martes, 21 de febrero de 2023

GENET JEAN. POEMAS. FRAGMENTO.

 



«La Vida de Genet es un fracaso y, bajo la apariencia de un éxito, ocurre lo mismo con sus obras. No son serviles y supera a la de la mayoría de los escritores llamados Literarios. La obra de Genet es la agitación de un hombre desconfiado del que ha podido decir Sartre: “Si se le acorrala, estallará en carcajadas y confesará sin dificultad que se ha divertido a costa nuestra, que sólo intentaba escandalizamos aún más: si se le ha ocurrido bautizar con el nombre de Santidad a esta perversión demoníaca y sofisticada…”. Jean Genet se ha propuesto la búsqueda del Mal como otros la del Bien». Bataille

Jean Genet

Poemas

PRÓLOGO DEL TRADUCTOR

El hospiciano, ladrón, homosexual y suntuoso histrión Jean Genet nació en París en 1910. Fascinado por la simetría, cosa que no deja de ser bastante francesa, su regla áurea, a la que ni en su dorada vejez habrá renunciado, tuvo esta temprana formulación: «He decidido seguir mi destino en sentido contrario a vosotros (se refiere, claro, a los bienpensantes) y explotar el reverso de vuestra belleza». De este modo, con una sistematicidad de archivero, compatible con correrías de vario signo, y siempre al margen de la ley, lo que le valió largas estancias en prisión, acumuló el sólido material de experiencia que elaboraría en su obra novelística, dramática y poética. El escándalo Genet tuvo su cenit en la inmediata posguerra mundial, y hoy nuestro escritor es un viejo pulcro, de jeta maliciosa y tallada a hachazos, que ha sufrido el destino de casi todos los malditos: ser pasto de academias más o menos simbólicas. No obstante, en las últimas correrías suyas de que tengo noticia, hay una anécdota deliciosa según la cual, al ser conminado a levantar el campo en una manifestación de apoyo a los «panteras negras», con el usual: «Disuélvase, señor», contestó dignísimo al polizonte de turno: «¿Cómo señor? ¿No tiene ojos en la cara, agente? Sin duda habrá querido usted decir señora». Lo que hace diez o doce años no era moco de pavo. Sigamos.

Poniendo la carreta delante de los bueyes, método clásico en nuestra asendereada lengua, la obra de Genet, al menos la narrativa, no ha empezado a ser traducida sino a finales de los años setenta. Se tenía conocimiento de él, salvado su teatro, por el clásico y voluminoso San Genet, comediante y mártir, de Sartre, y por el capítulo que le dedicó Bataille en La literatura y el mal, donde este maldito sedentario arremete no tanto contra el nómada lumpen como contra su principal exégeta, con el cual sostuvo un largo contencioso al ser calificado por Sartre de «místico en estado salvaje».

Por el ritmo acelerado de traducciones al castellano en estos momentos, pareciera que entramos en una moda Genet. De modo que, pensando en los legos, digamos telegráficamente que nuestro personaje es una suerte de Papillon, «El Lute» u Ortuño, mucho más refinado, ceremonial, blasfematorio y metafísico.

Sus novelas, que celebran a los héroes del «mundo delicado de la reprobación» y exaltan los «fastos de la abyección», no dejan de estar en onda en época tan navajera y asocial como la que padecemos. De todos modos, sospecho que no será el jovenzuelo marginal el que tenga acceso a ellas, sino, como en el caso del público destinatario de su lectura escénica por el mimo Lindsay Kemp, el cultivado alopécico de mediana edad que podrá gozar del «frisson delicat» sin que sus nalgas abandonen la butaca, postura ésta que Nieztsche reputaba pecado mayor contra el espíritu. Allá él.

La poesía de Genet es de índole bastante especial. En principio aparece muy ligada a su obra narrativa. Dos, al menos, de los personajes que aparecen con sus nombres propios, Pilorge y Harcamone, en los extensos poemas «El condenado a muerte», «Marcha fúnebre» y «La Galera»,

provienen de sus novelas Nuestra Señora de las Flores (1942) y El milagro de la rosa (1943). Fueron compadres muertos trágicamente en su juventud, amados por los dioses (y por el autor), a cuyo recuerdo dedica sus tiradas de versos trabajosamente rimados, en que se mezclan la ternura, la liturgia erótica, la alucinación y la requisitoria, más o menos explicita a jueces y sociedad, que troncharon tan exquisitas flores de albañal.

