sábado, 9 de julio de 2016

NABOKOV. CURSO DE LITERATURA EUROPEA. Primera entrega.


Mi curso es, entre otras cosas, una especie de investigación de-tectivesca en torno al misterio de las estructuras literarias.
 Buenos lectores y buenos escritores
(En la gráfica con su esposa:Vera Yevséievna Slónim)

«Cómo ser un buen lector», o «Amabilidad para con los autores»; algo así podría servir de subtítulo a estos comentarios sobre diversos autores, ya que mi propósito es hablar afectuosamente, con cariñoso y moroso detalle, de varias obras maestras europeas. Hace cien años, Flaubert, en una carta a su amante, hacía el siguiente comentario: Comme l’on serait savant si l’on connaissait bien seulement cinq à six livres; «qué sabios seríamos si sólo conociéramos bien cinco o seis libros».
Al leer, debemos fijarnos en los detalles, acari-ciarlos. Nada tienen de malo las lunáticas sandeces de la generalización cuando se hacen después de reu-nir con amor las soleadas insignificancias del libro. Si uno empieza con una generalización prefabricada, lo que hace es empezar desde el otro extremo, ale-jándose del libro antes de haber empezado a com-prenderlo. Nada más molesto e injusto para con el autor que empezar a leer, supongamos, Madame Bovary, con la idea preconcebida de que es una denun-cia de la burguesía. Debemos tener siempre presente que la obra de arte es, invariablemente, la creación de un mundo nuevo, de manera que la primera tarea consiste en estudiar ese mundo nuevo con la mayor atención, abordándolo como algo absolutamente des-conocido, sin conexión evidente con los mundos que ya conocemos. Una vez estudiado con atención este mundo nuevo, entonces y sólo entonces estaremos en condiciones de examinar sus relaciones con otros mundos, con otras ramas del saber.
Otra cuestión: ¿Podemos obtener información de una novela sobre lugares y épocas? ¿Puede ser alguien tan ingenuo como para creer que esos abul-tados best-sellers difundidos por los clubs del libro bajo el enunciado de «novelas históricas» pueden contribuir al enriquecimiento de nuestros conoci-mientos sobre el pasado? Pero ¿y las obras maestras? ¿Podemos fiarnos del retrato que hace Jane Austen de la Inglaterra terrateniente, con sus baronets y sus jardines paisajistas, cuando todo lo que ella conocía era el salón de un pastor protestante? Y Casa Deso-lada, esa fantástica aventura amorosa en un Londres fantástico, ¿podemos considerarla un estudio del Londres de hace cien años? Desde luego que no. Y lo mismo ocurre con las demás novelas de esta serie. La verdad es que las grandes novelas son grandes cuentos de hadas... y las que vamos a estudiar aquí lo son en grado sumo.
El tiempo y el espacio, el color de las estaciones, el movimiento de los músculos y de la mente, todas estas cosas no son, para los escritores de genio (por lo que podemos suponer, y confío en que suponemos bien), nociones tradicionales que pueden sacarse de la biblioteca circulante de las verdades públicas, sino una serie de sorpresas extraordinarias que los artis-tas maestros han aprendido a expresar a su manera personal. La ornamentación del lugar común incum-be a los autores de segunda fila; éstos no se molestan en reinventar el mundo; sólo tratan de sacarle el jugo lo mejor que pueden a un determinado orden de cosas, a los modelos tradicionales de la novelística. Las diversas combinaciones que un autor de segunda fila es capaz de producir dentro de estos límites fijos pueden ser bastante divertidas, pese a su carácter efímero, porque a los lectores de segunda les gusta reconocer sus propias ideas vestidas con un disfraz agradable. Pero el verdadero escritor, el hombre que hace girar planetas, que modela a un hombre dor-mido y manipula ansioso la costilla del durmiente, esa clase de autor no tiene a su disposición ningún valor predeterminado: debe crearlos él. El arte de escribir es una actividad fútil si no supone ante todo el arte de ver el mundo como el substrato potencial de la ficción. Puede que la materia de este mundo sea bastante real (dentro de las limitaciones de la realidad), pero no existe en absoluto como un todo fijo y aceptado: es el caos; y a este caos le dice el autor: «¡Anda!», dejando que el mundo vibre y se funda. Entonces, los átomos de este mundo, y no sus partes visibles y superficiales, entran en nuevas combinaciones. El escritor es el primero en trazar su mapa y poner nombre a los objetos naturales que contiene. Estas bayas son comestibles. Ese bicho moteado que se ha cruzado veloz en mi camino se puede domesticar. Aquel lago entre los árboles se llamará Lago de Opalo o, más artísticamente, Lago Aguasada. Esa bruma es una montaña... y aquella montaña tiene que ser conquistada. El artista maes-tro asciende por una ladera sin caminos trazados; y una vez arriba, en la cumbre batida por el viento, ¿con quién diréis que se encuentra? Con el lector jadeante y feliz. Y allí, con un gesto espontáneo, se abrazan y, si el libro es eterno, se unen eternamente.
Una tarde, en una remota universidad de provin-cia donde daba yo un largo cursillo, propuse hacer una pequeña encuesta: facilitaría diez definiciones de lector; de las diez, los estudiantes debían elegir cuatro que, combinadas, equivaliesen a un buen lec-tor. He perdido esa lista; pero según recuerdo, la cosa era más o menos así:

Selecciona cuatro respuestas a la pregunta «qué cualidades debe tener uno para ser un buen lector»:
1) Debe pertenecer a un club de lectores.
2) Debe identificarse con el héroe o la heroína.
3) Debe concentrarse en el aspecto socioeco-nómico.
4) Debe preferir un relato con acción y diálo-go a uno sin ellos.
5) Debe haber visto la novela en película.
6) Debe ser un autor embrionario.
7) Debe tener imaginación.
8) Debe tener memoria.
9) Debe tener un diccionario.
10) Debe tener cierto sentido artístico.

