miércoles, 16 de agosto de 2017

Vladimir Nabokov. Cuento:Una cuestión de suerte.


 Una cuestión de suerte

 Era camarero en el vagón restaurante internacional de un expreso alemán. Se llamaba Aleksey Lvovich Luzhin. Había abandonado Rusia cinco años antes, en 1919, y desde entonces, a medida que se iba abriendo camino de una ciudad a otra, había probado un sinnúmero de oficios y ocupaciones: trabajó de bracero en Turquía, de mensajero en Viena, fue pintor de brocha gorda, empleado de comercio, y así sucesivamente. Pero en estos momentos era un camarero que veía cómo a cada lado del vagón restaurante flotaban sin cesar los prados, las colinas cubiertas de brezo, las arboledas de pino, y el consomé humeaba y chapoteaba dentro de las gruesas tazas que él transportaba en la bandeja con agilidad a lo largo del angosto pasillo que separaba las mesas dispuestas junto a las ventanillas. Era un camarero que dominaba su oficio, y lo demostraba en la maestría con que servía los filetes de buey o de jamón que llevaba en la fuente, y los depositaba en los platos, mientras inclinaba sin tambalearse la cabeza con su cabello bien corto, su frente tensa y sus tupidas cejas negras.
 El vagón llegaría a Berlín a las cinco en punto y a las siete volvería a iniciar la marcha en sentido contrario, en dirección a la frontera francesa. Luzhin vivía en una especie de sierra de acero: sólo tenía tiempo de deleitarse en sus recuerdos por la noche, en un agujero estrecho que olía a pescado y a calcetines sucios. Sus recuerdos más frecuentes eran de una casa en San Petersburgo, y de su despacho en aquella casa, con sus muebles tapizados en cuero y sus botones insertos entre las curvas y también de su mujer Lena, de quien no había tenido noticias en cinco años. En estos momentos sentía que estaba desperdiciando su vida. Su excesiva familiaridad con la cocaína le había destrozado la mente; las pequeñas llagas del interior de su nariz le empezaban a comer el tabique nasal.
 Cuando reía, sus dientes relampagueaban en un estallido blanco, y gracias a esta sonrisa de marfil ruso se había granjeado las simpatías de los otros dos camareros, Hugo, un berlinés rubio y fuerte, encargado de cobrar las comidas, y el pelirrojo Max, de nariz afilada y aspecto de zorro, cuyo cometido era llevar el café y la cerveza a los distintos compartimientos. En los últimos tiempos, sin embargo, Luzhin sonreía menos.
 En las horas de recreo cuando las olas cristalinas de la droga estallaban contra él, penetrando sus pensamientos con su resplandor y transformando la menudencia más mínima en un milagro etéreo, anotaba con esfuerzo en una hoja de papel las distintas medidas que pensaba tomar para averiguar el paradero de su mujer. Mientras emborronaba las cuartillas con todas esas sensaciones todavía felizmente vivas, sus anotaciones le parecían sobremanera importantes y también correctas. Por la mañana, sin embargo, cuando la cabeza le estallaba y la camisa se le ceñía pegajosa al cuerpo, miraba con expresión de asco y aburrimiento sus notas confusas y su letra irregular. Recientemente, sin embargo, una nueva idea había venido a ocupar sus pensamientos. Empezó a elaborar con diligencia un plan para su muerte; dibujaba una especie de gráfico en el que indicaba los altos y bajos de su sentido del miedo; y por fin, como para simplificar las cosas, se ponía una fecha fija, la noche entre el primer y el segundo día de agosto. Lo que le interesaba no era tanto la muerte misma sino todos los detalles que la precedían, y se metía tanto en los detalles que la muerte misma se le olvidaba. Pero en cuanto volvía a estar sobrio, la escena pintoresca de tal o cual método de autodestrucción palidecía, y sólo una cosa permanecía clara: su vida había ido consumiéndose en la nada y no tenía sentido continuar con ella.
