.
1
TIEMPO DE GUERRAS PERDIDAS
.
2
1. SERIAS DIFICULTADESPARA MIRAR DE LEJOS
Las fronteras de la infancia suelen coincidir con las del verano. Yo, al menos, nunca he logrado situarlas
de otra manera en el territorio general de la memoria, como si lo más notable que me hubiese ocurrido cuando
era niño permaneciera enmarcado en un campo estival o en una playa radiante de la Andalucía atlántica o en los
tórridos atajos callejeros de Jerez. Las otras imágenes infantiles, por muy copiosas que sean, perseveran en la
evocación dentro de un relieve mucho más desvaído y una tonalidad mucho menos acusada, con lo que han
terminado por adquirir cierta condición de subalternas. Incluso tiendo instintivamente a desplazarlas de ese
núcleo de sensaciones imborrables que determinan la densidad del recuerdo. Supongo que esa hipótesis
tampoco es ajena a la ambigüedad selectiva con que se coteja el pasado, y no me parece mal que sea así, sobre
todo porque lo único que pretendo es compulsar la verosimilitud de ciertas memorias que han sobrevivido a su
natural decrepitud. A lo mejor no se trata más que de una simple coartada de la imaginación, fijada ahora
gratuitamente en el desorden retrospectivo de los veranos.
En la casa de la jerezana calle Caballeros donde nací —o donde me llevaron de recién nacido— había una
escalera que conducía directamente a una ciudad solar. Esta calle —que en alguna remota fantasía supuse
asociada a mi apellido— enlaza la plaza del Arenal con la de la Cruz Vieja y es la vía ordinaria para transitar
entre el centro urbano y el barrio de San Miguel. La escalera de que hablo subía hasta la azotea y desde allí se
dominaba un deslumbrante paisaje de techumbres, plataformas y torretas asomadas a esa zona de Jerez que
constituye el eje ideográfico de mi primera memoria. Si se admite que el lugar donde se descubre el mundo es
ya para siempre el compendio simbólico del mundo, ese escenario sigue proporcionándome las testarudas
secuencias de una profusa genealogía cultural. Siempre era allí verano y todo aparecía invadido por una luz
cegadora, con el sol rebotando contra los paredones como un fogonazo contra unas sábanas. Apenas había
tejados, sólo azoteas comunicadas entre sí por pretiles a distinta altura, los mismos que yo saltaba
subrepticiamente para recorrer en misiones exploratorias aquella otra ciudad luminosa y excitante, alzada sobre
el prestigio arquitectónico de un Jerez todavía magnificado entre iglesias góticas, palacios barrocos y airosas
casas populares. Ése fue el reino primario donde aún están almacenadas muchas de las provisiones infantiles de
mi experiencia. Me imagino que se trata de una idea divagatoria, con escaso rigor deductivo, pero tampoco
tengo por qué desdeñarla.
La azotea era el sucedáneo territorial de mis primeras inocentes libertades. Me resultaba mucho más
difícil bajar a la calle que subir a la azotea, y aun así, mis escapadas del vigilante cerco doméstico las verificaba
valiéndome de toda clase de astutas operaciones de merodeo. Mi madre siempre tenía miedo de que mi
propensión incorregible a hacer lo más indebido se viera seriamente agravada con las complicidades de la
azotea. Había allí además un peligro cierto: una balaustrada de barrotes desmontables a manera de lanzas que
aislaba el terrado propiamente dicho del hueco del patio y que parecía muy apta para mis ejercicios de
temeridad. Pero nunca llegó a tentarme ese peligro, no por ningún freno de la prudencia sino porque ya
entonces sufría de vértigo y me amedrentaban severamente los espacios vacíos y las alturas excesivas. Incluso
solía verme en sueños encaramado a un risco inaccesible o al faldón de un tejado con la despavorida certeza de
que ni podría bajar ni tampoco me atrevería a mirar hacia abajo.
Yo me había fabricado un mapa con el itinerario que consideraba más idóneo para poder recorrer aquellas
vecindades sin necesidad de arrostrar riesgos inútiles o exponerme al suplicio del vértigo. Era en cierto modo el
mapa del tesoro y con él instruí a mi hermano Rafael para que se animara a seguirme en aquellas fascinantes
expediciones y probara conmigo la maravillosa autonomía de andar de fisgoneo por las cumbreras de las casas.
De haber conocido entonces la historia de El Diablo Cojuelo, me hubiese agradado mucho esa emulación
inocua del personaje de Vélez de Guevara. Sin llegar a levantar techumbres ni a violentar puertas, sí me gustaba
mucho asomarme a todos aquellos sitios por donde a lo mejor lograba descubrir algún llamativo secreto. Más
que la curiosidad, lo que me movía era el hecho de poder sorprender a quienquiera que fuese en el momento de
perpetrar un delito. Mi aptitud detectivesca se veía muy favorecida por la singularidad del terreno acotado para
la investigación.
.
