sábado, 18 de febrero de 2017

SEMANA DE LA NOVELA NEGRA Y POLICIAL. HAMMETT DASHIELL.


NOVELA NEGRA
Denominación que se aplica a un subgénero narrativo (relacionado
con la novela policiaca), que surge en Norteamérica a comienzos de los
años veinte, y en el que sus autores tratan de reflejar, desde una con-
ciencia crítica, el mundo del gansterismo y de la criminalidad
organizada, producto de la violencia y corrupción de la sociedad capita-
lista de esa época. La expresión «novela negra» surge en Francia para
designar una serie de novelas pertenecientes a este subgénero,
traducidas y publicadas en la colección Gallimard (1945), y que J.
Prévert denominó «Série Noire» por el simple hecho de llevar el color
negro las pastas de dichos libros. Cuan-do, algo más tarde, comienzan
a llegar las primeras películas americanas basadas en estos relatos (p.
e.,
El halcón maltés,
de J. Huston, versión cinematográfica de la
novela homónima de D. Hammett), quedará definitiva-mente fijada la
expresión «filmes noirs» y «roman noirs» para las películas y novelas en
las que se aborda la temática mencionada. En España coexiste esta
denominación «novela negra» con las de «novela de crimen» o «novela
criminal» y «novela policiaca».
Aunque estos relatos siguen, fundamentalmente, el esquema de la
*novela policiaca
(presencia de un crimen, investigación del mismo por
un detective, descubrimiento y persecución de los culpables) y una
organización análoga en el desarrollo de la historia (relato a la inversa,
etc.), sin embargo, se diferencian de ésta en que el interés primordial no
radica tanto en la resolución del enigma cuanto en la configuración de
un cuadro de conflictos humanos y sociales, además de un estudio de
caracteres, a partir de aun enfoque realista y sociopolítico de la
contemporánea temática del crimen» J. Coma, 1980). Otra diferencia
fundamental radica en que, frente a la condición de "paraliteratura"
asignada a buena parte de las novelas policiacas, la novela "negra"
norteamericana se ha convertido, gracias a sus grandes maestros, en
un subgénero narrativo de indudable prestigio literario. En este sentido,
se deben recordar los juicios elogiosos de A. Malraux, A. Gide o L.
Cernuda hacia la obra narrativa del iniciador de la novela negra, D.
Hammett, a quien el mencionado poeta español consideraba como «un
escritor para escritores, un técnico agudo en el arte de la novela y un
estilista».
El contexto económico y sociopolítico que sirve de referente a estos
relatos es la sociedad americana de los años veinte, caracterizada por la
aparición de una cultura de masas (aglomeraciones urbanas, revolución
de los medios de comunicación: prensa, radio, cine), exaltación del ideal
del bienestar y del consumo, y también del triunfo y de la violencia,
inmigración y negocios sucios (alcohol, prostitución, apuestas) en busca
de rápidas y gran-des fortunas, etc. En este ambiente surgen bandas
organizadas que trafican con el alcohol, el juego y la prostitución,
amparándose en la actitud permisiva y corrupta de ciertas instituciones
y personas de la administración (alcaldes, jueces, policías), que son
sobornados por un gansterismo poderoso. Frente a este mundo
degradado, surge la figura de un nuevo detective, que, junto al abogado
y el periodista, se enfrentan a esta sociedad del crimen organizado. Esta
nueva figura presenta unos rasgos de mayor dureza, inclinación a la
violencia justiciera y a la acción individualista, al margen de la policía.
Ejemplos de este nueve detective serían Race Wiliams (personaje creado
por C. J. Daly), Continental Op (creado por Hammett), etc.
Entre los autores más notables de esta no-vela negra deben citarse
al ya mencionado D. Hammett
(Cosecha roja,
1929;
El halcón mal-té,
1930;
La llave de cristal,
1931, etc.), W. R. Burnett, R. Chandler, Ch.
Himes, J. Thompson, etc. Esta novela norteamericana va a contar con
imitadores en Europa desde finales de los años treinta y, especialmente
a partir de la Segunda Guerra Mundial: P. Jeney, J. Hadley Chase y J.
Symons en Inglaterra, Boris Vian, P. Boileau-T. Narcejac y
Giovanni en Francia, G. Scerbanenco y L. Sciascia en Italia, F.
Dürrenmatt en Suiza, M. Vázquez Montalbán, J. Madrid, P. Casals, A.
Martín, etc., en España, donde, a mediados de los ochenta surgió una
colección titulada «Etiqueta Negra», en la Editorial Júcar, en la que se
han publicado más de ciento treinta obras de este subgénero, entre
cuyos autores figuran D. Hammett, Ch. Himes, J. Thompson, D. E.
Westlake, etc., y escritores españoles como J. Madrid, J. Ibáñez, A.
Martín, F. González Ledesma, etc. Sobre el desarrollo de esta novela
negra (o policiaca, como algunos críticos siguen denominándola) en
España, y su posible incidencia en la renovación de la narrativa
contemporánea española, puede verse NOVELA POLICIACA.
NOVELA POLICIACA.
Fuente: N.N.S

***
  HAMMETT DASHIELL.

NOVELA: EL AGENTE DE LA CONTINENTAL. FRAGMENTO.

