sábado, 14 de octubre de 2023

VOLTAIRE LOS ELEMENTOS DE LA FILOSOFÍA DE NEWTON FRAGMENTO PRÓLOGO

 



PROLOGO

Fue ahora hace algo más de siete años que Antonio Lafuente y Luis

Carlos Arboleda acabaron esta edición de los Eléments de la philosophie

de Newton, un libro del que todo el mundo reconocería en estos momentos

su lugar de excepción en la historia del pensamiento, pero del que también

se podría decir que al estar situado en la frontera de distintas disciplinas

ha sido tratado con igual y escasa fortuna tanto por la historia intelectual

del pensamiento como, en menor medida, también por la historia de la

ciencia. Los motivos que han detenido la publicación de la presente

edición española desde que se colocó el último punto en mayo de 1988 y

las razones por las que se ha producido un desentendimiento mucho más

generalizado en lo que concierne a esta obra de Voltaire no coinciden en

todos los casos, pero sí manifiestan una paridad suficiente como para que

el problema en su conjunto pueda ser contemplado más desde una

perspectiva global que desde el estrecho punto de vista de otras

peculiaridades económicas o presupuestarias.

Si nos referimos, antes que nada, al peso específico que los

nombres de las dos personas involucradas en esta obra han adquirido

como referencias intelectuales de nuestro pasado inmediato, encontraremos

que el uno, Voltaire, es universalmente reconocido como

uno de los representantes más conspicuos de los valores ilustrados,

de su proceso de secularización y de su defensa de las libertades;

mientras que el otro, Newton, se une irremediablemente a la última

etapa de la llamada Revolución Científica y a la formulación del

primer gran sistema del mundo construido en función de criterios

experimentales o de procedimientos heurísticos que hoy tomaríamos

sin duda por «modernos». A partir de semejante obviedad, uno

esperaría un interés sincero y duplicado hacia una obra en la que los

nombres de ambas luminarias del pensamiento y de la ciencia se mezclan

PROLOGO

como autor y corno asunto. Pero las cosas, sin embargo, han sucedido de

otro modo. Tanto así que mientras que en el campo de la historia de la

ciencia tan sólo encontramos un interés más o menos creciente hacia este

libro «sobre Newton», sorprende que en el dominio específico de los

estudios voltairíanos haya pasado prácticamente desapercibido este libro

de Voltaire. Bastará señalar, por ejemplo, que en los 250 volúmenes de los

Studies on Voltaire and the Eighteenth Century publicados entre 1955 y

1987, no hay un sóio artículo dedicado exclusivamente a los Eléments y tan

sólo cuatro relativos a la relación entre Voltaire y Newton. 1 Mientras tanto,

después de una espera de más de 25 años, la edición crítica de este libro

que debía aparecer en la colección de las obras completas editada por la

Oxford Foundation ha visto la luz tan sólo en 1992.2 Como fácilmente

reconocerá el lector avisado, la dificultad ha consistido siempre en saber

si era éste un libro «de Voltaire» o si era un libro «sobre Newton». No porque

no pudiera ser ambas cosas al mismo tiempo, sino porque para ser una

obra de Voltaire era demasiado «sobre Newton» y para ser sobre Newton era

demasiado «de Voltaire».

