jueves, 31 de enero de 2013

HERMANN BROCH: GIGANTE DE LA ESTÉTICA.



Hermann Broch (1ro. de noviembre de 1886 en Viena, Austria — 30 de mayo de 1951, en New Haven, Estados Unidos). Novelista, ensayista, dramaturgo y filósofo austriaco. Destacó por su capacidad para imbricar en su obra las más diversas experiencias, colectivas o individuales, de su tiempo. 

Hermann Broch nació en una familia hebrea acomodada. Estudió en una escuela secundaria del Estado en Viena, hasta 1904. Luego, hizo cursos técnicos sobre manufactura textil y se integró en el negocio familiar desde 1916. Sin embargo, abandonó ese trabajo en 1928, para estudiar matemáticas, psicología y filosofía en la Universidad de Viena, e iniciarse luego en la escritura y seguir su vocación literaria hasta el final. 

Su consagración artística se produjo tras la publicación de la importante trilogía Die Schlafwandler (Los sonámbulos, 1931-1932), compuesta por Pasenow oder die Romantik, Esch oder die Anarchie, Huguenau oder die Sachlichkeit. La obra, concebida como un fresco histórico de la transición del siglo XIX al XX, presentaba con ironía y suma complejidad estilística la victoria de las concepciones materialistas sobre los antiguos ideales individualistas. Entre 1934 y 1936 empezó a escribir Der Versucher (El Tentador), que sólo completaría en el exilio: es una parábola de la situación alemana. 

Con la anexión de Austria en 1938 fue detenido por ser su familia de origen judío. Tras ser liberado, al poco tiempo, gracias entre otros a James Joyce, emigró a Inglaterra y Escocia. En 1940 marchó a los Estados Unidos, allí escribió su más ambiciosa novela, Der Tod des Vergil (1945, La muerte de Virgilio), donde la realidad y el delirio se mezclan durante las últimas horas de vida del poeta latino, en diálogo con el emperador Augusto, en su época veía Broch cierto paralelismo con la propia. La obra fue subvencionada por la fundación Guggenheim, y se publicó en alemán y en inglés.



Hermann Broch o el esteta absoluto
http://www.elcultural.es/version_papel/LETRAS/5174/Hermann_Broch_o_el_esteta_absoluto
por Abel Posse




Comparado con Joyce, Proust y Thomas Mann, pocos autores del siglo XX pueden compararse con el austriaco Hermann Broch (1886-1951), autor de un clásico tan esencial como olvidado, La muerte de Virgilio. Ahora que la editorial Adriana Hidalgo está a punto de publicar El maleficio, sobre los orígenes del nazismo, el escritor argentino Abel Posse, recientemente nombrado embajador de su país en España, traza el perfil del novelista.


Broch es todavía un desconocido fuera del ámbito de la literatura germánica. No tiene la fama que merece, pero su prosa se afirma en la lenta progresión de las valoraciones y se sitúa como una de las mayores obras del siglo XX, junto con las de Joyce y Proust.

Cuando Thomas Mann leyó La muerte de Virgilio no vaciló en declarar que se trataba “del poema en prosa más importante escrito en lengua alemana”. Extraña honestidad de un escritor comprometido con la narrativa tradicional. Para Aldous Huxley, Broch fue la mayor revelación y conmoción. El británico, narrador de costumbres y de su época, quedó maravillado ante la eclosión de este talento capaz de abolir las fronteras tradicionales de la novela y pasar de la prosa al drama y al poema, como momentos necesarios y nunca antagónicos de la realidad de nuestra vida. Para Hannah Arendt, sería el novelista que pudo llegar más lejos en la reflexión acerca de la enfermedad social de su siglo en relación a la existencia individual.

Hermann Broch había nacido en 1886, en una de las pocas grandes familias judías aceptadas por la aristocracia. Se formó como ingeniero y durante un par de décadas se limitó a dirigir la fábrica textil de la familia. Se convierte al catolicismo y se casa con Franziska von Rothermann, casi como un intento de no seguir su vocación, sus pasiones literarias. Su sensibilidad y su talento lo aproximan a aquella Viena deliciosamente decadente, en aquel Imperio Austro-Húngaro condenado a fenecer entre las presiones feroces. Es la Viena de los grandes músicos; de los palacios adustos construidos como desafío de permanencia; de aquellos cafés donde el joven industrial conocería a Musil, a Kafka, a Rilke. Una Viena infinita, desde el nacimiento del psicoanálisis hasta la noche sin término de sus Kabaretten y burdeles sofisticados. La Viena que se despedía del Imperio vencido y donde la cultura era la última llamarada de grandeza. Esa fuerza vital que ya se aleja del materialismo y busca en el desorden y las aventuras estéticas el renacimiento todavía lejano.

La guerra del 14-18 significará el punto final, la convulsión decisiva. Broch se divorcia y casi a los 40 años se dedica por completo al arte, a sus estudios, al mundo de la noche vienesa. Vive un romance con Milena Jesenska y conoce a una de las femmes fatales más famosas, la periodista Ea von Allesch, de extraordinaria belleza. Abandona a Milena, que caerá en el laberinto sombrío de Franz Kafka, por entonces un desconocido escritor del grupo sionista de Praga. Ea von Allesch era llamada “la reina del Café Central”. También amante de Musil, equivalía a una hetaira griega, capaz de la refinada cultura que exigían los salones de esa Viena.

Broch comienza su obra más conocida por impulso de ella, que le dará fama europea: Los sonámbulos. Una trilogía excepcional donde a través de tres personajes paradigmáticos, sintetiza la decadencia de Alemania (y Austria) entre 1880 y 1920. Es un tácito homenaje a Spengler y, a la vez, una inhabitual visión de la crisis política interpretada desde la cultura y la crisis de valores. Junto con Los Buddenbrook y El hombre sin cualidades de Musil, serán las tres obras en las que la germanidad presintió y descubrió los gérmenes de la decadencia que llevaría a la voluntad de renacimiento salvaje del nazismo y del fascismo, como el último momento catastrófico de un único proceso. El romance con Ea von Allesch, que le llevaba once años, se disuelve en continuos altercados y se separan. En 1927 concluye la trilogía en la que Ea será rescatada en el personaje de Ruzena.