 
El agente de la Continental es un detective privado que trabaja para la Agencia Continental de Investigaciones de San Francisco. Se caracteriza por su ambigua moral. No duda en intervenir en los casos a los que se enfrenta manipulando la situación y dando lugar a que se precipiten los hechos, utilizando métodos tan cuestionables como los de los criminales a los que persigue (de hecho fue con este personaje y con Sam Spade, junto con el posterior Philip Marlowe de Raymond Chandler, con el que nacería el subgénero negro denominado hard boiled).
Esta edición contiene los relatos que fueron publicados por primera vez en la revista pulp Black Mask, entre 1924 y 1930:
La décima pista (enero de 1924), La Herradura Dorada (noviembre de 1924), La casa de la calle Turk (abril de 1924), La muchacha de los ojos de plata (junio de 1924), El Menda (marzo de 1925), La muerte de Main (junio de 1927), El crimen de Farewell (febrero de 1930).
No es hasta 1945 cuando se publica por primera vez un volumen con estos relatos (The Continental Op).

 

Dashiell Hammett

 El agente de la Continental




 Título original: The Continental Op

Dashiell Hammett, 1945

Traducción: Carmen Criado Fernández




   


  La décima pista

—Don Leopoldo Gantvoort no está en casa —dijo el criado que me abrió la puerta—, pero está su hijo, el señorito Charles, si es que desea verle.
—No. El señor Gantvoort me dijo que me recibiría hacia las nueve. Son ahora las nueve en punto y estoy seguro de que no tardará. Le esperaré.
—Como quiera el señor.
Se apartó para dejarme pasar, se hizo cargo de mi abrigo y mi sombrero, me condujo a la biblioteca de Gantvoort, situada en el segundo piso, y allí me dejó. Tomé una de las revistas que había sobre la mesa, coloqué a mi lado un cenicero y me puse cómodo.
Pasó una hora. Dejé de leer y comencé a inquietarme. Pasó otra hora… Yo estaba en ascuas.
Comenzaba a dar las once un reloj del piso bajo, cuando entró en la habitación un joven alto y delgado de unos veinticinco o veintiséis años de edad, piel muy blanca y ojos y cabellos muy oscuros.
—Mi padre no ha vuelto todavía —me dijo—. Es una lástima que le haya estado esperando usted tanto tiempo. ¿Puedo ayudarle en algo? Soy Charles Gantvoort.
—No, gracias —me levanté del sillón encajando la cortés despedida—. Llamaré mañana.
—Lo siento —murmuró educadamente, y juntos nos dirigimos hacia la puerta.
En el momento en que salíamos al pasillo, un teléfono supletorio, situado en un rincón de la habitación que abandonábamos, comenzó a sonar con un timbrazo amortiguado. Me detuve en el umbral de la puerta mientras Charles Gantvoort se acercaba a responder.
De espaldas a mí, habló en el aparato.
—Sí. Sí. Sí —bruscamente—. ¿Qué? Sí —con desmayo—. Sí.
Muy lentamente se volvió hacia mí con el auricular aún en la mano. Tenía el rostro grisáceo y contraído en un gesto de angustia, los ojos abiertos de par en par por la sorpresa y la boca entreabierta.
—Mi padre —balbuceó—. Ha muerto. Le han matado.
—¿Dónde? ¿Cómo?
—No lo sé. Era la policía. Quieren que vaya inmediatamente.
Se enderezó con un esfuerzo, recobró su compostura y colgó el teléfono. Los músculos de su rostro se relajaron ligeramente.
—Perdone mi…
—Señor Gantvoort —le interrumpí—, trabajo para la Agencia de Detectives Continental. Su padre llamó a nuestras oficinas esta tarde y pidió que le enviaran un detective esta misma noche. Dijo que le habían amenazado de muerte. Pero teniendo en cuenta que aún no me había contratado, a menos que usted quiera…
—Desde luego. Está usted contratado. Si la policía no ha hallado al asesino, quiero que haga usted todo lo posible por encontrarlo.
—Bien. Vamos a la jefatura.
Ninguno de los dos habló durante el camino. Gantvoort iba inclinado sobre el volante del automóvil que lanzaba a través de las calles a una increíble velocidad. Ardía en deseos de hacerle infinidad de preguntas, pero me di cuenta de que para mantener aquella velocidad sin estrellarnos era necesario que concentrara toda su atención en la conducción del automóvil. Así pues, opté por no molestarle y guardé silencio.
En la jefatura de policía nos esperaban media docena de oficiales. Estaba a cargo del caso el inspector O’Gar, un sargento de cabeza apepinada que viste como un sheriff de película, incluido el sombrero negro de ala ancha, pero que no por eso deja de disfrutar de toda mi consideración. Habíamos trabajado ya juntos en dos o tres casos y nos llevábamos de maravilla.
Nos condujo a uno de los despachos situados bajo la sala de juntas. Diseminados sobre el escritorio había aproximadamente una docena de objetos.
—Quiero que mire estas cosas detenidamente —dijo el sargento a Gantvoort— y elija las que pertenecieron a su padre.
—Pero ¿dónde está?
—Haga esto primero —insistió O’Gar—, y luego le verá.