Por supuesto que la edición de Lafuente y Arboleda también esperaba

conmemorar en 1988 los doscientos cincuenta años de la primera

publicación de los Elementos en 1738. Pero tampoco podría tratarse

exclusivamente de defender la viabilidad editorial de una obra en función

exclusiva de una circunstancia tan poco razonada. Más bien al contrario,

los motivos que señalaron los Elementos como una obra clave para la

historia de la ciencia, cuando todavía la historia intelectual del pensamiento

y sobre todo los estudios voltairianos habían hecho poco más que referir

su existencia, tuvieron una naturaleza mucho más substantiva que un

aniversario del que todo el mundo podría haber comprendido la necesidad,

aunque no necesariamente la importancia. Quizá más que ninguna otra

cosa, habría que señalar el convencimiento entonces generalizado entre

los historiadores de la ciencia de que no había ciencia sin públicos, de que

la producción científica no era una empresa alejada de los condicionamientos

sociales que la producen o la distribuyen y de que la disciplina,

por tanto, al estar sometida a las mismas restricciones conceptuales que

cualquier otro estudio de lo social, debía incluir entre sus categorías

básicas nociones como sexo y género, comunidad e identidad, clase y

estatus, corrupción y patronaj e, podery mito, centro y periferia, hegemonía

y resistencia o, sobre todo y por lo que concierne a este caso: comunicación

X

JAVIER MOSCOSO

y recepción,3 La dificultad consistía en hacer entender cómo parte de

nuestro sistema de representaciones sobre la ciencia estaba construido a

partir de elementos retóricos ajenos alo que en un principio denominamos

ciencia básica, cuya correcta integración histórica sólo podía obtenerse

además si se abandonaba una estricta línea divisoria que separara «la

persuasión» de «la prueba».

Al menos desde este punto de vista, cabía entender los Elementos de

Voltaire como una parte más entre otras de un conjunto de evidencias

historiográficas encaminadas a desmantelar una concepción positivista

de la ciencia y un entendimiento unívoco de su historia. La publicación del

texto debía defenderse desde el momento mismo en el que se entendiera

la necesidad de discutir una concepción unlversalizante de la producción

científica. Más aun, puesto que la equiparación entre ciencia y racionalidad

provenía, entre otros, también de la pluma de Voltaire, los Elementos

podían presentarse como ejemplo paradigmático de una forma de

popularización que, a pesar de concentrar sus esfuerzos en problemas de

mecánica o de óptica, no dependía exclusivamente de aquellas ramas del

conocimiento científico. La confianza voltairiana en una forma renovada

de pensamiento secular superaba en este caso las enseñanzas de la nueva

física, puesto que la manera de razonar apareció en todo momento como

ingrediente básico de la propia doctrina. Ai contrario también de lo que

sucedió con otros libros de popularización científica escritos durante la

Ilustración, como Las Conversaciones sobre la pluralidad de los Mundos de

Fontenelle por ejemplo, los Elementos de Voltaire no tuvieron como

objetivo prioritario el envolver la ciencia en el buen gusto, sino el fomentar

el gusto por la ciencia. Y si la filosofía cartesiana había seducido a

marquesas tan incautas como imaginarias, la realidad de la marquesa que

abría la dedicatoria de los Elementos se presentaba en este caso como

prueba indiscutible de la realidad de la doctrina.4 La lógica de Voltaire, si

alguna, fue la de la persuasión: la de la persuasión del gusto en el Temple

du goüt (1733); la de la persuasión deí pensamiento en sus Lettres

philosophiques (1734) y la de la persuasión de la ciencia en sus Eléments

de la philosophie de Newton (1738).