Los estudiantes se inclinaron en su mayoría por la identificación emocional, la acción, y el aspecto socioeconómico o histórico. Naturalmente, como ha-bréis adivinado, el buen lector es aquel que tiene imaginación, memoria, un diccionario, y cierto sen-tido artístico... sentido que yo trato de desarrollar en mí mismo y en los demás siempre que se me ofrece la ocasión.
A propósito, utilizo la palabra lector en un sen-tido muy amplio. Aunque parezca extraño, los libros no se deben leer: se deben releer. Un buen lector, un lector de primera, un lector activo y creador, es un «relector». Y os diré por qué. Cuando leemos un libro por primera vez, la operación de mover labo-riosamente los ojos de izquierda a derecha, línea tras línea, página tras página, actividad que supone un complicado trabajo físico con el libro, el pro-ceso mismo de averiguar en el espacio y en el tiempo de qué trata, todo esto se interpone entre nosotros y la apreciación artística. Cuando miramos un cua-dro, no movemos los ojos de manera especial; ni siquiera cuando, como en el caso del libro, el cua-dro contiene ciertos elementos de profundidad y de-sarrollo. El factor tiempo no interviene realmente en un primer contacto con el cuadro. Al leer un libro, en cambio, necesitamos tiempo para familia-rizarnos con él. No poseemos ningún órgano físico (como los ojos respecto a la pintura) que abarque el conjunto entero y pueda apreciar luego los deta-lles. Pero en una segunda, o tercera, o cuarta lec-tura, nos comportamos con respecto al libro, en cierto modo, de la misma manera que ante un cua-dro. Sin embargo, no debemos confundir el ojo físico, esa prodigiosa obra maestra de la evolución, con la mente, consecución más prodigiosa aún. Un libro, sea el que sea —ya se trate de una obra literaria o de una obra científica (la línea divisoria entre una y otra no es tan clara como generalmente se cree)—, un libro, digo, atrae en primer lugar a la mente. La mente, el cerebro, el coronamiento del espinazo, es, o debe ser, el único instrumento que debemos uti-lizar al enfrentarnos con un libro.
Sentado esto, veamos cómo funciona la mente cuando el melancólico lector se enfrenta con el libro risueño. Primero, se le disipa la melancolía, y para bien o para mal, el lector participa en el espíritu del juego. El esfuerzo de empezar un libro, sobre todo si es elogiado por personas a las que el lector joven considera en su fuero interno demasiado anti-cuadas o demasiado serias, es a menudo difícil de realizar; pero una vez hecho, las compensaciones son numerosas y variadas. Puesto que el artista maestro ha utilizado su imaginación para crear su libro, es natural y lícito que el consumidor del libro también utilice la suya.
Sin embargo, hay al menos dos clases de imagi-nación en el caso del lector. Veamos, pues, cuál de las dos es la más idónea para leer un libro. En primer lugar está el tipo, bastante modesto por cierto, que busca apoyo en emociones sencillas y es de naturaleza netamente personal (hay diversas sub-especies en este primer apartado de lectura emocio-nal). Sentimos con gran intensidad la situación ex-puesta en el libro porque nos recuerda algo que nos ha sucedido a nosotros o a alguien a quien conoce-mos o hemos conocido. O el lector aprecia el libro sobre todo porque evoca un país, un paisaje, un modo de vivir que él recuerda con nostalgia como parte de su propio pasado. O bien, y esto es lo peor que puede hacer el lector, se identifica con uno de los personajes. No es este tipo modesto de imagi-nación el que yo quisiera que utilizasen los lectores.
Así que, ¿cuál es el auténtico instrumento que el lector debe emplear? La imaginación impersonal y la fruición artística. Tiene que establecerse, creo, un equilibrio armonioso y artístico entre la mente de los lectores y la del autor. Debemos mantenernos un poco distantes y gozar de este distanciamiento a la vez que gozamos intensamente —apasionada-mente, con lágrimas y estremecimientos— de la tex-tura interna de una determinada obra maestra. Por supuesto, es imposible ser completamente objetivo en estas cuestiones. Todo lo que vale la pena es en cierto modo subjetivo. Por ejemplo, puede que voso-tros allí sentados no seáis más que un sueño mío, y puede que yo sea una de vuestras pesadillas. Lo que quiero decir es que el lector debe saber cuándo y dónde refrenar su imaginación; lo hará tratando de dilucidar el mundo específico que el autor pone a su disposición. Tenemos que ver cosas y oír cosas: visualizar las habitaciones, las ropas, los modales de los personajes de un autor. El color de los ojos de Fanny Price, protagonista de Mansfield Park, y el mobiliario de su pequeña y fría habitación, son importantes.
Cada cual tiene su propio temperamento; pero desde ahora os digo que el mejor temperamento que un lector puede tener, o desarrollar, es el que resulta de la combinación del sentido artístico con el cien-tífico. El artista entusiasta propende a ser demasiado subjetivo en su actitud respecto al libro; por tanto, cierta frialdad científica en el juicio templará el calor intuitivo. En cambio, si el aspirante a lector carece por completo de pasión y de paciencia —pasión de artista y paciencia de científico—, difícilmente go-zará con la gran literatura.