 El primer día de agosto siguió su curso. A las seis y media de la tarde, en el gran bufé mal iluminado de la estación de Berlín, la anciana princesa María Ukhtomski estaba sentada en una mesa vacía: una mujer gorda, vestida completamente de negro, con el rostro cetrino como el de un eunuco. Los contrapesos de bronce de las arañas resplandecían bajo el alto techo empañado. De cuando en cuando alguien movía una silla y el sonido hueco reverberaba en el espacio.
 La princesa Ukhtomski lanzó una mirada severa a la manecilla dorada del reloj de pared. La manecilla dio un paso adelante. Un minuto más tarde volvió a estremecerse. La anciana dama se levantó, tomó su sac de voyage de brillante cuero negro, y se arrastró hasta la salida, apoyada en su bastón masculino con su gran pomo de madera.
 Un mozo la estaba esperando en la puerta. El tren entraba de espaldas a la estación. Uno tras otro, los lúgubres coches alemanes color de hierro pasaron ante su vista. La teca parda y ya vieja de un coche-cama mostraba bajo la ventana central una señal donde se leía BERLÍN-PARÍS; el coche internacional, así como el vagón restaurante con su madera de teca, en una de cuyas ventanillas se distinguían los codos y la cabeza del camarero de pelo color de zanahoria, eran lo único que recordaba al elegante y severo Nord-Express de antes de la guerra.
 El tren se detuvo con un chasquido metálico de los parachoques, y un silbido largo de los frenos.
 El mozo instaló a la princesa Ukhtomski en un compartimiento de segunda clase de un vagón Schnellzug, un compartimiento de fumadores, tal como ella había pedido. En un rincón, junto a la ventana, un hombre en un traje beige con rostro insolente y tez olivácea estaba cortando el extremo de un puro.
 La anciana princesa se instaló enfrente. Comprobó, con una mirada lenta y meditada, que todas sus cosas estuvieran colocadas en la red que había sobre sus cabezas. Dos maletas y una cesta. Todo estaba allí. Y el reluciente bolso de viaje en su regazo. Sus labios se movieron en un gesto adusto como si estuviera mascando algo.
 Una pareja de alemanes irrumpió jadeante y presurosa en el compartimiento.
 Y a continuación, un minuto justo antes de que el tren se pusiera en marcha, llegó una mujer joven con la boca pintada y un sombrerito negro que le cubría la frente. Dispuso sus cosas y salió al pasillo. El hombre del traje beige se la quedó mirando. Abrió la ventanilla con sacudidas inexpertas, y se apoyó en ella para despedirse de alguien. La princesa creyó distinguir el repiqueteo del idioma ruso.
 El tren se puso en movimiento. La mujer volvió al compartimiento. La sonrisa que tenía en el rostro se había desvanecido, y había sido reemplazada por una expresión preocupada. Las traseras de ladrillo de las casas se deslizaban al otro lado de la ventanilla: una de ellas mostraba el anuncio pintado de un cigarrillo ingente, relleno de lo que parecía paja dorada. Los tejados, mojados con la lluvia, brillaban bajo los rayos del sol poniente.
 La anciana princesa Ukhtomski no pudo aguantar más. Preguntó amablemente en ruso: «¿Le molesta que ponga mi bolso aquí?».
 La mujer dio un respingo y contestó: «No, en absoluto, por favor».
 El hombre de beige y oliva del rincón escrutaba su periódico con atención.
 —Yo voy a París —inició la conversación la princesa con un leve suspiro—. Tengo un hijo allí. Me da miedo Alemania, sabe usted.
 Y sacó de su bolso de viaje un gran pañuelo que se pasó por la nariz y por toda la cara.
 —Sí, miedo. La gente dice que va a estallar una revolución comunista en Berlín. ¿No ha oído usted nada?
 La mujer negó con la cabeza. Miró con suspicacia al hombre del periódico y al matrimonio alemán.
 —Yo no sé nada. Llegué de Rusia, de Petersburgo, anteayer.