Concluida su obra, Broch comprende que recién comienza su gran apuesta estética. En esas tres grandes novelas, las suyas y las de Mann y Musil, prevalece la descripción de la decadencia y el pesado paso de la narrativa. Lo real y lo racional excluyen la vivencia profunda, poética. Broch, cuando ya está en los primeros esbozos de su novela mayor, La muerte de Virgilio, está seguro de ir mucho más lejos de su admirado Joyce. Así lo escribe en sus cartas. Su Virgilio será la obra más alta y estéticamente la más compleja del siglo. La grandeza de Joyce es verbal. El Ulises es un realismo descompuesto cúbicamente, un puzzle magistral. Broch hubiera coincidido con Borges, sin dejar de admirar el poeta indirecto, transversal, que era la fuerza más descuidada y más notable de Joyce como escritor.

Broch se aboca a su esfuerzo supremo, liberado del encantador torbellino erótico de Ea y unido a la señorita Anna Herzog, que es una excelente secretaria con proyección hacia el tálamo. Todo está preparado para el ascenso a la cumbre. Se propone cumplir con su visión de máxima exigencia: “El arte que no es capaz de reproducir la totalidad del mundo no es arte”. Y aquí el punto central de la reunión de nuevas formas expresivas en necesaria vinculación con el conocimiento de lo nuevo: “Escribir poesía significa adquirir el conocimiento a través de la forma. A todo nuevo conocimiento sólo se puede acceder a través de nuevas formas. Esto significa necesariamente el extrañamiento y alejamiento de público tal como se lo entiende”. 

Pero ese monstruo que tanto temiera, la Historia, destruye su propósito. Los nazis invaden su Austria y el mismo día del Anschluss, Broch es recluido por la Gestapo en la prisión de Alt Aussee. Nunca quiso Broch detallar aquellos quince días en manos de la Gestapo. Llamó simplemente “el infierno” a esa experiencia y nunca contó cómo se había salvado. Escribió una serie de elegías que luego integrarían los poemas referentes a la muerte en su Virgilio. Habló de los ahorcados movidos por el viento en la cárcel de Alt Aussee.

Sin duda su alta posición económica y social en la comunidad judía lo ayudó. La ayuda de Joyce y posiblemente la de Einstein lograron que se le diese el visado salvador. Se exilió en Escocia, en la casa de su traductora al inglés, Willa Muir, y luego viajó a Estados Unidos inaugurándose en la experiencia de la pobreza. Su breve fama literaria europea lo ayudó poco. Estados Unidos le resultó una cultura exótica, salvaje, que ayudaba pero te dejaba en soledad.

Sin embargo en esos años amenazados (él creía que el fascismo se extendería a toda Europa, Gran Bretaña y Estados Unidos), empezó su mayor aventura, el desafío de librar a la literatura de la decadencia espiritual europea (Proust, Joyce, Musil, Mann) y alcanzar un renacimiento y apertura de lenguaje volcado tanto a la existencia como al misterio cósmico. Quiere escribir en la grandeza clásica de Hülderlin, de Dante, de la tradición homérica, del mismo Virgilio. Después del horror de la guerra se siente que el gran arte, “el arte en su destino mayor” (como escribiera Hegel) podrá sentar las bases para el renacimiento de una civilización occidental corrompida. El exiliado en Princeton y luego en Yale siente que una gran obra de arte es robarle espacio a la decadencia del mundo que le tocó vivir. De alguna manera participa de la estética desesperada -necesaria- que obsesionó a Baudelaire. La suprema revancha del arte ante la extrema bajeza del crimen histórico.

La novela, si esta palabra se puede usar en el caso de La muerte de Virgilio, será su empeño decisivo entre 1938 y el fin de la guerra, en 1945. Broch ya no tendrá otra actividad. Un gran proyecto es como ingresar en un claustro de cartujos. Por fin la obra fue concluida y editada en EE.UU. en 1945 con apoyo de la Fundación Rockefeller, la beca Guggenheim y del PEN club. (Para elogio de aquella increíble cultura perdida en Argentina corresponde recordar que Buenos Aires fue la primera ciudad del mundo que publicaría a Broch en 1946, tanto el Virgilio como Los Sonámbulos).

El personaje será el gran poeta romano Virgilio en las últimas dieciocho horas de su vida. Ya ha concluido La Eneida y acompañando a Augusto retornan de Grecia al puerto de Brindisi. Allí, en su agonía, vive la desilusión del arte. Ruega a sus sirvientes y amigos que le ayuden a quemar esa obra que ya el mismo Augusto considera “poema divino”. Broch, el judío exiliado en la pujante barbarie estadounidense, une su agonía existencial con la del lejano Virgilio en Brindisi. él, víctima del neopaganismo nazi, busca en el paganismo de Virgilio una respuesta a la existencia, una comprensión del orden cósmico, capaz de conciliar el absurdo, la crueldad, con la gloria de la vida. El campesino de Mantua, el poeta próximo a los dioses antiguos que moran en Virgilio, guía al desolado Broch a la sabiduría de saber que la muerte es sumirse en ese éter primigenio. Saber morir es saber desenvolverse al universo después del día de la vida. Sin esperanzas metafísicas, sin amenaza de juicios o condenas atroces, sin peligro de renacimientos.

Broch se transfiere a ese Virgilio agonizante que siente que el arte no podrá vencer el plano de lo humano, del acaecer. Nunca alcanzará la esfera suprema del misterio del Cosmos y del silencio etéreo. (La descripción de Broch de la lenta entrada en la muerte de su Virgilio constituye el más profundo pasaje de la literatura en prosa de su siglo). Broch/ Virgilio avanzan hacia el misterio, hacia Lo Abierto, lo inefable, los une el misterio de la palabra. Allí donde todo se subsume como en la visión de Anaximandro: las cosas, los hombres, el sueño de los dioses. Todos los entes allí se van anonadando, en los resplandores del éter, según la ley inexorable del retorno. Broch/ Virgilio ven esfumarse en ese espacio final las naves de Augusto que llegaron a Brindisi. Su vida y el mundo circundante se extinguen. El pasado se reúne con el presente. Suavemente el Ser cubre la ilusión de la vida inmediata. Lo abierto, donde todo lo creado retorna según la Ley fundamental, va recibiendo en su silencio las pasiones humanas de Broch y de Virgilio. El misterio final es una niebla iluminada pero impenetrable, inefable en su centro. El tiempo se recobra en la serenidad ante la muerte y el fin de las cosas. El arte y la poética de Broch le acercaron una armonía de raíz búdica. El arte fue en realidad el itinerario de una larga iniciación. Retener la ilusión o el maya de lo real en obra de arte.