Al enfatizar una lectura de los Eléments a través de los ojos de aquellos

para los que el libro fue escrito antes que para nadie, este pequeño

«catecismo de la fe newtoniana», proporcionaba también un testimonio

fascinante de cómo la filosofía natural y, en última instancia, la ciencia

XI

PROLOGO

-lo que quiere decir: la concepción voltairiana de la ciencia con todas sus

ramificaciones políücas y religiosas, con su deísmo inveterado y su firme

creencia en un ediñcio ordenado del conocimiento- fue capaz de modificar,

o de crear en última instancia, corrientes de opinión pública. Pues si el

libro podía leerse al mismo tiempo como una introducción a los Principia

o a la Optica, como el texto más importante de todos los que promulgaron

la campaña newtoniana en Francia o como un exponente de la fe ilustrada

en la razón que se dice en el lenguaje de la ciencia, la publicación de un

texto de popularización de una teoría científica que ya no necesita en

absoluto ser popularizada venía también a sugerir que nuestra herencia

intelectual con la Ilustración parecía consistir menos en el contenido de

las distintas doctrinas que en las redes sociales o institucionales en las

que aquellas se manifestaron o en los mecanismos por los que alguna vez

pudieron hacerse públicas. La correspondencia explícita entre el contenido

de la ciencia y la esfera de la opinión permitía entender además de qué

modo este libro de los Elementos, en el que Voltaire había hecho de la

ciencia un instrumento de lucha contra la intolerancia, podía presentarse

ahora como argumento historiográfico sobre la intolerancia secular de la

ciencia, y cómo es que allí donde Voltaire enfrentaba la ciencia contra el

fanatismo, su mismo libro podía utilizarse ahora para discutir el fanatismo

de una ciencia concebida sin historia. Después de todo, una vez que

aprendimos del abate Bossuet que tan sólo se podía escribir la historia de

las falsas doctrinas, el destino de la historia de la ciencia, incluyendo en

esta categoría las propias consideraciones de Voltaire en sus Elementos,

parece haber conducido, irremediablemente, a combatir a Voltaire por

medio de Voltaire.

Habría también que añadir, sin embargo, que de la misma manera en

la que Voltaire entendió que el sistema del mundo newtoniano no podía

existir sin eJ respaldo de una comunidad, tampoco la idea de que no hay

ciencia sin público pudo existir jamás sin una audiencia. Al menos en lo

que concierne a los destinos de esta edición española, habría que hacer

notar, en primer lugar, que desde la perspectiva de un lector que no viera

en los Elementos más que un mero compendio de ciencia newtoniana, a

duras penas se podría justificar la necesidad, o ni siquiera el placer, de ser

introducido en semejante doctrina. Al menos en lo que respecta a la

evolución del pensamiento científico, parece cuando menos necesario

concluir no sólo que el newtonianismo ya no es un movimiento sectario.

XII

JAVIER MOSCOSO

sino que en los cursos de mecánica tampoco se define la materia en

términos de extensión impenetrable. En lo que concierne además al tipo

de literatura con la que normalmente se asocia al autor del Candide, de

nuevo es inevitable observar que en este libro no se encontrarán monjes

de Calabria pregonando contra el delito nefando, ni mujeres pariendo

monstruos, ni jesuitas apaleados, ni curas quemados, ni otras muchas de

todas esas sutilezas voltairianas: los Elementos de la filosofía d e Newton

no son las Carias Filosóficas, ni el Siglo de Louis XIV, ni el Sermón de los

C in c u e n t a . Pero tampoco los lectores del s i g lo x x gustamos de las mismas

obras que tanto apreciaron los contemporáneos del autor del Oedipe. Más

bien al contrario, muy pocos son los que alguna vez han llegado a pasar

sus ojos por UHenriade, o por Zatre o por Le Temple du goút De muchas

de las obras que hicieron a Voltaire «el poeta de Francia» en la década de

1730 ni siquiera disponemos de edición castellana, mientras que los

libelos, los tratados, las cartas, los cuentos y las sátiras se nos presentan

con demasiada frecuencia en la soledad de un tratado o de un conjunto

de opúsculos, como si hubieran sido firmados por la misma pluma -lo que

no es verdad-, en el mismo momento -lo que tampoco es verdad- y, sobre

todo, como si hubieran ido dirigidos siempre a los mismos lectores y

publicados por las mismas convicciones. Por lo que concierne, por tanto,

a la fortuna editorial de los Elementos, el olvido parece ser, después de

todo, eí triste destino de una obra que, habiendo contribuido sobremanera

a fijar los términos del pensamiento contemporáneo, parece haberse

hecho a sí misma redundante. Su éxito se confunde con su propia

gratuidad, mientras que su alcance se puede medir en la poca disposición

que tenemos para reconvertimos en lo que ya somos o para que se nos

convenza de lo que nunca hemos cuestionado seriamente.

