Lo indecente y lo enfermo en el arte
[1 de Marzo de 1911]
El autor de este artículo es el escritor de ese
libro psicológicamente tan cautivador que apareció
hace varios años como obra primeriza y fue
sumamente celebrado por’la crítica más seria. Se
llamaba «Las tribulaciones del joven Torless», y
hasta hoy sigue, sin dar la talla editorial propia
de «la edad peligrosa».
Ordenar en consideración a una finalidad externa ideas que les. resultaban
conocidas hace mucho a las personas sensatas tiene algo de innegablemente
aburrido. Pero, en determinadas circunstancias, nada se le alcanzaría a uno tan
conocido como para que ya no fuera necesario repetirlo a menudo en público.
En Berlín se había prohibido a Flaubert. Alfred Kerr ya ha puesto en claro con
pocas palabras, de forma incontrovertible, que tal cosa sucedió en contra de la
ley, porque ésta dice que «la incitación sexual de una representación está
permitida cuando viene vinculada a una finalidad artística». Pero en Frankfurt
a. M. se ha prohibido también una conferencia de Karin Michaelis sobre la
edad crítica de la mujer, y en Munich, de una u otra forma, se le ha autorizado
a pronunciarla ante auditorios de uno u otro sexo exclusivamente. Imagínese
el consenso entre autoridades y opinión pública alemanas en los casos
siguientes:
Un marchante mecenas que expusiera trabajos japoneses de xilografía
donde aparecieran parejas arracimadas, enmarañadas en prodigiosos entrelazamientos,
partes de sus cuerpos que palpan el suelo como tentáculos, o se
repliegan de nuev'o como sacacorchos sobre sí mismas en el indecible vacío de
la decepción ulterior, ojos que cuelgan y giran, trémulos como burbujas, sobre
pechos inmóviles. O un artista que representara el motivo, en el fondo
puramente burgués, que los franceses, llaman fantasiosamente el beso del
monte sagrado —por ejemplo Felicien Rops en sus cartas—, y supongamos
que lo hiciera con la espalda del hombre combada de avidez canina y la amplia
indiferencia de la mujer en su indefinida búsqueda de algo. O un escritor que
describiera cómo alguien mira Jas manos temblorosas de su madre y miente,
miente, miente y dice algo apenas cierto acerca de que se le volverán cada vez
más cansadas y temblorosas, algo inventado, meramente por hacer daño. O
que describiera a una pariente próxima desnuda en la mesa de operaciones,
mordida ya por el bisturí; que lo describiera vivido al modo en que se coge a
una mujer en un accidente, casi como una cosa, y se la desnuda con ese campo
de conciencia restringido propio de las decisiones enérgicas; vivido con ese no
pensar en zonas en las que jamás se ha penetrado. Pero alguien habla —poco,
objetiva, médicamente— alguien con responsabilidad, un caballero, y ya hay
ahí algo sin movimiento, una herida, medio extraña, ahí puesta, floral, a
medias supuración sangrienta, abierta, en medio de la piel del costado pálida
por la tirantez, como una boca... Una asociación automática... besar, apretar
sobre la piel indefensa de esos labios. ¿Porqué? ¿Quién sabe? ¿Una semejanza
superficial, una nostalgia?... Una fracción de segundo, horror al respecto, y
luego otra vez órdenes y acciones rápidas. Y de repente, como un relámpago,
un ajuste de cuentas con la propia vida, al acecho de este instante casual de
debilidad desde hace tiempo, un tiempo indefinidamente largo: órdenes,
rápidas acciones también en el interior, hasta en la soledad con uno mismo esa
idiotez de la raya, de la ruta a seguir, el alma que zumba vacía en torno a lo
más sólido, agarrando hasta estrujar lo más fiable. Es un bloqueo, —vivido
quizás como una sublevación contra el profesor y contra la tiesa objetividad de
los colegas, quizás con espanto como un choque amortiguado consigo mismo,
muy hondo allá dentro en lo oscuro—, es un flamear de jirones; hojas en un
torbellino que se ha levantado: Yo, lento revolotear a la deriva, vacilante;
proximidad mortecina, lejana, semiprocesos de otro modo reprimidos y ahora
temporalmente reavivados, fragmentos de excitaciones jamás consumadas, sin
embargo sexuales, sin embargo ilícitos y presentes, sin embargo prometeicos,
que se hacen sensibles por vez primera. Y despertados a veces, por un rato,
gracias justamente al preciso y tranquilo paso de marcha de los términos
científicos, se hacen radiantes como el día, crueles, convocados a la lucha por
la existencia, hostiles y hartos ya de los tormentos que les sofocaron en la
estrechez de una convivencia anodina. Y un escritor insistiría en eso: también
una madre, una hermana, siguen siendo, desnudas, una mujer desnuda, y
quizás se vuelven tal para la conciencia tan sólo en las precisas circunstancias
que lo hagan aparecer como lo más aborrecible. Más o menos algo así, con una
inventiva mejor lograda.
