jueves, 6 de agosto de 2015

Franz Kafka Diarios & Carta al padre.



Ningún escritor, quiero decir, la realidad que su obra irradia, encarna la pesadilla alucinante del siglo que termina como Franz Kafka. Su mundo literario (que abarca tres novelas inconclusas, unos copiosos diarios, un volumen de narraciones y aforismos y una abundante correspondencia), concebido en las dos primeras décadas de la presente centuria, es el espejo en el que nos contemplamos con una mezcla de estupor y horror. En esas cuartillas apretadas, repletas, en las que hasta los bordes son escritos o rellenados con dibujos, obtenidas en una lucha feroz contra todo y todos, está el siniestro y falaz espíritu de nuestra época.

 Franz Kafka
Diarios & Carta al padre

Franz Kafka, 1982
Traducción: Andrés Sánchez Pascual
Prólogo: Nora Catelli
Editor digital: Titivillus
ePub base r1.2

Nota del editor

            La que el lector tiene en sus manos es la primera edición íntegra en español de los Diarios de Kafka, seguidos de los Diarios de viaje y de la Carta al padre. Unos y otra han sido traducidos de nuevo a partir de la edición crítica y canónica de las obras completas del autor conocida como Kritische Ausgabe. Schriften, Tagebücher, Briefe (Edición crítica. Escritos, Diarios, Cartas, denominada KA en adelante), editada por Jürgen Born, Gerhard Neumann, Malcolm Pasley y Jost Schillemeit, con el asesoramiento de Nahum Glatzer, Rainer Gruenter, Paul Raabe y Marthe Robert, y publicada en Frankfurt am Main por la editorial S. Fischer a partir de 1982.
Por lo que toca a los Diarios, la presente edición es sustancialmente distinta de las disponibles hasta el momento para los lectores de habla hispana, basadas todas en la edición realizada a título póstumo por Max Brod en 1950 (y que es la primera edición de los Diarios de Kafka pretendidamente completa, pues la que el mismo Brod había publicado en 1937 constituía sólo una selección de los mismos). El hecho es que esta edición de Brod (llamada MB en adelante) presenta abundantes deficiencias de todo orden que los editores de KA han corregido, dando lugar no sólo a una nueva fijación de los textos, sino también a una nueva ordenación cuyo sentido conviene aclarar.
En el momento de editar los cuadernos y papeles de Kafka, Max Brod, que ya dispuso de hecho de la práctica totalidad del material relativo a los Diarios, segregó de su contexto original numerosos fragmentos, antes o después incluidos por él mismo en distintos volúmenes póstumos dedicados a la obra narrativa de Kafka; asimismo, suprimió diversos pasajes que consideró reiterativos, o demasiado confusos, o simplemente carentes de interés. Suprimió también determinados pasajes que juzgaba ofensivos para algunas de las personas en ellos mencionadas, muchas de las cuales todavía vivían cuando él preparaba su edición; por la misma razón, ocultó numerosos nombres propios detrás de sus iniciales. Al final de este volumen, en la introducción a las notas correspondientes a los Diarios (pp. 859-862), se da noticia más detallada de la intervención de Brod sobre los mismos.
La presente edición de los Diarios ofrece, pues, respecto de las anteriores, significativos añadidos que reparan las omisiones, descuidos y errores de Brod y devuelven al texto de Kafka su primigenia integridad. Tales añadidos corresponden, en su mayoría, a los siguientes conceptos:
Textos repetidos por Kafka con ligeras variantes, que admiten ser leídos como borradores sucesivos de un mismo texto o verdaderos ejercicios de estilo (como el que constituyen, seguidas una detrás de otra, las siete variaciones consecutivas de la reflexión que Kafka hace sobre los efectos de su educación, pp. 46-57).
Relatos completos o fragmentos de corte narrativo, segregados, ya sea por su extensión, ya por su carácter más o menos acabado, del cuerpo de los Diarios; los casos extremos son, a este respecto, las narraciones tituladas El fogonero y La condena;
Citas, resúmenes y glosas extensas hechas por Kafka a partir de determinadas lecturas, como las de sendos libros de Meyer Isser Pinès (pp. 290-294), de Johann Wolfgang Goethe (pp. 317-321) o de Marcellin de Marbot (PP. 573-578);
Pasajes oscuros o completamente incomprensibles, escrupulosamente reproducidos en la edición KA;
Referencias demasiado íntimas o que podrían haber resultado hirientes, según Brod, tanto para Kafka como para terceros (la mayor parte de ellos desaparecidos en la actualidad);
Los dibujos realizados por Kafka en diversas entradas de los Diarios.
Como se ha dicho, el presente volumen incorpora, además de los Diarios y los Diarios de viaje, la Carta al padre, escrita por Kafka en 1919, texto que KA incluye en el volumen que dedica a los Escritos póstumos. En la introducción a las notas correspondientes se razona cumplidamente el criterio que nos ha movido a actuar así.
En lo que respecta a los Diarios, y siguiendo el criterio de KA, la ordenación de los textos se ha establecido conforme a la secuencia efectiva de las anotaciones de Kafka en los distintos cuadernos en que iba escribiendo, con lo que se modifica en buena medida la refundición que de esas mismas anotaciones realizó Brod, atento sobre todo a un criterio cronológico.
Los manuscritos que configuran los Diarios de Kafka están integrados por:
Una serie de doce cuadernos, todos ellos en cuarto (de unos 25 x 2.0 cm), que oscilan entre las veinte páginas (el cuaderno décimo) y las cincuenta y ocho páginas (el cuaderno primero), sin pauta, y encuadernados en hule negro, marrón o marrón-rojizo;
Dos «legajos» (en alemán, Konvolute), es decir, dos colecciones de hojas sueltas, una de tres páginas y la otra de seis, cuyo contenido se asocia indudablemente a las anotaciones de los diarios y que por esa razón ha sido incluido entre las mismas.
En esta edición, siguiendo la pauta de KA, los doce cuadernos se ordenan de acuerdo con las fechas más antiguas que constan en cada uno de ellos, sin perjuicio de que alguno de ellos pueda contener entradas anacrónicas, posteriores a las primeras entradas del cuaderno siguiente, y viceversa. Hay que aclarar, a este respecto, que Kafka no siempre escribió sus anotaciones de modo correlativo dentro de los sucesivos cuadernos que conforman sus Diarios; es decir, no siempre esperó a que un cuaderno estuviera completo para empezar el siguiente, sino que en más de una ocasión empezó uno nuevo dejando el anterior inacabado, pero volviendo más tarde a hacer anotaciones en éste. Esto ocurre de un modo especialmente notorio con las anotaciones correspondientes a los cuadernos primero, segundo y tercero; y de nuevo con las de los cuadernos octavo y noveno.
