lunes, 5 de octubre de 2020

Herrera y Reissig. INQUISICIOINES. 1925. JORGE LUIS BORGES.

Borges y su madre: doña Leonor Acevedo de Borges.


 Herrera y Reissig

  La lírica de Herrera y Reissig es la subidora vereda que va del gongorismo al conceptismo; es la escritura que comienza en el encanto singular de las voces para recabar finalmente una clarísima dicción. De igual manera que en la cosmogonía mazdeísta se oponen belicosos el mal y el bien, fueron armipotentes en su yo la realidad poética y el simulacro de esa realidad. Fue un posible forastero de la literatura, pero al fin entró a saco en ella.

  Le sojuzgó el error que desanima tantos versos de su época: el de confiarlo todo a la connotación de las palabras, al ambiente que esparcen, al estilo de vida que ellas premisan. Esa falacia es bien merecedora de que la escudriñemos. Su preferencia busca lo lucido de la objetividad, las cosas cuya virtud está en la forma o en la riqueza de recordación que estimulan. Es manifiesto que la palabra cequí sabe resplandecer; es innegable que en el solo dictado de voces como cisterna, patio, alcarraza, parecen ya ir incluidas la generosidad de tiempo, la compostura varonil y el anhelo de fresco y de quietud que informan el ambiente moro. El error del poeta (y de los simbolistas que se lo aconsejaron) estuvo en creer que las palabras ya prestigiosas constituyen de por sí el hecho lírico. Son un atajo y nada más. El tiempo las cancela y la que antes brilló como una herida hoy se oscurece taciturna como una cicatriz.

  A ese empeño visual juntó una terca voluntad de aislamiento, un prejuicio de personalizarse. Remozó las imágenes; vedó a sus labios la dicción de la belleza antigua; puso crujientes pesadeces de oro en el mundo. Buscó en el verso preeminencia pictórica; hizo del soneto una escena para la apasionada dialogación de dos carnes. Significativa de esa época es la secuencia de poesías que intituló Los parques abandonados, escrita en los alrededores del novecientos. Traslado un soneto de su iniciación:

  Fundióse el día en mortecinos lampos

  y el mar y la cantera y las aristas

  del monte, se cuajaron de amatistas,

  de carbunclos y raros crisolampos.

  Nevó la luna y un billón de ampos

  alucinó las caprichosas vistas,

  y embargaba tus ojos idealistas

  el divino silencio de los campos.

  Como un exótico abanico de oro,

  cerró la tarde en el pinar sonoro…!

  sobre tus senos, a mi abrazo impuro,

  ajáronse tus blondas y tus cintas,

  y erró a lo lejos un rumor obscuro

  de carros, por el lado de las quintas!

 

  Este poema suscita en mí varias anotaciones. Inicialmente, quiero confesar la regalada irrealidad del comienzo. Es evidente que la entereza del primer cuarteto no hace sino parafrasear una imagen que iguala el resplandor de los paisajes en el atardecer al duradero resplandor de las joyas. Individualizar las piedras, deteniendo lo que es morado en amatistas, lo encarnado en carbunclos y lo áureo en crisolampos, es un prolijo elaborar que nada justifica. (Concedo a crisolampo la significación etimológica de brillo de oro. El epíteto raros es una indecidora cuña). En lo de nevó la luna ya se recaba una eficaz incantación poética; pero enseguida viene ese billón, tan fácilmente reemplazando a millar, y esos dos balbucientes adjetivos ¡y ese silencio que se introduce en los ojos! Después, en vivida secuencia, el abanico es una reiterada salpicadura de lujo, la frase abrazo impuro es promisoria de la realidad y los dos admirables versos últimos redimen el poema. Con el incidente que narran entra en escena el tiempo, una intrínseca luz subleva el mármol de las líneas y la vehemencia de lo transitorio dramatiza el conjunto.

