consecutivamente inabarcable de un paisaje

marítimo. Claro que todas esas pretéritas figuraciones, vislumbradas a tan larga distancia, ni responden en

ningún caso a refrendos objetivos, ni yo las admito como tales. Se trata, simplemente, de un intento de

recuperar ciertas sensaciones que aún se albergan en mi memoria y no de ninguna fidedigna información sobre

esa memoria.

La primera vez que vi el mar fue en Sanlúcar de Barrameda, el verano anterior al del comienzo de la

guerra civil. Lo sé porque ese mismo año hice la primera comunión y mi conducta antes y después de la

ceremonia fue tan deficiente que me amenazaron con privarme del veraneo. Aunque la amenaza no era

exactamente viable, a mí me pareció tan despiadada que hice toda clase de méritos para que no se cumpliera. El

asunto tuvo sus prioridades tragicómicas. Yo, de niño, tenía el pelo muy rubio y ensortijado y, de acuerdo con

esas presuntas señas alegóricas, el capellán del colegio de los marianistas me había elegido como heraldo

seráfico de la función, o sea, que debía abrir el desfile de los comulgantes portando una vela rizada y, lo que era

peor, un ramito de azucenas que debía depositar al pie del altar. A mí todo eso me traía a mal traer, sobre todo

por lo que el papel de angelito tenía de aniñado, y no hacía más que pensar en cómo librarme de semejante

bochorno.

Así que la misma mañana abrileña en que iba a celebrarse la primera comunión me levanté más pronto de

lo debido y, sin encomendarme a Dios ni al diablo, procedí a teñirme el pelo con un trozo de carbón y a

planchármelo con un cepillo empapado en tragacanto. La operación me dejó literalmente impresentable y,

cuando mi madre se levantó y me vio de aquella guisa, a punto estuvo de sufrir un soponcio. Ella no tenía la

garganta preparada para levantar la voz, y nunca lo hacía, pero aquella vez prorrumpió en unas exclamaciones

demasiado agudas que la dejaron seriamente afónica. Me tuvieron que enjabonar la cabeza a toda prisa, con lo

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que recuperé mi estado natural, y pudimos llegar al colegio sin mayores tropiezos. Lo único que andaba mal era

mi ánimo y me sentía tan furioso y tan sublevado con el mundo que tuve la absoluta convicción de que iba a

comulgar en pecado mortal. Ignoro si me arrepentí en el momento preciso, o no me arrepentí en ningún

momento, pero en todo caso me resigné a hacer de querubín sin que se me notara mucho que no lo era, y recibí

la comunión con la debida compostura. Lo peor vino después.

En aquella época apenas si se festejaban tales ceremonias religiosas. A diferencia de lo que ahora ocurre

—todo ese ridículo alarde de comparsas, banquetes y majaderías anexas—, la celebración se reducía entonces

discretamente a un privado acto devoto y a un desayuno en el ámbito familiar. De modo que, una vez terminada

la función en la capilla de los marianistas, nos fuimos a casa a tomar un chocolate con bizcochos. Aparte de mis

hermanos Rafael y María Julia, estaban allí los primos Rafael y Leonor, que eran los que tenían más o menos

mi misma edad. La excitación fue subiendo ostensiblemente de tono y lo que prometía ser un ameno regocijo

terminó en batalla campal. Todo empezó cuando el primo Rafael se mofó repetidas veces de mi irrisoria facha

de angelito, a lo que yo contesté volcándole una taza de chocolate por encima. A partir de ahí hubo toda clase

de refriegas, empleo de armas arrojadizas y persecuciones varias, sólo interrumpidas cuando la algazara alertó a

toda la familia y se impuso severamente la terminación del desayuno, la dispersión de los comensales y, en

consecuencia, el final de toda aquella malograda celebración.