Las fuentes literarias de Genet, en lo que a sus poemas concierne, a mí me parecen muy claras. Su débito es más que notable con Villon y, sobre todo, con Rimbaud, del cual adopta ese estilo oblicuo, simbólico y yuxtapuesto, en asociaciones semiautomáticas y exclamatorias de muy difícil interpretación en ocasiones. Si a ello se le añade el empleo abundante del argot carcelario y delincuente y el recurso frecuente a un violento hipérbaton de novel, que dista mucho de las Untas difíciles, más cuidadosas de no incurrir en anacolutos, de un Góngora o un Mallarmé, se podrá entender que la tarea del traductor no ha sido precisamente un paseo primaveral. Pero de esta cuestión trataremos más adelante.

Otra influencia patente es la del Coleridge de la Balada del viejo marinero. Adapta a su estilo el escritor francés ese clima, fantasmagórico de inminente catástrofe y desorden, a lo largo de una travesía, que es más introspectiva que descriptiva, más viaje a las profundidades del ego que mimesis de los pasos de un Humboldt o un Darwin.

En tal clima encantado se mueve Genet, agregándose ese toque especial de la casa, consistente en transformar lo más sórdido y obsceno en litúrgico y ceremonial, por lo que sus personajes, en vez de extraídos de la crónica de sucesos de un papelucho, semejan leves figurines salidos de un lienzo de Gustave Moreau o de un dibujo de Aubrey Beardsley. Misterios de la imaginación homoerótica, que pareciera sustentarse en paradigmas intemporales u obedecer a arquetipos Junguianos.

De la serie de largos poemas que el lector podrá encontrar en esta edición, prefiero con mucho el primero, «El condenado a muerte», que me parece el más controlado de los suyos. No quiere esto decir que en los otros no se encuentren momentos poéticos excelentes dentro del característico descuido formal de Genet, que le lleva a amalgamar, sin demasiada atención a la coherencia lógica, métrica, sintáctica y aun ortográfica, sus deliquios (y delirios) líricos. A este respecto no estará de más, pienso, aportar el testimonio de un estudioso del Genet poeta, que califica su obra en verso de «mariposeo frecuentemente confuso de imágenes que se entrechocan y destruyen una a otra». Agregando con notable acuidad crítica: «Mientras establece con la sombra un contacto intolerable, teje, anuda entre ellos, dos poemas distintos, entrelaza versos de origen diferente, desenmaraña y mezcla un ovillo cuya necesidad se le escapa, no imponiéndole ninguna fatalidad: una tapicería, en fin, sobrecargada de arabescos y de figuras complicadas e indecisas»[1]. De más está señalar que he respetado al máximo el frecuente recurso al «collage»

que aparece en los poemas, el cual no los hace precisamente transparentes y, asimismo, la peculiar puntuación del autor.

En el capítulo de agradecimientos no puedo dejar de mencionar la inestimable ayuda que me proporcionaron con sus observaciones mis queridos amigos Julia Escobar y Jenaro Talens.

A. M. S.

Otoño 1980

EL CONDENADO A MUERTE

El viento que en los patios arrastra un corazón; Un ángel que solloza suspendido de un árbol,

La columna de azul a la que envuelve el mármol Alumbran en mi noche salidas de emergencia.

Un pájaro que muere y el sabor a ceniza, El recuerdo de un ojo dormido sobre el muro

Y el dolorido puño que amenaza el azul

Al cuenco de mis manos hacen bajar tu rostro.

Ese rostro más duro y grácil que una máscara, Más grávido en mi palma que en los dedos del caco La joya que se embolsa, anegado está en llanto.

Es feroz y es sombrío y el laurel lo corona.

Es severo tu rostro como el de un monje griego.