La interpolación de los dos «legajos» entre los cuadernos noveno y décimo se explica por las fechas que pueden leerse en los mismos, posteriores a la última anotada en el cuaderno noveno, y anteriores a la primera del cuaderno décimo.
Conviene advertir, por otro lado, que los manuscritos de Kafka contienen errores flagrantes en la anotación de algunas fechas, errores que no siempre advirtió Max Brod pero que han sido corregidos en KA y, por consiguiente, también en la presente edición, donde las rectificaciones correspondientes se hacen entre corchetes. En cualquier caso, entre los diversos instrumentos de consulta que se ofrecen al lector al final del volumen se cuenta un índice cronológico de todas las entradas de los Diarios, incluidos también los Diarios de viaje, que permite reconstruir la secuencia temporal de los mismos y, si se prefiere, realizar la lectura conforme a ella. Asimismo, dispone el lector de una cronología de la vida de Kafka que puede ayudarle a situar adecuadamente en su contexto biográfico algunos de los sucesos a los que se refiere el escritor. En el volumen I de estas Obras Completas se incluye un ensayo biográfico de Klaus Wagenbach que sirve más ampliamente al mismo propósito; al igual que el libro Franz Kafka. Imágenes de su vida, del mismo Wagenbach (Barcelona, Círculo de Lectores-Galaxia Gutenberg, 1998), donde se encuentran abundantes documentos gráficos relativos a buena parte de las personas y lugares mencionados en estos Diarios.
El signo 0 que el lector encontrará con frecuencia intercalado en los textos de Kafka remite al aparato de notas que se encuentra al final del volumen[1], donde cada nota viene precedida del número de la página y de la línea en que se ha introducido la llamada correspondiente. Son, ante todo, notas aclaratorias, explicativas y de carácter histórico; en algún caso se trata de notas que permiten relacionar los Diarios y la Carta al padre con la obra narrativa de Kafka, que esta edición reúne en los volúmenes I (Novelas) y III (Narraciones). Sólo en contadas ocasiones las notas entran en el terreno de la interpretación del sentido de los textos kafkianos. La información que las notas proporcionan acerca de determinadas personas u obras a las que Kafka se refiere suele darse la primera vez que se hace mención de las mismas y no vuelve a repetirse en menciones posteriores. Pero el lector dispone, al final del volumen, de un exhaustivo índice de nombres y obras citados en el que podrá localizar todas las ocasiones en que la persona o la obra en cuestión ha sido mencionada, ya sea de forma directa (con su nombre o su título), ya sea de forma indirecta (es decir, por alusiones).
Otra herramienta de gran utilidad para el lector es el índice de fragmentos, esbozos y apuntes narrativos que se encuentra asimismo al final de este volumen. A partir del mismo, el lector tiene constancia efectiva de cuantos pasajes de los Diarios son de naturaleza narrativa, por breves o incompletos que resulten, y tiene la posibilidad, si así lo quiere, de realizar un itinerario selectivo a través de los textos aquí reunidos.
La escritura tanto de los cuadernos como de los legajos que constituyen el cuerpo original de los Diarios y de los Diarios de viaje (cosa distinta es la Carta al padre, como se explica en la introducción a las notas correspondientes) ofrece las características comunes a los textos escritos a mano y con fines particulares, no destinados a la publicación, redactados a menudo en circunstancias poco favorables a la claridad y al cuidado de la forma en que se presentan. Sólo una edición facsimilar podría dar cuenta de las muchas particularidades de una escritura realizada en estas condiciones, particularidades que en cualquier otro caso no tiene sentido preservar. Tanto menos cuando se trata, como aquí, de una traducción, y de ningún modo, como en el caso de KA, de una edición crítica. Ésta es la razón por la que, apartándonos de los criterios de transcripción de KA, que reproduce en lo posible las particularidades del original, respetando sus fallos, rarezas e incongruencias, aquí hemos optado por presentar los textos conforme a los criterios convencionales de edición, sin imitación de tantas peculiaridades en absoluto adjudicables a una voluntad estilística.
Conforme al criterio establecido en la presentación de estas Obras Completas (véase el volumen I, pp. 30 y ss.) se respeta en lo posible la puntuación —a veces muy particular— de Kafka, con excepción de aquellos pasos —muy frecuentes, dadas las mencionadas características del texto— en los que la omisión de un signo determinado confunde o desorienta gravemente la lectura. En estos casos, se repara la omisión, toda vez que no haya indicio alguno de que sea intencionada. Resultaría sin embargo exagerado, cuando no absurdo, conceder rango estilístico a tantas deficiencias propiciadas por las condiciones materiales en que se realizó la escritura. De este modo, se pone punto final a muchas frases que no lo llevan, excepto aquéllas en que es razonable pensar que la construcción misma de la frase ha quedado interrumpida o simplemente suspendida, juzgándose abusiva en tales casos la imposición de los tres puntos suspensivos. Se mantiene, eso sí, el empleo regular del guión largo con valor de pausa o cesura, en ningún caso asimilable al guión largo con valor de aparte, del que se distingue por ir a la vez precedido y seguido de un espacio en blanco. Hace tiempo ya que es frecuente conservar en las traducciones del alemán al español este signo en muchas ocasiones insustituible, que carece de correspondencia exacta con ninguno de los signos convencionales de puntuación en nuestro idioma, y cuyo valor gráfico, en el caso particular de unos diarios como éstos, resulta muy expresivo.
Por lo que respecta a los párrafos, en líneas generales se mantienen el ritmo y la distribución del original. Cuando no los había, y para facilitar tanto la lectura como la consulta del texto, se han abierto blancos de línea entre las entradas correspondientes a fechas sucesivas. Se han mantenido, conforme a KA, los trazos con que el propio Kafka separa a menudo anotaciones sucesivas, unas veces mediante una raya que recorre la página de un extremo a otro, en otros casos mediante una raya más corta. Estos trazos contribuyen no poco a deslindar las anotaciones entre sí, deshaciendo muchas continuidades artificialmente establecidas en MB.
Se componen en cursiva aquellas palabras (títulos de libros, nombres de periódicos, extranjerismos, usos meta-lingüísticos) que, aunque no vayan subrayadas por Kafka, se escriben convencionalmente de este modo.