No sé por qué desajustes imaginativos opté entonces por esconderme en un armario de la galería, donde

permanecí oculto un buen rato, retenido a partes iguales por la rabia y el temor. Anduve curioseando entre unas

cestas que había por allí y a poco se materializó uno de los recuerdos de mi infancia que más se han resistido a

desaparecer: algo así como una cuña incorregible alojada en la memoria y removida con sistemática

regularidad. El caso fue que, mientras jugueteaba con un acerico, me había puesto un alfiler en la boca y,

cuando vine a darme cuenta, ya no lo tenía allí. Lo primero que pensé es que me lo había tragado y que con

toda probabilidad estaría deslizándose por el interior de mi cuerpo para clavarse en el sitio donde más daño

podía hacerme. No relacioné para nada ese percance con ningún castigo divino, que era lo más plausible, sino

que más bien lo consideré una consecuencia funesta de las insidias del primo Rafael. El miedo me hizo

abandonar de inmediato el escondite para ir en busca de mi madre. Estaba naturalmente dispuesto a contárselo

todo, pero de pronto decidí no hacerlo, más que nada porque iba a añadir un nuevo y mayúsculo disgusto a los

varios que ya había protagonizado en aquella calamitosa mañana. Lo único que hice fue darle un beso con gesto

compungido, como si me despidiera de ella sin querer alarmarla, y guardar un silencio tan tenaz que, dada la

situación, se volvía aún más angustioso.

Pasé varios días en un continuo sobresalto, aterrorizado y sumido en las mayores incertidumbres. Me

vigilaba cualquier pinchazo o cosa parecida que pudiera sentir y me palpaba por todo el cuerpo a ver si

conseguía localizar algún indicio de los efectos mortíferos del alfiler. Tal vez lo que más me desazonaba —y,

en cierto modo, lo que más me envanecía— era el hecho de no haberle confiado a nadie el gravísimo peligro en

que me encontraba. Sólo una vez me aventuré a recabar indirectamente la opinión de una criada. «¿Qué pasa si

alguien se traga un alfiler?», le pregunté. «Que se muere», me contestó, con lo que mis secretas zozobras se

aproximaron ya decididamente a la desesperación. Andaba tan cabizbajo y ensimismado que mi madre creyó

que debía de estar incubando alguna enfermedad o que se trataba de una impensable enmienda de mi conducta.

Supongo que yo también me aproveché de esas presunciones de arrepentimiento para ir neutralizando la

amenaza de que no me llevarían a Sanlúcar, si es que llegaba con vida a esa eventualidad.

Todo eso supuso realmente una experiencia acongojante, pero tampoco pasaron muchos días sin que

empezara a dudar de que me hubiese tragado el alfiler. Hasta que finalmente, y en vista de que ni me había

muerto ni me dolía nada, acabé por olvidarme del asunto o, en el peor de los casos, por no pensar en él con tan

truculenta obstinación. Lo que sí me quedó fue como un remanente de conformidad conmigo mismo por no

haberle contado a nadie lo que me pasaba, un hábito que conservé durante muchos años, pues muy pocas veces

he compartido con los demás mis quebraderos de cabeza. Aun suponiendo que todo eso no sea sino una

requisitoria educativa del carácter, tampoco deja de ser una buena fórmula para no arruinar en exceso la propia

reputación. Quién sabe. A lo mejor también tiene algo que ver con todo eso lo que contaba mi madre a

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propósito de mis primeras incursiones en la lengua hablada; contaba que cuando yo apenas tenía siete meses

pronuncié con toda claridad y por dos veces consecutivas la improcedente palabra «mameluco», y que ya no

volví a decir nada hasta después de haber cumplido un año y medio. No sé si semejante irregularidad era una

ocurrencia ilusoria de mi madre o un hecho cierto, pero tampoco me disgusta relacionarlo con mi incurable

propensión a pasar, sin fases intermedias, de una locuacidad extremada a un silencio absolutamente cartujano.