La literatura no nació el día en que un chico llegó corriendo del valle neanderthal gritando el lobo, el lobo, con un enorme lobo gris pisándole los talones; la literatura nació el día en que un chico llegó gri-tando el lobo, el lobo, sin que le persiguiera ningún lobo. El que el pobre chaval acabara siendo devo-rado por un animal de verdad por haber mentido tantas veces es un mero accidente. Entre el lobo de la espesura y el lobo de la historia increíble hay un centelleante término medio. Ese término medio, ese prisma, es el arte de la literatura.
La literatura es invención. La ficción es ficción. Calificar un relato de historia verídica es un insulto al arte y a la verdad. Todo gran escritor es un gran embaucador, como lo es la architramposa Natura-leza. La Naturaleza siempre nos engaña. Desde el engaño sencillo de la propagación de la luz a la ilu-sión prodigiosa y compleja de los colores protecto-res de las mariposas o de los pájaros, hay en la Natu-raleza todo un sistema maravilloso de engaños y sortilegios. El autor literario no hace más que seguir el ejemplo de la Naturaleza.
Volviendo un momento al muchacho cubierto con pieles de cordero que grita el lobo, el lobo, podemos exponer la cuestión de la siguiente manera: la ma-gia del arte estaba en el espectro del lobo que él inventa deliberadamente, en su sueño del lobo; más tarde, la historia de sus bromas se convirtió en un buen relato. Cuando pereció finalmente, su historia llegó a ser un relato didáctico, narrado por las no-ches alrededor de las hogueras. Pero él fue el pe-queño mago. Fue el inventor.
Hay tres puntos de vista desde los que podemos considerar a un escritor: como narrador, como maestro, y como encantador. Un buen escritor com-bina las tres facetas; pero es la de encantador la que predomina y la que le hace ser un gran escritor.
Al narrador acudimos en busca del entreteni-miento, de la excitación mental pura y simple, de la participación emocional, del placer de viajar a alguna región remota del espacio o del tiempo. Una mentalidad algo distinta, aunque no necesariamente más elevada, busca al maestro en el escritor. Propa-gandista, moralista, profeta: ésta es la secuencia ascendente. Podemos acudir al maestro no sólo en busca de una formación moral sino también de cono-cimientos directos, de simples datos. ¡Ay!, he conoci-do a personas cuyo propósito al leer a los novelistas franceses y rusos era aprender algo sobre la vida del alegre París o de la triste Rusia. Por último, y sobre todo, un gran escritor es siempre un gran en-cantador, y aquí es donde llegamos a la parte verda-deramente emocionante: cuando tratamos de captar la magia individual de su genio, y estudiar el estilo, las imágenes, y el esquema de sus novelas o de sus poemas.
Las tres facetas del gran escritor —magia, narra-ción, lección— tienden a mezclarse en una impre-sión de único y unificado resplandor, ya que la ma-gia del arte puede estar presente en el mismo esque-leto del relato, en el tuétano del pensamiento. Hay obras maestras con un pensamiento seco, limpio, organizado, que provocan en nosotros un estremeci-miento artístico tan fuerte como puede provocarlo una novela como Mansfield Park o cualquier torrente dickensiano de imaginación sensual. Creo que una buena fórmula para comprobar la calidad de una novela es, en el fondo, una combinación de precisión poética y de intuición científica. Para gozar de esa magia, el lector inteligente lee el libro genial no tanto con el corazón, no tanto con el cerebro, sino más bien con la espina dorsal. Es ahí donde tiene lugar el estremecimiento revelador, aun cuando al leer de-bamos mantenernos un poco distantes, un poco des-pegados. Entonces observamos, con un placer a la vez sensual e intelectual, cómo el artista construye su castillo de naipes, y cómo ese castillo se va con-virtiendo en un castillo de hermoso acero y cristal.



viernes, 8 de julio de 2016

FRAGMENTO. NOVELA. MARIPOSAS NEGRAS PARA UN ASESINO. Premio UNA-Palabra 2004. Cuarta Reimpresión 2015.

FRAGMENTO. NOVELA. MARIPOSAS NEGRAS PARA UN ASESINO. J.Méndez-Limbrick.
Premio UNA-Palabra 2004.
Cuarta Reimpresión 2015.
"Un amuleto ámbar. Miro detrás de él: todo es amarillo profundo... Rodeo con mis manos un cuerpo. Veo un aojador, pero no puede iniciar su mal, no puede hacerme daño alguno en su rito lobezno. Me siento tranquilo, puedo respirar lentamente. He recorrido la totalidad del laberinto de mármol blanco. Ingreso al cuarto. Es un cuarto de cristal rojo, granate. Estoy dentro de un enorme rubí, pulido, observo las paredes, las toco, las acaricio. Estoy desnudo... miro a un lado de la habitación... la mujer de cabellos rubios está... Semeja a... Tirada en el suelo - rubí me extiende la mano. Es demasiado blanca... láctea. Cada vez que sus ojos me miran algo dentro de mí relampaguea.
Siento que es inevitable no acercarme a ella, no me importa que tenga la saliva y el beso de un áspid, siempre llegaré a su presencia, algo me compele, me conmina, yo obedezco a ese mandato, a esa orden.
Contemplo sus ojos celestes, una leve sonrisa reverbera en sus labios, una dulce y delicada sonrisa que comprendo y me comprende. Hace un ademán. Su blancura resalta con el rojo de la habitación.
Abro las palmas de mis manos, las extiendo en el aire para que ella haga lo mismo, para que llegue con la yema de sus dedos... percibo su fragilidad, un poco redondeados en sus extremos, es una sensación placentera y tibia.
Torpemente sus manos adolescentes acarician mi sexo. Yo acaricio su cabellera rizada, sus bucles sedosos, los tengo en mis manos, me acerco, huelo su piel, su nuca. Una especie de embriaguez invade mis sentidos. Me siento desfallecer antes de saborear sus besos y su lengua. Me derrumbo en el más completo de los abismos: su cuerpo desnudo que sujeto. Nos acariciamos, el color granate nos envuelve, nos sostiene en su regazo materno. Ella me recuerda otra época más antigua, una época oscura y tenebrosa de juegos extraños... El tiempo deja de existir. Ella todo lo abarca y lo consume: ella desborda los límites de lo impensable... Me devora y yo la devoro: es la ambrosía”.

jueves, 7 de julio de 2016

Introducción Vladimir Nabokov Curso de literatura europea.John Updike.