Se desarrollan aquellas abreviaturas que, siendo características de una escritura privada, no destinada a ser consultada por nadie más que el propio autor, producirían extrañeza y dificultades al lector de una edición como la presente. Así, por ejemplo, donde Kafka abrevia (siempre sin sistematicidad alguna) ital. por italianos, se restituye, íntegra, la palabra italianos; y lo mismo se hace con abreviaturas como d. (por derecha), p.e. (por por ejemplo), e.d. (por es decir), n. (por nacido), sept. (por septiembre), etc. Este criterio se suspende en aquellos casos en que se estima razonable que Kafka haya abreviado la palabra en cuestión por pudor o discreción, como ocurre con la palabra sexo, abreviada s. (véase, en el cuaderno undécimo, las páginas 660 y 677). En estas ocasiones, muy pocas, se aclara en las notas a qué aluden las abreviaturas en cuestión.
Caso semejante es el de los nombres que Kafka escribe con iniciales, la mayor parte de las veces sin otra razón presumible que la de economizar el esfuerzo de la escritura (pues los mismos nombres aparecen unas veces escritos completos y otras por sus iniciales). También en estos casos, y a efectos de no obligar al lector a acudir constantemente a las notas finales, se desarrolla, sin más, el nombre en cuestión, toda vez que se sabe con seguridad a quién se alude. Con el mismo criterio se desarrollan también las iniciales con que a menudo se refiere Kafka a periódicos o revistas. En cualquier caso, en el índice de nombres y obras citados se consignan oportunamente, junto a los nombres propios, las iniciales que emplea Kafka para aludirlos.
En cuanto a las cifras, vuelve a ocurrir que, dentro de la economía que caracteriza la escritura de estos diarios, Kafka suele escribir la mayoría con números, aunque de nuevo aquí no se observa sistematicidad alguna. En la presente edición se han aplicado, una vez más, los criterios convencionales a este respecto, de forma que donde Kafka escribe 2 señoras se transcribe dos señoras, por ejemplo; o se transcribe las dos de la noche por las 2 de la noche.
En lo tocante a las fechas correspondientes a cada entrada, se completan siempre que es posible las referencias al día, al mes y al año, incluyendo entre corchetes los datos omitidos por Kafka o las rectificaciones a los errores que en ocasiones comete. Sólo se precisa el día de la semana cuando el propio Kafka lo hace, y sólo se escribe el nombre del mes cuando, asimismo, lo hace también Kafka; en los demás casos, siguiendo el uso más corriente por su parte, la referencia del mes sé da mediante números romanos, de modo que, por lo general, las fechas se dan según la forma siguiente: 5.XI 1911 (por 5 de noviembre de 1911).
Finalmente, conviene puntualizar que Kafka escribe a menudo incorrectamente palabras pertenecientes a idiomas distintos del alemán, en particular el francés. Salvo en las muy contadas ocasiones en que resultan expresivos en algún sentido, los errores de este tipo se reparan, como se reparan también los que comete ocasionalmente en la transcripción de nombres propios. Como fuere, las notas subrayan los casos más recurrentes o significativos.
J. Ll.
NORA CATELLI
«Pruebas de haber vivido»
Los «Diarios» y la «Carta al padre» de Franz Kafka como límites de la autobiografía
I
Uno encuentra en su diario pruebas de haber vivido, de haber mirado alrededor y de haber anotado observaciones incluso en circunstancias que hoy parecen insoportables, es decir, encuentra pruebas de que esta mano derecha se movió igual que se mueve hoy, cuando nos hemos vuelto, ciertamente, más prudentes gracias a la posibilidad de abarcar con la mirada nuestras circunstancias de entonces (23 de diciembre de 1911).
Hay muchos Kafka: el narrador, autor de parábolas e inventor de mundos improbables aunque fatalmente posibles, el escritor de cartas, de aforismos, de diarios. Este último, que cree encontrar en esa escritura la «prueba» asombrosa de haber vivido, es el que mejor encarna una de las figuras de la modernidad de 1900: el judío centro-europeo, para quien la ciudad multilingüe es el paisaje y el conflicto de lenguas, el horizonte obligado. La figura del escritor judío y la modernidad se sueldan en ese espacio solidario, el del diario, que dibuja su destino a partir del cambio de siglo: un destino urbano, ligado al devenir de la ciudad. Dos son los rasgos en que se expresa históricamente esta fusión en la realidad centroeuropea: la apertura de los guetos y el debate sobre la asimilación o secularización de los judíos.
Por eso, en la Praga de Kafka importa mucho quiénes de los judíos son praguenses, quiénes vienen del campo y quiénes de Rusia o de Polonia. La ciudad es un dibujo por hacerse, cuyo trazado depende de su desarrollo en los diarios: su cartógrafo es el judío que sueña, que va al teatro y al cine, que constata la existencia de los suyos —y de los gentiles— en los cuerpos, las esquinas, los ritos, las voces de este imperio en trance de extinción, donde se aúna lo feudal con el progreso, lo cristiano con lo judío y con lo asiático, el alemán con el checo y el yídish, lengua en la que a la vez se cruzan los judíos occidentales con los orientales.
Cuando nació Kafka, en 1883, Praga era llamada la «Jerusalén de Europa». Aunque las cifras de los censos difieran según las fuentes, puede decirse que por entonces tenía ciento sesenta mil habitantes, de los cuales unos veinte mil eran judíos que iban llegando de pueblos y regiones circundantes y que, entre 1848 y 1870, habían logrado ampliar sus derechos civiles. Hasta entonces habían tenido vedadas muchas actividades, carecían de libertad de circulación y, salvo los mayores de cada familia, no podían casarse ni tener hijos. En 1852 fueron abolidos los guetos, pero no demolidos; hacia 1900, una cuarta parte de los judíos praguenses seguía viviendo dentro de sus muros. En esos mismos años la minoría praguense de habla alemana contaba entre sesenta y setenta mil almas, de las cuales poco más de un tercio, unas veintiséis mil, eran judías; en 1922, dos años antes de la muerte de Kafka, la ciudad había ampliado su circunferencia y contaba seiscientas sesenta y siete mil almas.
En ese proceso de expansión, la mayoría checa había aumentado, proporcionalmente, sobre la alemana y la judía. Sin embargo, los judíos abundaban en universidades y periódicos, en círculos artísticos y científicos. Las lenguas fluctuaban y chocaban como filamentos eléctricos: el abuelo paterno de Kafka, matarife y pobre, hablaba yídish, mientras la familia materna, próspera y más culta, con una rama judía ortodoxa y otra asimilada o que tendía hacia la asimilación, se expresaba en alemán. Ésta fue, aun en su extrañeza, la lengua materna de Kafka, que no aprendió ni hebreo ni yídish en su niñez. Cuando sus padres se iban a trabajar a la tienda, los niños de la familia hablaban checo con las criadas y niñeras, pero conservaban el alemán con los progenitores. El checo era la lengua de los inferiores, de los empleados del padre, de los revolucionarios y, en general, la de los antisemitas. Y el antisemitismo crecía y se adelantaba siempre un paso al impulso asimilacionista y a su contrapartida, el sionismo, cuyos objetivos había proclamado hacia 1900 Theodor Herzl.