 El rostro cetrino y regordete de la princesa Ukhtomski expresaba una intensa curiosidad. Sus cejas diminutas se levantaron.
 —¡No me diga!
 Con los ojos fijos en la punta de su zapato gris, la mujer dijo rápidamente en una voz muy dulce:
 —Sí, una persona de buen corazón me ayudó a salir. Ahora voy a París. Tengo parientes allí.
 Y empezó a quitarse los guantes. Una alianza de oro se le deslizó del dedo. La cogió con presteza.
 —No hago más que perder mi alianza. Debo de haber adelgazado o algo así.
 Se quedó en silencio, sin dejar de parpadear. A través de la ventanilla del pasillo, al otro lado de la puerta de cristal del compartimiento, se veía la hilera imperturbable de los hilos telefónicos que se alzaban vertiginosos hacia arriba.
 La princesa Ukhtomski se acercó a su vecina.
 —Dígame —preguntó en un susurro—. A esos soviéticos no les va tan bien ahora, ¿no es cierto?
 Un poste telegráfico, negro contra el sol poniente, pasó raudo, interrumpiendo el ascenso suave de los cables. Cayeron, como cae la bandera cuando el viento cesa de soplar. Y luego, furtivamente, comenzaron a ascender de nuevo. El expreso viajaba rápido entre los muros espaciosos de una noche inmensa y encendida de fuego. Desde algún lugar en el techo de los compartimientos, se oía un ligero tembleteo como si la lluvia cayera sobre techos de pizarra. Los vagones alemanes oscilaban violentamente. El internacional, tapizado de azul en su interior, se movía menos y hacía menos ruido que los otros. Tres camareros ponían las mesas en el vagón restaurante. Uno de ellos, con el pelo muy corto y cejijunto pensaba en el pequeño vial que guardaba en su bolsillo. No dejaba de pasar la lengua por los labios y sorberse los mocos. El vial contenía un polvo cristalino y llevaba la marca de Kramm. Estaba colocando los cuchillos y los tenedores e insertando botellas cerradas en los correspondientes aros de las mesas, cuando de repente ya no pudo más. Le dirigió una sonrisa convulsa a Max Fuchs, que estaba bajando las persianas, y cruzó la plataforma que conectaba los coches para llegar al vagón siguiente. Se encerró en el baño. Calculando con cuidado los vaivenes del tren, vertió un montoncito de polvo en la uña de su pulgar; con fruición se lo aplicó a un agujero de la nariz y luego al otro; lo inhaló; con la lengua se limpió el polvo brillante que se había quedado en la uña; parpadeó con fuerza un par de veces como reacción ante el amargor gomoso y abandonó el baño, borracho y boyante, con la cabeza llena del delicioso aire helado. Al cruzar el diafragma en su camino de vuelta al vagón restaurante pensó: «¡Qué sencillo sería morir ahora!». Sonrió. Sería mejor que esperara hasta que cayera la noche. Sería una pena cortar el efecto de aquel veneno encantador.
 —Dame las reservas, Hugo. Voy a distribuirlas.
 —No, deja que vaya Max. Max trabaja más deprisa. Ten, Max.
 El camarero pelirrojo agarró la caja con los cupones en su puño pecoso. Se deslizó como un zorro entre las mesas y por el pasillo azul del coche-cama. Cinco cuerdas de arpa se alzaban distintas y precisas contra el cielo y tras las ventanillas. El cielo se estaba oscureciendo. En el compartimiento de segunda clase de uno de los vagones alemanes una anciana vestida de negro, con aspecto de eunuco, escuchaba, puntuando su escucha con unos leves suspiros, el relato de una vida distante y monótona.
 —¿Y su marido... tuvo que quedarse?
 Los ojos de la joven se abrieron de par en par mientras negaba con la cabeza.
 —No. Lleva fuera bastante tiempo. Sencillamente, las cosas ocurrieron así. Al comienzo de la Revolución viajó hacia el sur, a Odesa. Le perseguían. Yo pensaba reunirme allí con él, pero no conseguí salir a tiempo.