Decía que de ese primer verano en Sanlúcar sólo conservo una visión inconexa, parcialmente referida al

descubrimiento del mar. La muy manoseada cuestión del descubrimiento del mar —que me había tenido tan

soliviantado— remite por lo común a toda una serie de falsas alarmas o de fabulaciones más o menos

provisorias. Es fácil malformar al cabo de los años lo que verdaderamente se sintió ante esa inicial

comparecencia de impresiones desconocidas. De modo que no conviene excederse en las conjeturas propias del

caso. Es cosa admitida que el presente hace su propia selección de los hechos vividos, o de sus referentes

sentimentales, con lo que se tiende a incurrir en una serie de desvíos, o de alteraciones deductivas, cuyo grado

de verosimilitud apenas tiene otro sentido que el suministrado por la propia credulidad.

Los veranos más remotos de que tengo noticias se refieren al campo, que es donde solíamos pasar las

vacaciones, generalmente en una viña del pago de Las Tablas o en un recreo de la Corta del Guadalete. Es ése

un tramo de mi primera memoria muy borroso, apenas esbozado a través de emergencias fragmentarias en las

que no acierto a reconocerme sino con mucha dificultad. Algún dato descosido, algún vislumbre que

probablemente se interfiere con otros, no bastan ni mucho menos para verme incorporado a aquellas

jurisdicciones de mi infancia. Pero sí conservo una noción inequívoca de lo que podría ser la interiorización

sensible del campo, en sus más rudimentarios términos comparativos: por ejemplo, un olor hecho de muchos

olores impredecibles, la luz de aluminio de los almijares, la calentura estacionada en las cepas, la soledad

taciturna del crepúsculo... Y, sobre todo, esa emanación visceral, como salida del útero de la tierra, que

circunvalaba la comarca entera durante la vendimia. No conservo los recuerdos, sino la sedimentación

emocionante de esos recuerdos, es decir, lo que yo sentía en abstracto cuando estaba allí y todavía siento hoy

cada vez que vuelvo a aquellos recodos de la campiña jerezana.

Durante uno de aquellos veraneos de la preguerra —en una finca de la Corta del Guadalete, cerca de la

Cartuja—, no sé qué amigo del abuelo me hizo un regalo estrambótico: un pollino recién destetado al que

adopté con la más ilimitada vehemencia y a quien impuse, no sin la pompa debida, el cristiano nombre de

Juanito. Era sin duda la primera vez que disfrutaba de un animal doméstico, si bien tampoco podía decirse que

aquél fuera un animal exactamente doméstico. Ignoro por qué portentos irracionales el borriquillo logró

sobrevivir a las inagotables pruebas de amor a que lo sometía. Andaba correteando con él de la mañana a la

noche, lo aseaba con jabones de olor, le preparaba comidas inadmisibles y pretendía llevármelo a dormir a mi

cuarto, cosa que conseguí a escondidas más de una vez, venciendo esforzadamente sus tenaces resistencias. Un

buen día noté que el pollino andaba bastante desmejorado, supongo que a consecuencia de esas martirizantes

atenciones que le prodigaba. De modo que, después de pensar en el remedio que más podía convenirle, solicité

la ayuda de mi hermano y, entre los dos, procedimos mal que bien a aplicarle una lavativa de jarabe de anís

mezclado con agua de azahar, calmante muy acreditado en aquella época. El pollino, que ya debía de haber

optado por resignarse a cualquier desmesura, tampoco se opuso del todo a esa temeraria irrigación. Pero a las

pocas horas dio muestras de un tan palmario empeoramiento de su estado general, incluida una escurribanda

imparable, que tuvieron que acomodarlo a toda prisa en un carricoche y llevarlo a casa del veterinario. Yo lo

despedí con lágrimas en los ojos, seguramente porque presentía que ya no iba a volver a verlo. Y, en efecto, no

lo volví a ver, cosa que me produjo un gran quebranto y que constituyó una de las pérdidas que con más

irreductible prioridad han permanecido asociadas a las injusticias de mi memoria campesina.