Trémulo permanece en mis manos cerradas.

De una muerta es tu boca y allí rosas tus ojos, Y tu nariz, quizás, el pico de un arcángel.

La refulgente helada de un perverso pudor Que empolvó tus cabellos de astros de limpio acero, Que coronó tu frente de espinas de rosal,

¿Qué revés la fundió cuando tu rostro canta?

¿Qué fatalidad, di, centellea en tu mirada Con despecho tan alto, que el más cruel dolor, Visible y descompuesto orna tu bella boca

Pese a tu llanto helado, de una sonrisa fúnebre?

No cantes esta noche «Les costauds de la lune».

Sé más bien, chaval de oro, princesa de una torre Que sueña melancólica en nuestro pobre amor;

O pálido grumete que vigila en la cofa

Y a la tarde desciende y canta sobre el puente Entre los marineros, destocados y humildes,

El «Ave María Stella». Cada marino blande

su verga palpitante en la picara mano.

Y para atravesarte, grumete del azar, Bajo el calzón se empalman los fuertes marineros.

Amor mío, amor mío, ¿Podrás robar las llaves

Que me abrirán el cielo donde tiemblan los mástiles?

Desde allí siembras, regio, blancos encantamientos, Copos sobre mis páginas, en mi muda prisión:

Lo espantoso, los muertos en sus flores violetas, La parca con sus gallos, sus espectros de amantes.

Con sofocados pasos cruza en ronda la guardia.

En mis ojos vacíos tu recuerdo reposa.

Puede ser que se evada atravesando el techo.

Se habla de la Guyana como una tierra cálida.

¡Oh el dulzor de la cárcel lejana e imposible!

¡Oh el indolente cielo, el mar y las palmeras, Las límpidas mañanas, los crepúsculos calmos, Las cabezas rapadas, las pieles de satén!

Evoquemos, Amor, a cierto duro amante, Enorme como el mundo y de cuerpo sombrío.

Nos fundirá desnudos en sus oscuros antros,

Entre sus muslos de oro, en su cálido vientre.

Un macho deslumbrante tallado en un arcángel Se excita al ver los ramos de clavel y jazmín Que llevarán temblando tus manos luminosas,

Sobre su augusto flanco que tu abrazo estremece.

¡Oh tristeza en mi boca! ¡Amargura inflamando mi pobre corazón! ¡Mis fragantes amores,

Ya os alejáis de mí! ¡Adiós, huevos amados!

Sobre mi voz quebrada, ¡adiós minga insolente!

¡No cantes más, chaval, depón ese aire apache!

Intenta ser la joven de luminoso cuello,

O, si el miedo te deja, el melodioso niño,

Muerto en mí mucho antes que el hacha me cercene.

¡Mi bellísimo paje coronado de lilas!

Inclínate en mi lecho, deja a mi pija dura

Golpear tu mejilla. Tu amante el asesino

Te relata su gesta entre mil explosiones.

Canta que un día tuvo tu cuerpo y tu semblante, Tu corazón que nunca herirán las espuelas

De un tosco caballero. ¡Poseer tus rodillas,

Tus manos, tu garganta, tener tu edad, pequeño!

Robar, robar tu cielo salpicado de sangre, Lograr una obra maestra con muertos cosechados Por doquier en los prados, los asombrados muertos De preparar su muerte, su cielo adolescente…

Las solemnes mañanas, el ron, el cigarrillo…

Las sombras de tabaco, de prisión, de marinos Acuden a mi celda, y me tumba y me abraza

Con grávida bragueta un espectro asesino.

La canción que atraviesa un mundo tenebroso Es el grito de un chulo traído por tu música, El canto de un ahorcado tieso como una estaca, La mágica llamada de un randa enamorado.

Un muchacho dormido solicita las boyas Que no lanza el marino al dormido lunático.

Un niño contra el muro erguido permanece,

Otro duerme encogido con las piernas cruzadas.

Yo maté por los ojos de un bello indiferente Que nunca comprendió mi contenido amor,

En su góndola negra una ignorada amante,

Bella como un navío y adorándome muerta.

