viernes, 26 de enero de 2024

Lo indecente y lo enfermo en el arte [1 de Marzo de 1911] ROBERT MUSIL

 



Lo indecente y lo enfermo en el arte

[1 de Marzo de 1911]

El autor de este artículo es el escritor de ese

libro psicológicamente tan cautivador que apareció

hace varios años como obra primeriza y fue

sumamente celebrado por’la crítica más seria. Se

llamaba «Las tribulaciones del joven Torless», y

hasta hoy sigue, sin dar la talla editorial propia

de «la edad peligrosa».

Ordenar en consideración a una finalidad externa ideas que les. resultaban

conocidas hace mucho a las personas sensatas tiene algo de innegablemente

aburrido. Pero, en determinadas circunstancias, nada se le alcanzaría a uno tan

conocido como para que ya no fuera necesario repetirlo a menudo en público.

En Berlín se había prohibido a Flaubert. Alfred Kerr ya ha puesto en claro con

pocas palabras, de forma incontrovertible, que tal cosa sucedió en contra de la

ley, porque ésta dice que «la incitación sexual de una representación está

permitida cuando viene vinculada a una finalidad artística». Pero en Frankfurt

a. M. se ha prohibido también una conferencia de Karin Michaelis sobre la

edad crítica de la mujer, y en Munich, de una u otra forma, se le ha autorizado

a pronunciarla ante auditorios de uno u otro sexo exclusivamente. Imagínese

el consenso entre autoridades y opinión pública alemanas en los casos

siguientes:

Un marchante mecenas que expusiera trabajos japoneses de xilografía

donde aparecieran parejas arracimadas, enmarañadas en prodigiosos entrelazamientos,

partes de sus cuerpos que palpan el suelo como tentáculos, o se

repliegan de nuev'o como sacacorchos sobre sí mismas en el indecible vacío de

la decepción ulterior, ojos que cuelgan y giran, trémulos como burbujas, sobre

pechos inmóviles. O un artista que representara el motivo, en el fondo

puramente burgués, que los franceses, llaman fantasiosamente el beso del

monte sagrado —por ejemplo Felicien Rops en sus cartas—, y supongamos

que lo hiciera con la espalda del hombre combada de avidez canina y la amplia

indiferencia de la mujer en su indefinida búsqueda de algo. O un escritor que

describiera cómo alguien mira Jas manos temblorosas de su madre y miente,

miente, miente y dice algo apenas cierto acerca de que se le volverán cada vez

más cansadas y temblorosas, algo inventado, meramente por hacer daño. O

que describiera a una pariente próxima desnuda en la mesa de operaciones,

mordida ya por el bisturí; que lo describiera vivido al modo en que se coge a

una mujer en un accidente, casi como una cosa, y se la desnuda con ese campo

de conciencia restringido propio de las decisiones enérgicas; vivido con ese no

pensar en zonas en las que jamás se ha penetrado. Pero alguien habla —poco,

objetiva, médicamente— alguien con responsabilidad, un caballero, y ya hay

ahí algo sin movimiento, una herida, medio extraña, ahí puesta, floral, a

medias supuración sangrienta, abierta, en medio de la piel del costado pálida

por la tirantez, como una boca... Una asociación automática... besar, apretar

sobre la piel indefensa de esos labios. ¿Porqué? ¿Quién sabe? ¿Una semejanza

superficial, una nostalgia?... Una fracción de segundo, horror al respecto, y

luego otra vez órdenes y acciones rápidas. Y de repente, como un relámpago,

un ajuste de cuentas con la propia vida, al acecho de este instante casual de

debilidad desde hace tiempo, un tiempo indefinidamente largo: órdenes,

rápidas acciones también en el interior, hasta en la soledad con uno mismo esa

idiotez de la raya, de la ruta a seguir, el alma que zumba vacía en torno a lo

más sólido, agarrando hasta estrujar lo más fiable. Es un bloqueo, —vivido

quizás como una sublevación contra el profesor y contra la tiesa objetividad de

los colegas, quizás con espanto como un choque amortiguado consigo mismo,

muy hondo allá dentro en lo oscuro—, es un flamear de jirones; hojas en un

torbellino que se ha levantado: Yo, lento revolotear a la deriva, vacilante;