 Introducción
Vladimir Nabokov
Curso de literatura europea
Vladimir Vladimirovich Nabokov nació en 1899, aniversario del nacimiento de Shakespeare, en San Petersburgo (hoy Leningrado), en el seno de una familia rica y aristocrática. Tal vez su apellido deriva de la misma raíz árabe que la palabra nabab, intro-ducida en Rusia por el príncipe tártaro del siglo XIV, Nabok Murza. Desde el siglo XVIII, los Nabokov habían ocupado distinguidos cargos militares y gu-bernamentales. El abuelo de nuestro autor, Dmitri Nikolaevich, fue ministro de justicia durante el rei-nado de los zares Alejandro II y Alejandro III; su hijo, Vladimir Dmitrievich, renunció a ciertas pers-pectivas de futuro en los círculos de la corte para incorporarse, como político y periodista, a la lucha infructuosa por la democracia constitucional en Ru-sia. Fue un liberal valeroso y combativo que sufrió la cárcel durante tres meses en 1908; él y su familia inmediata mantuvieron sin temor una lujosa vida de clase alta repartida entre la casa de la ciudad, cons-truida por su padre en la Admiralteiskaya, elegante zona de San Petersburgo, y la finca de Vyra, apor-tada al matrimonio por su esposa —quien pertene-cía a la inmensamente rica familia Rukavishnikov— como parte de la dote. El primer hijo que les vivió, Vladimir, recibió, en nombre de sus hermanos, una generosísima cantidad de amor y cuidado paternos. Fue precoz, animoso, enfermizo al principio y robus-to después. Un amigo de la familia lo recordaba como un «chico esbelto, bien proporcionado, de cara ale-gre y expresiva, y unos ojos penetrantes e inteligen-tes que le brillaban con destellos de burla».
V. D. Nabokov era algo anglofilo, y cuidó de que sus hijos recibieran una formación tanto inglesa como francesa. Su hijo declara en su autobiografía Speak, Memory: «Aprendí a leer en inglés antes de que supiese leer en ruso», y recuerda una temprana «sucesión de niñeras e institutrices inglesas», así como un desfile de prácticos productos anglosajones: «De la tienda inglesa de la Avenida Nevski llegaba en constante procesión toda clase de dulces y cosas agradables: bizcochos, sales aromáticas, barajas, rompecabezas, chaquetas a rayas, pelotas de tenis.» De los autores tratados en este volumen, probable-mente fue Dickens el primero que conoció: «Mi pa-dre era experto en Dickens, y hubo un tiempo, siendo nosotros niños, en que nos leía en voz alta páginas de este autor, en inglés, naturalmente.» Cuarenta años después, Nabokov escribía a Edmund Wilson: «Quizá el que nos leyera en voz alta, durante las tardes de lluvia en el campo, Grandes Esperanzas... cuando era yo un chico de doce o trece años, me impidió mentalmente releer a Dickens más tarde.» Fue Wil-son quien atrajo la atención de Nabokov hacia Casa Desolada en 1950. Sobre las lecturas de su niñez, Nabokov comentó a un entrevistador de Playboy: «Entre los diez y los quince años pasados en San Petersburgo, debí de leer más novelas y poesías —in-glesas, rusas y francesas— que en ningún otro perío-do de cinco años del resto de mi vida. Disfruté espe-cialmente con las obras de Wells, Poe, Browning, Keats, Flaubert, Verlaine, Rimbaud, Chejov, Tolstoi, y Alexander Blok. En otro plano, mis héroes eran Pimpinela Escarlata, Phileas Fogg y Sherlock Hol-mes.» Este último tipo de lecturas puede contribuir a explicar la sorprendente aunque simpática inclu-sión de una obra como el brumoso relato gótico-victoriano de Stevenson El Dr. Jekyll y Mr. Hyde, en su curso sobre clásicos europeos.
Una institutriz francesa, la robusta y recordada Mademoiselle, fue a residir a casa de los Nabokov cuando el joven Vladimir tenía seis años, y aunque Madame Bovary no estaba incluida en la lista de novelas francesas que ella tan ágilmente leía en voz alta («su fina voz corría y corría sin flaquear, sin la menor dificultad o vacilación») para los niños que tenía a su cargo —«lo teníamos todo: Les Malheurs de Sophie, Le Tour du Monde en Quatre Vingts Jours, Le Petit Chose, Les Misérables, Le Comte de Monte Cristo, y muchas más»—, el libro de Flaubert estaba indudablemente en la biblioteca de la familia. Tras el absurdo asesinato de V. D. Nabokov en Ber-lín en 1922, «un compañero suyo de estudios con el que había hecho un viaje en bicicleta por la Selva Negra, le envió a mi madre, viuda, el volumen Madame Bovary que mi padre había llevado consigo en-tonces, y en cuyas