Espejo de esa suma de autocracia imperial y modernidad, Praga es la libertad, la cárcel, el infierno y también el carnaval de Kafka. No es algo externo a su desarrollo, sino la malla que sostiene su escritura de súbdito, de individuo y de artista: los Diarios son el testimonio de la existencia de esa malla. Discípulo de seguidores del filósofo sensualista Ernst Mach, instruido en el valor de la percepción como manera fundamental de conexión con el mundo, Kafka se anuda a esa malla inextricable, como si su escritura fuese inseparable del juego de los sentidos.
 II
Inaprensible, indefinible escritura, de cuyo carácter enigmático este volumen incluye muestras acabadas: unos diarios que él, seguramente, no pensaba publicar y una carta al padre que no llegó a destino. Pruebas de la imposibilidad de definición en cuanto a su género y, sobre todo, en cuanto a sus destinatarios, estos escritos constituyen una roca inabordable para cualquier intento de interpretación: intento que, sin embargo, exigen, como a propósito de los relatos del mismo Kafka afirmó Walter Benjamin. Pero ya que no podemos saber qué quería él de esos textos, bien podemos preguntarnos qué querían estos textos del propio Kafka. ¿Cómo se sitúan frente al resto de la obra, frente a cartas, novelas y cuentos? ¿Qué quieren de sí mismos y del lector? ¿Quieren un lector?
Sería fácil afirmar que no hay respuesta a tales preguntas. Pero también sería falso. La crítica acerca de Kafka está llena de tentativas de satisfacer estas cuestiones. Muchas son rigurosas, algunas magníficas. Todas necesarias, porque la lectura de los Diarios o de la Carta al padre es como el choque de un insecto contra un cristal: la experiencia del muro transparente y letal.
Producen en el lector un acceso inmediato de comprensión falsa, al que suele seguir una amnesia momentánea y, por último, un desconcierto reverencial. En ese momento, cuando se llega a la reverencia desconcertada, como ante un texto sagrado, buscamos guías, sabios. Nos convertimos en alumnos ante un alfabeto nuevo, aunque tan similar al que ya conocemos que por unos instantes —durante el acceso de comprensión falsa— creemos que es el nuestro: olvidamos la frase —¿de qué hablaba?— y entonces advertimos que hemos olvidado de qué hablaba porque en realidad nunca lo hemos sabido. Y no lo sabíamos porque el alfabeto es muy parecido al nuestro, pero no es el nuestro. Entonces, humildemente, partimos en busca de guías, de sabios.
También lo hacía Kafka: los guías y sabios a los que recurría están en los Diarios. No son sólo lecturas. Mejor dicho, son lecturas de textos, pero también de cuerpos, sueños, sonidos, rostros, esquinas, plazas, horas, sensaciones, contraluces, idiomas; quizá los diarios fuesen los instrumentos de Kafka para enfrentarse con su propio alfabeto que, a pesar de todo, le resultaba desconocido.
Entre 1909 y 1910, cuando empezó a llevarlos, ya no era un niño; para los criterios de la época, ni siquiera un joven. Por eso se les ha atribuido una función analítica, más que de formación, como si fuesen el lugar donde alguien que ya hubiese sufrido cambios irreversibles se dedicase a describir los efectos de esos cambios. Otros sostienen que los Diarios no constituyen el soporte de un proceso analítico sino una especie de educación de la percepción, tanto de sí mismo como del mundo que lo rodeaba.
En Kafka. Por una literatura menor, Gilíes Deleuze y Félix Guattari descreen del supuesto carácter analítico de los Diarios y también de que sean un laboratorio de escritura: los consideran, en cambio, una suerte de armazón secreta del proyecto de Kafka como escritor, el elemento —en el sentido de ambiente— del cual parece no querer salir, como un pez en el agua. E insisten en que eran también un refugio contra el agotamiento y la esterilidad creadora.
Las funciones de un diario son variadas y muchas veces contradictorias. Como género, carece de estructura, no compone un relato, no selecciona lo significativo del pasado ni lo relevante del presente. Su única exigencia formal es la secuencia cronológica de escritura: el hilo de los días. Desde luego, ésta es una línea ideal: pueden existir cortes de meses y hasta de años, discontinuidades y desajustes flagrantes, evocaciones, relatos retrospectivos y anticipaciones. Pero la presencia de la fecha (o su posibilidad editorial) en el encabezado de la entrada es un requisito ineludible, incluso cuando se halla ausente. Es lo que hace el género, lo que lo constituye, independientemente de los contenidos que así se pauten. Los humores de quien escribe, sus afinidades, sus angustias y sus obsesiones, pero también sus actividades, relaciones y observaciones, se disputan el espacio y señalan tendencias dominantes. En un ensayo escrito en 1979, Roland Barthes enumeró cuatro motivos por los que los escritores llevan diarios: la invención de un estilo, el afán de testimoniar una época, la construcción de una imagen y, por último, el laboratorio de la lengua, en que el diario es concebido como taller de frases. Las tendencias dominantes señalarían al lector ciertas orientaciones de lectura que son, en el fondo, claves para imaginar a qué tiende un escritor de diarios: si a hacerse un espacio como autor, si a construirse una mirada de testigo, si a poder escribir sin exponerse públicamente a los triunfos y fracasos de la literatura, si a cincelar su lengua. En Kafka están todas las orientaciones, en una administración caprichosa pero al mismo tiempo omnímoda: él las utiliza y a la vez las destruye a fuerza de saturarlas todas.
Es posible reconstruir este ejercicio de saturación si se recorren dos importantes registros. El primero, la biblioteca de Kafka, inventariada por Jürgen Born. Allí se enumeran multitud de diarios, cartas y memorias: por ejemplo, el diario íntimo de Amiel, que inaugura una tradición poderosa a lo largo del siglo XIX, el de Byron, ejercicio vitalista y expansivo del yo, los de Robert Browning y Elizabeth Barret, recuentos de educación del espíritu Victoriano, la explosión subjetiva de Dostoievski o la de Gogol. Además, por supuesto, de Kierkegaard, Goethe, Flaubert, Fontane, Gauguin, Van Gogh, Kleist o Leon Tolstoi.