proximidad mortecina, lejana, semiprocesos de otro modo reprimidos y ahora

temporalmente reavivados, fragmentos de excitaciones jamás consumadas, sin

embargo sexuales, sin embargo ilícitos y presentes, sin embargo prometeicos,

que se hacen sensibles por vez primera. Y despertados a veces, por un rato,

gracias justamente al preciso y tranquilo paso de marcha de los términos

científicos, se hacen radiantes como el día, crueles, convocados a la lucha por

la existencia, hostiles y hartos ya de los tormentos que les sofocaron en la

estrechez de una convivencia anodina. Y un escritor insistiría en eso: también

una madre, una hermana, siguen siendo, desnudas, una mujer desnuda, y

quizás se vuelven tal para la conciencia tan sólo en las precisas circunstancias

que lo hagan aparecer como lo más aborrecible. Más o menos algo así, con una

inventiva mejor lograda.

En un caso fácil de juzgar, que giraba en torno a acciones cuya comisión a

nadie se le reprocharía en serio, el señor von Jagow sencillamente ha pasado

por alto la finalidad artística ligada a la imagen, que no se hallaba allí pegada

como un prospecto, sino en el valor de una compasión que vibraba luminosa

y estremecida en torno a un estilo. Pero hay casos en que, con todo el valor

humano de lo representado y todo el arte de la representación, y pese a todo

el reconocimiento que no es preciso negarles, no obstante se les niega la

finalidad artística que bastaría para justificarlos, o bien se la subordina a alguna

otra; casos cuya exclusión del terreno de lo artístico constituye hoy en día no

sólo el programa de comisarios de policía y fiscales del estado, pongamos por

caso, sino también el de revistas con pretensiones artísticas. He presentado

algunos ejemplos de ese tipo, y de ellos voy a hablar: hay cosas de las que no

se habla en la comunidad cultural alemana. N o soy el único al que tal estado

de cosas le llena de vergüenza y de cólera, y frente a él voy a defender la

posición de que el arte puede no sólo representar lo inmoral y lo aborrecible,

sino también amarlo.

Doy por sentado al respecto que desde el punto de vista social existen con

toda razón lo inmoral, lo aborrecible y lo enfermo —cosa que razonablemente

no va a negarse, en general. Pero entonces sólo hay tres posibilidades para la

afirmación antes establecida: o bien lo indecente y lo enfermo, representados

por un artista, ya no lo son en absoluto. O bien, y a excepción de los casos

en que se representan para provocar un efecto de contraste, para ser

denunciado, o cosas por el estilo, habría que aceptar que el amor que un

artista siente hacia ello es distinto de lo que en este tema se exige como

seriedad en la vida real (para ser más preciso, y no permitir ni por un instante

que alguien pegue el cambiazo encorbatado y cuele al picaro o al exaltado

comcfürtista: que la suya es una seriedad artística). O bien lo indecente y lo

enfermo tienen también en la vida, decididamente, su lado bueno.

Las tres afirmaciones son correctas en cierto sentido.

El arte puede perfectamente elegir lo indecente y lo enfermo como punto

de partida, pero a partir de ahí lo representado —no la representación, sino lo

indecente y enfermo representado— ya no es ni indecente ni enfermo. Es éste

un postulado que, prescindiendo de toda cháchara de sacristía sofcre la misión

del artista, se sigue ya de una simple consideración desapasionada de las

funciones específicas que hacen surgir la obra de arte. Gracias a ella no se

satisfacen propiamente ansias distintas de las artísticas; ésas, se pueden

satisfacer mucho más fácilmente y sin penosos rodeos en la realidad, y sólo en

la realidad se las satisface con la suficiente abundancia. Sentir la necesidad de

representar (artísticamente) significa no tener—ninguna necesidad acuciante de

satisfacción directa, aun cuando hubieran sido ansias de la vida 'real quienes

hubiesen empujado a ello. Representar algo significa representar sus relaciones

con otras cien cosas diferentes: porque objetivamente no es posible de otro

modo, porque hay algo que sólo así se puede hacer entender y sentir... lo

mismo que también el entendimiento científico surge sólo mediante una

actividad de comparación y relación, igual que surge cualquier comprensión

humana. Y aunque esas otras cien cosas fueran, una vez más, indecentes o

enfermas: las relaciones no lo son, el hallazgo de esas relaciones no lo es jamás.