En un caso fácil de juzgar, que giraba en torno a acciones cuya comisión a
nadie se le reprocharía en serio, el señor von Jagow sencillamente ha pasado
por alto la finalidad artística ligada a la imagen, que no se hallaba allí pegada
como un prospecto, sino en el valor de una compasión que vibraba luminosa
y estremecida en torno a un estilo. Pero hay casos en que, con todo el valor
humano de lo representado y todo el arte de la representación, y pese a todo
el reconocimiento que no es preciso negarles, no obstante se les niega la
finalidad artística que bastaría para justificarlos, o bien se la subordina a alguna
otra; casos cuya exclusión del terreno de lo artístico constituye hoy en día no
sólo el programa de comisarios de policía y fiscales del estado, pongamos por
caso, sino también el de revistas con pretensiones artísticas. He presentado
algunos ejemplos de ese tipo, y de ellos voy a hablar: hay cosas de las que no
se habla en la comunidad cultural alemana. N o soy el único al que tal estado
de cosas le llena de vergüenza y de cólera, y frente a él voy a defender la
posición de que el arte puede no sólo representar lo inmoral y lo aborrecible,
sino también amarlo.
Doy por sentado al respecto que desde el punto de vista social existen con
toda razón lo inmoral, lo aborrecible y lo enfermo —cosa que razonablemente
no va a negarse, en general. Pero entonces sólo hay tres posibilidades para la
afirmación antes establecida: o bien lo indecente y lo enfermo, representados
por un artista, ya no lo son en absoluto. O bien, y a excepción de los casos
en que se representan para provocar un efecto de contraste, para ser
denunciado, o cosas por el estilo, habría que aceptar que el amor que un
artista siente hacia ello es distinto de lo que en este tema se exige como
seriedad en la vida real (para ser más preciso, y no permitir ni por un instante
que alguien pegue el cambiazo encorbatado y cuele al picaro o al exaltado
comcfürtista: que la suya es una seriedad artística). O bien lo indecente y lo
enfermo tienen también en la vida, decididamente, su lado bueno.
Las tres afirmaciones son correctas en cierto sentido.
El arte puede perfectamente elegir lo indecente y lo enfermo como punto
de partida, pero a partir de ahí lo representado —no la representación, sino lo
indecente y enfermo representado— ya no es ni indecente ni enfermo. Es éste
un postulado que, prescindiendo de toda cháchara de sacristía sofcre la misión
del artista, se sigue ya de una simple consideración desapasionada de las
funciones específicas que hacen surgir la obra de arte. Gracias a ella no se
satisfacen propiamente ansias distintas de las artísticas; ésas, se pueden
satisfacer mucho más fácilmente y sin penosos rodeos en la realidad, y sólo en
la realidad se las satisface con la suficiente abundancia. Sentir la necesidad de
representar (artísticamente) significa no tener—ninguna necesidad acuciante de
satisfacción directa, aun cuando hubieran sido ansias de la vida 'real quienes
hubiesen empujado a ello. Representar algo significa representar sus relaciones
con otras cien cosas diferentes: porque objetivamente no es posible de otro
modo, porque hay algo que sólo así se puede hacer entender y sentir... lo
mismo que también el entendimiento científico surge sólo mediante una
actividad de comparación y relación, igual que surge cualquier comprensión
humana. Y aunque esas otras cien cosas fueran, una vez más, indecentes o
enfermas: las relaciones no lo son, el hallazgo de esas relaciones no lo es jamás.