Cuando ya estés dispuesto, alistado en el crimen, De crueldad embozado, con tus rubios cabellos, En la cadencia loca y breve de las violas,

Degüella a una heredera tan sólo por placer.

Súbito aparecer de un férreo caballero Impasible y cruel; pese a la hora, visible

En el gesto impreciso de una vieja que gime.

No tiembles, sobre todo ante sus claros ojos.

Del tan temido cielo de los crímenes De amor viene este espectro. Niño de las honduras Nacerán de su cuerpo extraños esplendores

y perfumado semen de su verga adorable.

Pétreo, negro granito sobre alfombra de lana La mano sobre el flanco, óyelo caminar.

Hacia el sol se dirige su cuerpo sin pecado

Y tranquilo te tiende a orillas de su fuente.

Cada rito de sangre delega en un muchacho Para que inicie al niño en su primera prueba.

Sosiega tu temor y tu reciente angustia.

Chupa mi duro miembro cual si fuese un helado.

Mordisquea con ternura su roce en tu mejilla, Besa mi pija tiesa, entierra en tu garganta

El bulto de mi polla tragado de una vez,

¡Ahógate de amor, vomita y haz tu mueca!

Adora de rodillas como un tótem sagrado mi tatuado torso, adora hasta las lágrimas

mi sexo que se rompe, te azota como un arma,

adora mi bastón que te va a penetrar.

Brinca sobre tus ojos; y tu espíritu enhebra.

Inclina la cabeza y lo verás erguirse.

Notándolo tan noble y tan limpio a los besos

Te postrarás rendido, diciéndole: «¡Madame!»

¡Escúchame, madame! ¡Madame, voy a morir!

¡La casa está embreada! ¡La prisión vuela y tiembla!

¡Socorro, nos movemos! ¡Unidos llévanos

A tu blanca capilla, Dama de la Merced!

Manda venir al sol; que llegue y me consuele.

¡Estrangula a esos gallos! ¡Adormece al verdugo!

Sonríe maligno el día detrás de mi ventana.

Para morir la cárcel es una pobre escuela.

En mi garganta inerme y pura, mi garganta Que mi mano más suave y formal que una viuda

Roza bajo el tejido sin que tú me conmuevas

imprime la sonrisa de lobo de tus dientes.

¡Oh ven, sol hermosísimo, ven mi noche, de España, Acércate a mis ojos que mañana habrán muerto!

Llégate, abre la puerta, aproxima tus manos

Y llévame de aquí rumbo a nuestra aventura.

Despertar puede el cielo, florecer las estrellas, No suspirar las flores, y, en los prados, la hierba Recibir el rocío que bebe la mañana,

Sonará la campana: solo yo moriré.

¡Ven, mi cielo de rosa, mi rubio canastillo!

En su noche visita al condenado a muerte.

¡Arráncate la carne, trepa, muerde, asesina,

Pero ven! Tu mejilla apoya en mi cabeza.

Aún no hemos terminado de hablan de nuestro amor, Aún no hemos acabado de fumar los «gitanes»,

Debemos preguntar por qué razón condenan

A un criminal, tan bello, que empalidece al día.

¡Amor, ven a mi boca! ¡Amor, abre tus puertas!

Recorre los pasillos, baja, rápido cruza,

Vuela por la escalera más ágil que un pastor, Más suspenso en el aire que un vuelo de hojas muertas.

Atraviesa los muros, camina por el borde De azoteas, de océanos; recúbrete de luz,

Usa de la amenaza, de la plegaria usa,

Pero ven, mi fragata, a una hora del fin.

Se arropan con la aurora los pétreos asesinos En mi prisión abierta a un rumor de pinares

Que la mecen, sujeta a delgadas maromas

Trenzadas por marinos que dora la mañana.

¿Quién dibuja en el techo la Rosa de los Vientos?

¿Quién en mi casa sueña, al fondo de su Hungría?

¿Qué chaval ha robado en mi podrida paja

pensando en sus amigos al mismo despertar?