El segundo registro de los modelos que Kafka siguió está en sus mismos Diarios. Entre 1910o y 1923 Kafka cita, comenta e interpreta, entre otros, los diarios, autobiografías o memorias de Musset, Claudel, Hebbel, Hauptmann, Goethe, Schiller, Hamsun, Grillparzer, Lenz, Wassermann, Werfel, Kropotkin; y de Rahel Varnhagen, la gran escritora de cartas y animadora romántica de salones berlineses, o de Theodor Herzl, el fundador del sionismo…
Estos repertorios indican en quiénes se miraba Kafka, aunque sea difícil describir cómo lo hacía. También facilitan el esfuerzo de vincular sus Diarios con sus circunstancias biográficas, como últimamente lo han hecho Friedrich Karl y, sobre todo, Klaus Wagenbach. Se va dibujando entonces un espacio histórico —la modernidad en el imperio austrohúngaro— y personal —el judío praguense— que confluyen en los Diarios, donde se unen lo histórico y lo personal en una figura de escritor ubicuo. Esto explica, hasta cierto punto, el intrigante proceso de saturación de modelos que se desarrolla en los Diarios: ese barrido de sensaciones, lecturas, pensamientos, recuerdos, cuentos… Así, a la pregunta acerca de cuáles son las tradiciones de las que participa el judío Kafka como escritor de diarios, hay que responder que de muchas, de las cuales dos al menos son dominantes.
La primera sería la disciplina protestante del autoanálisis, que en Kafka reaparece a través de su devoción por Kierkegaard, y a la que ya Goethe había atribuido el poder de atravesar las fronteras religiosas:
Sería deseable estudiar si los protestantes muestran una tendencia más marcada a la práctica de la autobiografía que los católicos. Estos últimos tienen siempre un confesor a su lado y pueden desembarazarse maravillosamente de sus debilidades sin preocuparse de consecuencias funestas, mientras que los protestantes se reprochan sus faltas durante más tiempo y no conciben más alivio que un cambio moral. Por eso me admiran Montaigne y Descartes: sin ser protestantes ellos mismos viven en una época en que el protestantismo hizo mover muchas cosas. Hay que profundizar estas reflexiones (Carta de Goethe a Gottling del 4 de marzo de 1826).
Parece como si Goethe señalase a Kafka el modo de utilizar a Kierkegaard. Y lo cierto es que Goethe es el autor más citado en los Diarios de Kafka. Se ofrece como único territorio natural de este escritor sin territorio, como su auténtico lugar del no-lugar. La correspondencia, las conversaciones con Eckermann, los libros de viajes y Poesía y verdad señalan una disciplina que se materializa en los Diarios: Goethe, en el que, más que inspirarse, Kafka vive, «sin ser protestante», como tampoco lo eran los católicos Descartes y Montaigne (la madre de éste, no lo olvidemos, era descendiente de judíos conversos aragoneses).
En segundo término, tras la vertiente autoanalítica de origen protestante, destaca otra línea que le llega a Kafka probablemente del dramaturgo Franz Grillparzer (1791-1872), cuyos diarios, de una notable variedad de registros, Hofmannsthal calificó en cierta ocasión de «diarios medusa». En ellos se mezclan notas de escritor, observaciones sobre lecturas y sobre sus propios escritos, además de aforismos, recuentos humillantes de fracasos y decadencias físicas, de fealdades, enfermedades, ridículos sociales y derrotas amorosas.
A Kafka le inquietaba la semejanza de los diarios de Grillparzer con los suyos propios:
Abandona el insensato error de hacer comparaciones, por ejemplo con Flaubert, Kierkegaard, Grillparzer […] Flaubert y Kierkegaard sabían muy exactamente lo que les pasaba, su voluntad era firme, eso no era cálculo, sino hazaña. En ti, en cambio, hay una eterna sucesión de cálculos, una monstruosa oscilación de cuatro años. Con Grillparzer quizá encaje mejor la comparación, pero Grillparzer no te parece digno de imitar, siendo como es ejemplo desdichado… (27 de agosto de 1916; la cursiva es mía).
Así, el modelo más cercano, Grillparzer, sería opresivo e indigno de imitación porque retrospectivamente evoca la «monstruosa oscilación» que Kafka encuentra en su propia experiencia de la escritura. Los otros dos, Flaubert y Kierkegaard, actuaban, no calculaban. Es decir, no compensaban la esterilidad creadora con la práctica del diario. En esta tensión con modelos inalcanzables por radicalmente opuestos —Flaubert, Kierkegaard— o por siniestramente similares —Grillparzer— puede hallarse, más allá de las razones que exponen sus biógrafos, una de las causas del ritmo irregular de estos diarios: una arritmia, un vaivén respecto del modelo más cercano aunque opresivo e indigno de imitación. Hasta cierto punto, Kafka reproduce el esquema de Grillparzer al reunir cuentos, sueños, paseos, reflexiones. Quizá a esta incomodidad con respecto al semejante se deba su extraordinaria administración de lo descriptivo, auténtico hilo conductor del gesto moral de su escritura. En este registro, que constituye el sustrato más regular y frecuente de los Diarios, Kafka parece darse el lujo de actuar —como Flaubert, como Kierkegaard— para librarse de la contaminación de Grillparzer, que lo convertiría en otro «ejemplo desdichado al que los hombres futuros deben estar agradecidos porque él sufrió por ellos».
La suma de todas las descripciones, en los Diarios, es Praga, serie de mapas transparentes e instantáneos, con itinerarios en los que en diversos fragmentos y con distintos estilos se sigue a la muchedumbre o se dibujan los trayectos desolados de la paz o de la guerra. Esas transparencias dejan traslucir las otras líneas, tradiciones o funciones que Kafka, como he dicho al principio, agota o satura. Pero la saturación no se produce porque parodie sus modelos, sino porque muestra su caduca dependencia respecto de ciertas nociones que él no sigue: por ejemplo, la separación entre mundo privado y mundo público, entre interioridad y exterioridad. De ahí que Kafka sea, en sus diarios, un artista supremo de la descripción. En los Diarios, describir es vivir. Todos los estilos son posibles: el naturalismo impávido, casi entomológico, el expresionismo y la evocación barroca, la fijeza cubista en la que desguaza su propio cuerpo:
Esta necesidad que siento, casi siempre que tengo bien el estómago, de amontonar en mí imágenes de tremendas hazañas alimenticias […] Me meto en la boca las largas chuletas y, sin masticarlas, me las saco por detrás, desgarrándome el estómago y los intestinos. Devoro sucias tiendas de ultramarinos enteras, las dejo vacías. Me atiborro de arenques, pepinos y toda clase de alimentos malos, rancios y picantes. Se vierten dentro de mí, como granizo, latas enteras de caramelos. Con ello no sólo gozo de mi buen estado de salud, sino también de un sufrimiento que no causa dolor y se pasa enseguida (30 de octubre de 1911).