3
Una tarde en que ya empezaba a subir de los ladrillos el vapor del verano, inicié en solitario una
descubierta por mi ruta preferida. No era difícil cubrir con discreta habilidad la distancia que había entre la
azotea de mi casa y la de la casa que formaba esquina con otra calle lateral. Sólo había que estar muy atento
para no tropezarse con testigos indeseados, sobre todo con las muchachas que solían subir a tender la ropa a
cualquier hora, aunque casi nunca por la tarde. Salté unos pretiles, atravesé una especie de aljarafe inclinado
correspondiente a una casona vecina y me deslicé hasta el hueco de un ventanuco lo suficientemente bajo como
para que pudiera asomarme. Y eso fue lo que hice. Había un cristal un poco turbio que me impidió al principio
distinguir bien el interior de aquel cuartucho. Pero entonces, de improviso, me percaté de que yo estaba
mirando a alguien que me miraba a mí justo al otro lado de la ventana, con la frente pegada al cristal, los ojos
como velados por una opacidad agresiva. La sorpresa y el miedo me dejaron paralizado y tardé algo en poder
reaccionar. Había reconocido en aquella cara de expresión temible a un joven venático que vivía cerca de casa y
que siempre me había producido pavor las pocas veces que me crucé con él por la calle. De modo que escapé de
allí a todo correr, olvidándome incluso de las malas pasadas que el vértigo podía jugarme, y me reintegré
disimuladamente y con el alma en un hilo al sosiego doméstico. El fantasma del perturbado me visitó durante
varias noches seguidas y mermó de modo considerable mis entusiasmos exploratorios.
La azotea disponía de dos habitaciones dedicadas a trasteros y del llamado cuarto de la colada. Ahora,
mientras recupero en parte esos recuerdos, siento la sensible cercanía del híbrido olor que se había ido
adhiriendo como una textura a las paredes de esas habitaciones: un olor poderoso a maderas húmedas, a polvo
de cereal, a lejía caliente. En ese olor también estaba ya incluido el fundamento de la vida y cada vez que he
creído ventearlo he recuperado súbitamente todas las sensaciones que han ido decantándose en el fondo de
aquel recuerdo. Yo solía también enredar mucho por allí y un día, junto con mi primo Rafael Bonald,
descubrimos un viejo alambique arrumbado en uno de los trasteros. Era un aparato no muy voluminoso,
proveniente sin duda del laboratorio del abuelo, y aún conservaba, bajo las costras consecutivas de la vejez, la
invulnerable nobleza del cobre. Anduvimos limpiándolo y adecentándolo con paciencia monacal y quedó muy
aparente, sólo que con el serpentín partido en dos. Procedimos entonces a empalmarlo con trapos y engrudos y
lo trasladamos al cuarto de la colada. Parte de esa historia la metí de rondón en mi novela En la casa del padre,
tal vez porque me pareció que podía ser como un indicativo relativamente creíble en torno a las digresiones de
una niñez imaginaria que tenía algo que ver con la mía.
Nuestro propósito consistía en comprobar si era cierto, como nos habían asegurado en la clase de
química, que el alcohol etílico se obtenía mediante la destilación del vino. Tanto al primo Rafael como a mí nos
parecía muy rara esa posibilidad. Un alcohol que también se llamaba espíritu de vino tenía que responder a
manipulaciones más enigmáticas. Así que para salir de dudas hurtamos en casa una damajuana del fino ligero
que se usaba para guisar y la trasladamos también furtivamente al cuarto de la colada. Sólo nos quedaba
encender el fogón donde se ponía a calentar el caldero para lavar la ropa, cosa que conseguimos después de
rociar con una botella de gasolina el carbón vegetal que encontramos por allí. Llenamos de vino el depósito del
alambique y, una vez afianzado sobre el fogón, nos mantuvimos en una espera anhelante. Al cabo de un buen
rato, cuando ya habíamos perdido toda esperanza de que aquello funcionase, se oyó un tupido gorgoteo que
muy bien podía ser el de la ebullición y, a poco, el alambique empezó a trepidar y a soltar unos resoplidos de
mucho cuidado. Se le escapaba por todas partes un humo fétido que pronto se hizo irrespirable. Por lo visto, no
sólo se había soltado el remiendo del serpentín, sino que algún conducto del aparato debía de estar atascado,
pues comenzó a escupir un fluido cárdeno que enseguida se puso a arder por fuera del fogón, alcanzando a la
botella de gasolina y a unas astillas que había por allí.
El primo Rafael y yo escapamos del cuarto antes de que las llamas y estallidos, que se habían propagado
con pirotécnica velocidad, nos alcanzaran también a nosotros. Ni siquiera podíamos intentar valernos del agua
para apagar el fuego, ya que el único grifo existente era el de la pila que había junto al fogón de la colada, de
modo que optamos por bajar a pedir socorro cuando ya subía la familia en pleno, o los miembros de la familia y
del servicio que había en casa en ese momento, a saber: mi madre, las tías Isabela y Victoria, mis hermanos
Rafael y María Julia, el criado del abuelo Rafael —que ya apenas ejercía— y las dos muchachas. El único que
.
4
no acudió fue el abuelo, pues sólo se levantaba de la cama muy de tarde en tarde y nunca por motivos
justificados.
Nadie sabía qué hacer, aparte de prorrumpir en toda clase de exclamaciones y de aportar iniciativas
descabelladas, hasta que a Ramón, el criado del abuelo, se le ocurrió formar una cadena con cubos y cacerolas
de agua desde el piso de abajo hasta la azotea. Así que nos pusimos manos a la obra y, tras una larga operación
de acarreos, se consiguió sofocar lo más aparatoso del incendio. Al menos se apagaron las llamas, aunque
persistió el humo y la emanación apestosa de las cenizas. El cuarto de la colada había quedado, de todos modos,
en un estado lamentable y no sé qué hicieron con él para devolverle al menos las meritorias mugres que había
ido almacenando antes de que el fuego las purificara. Por lo que a mí respecta, tampoco recuerdo qué clase de
castigo me tenían reservado. En ese trance de los castigos nunca fui consciente de que fueran ejemplares, entre
otras cosas porque mi madre no era partidaria de imponerme otra penitencia que la de fingir que estaba de veras
enfadada conmigo, anunciándome sin mucha convicción que tendría que pensar en un buen escarmiento e
incluso aparentando que no deseaba dirigirme la palabra. Y eso sí me reportaba la sospecha intolerable de una
especie de confiscación de mi voluntad. No soportaba la idea de un silencio, de una reserva que, en cierto
modo, interceptaba la más apetecible validez de mi oficios filiales. En cualquier caso, semejantes correctivos no
duraban más de un día y, una vez transcurrido ese plazo, la reconciliación siempre me parecía una recompensa
especialmente conmovedora.