Miré los objetos que había sobre la mesa mientras Charles Gantvoort hacía la selección. Un joyero vacío, una agenda, tres cartas en sendos sobres abiertos dirigidos a la víctima, varios documentos, un manojo de llaves, una pluma estilográfica, dos pañuelos de lino blanco, dos casquillos de pistola, una navaja y un lápiz de oro unidos a un reloj, también de oro, por una cadena de oro y platino; dos monederos de piel negra, uno de ellos nuevo y el otro muy usado; cierta cantidad de dinero en billetes y monedas y una máquina de escribir abollada y retorcida salpicada de amasijos de cabellos y sangre. Parte de los objetos estaban manchados de sangre y parte estaban limpios.
Gantvoort seleccionó el reloj con sus aditamentos, las llaves, la pluma, la agenda, los pañuelos, las cartas, los documentos y el monedero usado.
—Esto era de mi padre —nos dijo—. Las otras cosas no las he visto nunca. Como no sé cuánto llevaba encima esta noche, no puedo decirles si ese dinero le pertenecía o no.
—¿Está seguro de que no eran suyos el resto de estos objetos? —le preguntó O’Gar.
—Creo que no, pero no estoy seguro. Whipple se lo podrá decir —se volvió hacia mí—. Es el criado que le abrió la puerta esta noche. Estaba al servicio de mi padre y él sabrá con seguridad si le pertenecían o no.
Uno de los policías fue a llamar a Whipple para decirle que viniera inmediatamente.
Yo continué el interrogatorio.
—¿Echa en falta algo que su padre llevara habitualmente? ¿Algo de valor?
—Nada que yo sepa. Todo lo que cabía esperar que llevara, está aquí.
—¿A qué hora salió de casa esta noche?
—Antes de las siete y media. Puede que a las siete.
—¿Sabe adónde se dirigía?
—No me lo dijo, pero supuse que iba a visitar a la señorita Dexter.
Las caras de los policías se iluminaron y sus miradas se agudizaron. Supongo que la mía también. Son muchos, muchísimos, los crímenes en que no hay faldas de por medio, pero es raro el asesinato notable en que no hay complicada una mujer.
—¿Quién es la señorita Dexter? —me reveló O’Gar.
—Es… —dijo Charles Gantvoort dudando—. Verá, mi padre tenía una relación muy cordial con ella y con su hermano. Solía visitarles, o mejor dicho, visitarla, varias noches por semana. Yo sospechaba que quería casarse con ella.
—¿Qué clase de persona es?
—Mi padre les conoció hace seis o siete meses. Yo les he visto varias veces, pero no les conozco muy bien. La señorita Dexter, Creda de nombre, tiene unos veintitrés años, diría yo, y su hermano Madden es cuatro o cinco años mayor. Él debe estar ahora camino de Nueva York, donde va a gestionar un asunto en nombre de mi padre.
—¿Le dijo su padre que iba a casarse con ella? —insistió O’Gar negándose a perder de vista la posibilidad de una intervención femenina.
—No, pero es evidente que estaba, ¿cómo le diría?, muy entusiasmado con ella. Tuvimos unas palabras sobre eso hace unos días, concretamente la semana pasada. Nada serio, entiéndame… Una discusión sin importancia. Del modo en que me habló, me temí que pensaba casarse con ella.
—¿Por qué ha dicho «me temí»? —saltó O’Gar al oír estas palabras.
Charles Gantvoort se azaró un poco y carraspeó nerviosamente.
—No quiero darle una mala impresión de los Dexter. Creo, más aún, estoy seguro, que no tienen nada que ver en este asunto. Pero no les tengo ninguna simpatía, no me caen bien. Me parecen unos oportunistas. Mi padre no era fabulosamente rico, pero tenía una considerable fortuna. Y aunque se conservaba bien, tenía ya cincuenta y siete años, lo que me hace pensar que a Creda Dexter le interesaba más su dinero que él.
—¿Y el testamento de su padre?
—En el último de que yo tengo noticia, el que redactó hace dos o tres años, deja todo a mi mujer y a mí. Su abogado, Murray Abernathy, podrá decirle si hay un testamento posterior, pero no lo creo.
—Su padre se había retirado de los negocios, ¿verdad?
—Sí. Me traspasó su agencia de importación y exportación hace un año aproximadamente. Conservaba bastantes inversiones en diversos sitios, pero no participaba activamente en ninguna empresa.
O’Gar se echó atrás el sombrero de sheriff, y durante unos segundos se rascó la cabeza apepinada con expresión meditabunda.
Después me miró.
—¿Tiene usted alguna pregunta más?
—Sí. Señor Gantvoort, ¿conoce usted a un tal Emil Bonfils? ¿Ha oído hablar de él a su padre o a cualquier otra persona?
—No.
—¿En alguna ocasión le dijo su padre que había recibido una carta en la cual se le amenazaba? ¿O que alguien le había disparado en la calle?
—No.
—¿Estuvo su padre en París en 1902?
—Es muy posible. Hasta que se retiró solía ir al extranjero todos los años.
Terminada la entrevista, O’Gar y yo acompañamos a Gantvoort al depósito de cadáveres para que identificara el de su padre. El espectáculo que ofrecía éste no era lo que se dice agradable, ni siquiera para O’Gar ni para mí, que sólo le conocíamos de vista. Yo le recordaba como un hombre bajo y enjuto, siempre elegantemente ataviado y dotado de una viveza que le hacía parecer mucho más joven de lo que era. Ahora yacía con el cráneo convertido en un amasijo de pulpa roja.