Hermann Broch, cumplido su destino de creador, murió en 1951 de un ataque al corazón, muerte repentina, ironía, que le impidió corroborarse ante sí mismo la “lenta extinción” en el Todo que nos narró a través de Virgilio



Hermann Broch

La muerte de Virgilio

Versión de J. M. Ripalda sobre traducción de A. Gregori

Alianza Editorial

Título original: Der Tod des Vergil



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Impreso en Closas-Orcoyen, S. L Polígono Igarsa. Paracuellos del Jarama (Madrid) 
Printed in Spain



La muerte de Virgilio 
Autor: Broch, Hermann 
Traductor/es: Ripalda, José María 
Editorial: Alianza Editorial, S.A., Madrid, Julio - 2000.
Materias: Literatura en lengua alemana. Novela y cuento.
Encuadernación: rústica 
Dimensiones: 220 mm. X 140 mm.
Nº de páginas: 496 
ISBN: 84-206-4377-7 
Colección: Alianza literaria 13 

La muerte de Virgilio es, sin lugar a dudas, una de las obras fundamentales de la narrativa del siglo XX. Su autor, Hermann Broch, figura junto a Kafka y Joyce, entre los escritores que, en torno a la década de los veinte, llevaron a cabo una renovación radical de este género literario. La muerte de Virgilio tomó cuerpo en las cinco semanas que Broch estuvo encarcelado en Alt-Ausse, tras ser detenido por la Gestapo. Acabará esta obra monumental —que aparecerá en 1945 casi simultáneamente en inglés y alemán— durante su exilio en Estados Unidos. Consciente de vivir un tiempo de transición, y trazando un paralelo entre la época de Augusto y la suya propia, Broch se plantea a lo largo de la obra cuestiones como la posibilidad del conocimiento y, muy especialmente, la función del arte en un tiempo de crisis. Combinando la reflexión filosófica con la lírica y el análisis psicológico, elabora un largo poema en prosa de un barroquismo delirante que desafía las normas de la narrativa tradicional. En la novela, el poeta Virgilio, en las horas anteriores a su muerte, cae en un duermevela en el que se funden el pasado y el presente, el sueño y la vigilia, lo tangible y la alucinación. Dilatada al máximo su capacidad de percepción por su progresivo desprendimiento de la realidad, lleva a cabo un minucioso análisis de su entorno físico y mental que se corresponde en la forma con una investigación profunda de las posibilidades del lenguaje.


 Hermann Broch 
(Austria, 1886-1951) 
Novelista, dramaturgo y filósofo austriaco. Broch nació en Viena el 1 de noviembre de 1886. Fue director de la empresa textil de su familia desde 1907 hasta 1928, año en el que abandonó la empresa para estudiar matemáticas y filosofía en la Universidad de Viena. La trilogía novelística de Broch, Los sonámbulos (1931-1932), influida por las obras de Marcel Proust, James Joyce y Franz Kafka, presenta a las clases medias de Alemania entre 1888 y 1918, como una gente sin objetivos ni ideales, que se mueve sonámbula entre los cambios sociales. Tras la ocupación nazi de Austria, en 1938, fue detenido como sospechoso de oposición. Huyó a Estados Unidos, donde enseñó en las universidades de Princeton y Yale y emprendió investigaciones sobre psicología de masas. Entre sus últimas novelas, La muerte de Virgilio (1945) utiliza las dudas del poeta clásico romano Virgilio acerca de si debe destruir su poema épico, la Eneida, para cuestionar el valor del arte y llevar a cabo una de las obras cumbres de la narrativa de este siglo; Los inocentes (1950) describe los años entre 1918 y 1933 y la pasividad que permitió el ascenso del nazismo; y su última e incompleta novela, El tentador (1954) recrea la historia del nazismo, representada por una crisis en un pueblo de montaña. Broch murió el 30 de mayo de 1951 en New Haven, Estados Unidos.


 [A quienes pueda interesar: 
http://settembrini.blogia.com/2006/052701-hermann-broch-1886- 1951-.php ] 


Índice 

La numeración en negro corresponde al libro impreso.
La numeración en rojo y entre paréntesis corresponde a la presente versión.

   9  Agua - El arribo (5)
 73   Fuego - El descenso (52)
231  Tierra - La espera (168)
439  Éter - El regreso (341)
483  Apéndice. Fuentes documentales (373)




FRAGMENTO.