A partir de aquel descalabro, la azotea ya no tendría para mí la misma imantación aventurera de que había
gozado hasta entonces. Entre mi tropiezo con el vecino afectado de idiotez y el incendio de marras, la verdad es
que me quedarían pocos arrestos para reincidir en mis correrías por aquel territorio prohibido. Pero alguna
transgresión tuvo que producirse, debido probablemente a que mi hermano Rafael me había asegurado que
desde el tejadillo de uno de los trasteros se veía el mar en días bonancibles. No logro acordarme si me atreví
efectivamente a comprobar, después de las trastadas precedentes, lo que mi hermano decía, cosa que en ningún
caso podía ser cierta. Pienso, sin embargo, que tal vez se alcanzase a divisar desde esa atalaya alguna
simulación marina provocada por la incidencia de los rayos solares en una hondonada campestre. No sé. Pero
esa hipotética visión del mar, instalada todavía en algún rudimentario circuito de la imaginación, me tenía
bastante encandilado. Deseaba vivamente constatar de facto —como ya no tardaría en ocurrir— una noción de
la naturaleza que nunca había llegado a entender: la índole consecutivamente inabarcable de un paisaje
marítimo. Claro que todas esas pretéritas figuraciones, vislumbradas a tan larga distancia, ni responden en
ningún caso a refrendos objetivos, ni yo las admito como tales. Se trata, simplemente, de un intento de
recuperar ciertas sensaciones que aún se albergan en mi memoria y no de ninguna fidedigna información sobre
esa memoria.
La primera vez que vi el mar fue en Sanlúcar de Barrameda, el verano anterior al del comienzo de la
guerra civil. Lo sé porque ese mismo año hice la primera comunión y mi conducta antes y después de la
ceremonia fue tan deficiente que me amenazaron con privarme del veraneo. Aunque la amenaza no era
exactamente viable, a mí me pareció tan despiadada que hice toda clase de méritos para que no se cumpliera. El
asunto tuvo sus prioridades tragicómicas. Yo, de niño, tenía el pelo muy rubio y ensortijado y, de acuerdo con
esas presuntas señas alegóricas, el capellán del colegio de los marianistas me había elegido como heraldo
seráfico de la función, o sea, que debía abrir el desfile de los comulgantes portando una vela rizada y, lo que era
peor, un ramito de azucenas que debía depositar al pie del altar. A mí todo eso me traía a mal traer, sobre todo
por lo que el papel de angelito tenía de aniñado, y no hacía más que pensar en cómo librarme de semejante
bochorno.
Así que la misma mañana abrileña en que iba a celebrarse la primera comunión me levanté más pronto de
lo debido y, sin encomendarme a Dios ni al diablo, procedí a teñirme el pelo con un trozo de carbón y a
planchármelo con un cepillo empapado en tragacanto. La operación me dejó literalmente impresentable y,
cuando mi madre se levantó y me vio de aquella guisa, a punto estuvo de sufrir un soponcio. Ella no tenía la
garganta preparada para levantar la voz, y nunca lo hacía, pero aquella vez prorrumpió en unas exclamaciones
demasiado agudas que la dejaron seriamente afónica. Me tuvieron que enjabonar la cabeza a toda prisa, con lo
.
5
que recuperé mi estado natural, y pudimos llegar al colegio sin mayores tropiezos. Lo único que andaba mal era
mi ánimo y me sentía tan furioso y tan sublevado con el mundo que tuve la absoluta convicción de que iba a
comulgar en pecado mortal. Ignoro si me arrepentí en el momento preciso, o no me arrepentí en ningún
momento, pero en todo caso me resigné a hacer de querubín sin que se me notara mucho que no lo era, y recibí
la comunión con la debida compostura. Lo peor vino después.
En aquella época apenas si se festejaban tales ceremonias religiosas. A diferencia de lo que ahora ocurre
—todo ese ridículo alarde de comparsas, banquetes y majaderías anexas—, la celebración se reducía entonces
discretamente a un privado acto devoto y a un desayuno en el ámbito familiar. De modo que, una vez terminada
la función en la capilla de los marianistas, nos fuimos a casa a tomar un chocolate con bizcochos. Aparte de mis
hermanos Rafael y María Julia, estaban allí los primos Rafael y Leonor, que eran los que tenían más o menos
mi misma edad. La excitación fue subiendo ostensiblemente de tono y lo que prometía ser un ameno regocijo
terminó en batalla campal. Todo empezó cuando el primo Rafael se mofó repetidas veces de mi irrisoria facha
de angelito, a lo que yo contesté volcándole una taza de chocolate por encima. A partir de ahí hubo toda clase
de refriegas, empleo de armas arrojadizas y persecuciones varias, sólo interrumpidas cuando la algazara alertó a
toda la familia y se impuso severamente la terminación del desayuno, la dispersión de los comensales y, en
consecuencia, el final de toda aquella malograda celebración.