También en la Introducción a su edición crítica de 1992, Barber y

Walter reconocieron que, en tanto que mero libro de popularización, los

Elementos estaban destinados a disfrutar de una vida más que breve: «Las

popularizaciones [escribieronJ son normalmente las más efímeras de todas

las obras, pues una vez que han servido su propósito se olvidan, mientras

que las obras maestras a las que sirvieron de vehículo continúan siendo

admiradas».5 Pero si en este caso la firma de Voltaire ha posibilitado la

publicación de lo que en otros contextos no aparecería más que como una

obra de ocasión, dependiente de una coyuntura específica y ligada

irremediablemente a los destinos de aquello que predica, sorprende, sin

XIII

PROLOGO

embargo, que allí donde la historia de la ciencia ha encontrado razones

más que sobradas para defender la publicación de una obra de este tipo,

quizá también bajo el pretexto de que se trata en última instancia de una

obra «de Voltaire», la historia intelectual del pensamiento haya sido en

apariencia incapaz de entender qué es lo que esta obra nos cuenta sobre

su autor más que sobre su asunto. No es sólo que se haya renunciado a

explicar de antemano cuánto de Voltaire hay en nosotros, sino que

también, al contrario, se ha evitado sistemáticamente preguntar cuánto

de nosotros ha habido siempre en Voltaire.

Es imprescindible recordar, sin embargo, que la biografía de Voltaire no

sólo se ha escrito desde puntos de vista tan variados como variados han

sido los públicos dispuestos a vilipendiarlo o a ensalzarlo, sino que la

historia de su historia, ligada inextricablemente a los avatares políticos de

los últimos doscientos años, nos ha mostrado que la esfera de la opinión

no es sólo el lugar en el que se cotejan las ideas, sino el espacio político en

el que el ejercicio de la historia sanciona o condena las conductas. La

historia del mundo, ya se sabe, parece ser también su tribunal de justicia.6

Y de esta guisa, la cuestión no debería consistir tanto en si nos representamos

a Voltaire en el Panteón antes que en la Cloaca o si hacemos de

él un santo o un hereje. Ni siquiera, por cierto, si tomamos los Elementos

como un libro «de Voltaire» o «sobre Newton». Al reflexionar sobre los

mecanismos que hacen posible la relación entre historia intelectual e

historia social o, si se prefiere, entre la propaganda política y la política que

toda historia contiene, lo que se establece es una relación de implicación

recíproca entre Voltaire, por un lado, y el surgimiento de una esfera de

opinión pública burguesa, por el otro. Una relación además que quizá no

pueda ni deba simplificarse hasta el extremo de representar a Voltaire tan

sólo como el «transmisor» de una inspiración filosófica dirigida hacia un

público desinformado. Más bien al contrario, si se nos permite hablar de

los Elementos de la Filosojla de Newton como parte integrante de un

proceso genérico de formación de corrientes de opinión pública, es porque

hablar de la formación y consolidación de esa esfera de lo político es

necesariamente hablar del triunfo de Voltaire. Su historia debería consistir

menos en la reconstrucción de su crítica o de su hagiología, -en la

voltairomanie con la que Deshampes y otros intentaron encerrar su

nombre o en el Te Voltairium Laudarom que se cantó en las tullerías

después de la restitución de la familia Calas-, que en la explicitación de los

XIV

JAVIER MOSCOSO

mecanismos por los que el «gran poeta de Francia» fue capaz de modificar

y de crear corrientes de opinión pública que, por su parte, reconocieron en

Voltaire a alguien más que al «gran poeta de Francia», La pregunta básica,

desde este punto de vista, consistiría en establecer hasta qué punto los

Elementos constituyeron no sólo una forma más, entre otras, de

popularización científica, sino de qué modo participaron en la carrera

intelectual de Voltaire en lo que tiene que ver tanto con su aceptación

social como en lo que respecta a su consideración pública.