Dejamos a Gantvoort en el depósito de cadáveres y nos dirigimos a pie a la jefatura.
—¿Qué secretos se trae usted sobre ese Emil Bonfils y París en 1902? —me preguntó O’Gar en el momento en que salimos a la calle.
—Éste: la víctima telefoneó a la agencia esta tarde diciendo que había recibido una carta amenazadora de un tal Emil Bonfils, con el que ya había tenido roces en París en 1902. Afirmó que Bonfils había disparado sobre él en la calle la noche anterior y pidió que le enviaran un detective esta misma noche. Rogó que bajo circunstancia alguna se informara de esto a la policía, añadiendo que prefería que Bonfils le matara a que el asunto se hiciera público. Eso es todo lo que dijo por teléfono. Por eso estaba yo presente cuando notificaron a Charles Gantvoort la muerte de su padre.
O’Gar se detuvo en medio de la acera y dejó escapar un silbido.
—Esta sí que es buena —exclamó—. Espere usted a que volvamos a la jefatura. Le enseñaré una cosa.
Whipple nos esperaba ya en la sala de juntas. A primera vista su rostro tenía la misma expresión de máscara que cuando me había admitido pocas horas antes en la casa de Russian Hill. Pero por debajo de sus modales de sirviente perfecto se le notaba crispado y tembloroso. Le llevamos al pequeño despacho donde habíamos interrogado a Charles Gantvoort.
Whipple corroboró todo lo que el hijo de la víctima nos había dicho. Estaba seguro de que ni la máquina de escribir, ni el joyero, ni los dos casquillos, ni el monedero nuevo habían pertenecido al muerto. No conseguimos hacerle confesar lo que pensaba de los Dexter, pero era evidente de que no les tenía ninguna simpatía. La señorita Dexter, nos dijo, había llamado tres veces aquella noche; hacia las ocho, a las nueve y a las nueve y media. En las tres ocasiones había preguntado por el señor Gantvoort, pero no había dejado ningún recado. Whipple suponía que la señorita Dexter esperaba a su amo y que al ver que no llegaba se había inquietado por su tardanza.
Dijo no saber nada ni de Emil Bonfils ni de las cartas en que se amenazaba a Gantvoort. La noche anterior a su muerte, éste había salido desde las ocho hasta la medianoche. Whipple no se había fijado en él lo suficiente como para decir si a su vuelta estaba inquieto o no. Cuando salía llevaba encima, generalmente, unos cien dólares.
—¿Echa usted de menos algo de lo que Gantvoort llevaba encima esta noche? —pregunto O’Gar.
—No, señor. Creo que está todo aquí. El reloj y la cadena, el dinero, la agenda, el monedero, las llaves, los pañuelos, la pluma… Todo, que yo sepa.
—¿Salió Charles Gantvoort esta noche?
—No, señor. Él y su esposa estuvieron en casa toda la noche.
—¿Está seguro?
Whipple meditó un momento.
—Sí, señor. Casi seguro. Puedo decirle con absoluta certeza que la señora Gantvoort no salió. La verdad es que al señorito Charles no le vi desde las ocho aproximadamente, hasta las once, hora en que bajó con este caballero —dijo señalándome—. Pero estoy casi seguro de que no salió. Creo recordar que la señora Gantvoort me dijo que estaba en casa.
O’Gar le hizo entonces otra pregunta que en aquel momento me sorprendió.
—¿Qué clase de botonadura llevaba el señor Gantvoort?
—¿Se refiere usted a don Leopoldo?
—Sí.
—Era una botonadura lisa, de oro. Los botones estaban hechos de una pieza y llevaban el contraste de un joyero de Londres.
—¿Los reconocería si los viera?
—Sí, señor.
Luego dejamos a Whipple regresar a casa.
—¿No cree —pregunté a O’Gar una vez que nos quedamos solos frente a aquel escritorio cubierto de pistas que aún no significaban absolutamente nada para mí— que es hora de que empiece a ponerme al día?
—Creo que sí. Escúcheme bien. Un hombre llamado Lagerquist, dueño de una tienda de ultramarinos, atravesaba en su automóvil esta noche el parque de Golden Gate, cuando pasó junto a un coche estacionado con los faros apagados en una avenida oscura. La postura del hombre que había en el interior le pareció rara e informó de ello al primer agente de policía que encontró.
—El agente halló a Gantvoort sentado al volante con la cabeza aplastada, y este cacharro —continuó poniendo la mano sobre la máquina de escribir manchada de sangre— sobre el asiento de al lado. Eran las diez menos cuarto. El forense dice que le mataron machacándole el cráneo con esta máquina de escribir. Los bolsillos del traje de la víctima estaban vueltos hacia fuera, y sobre el suelo y los asientos del automóvil hallamos diseminados los objetos que ve sobre el escritorio, exceptuando el monedero nuevo. En el coche encontramos también este dinero, cerca de cien dólares. Entre los papeles hallamos éste.
Me alargó una hoja de papel blanco en la que alguien había escrito a máquina lo siguiente:
L. F. G.
Quiero lo que es mío. Nueve mil kilómetros y veintiún años no te bastarán para ocultarte a la víctima de tu traición. Estoy dispuesto a tener lo que me robaste.
E. B.