No sé por qué desajustes imaginativos opté entonces por esconderme en un armario de la galería, donde
permanecí oculto un buen rato, retenido a partes iguales por la rabia y el temor. Anduve curioseando entre unas
cestas que había por allí y a poco se materializó uno de los recuerdos de mi infancia que más se han resistido a
desaparecer: algo así como una cuña incorregible alojada en la memoria y removida con sistemática
regularidad. El caso fue que, mientras jugueteaba con un acerico, me había puesto un alfiler en la boca y,
cuando vine a darme cuenta, ya no lo tenía allí. Lo primero que pensé es que me lo había tragado y que con
toda probabilidad estaría deslizándose por el interior de mi cuerpo para clavarse en el sitio donde más daño
podía hacerme. No relacioné para nada ese percance con ningún castigo divino, que era lo más plausible, sino
que más bien lo consideré una consecuencia funesta de las insidias del primo Rafael. El miedo me hizo
abandonar de inmediato el escondite para ir en busca de mi madre. Estaba naturalmente dispuesto a contárselo
todo, pero de pronto decidí no hacerlo, más que nada porque iba a añadir un nuevo y mayúsculo disgusto a los
varios que ya había protagonizado en aquella calamitosa mañana. Lo único que hice fue darle un beso con gesto
compungido, como si me despidiera de ella sin querer alarmarla, y guardar un silencio tan tenaz que, dada la
situación, se volvía aún más angustioso.
Pasé varios días en un continuo sobresalto, aterrorizado y sumido en las mayores incertidumbres. Me
vigilaba cualquier pinchazo o cosa parecida que pudiera sentir y me palpaba por todo el cuerpo a ver si
conseguía localizar algún indicio de los efectos mortíferos del alfiler. Tal vez lo que más me desazonaba —y,
en cierto modo, lo que más me envanecía— era el hecho de no haberle confiado a nadie el gravísimo peligro en
que me encontraba. Sólo una vez me aventuré a recabar indirectamente la opinión de una criada. «¿Qué pasa si
alguien se traga un alfiler?», le pregunté. «Que se muere», me contestó, con lo que mis secretas zozobras se
aproximaron ya decididamente a la desesperación. Andaba tan cabizbajo y ensimismado que mi madre creyó
que debía de estar incubando alguna enfermedad o que se trataba de una impensable enmienda de mi conducta.
Supongo que yo también me aproveché de esas presunciones de arrepentimiento para ir neutralizando la
amenaza de que no me llevarían a Sanlúcar, si es que llegaba con vida a esa eventualidad.
Todo eso supuso realmente una experiencia acongojante, pero tampoco pasaron muchos días sin que
empezara a dudar de que me hubiese tragado el alfiler. Hasta que finalmente, y en vista de que ni me había
muerto ni me dolía nada, acabé por olvidarme del asunto o, en el peor de los casos, por no pensar en él con tan
truculenta obstinación. Lo que sí me quedó fue como un remanente de conformidad conmigo mismo por no
haberle contado a nadie lo que me pasaba, un hábito que conservé durante muchos años, pues muy pocas veces
he compartido con los demás mis quebraderos de cabeza. Aun suponiendo que todo eso no sea sino una
requisitoria educativa del carácter, tampoco deja de ser una buena fórmula para no arruinar en exceso la propia
reputación. Quién sabe. A lo mejor también tiene algo que ver con todo eso lo que contaba mi madre a
.
6
propósito de mis primeras incursiones en la lengua hablada; contaba que cuando yo apenas tenía siete meses
pronuncié con toda claridad y por dos veces consecutivas la improcedente palabra «mameluco», y que ya no
volví a decir nada hasta después de haber cumplido un año y medio. No sé si semejante irregularidad era una
ocurrencia ilusoria de mi madre o un hecho cierto, pero tampoco me disgusta relacionarlo con mi incurable
propensión a pasar, sin fases intermedias, de una locuacidad extremada a un silencio absolutamente cartujano.
Decía que de ese primer verano en Sanlúcar sólo conservo una visión inconexa, parcialmente referida al
descubrimiento del mar. La muy manoseada cuestión del descubrimiento del mar —que me había tenido tan
soliviantado— remite por lo común a toda una serie de falsas alarmas o de fabulaciones más o menos
provisorias. Es fácil malformar al cabo de los años lo que verdaderamente se sintió ante esa inicial
comparecencia de impresiones desconocidas. De modo que no conviene excederse en las conjeturas propias del
caso. Es cosa admitida que el presente hace su propia selección de los hechos vividos, o de sus referentes
sentimentales, con lo que se tiende a incurrir en una serie de desvíos, o de alteraciones deductivas, cuyo grado
de verosimilitud apenas tiene otro sentido que el suministrado por la propia credulidad.
Los veranos más remotos de que tengo noticias se refieren al campo, que es donde solíamos pasar las
vacaciones, generalmente en una viña del pago de Las Tablas o en un recreo de la Corta del Guadalete. Es ése
un tramo de mi primera memoria muy borroso, apenas esbozado a través de emergencias fragmentarias en las
que no acierto a reconocerme sino con mucha dificultad. Algún dato descosido, algún vislumbre que
probablemente se interfiere con otros, no bastan ni mucho menos para verme incorporado a aquellas
jurisdicciones de mi infancia. Pero sí conservo una noción inequívoca de lo que podría ser la interiorización
sensible del campo, en sus más rudimentarios términos comparativos: por ejemplo, un olor hecho de muchos
olores impredecibles, la luz de aluminio de los almijares, la calentura estacionada en las cepas, la soledad
taciturna del crepúsculo... Y, sobre todo, esa emanación visceral, como salida del útero de la tierra, que
circunvalaba la comarca entera durante la vendimia. No conservo los recuerdos, sino la sedimentación
emocionante de esos recuerdos, es decir, lo que yo sentía en abstracto cuando estaba allí y todavía siento hoy
cada vez que vuelvo a aquellos recodos de la campiña jerezana.