Aunque los Diarios apenas aluden a la Gran Guerra, a las trincheras, a las revoluciones que desde 1917 sacudieron el centro de Europa, a la caída del imperio austrohúngaro, nada hay más lejano a ellos que la retórica de la búsqueda interior. En cambio, hay una singular atención a percepciones sensoriales colorísticas, acuáticas, lumínicas, que a veces suenan hasta proustianas. Y de sueños que se convierten en profecías de una sociedad amenazante o en encarnaciones de lo siniestro, eso que una vez fue próximo pero que ahora viene de una fuente perversamente olvidada. A través de este registro el mundo se le aproxima a Kafka, se funde con él; y lo aleja de nosotros.
Cuando describe, Kafka lo hace con una impresionante variedad de recursos, de perspectivas, de enfoques. La
vida social y religiosa le exige una mirada atenta, distante, casi de antropólogo cuando atiende a los usos de la vida religiosa de su comunidad judía. En el siguiente fragmento el antropólogo puede convertirse en miembro perplejo de esa comunidad que ni lo acepta del todo ni del todo lo rechaza. O solazarse, poco después, en el procedimiento oblicuo del chismoso que se divierte al reproducir una anécdota en la que los habitantes de Praga se mezclan y se agitan como en escenas de cine mudo.
En ocasiones el lector puede percibir que Kafka ensaya, como diría Barthes, el taller de frases. Se convierte entonces en brillante ejecutor de giros clásicos de descripción:
En casa del campesino Lüftner. El gran zaguán. Teatralidad del conjunto: él, nervioso, con sus ji-ji y sus ja-ja y sus golpes en la mesa, su forma de levantar los brazos, de encogerse de hombros y de brindar con el vaso de cerveza, como un soldado de Wallenstein […] Dos caballos enormes en el establo, figuras homéricas bajo un fugaz rayo de sol que entraba por la ventana del establo (9 de octubre de 1917).
Kafka es único en esta desconcertante conjunción: los múltiples recursos con los que se apropia del mundo se convierten en su propia dimensión interior, en su único centro visible. Por eso resulta tan vacuo proclamar nuestra cercanía con él como declarar su enigmática lejanía. Es verdad que ninguna perspectiva puede abarcarlo, pero no cabe reducir esta observación a pura hipérbole o canto al genio: nadie puede reproducir la experiencia de Kafka porque nadie puede revivir su experiencia de la intemperie, que nunca proclama, pero que vive y sufre en cada anotación, en cada apropiación del mundo. Ésa es la razón por la cual tiene precursores, pero carece de seguidores.
Por eso tampoco se puede decidir cuál es la función de los Diarios: ¿proceso analítico, refugio frente a la esterilidad creadora, laboratorio de percepciones, archivo del mundo o diarios medusa? Siempre dentro y fuera de lugar y de género, los Diarios ponen en entredicho cualquier definición, aunque continuamente la susciten. Acaso, como los de Grillparzer, diarios medusa en busca de un lector medusa, capaz de moverse sin plan aparente: el lector como representante de esa modernidad de la cual los Diarios son, al tiempo, expresión y clausura.
 III
Así como no hay crescendo en las visiones y descripciones, sino choques de fragmentos, tampoco hay gradación en el registro de las muchas experiencias de la lengua en los Diarios. Pero cabe insistir en dos, muy claras y hasta opuestas: la de la literatura, que es la aventura individual de Kafka, y la de la pluralidad fonética e idiomática de Praga, que es su aventura social, familiar y religiosa.
La primera experiencia, la de la lengua literaria, es abrupta, volcánica y material. Allí Kafka juega con la escritura. Por ejemplo: «Wenn er mich immer fragt [‘Siempre que él me pregunta’]. La ä, desprendida de la frase, se alejaba volando como una pelota por la hierba» (1910).
La segunda es detallada, abundante y matizada; una construcción miniaturesca del alemán múltiple y segmentado. Kafka se complace en la pintura de «el habla de Berlín, aspirada» (septiembre de 1911), o analiza su vínculo con su madre a partir de su relación con esa lengua ajena y, no obstante, propia:
Ayer se me ocurrió que si no siempre he querido a mi madre tanto como se merecía y como yo soy capaz de querer, es sólo porque me lo ha impedido la lengua alemana […] pues para los judíos la palabra Mutter es especialmente alemana, contiene inconscientemente, junto al brillo cristiano, también la frialdad cristiana, por ello la mujer judía a la que se llama Mutter se vuelve no sólo rara, sino también ajena (24 de octubre de 1911).
Junto con la duplicidad en la experiencia del alemán, Kafka suele transmitir una reverencia casi carnal ante el desconocido hebreo. Percibe sus sonidos de modo concreto, visual, orgánico, y siente la nostalgia de la fusión física con la comunidad a través de rituales de los que se sabe excluido: entonces la melodía talmúdica es vista como un tubo por el que pasa el aire y se lleva el tubo «a cambio un tornillo grande, orgulloso en conjunto, humilde en sus vueltas, va girando hacia el preguntado, partiendo de un inicio pequeño y remoto» (octubre de 1911).
Si el alemán lo enfrenta con su destino de escritor y de hijo, y el hebreo con la nostalgia de una lengua sagrada que no logrará dominar, el checo es mostrado como parte ineludible de la vida laboral y política más urgente y constituye siempre una requisitoria insatisfecha e incómoda:
Toda la tarde en el café City, persuadiendo a Miska de que firme una declaración diciendo que él sólo era dependiente nuestro y no había, por lo tanto, obligación de asegurarlo […] Me lo promete, yo hablo un checo fluido, sobre todo disculpo con elegancia mis errores (25 de noviembre de 1911).
Como la del checo, la ansiedad frente al yídish apenas chapurreado tiene una dimensión política obcecada y perentoria:
Deseo de ver un teatro yídish a lo grande […] También el deseo de conocer la literatura yídish, que al parecer tiene asignada una permanente actitud de lucha nacional que determina cada una de sus obras (octubre de 1911).
Las lenguas no sólo constituyen una red de intrincada disposición, donde lo familiar se anuda con lo literario y lo religioso, sino una malla de relaciones de clase, en las que el bienestar burgués o vagamente liberal se ve confrontado por rituales y ceremonias más antiguas, intensas y vinculantes —la del hebreo, la del yídish—, aunque, de hecho, para él inalcanzables.
En esa malla, y precisamente en los Diarios, aparece además una zona de extraordinaria densidad y de interrogantes perentorios: ¿cómo piensa Kafka en Praga y, por tanto, en sus diarios, las lenguas y la literatura? ¿Cómo piensa su situación en la literatura? ¿Es esa literatura la alemana?
Cabe aquí una breve digresión. El alemán y el checo coexistían en Praga desde el siglo XIII, pero a partir del XIV (y al menos durante tres siglos) el checo se redujo a la condición de lengua de colonizados, mientras que el alemán de la ciudad adquiría la reputación de ser el más correcto de todo el Imperio. Ya a mediados del siglo XVII había observado Grimmelshausen que en el barrio alemán de Praga se utilizaba un idioma mejor que el de cualquier otra región en que se hablara esa lengua. La razón era evidente: la ciudad letrada era alemana; el cinturón rural era checo. Por tanto, los campesinos que rodeaban la ciudad no podían corromper el alemán. Durante el siglo XIX los checos lucharon para que su lengua fuese admitida en la administración, sobre todo a partir de 1848; en 1882 consiguieron la escisión de la universidad en una rama checa y otra alemana.
Durante este largo proceso, la burguesía checa se hizo bilingüe; hablaba el Bóhmakeln, alemán corriente pero lleno de bohemianismos, y con acento checo: la lengua colorista de los checos en los países germanohablantes, también en Viena. Muchos han tomado el Böhmakeln como único alemán de los praguenses, cuando en realidad había otra variante en la ciudad.
Era el alemán de la pequeña burguesía, de los funcionarios, profesores y empleados que se esforzaban en utilizar una lengua ultracorrecta, aunque conservasen su acento checo. El resultado: el Kleinseitner Deutsch, un alemán cuyo nombre, Kleinseite, corresponde al del barrio al noroeste de Praga (en checo, Malá Strana) donde se habían instalado en su origen los comerciantes alemanes; allí se había hablado esta lengua durante siglos. A principios del siglo XX la minoritaria población alemana, que no era bilingüe, se encontraba a la defensiva: no se hallaba en una fase de expansión y le faltaban apoyos institucionales e intelectuales exteriores, aparte de que despreciaba a los estudiantes venidos de los Sudetes, demasiado rústicos, pobres y antisemitas. Este pequeño resto de población alemana hablaba aquel Kleinseitner Deutsch o Praguer Deutsch, que consistía, se supone, en una aplicación residual pero estricta en el uso oral de la lengua escrita normalizada, y que sonaba muy distinta a la pronunciación austriaca vienesa. En cierta ocasión, Franz Werfel describió la entonación de Rilke como una especie de registro apátrida, casi aséptico, que apenas conservaba algo del acento oficial austriaco de procedencia bohemia. De allí se puede deducir el de Kafka: «un alemán libresco con acento de burócrata austríaco originario de Bohemia» (Pavel Trost).
No es casual, entonces, que durante los primeros años de escritura de sus Diarios Kafka reflexionase y escribiese largamente sobre las diversas caras de la pirámide literaria que componía el imperio austrohúngaro; en 1911 dedicó a las literaturas de ámbito restringido («literaturas pequeñas» anota, como la yídish y la checa) unas parsimoniosas reflexiones en las que analizaba el vínculo férreo entre esas literaturas y la función nacional de sus escritores. Del tono desapegado, casi académico de esos pasajes se desprende con bastante claridad la posición de Kafka: atiende respetuoso a la existencia de esas literaturas «pequeñas», pero no se incluye en ellas. Escribe desde lo alto de la pirámide literaria, desde la cúspide de una lengua que, aun distante y ajena, incluso hostil, le permite alcanzar momentáneos estados de perfección estilística. Hannah Arendt observó en un ensayo que Kafka había registrado con asombro sincero, en los Diarios, que cada una de sus frases era perfecta. La misma certidumbre se percibe en sus Diarios de viaje, cuando apunta el placer que experimenta al oír el alemán mal pronunciado o con acento extranjero: es el gozo de quien talla sus frases, de quien —aun atónito ante sus propios logros— no duda de su oído.
Tampoco es casual que en los últimos años, a partir de 1917 o 1918, las preocupaciones de Kafka en torno a las lenguas cediese ante otras crecientes exigencias de definición: el matrimonio, la enfermedad y los vaivenes de su obra literaria. Aun así, el lector advierte que Kafka entra y sale de los Diarios sin violencia apenas, como si incluso las extensas etapas de silencio o de ausencia se viesen sostenidas por esa disciplina aprendida de sus modelos clásicos. Y esa disciplina no lo abandona: sólo que en lugar de someterse a ella y volverse puramente introspectivo, extrae de allí una fluidez inédita entre lo interior y lo exterior, una fluidez que se puede considerar del todo original y propia.
Desde este punto de vista, los Diarios parecen documentos preparatorios de una autobiografía que Kafka nunca escribió. Aunque la idea es seductora, no puede ser aceptada como definitiva. Porque en 1919 Kafka escribió la Carta al padre, que, más que documento preparatorio para una autobiografía, semeja el residuo de ésta. Los manuscritos de los Diarios, con sus trazos dubitativos, tachaduras y correcciones, con el movimiento acumulativo o aluvional que les es característico, se contraponen al destilado estilístico y argumentativo de la carta, que Kafka no corrige ni tacha, y que, como se sabe, mecanografió personalmente.
Recordemos las circunstancias en que surgió este texto. En 1917 le fue diagnosticada a Kafka la tuberculosis. Dos años más tarde escribió la carta, cuyo hilo conductor es la historia de las relaciones entre padre e hijo y las consecuencias de esas relaciones en la formación física, sexual, psicológica, religiosa y social del segundo. Aquí Kafka se construye, como escritor, una imagen fijada en la posición de hijo, y por eso da la sensación de escribir desde un «estado de infancia» permanente. No obstante, hay que matizar esta observación. No es que en la carta elija una posición de niño, ni que hable como un niño, ni que reivindique una posición de minoridad adolescente respecto de sus obligaciones de adulto, como la profesión o el sexo. Más bien congela en la rememoración de la infancia un destino de adulto, que sabe además cumplido: en 1919 Kafka tiene treinta y seis años y da por fracasados casi del todo sus intentos de matrimonio, paso definitivo —y nunca dado— en el que el escritor de la carta cifra su independencia respecto de su padre.
Se considera casi indiscutible la identificación del autor Kafka con quien firma la carta: Franz. Pero ese «casi» es fundamental. Es evidente que sería difícil imaginar para la carta un contexto de ficción. Pero no menos difícil es suponerla fruto de un impulso. No es ficción, pero sí artificio: está visiblemente trabajada, como una especie de prueba de artista del género de la epístola clásica, que él conocía bien.
Por eso, nada tan arduo de definir como este escrito, en el que aparentemente se narra Kafka. Los recuerdos son mínimos, y las escasas anécdotas se interpolan con resúmenes mucho más abundantes, significativamente más abundantes. Se produce así un juego de antítesis entre anécdota que ilustra y situación que permanece. Kafka utiliza el juego para después fundir los términos de la contradicción en uno solo, que está dentro de él, que se debe íntegramente a sus propias fuerzas y a sus propias debilidades; de allí ha sacado la crítica la imagen del acusador interno. Anécdotas y situaciones que quien firma la carta erige en ejemplos de una extraordinaria brutalidad contenida, primero exterior y después incorporada al carácter del hijo para eternizarlo, desde dentro, en ese papel. He aquí sus hitos: la noche en que el niño fue sacado a la galería porque tenía sed y pedía agua; padre e hijo en la caseta de baño, con la humillación del niño ante el vigor físico del mayor; el modo irritante que tiene el padre de masticar en las comidas familiares; el hábito repugnante de cortarse las uñas o de sacar punta a los lápices; la forma de hablar asertiva del padre y la tartamudeante del hijo; la madre casi muda; los conflictos con las hermanas; los momentos maravillosos de beatitud cuando el padre le sonreía de lejos; los fracasos de Franz en el negocio; el judaísmo superficial del padre; el desprecio por los libros del hijo («¡Déjalo en la mesita de noche!») y, por fin («de ello depende por completo el éxito de esta carta»), la cuestión del matrimonio.
Otra de las escasísimas anécdotas: padre, madre e hijo hablando de sexo en la Josefsplatz y las observaciones inadecuadas del padre, ligadas a la oferta de darle un consejo para no correr riesgos cuando vaya al prostíbulo…
Todo lo que se cuenta asume ante el lector la condición de lo verídico, aunque no sepamos exactamente en qué consiste eso que se cuenta. Esta sensación es algo común a todos los Diarios y aun a la obra literaria entera de Kafka. Más aún, si a pesar de las reservas antes expuestas, se quiere atribuir a la Carta al padre la condición de autobiografía, debe admitirse a continuación que Kafka ha vaciado por completo el género; ha vuelto caduco el relato en primera persona de una serie de hechos propuestos como vida propia, transformándolo en exposición excesiva (en el sentido fotográfico) de un estado. A esa exposición excesiva de un estado permanente de infancia se reduce el mundo y la vida en la Carta al padre. El relato opera como la vivencia de los otros en la infancia: el niño necesita siempre a los otros, de manera perentoria, para dormir, comer, beber, subsistir. Por eso, porque está escrita en estado de infancia, esta hipotética autobiografía adopta la forma de una carta, género que existe en la medida en que presupone un lector concreto cuya existencia, virtual o real, condiciona el asunto y el tono del texto.
Excesiva, elaborada, perfecta y a la vez sin contenido: la autobiografía como prodigio de vaciamiento retórico de un yo que se entrega al otro en forma de carta sería el resultado de la escritura de Kafka. ¿Entrega al otro que es consecuencia de esa porosidad característica, de esa ausencia de límites entre interioridad y exterioridad que muestran los diarios y que realiza la carta? ¿Se debe también a este estado de infancia su disposición jocunda y piadosa al registro de la experiencia de los sentidos? Insisto en la disposición jocunda y piadosa: no se dan en los diarios, ni siquiera en la carta, las formas brutales de la invectiva o el sarcasmo, a pesar de que cada anotación, cada cita, cada episodio han sido vividos —escritos— a la intemperie moral y psíquica más radical y definitiva.
Vuelvo entonces a las preguntas del principio: ¿quieren estos escritos un lector? Imposible responder en ninguno de los dos casos; ninguna voz asegura una manera coherente de vinculación con ellos. No porque haya en Kafka búsqueda deliberada de efectos de dubitación, ni porque desarrolle el modelo clásico que dibuja un itinerario de transformaciones subjetivas. Sus diarios desmienten el lugar común que atribuye al género un papel significativo en el proceso de autoconocimiento: Kafka no necesita pasar por tal proceso.
Extrañamente, estos Diarios empiezan desde la posición, indefinible pero certera, del conocimiento pleno. Más aún, no parece haber en ellos progresión en la autoconciencia, sino todo lo contrario: lucidez atónita, lucidez constante y en grado absoluto desde la primera hasta la última línea. Esa lucidez no parece únicamente un don, sino una consecuencia concreta de procedimientos y elecciones de escritura de Kafka. La atención al mundo característica de los Diarios se explicaría retrospectivamente a partir de la inédita posición de escritor en estado de infancia que Kafka postula, pocos años antes de morir, en la Carta al padre. El grado constante de lucidez no será, entonces, algo mágicamente acaecido, sino el producto de un cruce entre disolución de géneros heredados y disolución de fronteras entre lo interior y lo exterior. No supone haberse negado al mundo y a los otros sino, al contrario, haberse entregado del todo, como el niño de la carta, al mundo de los otros: describiendo, atendiendo a los sentidos, estableciendo conexiones múltiples entre cuerpos y experiencias. Por eso, quizá el modelo perfecto de entrega a los otros sea la ofrenda diferida —no realizada— al padre como lector; algo que despoja a Kafka de todo dominio sobre su propio destino. Por esta razón la Carta al padre ha asumido, en la literatura del siglo XX, un carácter ejemplar: lo que se dibuja allí es un sujeto nuevo, un menor perpetuo que dirime en el estricto círculo familiar su entero destino.
Esta lucidez parece provenir, entonces, de su atención perpleja y fascinada a la construcción del mundo, construcción que tendría en el padre —en todo padre— al gran arquitecto, y en el hijo eterno a su vasallo. Precisamente a causa de ese vaciamiento del yo en aras del padre, cada segmento de materia escrita se convertiría en afirmación de la pluralidad y permeabilidad de la existencia, y Kafka podría sostener en esa pluralidad la línea tensa y única del conocimiento absoluto.

 REFERENCIAS
Roland Barthes, «Deliberación» (1979), en Lo obvio y lo obtuso. Imágenes, gestos, voces (1982), Barcelona, Paidós, 1986.
Jürgen Born, Kafkas Bibliothek. Ein Beschreibendes Verzeichnis., Frankfurt am Main, S. Fischer, 1974.
Gilles Deleuze y Felix Guattari, Kafka. Pour une littérature mineure, Paris, Editions de Minuit, 1975; Kafka. Por una literatura menor, México, ERA, 1978.
La cita de Pavel Trost pertenece a su artículo «Das späte Praguer Deutsch» (1962) y se cita a través de Michel Reffet, «Les Allemands de Prague. La conscience linguistique des Allemands de Prague comme facteur d’éclosion littéraire», en Revue de Littérature Comparée, núm. 270 (1994), pp. 285-297.
La cita de la carta de Goethe a Göttling se hace a través de Jacques Le Rider, Journaux intimes viennois, Paris, PUF, 2000, p. 19.

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