I.
LA LITERATURA. Andrés Amorós.
A pesar de la televisión, de la ola de
erotismo que nos invade y de las drogas blandas, todavía son millones de
personas las que leen una novela o un poema, buscando en esa lectura
distracción, evasión de sus problemas, belleza, consuelo... A la vez, miles de
personas estudian la literatura como una asignatura más de los planes de
estudio y se ven obligados a aprender manuales de historia o a leer y comentar
textos literarios. Lo malo es que los dos grupos de personas, quizá, sean
diferentes.
¿Tiene sentido estudiar unas novelas, unos
dramas o unos poemas porque así lo ha decidido el Ministerio de Educación
correspondiente? No sería difícil encontrar argumentos de peso contra esta
práctica. En todo caso, no es más absurdo que estudiar a unos pintores o
escultores porque así lo ha decidido algún experto.
Por supuesto, Cervantes no escribió para dar
materia de estudio a los cervantistas; ni Dante, para que se compusieran
comentarios a su Divina Comedia; ni
Proust, para dar ocasión a las explicaciones biográficas o psicoanalíticas de À
la recherche du temps perdu; ni
Cortázar, para que los investigadores intenten descifrar y aclarar las
complejidades estructurales de Rayuela.
Son, simplemente, libros. Libros que ha
escrito un hombre y que leen otros hombres: con placer, con disgusto, con
emoción, con aburrimiento. Si el aburrimiento supera ciertos límites,
abandonarán la lectura a la mitad. Esto es la base de toda la literatura: el
placer que alguien obtiene leyendo lo que otro ha escrito.
Pero, de hecho, existen editoriales,
colecciones, revistas literarias,
profesores, críticos, cursos de historia literaria, antólogos, sociólogos de la
literatura, semiólogos... Para bien o para mal, éstos son hechos reales.
Y esta cadena de
hechos incluye también que el que lee —por gusto, por obligación, por lo que
sea— un libro no se contente con escuchar la voz silenciosa del autor sino que
reaccione ante ella, la critique y hasta se plantee cuestiones de tipo general.
Por poco aficionado que sea a las abstracciones, no dejará de preguntarse, en
muchas ocasiones, si ese libro que está leyendo es realista o no, si refleja la
experiencia autobiográfica de su autor, qué tiene que ver con la vida de sus
posibles lectores...
Según eso, me
parece evidente que no sólo el hecho de aprender o enseñar historia literaria,
o de ejercer la crítica, sino cualquier lectura mínimamente reflexiva trae
consigo una cierta meditación sobre la literatura: sus funciones, medios,
posibilidades, límites... Y esa reflexión no es un simple pasatiempo teórico,
sino que condiciona de modo excesivo nuestra actitud como lectores.
Por eso nos
volvemos a plantear esas preguntas, tantas veces formuladas. A sabiendas de que
—ni nosotros, ni nadie— podremos resolverlas. Las frases de Azorín en El escritor son implacables: «El misterio del escritor
no lo penetrará jamás nadie. El misterio de la obra literaria no será jamás por
nadie enteramente esclarecido». Por supuesto, como todas las realidades —quizá—
que verdaderamente nos importan. Seguiremos preguntándonos sobre ellas, sin
pretensiones de resolverlas, porque en eso consiste—recordemos el título de
Pavese— «il mestiere di vivere». Y, en este caso concreto, sin temor a que se
nos eche en cara, seguiremos acumulando literatura sobre la literatura,
intentando aproximarnos a su misterio.
Andrés Amorós.
CRÍTICO LITERARIO.
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