N o de otra manera sucede en la ciencia; en los libros científicos se
encuentra de todo, indecencias anodinas y perversidades anatómicas cuyo
aspecto interno casi no se puede ya recomponer a partir de los elementos de
un alma sana; si uno no se deja engañar p o r ‘ enfoques tan enmascaradores
como la compasión, la obligación social o la máscara de salvador del médico
que nos lanza sus guiños, el interés por esos procesos es un interés directo,
que busca conocimiento. Y también el arte quiere saber; representa lo
indecente y lo enfermo médiante sus relaciones con lo decente y lo sano, y
esto no significa sino que así amplía su saber acerca de lo sano y lo decente.
La impresión que recibe un artista —algo a evitar, una sensación indefinida,
un sentimiento, una volición— se descompone en él, y escapados a su
paralizante contexto habitual, sus componentes alcanzan de pronto relaciones
inesperadas con objetos a menudo muy distintos, que a su vez resuenan en su
dislocación en involuntaria armonía. Así se abren caminos y se hacen estallar
masas de relaciones establecidas, así va excavando la conciencia sus vías de
acceso. El resultado no es más que una representación del proceso a describir
imprecisa aún en la mayoría de los casos, pero en torno suyo, un oscuro
resonar de afinidades anímicas, un lento desplazarse de grandes masas de
voliciones, ideas y sentimientos entrelazados. Tal es lo que sucede en realidad,
y ése el aspecto que un proceso enfermo, odioso, incomprensible o meramente
desatendido por convencionalismo, presenta en el cerebro de un artista. Pero
en esa misma forma, inserto en una cadena de relaciones, atrapado por un
movimiento que lo alza, lo arrastra consigo y lo. libera de la opresión de su
peso, es como debe aparecer también en el cerebro de quien comprende la
representación. Esa totalidad es el objeto representado, y el efecto purificador
del arte que desensualiza automáticamente debe fundarse en ello —y en
ninguna otra cosa, tampoco en una moralidad que toca la lira con la decencia
de un actor del teatro nacional—. Lo que en la realidad sigue condensado
como en una gota ardiente se ve aquí disuelto, disperso y entreverado:
bendito, humanizado. Basta haber tenido siquiera una vez entre las manos ía
obra de un enfermo para comprender la diferencia en lo producido.
Desde luego, el arte no representa de una manera conceptual, sino sensual,
no lo general, sino el caso particular, en cuyo complejo acorde resuenan
inciertas notas generales, y mientras que, ante un mismo caso, un médico se
interesa por las relaciones causales de validez general, el artista se interesa por
un contexto individual de sentimientos; el científico, por un esquema sintetizador
de lo real, el artista, por la ampliación del registro de lo que aún es posible
interiormente, y por ello el arte no es tampoco sensatez jurídica, sino otra
muy distinta. No expone las personas, emociones y sucesos a los que da forma
desde todos sus costados, x sino unilateralmente. Amar algo como artista
significa así verse estremecido no por su valor o su falta de valor último, sino
por un aspecto que'se abre de repente; en donde tiene algún valor, el arte
muestra cosas que muy pocos han visto todavía. Es conquistador, no pacificador.
Así, ve también aspectos valiosos e interrelaciones en sucesos ante los
cuales se horrorizan los demás. En la mayoría de los choques entre arte y
opinión pública, o bien no se reconocen esos valores, o bien, lo que es el caso
típico, sucede que ya el mero intento de conocerlos se ve rechazado por temor
a las circunstancias en que se alcanzan. Se le hace saber al artista que la
impresión que analiza no forma parte de ningún hombre sano, que es algo
asqúeroso se mire por donde se mire. Y para enfrentarse a esto, tras recordar
modestamente que a pesar de todo la evidencia siguió aferrándose durante
largo tiempo a la rotación del sol en torno a la tierra, no queda ya cosa mejor
que hacer que ésta: emprender la lucha contra el fundaménto último de esas
contradicciones, y defender la teoría de que en esta época, que tanto se
angustia con la decadencia y la salud, la frontera entre salud y enfermedad
anímicas o entre moral e inmoral se busca, en términos geométricos demasiado
bastos, como una línea a definir y respetar (y cualquier acción debería estar o
bien a un lado o bien al otro), en lugar de reconocer que no existe ningún
venenó anímico que lo sea así sin más, sino sólo efectos venenosos de alguna
desproporción funcional en uno u otro de los componentes de la mezcla
anímica —con lo cual no es menos repugnante el enfermar por un exceso de
lo bien visto que de lo contrario—; y que cada acción, cada sentimiento, cada
deseo, cada línea de interés —o como quiera que se enumere cuanto se suele
sacar a colación para hacer sospechoso de minusvalía anímica a un poeta y a
sus figuras— puede ser de por sí tan sano como enfermo, que hay lugares tan
enfermos como esos en cualquier alma sana, y que la decisión sólo se puede
referir a la totalidad, a relaciones de cantidad, superficie, peso, tensión, valor
u otras igual de complicadas entre elementos particulares que hoy se distinguen
como sanos o enfermos, y que no podrían tener tal significado de una vez por
todas, sino solo en cada caso y según sus efectos en el caso particular de un
alma particular.