    Agua - El arribo 


Azules como acero y ligeras, movidas por un viento contrario suave y apenas perceptible, las ondas del mar Adriático habían corrido al encuentro de la escuadra imperial, mientras ésta se dirigía hacia el puerto de Brindis, dejando a la izquierda las chatas colinas de la costa de Calabria que se acercaban poco a poco. En ese momento, en ese paraje, la soledad del mar llena de sol y sin embargo tan cargada de mortales presagios, se transformaba en la pacífica alegría de una actividad humana, y el oleaje, dulcemente iluminado por la cercana presencia y morada del hombre, se poblaba de naves diversas que también buscaban el puerto o que salían de él; las barcas de pardo velamen de los pescadores abandonaban ya en todas partes los pequeños muelles protectores de los infinitos villorrios y colonias a lo largo de la playa blanqueada por el agua, para lanzarse a la pesca vespertina, y el mar se había alisado como un espejo; la concha celeste se había abierto sobre ese espejo como una comba nacarada; atardecía y se sentía el olor de la leña quemada en los hogares, cada vez que una ráfaga recogía y traía de allí los ruidos de la vida, un martilleo o un grito.
De las siete naves de alto bordo, que seguían una tras otra en larga fila, sólo la primera y la última, ágiles quinquerremes ambas de agudo rostro, pertenecían a la flota de guerra; las cinco restantes, más pesadas e imponentes, con diez o doce órdenes de remos, ostentaban la pomposa construcción que distinguía a la corte augustal; y en el centro la más suntuosa, con su proa recubierta de bronce reluciente como el oro, relucientes como el oro las cabezas leoninas con sus anillas bajo la borda, los obenques llenos de gallardetes multicolores, llevaba, solemne y grande, la tienda del César entre velas de púrpura. En cambio, sobre la nave que le seguía inmediatamente, se hallaba el poeta de la Eneida, y en su frente estaba escrito el signo de la muerte.
 Expuesto al mareo, en tensión por la constante amenaza de un acceso, no se había atrevido a moverse durante todo el día, mientras que aun encadenado a su lecho, levantado para él en el centro de la nave, se sentía, es decir sentía su cuerpo y su vida física (que ya desde muchos años a duras penas podía reconocer como algo suyo) semejantes a un solo recuerdo nostálgico y regustado de la liberación por la que se había sentido colmado, cuando alcanzaron la zona costera más calma; y este cansancio oscilante, tranquilizador y sosegado, se hubiera convertido tal vez en una felicidad casi perfecta, si no hubieran reaparecido —a pesar del aire fuerte y saludable del mar— la tos torturante, la relajación provocada por la fiebre de todas las tardes, la angustia de todas esas tardes. Así yacía él en ese lecho, él, el poeta de la Eneida, él, Publio Virgilio Marón; en ese lecho yacía con amenguada conciencia, casi avergonzado por su desamparo, casi exasperado por ese destino, y miraba fijamente la nacarada redondez de la bóveda celeste: pero, ¿por qué había cedido a la insistencia del Augusto?, ¿por qué se había alejado de Atenas? Ahora se había desvanecido la esperanza de que el sagrado y gozoso cielo de Homero favoreciera, propicio, la terminación de la Eneida; se había desvanecido cualquier esperanza de la inconmensurable novedad que hubiera debido surgir, la esperanza de una existencia filosófica y científica, alejada del arte y de la poesía, en la ciudad de Platón; se había desvanecido la esperanza de poder pisar jamás la tierra jónica: ¡oh, había desaparecido la esperanza en el milagro, del conocimiento y en la salvación por el conocimiento! ¿Por qué había renunciado a ella? ¿Voluntariamente? ¡No! Había sido casi una orden de las fuerzas ineludibles de la vida, de aquellas indeclinables fuerzas del destino que nunca desaparecen completamente, aunque por momentos se ocultan en lo infraterreno, en lo invisible, en lo inaudible, pero inquebrantablemente presentes como amenaza inexplorable de las potencias a las que nunca es posible sustraerse, a las que siempre hay que someterse: era el destino. Él se había dejado llevar por el destino y el destino lo llevaba al final. ¿No había sido siempre ésta la forma de su vida? ¿Había vivido él alguna vez de otro modo? ¿Habían significado para él otra cosa, tal vez, la nacarada concha del cielo, el mar primaveral, el cantar de las montañas y ese cantar doloroso en su pecho, la voz de la flauta del dios, otra cosa distinta de un lance que, como un vaso de las esferas, le acogería pronto para llevarle al infinito? Campesino era por su nacimiento; un campesino que ama la paz del ser terrenal; un campesino a quien hubiera convenido una vida simple y afincada en la comunidad del terruño; un campesino a quien, de acuerdo con su origen, hubiera correspondido poder quedarse, deber quedarse y que, de acuerdo con un destino más alto, no había abandonado la patria, pero tampoco había sido dejado en ella; había sido expulsado, fuera de la comunidad, e impelido en la más desnuda, perversa y bárbara soledad del torbellino de los hombres; había sido echado de la sencillez de su origen, expulsado al ancho mundo hacia una multiplicidad siempre creciente, y cuando, por ello, algo se había tornado más grande o más amplio, era solamente la distancia de la verdadera vida la que única y realmente había aumentado: sólo al borde de sus campos había caminado, sólo al borde de su vida había vivido; se había convertido en un hombre sin paz, que huye de la muerte y busca la muerte, que busca la obra y huye de la obra, uno que ama y sin embargo perseguido, un vagabundo a través de las pasiones internas y externas, un huésped de su propia vida. Y hoy, casi al fin de sus fuerzas, al fin de su fuga, al fin de su búsqueda, ahora que ya se había afanado y preparado para la despedida, afanado para la aceptación y preparado para admitir la última soledad, para entrar en el camino interior de vuelta hacia ella, el destino se había adueñado otra vez de él con sus fuerzas, le había prohibido una vez más la sencillez y el origen y la intimidad, le había desviado una vez más de la ruta del retorno, cambiándola por la senda de la multiplicidad de lo externo, le había obligado a volver al mal que había ensombrecido toda su vida; era como si el destino no le reservara ya más que la única sencillez: la de morir. Sobre