No es raro que con tales antecedentes mi reacción primera frente al espectáculo del mar se inclinara más

bien hacia el desconcierto. Esa otra dimensión del mundo no se avenía con mi acopio de credulidades y hasta

parecía contradecirse con las rutas quiméricas que yo había surcado en los mapas del colegio. De modo que, a

esa inicial extrañeza, siguió un sentimiento de temor, como si me acobardara lo que no podía asimilar. Y la

verdad es que tardé en asimilarlo. Por aquella época, se solía confiar a un bañero la custodia de los niños

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dispuestos —o absolutamente indispuestos— a internarse en el mar. El ritmo de los baños se ajustaba a una

reglamentación estrafalaria: nueve chapuzones seguidos, tres días de descanso, otros nueve chapuzones y así

sucesivamente. Al salir del agua envolvían al cuitado en un albornoz y le suministraban algún cordial en

previsión de enfriamientos. Era un programa muy riguroso y su inobservancia podía llevar consigo toda clase

de quiebras de la salud.

Yo sentía una inocultable animadversión por el bañero, no ya porque me sometiera a un régimen intensivo

de zambullidas, sino porque se obstinaba en tratarme sin ningún miramiento, con lo que a veces se producían

unas disputas bastante llamativas. Era un mozo cetrino y achaparrado, con ojos ovinos y encías enormes, que se

solazaba agarrándome con una mano hercúlea por donde más me dolían las quemaduras del sol. No duraron

mucho, sin embargo, esas torturas, pues salía de ellas tan enfurecido que mi madre decidió prescindir de los

servicios del bañero. A partir de entonces, mis hermanos y yo nos limitábamos a remojarnos en las benignas

aguas de la orilla. Sospecho, no obstante, que aquellos primeros desapacibles vínculos con el mar me dejaron

como el resabio de una desazón que no he olvidado todavía. Más que una desazón, era quizá una respuesta un

poco medrosa que se me fue cambiando paulatinamente en respeto. Ni siquiera con el paso de los años, y a

medida que fui aficionándome a las materias náuticas y a la navegación a vela, he prescindido de ese respeto,

una actitud que comparto ciertamente con no pocos avezados hombres de mar. Los gestos temerarios o

discordantes no son a tales efectos sino desatinos de pelmazos.

Seguro que fue durante uno de esos veraneos en Sanlúcar cuando se inició mi fascinación por el Coto de

Doñana, pero dudo que las cosas sucedieran como ahora pienso. En Sanlúcar llaman al Coto la «otra banda» y

ese solo calificativo parece aludir a una disyunción terminante, como si se estableciera así la linde de «otra»

geografía y, por ende, de «otra» historia. Aunque no ocurra exactamente de ese modo, el simple hecho de

cruzar el río moviliza en algún registro psicológico una cierta hipótesis de cambio, como de divergencia entre

un fin de trayecto y un punto de partida. Desde Sanlúcar, o desde la broa de la desembocadura del

Guadalquivir, la visión de Doñana incluye, más allá de cualquier otro atractivo estético, una poderosa

imantación sensorial, no necesariamente generada por sus presuntas bellezas naturales sino por su calidad de

territorio fronterizo, de reducto de una cultura residual cuyas venerables atribuciones perviven en el fondo de

una naturaleza teóricamente virgen. No es que yo asociara entonces todo eso a mi escueta receptividad de

contemplador, pero prefiero creer que ya disponía de una especie de propensión emocional para descubrir los

acumulativos hechizos de la «otra banda». Esa sucesión de dunas reverberando bajo el sol, retenidas entre una

opulenta masa de pinares y sobrevoladas de pájaros nunca vistos, configuraban por lo pronto una excepción

imaginativa, un mundo virtualmente enigmático cuyas claves debían coincidir con las del paraíso terrenal.

A instancias de un sanluqueño —Luis Girón, sabio en vinos y en los pretéritos de la vida, que acabaría

casándose con tía Isabela—, se organizó una excursión a Doñana. Los preparativos fueron justamente pensados

como si se tratara de un safari, con el correspondiente acopio de víveres, cantimploras, hamacas, parasoles,

mosquiteros y demás provisiones recomendadas en el manual del perfecto explorador. Con tan prescindible

equipaje nos embarcamos una mañana de agosto en el bote de uno de los viejos marineros de Bajo de Guía que

se dedicaban a alquilar sus embarcaciones y con quienes compartiría años después muchas horas memorables.