En verdad no existe perversidad o inmoralidad alguna que no tenga por así
decir su correlativa salud o moral. Lo que presupone que, para todos y cada
uno de los componentes por los que está constituida una perversión o una
inmoralidad, se encuentra otro análogo en las almas sanas y aptas para la vida
en común. Y esta presuposición es correcta, y a ningún escritor le resultará
difícil probarla sea cual fuere el ejemplo que se le presente. Toda perversidad
puede representarse. Se deja representar porque se estructura a partir de lo
normal, pues en otro caso su representación no sería comprensible. Así como
la desensualización de la representación se basa en esa actividad de estructuración,
el efecto humanizador del modelo se basa en la posibilidad de representación.
Pero al igual que en esa estructura resultante pueden'‘ contenerse además
elementos valiosos en puntos decisivos, también puede haberlos en su valoración.
Esta es la clave de la combinatoria que hace posible la comprensión y el amor
artístico también hacia lo perverso y lo inmoral.
Amor válido sólo en relación a una imagen intelectualizada, o como diría
un químico, «enriquecida». Para la que sin embargo también puede haber un
modelo preciso en la vida. De manera que, si bien es cierto que no se debe
negar la existencia de lo inmoral y lo enfermo, en el terreno del pensamiento
no obstante se debe considerar que los límites tendrían que establecerse de
otro modo. Con un ejemplo: se tendrá que reconocer que un asesino sexual
puede ser un enfermo, que puede ser sano e inmoral, y que puede ser sano y
moral; tal cosa ya se hace con los asesinos sin más.
Desde el momento en que hay valores que llegan a madurar gracias a uri
arte que no elude reconocerlo, es indigno y cobarde ensañarse con él. Nadie
abordará ese terreno si no hay en él determinados valores que le atraigan, pero
esa perspectiva de panadero orondo, con su arte alemán sano a cualquier
precio, es muy estrecha. N o es preciso negar los peligros. Hay ansias a medias
que no bastan para intentar su realización en la vida, pero -sin embargo sí para
tratar de realizarlas en el arte, y puede haber hombres que utilicen para ello
tanto vida como arte. Pero, o bien en el proceso sufren ese efecto de
transformación de la energía (y entonces da totalmente igual el que además
estén enfermos), o bien no se puede hablar propiamente de arte. Pese a lo cual,
todo esto podría no bastar aún para excluir algún efecto secundario, y también
pudiera ser cierto que el público no capta más que el tema en bruto, que el
arte actúa sobre interioridades más movedizas e indisciplinadas que la ciencia,
y que se vuelve as! más peligroso: pero todo eso son dificultades, y no
contraargumentos. También la ciencia tiene su séquito de merodeadores
intelectuales, y no por ello va a ser prohibida cuando se difunda más aún que
en la actualidad entre el pueblo —camino que la ciencia ya está encarando—.
Lo que se hace por ella debe hacerse también por el arte: cargar con los
desagradables efectos secundarios mencionados por mor del fin principal,
además de quitarles importancia acentuando lo asombroso del mismo. Pues se
debe reformar hacia adelante y no hacia atrás; las enfermedades sociales, las
revoluciones, son evoluciones bloqueadas por la estupidez conservadora.
También en la vida real se tendrá- que aprender a pensar de otra manera
para comprender al arte. Que se defina como moral cualquier objetivo de la
comunidad, pero con una gran cantidad de caminos laterales autorizados. Y
que el movimiento vaya convergiendo por todos ellos en una fuerte voluntad
de progreso, para no correr el peligro de trastabillar a cada guijarro del
camino.
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