—L. F. G. puede ser Leopoldo F. Gantvoort —dije—, y E. B. puede ser Emil Bonfils. Veintiún años serían los transcurridos entre 1902 y 1923, y nueve mil kilómetros es aproximadamente la distancia que hay de París a San Francisco.
Dejé la carta sobre la mesa y tomé el joyero. Era de un material negro que imitaba piel y estaba forrado de satén blanco. Carecía de marca alguna.
Después examiné los casquillos. Eran del calibre cuarenta y cinco y mostraban en la ojiva una muesca en forma de cruz, viejo truco que permite que la bala se aplane como un platillo cuando llega a su destino.
—¿Los encontraron en el automóvil?
—Sí. Y esto también.
O’Gar sacó del bolsillo de su chaleco un mechón de cabellos rubios de unos tres o cuatro centímetros de longitud. No había sido arrancado, sino cortado.
—¿Algo más?
La serie de hallazgos parecía interminable.
Tomó el monedero nuevo que estaba sobre el escritorio, el que tanto Whipple como Charles Gantvoort habían negado que fuera propiedad del muerto, y me lo alargó.
—Esto lo hallamos en la carretera, a un metro del coche aproximadamente.
Era un monedero de poco precio y no llevaba ni la marca del fabricante ni las iniciales de su propietario. En su interior había dos billetes de diez dólares, tres recortes de periódico y una lista mecanografiada de seis nombres, encabezados por el de Gantvoort, con sus respectivas direcciones.
Al parecer, los tres recortes procedían de las columnas de anuncios personales de tres periódicos distintos, pues el tipo de letra era diferente en los tres casos. Decían lo siguiente:
GEORGE. Todo está dispuesto. No esperes demasiado. D. D. D.
R. H. T. No contestan. FLO
CAPPY. A las doce en punto, y de punta en blanco. BINGO
Los nombres y direcciones que aparecían bajo el de Gantvoort en la lista mecanografiada eran:
Quincy Heathcote, calle Jason, 1223, Denver; B. D. Thornton, calle Hughes, 96, Dallas; Luther G. Randall, calle Columbia, 615, Portsmouth; J. H. Boyd Willis, calle Harvard, 5444, Boston; Hannah Hindmarsh, calle 79 E., 218, Cleveland.
—¿Qué más? —pregunté después de examinar la lista.
El sargento no había agotado aún las existencias.
—Cuando hallamos a la víctima los botones del cuello de la camisa habían desaparecido, aunque tanto éste como la corbata seguían en su lugar. Faltaba también el zapato izquierdo. Hemos buscado por todas partes, pero no hemos podido hallar ni uno ni otros.
—¿Es eso todo?
Ya estaba preparado para oír cualquier cosa.
—¡No sé qué más quiere usted, demonios! —gruñó—. ¿Es que no le parece bastante?
—¿Qué me dice de las huellas?
—Nada. Las únicas que encontramos pertenecían al muerto.
—¿Y el automóvil en que le hallaron?
—Pertenece a un médico, el doctor Wallace Girargo. Llamó esta tarde a las seis para informar de que se lo habían robado en las cercanías del cruce de la calle McAllister y la calle Polk. Estamos investigando sus antecedentes, pero creo que es persona honrada.
Los objetos que Whipple y Charles Gantvoort habían identificado como propiedad de la víctima no nos dijeron nada. Los examinamos cuidadosamente sin resultado. La agenda contenía muchos nombres y direcciones, pero nada que pareciera tener que ver con el caso. Las cartas carecían de importancia.
El número de serie de la máquina de escribir con que se cometió el crimen había sido borrado, probablemente con una lima.
—¿Qué opina usted de todo esto? —me preguntó O’Gar cuando, terminada la inspección, nos arrellanamos en sendos sillones a fumar un cigarro.
—Tenemos que encontrar a Emil Bonfils.
—No es mala idea —gruñó—. Creo que lo mejor será que nos pongamos en contacto con las cinco personas cuyos nombres aparecen en la lista que encabeza el de Gantvoort. ¿Cree que puede tratarse de una lista de futuras víctimas? ¿Estará dispuesto Bonfils a matarlos a todos?
—Quizá. En cualquier caso, tenemos que localizarlos. Es posible que haya matado ya a alguno, pero muertos o no es evidente que tienen que ver con el asunto. Enviaré un telegrama a las sucursales de la agencia con los nombres que figuran en la lista y veré si pueden averiguar también la procedencia de los recortes de prensa.