El botero era un hombre adusto y de piel arcillosa que no hablaba nunca, a no ser en casos de extrema

necesidad, y que exhibía un cumplido apodo de pirata: Juan Sinsangre. Íbamos con él hasta ocho pasajeros, es

decir, toda la familia, y nos dejó en un playón aledaño a la punta de Malandar, que era por donde mejor podía

varar el bote, un poco al socaire de la marea. Se levantó el campamento por allí cerca y enseguida nos

dispusimos mi hermano Rafael y yo, acompañados de la vigilante tía Isabela, a emprender una expedición por

aquellos parajes desérticos y sin ninguna aparente referencia con el mundo conocido. Se me quedaron muy

grabadas en la memoria las marcas de los reptiles y las aves sobre la arena, pero lo que más me sobrecogió fue

el aliento majestuoso que latía entre los pinos, esa sensación de estar en un mundo antiguo y deshabitado y de

seguir una ruta que a lo mejor sólo habían hollado gentes de otro siglo. Vimos la sombra huraña de un jabalí por

el sotobosque y una familia de gamos vadeando un lucio. Eso era muy emocionante o yo quería que lo fuera.

Sanlúcar, Jerez, quedaban tan lejos que se me hacía imposible concebir desde allí el regreso a las banalidades

de la vida cotidiana.

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Es muy posible que todo ocurriera tal como yo lo había sinuosamente calculado, porque después de

muchas idas y venidas me perdí adrede por el bosque adentro, desviándome hacia las dunas que avanzaban por

la franja costera del pinar, sepultándolo a trechos. Yo era el explorador que descubriría el escondite del tesoro,

el pionero que fundaría una estirpe de insurrectos en medio de aquel territorio sagrado. Y fue entonces cuando

el sol me jugó una mala pasada y perdí un poco la noción de la realidad. Me pareció ver un espejismo de peces

cautivos en un trasmallo por el fondo de los arenales, mientras oía voces llamándome por mi nombre. Algo así

ocurrió, o eso me dijeron que había ocurrido. Cuando me vine a dar cuenta estaba tumbado y tiritando bajo un

toldo y me palpitaban dolorosamente las sienes. Mi madre me había puesto una toalla mojada en la cabeza y me

hizo beber dos vasos de limonada seguidos, los mismos que vomité de inmediato. Debí de quedarme medio

amodorrado por la fiebre, pues caí en un sueño o en un torrente alucinatorio donde yo formaba parte de la

extensión proteica de Doñana y giraba en el mismo circuito vertiginoso que la fauna y la flora de aquel trasunto

del jardín de las Hespérides. Me gustaría creer que esa especie de insolación fue mi primera meritoria manera

de integrarme en un rincón de la naturaleza que sigo prefiriendo a cualquier otro del mundo.

El río, por estas inmediaciones, constituía —constituye— otro ámbito sanluqueño de muy autónoma

personalidad. Yo sólo me había asomado alguna que otra vez al último tramo de su curso, apenas entrevisto

desde las orillas del surgidero de Bonanza, pero con los años creo haber llegado a familiarizarme de manera

bastante precisa con esa zona del bajo Guadalquivir. Es un mundo muy netamente diferenciado respecto a los

mundos circunvecinos. Ni sus gentes —los llamados riacheros— ni su naturaleza —los ecosistemas propios de

Doñana— tienen mucho que ver con el resto de las geografías físicas y humanas andaluzas. Hay algo además

en ese paisaje que, con independencia de sus ornamentos naturales, remite sin duda al prestigio histórico y aun

mitológico que se ha ido acumulando secularmente en estas demarcaciones. Es como una asociación de

imágenes deducidas de un pretérito ilustre que han contribuido a que el paisaje sanluqueño sea también

esencialmente un paisaje cultural. Por ahí se estabiliza una especie de inventario retrospectivo que incluye

desde el enigma suntuoso de Tartesos al rastro de las antiguas colonizaciones mediterráneas, desde los libros de

oro de Argantonio al Luciferi fanum, desde las navegaciones históricas de Colón y Magallanes a los abigarrados

trasiegos de la carrera de Indias. Ciertos comentaristas de probada estolidez opinan que el Guadalquivir acaba

donde empieza América, lo cual es un cálculo propio de individuos que profesan sañudamente la hispanidad. La