guardas había escrito: “Perla insu-perable de la literatura francesa”, juicio que aún sigue siendo válido». En otro pasaje de Speak, Me-mory, Nabokov refiere su entusiasmo al leer la obra de Mayne Reid, escritor irlandés de novelas del Oeste americano, y comenta a propósito de los im-pertinentes que tiene una de las heroínas sitiadas de Reid: «Esos impertinentes los encontré después en manos de Madame Bovary; más tarde los tenía Anna Karenina, y luego pasaron a ser propiedad de la dama del perrito faldero, de Chejov, la cual los perdió en el muelle de Yalta.» En cuanto a la edad en que leyó por primera vez este estudio clásico del adulterio, sólo podemos suponer que fue temprana; leyó Guerra y paz por primera vez cuando tenía once años, «en Berlín, en un sofá de nuestro piso rococó de Privatstrasse, que daba a un jardín sombrío, hú-medo, negro, con alerces y gnomos que se han que-dado en ese libro, como una vieja postal, para siempre».
A esta misma edad de once años, Vladimir, tras haber recibido toda su instrucción en casa, fue ma-triculado en el colegio relativamente progresista de Tenishev, San Petersburgo, donde sus profesores le acusaron «de no ajustarme a mi ambiente; de “pre-sumir” (sobre todo de salpicar mis apuntes rusos con términos franceses e ingleses, que me salían espontá-neamente); de negarme a tocar las toallas sucias y mojadas de los lavabos; de pegar con los nudillos en mis peleas, en vez de emplear el gesto amplio del puñetazo con la parte inferior del puño, como hacen los camorristas rusos». Otro alumno del Tenishev, Osip Mandelstam, llamaba a los estudiantes de ese centro «pequeños ascetas, monjes recluidos en su propio monasterio infantil». El estudio de la litera-tura rusa ponía el acento en el Ruso medieval —la influencia bizantina, las crónicas antiguas— y prose-guía con un minucioso estudio de la obra de Pushkin, hasta llegar a las obras de Gogol, Lermontov, Fet y Turgueniev. Tolstoi y Dostoyevski no estaban en el programa. Al menos un profesor, Vladimir Hippius, «poeta de primera fila aunque algo esotérico a quien yo admiraba bastante», dejó honda huella en el joven estudiante: a los dieciséis años, Nabokov publicó una colección de poemas; Hippius «llevó a clase un ejemplar, y provocó un delirante estallido de risas entre la mayoría de mis compañeros de clase, dedi-cando su feroz sarcasmo (era un hombre colérico de pelo rojizo) a mis versos románticos».
Nabokov terminó los estudios secundarios cuando su mundo se estaba derrumbando. En 1919, su fami-lia emigró: «Se dispuso que mi hermano y yo fuéra-mos a Cambridge, con una beca concedida más para compensar las tribulaciones políticas que en recono-cimiento de los méritos intelectuales.» Estudió lite-ratura rusa y francesa, como en el Tenishev, jugó al fútbol, escribió poesía, cortejó a diversas jovencitas, y no visitó ni una sola vez la biblioteca de la univer-sidad. Entre los recuerdos sueltos de sus años univer-sitarios está el de «P. M. entrando en tromba en mi habitación con un ejemplar de Ulises recién traído de contrabando de París». En una entrevista para Paris Review, Nabokov nombra a su condiscípulo Peter Mrosovsky, y admite que no leyó el libro entero hasta quince años después, aunque le «gustó enormemente». En París, a mediados de los años treinta, él y Joyce se vieron unas cuantas veces. En una de esas ocasiones Joyce asistió a un recital de Nabokov. Este sustituía a un novelista húngaro repentinamente in-dispuesto, ante un auditorio escaso y heterogéneo: «Un consuelo inolvidable fue ver a Joyce sentado, con los brazos cruzados y las gafas relucientes, en medio del equipo de fútbol húngaro.» En otra desafortunada ocasión, en 1938, cenaron juntos con sus mutuos amigos Paul y Lucie Léon; Nabokov no recordaba nada de su conversación; Vera, su mujer, contaba que «Joyce preguntó los ingredientes exactos del myod, “aguamiel” rusa, y que cada cual le dio una receta distinta». Nabokov desconfiaba de estas reu-niones sociales de escritores, y en una carta anterior a Vera le refería una versión del único, legendario e infructuoso encuentro entre Joyce y Proust. ¿Cuán-do leyó Nabokov a Proust por primera vez? El nove-lista inglés Henry Green, en su biografía Pack my Bag, dice del Oxford de principios de los años veinte que «cualquiera que pretendiese tener interés por escribir bien y supiese francés conocía a su Proust». Probablemente, en Cambridge las cosas no eran muy distintas, aunque de estudiante, Nabokov estuvo in-merso en su propio rusianismo hasta un grado obse-sivo: «El miedo a perder o corromper, por influen-cias extrañas, lo único que yo había salvado de Rusia —su lengua—, se me volvió decididamente patoló-gico...» En cualquier caso, con ocasión de la pri-mera entrevista concedida, en 1932, al corresponsal de un periódico de Riga, Nabokov llega a decir, re-chazando la insinuación de cualquier influencia ale-mana en su obra durante sus años en Berlín: «Sería más adecuado hablar de una influencia francesa: me entusiasman Flaubert y Proust.»