Durante uno de aquellos veraneos de la preguerra —en una finca de la Corta del Guadalete, cerca de la
Cartuja—, no sé qué amigo del abuelo me hizo un regalo estrambótico: un pollino recién destetado al que
adopté con la más ilimitada vehemencia y a quien impuse, no sin la pompa debida, el cristiano nombre de
Juanito. Era sin duda la primera vez que disfrutaba de un animal doméstico, si bien tampoco podía decirse que
aquél fuera un animal exactamente doméstico. Ignoro por qué portentos irracionales el borriquillo logró
sobrevivir a las inagotables pruebas de amor a que lo sometía. Andaba correteando con él de la mañana a la
noche, lo aseaba con jabones de olor, le preparaba comidas inadmisibles y pretendía llevármelo a dormir a mi
cuarto, cosa que conseguí a escondidas más de una vez, venciendo esforzadamente sus tenaces resistencias. Un
buen día noté que el pollino andaba bastante desmejorado, supongo que a consecuencia de esas martirizantes
atenciones que le prodigaba. De modo que, después de pensar en el remedio que más podía convenirle, solicité
la ayuda de mi hermano y, entre los dos, procedimos mal que bien a aplicarle una lavativa de jarabe de anís
mezclado con agua de azahar, calmante muy acreditado en aquella época. El pollino, que ya debía de haber
optado por resignarse a cualquier desmesura, tampoco se opuso del todo a esa temeraria irrigación. Pero a las
pocas horas dio muestras de un tan palmario empeoramiento de su estado general, incluida una escurribanda
imparable, que tuvieron que acomodarlo a toda prisa en un carricoche y llevarlo a casa del veterinario. Yo lo
despedí con lágrimas en los ojos, seguramente porque presentía que ya no iba a volver a verlo. Y, en efecto, no
lo volví a ver, cosa que me produjo un gran quebranto y que constituyó una de las pérdidas que con más
irreductible prioridad han permanecido asociadas a las injusticias de mi memoria campesina.
No es raro que con tales antecedentes mi reacción primera frente al espectáculo del mar se inclinara más
bien hacia el desconcierto. Esa otra dimensión del mundo no se avenía con mi acopio de credulidades y hasta
parecía contradecirse con las rutas quiméricas que yo había surcado en los mapas del colegio. De modo que, a
esa inicial extrañeza, siguió un sentimiento de temor, como si me acobardara lo que no podía asimilar. Y la
verdad es que tardé en asimilarlo. Por aquella época, se solía confiar a un bañero la custodia de los niños
.
7
dispuestos —o absolutamente indispuestos— a internarse en el mar. El ritmo de los baños se ajustaba a una
reglamentación estrafalaria: nueve chapuzones seguidos, tres días de descanso, otros nueve chapuzones y así
sucesivamente. Al salir del agua envolvían al cuitado en un albornoz y le suministraban algún cordial en
previsión de enfriamientos. Era un programa muy riguroso y su inobservancia podía llevar consigo toda clase
de quiebras de la salud.
Yo sentía una inocultable animadversión por el bañero, no ya porque me sometiera a un régimen intensivo
de zambullidas, sino porque se obstinaba en tratarme sin ningún miramiento, con lo que a veces se producían
unas disputas bastante llamativas. Era un mozo cetrino y achaparrado, con ojos ovinos y encías enormes, que se
solazaba agarrándome con una mano hercúlea por donde más me dolían las quemaduras del sol. No duraron
mucho, sin embargo, esas torturas, pues salía de ellas tan enfurecido que mi madre decidió prescindir de los
servicios del bañero. A partir de entonces, mis hermanos y yo nos limitábamos a remojarnos en las benignas
aguas de la orilla. Sospecho, no obstante, que aquellos primeros desapacibles vínculos con el mar me dejaron
como el resabio de una desazón que no he olvidado todavía. Más que una desazón, era quizá una respuesta un
poco medrosa que se me fue cambiando paulatinamente en respeto. Ni siquiera con el paso de los años, y a
medida que fui aficionándome a las materias náuticas y a la navegación a vela, he prescindido de ese respeto,
una actitud que comparto ciertamente con no pocos avezados hombres de mar. Los gestos temerarios o
discordantes no son a tales efectos sino desatinos de pelmazos.
Seguro que fue durante uno de esos veraneos en Sanlúcar cuando se inició mi fascinación por el Coto de
Doñana, pero dudo que las cosas sucedieran como ahora pienso. En Sanlúcar llaman al Coto la «otra banda» y
ese solo calificativo parece aludir a una disyunción terminante, como si se estableciera así la linde de «otra»
geografía y, por ende, de «otra» historia. Aunque no ocurra exactamente de ese modo, el simple hecho de
cruzar el río moviliza en algún registro psicológico una cierta hipótesis de cambio, como de divergencia entre
un fin de trayecto y un punto de partida. Desde Sanlúcar, o desde la broa de la desembocadura del
Guadalquivir, la visión de Doñana incluye, más allá de cualquier otro atractivo estético, una poderosa
imantación sensorial, no necesariamente generada por sus presuntas bellezas naturales sino por su calidad de
territorio fronterizo, de reducto de una cultura residual cuyas venerables atribuciones perviven en el fondo de
una naturaleza teóricamente virgen. No es que yo asociara entonces todo eso a mi escueta receptividad de
contemplador, pero prefiero creer que ya disponía de una especie de propensión emocional para descubrir los
acumulativos hechizos de la «otra banda». Esa sucesión de dunas reverberando bajo el sol, retenidas entre una
opulenta masa de pinares y sobrevoladas de pájaros nunca vistos, configuraban por lo pronto una excepción
imaginativa, un mundo virtualmente enigmático cuyas claves debían coincidir con las del paraíso terrenal.