única conclusión razonable es que el «padre Betis» se extingue en Sanlúcar de un modo más bien doméstico,

sin promover más soflamas retóricas que las muy evidentes promovidas por sus muchas correrías andaluzas,

incluidas las limpias y las contaminadas.

Un día fuimos mi hermano Rafael y yo con mi padre y el tío Luis Girón hasta un lugar del río llamado La

Plancha, a unas dos millas aguas arriba de Sanlúcar. Hicimos la travesía en la motora del práctico, que era quien

nos había invitado al paseo. Yo iba absorto en la contemplación de esa orilla fluvial de Doñana que aún

desconocía desde el punto de vista del navegante. A babor quedaban las masas de pinares, la belleza venerable

de ese bosque lamido por las grandes mareas y que, en la bajamar, presenta una franja cenagosa toda acribillada

de agujeros de crustáceos y moluscos. Al otro lado, comenzaba el borde fluvial de la marisma, una extensión

sin fondo que se anega con las aguas llovedizas, pero que en las sequías estivales se convierte en un auténtico

erial calcinado. Años después, cuando me iniciaba en la navegación a vela, me llevé un buen susto a cuenta de

los mercantes que bajan o remontan el río entre Sanlúcar y Sevilla y que, a veces, desde tierra, parece que van

surcando la llanura envueltos en una calima fantasmal. Lo que ocurre con esos barcos es muy simple: desplazan

primero un potente volumen de agua y luego lo succionan con una brusca aceleración. La onda así desplazada

penetra en ambas márgenes del río y, a continuación, es violentamente absorbida, regresando las aguas a su

cauce de modo impetuoso. Una vez iba yo navegando de bolina sin prestar ninguna especial atención a la

proximidad de un carguero de buen tonelaje. No sabía aún que había que ponerle proa al rumbo del barco, de

modo que en una de las viradas, cerca de la orilla, nos alcanzó la masa de agua expulsada por la obra viva del

mercante y nos arrastró sin más hasta un playón, donde quedamos varados y aturdidos cuando se retiró el agua.

Por lo menos había sacado una buena lección del percance: la de que las leyes de la navegación fluvial también

se aprenden navegando.

.

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En aquella ocasión, amarramos dificultosamente la motora a un pantalán medio podrido que había en La

Plancha y que aún resistía mal que bien las embestidas implacables del óxido y la incuria. Entre los pinos de la

orilla había —hay— unos chozos de arqueológica traza habitados por los últimos pobladores legítimos de

Doñana. Son gentes arcaicas y dadivosas, dotadas de esa inmemorial sabiduría para dominar la naturaleza que

tiene mucho de perpetuación de un linaje protohistórico. Yo empecé entonces a conocerlos y ya he seguido

tratándolos ininterrumpidamente. Se han dedicado desde siempre al carboneo, a la recolección de piñas

—actividades ya vetadas— o a los oficios propios del río: pescan el camarón, la angula y el albur o ejercen de

boteros para el transporte entre Sanlúcar y el Coto. A veces, cuando apretaba el hambre, tampoco era raro que

se aventuraran por el sotobosque en funciones de cazadores furtivos. Los riacheros suelen usar unas

camaroneras provistas de un vetusto arte de pesca —la red de cuchara—, montada sobre unos puntales

perpendiculares a los costados de las barcas, con lo que aquellos meandros del río adquieren un extraño decoro

de estampa oriental.