Aunque Nabokov vivió más de quince años en Berlín —para el elevado nivel de sus conocimientos lingüísticos—, no llegó a aprender nunca el alemán. «Hablo y leo muy mal el alemán», dijo al entrevistador de Riga. Treinta años más tarde, en una en-trevista filmada para la Bayerischer Rundfunk, se extendía sobre el particular: «Al mudarnos a Berlin, me acometió un miedo espantoso de que se me estropeara mi precioso sustrato ruso aprendiendo alemán con soltura. Mi aislamiento lingüístico se vio facilitado por el hecho de vivir en un círculo cerrado de amigos rusos emigrantes, y leer periódicos, revis-tas y libros exclusivamente rusos. Mis únicas incur-siones en la lengua local se reducían a los saludos que intercambiaba con mis sucesivas patronas y pa-tronos, y a las necesidades rutinarias de las compras: Ich möchte etwas Schinken. Ahora siento haberlo hecho tan mal; lo siento desde el punto de vista cultural.» Sin embargo, conocía desde la niñez obras de entomología en alemán, y su primer éxito lite-rario fue la traducción de algunas canciones de Heine para un cantante de conciertos ruso. Su mu-jer sabía alemán; con su ayuda, años más tarde revisó las traducciones de sus propias obras a dicha lengua, y se atrevió a mejorar, en sus clases sobre La metamorfosis, la versión inglesa de Willa y Edwin Muir. No hay motivo para dudar de lo que afirma en su introducción a la traducción de su novela bas-tante kafkiana, Invitado a una decapitación: que en la época en que la escribió (1935), no había leído nada de Kafka. En 1969 dijo al entrevistador de la BBC: «No sé alemán, así que no pude leer a Kafka antes de mil novecientos treinta y tantos, en que apa-reció La métamorfose en La nouvelle revue fran-çaise»; dos años más tarde declaraba a una emisora bávara: «Leí a Goethe y a Kafka en regard, como hice con Homero y Horacio.»
La autora que encabeza este curso es el último de los estudios incorporados por Nabokov. Podemos seguir con cierta precisión dicho acontecimiento en The Nabokov-Wilson Letters (Harper & Row, 1978). El 17 de abril de 1950, Nabokov escribió a Edmund Wilson desde Cornell, donde acababa de obtener un puesto académico: «El año que viene voy a dar un curso titulado “Novelística europea” (siglos XIX y XX). ¿Qué escritores ingleses (de novelas o relatos) me sugiere? Necesito al menos dos.» Wilson contestó en seguida: «En cuanto a los novelistas ingleses, en mi opinión, los dos más grandes sin duda (dejando aparte a Joyce, puesto que es irlandés) son Dickens y Jane Austen. Intente releer, si no lo ha hecho ya, el Dickens de Casa Desolada o de La pequeña Dorrit. A Jane Austen merece la pena leerla entera: hasta sus fragmentos son admirables.» El 5 de mayo, Na-bokov le volvió a escribir: «Le agradezco su suge-rencia respecto a mi curso de novelística. No me gusta Jane; en realidad tengo ciertos prejuicios con-tra todas las escritoras. Están en otra categoría. No soy capaz de ver nada en Orgullo y prejuicio... pon-dré a Stevenson en lugar de Jane A.» Wilson replicó: «Se equivoca respecto a Jane Austen. Creo que debe-ría leer Mansfield Park... Para mí, está entre la me-dia docena de los mejores escritores ingleses (los otros son Shakespeare, Milton, Swift, Keats y Dic-kens). Stevenson es de segunda fila. No sé por qué le admira usted tanto; aunque, sin duda, ha escrito algunos relatos bastante buenos.» Finalmente, cosa rara en él, Nabokov capituló, y escribió el 15 de mayo: «Voy por la mitad de Casa Desolada... avanzo despacio debido a las numerosas notas que tengo que tomar con vistas a las clases. Es muy buena... He adquirido Mansfield Park, y creo que la utilizaré también en mi curso. Gracias por sus utilísimas suge-rencias.» Seis meses más tarde, escribió a Wilson con cierto júbilo:

«Pienso hacer la memoria de la primera mitad del curso sobre los dos libros que usted me aconsejó que abordara con mis estudiantes. Respecto a Mans-field Park, les he hecho leer las obras mencionadas por los personajes de la novela —los dos primeros cantos del Lay of the last Minstrel, The Task de Cowper, ciertos pasajes de Enrique VIII, el cuento de Crabbe The Parting Hour, algunos trozos de The Idler de Johnson, el discurso de Browne a A Pipe of Tabacco (imitación de Pope), el Viaje sentimental de Sterne (todo el pasaje de la verja y la falta de la llave procede de ahí... y el del estornino) y natu-ralmente, Lover’s Vows, en la inimitable (y mondante) traducción de la señora Inchbald... Creo que me he divertido más que mis alumnos.»

Durante sus primeros años en Berlín, Nabokov se ganó la vida dando clases en cinco materias inve-rosímiles: inglés, francés, boxeo, tenis y prosodia. En los años posteriores de exilio, los recitales públi-cos en Berlín y otros centros de emigrados como Praga, París y Bruselas, le dieron más dinero que la venta de sus obras en ruso. Así, salvo la falta de un título superior, no carecía de preparación, a su llegada a América en 1940, para desempeñar la fun-ción de profesor, actividad que iba a ser, hasta la publicación de Lolita, su principal fuente de ingre-sos. En Wellesley dio por primera vez (1941) una serie de conferencias, entre cuyos títulos —«La dura realidad en torno a los lectores», «Un siglo de exilio», «El extraño destino de la literatura rusa»— hay uno que se incluye en este volumen: «El arte de la lite-ratura y el sentido común.» Hasta 1948, vivió con su familia en Cambridge (en Craigie Circle, 8; el do-micilio que conservó más tiempo, hasta que el Hotel Palace de Montreux le acogió definitivamente en 1961), distribuyendo su tiempo entre dos cargos aca-démicos: el de profesor residente del Wellesley College, y el de investigador del Departamento de Entomología perteneciente al Museo de Zoología Comparada de Harvard. Trabajó intensamente en esos años, y fue hospitalizado dos veces. Además de inculcar los rudimentos de la gramática rusa en la cabeza de las jovencitas, y estudiar las minúsculas estructuras de los órganos genitales de las maripo-sas, se dio a conocer como escritor americano, publi-cando dos novelas (una escrita en inglés en París), un libro excéntrico e ingenioso sobre Gogol, y varios relatos, recuerdos y poemas de una originalidad y un impulso asombroso que aparecieron en The At-lantic Monthly y The New Yorker. Entre el creciente grupo de admiradores de sus obras en inglés estaba Morris Bishop, virtuoso del verso chispeante y direc-tor del Departamento de Lenguas Románicas de Cor-nell quien organizó una eficaz campaña para que contratasen a Nabokov y lo sacaran de Wellesley, donde su cargo de profesor residente no era ni remunerador ni seguro. Según evoca Bishop en «Nabokov at Cornell» (TriQuarterly, n.º 17, Invierno 1970: nú-mero especial dedicado a Nabokov en el septuagési-mo aniversario de su nacimiento), Nabokov fue nom-brado profesor adjunto de Lengua Eslava, y al principio daba un curso medio de literatura rusa y un curso superior sobre un tema especial, normal-mente Pushkin o el movimiento modernista en la literatura rusa... Como sus clases de ruso eran inevi-tablemente reducidas y pasaban casi inadvertidas, se le asignó un curso en inglés sobre los maestros de la novelística europea. Según Nabokov, el mote de «Literatura Sucia» por el que se conocía la clase de Literatura 311-312, «era un chiste heredado: se lo habían aplicado a la clase de mi inmediato antecesor, un colega melancólico, amable y aficionado a la be-bida que estaba más interesado en la vida sexual de los autores que en sus libros».
Un antiguo estudiante del curso, Ross Wetzsteon, colaboró en el número especial de la revista TriQuar-terly con una evocación afectuosa de Nabokov como profesor. «“¡Acariciad los detalles”, decía Nabokov, haciendo vibrar la r, y su voz era como la áspera caricia de la lengua de un gato, “los divinos deta-lles!”» El profesor insistía en los cambios que apa-recían en cada traducción, y garabateaba un capri-choso diagrama en la pizarra rogando con ironía a sus estudiantes que copiasen «esto exactamente como lo trazo yo». Su pronunciación hacía que la mitad de la clase escribiese «epidramático» donde él decía «epigramático». Wetzsteon concluye: «Nabokov fue un gran profesor, no porque enseñara la materia bien, sino porque daba ejemplo e inculcaba en sus estudiantes una actitud profunda y afectuosa hacia ella.» Otro superviviente de Literatura 311-312 cuenta que Nabokov empezaba el curso con las palabras: «Los asientos están numerados. Desearía que cada uno eligiese un sitio y lo conservase siempre. Lo digo porque quiero asociar vuestras caras a vuestros nom-bres. ¿Estáis todos a gusto con el que habéis ele-gido? Bien. No habléis, no fuméis, no hagáis punto, no leáis el periódico, no durmáis y, por el amor de Dios, tomad apuntes.» Antes de un examen, decía: «Todo lo que necesitáis es una cabeza despejada, un cuaderno de ejercicios, tinta, pensar, abreviar los nombres evidentes —por ejemplo, Madame Bovary—. No infléis de elocuencia la ignorancia. A menos que me presentéis un certificado médico, no dejaré salir a nadie al servicio.» Como profesor, era entusiástico, electrizante, evangélico. Mi mujer, que asistió a sus últimas clases —los cursos de primavera y otoño de 1958—, antes de que se enriqueciera de repente con la publicación de Lolita y se tomara unas va-caciones que ya no terminarían, se sentía tan honda-mente fascinada que un día asistió a clase con una fiebre lo bastante alta como para ingresar en la en-fermería a continuación. «Yo sentía que podía ense-ñarme a leer. Estaba convencida de que podía dar-me algo que me duraría toda la vida... y me lo dio.» Hasta hoy, no es capaz de tomar en serio a Thomas Mann, y no ha cedido un ápice en el dogma central que adquirió en Literatura 311-312: «El estilo y la estructura son la esencia de un libro; las grandes ideas son idioteces.»
Sin embargo, hasta su rara estudiante ideal podía ser presa de la picardía de Nabokov. Cuando nues-tra señorita Ruggles, tierna joven de veinte años, fue al fondo de la clase a recoger su cuaderno de ejer-cicios de entre el revoltijo de exámenes allí desparra-mados, no lo encontró, de modo que tuvo que acudir al profesor. Nabokov estaba de pie en la tarima, apa-rentemente abstraído, ordenando sus papeles. Ella le pidió perdón y le dijo que su cuaderno no estaba entre los demás. El se inclinó, con las cejas levan-tadas: «¿Cómo se llama?» Se lo dijo, y con una rapidez de prestidigitador sacó el cuaderno de detrás de él. Tenía la nota 97. «Quería ver», le dijo a la mu-chacha, «cómo era un genio». Y la miró fríamente de arriba abajo, mientras ella se ruborizaba; eso fue todo lo que hablaron. A propósito, mi mujer no recuerda haber oído llamar a esta clase «Literatura Sucia». Entre los estudiantes se decía simplemente «Nabokov».
Siete años después de retirarse, Nabokov recor-daba esta clase con sentimientos encontrados: «Mi método de enseñanza me impedía un autén-tico contacto con los estudiantes. Todo lo más, regur-gitaban unos cuantos trozos de mi cerebro en los exámenes... Yo trataba en vano de sustituir mis apariciones ante el atril por cintas grabadas para que las escuchasen en la radio de la facultad. Por otro lado, me divertían mucho las risitas de apre-ciación en tal o cual lugar del aula, en tal o cual pasaje de mi conferencia. Mi mayor compensación está en aquellos estudiantes míos que diez o quince años después aún me escriben para decirme que ahora comprenden lo que yo les pedía cuando les enseñaba a visualizar el peinado mal traducido de Emma Bovary, o la disposición de las habitaciones en casa de los Samsa...»