A instancias de un sanluqueño —Luis Girón, sabio en vinos y en los pretéritos de la vida, que acabaría
casándose con tía Isabela—, se organizó una excursión a Doñana. Los preparativos fueron justamente pensados
como si se tratara de un safari, con el correspondiente acopio de víveres, cantimploras, hamacas, parasoles,
mosquiteros y demás provisiones recomendadas en el manual del perfecto explorador. Con tan prescindible
equipaje nos embarcamos una mañana de agosto en el bote de uno de los viejos marineros de Bajo de Guía que
se dedicaban a alquilar sus embarcaciones y con quienes compartiría años después muchas horas memorables.
El botero era un hombre adusto y de piel arcillosa que no hablaba nunca, a no ser en casos de extrema
necesidad, y que exhibía un cumplido apodo de pirata: Juan Sinsangre. Íbamos con él hasta ocho pasajeros, es
decir, toda la familia, y nos dejó en un playón aledaño a la punta de Malandar, que era por donde mejor podía
varar el bote, un poco al socaire de la marea. Se levantó el campamento por allí cerca y enseguida nos
dispusimos mi hermano Rafael y yo, acompañados de la vigilante tía Isabela, a emprender una expedición por
aquellos parajes desérticos y sin ninguna aparente referencia con el mundo conocido. Se me quedaron muy
grabadas en la memoria las marcas de los reptiles y las aves sobre la arena, pero lo que más me sobrecogió fue
el aliento majestuoso que latía entre los pinos, esa sensación de estar en un mundo antiguo y deshabitado y de
seguir una ruta que a lo mejor sólo habían hollado gentes de otro siglo. Vimos la sombra huraña de un jabalí por
el sotobosque y una familia de gamos vadeando un lucio. Eso era muy emocionante o yo quería que lo fuera.
Sanlúcar, Jerez, quedaban tan lejos que se me hacía imposible concebir desde allí el regreso a las banalidades
de la vida cotidiana.
.
8
Es muy posible que todo ocurriera tal como yo lo había sinuosamente calculado, porque después de
muchas idas y venidas me perdí adrede por el bosque adentro, desviándome hacia las dunas que avanzaban por
la franja costera del pinar, sepultándolo a trechos. Yo era el explorador que descubriría el escondite del tesoro,
el pionero que fundaría una estirpe de insurrectos en medio de aquel territorio sagrado. Y fue entonces cuando
el sol me jugó una mala pasada y perdí un poco la noción de la realidad. Me pareció ver un espejismo de peces
cautivos en un trasmallo por el fondo de los arenales, mientras oía voces llamándome por mi nombre. Algo así
ocurrió, o eso me dijeron que había ocurrido. Cuando me vine a dar cuenta estaba tumbado y tiritando bajo un
toldo y me palpitaban dolorosamente las sienes. Mi madre me había puesto una toalla mojada en la cabeza y me
hizo beber dos vasos de limonada seguidos, los mismos que vomité de inmediato. Debí de quedarme medio
amodorrado por la fiebre, pues caí en un sueño o en un torrente alucinatorio donde yo formaba parte de la
extensión proteica de Doñana y giraba en el mismo circuito vertiginoso que la fauna y la flora de aquel trasunto
del jardín de las Hespérides. Me gustaría creer que esa especie de insolación fue mi primera meritoria manera
de integrarme en un rincón de la naturaleza que sigo prefiriendo a cualquier otro del mundo.
El río, por estas inmediaciones, constituía —constituye— otro ámbito sanluqueño de muy autónoma
personalidad. Yo sólo me había asomado alguna que otra vez al último tramo de su curso, apenas entrevisto
desde las orillas del surgidero de Bonanza, pero con los años creo haber llegado a familiarizarme de manera
bastante precisa con esa zona del bajo Guadalquivir. Es un mundo muy netamente diferenciado respecto a los
mundos circunvecinos. Ni sus gentes —los llamados riacheros— ni su naturaleza —los ecosistemas propios de
Doñana— tienen mucho que ver con el resto de las geografías físicas y humanas andaluzas. Hay algo además
en ese paisaje que, con independencia de sus ornamentos naturales, remite sin duda al prestigio histórico y aun
mitológico que se ha ido acumulando secularmente en estas demarcaciones. Es como una asociación de
imágenes deducidas de un pretérito ilustre que han contribuido a que el paisaje sanluqueño sea también
esencialmente un paisaje cultural. Por ahí se estabiliza una especie de inventario retrospectivo que incluye
desde el enigma suntuoso de Tartesos al rastro de las antiguas colonizaciones mediterráneas, desde los libros de
oro de Argantonio al Luciferi fanum, desde las navegaciones históricas de Colón y Magallanes a los abigarrados
trasiegos de la carrera de Indias. Ciertos comentaristas de probada estolidez opinan que el Guadalquivir acaba
donde empieza América, lo cual es un cálculo propio de individuos que profesan sañudamente la hispanidad. La
única conclusión razonable es que el «padre Betis» se extingue en Sanlúcar de un modo más bien doméstico,
sin promover más soflamas retóricas que las muy evidentes promovidas por sus muchas correrías andaluzas,
incluidas las limpias y las contaminadas.