 —Terrible, terrible. ¿Y no ha tenido noticias suyas?
 —Ninguna. Recuerdo que un buen día decidí que estaba muerto. Empecé a llevar la alianza en la cadena donde llevo la cruz. Temía que también me quitaran eso. Y luego, en Berlín, unos amigos me dijeron que estaba vivo. Alguien le había visto. Ayer mismo puse un anuncio en un periódico de exiliados.
 Apresuradamente sacó una página doblada del Rul’ de su ajado bolso de seda.
 —Aquí lo tiene, mire.
 La princesa Ukhtomski se puso las gafas y comenzó a leer: «Elena Nikolayevna Luzhin está buscando a su marido Aleksey Lvovich Luzhin».
 —¿Luzhin? —preguntó, quitándose las gafas—. ¿No será el hijo de Lev Sergeich? Tenía dos hijos. No recuerdo sus nombres.
 Elena sonrió radiante.
 —Oh, qué maravilloso. Esto sí que es una sorpresa. No me diga que conocía a su padre.
 —Claro que sí, desde luego —interrumpió la princesa en un tono amable y complaciente—. Lyovushka Luzhin, antiguo Ulano. Nuestras propiedades estaban una al lado de la otra. Solía visitarnos.
 —Murió —interrumpió Elena.
 —Sí, sí, eso he oído. Descanse en paz. Siempre llegaba a nuestra casa con sus perros de caza. Pero de sus hijos no me acuerdo tan bien. Llevo fuera del país desde 1917. El más joven era rubio, creo recordar. Y tartamudeaba un poco.
 Elena volvió a sonreír.
 —No, ése era su hermano mayor.
 —En ese caso, los tengo confundidos, querida —dijo la princesa con aplomo—. Mi memoria ya no es demasiado buena. Ni siquiera me habría acordado de Lyovushka si usted no lo hubiera mencionado. Pero ahora lo recuerdo todo. Solía venir a nuestra casa a tomar el té y, déjeme que le cuente... —la princesa se acercó y siguió, con una voz clara y un punto melodiosa, sin tristeza, porque sabía que de las cosas felices sólo es posible hablar de una forma feliz, sin dolerse porque se hayan ido.
 —Déjeme que le cuente —siguió—, teníamos un juego de platos muy divertido, con una cenefa de oro en derredor y, en el centro, un mosquito tan realista que nadie que no estuviera al tanto escapaba al gesto de intentar quitarlo del plato.
 La puerta del compartimiento se abrió. Un camarero pelirrojo les iba entregando las reservas de mesa para la cena. Elena cogió una. Y lo mismo hizo el hombre sentado en el rincón, que llevaba algún tiempo tratando de despertar su atención.
 —Yo he traído mi propia comida —dijo la princesa—. Jamón y un panecillo.
 Max pasó por todos los vagones y volvió al vagón restaurante. Al pasar, dio un codazo a su compañero ruso que estaba de pie a la entrada del coche con una servilleta bajo el brazo. Luzhin se quedó mirando a Max con ojos brillantes de ansiedad. Sintió que un hormigueo de vacío y de frío se le colaba en el cuerpo y suplantaba sus huesos y sus órganos, como si todo su cuerpo estuviera a punto de estornudar de un momento a otro, exhalando el alma en un suspiro. Se imaginó por centésima vez cómo iba a organizar su muerte. Calculó hasta el más mínimo detalle, como si estuviera ante un problema de ajedrez. Planeó bajarse del tren por la noche en una determinada estación, rodear caminando el vagón inmóvil hasta colocar la cabeza en el extremo de los topes justo en el momento en el que otro vagón, que iban a acoplar al vagón inmóvil, iniciara su marcha. Los topes chocarían. Entre ellos estaría su cabeza inclinada. Estallaría como una burbuja de jabón y se convertiría en aire iridiscente. Tendría que sostenerse con fuerza en las traviesas y apoyar la sien firmemente contra el frío metal del tope.
 —¿Es que no me oyes? Ya es hora de que llames a cenar.
