miércoles, 6 de agosto de 2014

Gabriel Mirò. Novela: El obispo leproso.


La recepción de «El Obispo leproso» de Gabriel Miró

Adolfo Sotelo Vázquez




Los investigadores buscarán testimonios de nuestra época con las mismas dificultades y entre las mismas escaseces que encuentran hoy los historiadores para reconstruir las épocas más oscuras de la antigüedad. Un número del viejo Imparcial, de La Correspondencia, de cualquier rotativo nuestro, milagrosamente conservado con esencias e inyecciones será tan venerable como el códice de Mio Cid.

(Enrique Díez-Canedo, 1935)                  



I

La polémica que Ortega y Baroja sostuvieron desde el ensayo Ideas sobre la novela (1924-1925) y el «Prólogo casi doctrinal sobre la novela» que abría La nave de los locos (1925) constituye el punto cenital de la historia de la teoría y de la crítica de la novela en la década española de los años veinte. Y, sin embargo, la década en la que amanece la espléndida generación poética del 27 conoce en ese dominio literario otros hitos fundamentales sobre los que la recurrencia es menor. Baste recordar que se abre con la publicación de dos novelas esenciales como Nuestro Padre San Daniel y Belarmino y Apolonio, ambas de 1921, y que se cierra con ese fruto excepcional que es San Manuel Bueno, mártir (1930), al que acompaña en el año de la publicación Imán del joven Ramón J. Sender. En el fragor de los años veinte han aparecido eslabones imprescindibles de nuestra novela: El novelista -novela de otras novelas- que Ramón Gómez de la Serna da a la luz en 1924; El jardín de los frailes, la tentativa de novela autobiográfica que Azaña publica en 19271; o los primeros y principales tramos de El Ruedo Ibérico (La Corte de los milagros se publica el 27 y Viva mi dueño en 1928), año éste último que ve nacer la etopeya azoriniana, Félix Vargas. Tras cumplirse el ecuador de la década, en 1926, annus mirabilis para la novela española, se publican Tirano Banderas, Tigre Juan y El curandero de su honra, El Obispo leproso y las tres «novelillas»2 que componen El profesor inútil de Benjamín Jarnés, que desde la colección «Nova Novorum» y con el prestigioso sello intelectual de la Revista de Occidente, era el aldabonazo más representativo de las plumas de los nuevos narradores de la vanguardia: Pedro Salinas, Antonio Espina o Juan Chabás.

En una década -centro de la llamada Edad de Plata- plagada de proyectos y logros culturales y literarios, bien provista de frutos narrativos y de reflexiones teóricas de envergadura -no puede pasarse por alto la unamuniana Cómo se hace una novela (1928)-, con una densa internacionalidad de las relaciones literarias en el campo de la novela -basta escuchar las voces y los ecos españoles que convocan el ciclo proustiano, el Retrato y el Ulysses o Los monederos falsos de André Gide3-, no se pueden desatender los discursos que desde el dominio de la recepción producen los acontecimientos que he resumido con excesivo laconismo.

Creo que las aportaciones metodológicas de los profesores Henri Mitterand y Colette Becker4 a propósito de la novela naturalista pueden ser fértiles a la hora de analizar los discursos críticos que la recepción de las novelas que acabo de mencionar, las polémicas y la internacionalidad literarias generan en un mar que todavía resulta proceloso para el historiador de la literatura. El tiempo que hoy nos ocupa es el de la recepción de El Obispo leproso, cuya detallada crónica han ofrecido Carlos Ruiz Silva en su edición de la novela (1984) y don Vicente Ramos en su amplia y tupida Vida de Gabriel Miró (1996), summa admirable de sus decisivos esfuerzos anteriores5.

En consecuencia, no pretendo recorrer aquí el trayecto que va desde la primera crítica impresa de la novela firmada por Juan Chabás en La Libertad (10-XII-1926) hasta los corolarios de la primavera del año siguiente con las derrotas del Premio Fastenrath y del fracasado ingreso de Miró en la Academia, y que puede tener su colofón en el artículo de Gómez de Baquero, en su habitual sección «Letras e ideas» de El Sol (17-VI-1927); recorrido que exige la parada y fonda del artículo de Ortega del 8 de enero de 1927, recogido con posterioridad en El espíritu de la letra. Pretendo, pese a que no se puede hacer tabla rasa de los enconados odios ideológicos y religiosos que la novela provocó, bosquejar el horizonte de expectativas que la novela vino a conformar en el intrincado bosque crítico en el que fue recibida.

Ese bosque crítico no era homogéneo, ni respondían a idénticas pautas sus diapasones. Tomando como referencia la polémica entre Ortega y Baroja, y considerando la diferente concepción de la novela que tenían críticos como Gómez de Baquero (nacido en 1866 y cuyas primeras reseñas acerca de la novela datan de la crisis del naturalismo de escuela), Ricardo Baeza (que nació al mundo de la crítica literaria de la mano de la revista Prometeo), los más jóvenes como Chabás, Espina, Jarnés o Domenchina, junto con el alto voltaje crítico de Ortega, creo que se podrá obtener una primera aproximación de los criterios estéticos que midieron el rasero desde el que fue acogida la novela de Gabriel Miró. Me limitaré, dado el tiempo de que dispongo, a Exponer y contextualizar la lección que Gómez de Baquero lleva a cabo de la obra de Miró a la altura de 1927 y de 1928, tiempo de los novatores de la narrativa de la deshumanización, cuya mirada crítica sobre el arte narrativo de Miró resulta un buen contrapunto.



II

Enrique Díez-Canedo, quien a juicio de Antonio Espina en unos memorables artículos aparecidos en El Sol en 1935 bajo el común rótulo de «La crítica», era el crítico al que más debían los años inmediatos de esa tarea en España, advertía en 1924 desde las columnas de El Sol, reseñando El renacimiento de la novela española en el siglo XIX6, que el crítico que se consagró en las páginas de La España Moderna tenía tino, discreción y talento, pero en el terreno de la actualidad echaba de menos entre los novelistas estudiados a Gabriel Miró. Tenía razón Díez-Canedo: aunque Gómez de Baquero se hubiera ocupado de Las cerezas del cementerio en El Imparcial el ya lejano año 1911, su atención crítica por Miró -lamentablemente escasa frente a la que deparó a Pérez de Ayala- vendría después de 1924, precisamente alrededor de El Obispo leproso.

Gómez de Baquero, al comentar desde La Esfera la conferencia que dictó Ortega en el Instituto Francés de Madrid acerca de Marcel Proust (2-VI-1923) no duda en calificar a la novela de «género imperial», pues, a su juicio, "«todo es novelesco: teatro, historia, periodismo»". Meses más tarde, y a propósito del prólogo de Baroja a La nave de los locos, publica en La Vanguardia (25-IV-1925) un brillante artículo que tiene un complemento menos diáfano en otro trabajo más breve que sobre el mismo tema ofreció a los lectores de La Voz (1-V-1925). En dichos artículos vuelve a sostener, apoyándose en el ideario defendido por Clarín en el «Folleto literario», Mis Plagios. Un discurso de Núñez de Arce (1888), la idea que ya había expresado en 1923: "«Creo que la novela no es un género limitado y preciso, sino un género imperial que abarca muchas provincias diferentes, un género multiforme o proteico que, en el fondo, es lo mismo»". Esta reflexión se ve ampliada con una coda que tiene que ver con la polémica que acaba de desarrollarse. Andrenio cree que la invención es esencial en la novela y en cambio, descree de la falta de asuntos que había señalado Ortega "(«padece una total penuria de temas posibles»", decía), como premisas de su ideario. Con evidente disentimiento de Ortega escribe:

Tengo también por evidente que el filón novelesco no puede agotarse, como que es la vida humana. Si la novela desmereciera o desapareciera en un futuro remoto, no sería por falta de asuntos, sino porque se hubiese inventado otro espejo de la vida humana más agradable o más perfecto7.

Lo que guarda estricto paralelismo con la síntesis de concordia que Azorín estableció en el debate en La Prensa de Buenos Aires (5-VII-1925) al concluir:

Tiene razón Baroja -inventor, grande y fecundo inventor en la novela-, y tiene razón Ortega y Gasset, agudo erudito y delicado teorizante. La novela es varia; es varia como la vida. No se la puede reducir a un solo molde. Y existirá la novela en tanto que los hombres conserven la memoria de los sucesos.

Andrenio, no obstante, advertía por esas fechas -la reseña de la novela barojiana El gran torbellino del mundo (La Voz, 15-II-1926) le sirve de excusa- que una corriente literaria se va haciendo espacio en el mercado: la que procede fragmentariamente y "«propende a las formas breves y al mosaico»". Esta falta de composición en la novela no indica, a su juicio, "«el advenimiento de una forma nueva»", sino la falta de aliento para las vastas composiciones que entendía como paradigma del género: "«las grandes máquinas novelescas de Balzac, de Dickens, de Zola, de Galdós, del mismo Baroja en la magnífica trilogía de La lucha por la vida»".

Pocos meses después y en su habitual sección de El Sol, «Pen Club», analizando Víspera del gozo de Pedro Salinas (22-VII-1926), insistía en la desnaturalización del género, para convenir que el porvenir de la novela estaba en el retorno a su solar: "«La aparición de un Balzac o de un Galdós causaría sensación»".

El ideario acerca de la novela que maneja Gómez de Baquero es de estirpe decimonónica, de naturaleza naturalista. Sabe de las novedades, pero rechaza todas las que no vengan de la evolución del género. De ahí la dura advertencia que dirige a Azorín cuando en La Voz (24-XII-1928) analiza su Felix Vargas: "«un maestro como Azorín no debe ceder a estas tentaciones: está muy encima del tipo de petimetre literario que se cree obligado a vestir según el último o penúltimo figurín de la temporada»". La evolución del género es, desde su óptica, absolutamente diáfana, tal como la formula en dos artículos barceloneses del verano de 1928 aparecidos en La Vanguardia, acerca del estudio de Alfred Poizat Reflexions sur le roman:

La novela moderna arranca de Balzac. La segunda revolución literaria del siglo: el naturalismo, se inicia en Francia y tiene en Francia su definidor y su pontífice: Emilio Zola. La literatura francesa ha dado a la novelística moderna figuras como Stendhal, Balzac, Víctor Hugo, los Goncourt, Flaubert, Zola, Daudet, Bourget, y, últimamente, Proust.

(20-VII-1928)                  


Los folletones de El Sol de ese verano de 1928 -que reproducen la conferencia que pronunció en el Círculo Mercantil de Málaga sobre la crisis de la novela, corolario de su discurso de recepción en la Real Academia, El triunfo de la novela (21-VI-1925)- le sirven para exponer su diapasón crítico en torno de la novela, cuyos rasgos son los siguientes:

Primero. La novela no está en crisis. Es un género, que asumiendo elementos de otros géneros se ha convertido en una forma general de fabulación literaria. Desde esa permeabilidad se ha extendido a otros dominios y ha acogido gran número de lectores. Así si en el artículo «Revolución y novela» (La Voz, 13-VI-1927) escribía: "«La novela moderna es un gran documento psicológico y de costumbres en todos los países»", en el primero de los folletones de El Sol (19-VII-1928) sentencia: "«El triunfo de la novela no es un rebajamiento de las formas artísticas. Es la consagración de una forma de mayor circulación, más apta para todo género de lectores, más flexible»".

Segundo. Tras la gran tradición realista, ¿está cuarteándose el imperio de la novela? Andrenio argumenta negativamente al interrogante desde Valle Inclán, que casa la realidad con la quimera; desde Unamuno y sus novelas descarnadas; desde Azorín y sus novelas estáticas; desde Baroja, el novelista del movimiento y de las ideas); y desde Pérez de Ayala cuyas novelas poemáticas le parecen un paradigma del simbolismo poético y filosófico. No languidece la novela, sino que se renueva, y en su amplitud y elasticidad sigue acogiendo los infinitos matices de la vida.

Tercero. "«El agotamiento de motivos es imposible en la novela, puesto que su objeto es el espectáculo de la vida humana exterior e interior, corriente continuamente renovada y manantial de infinitas imágenes. La petrificación, el encerrarse en moldes o cánones inflexibles, en un caparazón rígido, no es posible en un género tan vario y tan flexible como la novela, que comprende todas las formas de la narración. La novela es un Proteo, porque es un espejo que refleja cuantas formas pasan por delante de él»" (El Sol, 1-VIII-1928).

Cuarto. Hay, sin embargo, un peligro que había apuntado por vez primera en la reseña de Las furias de Baroja (La Época, 1-X-1921) y es el de la ausencia de fragua técnica en la novela. Al entender por técnica el ritmo interior de la composición literaria, estudiado y ordenado según una exposición, conflicto y desenlace, Andrenio observa fisuras provocadas por el impacto de la literatura periodística "«que es esencialmente una literatura de la anécdota»". En 1928 a ese peligro se suma el desaforado subjetivismo al que ha conducido "«el automatismo psíquico puro»" o "«la expresión de cuanto brota del pensamiento sin someterlo a la vigilancia de la razón ni al contraste crítico del gusto»".

Quinto. En el verano de 1928 Andrenio sigue manteniendo como supuesto necesario de la novela el realismo. Cree que el novelista debe fabricar sus historias posibles como si se hubiesen desarrollado en un lugar y un tiempo determinados, y con personajes que parezcan verdaderos. Como escribe al analizar El blocao de Díaz Fernández (El Sol, 8-VII-1928): "«la simpatía humana, positiva o negativa, [...] es la que caldea las obras de arte»". Invariante de su pensamiento que le llevó a sentenciar en el final de su riquísima carrera de crítico (La Voz, 3-X-1929): "«La novela admite una gran variedad: pero no puede apartarse de su naturaleza historial sin dejar de ser novela»".



III

Desde estos presupuestos, dominados por una tradición realista-naturalista de la novela que Gómez de Baquero identifica con la norma clásica del género, en el contexto de la publicación de El Obispo leproso, cómo juzgó la novela de Gabriel Miró.

En el trabajo que en El Imparcial (11-IX-1911) publicó sobre Las cerezas del cementerio advirtió "«la dificultad de composición»" de la obra y la "«poca trabazón entre los distintos elementos episódicos»". Andrenio establecía las bases de una medida crítica que habría de pautar los juicios que ofrece del maestro alicantino en la década de los veinte8.

A la altura de 1927 y cuando se está cerrando la agria polémica crítica que suscita la novela El Obispo leproso, Andrenio examina la obra de Miró estableciendo dos grandes capítulos. Los «breviarios sentimentales», en el que sitúa El libro de Sigüenza y Figuras de la Pasión del Señor. Las «jornadas» y las «estampas» son para Gómez de Baquero florilegios de emociones y recuerdos que pertenecen a la literatura de "«los diarios íntimos y de las confesiones»". El otro compartimento lo ocupan las novelas, en las que Miró cumple con el requisito de presentar una "«narración descriptiva y dramatizada o accionada»", indisputable rasgo de la naturaleza de la novela, pues según había escrito en 1921, reseñando Las furias de Baroja, "«aspira a darnos más que un relato, una reconstrucción animada, una como visión de los sucesos»".

Aceptando su condición de novelas, Gómez de Baquero indica los méritos del quehacer novelesco de Miró: la pintura poética del paisaje, la descripción de ambientes y atmósferas -lo que el crítico madrileño llama "«el arte de los fondos novelescos»"- y el don creador de personajes, mérito que en el artículo «Sigüenza y Miró» (El Sol, 1-VII-1928) matiza lúcidamente como "«la penetración aguda y delicada de la vida interior»". Como contrapartida cree que las novelas adolecen de fábula, "«la concreción historial de la novela»", si bien tanto en el artículo del 27 como en el del 28 sostiene que esta limitación se va corrigiendo en Nuestro Padre San Daniel y El Obispo leproso "-«son las de acción más densa, trabada y firme»", escribe en el artículo de 1927-; junto a esta insuficiencia, Andrenio apunta el desmayo que en la fábula ocasiona la sobrevaloración de lo lírico sobre lo vital y de lo descriptivo sobre lo narrativo, aspecto de la novela que en 1928 formula así: "«el ingenio de Miró es más contemplativo que historial»9".

Desde la óptica de un crítico, cuyo modelo de novelista de comienzos del siglo XX es Baroja y cuyos presupuestos críticos de recepción son herederos del patrón realista y naturalista, Miró, que ha conseguido en Nuestro Padre San Daniel y El Obispo leproso dos notables novelas en lo que atañe al movimiento de personajes y a la reconstrucción del ambiente local, mejorando su condición de novelista, es, no obstante, mejor escritor cuando se libera de las servidumbres de la historia, de la acción narrativa y de su estructura y -como en los libros de Sigüenza- no somete sus meditaciones y confesiones a la continuidad ni a la arquitectura que exige la novela, pues como escribe Gómez de Baquero en el artículo de 1928: "«la novela, en cualquiera de sus formas, autobiográfica, epistolar, narrativa, mixta de narrativa, dramática y descriptiva, que es la forma plena, será siempre una historia [...] que requiere una estructura»".

Como se ve, Andrenio advierte en la personalidad literaria de Miró, a la que reiteradamente asocia con Proust (aunque el novelista francés le pareciera "«más preciso, más coherente»)", las capacidades de sugestión y de evocación que emanan de su prosa y que le acercan al espacio, difícil de definir, de la novela poematizada o poema novelesco, cuyo fragmentarismo le parecía al veterano crítico un desdoro para la gran novela, tal y como advierte al juzgar las obras de los «Nova novorum». Así, con idéntica medida crítica a la empleada con Miró, justiprecia a los forjadores de «capullos de novelas», sintagma que emplea en La Voz (3-X-1929) para designar las obras salidas de las plumas de Pedro Salinas, Benjamín Jarnés y Antonio Espina. En los artículos que dedicó a Víspera del gozo (El Sol, 22-VII-1926), El profesor inútil (El Sol, 29-IX-1926) o Luna de copas (La Voz, 3-X-1929), con la diplomacia crítica que le caracteriza, desautoriza como novelas con suficiencia estética lo que tan sólo son promesas, dominadas por un exceso de conceptismo, en las que la fábula es una pura nebulosa, las figuras no están perfiladas y la descripción carece de la firmeza necesaria, y con un peligro que, en cambio, en el universo mironiano de Sigüenza nunca advirtió. Dice reseñando la novela de Jarnés:

el peligro de esta variedad literaria está en la monotonía del personaje único, en el abuso del yo, que sólo cuando se trata de personalidades muy originales o eminentes, puede sostener el monólogo sin agotarse.


Precisamente -y es buena prueba de la coherencia que proporciona al sistema literario el estudio de los textos en sus respectivos tiempos- los nuevos narradores se encargaron de enfatizar en las novelas de Miró y, en concreto, en El Obispo leproso esas cualidades de novela poematizada o poema descriptivo como ingredientes audazmente positivos, especialmente en lo referente al estilo que, en cambio Eugenio d'Ors -quien compartía las objeciones formuladas por Ortega en el duro artículo del 9 de enero de 1927 en El Sol -estimaba, según confiesa epistolarmente a Adelia Morea de Acevedo (29-V-1930), como una derivación anacrónica de "«la écriture artiste, típica de la prosa en el período comprendido entre los Goncourt y D'Annunzio»10".

Juan Chabás, quien remitía en su reseña de El Obispo leproso a su estudio sobre Miró aparecido en Alfar al aire de la publicación de Nuestro Padre San Daniel (III-1921), subrayaba en la revista coruñesa la facilidad con la que Miró "«transforma la ficción, de vulgar y prosaica en poética y nueva»", mientras en el periódico madrileño, La Libertad (10-XII-1926) hacía hincapié en la sensibilidad nueva de Miró y en el destacado papel que la memoria jugaba en el tejido de psicología novelesca. Juan Chabás es el crítico de la nueva generación que con más constancia insiste en la calidad de novelista de Miró. Así, si en la encuesta que abre el Heraldo de Madrid (11-I-1927) afirma en consonancia con Antonio Marichalar, quien estaba "«devorando con harta y deliciosa fruición»" El Obispo leproso, que la novela de Miró es "«un milagro de equilibrio" [que] "aúna en ritmo igual relato y palabra»", en el capítulo correspondiente de su Historia de la Literatura Española escribe a propósito de la novela de finales de 1926 que "«el interés por la acción, dispersa en varios episodios e incidentes que se reúnen en una larga emoción dramática, y el placer poético por el adorno y el paisaje, se hermana con justo equilibrio de valores»11". Es decir, Juan Chabás anotaba los valores del estilo, del léxico, de lo poético (remarcados en ese mismo momento por los críticos más jóvenes y por Valle Inclán y Juan Ramón, especialmente), pero, a la vez indicaba sus valores propiamente novelescos asociados a la acción y a la trabazón estructural (dramatizada) del relato.

Para José Bergamín, en cambio, y tal afirma en la mencionada encuesta, El Obispo leproso es un eslabón más en el "«tendencioso empeño novelístico costumbrista en el que su prosa -y su estilística- se desvían»". La postura radical de Bergamín en favor del poema en prosa, como "«criterio que define toda manifestación artística verbal como específicamente poemática, incluso el arte dramático y la novela, que deja de serlo si es artística»" (Verso y prosa, VII-1927), le obligaba a censurar el empeño mironiano de equilibrar lo narrativo y lo lírico en el marco de lo que Melchor Fernández Almagro llamaba "«novela poemática»" definida en su reseña de El Obispo leproso (La Época, 18-XII-1926) como "«novela de ambiente y juego interior de pasiones en inducción recíproca»".

Benjamín Jarnés, que entrevistó a Miró en La Gaceta Literaria (15-I-1927), con el afán de que el maestro alicantino se defendiera, entre otras cosas, de la crítica de Ortega a El Obispo leproso, señalaba en un comentario al paso durante la entrevista que el lirismo descriptivo en el que Ortega dijo se desvanecía la novela de Miró, era una "«prosa bien cuajada en poema»". Descubría de este modo la melodía que le fascinaba en la novela del alicantino y que juzgaba antídoto de las inválidas letras españolas decimonónicas: la melodía del poema en prosa. Por ello, a la muerte de Miró en 1930 escribe en una nota de la Revista de Occidente (IV-VI-1930): "«Con Gabriel Miró, la novela pocas veces se resigna a huronear por las llanuras anecdóticas: prefiere trepar a la cumbre del poema»".

Por su parte, Antonio Espina desvelaba su diapasón crítico en la producción y en la recepción cuando en la «Antelación» de su Pájaro Pinto (1927) escribía: "«Entre la novela y el poema ya existe una zona de interferencia verdaderamente sugestiva»12"; opinión que consolidaba en una entrevista con Francisco Ayala (La Gaceta Literaria, 1-IV-1927): "«No importa tanto el documento humano, como las matizaciones líricas o burlescas que pueda originar»". Quien esto sostenía desde la teoría y práctica narrativas a la altura cronológica de El Obispo leproso, había sido capaz de emitir, al hilo de la lectura de Niño y grande (España, 4-XI-1922), la novela de Miró que media entre Nuestro Padre San Daniel y El Obispo leproso, desde una óptica fascinada por el quehacer del artista alicantino, una valoración crítica equiparable a la posterior de Andrenio:

Difícil sería clasificar en el cuadro actual de nuestro orden de lo Novelesco a Gabriel Miró. Por lo menos filiarles con sus antecedentes y consecuentes. Sensibilidad esencialmente lírica, trunca a menudo la línea psicológica de sus héroes para dibujar un pequeño episodio del paisaje que acorde con el tono de la narración. Desarticula la continuidad histórica para exaltar un acto, un movimiento. Suprime el detalle naturalista y no deja a la vida material otra presencia que la que tiene una fuerte expresión emotiva.


A la luz de los juicios de los jóvenes narradores, quienes andaban fraguando su propio campo literario -uso el término de Pierre Bourdieu-, las novelas de Miró atesoraban las mismas características que las señaladas por Gómez de Baquero, pero lo que en el crítico madrileño ocupaba una determinada jerarquía, ha pasado a tener otra bien distinta en sus idearios teóricos y críticos, probando de nuevo que al dogmatismo inmanentista que ha azotado con exceso las labores críticas y filológicas es preciso limitarlo desde la propia historia de la literatura, que, a su vez, y en una necesaria relación dialéctica, remitirá al texto su intención autorial y primera.


Fuente:
http://www.cervantesvirtual.com/obra-visor/sobre-la-recepcion-de-el-obispo-leproso-de-gabriel-miro/html/b03a96e4-daf9-11e1-b1fb-00163ebf5e63_3.html




No hay comentarios:

Publicar un comentario

Archivo del blog

Un cuervo llamado Bertolino Fragmento Novela EL HACEDOR DE SOMBRAS

  Un cuervo llamado Bertolino A la semana exacta de heredar el anillo con la piedra púrpura, me dirigí a la Torre de los Cuervos. No lo hací...

Páginas