En los chozos de La Plancha se podían comer por esas fechas unos suculentos huevos fritos —de gallareta

o de ánade, a elegir— y unas arcaicas sopas de galeras, que es un crustáceo muy sabroso y de poca encarnadura

propio de esas aguas. Cada chozo disponía de su pequeño huerto y el corral era el bosque. Ahora ya no

disponen más que de un olor triste a antropología cultural. El Instituto para la Conservación de la Naturaleza

sólo deja ya a esos supervivientes cultivar el instinto de conservación. Recuerdo que en una serie televisiva de

no hace todavía mucho —«Ésta es mi tierra» se llamaba— me encargaron el programa dedicado a Jerez y el

bajo Guadalquivir. Para ilustrar mejor mi trabajo, se me ocurrió llevar un día al equipo de filmación a La

Plancha, con la idea de que uno de esos riacheros amigos míos narrase algún episodio singular relacionado con

el catálogo de leyendas de Doñana, que son muchas y de muy variadas sugestiones. Elegí con tal fin a una

señora de mediana edad, mujer de uno de los boteros, a quien asesoré previamente para que contase lo más raro

que recordaba haber visto en el Coto. Ella asintió muy convencida y a la hora de hablar ante la cámara dijo

exactamente: «Lo más raro que yo he visto en el Coto es Icona.» No fue desde luego una mala respuesta.

En aquella primera excursión a que me refiero, estuvimos sentados un buen rato a la puerta de uno de los

chozos —que hacía las veces de venta caminera— y me presentaron a una oronda muchacha de mirada

beatífica que poseía un raro don: se iba a los acudideros de los venados provista de un capacho repleto de

desperdicios y les daba de comer en la mano. Toda una alegoría del género pastoril. Me acuerdo también de un

paseo que dimos hasta un lugar llamado La Marismilla, siguiendo una medio taponada pista de arena que

parecía inculcar al caminante una antigua justicia biológica. De pronto, en un recodo de la pineda, surgió un

palacio. Al principio, aquello tenía toda la pinta de un espejismo. Tampoco se podía asegurar que no lo fuese,

pero el palacio no era desde luego el del espejismo: era una mansión de cantería blanqueada y techumbre de

tejas verdes, con un acusado aire colonial en los cierros y balconajes. Por dentro, ese palacio ya era lo que no

parecía: un enorme pabellón de caza. Desde que Alfonso X el Sabio convirtiera estos parajes en cazadero real,

se han organizado aquí muchas y muy sonadas monterías. Ahora ya los descalabros provienen de otras

aficiones. O de otras irrazonables maneras de confundir el dominio de la naturaleza con el progreso inhumano.

Menos mal que no pudo prosperar el viejo proyecto de una carretera que enlazaría por la costa las provincias de

Cádiz y Huelva, con la consiguiente abolición de los ciclos vitales de las dunas móviles, pero los pesticidas

usados en los arrozales del norte de las marismas, las nuevas explotaciones agrarias, el aprovechamiento

indiscriminado de los acuíferos, la nefasta invasión urbanística que ya afecta a una parte muy sensible del

litoral, continúan siendo otros tantos insaciables peligros enfrentados a la salvaguardia ecológica de Doñana.

Durante aquellos primeros veraneos en Sanlúcar solíamos ir de paseo algunas tardes al manantial de Las

Piletas, al pie del promontorio donde aún quedaban vestigios del castillo del Espíritu Santo, una zona

convertida hoy en suelo urbanizable. Este castillo, aparte de su papel estratégico en la defensa contra

incursiones berberiscas, también cumplía en su tiempo una cierta función de vigía de la peligrosa barra

sanluqueña, donde hay documentados cientos de naufragios de navíos procedentes de ultramar, muchos de los

cuales remontaban luego el río hasta Sevilla. Cuentan que un cargador de Indias, el marqués de Arizón, había

subido al minarete de su casa —un enorme palacio hoy devastado— para ver llegar los barcos que le traían un

.