 Ahora era Hugo quien hablaba. Luzhin respondió con una sonrisa asustada e hizo lo que le decía, abriendo por un momento las puertas de los compartimientos al pasar, mientras anunciaba rápidamente y a plena voz:
 —¡Primera llamada para la cena!
 En uno de los compartimientos sus ojos se fijaron fugazmente en el rostro relleno y amarillento de una anciana que estaba desempaquetando un bocadillo. Algo en aquel rostro le resultaba familiar. Mientras rehacía su camino atravesando los distintos compartimientos, no dejaba de pensar en quién podía ser. Era como si la hubiera visto en un sueño. La sensación de que su cuerpo estaba a punto de estornudarle el alma en cualquier momento se hizo más concreta ——en cualquier momento recordaré a quién se parece esa mujer. Pero cuanto más se esforzaba por recordar, más se le resistía el recuerdo que parecía esfumarse en la distancia. Cuando llegó al vagón restaurante se movía con lentitud, la nariz parecía dilatársele y sentía un espasmo en la garganta que le impedía tragar.
 —Al cuerno con ella, vaya estupidez.
 Los pasajeros, caminando torpemente y agarrándose a las barandillas de metal, empezaron a recorrer los pasillos en dirección al vagón restaurante. En las ventanas oscurecidas empezaban a brillar diferentes reflejos, aunque todavía se dejaba ver el rayo amarillo del sol poniente. Elena Luzhin se fijó no sin cierta alarma en que el hombre del traje beige había esperado a que ella se pusiera en pie para levantarse. Tenía unos desagradables ojos saltones y vidriosos que parecían llenos de un yodo oscuro. Caminaba por el pasillo de tal forma que continuamente se tropezaba con ella y la pisaba, y cuando un brusco movimiento del tren le hacía perder el equilibrio (los vagones traqueteaban violentamente), él se aclaraba la garganta mordaz como respondiendo a no sé qué oscuras intenciones. Por alguna razón pensó que tenía que ser un espía, un confidente, y aunque sabía que era una tontería pensar eso —después de todo ya no estaba en Rusia— no conseguía quitarse la idea de la cabeza.
 Él dijo algo cuando atravesaron el pasillo del coche cama. Ella aceleró el paso. Cruzó las placas metálicas traqueteantes que conectaban con el restaurante, situado a continuación del coche-cama. Y allí, de repente, en el vestíbulo del vagón restaurante, aquel hombre, con una especie de ternura brutal, la cogió por el brazo. Ella ahogó un grito y liberó el brazo de un tirón tan violento que casi la llevó al suelo.
 El hombre dijo en alemán con acento extranjero: «¡Querida!».
 Elena torció el gesto intempestivamente. Volvió, rehizo su camino a través de las planchas metálicas, a través de los distintos vagones, a través del coche-cama. Se sentía profundamente herida. Prefería no cenar a tener que enfrentarse con aquel monstruo de zafiedad. «¡Dios sabe por quién me ha tomado! —pensó— y todo porque llevo carmín de labios».
 —¿Qué ocurre? ¿Es que no vas a cenar?
 La princesa Ukhtomski tenía un bocadillo de jamón en la mano.
 —No, ya no me apetece. Le ruego me disculpe pero creo que voy a dormir un poco.
 La anciana arqueó las cejas sorprendida, y luego continuó con su bocadillo.
 En cuanto a Elena, apoyó la cabeza en el respaldo e hizo como si durmiera. Muy pronto cayó en un sopor. De tanto en tanto, su rostro pálido y cansado se movía en un gesto sorprendido. Su nariz brillaba en aquellas zonas en las que el maquillaje había desaparecido. La princesa Ukhtomski encendió un cigarrillo con un filtro larguísimo.