N o de otra manera sucede en la ciencia; en los libros científicos se

encuentra de todo, indecencias anodinas y perversidades anatómicas cuyo

aspecto interno casi no se puede ya recomponer a partir de los elementos de

un alma sana; si uno no se deja engañar p o r ‘ enfoques tan enmascaradores

como la compasión, la obligación social o la máscara de salvador del médico

que nos lanza sus guiños, el interés por esos procesos es un interés directo,

que busca conocimiento. Y también el arte quiere saber; representa lo

indecente y lo enfermo médiante sus relaciones con lo decente y lo sano, y

esto no significa sino que así amplía su saber acerca de lo sano y lo decente.

La impresión que recibe un artista —algo a evitar, una sensación indefinida,

un sentimiento, una volición— se descompone en él, y escapados a su

paralizante contexto habitual, sus componentes alcanzan de pronto relaciones

inesperadas con objetos a menudo muy distintos, que a su vez resuenan en su

dislocación en involuntaria armonía. Así se abren caminos y se hacen estallar

masas de relaciones establecidas, así va excavando la conciencia sus vías de

acceso. El resultado no es más que una representación del proceso a describir

imprecisa aún en la mayoría de los casos, pero en torno suyo, un oscuro

resonar de afinidades anímicas, un lento desplazarse de grandes masas de

voliciones, ideas y sentimientos entrelazados. Tal es lo que sucede en realidad,

y ése el aspecto que un proceso enfermo, odioso, incomprensible o meramente

desatendido por convencionalismo, presenta en el cerebro de un artista. Pero

en esa misma forma, inserto en una cadena de relaciones, atrapado por un

movimiento que lo alza, lo arrastra consigo y lo. libera de la opresión de su

peso, es como debe aparecer también en el cerebro de quien comprende la

representación. Esa totalidad es el objeto representado, y el efecto purificador

del arte que desensualiza automáticamente debe fundarse en ello —y en

ninguna otra cosa, tampoco en una moralidad que toca la lira con la decencia

de un actor del teatro nacional—. Lo que en la realidad sigue condensado

como en una gota ardiente se ve aquí disuelto, disperso y entreverado:

bendito, humanizado. Basta haber tenido siquiera una vez entre las manos ía

obra de un enfermo para comprender la diferencia en lo producido.

Desde luego, el arte no representa de una manera conceptual, sino sensual,

no lo general, sino el caso particular, en cuyo complejo acorde resuenan

inciertas notas generales, y mientras que, ante un mismo caso, un médico se

interesa por las relaciones causales de validez general, el artista se interesa por

un contexto individual de sentimientos; el científico, por un esquema sintetizador

de lo real, el artista, por la ampliación del registro de lo que aún es posible

interiormente, y por ello el arte no es tampoco sensatez jurídica, sino otra

muy distinta. No expone las personas, emociones y sucesos a los que da forma

desde todos sus costados, x sino unilateralmente. Amar algo como artista

significa así verse estremecido no por su valor o su falta de valor último, sino

por un aspecto que'se abre de repente; en donde tiene algún valor, el arte

muestra cosas que muy pocos han visto todavía. Es conquistador, no pacificador.

Así, ve también aspectos valiosos e interrelaciones en sucesos ante los

cuales se horrorizan los demás. En la mayoría de los choques entre arte y

opinión pública, o bien no se reconocen esos valores, o bien, lo que es el caso

típico, sucede que ya el mero intento de conocerlos se ve rechazado por temor

a las circunstancias en que se alcanzan. Se le hace saber al artista que la

impresión que analiza no forma parte de ningún hombre sano, que es algo

asqúeroso se mire por donde se mire. Y para enfrentarse a esto, tras recordar

modestamente que a pesar de todo la evidencia siguió aferrándose durante

largo tiempo a la rotación del sol en torno a la tierra, no queda ya cosa mejor

que hacer que ésta: emprender la lucha contra el fundaménto último de esas

contradicciones, y defender la teoría de que en esta época, que tanto se

angustia con la decadencia y la salud, la frontera entre salud y enfermedad

anímicas o entre moral e inmoral se busca, en términos geométricos demasiado

bastos, como una línea a definir y respetar (y cualquier acción debería estar o

bien a un lado o bien al otro), en lugar de reconocer que no existe ningún

venenó anímico que lo sea así sin más, sino sólo efectos venenosos de alguna

desproporción funcional en uno u otro de los componentes de la mezcla

anímica —con lo cual no es menos repugnante el enfermar por un exceso de

lo bien visto que de lo contrario—; y que cada acción, cada sentimiento, cada

deseo, cada línea de interés —o como quiera que se enumere cuanto se suele

sacar a colación para hacer sospechoso de minusvalía anímica a un poeta y a

sus figuras— puede ser de por sí tan sano como enfermo, que hay lugares tan

enfermos como esos en cualquier alma sana, y que la decisión sólo se puede

referir a la totalidad, a relaciones de cantidad, superficie, peso, tensión, valor

u otras igual de complicadas entre elementos particulares que hoy se distinguen

como sanos o enfermos, y que no podrían tener tal significado de una vez por

todas, sino solo en cada caso y según sus efectos en el caso particular de un

alma particular.

