Hemingway,
el centenar de gatos
Tuvo un problema de pequeño, un trauma infantil, cuando
su madre lo vistió de chica. Era costumbre, entonces, poner faldas y trajes a
los niños, así que el cándido Ernest aparece en las fotos de sus primeros años
vestido con la ropa de su hermana mayor; todo rizos de oro, el pobre, y faldas
tableadas, y corpiños fruncidos. De modo que el resto de su existencia, tal vez
por resarcirse, ofreció una imagen varonil, siempre, de hombretón valeroso,
aventurero audaz —cara cuadrada, mandíbula vigorosa y bigotito—, amante del
peligro y el riesgo, y de la vida ruda: pesca y caza mayor.
Un machote que durante la Gran Guerra recibió el
impacto de una granada de obús mientras evacuaba a un herido. Más de doscientas
esquirlas austriacas que los médicos tuvieron que extraerle, una a una, y que a
veces, cuando afloraban, se arrancaba él mismo con un cortaplumas que tenía
sobre la mesilla del hospital. Tuvo una propensión fatal y reiterada a resultar
herido. Un catálogo interminable de accidentes, fracturas, caídas, lesiones,
tropiezos y diagnósticos adversos; golpes, roturas, cortes y cicatrices y
puntos de sutura. Como ciento cincuenta.
Fanfarrón, mujeriego, algo exhibicionista, bebedor
compulsivo, víctima de su propia leyenda, construyó su vida como una novela y
sus novelas como reflejos de su propia vida. «Me han dado el Nobel», dijo en
una entrevista, «porque en El viejo y el mar no hay palabrotas».
Amigo de Fitzgerald, un poco de Capote, de Faulkner,
más o menos, de Dietrich y de Castro, con quien salía a pescar peces espada,
llegó a ser el escritor más famoso del mundo; un loco que se creía que era
Hemingway.
Entre sus excentricidades, la de escribir de pie, en un
pupitre hecho a su medida. La de enviarse regalos el día de su cumpleaños, que
recibía con gesto de sorpresa, o la de mandar sus cuentos a las revistas por
telegrama.
Acabó sus días enfermo y angustiado, obsesionado con la
idea de que el FBI lo vigilaba. El presidente Kennedy le había pedido un texto
para su toma de posesión. Pasó dos semanas trabajando, ya transparente,
inmóvil, blando de esa blandura mortal e innecesaria, y apenas consiguió
enhebrar tres frases.
Una mañana de 1961 se levantó cantando, como siempre,
cogió de la cocina las llaves del armero donde su mujer había guardado las
escopetas. Eligió una, dos cartuchos de perdigones, y se disparó en la cabeza.
Dejó viudos a un centenar de gatos, más o menos, para los que siempre guardaba
los mejores trozos de pescado, a escondidas.
Ficha
técnica
Nº de
páginas:
236
Editorial:
SIRUELA
Idioma:
CASTELLANO
Encuadernación:
Tapa dura
ISBN:
9788416964406
Año
de edición:
2017
Plaza
de edición:
MADRID
No hay comentarios:
Publicar un comentario