 Media hora más tarde el hombre volvió, se sentó imperturbable en su rincón y se dedicó a limpiarse las muelas con un palillo. Luego cerró los ojos, jugueteó un rato con las manos, y finalmente se tapó la cara con la solapa del abrigo que colgaba de un gancho en la pared. Pasó una media hora y el tren aminoró la marcha. Las luces de un andén pasaron como espectros a lo largo de las ventanas llenas de niebla. El vagón se detuvo con un prolongado suspiro de alivio. Se oían diversos ruidos: alguien que tosía en el compartimiento vecino, pisadas que corrían por el andén de la estación. El tren se quedó parado un largo rato, mientras que los silbidos nocturnos se llamaban unos a los otros en la distancia. Luego, dio un respingo y empezó a moverse.
 Elena se despertó. La princesa seguía durmiendo, su boca abierta una caverna negra. La pareja alemana había desaparecido. El hombre, con la cabeza cubierta por el abrigo, tenía las piernas completamente abiertas en una postura grosera.
 Elena se lamió los labios, secos, y con preocupación se pasó la mano por la frente. De repente dio un respingo: no llevaba la alianza en el dedo anular.
 Por un instante se quedó inmóvil contemplando su mano desnuda. Luego, con el corazón en vilo, empezó a buscarlo apresurada por el asiento, por el suelo. Miró las rodillas huesudas del hombre.
 —¡Dios mío!, claro, debí de dejarla caer cuando iba al vagón restaurante, cuando luché por liberarme...
 Salió corriendo del compartimiento; con los brazos extendidos, apoyándose en ambos lados del pasillo, conteniendo las lágrimas, atravesó un vagón, y después otro. Llegó al final del coche-cama, y a través de la puerta trasera, no vio sino aire, vacío, el cielo nocturno, la oscura cuña del lecho vacío donde los raíles se perdían en la distancia.
 Pensó que se había confundido y había tomado la dirección equivocada. Llorando, rehizo su camino.
 Junto a ella, en la puerta del baño, había una anciana con un viejo delantal y un brazalete que parecía una enfermera del turno de noche. Llevaba en la mano un cubo del que sobresalía un cepillo.
 —Desengancharon el vagón restaurante —dijo la vieja, y quién sabe por qué razón, suspiró—. Después de atravesar Colonia, engancharán otro.

 En el vagón restaurante que había quedado atrás bajo la bóveda de una estación donde debería aguardar a la mañana para volver a ponerse en camino en dirección a Francia, los camareros limpiaban y recogían los manteles. Luzhin terminó y se quedó en la puerta abierta a la entrada del vagón. La estación estaba oscura y desierta. En la distancia lucía una lámpara como si fuera una estrella húmeda que atravesara una nube gris de humo. El torrente de raíles brillaba todavía levemente. Seguía sin entender por qué el rostro de aquella anciana del bocadillo le había trastornado tan profundamente. Todo lo demás estaba claro, sólo aquel punto concreto permanecía oscuro.
 Max, el pelirrojo de nariz afilada, salió a la puerta. Se puso a barrer el suelo. Se dio cuenta de que había un brillo de oro en una esquina. Se agachó. Era un anillo. Lo escondió en el bolsillo de su chaleco y miró furtivamente para asegurarse de que nadie lo había visto. La espalda de Luzhin seguía inmóvil en la misma puerta. Max sacó el anillo con cuidado; a la débil luz distinguió una palabra y unos números grabados en el interior. Debe de ser chino, pensó. En realidad la inscripción decía: «1-VIII-1915, ALEKSEY». Se volvió a meter el anillo en el bolsillo.
 La espalda de Luzhin se movió. Silenciosamente se bajó del vagón. Caminó en diagonal hasta la próxima vía, con paso tranquilo, relajado, como si estuviera dando un paseo.
 Un tren directo, sin paradas, tronó en su entrada a la estación. Luzhin fue hasta el borde del andén y bajó de un salto. La pista de ceniza crujió bajo su peso.
 En ese preciso instante, la locomotora lo engulló de un golpe voraz. Max, totalmente ignorante de lo que acababa de ocurrir, miraba desde lejos mientras las ventanas iluminadas se sucedían vertiginosamente en una tira continua.

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