En verdad no existe perversidad o inmoralidad alguna que no tenga por así

decir su correlativa salud o moral. Lo que presupone que, para todos y cada

uno de los componentes por los que está constituida una perversión o una

inmoralidad, se encuentra otro análogo en las almas sanas y aptas para la vida

en común. Y esta presuposición es correcta, y a ningún escritor le resultará

difícil probarla sea cual fuere el ejemplo que se le presente. Toda perversidad

puede representarse. Se deja representar porque se estructura a partir de lo

normal, pues en otro caso su representación no sería comprensible. Así como

la desensualización de la representación se basa en esa actividad de estructuración,

el efecto humanizador del modelo se basa en la posibilidad de representación.

Pero al igual que en esa estructura resultante pueden'‘ contenerse además

elementos valiosos en puntos decisivos, también puede haberlos en su valoración.

Esta es la clave de la combinatoria que hace posible la comprensión y el amor

artístico también hacia lo perverso y lo inmoral.

Amor válido sólo en relación a una imagen intelectualizada, o como diría

un químico, «enriquecida». Para la que sin embargo también puede haber un

modelo preciso en la vida. De manera que, si bien es cierto que no se debe

negar la existencia de lo inmoral y lo enfermo, en el terreno del pensamiento

no obstante se debe considerar que los límites tendrían que establecerse de

otro modo. Con un ejemplo: se tendrá que reconocer que un asesino sexual

puede ser un enfermo, que puede ser sano e inmoral, y que puede ser sano y

moral; tal cosa ya se hace con los asesinos sin más.

Desde el momento en que hay valores que llegan a madurar gracias a uri

arte que no elude reconocerlo, es indigno y cobarde ensañarse con él. Nadie

abordará ese terreno si no hay en él determinados valores que le atraigan, pero

esa perspectiva de panadero orondo, con su arte alemán sano a cualquier

precio, es muy estrecha. N o es preciso negar los peligros. Hay ansias a medias

que no bastan para intentar su realización en la vida, pero -sin embargo sí para

tratar de realizarlas en el arte, y puede haber hombres que utilicen para ello

tanto vida como arte. Pero, o bien en el proceso sufren ese efecto de

transformación de la energía (y entonces da totalmente igual el que además

estén enfermos), o bien no se puede hablar propiamente de arte. Pese a lo cual,

todo esto podría no bastar aún para excluir algún efecto secundario, y también

pudiera ser cierto que el público no capta más que el tema en bruto, que el

arte actúa sobre interioridades más movedizas e indisciplinadas que la ciencia,

y que se vuelve as! más peligroso: pero todo eso son dificultades, y no

contraargumentos. También la ciencia tiene su séquito de merodeadores

intelectuales, y no por ello va a ser prohibida cuando se difunda más aún que

en la actualidad entre el pueblo —camino que la ciencia ya está encarando—.

Lo que se hace por ella debe hacerse también por el arte: cargar con los

desagradables efectos secundarios mencionados por mor del fin principal,

además de quitarles importancia acentuando lo asombroso del mismo. Pues se

debe reformar hacia adelante y no hacia atrás; las enfermedades sociales, las

revoluciones, son evoluciones bloqueadas por la estupidez conservadora.

También en la vida real se tendrá- que aprender a pensar de otra manera

para comprender al arte. Que se defina como moral cualquier objetivo de la

comunidad, pero con una gran cantidad de caminos laterales autorizados. Y

que el movimiento vaya convergiendo por todos ellos en una fuerte voluntad

de progreso, para no correr el peligro de trastabillar a cada guijarro del

camino.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Archivo del blog

Un cuervo llamado Bertolino Fragmento Novela EL HACEDOR DE SOMBRAS

  Un cuervo llamado Bertolino A la semana exacta de heredar el anillo con la piedra púrpura, me dirigí a la Torre de los Cuervos. No lo hací...

Páginas