O’Gar miró su reloj y bostezó.
—Son más de las cuatro. ¿Qué le parece si dejamos esto y nos vamos a dormir? Dejaré un recado al técnico del departamento para que compare el tipo de la máquina de escribir con la carta firmada E. B. y con la lista de nombres, y me diga si las escribieron con ella. Supongo que sí, pero tenemos que asegurarnos. Tan pronto como amanezca haré que registren el parque en que hallaron a Gantvoort. Quizá puedan encontrar el zapato y los botones desaparecidos. Mandaré también un par de hombres a recorrer todas las tiendas de máquinas de escribir de la ciudad. Veremos si pueden averiguar de dónde procede ésta.
Me detuve en la oficina de telégrafos más cercana y envié unos cuantos telegramas. Después me dirigí a casa. Aquella noche mis sueños no estuvieron ni remotamente relacionados con crímenes ni con trabajo.
A las once en punto de la mañana siguiente, cuando fresco y animoso y con cinco horas de sueño en mi haber llegué a la jefatura de policía, hallé a O’Gar inclinado sobre su escritorio mirando con asombro un zapato negro, media docena de botones de oro, una llave oxidada y un periódico arrugado que se alineaban ante él.
—¿Qué es eso? ¿Recuerdos de su boda?
—Como si lo fueran —respondió con voz cargada de disgusto—. Escuche esto. Uno de los conserjes del Banco Nacional de Hombres del Mar se disponía a limpiar el local esta mañana cuando halló un paquete en el vestíbulo. Se trataba de este zapato, el que nos faltaba de Gantvoort. Iba envuelto en una hoja del Philadelphia Record con fecha de hace cinco días. Con el zapato iban estos botones y esta llave vieja. Como verá, el tacón del zapato ha sido arrancado y no lo hemos hallado todavía. Whipple ha identificado el zapato y dos de los botones sin la menor dificultad, pero dice no haber visto nunca la llave. Los otros cuatro botones son nuevos y de los más corrientes, de oro chapado. La llave parece que no se ha usado en mucho tiempo. ¿Qué deduce usted de todo esto?
No pude deducir nada.
—¿Cómo se le ocurrió al conserje entregar esto a la policía?
—Los periódicos de la mañana publicaron la noticia del crimen y en ella se hacía referencia al zapato y a los botones.
—¿Qué han averiguado de la máquina de escribir? —pregunté.
—Se ha comprobado que fue con ella con la que escribieron la carta y la lista de nombres, pero no hemos podido descubrir su procedencia. Hemos hecho todas las averiguaciones necesarias con respecto a los movimientos del propietario del automóvil durante la noche de ayer y está al abrigo de toda sospecha. Lo mismo ocurre con Lagerquist, el que encontró a Gantvoort. Y usted, ¿qué hizo?
—Aún no he recibido respuesta a los telegramas que envié anoche. Pasé por la agencia esta mañana antes de venir aquí y encargué a cuatro detectives que recorrieran todos los hoteles de la ciudad para ver si pueden hallar a algún Bonfils. En el listín de teléfonos figuran dos o tres familias con ese apellido. También envié un telegrama a nuestra agencia en Nueva York para que revisen las listas de pasajeros llegados recientemente al puerto y mandé un cable a nuestro corresponsal en París para ver qué puede averiguar allí.
—Supongo que antes de nada deberíamos ver a Abernathy, el abogado de Gantvoort, y a esa tal señorita Dexter —dijo el sargento.
—Estoy de acuerdo —asentí—. Vamos a tantear al abogado primero. Tal como están las cosas, es el más importante en este momento.
Murray Abernathy, abogado de profesión, era un caballero alto y delgado que hablaba con lentitud y mostraba una acérrima adhesión a las camisas de pechera almidonada. Por exceso de lo que consideraba ética profesional, se negó a darnos toda la información que deseábamos. Pero le dejamos divagar a su modo y así conseguimos averiguar algunos datos. Lo que nos dijo fue más o menos lo siguiente:
Leopoldo Gantvoort y Creda Dexter pensaban casarse el miércoles siguiente. Tanto el hijo de él como el hermano de ella se oponían a la boda, de modo que la pareja había decidido contraer matrimonio secretamente en Oakland y embarcarse para Oriente la misma tarde de la boda pensando que para cuando acabara la larga luna de miel, ambas familias se habrían resignado a su unión.
Gantvoort había redactado un nuevo testamento por el que dejaba la mitad de su fortuna a su nueva esposa y la otra mitad a su hijo y a su nuera, pero no había firmado aún el documento y Creda Dexter lo sabía. No ignoraba tampoco, y éste fue uno de los pocos puntos en que Abernathy se mostró explícito, que de acuerdo con el testamento anterior aún en vigor, toda la fortuna pasaba a Charles Gantvoort y a su esposa.
Basándonos en alusiones y medias palabras de Abernathy, dedujimos que la fortuna de Gantvoort ascendía a millón y medio de dólares aproximadamente. El abogado afirmó ignorar todo lo referente a Emil Bonfils y a las amenazas dirigidas contra su cliente. No sabía, o no quiso decirnos, nada que viniera a arrojar un rayo de luz acerca de la naturaleza del robo de que se acusaba a Gantvoort en la carta amenazadora.
Desde la oficina de Abernathy nos dirigimos al apartamento de Creda Dexter, situado en un lujoso edificio a pocos minutos de distancia de la casa de la víctima.
Creda Dexter era una mujer menuda de poco más de veinte años. Lo que más destacaba en ella eran sus ojos, unos ojos grandes y profundos de color del ámbar, con pupilas que se movían incesantemente. Continuamente cambiaban de tamaño expandiéndose o contrayéndose, unas veces con lentitud y otras con rapidez, pasando súbitamente del tamaño de una cabeza de alfiler a amenazar con invadir el iris ambarino.
Aquellos ojos revelaban que se trataba de una mujer marcadamente felina. Todos sus movimientos eran lentos, suaves, seguros como los de una gata. Las líneas de su bonito rostro, el contorno de su boca, la nariz breve, la forma de los ojos, la hinchazón de las cejas, todo en ella era felino. Y venía a corroborar esa impresión el modo en que peinaba sus cabellos, que eran espesos y oscuros.
—El señor Gantvoort y yo —dijo una vez hechas las presentaciones— íbamos a casarnos pasado mañana. Su hijo y su nuera se oponían a nuestro matrimonio y lo mismo mi hermano Madden. Los tres creían que había demasiada diferencia de edad entre nosotros. Para evitar roces, habíamos proyectado casarnos secretamente y pasar un año o más en el extranjero. Pensábamos que para nuestro regreso habrían olvidado sus objeciones. Ese fue el motivo por el que el señor Gantvoort convenció a Madden de que fuera a Nueva York. Tenía un negocio pendiente en aquella ciudad, algo relacionado con la liquidación de sus intereses en una fundición de acero, y lo utilizó como excusa para enviar a mi hermano allí hasta que partiéramos en nuestro viaje de bodas. Madden vive conmigo y me habría sido imposible hacer todos los preparativos sin que hubiera sospechado nada.
—¿Estuvo el señor Gantvoort aquí anoche? —pregunté.
—No. Le estuve esperando porque íbamos a salir. Generalmente venía andando, pues vivía sólo a unas cuantas manzanas de este edificio. Cuando vi que eran las ocho y aún no había llegado, llamé a su casa y Whipple me dijo que había salido hacía ya casi una hora. Después volví a llamar dos veces. Esta mañana telefoneé de nuevo, antes de leer el periódico, y me dijeron que…
Al llegar a este punto se le quebró la voz. Esta fue la única muestra de emoción que dio durante toda la conversación. La idea que de ella nos habían dado Charles Gantvoort y Whipple nos había llevado a esperar una exhibición de dolor mucho más teatral. Pero Creda Dexter nos desilusionó. Se mostró comedida, discreta y ni siquiera trató de impresionarnos con sus lágrimas.
—¿Estuvo aquí anteanoche el señor Gantvoort?
—Sí. Llegó un poco después de las ocho y se quedó aquí hasta las doce. No salimos.
—¿Vino y regresó a su casa andando?
—Sí. Creo que sí.
—¿Le dijo algo acerca de que le habían amenazado de muerte?
—No.
Negó rotundamente con la cabeza.