él chirriaban las vergas en las jarcias y el chirrido se mezclaba al suave clamor de las velas hinchadas; oía el resbalar de espuma en la estela y la lluvia de plata que comenzaba a saltar cada vez que se alzaban los remos; oía el grave rechinar de esos remos en los toletes y el cortante chasquear del agua cada vez que volvían a sumergirse; sentía el leve y equilibrado impulso del barco hacia adelante, al compás de la masa multicentenar de los remos; veía deslizarse la línea de la costa con su cenefa blanca, y pensaba en los cuerpos de los mudos esclavos encadenados en el vientre de la nave, ese vientre sofocante y abierto, pestilente, tronante. El mismo compás de impulso, como trueno sordo, salpicado de plata, llegaba de las dos naves cercanas, de la más vecina y de la siguiente, parecido a un eco que se prolongara sobre todos los mares y por todos ellos fuera contestado, porque así van por doquiera, cargados con hombres, cargados con armas, cargados de granos, de mármol, de aceite, de vino, de especias, de sedas, cargados de esclavos; esta navegación universal, que canjea y comercia, una de las peores entre las muchas corrupciones del mundo. Ahí, sobre esas naves, no se transportaban ciertamente mercancías, sino vientres golosos, el personal de la corte: toda la popa, hasta la cubierta, había sido dedicada a su alimentación; desde la mañana temprano resonaban allí los ruidos del comer y, constantemente, rodeaban el espacio del comedor grupos de personas ávidas, espiando dónde quedara libre un lugar en el triclinio, prontas a precipitarse sobre él en lucha con los competidores, ansiosas también de poderse tender finalmente para a su vez comenzar o recomenzar con los manjares; los sirvientes de pie ligero, jovencitos finamente presentados, no pocos entre ellos lindos y mórbidos, pero ahora cansados y sudorosos, no tenían ya aliento, y su jefe, eternamente sonriente, con la fría mirada en los ángulos de los ojos y las manos cortésmente abiertas a la propina, corría él mismo en las dos direcciones por la cubierta porque, además de la dirección del banquete, debía cuidar de aquellos que —sorprendentemente numerosos— parecían satisfechos y se concedían otros placeres, unos paseándose con las manos sobre el vientre o unidas en el trasero, otros en cambio discutiendo con amplios gestos, estos dormitando o roncando sobre sus lechos, cubierta la cara con la toga, aquellos sentados ante las mesas de juego —que debían ser alimentados y atendidos con bocaditos que se les llevaban y ofrecían por las cubiertas sobre grandes fuentes de plata—, en previsión de un hambre que podía anunciarse renovada a cada instante, para prevención de una gula cuya expresión estaba clara e indeleblemente marcada en la cara de todos ellos, los bien alimentados y los magros, los tardos y los ágiles, los paseantes como los sentados, los despiertos como los dormidos, a veces esculpida, a veces incrustada, aguda o levemente, más perversa o más bondadosa, como de lobo, de zorro, de gato, de loro, de caballo, de tiburón, pero siempre dirigida a un goce horrendo de algún modo encerrado en sí mismo, ávido por una posesión insaciable, ávido por un tráfico de mercancías, dineros, cargos y honores, ávido por la laboriosa inacción del poseedor. Por doquier había alguien metiendo algo en la boca, por doquier ardía la ansiedad, ardía la codicia, desarraigada, pronta a tragar, tragándolo todo; su hálito vibraba sobre la cubierta, lo llevaba el impulsivo compás de los remos, implacable, imponiendo su presencia: toda la nave vibraba de avidez. ¡Oh, bien se merecían ser representados alguna vez con exactitud! ¡Un canto de la codicia debía estarles dedicado! Mas ¿de qué serviría ahora? Nada puede el poeta, ningún mal puede evitar; se le escucha únicamente cuando magnifica el mundo, pero no cuando lo representa tal como es. ¡Sólo la mentira es gloria, mas no el conocimiento! ¿Y sería posible, pues, pensar que a la Eneida le tocaría ejercer otra influencia, una influencia mejor? ¡Ay, se la ensalzará, porque todo lo que él ha escrito ha sido ensalzado, porque también en ella se leerá solamente lo agradable y porque no existía ni el peligro ni la perspectiva de que pudiesen escucharse advertencias; ay, le era imposible engañarse o dejarse engañar por esperanzas; demasiado bien conocía a este público, para quien la grave labor del poeta, la auténtica, que aguanta el conocimiento, consigue tan poca atención como la de los esclavos del remo, llena de amargura, amargamente dura; para quien la una vale exactamente lo mismo que la otra: ¡un tributo adecuado al usuario, recibido y asumido como disfrute de un tributo! Allí no había solamente vividores que holgaban y comían alrededor de él, aunque el Augusto debía tolerar a muchos de esa calaña en su proximidad; no, muchos de ellos habían prestado ya meritorios y loables servicios de toda clase; pero de lo que eran de ordinario, habían borrado la parte mayor durante la inacción del viaje, con una manera casi sibarítica de desnudarse a sí mismos, y les había quedado intacto solamente su ciego orgullo en confusa codicia, en un crepúsculo lleno de avidez. Abajo, en la persistente tiniebla de abajo, impulso tras impulso, trabajaba espléndida, salvaje, animal, infrahumana, la sometida masa de los remeros. Los que se hallaban allá abajo no le comprendían ni se cuidaban de él; éstos, aquí arriba, afirmaban que le veneraban y hasta lo creían; entretanto, como siempre le había sido indiferente que pensaran amar sus obras por mentido gusto o que le manifestaran veneración, mintiendo también, porque era amigo del César, él, Publio Virgilio Marón, no tenía nada en común con ellos, aunque el destino le hubiese empujado dentro de su círculo; le asqueaban, y si como un saludo anticipado del ocaso no hubiera comenzado a soplar la brisa de la costa, si su soplo no hubiese barrido de la nave el hedor del banquete y de la cocina, el mareo le hubiera asaltado otra vez. Se cercioró de que el cofre con el manuscrito de la Eneida estaba intacto a su lado y, echando una mirada a la constelación occidental que se hundía en lo profundo, se subió la manta hasta debajo del mentón: sentía frío.
 De vez en cuando, ciertamente, le entraban ganas de dirigirse hacia esa horda humana que alborotaba detrás de él, casi curioso por todo lo que podían hacer aún; pero lo dejaba, y era mejor no hacerlo; hasta le pareció, cada vez más, que le estaba prohibido volverse hacia ellos.