  Esta gradual intensidad y escalonada precisión del soneto —ya tan vecina de nosotros que su numerosa ausencia en los clásicos nos zahiere como una decepción— es asimismo significativa del arte actual. No la practicó el Siglo de Oro cuyo conjetural anhelo fáustico vinculábase aún a las tutelas apolíneas de la ataraxia y la ecuanimidad. (Los versos más ilustres de Quevedo no están situados casi nunca en el remate de la última estrofa. Su intensidad no es subidora; quiere ser lisa y fiel. Apartando algunos sonetos de una evidente configuración escolástica, realizaremos que tal vez los únicos desmentidores de esta igualdad son el soneto LXXXI de la segunda musa y el XXXI de los enderezados a Lisi en el libro que canta bajo la invocación a Erato.) Ganoso de una más quieta y remansada hermosura, el propio Herrera varió la forma de sus composiciones. Puso su voz en la montaña, acalló su eviterna confesión de amante en el crepúsculo y enseñoreó las arduas amplitudes del verso alejandrino. Hizo poemas en que todas las líneas sobresalen, como las de un alto relieve. Por lo manejos de una sagaz alquimia y de una lenta transustanciación de su genio, pasó del adjetivo inordenado al iluminador, de la asombrosa imagen a la imagen puntual. En ese entonces —he aludido a la fecha en que Los éxtasis de la montaña se hicieron— su docta perfección pudo mentir alguna vez leve facilidad. No de otra suerte el lidiador mata con sencillez. Fue siempre muy generoso de metáforas, dándoles tanta preeminencia que varios hoy lo quieren trasladar a precursor del creacionismo. No es ésa su mejor ejecutoria y en el concepto intrínseco de precursor hay algo de inmaduro y desgarrado, que mal le puede convenir. Herrera y Reissig es el hombre que cumple largamente su diseño, no el que indica bosquejos invirtuosos que otros definirán después. Está todo él en sí, con aseidad, nunca en función de forasteras valías. No es el Moisés merodeador que vislumbra la tierra de promisión y sólo alcanza de ella el racimo de uvas que atravesado en un madero los exploradores le traen y la certeza de que la pisarán sus hijos; es el Josué que entre el apartamiento de las aguas cruza a pie enjuto la corriente y pisa la ribera deleitosa y celebra la pascua en tierra deseada y duerme en ella como en mujer sumisa a su querer. No es primavera balbuciente su verso. Lo anterior, claro es, mira a Los éxtasis de la montaña, que están situados por entero en la lírica. Luego, su estro andariego tornó a solicitarle y prefirió esquivarse en caprichos a recabar dos veces una misma hermosura. He de añadir un par de observaciones que harán más pensativa mi alabanza y de algún provecho al leyente. La inicial es atañedera a un peculiar linaje de metáforas que Herrera y Reissig frecuentó. Quiero hablar de esas frases traslaticias que para esclarecer los sucesos del mundo aparencial, los traducen en hechos psicológicos. Ya Goethe y Hólderlin nos pueden ministrar algún ejemplo de esa figura. En castellano, ninguno es tan ilustremente hermoso como el incluido en este dístico del uruguayo:

  Y palomas violetas salen como recuerdos

  de las viejas paredes arrugadas y oscuras.

 

  Mi observación final atañe a la exactitud de la métrica y a la estudiosa uniformidad de sus temas: gentiles o católicos, pero invariadamente realizándose en el mismo escenario montañés. Esta uniformidad que muchos culparán de pobrería y que sólo mi pluma sabrá calificar de acierto, incluye para los avisados una resplandeciente didascalia. Entendió Herrera que la lírica no es pertinaz repetición ni desapacible extrañeza; que en su ordenanza como en la de cualquier otro rito es impertinente el asombro y que la más difícil maestría consiste en hermanar lo privado y lo público, lo que mi corazón quiere confiar y la evidencia que la plaza no ignora. Supo templar la novedad, ungiendo lo áspero de toda innovación con la ternura de palabras dóciles y ritmo consabido. Lo antiguo en él pareció airoso y lo inaudito se juzgó por eterno. A veces dijo lo que ya muchos pronunciaron; pero le movió el no mentir y el intercalar después verdad suya. Lo bienhablado de su forma rogó con eficacia por lo inusual de sus ideas.

  Este concepto abarcador que no desdeña recorrer muchas veces los caminos triviales y que permite la hermanía de la visión de todos y del hallazgo novelero, alcanza innumerable atestación en la segura dualidad de la vida. El arcano de tu alma es la publicidad de cualquier alma. Intensamente palpa el individuo aquellos sentires que se entrañaron con la especie: miedo ruin, la amotinada y torpe salacidad, la esperanza lozana, el desamor de sitios inhabitados y estériles, la sorpresa implacable y pensativa que suscita la idea de un morir, la reverencia de las límpidas noches. Ellas encarnan la sustancia del arte, que no es sino recordación. El grato anunciamiento que hacen duradero los mármoles, que cimbran las guitarras y que las estrofas persuaden, es pasadizo que nos devuelve a nosotros, a semejanza de un espejo.

 

 

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Archivo del blog

Un cuervo llamado Bertolino Fragmento Novela EL HACEDOR DE SOMBRAS

  Un cuervo llamado Bertolino A la semana exacta de heredar el anillo con la piedra púrpura, me dirigí a la Torre de los Cuervos. No lo hací...

Páginas