Sabemos, por ejemplo, que Voltaire retiró el manuscrito de los Elementos

de las manos del impresor holandés, Ledet, a principios de 1737, en

parte como procedimiento diplomático para obtener el favor del Canciller

Daguessau, y en parte para contrarrestar la aparición clandestina de Le

Mondain. Más tarde, en 1738, cuando intentó establecer amistad con Le

Franc de Pompignan, fue también una copia de los Elementos lo que le

mandó Voltaire por medio deThieriot. Y lo mismo sucedió en 1745, cuando

comenzó sus relaciones con la zarina Isabela Petrovna, que en última

instancia conducirían a su admisión en la Academia de Ciencias de San

Petersburgo. Al contrario de lo que sucederá con otras ramas del conocimiento,

la mecánica y la óptica no sólo aparecieron para Voltaire, o para

otros, como el prototipo de la ciencia o el modelo de racionalidad, sino

como una forma de razonamiento desprejuiciado que, pese a algunas

conclusiones peligrosas, resultaba en un principio «políticamente correcto».

Al contrario que esa curiosidad mundana y populista por desvelar los

secretos más íntimos de la naturaleza, casi cien años después de la

condenación de Galileo las leyes del movimiento planetario seguían

apareciendo como modelo de ciencia «elitista», esotérica y físico-matemática,

opuesta a una ciencia natural de interés creciente y que enfatizará la

observación por encima del experimento. 7 Porque la mecánica no es la

contemplación de los insectos, ni los experimentos de regeneración, ni la

anatomía de esa parte ... propia quafeminis de donde surgirá una ciencia

verdaderamente materialista en sus implicaciones tanto como en sus

presupuestos, Voltaire podía escribir a sus editores de Holanda que «había

que ser un vendedor de orbetán para pensar que la filosofía del gran

Newton pudiera estar al alcance de todo el mundo».