 Por eso estuvo quieto. El primer anticipo del crepúsculo se tendía claro por el cielo, se tendía delicado sobre el mundo, cuando llegaron a la estrecha entrada de Brindis, semejante a un río; hacía más fresco, pero el tiempo era también más suave; el aliento salino se mezclaba con el aire más pesado de la tierra, en cuyo canal penetraban ahora las naves, una tras otra, disminuyendo la marcha. El elemento de Poseidón se tornó gris como el hierro, plomizo, sin que ningún oleaje lo encrespara ya. Sobre los almenares de las fortalezas, a la derecha y a la izquierda del canal, se habían dispuesto las tropas de la plaza en honor del César, tal vez también como primer saludo de cumpleaños, porque Octaviano Augusto volvía a casa para festejar su natalicio; dentro de dos días, sí, pasado mañana, debía ser festejado en Roma: cuarenta y tres años cumplía el Octaviano que navegaba allí delante. Roncos subían de las orillas los vítores de las tropas; a cada grito, los portaestandartes alzaban el rojo vexillum, corta y diestramente, por las alas de los manípulos, para abatirlo luego ante el dominador, el asta oblicua contra el suelo; en fin, lo que allí ocurría era la poderosa y sobria salutación, como la prescribía el reglamento militar, minuciosamente correcta en su rudeza soldadesca y, a pesar de todo, notablemente suave, notablemente crepuscular; se hubiera podido considerarla casi como un ensueño, por lo borrosos y pequeños que aleteaban los gritos en la amplitud de la luz, por lo muy otoñal que se marchitaba el rojo de los estandartes, sombreado por el firmamento que desde arriba declinaba hacia el gris. La luz es más grande que la tierra, la tierra es más grande que el hombre y nunca jamás puede hacer pie el hombre, hasta que no respira hacia la patria, regresando a la tierra, terrenalmente retornando a la luz, recibiendo terrenalmente la luz sobre la tierra, recibido por la luz sólo a través de ella, tierra que se torna luz. Y nunca está la tierra en más íntima vecindad con la luz, nunca la luz en más confiada vecindad con la tierra, que en el crepúsculo adherido a los dos límites de la noche. Todavía dormitaba la noche en la profundidad de las aguas, pero iba deslizándose hacia arriba en diminutas ondas silenciosas; por doquiera en el espejo del mar, sin distinción posible entre el arriba y el abajo, surgían las ondas mudas y aterciopeladas del fondo de la noche, las ondas del segundo infinito, de lo suprainfinito brotando en su eterno parto, y comenzaron a verter dulce y quedamente su aliento sobre el centelleo. La luz no venía ya de arriba, estaba suspendida en sí misma y, en sí misma suspendida, brillaba todavía, es cierto, pero ya no alumbraba, de modo que aun el paisaje sobre el cual pendía, parecía limitado a su propia extraña luz. Tañer de grillos, con miles de voces, pero en un solo tono sostenido, penetrante, pero plácido en su regularidad, sin altos ni bajos, llenaba con su sibilar la tierra entenebrada; sin fin... Debajo de las fortificaciones, hasta la orilla de piedra, las pendientes mostraban una rala hierba y, por mezquina que fuera, lo que brotaba era paz, era calma nocturna, era oscuridad de raíces, era oscuridad de la tierra, difundida entre la pálida luz. Luego toda ella se volvió más concentrada, más rica en plantas, más plena en el color, y, muy pronto, quedaron absorbidos en ella también los arbustos, mientras en las lomas de las colinas, arriba, entre parcelas campesinas con sus cercados de piedra, aparecían los primeros olivos, grises como el tenue rayo de niebla del crepúsculo cada vez más denso. Entonces se tomó irrefrenable el deseo de extender la mano hacia esa ¡ay! tan lejana orilla, de hurgar en la oscuridad de los arbustos, de sentir entre los dedos las hojas brotadas de la tierra, de retenerlas para siempre... El deseo temblaba en sus manos, temblaba en los dedos por el ansia irrefrenable de la verde hojarasca, de los flexibles rabillos de las hojas, de sus bordes ásperos y suaves, de su dura carne viva; lo sentía anhelante, cuando cerraba los ojos y era una asombrosa nostalgia sensorial sensitivamente ingenua y sobrecogedora, como la masculina rudeza huesosa de su puño de campesino, sensitivamente hecho a palpar y percibir, como su fina nervadura de delgados tendones, casi femenina; ¡oh hierba, oh fronda, oh lisura y rugosidad de la corteza, vitalidad del múltiple brotar, oscuridad en la tierra ramificada en sí misma y hecha como un cuerpo! ¡Oh mano, mano sensitiva palpante, acogedora, englobante, oh dedo y yema ruda y suave y blanda, piel viva, superficie suprema de la oscuridad del alma, abierta en las manos elevadas! Siempre había sentido en sus manos ese extraño y casi volcánico pulsar, siempre le había acompañado una instintiva idea de una extraña vida propia de sus manos, una idea vaga de que estaba vedado por siempre jamás trasponer el umbral del saber, como si sospechara un turbio peligro en ese saber; y cuando, según costumbre, como lo hacía también ahora, daba vuelta a su sello, engarzado en el dedo de su diestra, finamente labrado, hasta el punto casi de parecer poco viril, era como si con ello pudiera conjurar aquel turbio peligro, como si pudiera calmar así la nostalgia de las manos, como si con eso pudiera llevarla a una especie de autocontrol, aliviando su angustia, la nostálgica angustia de manos de campesino que ya jamás podían tomar el arado ni la semilla, y por eso habían aprendido a asir lo inasible; la profética angustia de manos a cuya voluntad de forma, privada de la tierra, nada le había quedado fuera de su propia vida en el todo inasible, en peligro y peligrosas, tan hondamente hundidas en la nada y convencidas de su peligrosidad, que el presentimiento de la angustia, en cierto modo elevado sobre sí mismo, se tomó un esfuerzo irrefrenable, el esfuerzo de establecer la unidad de la vida humana, de conservar la unidad de la nostalgia humana, y de impedir así su descomposición en un enjambre de pequeñas vidas parciales, pequeñas en su nostalgia y nostálgicas de lo pequeño; y es que no basta la nostalgia de las manos, no basta la nostalgia de los ojos, no basta la nostalgia del oído, es que sólo basta la nostalgia del corazón y de la mente en su comunidad, la totalidad nostálgica del infinito interior y exterior, que mire, espíe, comprenda y respire en una unidad doblemente respirada, es que sólo a ella le está concedido superar la turbia ceguera sin esperanza del aislamiento y su angustia, sólo en ella se da el doble desarrollo desde las raíces cognitivas del ser, y esto él lo presentía, lo había presentido siempre —¡oh nostalgia de aquel que es siempre sólo huésped y sólo huésped puede ser siempre, oh nostalgia del hombre!