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nuevo suministro de riquezas. En ésas estaba cuando pudo presenciar el hundimiento de dos de sus más

preciados bajeles en la embocadura de la barra, un infortunio al que respondió el marqués con otro mayor: se

suicidó arrojándose desde lo alto de la torre. Aún se veía entonces en la bajamar un mástil emergiendo del agua,

que yo identificaba de inmediato como el de un galeón cargado de oro al que la propia codicia de su armador

había hecho zozobrar, pero que no era sino el palo de un falucho embarrancado hacía poco en los bajíos. Nada

de eso me impedía, sin embargo, oír en noches de levante, cuando la mar se apaciguaba en unas oblongas

simulaciones lacustres, los lamentos de los náufragos que aún se debatían entre unas rocas donde las valvas de

los ostiones acuchillaban las manos de los que intentaban salvarse.

El aliciente principal de esos paseos a Las Piletas consistía en beber el agua supuestamente salutífera del

manantial y comer unas gamboas —una variedad local de membrillo— y unos altramuces muy pulposos

macerados en salmuera. Tan sutiles atractivos sólo lo eran en teoría, pues el agua provocaba serios trastornos

intestinales, las gamboas eran unos frutos ásperos más bien incomestibles y los altramuces sabían

poderosamente a cáñamo. A la larga se descubrió que los desarreglos que aquejaban a los bebedores se debían a

la sencilla razón de que el agua era directamente impotable. Pero todos los veraneantes de Sanlúcar cumplían

con mayor o menor asiduidad ese hábito vespertino del paseo hasta Las Piletas. Al manantial se accedía a través

de un jardín de corte romántico, una avenida central escoltada de eucaliptos gigantescos y una glorieta de la que

arrancaban dos pérgolas semicirculares que se reunían a media altura por encima de la fuente. Se oía desde allí

con una cóncava sonoridad el parloteo vespertino de las ranas que vivían en la acequia vecina. También había

algunos airosos bancos de fundición pintados de verde y el suelo de albero aparecía siempre como recién

regado. Todo tenía un aire primoroso y finisecular de balneario y los viandantes se demoraban en aquel frescor

ameno hasta que caía la noche.

Otro paseo que frecuentábamos mucho y al que incluso me permitían acudir en solitario algunas tardes

era el de la Calzada, una amplia alameda que comunicaba el Barrio Bajo con la playa llamada propiamente de

Sanlúcar, incluida por Cervantes en su inventario de más acreditados reductos de la picaresca. Por allí practiqué

mis iniciales cortejos amorosos, concretamente referidos a la metódica persecución de una niña que gastaba una

melena rubicunda muy de mi agrado. Mi secreta ilusión era poder bailar con ella un foxtrot o, en el peor de los

casos, un pasodoble, siguiendo un poco el ejemplo de los más eminentes arquetipos juveniles avecindados en

Sanlúcar. En aquella época, y aparte de los bailes y saraos veraniegos que organizaban los infantes de Orleans

en su palacio del Barrio Alto, la única posibilidad de cumplir con los protocolos ambientales del agarrado se

limitaba para los mayores a los sábados y domingos.

Recuerdo medianamente esa especie de caseta de feria levantada al final de la Calzada, muy bien

protegida del asedio de curiosos e intrusos, donde se celebraban unos bailes de mucho lucimiento. Yo me

quedaba poco menos que extasiado por aquellos alrededores, escuchando el llamamiento incitante de la música,

pero la edad me vetaba naturalmente el acceso a la caseta, y más si pretendía entrar llevando de la mano a una

niña que siempre se escapaba cuando más cerca estábamos de ingresar en aquella mansión de los placeres. Un

día conseguí al menos que aceptara ensayar conmigo un simulacro de baile en las proximidades de la caseta.

Llegaba hasta allí el eco melodioso del vocalista, y yo sabía entonces que estaba remunerándome de lo que mis

pocos años me escamoteaban sin ninguna compasión, si bien el gozo sólo duró lo que la niña tardó en huir. La

verdad es que no estaba muy satisfecho de la vida mientras deambulaba a solas por los extramuros de ese lugar

prohibido. Pero es muy posible que también estuviese ya perfilándose entre los intersticios de aquel verano

afanoso, apenas emergiendo de la esfera inestable de la ensoñación, ese tramo difícil de las historias personales

donde se cruzan la infancia y la adolescencia.

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