No bastará con decir, por tanto, que estamos ante una obra de

popularización científica, como si sólo hubiera una ciencia que pudiera

volverse, en un único sentido, «popular». Más bien al contrario, puesto que

XV

PROLOGO

la expresión unlversalizante «toute le monde» no comprendió de hecho a

«todo el mundo», habrá que observar la instrumentalización voltairiana de

la ciencia en esa visagra que separa Le grand monde de La société o el

hombre de esprit del esprit grossier. Después de todo, el drama intimo de

los Elementos radica en que fueron escritos a medio camino entre la caída

en desgracia del «gran poeta de Francia» en Versalles y el descubrimiento

de una nueva forma de diplomacia y de politesse vinculada, en este caso,

al mundo de la Academia. Fue después de todo a raíz de la publicación de

los Elementos que Voltaire fue nombrado miembro de la Academia de las

Ciencias de Bordeauxy de la Academia de Lyon en 1745; o de la Academia

de La Rochelle en 1746. Fue también por algunos otros de sus escritos

científicos, como sus Réponse á toutes les objectíons contre la philosophie

de Newton de 1739, que Voltaire entró en contacto con Martin Folkes, de

Ja Royal Society de Londres, quien de hecho apoyó su candidatura junto

con el Duque de Richmond, the earl de Macclesfield y James Jurin, a quien

Voltaire había enviado también en 1741 una copia de sus Doutes sur la

mesure des forces motrices et sur leur nature. 8 Lo mismo, en última

instancia, que sucedió con la Academia de Ciencias de Edimburgo, con el

Instituto di Bologna, para el que Voltaire compuso su Saggio,9 con la

Academia Etrusca di Cotoma, con la Academia Florentina y, obviamente,

con la Academia de Prusia, en donde fue elegido al mismo tiempo que La

Condamine «par des suffrages unánimes» . 10

Es imprescindible recordar que incluso después de su regreso de

Inglaterra en 1728, Voltaire era tan sólo el autor de una comedia, Indiscret

(1725), de tres tragedias, Oedipe (1718), Artémire (1720) y Hérode et

Narianne (1724), así como, sobre todo, de un poema épico. La Henriade,

que se publicó por primera vez en 1723 con el nombre de La Ligue. No es

de extrañar, por tanto, que después de la publicación en Francia de las

Cartas Filosóficos en 1734, se extendiera la idea de un Voltaire que,

habiendo«Nacido para el poema épico y para lo dramático» parecía haberse

«preparado para llegar a ser sucesivamente Critico, Filósofo, Matemático,

Historiador y Político»,[l o que las críticas se sucedieran hasta el punto de

que una parte considerable de sus contemporáneos encontrara

enormemente ridículo el ver «al autor de La Henriade ejerciendo el papel

de físico» , 12 Pero es que ía distancia que separa al Voltaire «poeta» del

Voltaire «filósofo», como la misma distancia que separa a Voltaire de

Arouet, no es ni podría consistir tan sólo en el espacio comprendido entre

XVI

JAVIER MOSCOSO

la publicación deLaHenriadeo Las Cartas Filosóficas o entre el nacimiento

de Frangois-Marie Arouet en 1694 y el mes de Junio de 1718 en el que el

poeta francés comenzará a firmar su correspondencia primero como

«Arouet de Voltaire» y después simplemente como «Voltaire». Es mucho

más que de un pseudónimo o de un cambio de oficio de lo que estamos

hablando. Lo que tenemos en la cabeza es una concepción puramente

teatral de la sociedad francesa en la que el desarrollo del tema se hace

depender de la correcta dramaüzación de los distintos carácteres y, en

última instancia, también de la elección de sus nombres. Lo que tenemos

delante es la dramatizadón como principio. No necesariamente la máscara

o la ocultación, sino la pasión burguesa por el decoro, por la politesse

y, por qué no, también por el ennoblecimiento. Un proceso recurrente de

«self-fashioning», habilidad inopinable por la que uno es capaz de ponerse

a sí mismo de moda que, antes como ahora, requiere de un conocimiento

considerable de las reglas y de los mecanismos del teatro del mundo por

el que uno se mueve y cuya existencia hace la propia posible. 13 El conjunto

de la Ilustración, después de todo, abunda en este procedimiento dramático,

en esta sistematización de la impostura, que explica hasta la saciedad el

drama de Rousseau y su filosofía construida sobre la lógica implacable del

«j’avoue» . 14 Voltaire, por el contrario, «imbuido en una noción teatral de la

existencia, compone su apariencia en función del auditorio delante del

cual existe y, puede ser, por el que es capaz de existir» . 15 Se trataba, sobre

todo, de «distinguirse y no ser confundido»; «hubiera sido tan infeliz con

el nombre de Arouet que he tomado otro, sobre todo para no ser

confundido con el poeta Roué» . 16

La distancia que separa a Voltaire de sí mismo, esa permanente

reconstrucción pública de su historia y de su persona, ese lado de

intangibilidad que no nos permite siquiera determinar a ciencia cierta la

fecha de su nacimiento o las circunstancias de su muerte, tampoco nos

servirá por sí misma para establecer nuestra competencia en asuntos de

mecánica o comprobar nuestra maestría en las cuestiones más intrincadas

de la óptica. Lo que hayan podido contribuir los Elementos a eliminar ese

espacio comprendido entre el filósofo y el poeta Voltaire quizá sirva de poco

a la hora de comprender su prosa. Con todo, al menos será posible

comenzar a entender que las razones que hacen de este libro un clásico del

pensamiento no dependen tan sólo de la circunstancia notable de que se

trate de un libro sobre Newton, ni siquiera de que sea un libro de Voltaire,

XVII

PROLOGO

sino de que también es un libro que a su modo nos cuenta parte de la

historia del autor del Candide cuando todavía no lo era y cuando todavía

era muy poco «nuestro Voltaire».

J a v i e r Moscoso

Harverd University, 1995

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