—; esto había sido siempre su atisbar lleno de presentimientos, su alentar lleno de presagios, su pensar lleno de prenuncios, atisbado, alentado y pensado dentro del torrente luminoso del todo, en la ciencia inaccesible del todo, en el nunca cumplido acercamiento a la infinitud del todo, inalcanzable hasta en el borde más externo, tanto que la mano anhelante de nostalgia ni siquiera se atreve a tocarlo. Pero acercamiento era sin embargo, en acercamiento se quedaba, y un atisbar que respira y espera era sólo su pensamiento; al acecho en el doble abismo de las esferas de Poseidón y Vulcano, las une a ambas, porque las dos tienen sobre sí en común la bóveda del cielo de Júpiter. Abierta y cambiante era la luz crepuscular, era lo respirable tan escurridizo como el líquido elemento cortado por las quillas, baño líquido de lo interior y lo exterior, baño líquido del alma, fluyendo lo respirable del más acá al más allá, del más allá al más acá, desvelada puerta del saber, nunca él mismo y sin embargo ya presentimiento de él, presentimiento de la entrada, presentimiento del camino, presentimiento oscuro del oscuro viaje. Delante, en la proa, cantaba un esclavo músico; probablemente la compañía allí reunida, su ruido absorbido por la quietud del atardecer, había tomado para sí al joven, presintiendo el retorno también ella, y después de una breve pausa para templar la lira y otra breve espera de norma artística, había resonado y flotaba la canción sin nombre del muchacho sin nombre, irradiando dulcemente el canto, aleteando como un soplo, semejante a los colores de un arco iris en el cielo nocturno, irradiando dulcemente el sonido de las cuerdas, delicado como el marfil, obra humana el canto, obra humana el sonido de las cuerdas, pero alejado de los hombres hasta más allá del origen de los hombres, liberada de los hombres, liberada del sufrimiento, éter de las esferas que se canta a sí mismo. Se hizo más oscuro, los rostros se hicieron más borrosos, las orillas difusas, el barco oscuro; sólo quedó la voz, ahora más clara y dominadora, como si quisiera guiar la nave y el compás de los remos, olvidado el origen de la voz y a pesar de ello voz guía de un muchacho esclavo; la canción indicaba la vía, descansando en sí misma y por eso mismo en guía convertida, y por eso mismo abierta a lo eterno, pues sólo lo que descansa es capaz de guiar, sólo lo único y singular arrancado, no, salvado del fluir de las cosas, se abre a lo infinito, sólo lo retenido —ay, ¿logró alguna vez él mismo ese ¡alto! tan verdaderamente orientador?—, sólo lo que verdaderamente se ha afirmado, aunque sea un único instante en el mar de millones de años, llega a la perduración eterna, se torna canto guía, conduce; oh, un solo instante de vida, ensanchado al todo, ensanchado al círculo del conocimiento total, abierto a lo infinito; alto sobre la radiante canción, alto sobre el radiante crepúsculo, respiraba el cielo, cuya agria y clara dulzura otoñal se había repetido invariablemente desde mil y mil siglos, y todavía se repetirá invariablemente por mil y mil siglos, única a pesar de ello en su aquí y en su ahora; y sobre el claro brillo sedoso de su cúpula flotaba en calma el umbral de la noche.
 La canción guio, pero ya no por mucho tiempo; la navegación entre las orillas del canal de acceso llegó pronto a su fin y la canción se apagó en la inquietud general que se desarrolló a bordo, cuando se abrió la bahía interior del puerto, brillante ya la negrura de su espejo plomizo, y la ciudad dispuesta en abanico alrededor de la cuenca apareció a la vista con su multitud de luces, centelleando como un cielo estrellado en la niebla del anochecer. De repente se notaba calor. La escuadra se detuvo para dejar en primer lugar la nave del César, y entonces —bajo la suave inmutabilidad del cielo otoñal también este hecho hubiera debido retenerse como algo único e infinito— comenzó una prudente maniobra para pilotearse sin peligro a través de los botes, los veleros, las barcas de pesca, tartanas y naves de transporte ancladas por todas partes; cuanto más se adelantaba, tanto más estrecho se tornaba el canal navegable, tanto más apretada era la masa de las moles navales alrededor, tanto más espesa la confusión de los mástiles y de las sogas y de las velas recogidas, muertas en su rigidez, vivas en su quietud, masa de raíces extrañamente oscura, entrecruzada y enmarañada, que brotaba sombríamente de la brillante superficie oscura y aceitosa del agua hacia la inmóvil claridad vespertina del cielo, negra tela de araña de madera y cáñamo, reflejada espectralmente abajo en las aguas, atravesada espectralmente arriba por la salvaje llamarada de las antorchas agitadas entre gritos para la bienvenida en todas partes en las cubiertas, iluminada espectralmente por la magnificencia de las luces en la plaza del puerto: en la hilera de las casas portuarias estaba iluminada, ventana tras ventana, hasta debajo de los techos; estaba iluminada una hostería tras otra debajo de las columnatas; diagonalmente a través de la plaza se tendía una doble fila de soldados que llevaban antorchas entre el centelleo de los yelmos, hombre tras hombre, con la evidente misión de mantener libre el camino a la ciudad desde el desembarcadero; alumbrados con antorchas estaban los tinglados y las oficinas aduaneras sobre los muelles; era un enorme espacio relumbrante, repleto de cuerpos humanos, una enorme cuenca relumbrante para una espera tan enorme como violenta, colmada de un rumorear producido por cientos de miles de pies que se arrastraban, rozaban, golpeaban, raspaban sobre el empedrado, un enorme anfiteatro hirviente, lleno de negro y ondulante siseo, de un mugido de impaciencia, que sin embargo enmudeció de pronto y cuajó tenso, cuando la nave imperial, empujada ya sólo por unos pocos remos, alcanzó el muelle con suave bordeo y atracó casi sin ruido en el lugar asignado, ante los dignatarios de la ciudad, en medio del cuadrado militar de antorchas; sí, entonces llegó el instante esperado por el sordo rugir de la bestia masa, para poder soltar su jubiloso alarido, que en ese momento estalló, sin pausa y sin fin, victorioso, estremecedor, desenfrenado, aterrador, magnífico, sometido, invocándose a sí mismo en la persona del Uno.