Un día fuimos mi hermano Rafael y yo con mi padre y el tío Luis Girón hasta un lugar del río llamado La
Plancha, a unas dos millas aguas arriba de Sanlúcar. Hicimos la travesía en la motora del práctico, que era quien
nos había invitado al paseo. Yo iba absorto en la contemplación de esa orilla fluvial de Doñana que aún
desconocía desde el punto de vista del navegante. A babor quedaban las masas de pinares, la belleza venerable
de ese bosque lamido por las grandes mareas y que, en la bajamar, presenta una franja cenagosa toda acribillada
de agujeros de crustáceos y moluscos. Al otro lado, comenzaba el borde fluvial de la marisma, una extensión
sin fondo que se anega con las aguas llovedizas, pero que en las sequías estivales se convierte en un auténtico
erial calcinado. Años después, cuando me iniciaba en la navegación a vela, me llevé un buen susto a cuenta de
los mercantes que bajan o remontan el río entre Sanlúcar y Sevilla y que, a veces, desde tierra, parece que van
surcando la llanura envueltos en una calima fantasmal. Lo que ocurre con esos barcos es muy simple: desplazan
primero un potente volumen de agua y luego lo succionan con una brusca aceleración. La onda así desplazada
penetra en ambas márgenes del río y, a continuación, es violentamente absorbida, regresando las aguas a su
cauce de modo impetuoso. Una vez iba yo navegando de bolina sin prestar ninguna especial atención a la
proximidad de un carguero de buen tonelaje. No sabía aún que había que ponerle proa al rumbo del barco, de
modo que en una de las viradas, cerca de la orilla, nos alcanzó la masa de agua expulsada por la obra viva del
mercante y nos arrastró sin más hasta un playón, donde quedamos varados y aturdidos cuando se retiró el agua.
Por lo menos había sacado una buena lección del percance: la de que las leyes de la navegación fluvial también
se aprenden navegando.
.
9
En aquella ocasión, amarramos dificultosamente la motora a un pantalán medio podrido que había en La
Plancha y que aún resistía mal que bien las embestidas implacables del óxido y la incuria. Entre los pinos de la
orilla había —hay— unos chozos de arqueológica traza habitados por los últimos pobladores legítimos de
Doñana. Son gentes arcaicas y dadivosas, dotadas de esa inmemorial sabiduría para dominar la naturaleza que
tiene mucho de perpetuación de un linaje protohistórico. Yo empecé entonces a conocerlos y ya he seguido
tratándolos ininterrumpidamente. Se han dedicado desde siempre al carboneo, a la recolección de piñas
—actividades ya vetadas— o a los oficios propios del río: pescan el camarón, la angula y el albur o ejercen de
boteros para el transporte entre Sanlúcar y el Coto. A veces, cuando apretaba el hambre, tampoco era raro que
se aventuraran por el sotobosque en funciones de cazadores furtivos. Los riacheros suelen usar unas
camaroneras provistas de un vetusto arte de pesca —la red de cuchara—, montada sobre unos puntales
perpendiculares a los costados de las barcas, con lo que aquellos meandros del río adquieren un extraño decoro
de estampa oriental.
En los chozos de La Plancha se podían comer por esas fechas unos suculentos huevos fritos —de gallareta
o de ánade, a elegir— y unas arcaicas sopas de galeras, que es un crustáceo muy sabroso y de poca encarnadura
propio de esas aguas. Cada chozo disponía de su pequeño huerto y el corral era el bosque. Ahora ya no
disponen más que de un olor triste a antropología cultural. El Instituto para la Conservación de la Naturaleza
sólo deja ya a esos supervivientes cultivar el instinto de conservación. Recuerdo que en una serie televisiva de
no hace todavía mucho —«Ésta es mi tierra» se llamaba— me encargaron el programa dedicado a Jerez y el
bajo Guadalquivir. Para ilustrar mejor mi trabajo, se me ocurrió llevar un día al equipo de filmación a La
Plancha, con la idea de que uno de esos riacheros amigos míos narrase algún episodio singular relacionado con
el catálogo de leyendas de Doñana, que son muchas y de muy variadas sugestiones. Elegí con tal fin a una
señora de mediana edad, mujer de uno de los boteros, a quien asesoré previamente para que contase lo más raro
que recordaba haber visto en el Coto. Ella asintió muy convencida y a la hora de hablar ante la cámara dijo
exactamente: «Lo más raro que yo he visto en el Coto es Icona.» No fue desde luego una mala respuesta.
En aquella primera excursión a que me refiero, estuvimos sentados un buen rato a la puerta de uno de los
chozos —que hacía las veces de venta caminera— y me presentaron a una oronda muchacha de mirada
beatífica que poseía un raro don: se iba a los acudideros de los venados provista de un capacho repleto de
desperdicios y les daba de comer en la mano. Toda una alegoría del género pastoril. Me acuerdo también de un
paseo que dimos hasta un lugar llamado La Marismilla, siguiendo una medio taponada pista de arena que
parecía inculcar al caminante una antigua justicia biológica. De pronto, en un recodo de la pineda, surgió un
palacio. Al principio, aquello tenía toda la pinta de un espejismo. Tampoco se podía asegurar que no lo fuese,
pero el palacio no era desde luego el del espejismo: era una mansión de cantería blanqueada y techumbre de
tejas verdes, con un acusado aire colonial en los cierros y balconajes. Por dentro, ese palacio ya era lo que no
parecía: un enorme pabellón de caza. Desde que Alfonso X el Sabio convirtiera estos parajes en cazadero real,
se han organizado aquí muchas y muy sonadas monterías. Ahora ya los descalabros provienen de otras
aficiones. O de otras irrazonables maneras de confundir el dominio de la naturaleza con el progreso inhumano.