Divaga, ¡oh mi locura!, Para mi gozo alumbra Un lenitivo infierno repleto de soldados

Con el torso desnudo y gualdos pantalones;

Lanza esas densas flores cuyo olor me fulmina.

De cualquier parte arranca las hazañas más locas.

Desnuda a los chiquillos, invéntate torturas, Mutila a la Belleza, desfigura los rostros

Y ofrece la Guyana como lugar de encuentro.

¡Oh mi viejo Maroni![1] ¡Oh Cayena la dulce!

Veo los volcados cuerpos de quince a veinte tacos En torno al crío rubio que apura las colillas Que escupen los guardianes entre el musgo y las flores.

Una toba mojada basta para afligirnos.

Solitario y erguido entre yertos helechos

El más joven se apoya en sus lisas cañeras

Inmóvil y esperando ser consagrado esposo.

Los viejos asesinos se apiñan para el rito.

En la tarde agachados prenden de un leño seco Una llama, que roba, rápido, el jovencito

Más emotivo y puro que un emotivo pene.

El más duro bandido, de charolados músculos, Con respeto se inclina ante el frágil mancebo.

Sube la luna al cielo. Una disputa amaina

Tiemblan los enlutados pliegues de una bandera.

¡Te arropan con tal gracia tus mohínes de encaje!

Con un hombro apoyado en la palmera cárdena

Fumas y la humareda desciende a tu garganta

Mientras los galeotes, en danza, ritual,

Silenciosos y graves, por riguroso turno Aspiran de tu boca una pizca fragante,

Una pizca y no dos, del anillo de humo

Que empicas con la lengua. ¡Oh compadre triunfal!

Divinidad terrible, invisible y malvada, Tú quedas impasible, tenso, de metal claro,

Sólo a ti mismo atento, dispensador fatal

Recogido en las cuerdas de tu crujiente hamaca.

Tu alma delicada los montes atraviesa Acompañando siempre la milagrosa huida

De aquel que se ha fugado, muerto al fondo del valle De una bala en el pecho, sin reparar en ti.

Elévate en el aire de la luna, mi vida.

En mi boca derrama el consistente semen

Que pasa de tus labios a mis dientes, mi Amor, A fin de fecundar nuestras nupcias dichosas.

Junta tu hermoso cuerpo contra el mío que muere Por darle por el culo a la golfa más tierna.

Sopesando extasiado tus rotundas pelotas

Mi pija de obsidiana te enfila el corazón.

¡Mírala, perfilada en su poniente que arde Y me va a consumir! Me queda poco tiempo,

Llégate si te atreves, surge de tus estanques, Tus marismas, tu fango donde lanzas burbujas.

¡Oh, quemadme, matadme, almas que yo maté!

Miguel Ángel exhausto, en la vida esculpí,

Mas la belleza siempre, Señor, yo la he servido: Mi vientre, mis rodillas, mis anhelantes manos.

Los gallos del cercado, la alondra mañanera, Las botellas de leche, una campana al viento, pasos sobre la grava, mi celda clara y blanca.

Es alegre el cocuyo en la negra prisión.

¡No tiemblo ya, Señores! Si rueda mi cabeza En el fondo del cesto con los cabellos blancos, Mi pija para gozo en tu grácil cadera

O, para más belleza, mi pichón, en tu cuello.

¡Atento! Rey aciago de labios entreabiertos Accedo a tus jardines de desolada arena

En que inmóvil y erecto, con dos alzados dedos, un velo de azul lino recubre tu cabeza.

¡Por un delirio idiota veo tu doble puro!

¡Amor! ¡Canción! ¡Mi reina! ¿Es un espectro macho Visto durante el juego de tu pupila pálida

Quien me examina así sobre la cal del muro?

No seas inclemente, deja cantar maitines a tu alma bohemia; concédeme otro abrazo…

¡Dios mío, voy a palmar sin poder estrujarte

En mi pecho y mi polla otra vez en la vida!

¡Perdóname, Señor, porque fui pecador!

Los lloros de mi voz, mi fiebre, mi aflicción, El mal de abandonar mi muy amada Francia

¿No bastan, Señor mío, para ir a reposar

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