 Esta era pues la masa para la que vivía el César y había sido creado el imperio y había sido preciso conquistar las Galias y habían sido vencidos el reino de los Partos, la Germania; ésta era la masa para la que había sido lograda la gran paz del Augusto y que debía ser sometida de nuevo a la disciplina y al orden del Estado para esa obra de paz, llevada de nuevo a la fe en los dioses y a una moral humano-divina. Y ésta era la masa sin la cual no se podía hacer política alguna y en la cual debía apoyarse también el mismo Augusto, mientras quisiera afirmarse; y, lógicamente, el Augusto no tenía otro deseo. ¡Sí, y éste era el pueblo, el Pueblo Romano, cuyo espíritu y cuyo honor él, Publio Virgilio Marón, él, auténtico hijo de campesino de Andes cerca de Mantua, no había por cierto descrito, pero sí tratado de ensalzar! ¡Ensalzado y no descrito..., tal había sido el error, ay, y éstos eran los ítalos de la Eneida! Desventura, un lodazal de desventura, un inmenso lodazal de inefable, inexpresable, inconcebible desventura hervía en la cuenca de la plaza; cincuenta mil, cien mil bocas rugían la desventura desde el fondo, se la rugían mutuamente sin oírla, sin saber de esa desventura, pero resueltos a ahogarla y aturdirla en infernal ruido, en gritos y estrépito. ¡Qué salutación natalicia! ¿Es que sólo él lo sabía? Pesada como piedra la tierra, pesada como plomo el agua y allí estaba el cráter demoníaco de la desventura, abierto de par en par por el mismo Vulcano, un cráter de algazara al borde del reino de Poseidón. ¿No sabía el Augusto que esto no era un saludo natalicio, sino algo muy distinto? Un sentimiento de la más torturada compasión surgió en él, de una compasión que incluía tanto a Octaviano Augusto como a esas masas humanas, tanto al dominador como a los dominados, y ese sentimiento estaba acompañado por la sensación de una responsabilidad no menos torturada y realmente insoportable, de la que apenas podía darse cuenta; ya sólo, y justo, sabía que tenía poco parecido con la carga que había tomado sobre sí el César; al contrario, era una responsabilidad de muy otra naturaleza, porque, inaccesible a cualquier medida de Estado, inaccesible a cualquier poder terrenal por grande que fuera, era también tal vez inaccesible a los dioses esa desventura hirviente y oscura, desconocida y llena de misterio, y no había griterío de masas que pudiera taparla; si acaso aún la débil voz del alma que se llama canto y con el presentimiento de la desgracia, sin embargo, anuncia la salvación que despierta, porque toda canción verdadera presiente el conocimiento, lleva el conocimiento, enseña el conocimiento. La responsabilidad del cantor, su responsabilidad de conocer, la que él sin embargo sigue siendo incapaz de llevar y cumplir por la eternidad... ¡¿oh, por qué no le había sido concedido penetrar más allá del presentimiento hasta el saber legítimo, del que solamente se puede esperar la salvación?! ¡¿Por qué el destino le había obligado a volver aquí?! ¡Aquí no había más que muerte, nada más que muerte y nueva muerte! Con los ojos abiertos, llenos de espanto, se había incorporado a medias, y ahora volvió a caer sobre el lecho, sobrecogido de horror, de piedad, de duelo, de deseo de responsabilidad, de impotencia, de debilidad; no era odio lo que sentía frente a la masa, ni siquiera desprecio, ni siquiera antipatía, nunca había querido menos alejarse del pueblo o elevarse sobre el pueblo; pero algo nuevo había aparecido, algo de lo que nunca había querido enterarse en todo su contacto con el pueblo, aunque dondequiera había estado —no importa si en Nápoles o en Roma o en Atenas— hubiese tenido más que oportunidad para ello, algo que surgía sorprendentemente arrollador aquí en Brindis: el abismo de perdición del pueblo en todo su alcance, el descenso de los hombres a plebe de gran ciudad, y con ello la transformación del hombre en lo contra-humano, causada por el vaciamiento del ser, por la conversión del ser en mera vida codiciosa de superficie, perdido su origen radical y cortado del mismo, de manera que ya no queda otra cosa que la vida individual, peligrosamente disuelta, de un exterior casi turbio, preñada de desventura, preñada de muerte, oh, preñada de un desenlace misteriosamente infernal. ¿Era esto lo que el destino quiso enseñarle, obligándole a volver a la multiplicidad, rechazándole a esta horrible caldera de terrenalidad descompuesta? ¿Era ésta la venganza por su anterior ceguera? Nunca había sentido tan próxima la desventura de la masa; ahora estaba obligado a verla, a oírla, a sentirla hasta en la última raigambre de su propio ser, porque la ceguera es ella misma una parte de la desventura. Una y otra vez resonaba insistente el sombrío rugido jubiloso del aturdimiento; se agitaban antorchas, voces de mando cruzaban la nave; sordamente cayó sobre las planchas de la cubierta una maroma lanzada desde tierra, y la desgracia gritaba, y el tormento gritaba, y la muerte gritaba, gritaba el misterio preñado de desgracia, imposible de descubrir y, a pesar de ello, presente sin velos por doquiera. Quieto, yacía él entre el trápala de muchos pies apresurados; su mano apretaba firmemente una manija del cofre de cuero con el manuscrito, que nadie se lo pudiera arrancar; pero cansado por el ruido, cansado por la fiebre y la tos, cansado por el viaje, cansado por lo que vendría, imaginaba que esta hora del arribo podría trocarse fácilmente en su hora de muerte y casi era un deseo, aun cuando o porque sentía claramente que no había llegado todavía el momento; sí, casi era un deseo, aun cuando o porque hubiera sido una muerte extrañamente caótica, extrañamente ruidosa, y no le parecía inaceptable sino casi apetecible, pues, obligado a mirar al infierno de fuego, obligado a escucharlo, su corazón se veía obligado también a conocer el fuego lento infernal de lo infrahumano.

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