—¿Conoce usted a un tal Emil Bonfils?
—No.
—¿Le habló alguna vez de él el señor Gantvoort?
—No.
—¿En qué hotel se aloja su hermano en Nueva York?
Las negras pupilas se dilataron abruptamente amagando con invadir hasta el blanco de sus ojos. Ese fue el primer síntoma de temor que reconocí en ella. Pero excepción hecha de aquellas pupilas delatoras, no perdió un ápice de su compostura.
—No lo sé.
—¿Cuándo salió de San Francisco?
—El jueves. Hace cuatro días.
Salimos del apartamento de Creda Dexter y recorrimos seis o siete manzanas en silencio, sumidos en nuestros pensamientos. Al fin O’Gar habló:
—Esta señora es una gatita. A las caricias responde con un ronroneo. Pero mucho cuidado porque puede sacar las garras.
—¿Qué opina de la forma en que se le dilataron las pupilas cuando le pregunté acerca de su hermano? —dije.
—Debe significar algo, pero no sé qué. Convendría investigar el asunto y ver si realmente se halla en Nueva York. Si hoy se encuentra ya allí es seguro que no pudo estar aquí anoche. Hasta el avión más rápido tarda de veintiséis a veintiocho horas en recorrer la distancia de San Francisco a Nueva York.
—Lo investigaremos —afirmé—. Me parece que Creda Dexter no está muy segura de que su hermano no tenga que ver en el asunto. Es posible que Bonfils no actuara solo. Pero no creo que Creda esté complicada en el crimen. Sabía que Gantvoort no había firmado el testamento en que la dejaba heredera y no tendría sentido que renunciara a tres cuartos de millón de dólares.
Mandamos un largo telegrama a la Agencia Continental en Nueva York y nos dirigimos a mi oficina para ver si había llegado respuesta a los cables que envié la noche anterior.
Efectivamente, había llegado.
Nuestros detectives no habían hallado el menor rastro de ninguna de las personas cuyos nombres figuraban en la lista encabezada por el de Gantvoort. Un par de las direcciones que aparecían en ella ni siquiera existían. En dos de las calles en cuestión no había casa alguna que correspondiera al número indicado, y nunca la había habido.
O’Gar y yo pasamos el resto de la tarde recorriendo la distancia que separaba la casa de Gantvoort, en Russian Hills, del inmueble donde vivían los Dexter interrogando a todo hombre, mujer y niño que viviera, trabajara o jugara a lo largo de los tres caminos distintos que la víctima podía haber seguido para ir de un edificio al otro. Nadie había oído el disparo que hizo Bonfils la noche anterior al crimen. Nadie había reparado en nada sospechoso la noche del asesinato. Nadie había visto a Gantvoort subir a un automóvil.
Fuimos a casa de Gantvoort e interrogamos de nuevo al hijo de la víctima, a la esposa de éste y a todos los criados, sin resultado. Ninguno de ellos había echado de menos nada que pudiera pertenecer a la víctima y que fuera tan pequeño como para poder ocultarlo en un tacón. El par de zapatos que llevaba Gantvoort la noche del crimen era uno de los tres pares que le habían hecho en Nueva York dos meses antes. Pudo haber arrancado el tacón del zapato izquierdo, vaciarlo lo suficiente como para introducir en él un objeto de pequeñas dimensiones y volverlo a clavar otra vez, aunque Whipple insistía en que, a menos que la operación la hubiera llevado a cabo un experto, él habría reparado en ello.
Agotadas las posibilidades del interrogatorio, regresamos a la agencia. En ese momento acababan de recibir un telegrama de la oficina de Nueva York según el cual durante los seis meses anteriores al crimen no había llegado a ese puerto ningún Emil Bonfils ni desde Inglaterra, ni desde Francia, ni desde Alemania.
Los detectives que habían recorrido la ciudad tratando de localizar a todos los apellidados Bonfils tampoco habían averiguado nada de interés. Habían hallado, e investigado, a once Bonfils en San Francisco, Oakland, Berkeley y Alameda, pero ninguno tenía nada que ver con el crimen ni sabían nada de ningún Emil Bonfils. La búsqueda por los hoteles tampoco había dado resultado.

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