Menos mal que no pudo prosperar el viejo proyecto de una carretera que enlazaría por la costa las provincias de
Cádiz y Huelva, con la consiguiente abolición de los ciclos vitales de las dunas móviles, pero los pesticidas
usados en los arrozales del norte de las marismas, las nuevas explotaciones agrarias, el aprovechamiento
indiscriminado de los acuíferos, la nefasta invasión urbanística que ya afecta a una parte muy sensible del
litoral, continúan siendo otros tantos insaciables peligros enfrentados a la salvaguardia ecológica de Doñana.
Durante aquellos primeros veraneos en Sanlúcar solíamos ir de paseo algunas tardes al manantial de Las
Piletas, al pie del promontorio donde aún quedaban vestigios del castillo del Espíritu Santo, una zona
convertida hoy en suelo urbanizable. Este castillo, aparte de su papel estratégico en la defensa contra
incursiones berberiscas, también cumplía en su tiempo una cierta función de vigía de la peligrosa barra
sanluqueña, donde hay documentados cientos de naufragios de navíos procedentes de ultramar, muchos de los
cuales remontaban luego el río hasta Sevilla. Cuentan que un cargador de Indias, el marqués de Arizón, había
subido al minarete de su casa —un enorme palacio hoy devastado— para ver llegar los barcos que le traían un
.
10
nuevo suministro de riquezas. En ésas estaba cuando pudo presenciar el hundimiento de dos de sus más
preciados bajeles en la embocadura de la barra, un infortunio al que respondió el marqués con otro mayor: se
suicidó arrojándose desde lo alto de la torre. Aún se veía entonces en la bajamar un mástil emergiendo del agua,
que yo identificaba de inmediato como el de un galeón cargado de oro al que la propia codicia de su armador
había hecho zozobrar, pero que no era sino el palo de un falucho embarrancado hacía poco en los bajíos. Nada
de eso me impedía, sin embargo, oír en noches de levante, cuando la mar se apaciguaba en unas oblongas
simulaciones lacustres, los lamentos de los náufragos que aún se debatían entre unas rocas donde las valvas de
los ostiones acuchillaban las manos de los que intentaban salvarse.
El aliciente principal de esos paseos a Las Piletas consistía en beber el agua supuestamente salutífera del
manantial y comer unas gamboas —una variedad local de membrillo— y unos altramuces muy pulposos
macerados en salmuera. Tan sutiles atractivos sólo lo eran en teoría, pues el agua provocaba serios trastornos
intestinales, las gamboas eran unos frutos ásperos más bien incomestibles y los altramuces sabían
poderosamente a cáñamo. A la larga se descubrió que los desarreglos que aquejaban a los bebedores se debían a
la sencilla razón de que el agua era directamente impotable. Pero todos los veraneantes de Sanlúcar cumplían
con mayor o menor asiduidad ese hábito vespertino del paseo hasta Las Piletas. Al manantial se accedía a través
de un jardín de corte romántico, una avenida central escoltada de eucaliptos gigantescos y una glorieta de la que
arrancaban dos pérgolas semicirculares que se reunían a media altura por encima de la fuente. Se oía desde allí
con una cóncava sonoridad el parloteo vespertino de las ranas que vivían en la acequia vecina. También había
algunos airosos bancos de fundición pintados de verde y el suelo de albero aparecía siempre como recién
regado. Todo tenía un aire primoroso y finisecular de balneario y los viandantes se demoraban en aquel frescor
ameno hasta que caía la noche.
Otro paseo que frecuentábamos mucho y al que incluso me permitían acudir en solitario algunas tardes
era el de la Calzada, una amplia alameda que comunicaba el Barrio Bajo con la playa llamada propiamente de
Sanlúcar, incluida por Cervantes en su inventario de más acreditados reductos de la picaresca. Por allí practiqué
mis iniciales cortejos amorosos, concretamente referidos a la metódica persecución de una niña que gastaba una
melena rubicunda muy de mi agrado. Mi secreta ilusión era poder bailar con ella un foxtrot o, en el peor de los
casos, un pasodoble, siguiendo un poco el ejemplo de los más eminentes arquetipos juveniles avecindados en
Sanlúcar. En aquella época, y aparte de los bailes y saraos veraniegos que organizaban los infantes de Orleans
en su palacio del Barrio Alto, la única posibilidad de cumplir con los protocolos ambientales del agarrado se
limitaba para los mayores a los sábados y domingos.
Recuerdo medianamente esa especie de caseta de feria levantada al final de la Calzada, muy bien
protegida del asedio de curiosos e intrusos, donde se celebraban unos bailes de mucho lucimiento. Yo me
quedaba poco menos que extasiado por aquellos alrededores, escuchando el llamamiento incitante de la música,
pero la edad me vetaba naturalmente el acceso a la caseta, y más si pretendía entrar llevando de la mano a una
niña que siempre se escapaba cuando más cerca estábamos de ingresar en aquella mansión de los placeres. Un
día conseguí al menos que aceptara ensayar conmigo un simulacro de baile en las proximidades de la caseta.
Llegaba hasta allí el eco melodioso del vocalista, y yo sabía entonces que estaba remunerándome de lo que mis
pocos años me escamoteaban sin ninguna compasión, si bien el gozo sólo duró lo que la niña tardó en huir. La
verdad es que no estaba muy satisfecho de la vida mientras deambulaba a solas por los extramuros de ese lugar
prohibido. Pero es muy posible que también estuviese ya perfilándose entre los intersticios de aquel verano
afanoso, apenas emergiendo de la esfera inestable de la ensoñación, ese tramo difícil de las historias personales
donde se cruzan la infancia y la adolescencia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario