lunes, 4 de marzo de 2013

INTRODUCCIÓN A LA LITERATURA. UN ARTE.


UN ARTE
En un trabajo justamente famoso, Robert Escarpit ha intentado precisar el término «literatura», desde sus orígenes hasta las distintas acepciones que se le han dado, a lo largo de los siglos: la cultura, la condición del escritor, las «belles—lettres», las obras literarias, la historia literaria, la ciencia literaria... En la segunda mitad del siglo XVIII se produjo un cambio semántico decisivo: la palabra pasó a designar una actividad de un sujeto y, de ahí, un conjunto de objetos. Ya a fines del siglo, pasó a referirse al fenómeno literario en general, no circunscrito por naciones: «literatura» llega así a ser la designación genérica que abarca todas las manifestaciones del arte de escribir.
Por supuesto, hablamos hoy de «literatura» refiriéndonos al conjunto de obras literarias de un país (literatura griega, inglesa); de una época (literatura medieval, contemporánea); de un género (literatura dramática, didáctica). Del mismo modo, podemos referirnos, también, al estudio y análisis de la creación literaria.
Para no perdernos en matices semánticos ni en teorías discutibles, quizá convenga buscar un punto de partida más firme. Ante todo, recordemos que no estamos tratando de abstracciones sino de obras concretas, producidas por el hombre. Rafael Lapesa nos proporciona la fórmula, sencilla y clásica: «Obra literaria es la creación artística expresada en palabras, aun cuando no se hayan escrito, sino propagado de boca en boca».
Me interesa mucho subrayar esto: la literatura es una de las bellas artes y se singulariza, dentro de ellas, por emplear como instrumento expresivo la palabra. Esto puede parecer elemental y hasta obvio. Sin embargo, no creo innecesario recordarlo; sobre todo ahora, cuando, huyendo como la peste del término «arte», muchos se limitan a presentarla como una superestructura, un simple reflejo de fenómenos sociales o un juego deshumanizado de estructuras y formas abstractas.
Obra de arte hecha con palabras... Pero, ¿qué quiere decir esto? ¿A qué arte y a qué palabras nos estamos refiriendo? ¿No estaremos poniendo unos límites demasiado rígidos para la realidad múltiple de las obras literarias? Creo que no, si lo interpretamos con la adecuada perspectiva histórica.
Al hablar de «arte» no estoy defendiendo, por supuesto, ningún criterio de selección rígidamente neoclásico, la sujeción a ninguna norma inmutable y excluyente. Todo lo contrario. La experiencia histórica nos muestra de modo irrefutable cómo el concepto de arte ha variado a lo largo del tiempo y, especialmente, se ha abierto a nuevas posibilidades en la época contemporánea. Es bien sabido cómo, a partir de Duchamp, la intención —y no la conformidad con cualquier canon o regla previos— convierte en artístico a un objeto; y, como ejemplo llamativo, los botes de sopa Campbell's o las botellas de Coca—Cola tienen valor estético en el pop—art norteamericano.
Pero me interesa especialmente el tema de «las palabras». Ante todo, no es cierto —como suele creerse— que las palabras malsonantes hayan entrado en la literatura sólo en la época contemporánea. Basta con asomarse a las tragedias o comedias de Shakespeare, por ejemplo, para comprobar cómo la libertad verbal va unida lógicamente al reflejo de la vida cotidiana o a la exasperación de las pasiones. En el ámbito español, La lozana andaluza basta y sobra como ejemplo. Es cierto, sin embargo, que el gusto neoclásico suponía un criterio de selección, tanto en los temas como en la forma.
Una anécdota histórica puede resultar ilustrativa. Se dice que, a comienzos del siglo XIX, una representación del Otelo provocó en París cierto escándalo por la mención del... pañuelo de Desdémona. Queda claro, aquí, que el criterio no era sólo de moralidad o inmoralidad, sino de mantener un tono noble, adecuado a los sentimientos trágicos.
Para no generalizar indebidamente, no cabe olvidar que el ilustrado siglo XVIII ofrece dos caras, la ejemplar y la libertina; en España, por ejemplo, el puritano Jovellanos frente al Arte de las putas, de Nicolás Moratín, o El jardín de Venus, de Samaniego.
En cualquier caso, parece claro que el proceso de la literatura en los siglos XlX y XX es el de una progresiva apertura en la inclusión de términos malsonantes, obscenos, escatológicos, etc. Una de las novedades que proclama el Romanticismo es la sinceridad, la verdad. Para Vigny, por ejemplo, «la verdad debe ser elevada a potencia superior e ideal». Según eso, el nuevo estilo que propugnan los románticos está hecho de verdad y libertad, supone romper con los tabúes de lo tradicionalmente considerado como correcto.
Por supuesto, esta progresiva apertura en lo literario coincide de modo natural con la evolución de las costumbres, con la quiebra del puritanismo. En Galdós, pese a su realismo, la profundidad en el análisis del alma humana va unida al extremo pudor lingüístico; sus novelas están llenas de pintorescos eufemismos. Por eso, el Naturalismo propugnará, entre otras cosas, una mayor crudeza en la expresión de lo fisiológico.
A partir de ahí... todos los «ismos» de nuestro siglo han supuesto, entre otras cosas, una ampliación de lo aceptado como artístico: situaciones y palabras. A veces, como en el famoso «Merde!» que inicia el Ubu, de Jarry, se trata de escandalizar a los bienpensantes. En general, no es sino un intento de reflejar más verazmente la auténtica realidad. Y, por supuesto, en los casos de talento literario (Henry Miller, por ejemplo, o Camilo José Cela), con materiales en principio no elevados se pueden construir obras literarias de gran belleza.
Resulta curioso comprobar cómo, a lo largo de nuestro siglo, todas las sucesivas vanguardias estéticas han acusado a la literatura «establecida» de falsear la auténtica realidad al mutilarla, limitándose sólo a alguno de sus aspectos. Lo más curioso, claro, es que los fiscales de ayer pasan hoy a ser los acusados. Desde esta perspectiva cabe preguntarse con qué rigor se juzgará, mañana, el «puritanismo» de la literatura actual y qué nuevas cotas de libertad expresiva se intentarán alcanzar.
Por otro lado, no hay que pensar sólo en el escritor que refleja en su obra un determinado lenguaje, sino también en el que lo crea: unas veces, atribuyendo sentidos nuevos a las palabras ya existentes o imaginando metáforas innovadoras; otras, formando por composición nuevas palabras. Se ha estudiado ampliamente, por ejemplo, la labor de ampliación y enriquecimiento del léxico poético que realiza Góngora. A la vez que él, el «desgarrón afectivo» de Quevedo (Dámaso Alonso) actúa sobre el lenguaje de una manera que hoy calificaríamos de expresionista. En el mundo de la novela contemporánea, James Joyce es un ejemplo claro de innovador lingüístico; a su escuela pertenece, por ejemplo, en nuestro país, Luis Martín Santos, cuando habla de que algo es «mideluéstico» (del Middle West norteamericano), o de la «avagarnez» de una chica (su belleza, parecida a la Ava Gadner).
El movimiento, muchas veces, es de ida y vuelta. Arniches, por ejemplo, no se limita—como se creía tradicionalmente— a reflejar con exactitud el lenguaje castizo madrileño. Como ha mostrado impecablemente Manuel Seco, no inventa, sino que engendra una nueva voz popular con la sustancia misma de las ya existentes; crea, pero dentro de los moldes mismos que usa el pueblo para crear él, por sí. Y, por supuesto, su creación repercute luego sobre el lenguaje del pueblo en las frases ingeniosas, las comparaciones hiperbólicas, el chiste, el piropo, la chulería...
En nuestros días, el caso claro es el del «cheli». Forges, en los pies de sus dibujos, y Francisco Umbral, en sus artículos, han creado un nuevo lenguaje. Por supuesto, su creación tiene una base real, a la vez que conecta con un cambio de la sensibilidad colectiva y posee brillantez expresiva. Muchas de sus innovaciones son aceptadas socialmente por muchos que, no sólo las encuentran graciosas, sino que sienten que reflejan bien un estado de ánimo. Así, hemos incorporado al vocabulario habitual el piropo «maciza», el despectivo «carroza», la muletilla «lo cual que», o expresiones como «tío», «cuerpo», «mola total», «truca cantidubi», «tronco», «largar», «la pastizara», «el personal», etc.
Así pues, volviendo al hilo del discurso, la literatura es obra de arte hecha con palabras, sin que esto suponga sujeción a ningún criterio estético previo. Mejor que de «belleza», quizá, sería conveniente hablar de necesidad profunda, cuando la obra de arte es auténtica. Como afirma Charles Morgan, «el arte es un informe de la realidad que no puede expresarse en otros términos». Y, como tal arte, tiene la pretensión de totalidad, de autosuficiencia, sin necesidad de más justificaciones. En L'inmoraliste, André Gide proclama que, «en arte, no hay problemas para los cuales la obra de arte no sea solución suficiente».
Tratemos de concretar un poco más, en el arte literario. Una vía puede ser la descriptiva, de la enumeración de elementos. Desde un punto de vista muy concreto, cabe recordar que la literatura, como todo fenómeno semiótico, precisa de cuatro elementos:

1) Un autor, que crea o maneja un signo con intención significativa.
2) El signo.
3) Su significado.
4) Un receptor.

Con gran brillantez, un crítico español actual, Gonzalo Sobejano, resume muchas discusiones teóricas distinguiendo cuatro elementos básicos: «Si la obra literaria puede definirse como el resultado artístico que, desde una actitud, revela un contenido, en una estructura, a través del lenguaje, los elementos integrantes —y siempre integrados— de toda obra literaria serán, dada la suficiencia estética, esos cuatro: actitud, contenido, estructura y lenguaje». La posición enumerativa me parece inteligente para evitar unilateralidades. Subrayemos, de todos modos, la salvedad que aparece de modo expreso: «dada la suficiencia estética». Sin ella, desde luego, no cabe hablar, en sentido estricto, de literatura.
La actitud nos llevará a hablar de la literatura y la visión del mundo o el mito. El contenido nos obligará a plantearnos la relación de lo literario con la moral y con la sociedad, el problema del compromiso —social, político, moral, consigo mismo...— del escritor y los límites de la literatura.
En cuanto a la estructura y el lenguaje, para evitar tecnicismos pedantes, digamos sólo que el arte (inefable) tiene una base técnica, que, ésa sí, se puede describir y hasta enseñar.
Esta visión casi artesanal de la literatura no debe hacernos olvidar su aspecto lúdico, mediante el cual se realiza íntegramente su naturaleza. Mejor que las citas de filósofos o psicólogos, nos bastará con una, definitiva, de un poeta, Antonio Machado:

¿Más, el arte?
Es puro juego,
que es igual a pura vida,
que es igual a puro fuego.
Veréis el ascua encendida.

Es bastante frecuente, hoy, oír hablar de la muerte de la novela, de la muerte del teatro... O, por otra vía, de la antinovela, de la antiliteratura... Todo esto es lógico sólo —me parece— como reacción contra formas que se consideran acartonadas, como revulsivo crítico. En realidad, si no me equivoco, esa presunta antiliteratura es imposible, en sentido estricto: será literatura de otro signo, si se quiere, pero literatura, al fin y al cabo. Sólo un concepto muy restringido del fenómeno literario, en el que de ningún modo quisiéramos caer, justificaría esa rotunda diferenciación. Y la historia nos muestra una y otra vez, con ironía implacable, que los vanguardistas que hoy parecen querer cortar todo nexo con la tradición se incorporan inevitablemente a ella, reciben honores académicos, son estudiados en las universidades... y rechazados radicalmente por los nuevos escritores. Así, a base de oleadas de presuntas «antiliteraturas», prosigue su camino la corriente plural de la literatura, por la que vamos todos los que emborronamos cuartillas.

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