En más de una entrevista transmitida en tarje-tas de 8 x 11 cm desde el Montreux-Palace, prometió la publicación de un libro basado en sus clases de Cornell; pero (debido a que trabajaba en otras obras, como su tratado ilustrado sobre Butterflies in Art y la novela Original of Laura), el proyecto todavía estaba en el aire cuando la muerte sorprendió a este gran hombre, en el verano de 1977.
Aquí están ahora las maravillosas conferencias, todavía con un fragante olor a clase, olor que una revisión rigurosa podría haber eliminado. Lo que hemos oído y leído sobre ellas no nos hacía prever su asombroso y envolvente calor pedagógico. La juventud y, en cierto modo, la feminidad del audi-torio han penetrado en la voz ardiente e incisiva del profesor. «El trabajo con este grupo ha supuesto una asociación especialmente agradable entre la fuen-te de mi voz y un jardín de oídos: unos abiertos, otros cerrados, muchos de ellos muy receptivos, unos pocos meramente ornamentales, pero todos humanos y divinos.» Nabokov nos leerá largos párrafos, como le leyeron al joven Vladimir Vladimirovich su padre, su madre, y Mademoiselle. Durante estos trozos de citas, debemos imaginarnos el acierto, el placer con-tagioso y retumbante, el poder teatral de este pro-fesor que, aunque ahora grueso y calvo, fue en otro tiempo atleta y compartió la tradición rusa de la presentación oral apasionada. Por lo demás, la ento-nación, el guiño, la sonrisa, el zarpazo excitado, están presentes en la prosa, una prosa oral y transparente, ágil y brillante, propensa a la metáfora y al retrué-cano; manifestación deslumbrante, para aquellos afortunados estudiantes de Cornell de los remotos años cincuenta, de una sensibilidad artística irre-sistible. La fama de Nabokov como crítico literario, hasta ahora circunscrita, en inglés, a su laborioso monumento a Pushkin y a sus arrogantes rechazos de Freud, Faulkner y Mann, se ve beneficiada con el testimonio de estas generosas y pacientes apre-ciaciones, ya que abarcan desde la descripción del estilo «hoyuelo» de Jane Austen y su propia y sin-cera identificación con el gusto de Dickens, a su reverente explicación del contrapunto de Flaubert y su forma encantadoramente sobrecogida —como el chico que desarma su primer reloj— de poner al des-cubierto el tictac de las afanosas sincronizaciones de Joyce. Desde muy pronto, Nabokov disfrutó hon-damente con las ciencias exactas, y sus horas dicho-sas pasadas en la quietud luminosa del examen mi-croscópico se reflejan en su delicado análisis del tema del caballo de Madame Bovary o en los sueños entretejidos de Bloom y Dedalus; el estudio de los lepidópteros le situó en un mundo más allá del sen-tido común, en el que en el ala trasera de una mari-posa «una gran mancha redonda imita una gota de líquido con tan misteriosa perfección que la raya que cruza el ala se desvía ligeramente al atravesarla», donde «cuando la mariposa debe adoptar el aspecto de una hoja, no sólo tiene bellamente representa-dos todos los detalles de la hoja, sino que mues-tra generosamente señales que imitan los agujeros causados por las larvas». Así pues, pedía a su propio arte y al de los demás algo extra —un toque de ma-gia mimética o de engañosa duplicidad—, que era sobrenatural y surreal en el sentido riguroso de estas palabras degradadas. Cuando no existía este cabri-lleo de lo gratuito, de lo sobrehumano, de lo no uti-litario, se mostraba violento e impaciente, con unos términos que denotaban una falta de humanidad y una inflexibilidad propias de lo inanimado: «Hay muchos autores reconocidos que no existen senci-llamente para mí. Sus nombres están grabados sobre tumbas vacías, sus libros son ficticios...» Cuando descubría ese cabrilleo capaz de producir un estre-mecimiento en la espina dorsal, su entusiasmo lle-gaba mucho más allá de lo académico, y se convertía en un profesor inspirado, y desde luego inspirador.
Unas conferencias que se presentan a sí mismas con tanto ingenio y agudeza, y que no ocultan sus prejuicios y sus supuestos, no necesitan más intro-ducción. Los años cincuenta, con su énfasis en el espacio particular, su actitud desdeñosa respecto a los intereses públicos, su sensibilidad para el arte solitario y libre de todo compromiso, y su fe neocriticista en que toda información esencial está con-tenida en la obra misma, fueron un marco más apro-piado para las ideas de Nabokov de lo que habrían podido ser los decenios siguientes. Pero el enfoque de Nabokov habría parecido radical en cualquier época, pues supone una separación entre la realidad y el arte. «La verdad es que las grandes novelas son grandes cuentos de hadas... y las novelas de esta serie lo son en grado sumo... La literatura nació el día en que un chico llegó gritando el lobo, el lobo, sin que ningún lobo lo persiguiera.» Pero el chico que gritaba «el lobo» provocó la ira de su tribu, y ésta dejó que pereciera. Otro sacerdote de la imagi-nación, Wallace Stevens, llegó a afirmar que «si que-remos formular una teoría precisa de la poesía, será necesario examinar la estructura de la realidad, dado que la realidad es un marco de referencia esencial para la poesía». Para Nabokov, en cambio, la rea-lidad no es una estructura, sino más bien un esque-ma o hábito engañoso e ilusorio: «Todo gran escritor es un gran embaucador; pero también lo es la architramposa Naturaleza. La Naturaleza engaña siem-pre.» En su estética, presta poca atención al placer humilde del reconocimiento y a la virtud obtusa de la verdad. Para Nabokov, el mundo —materia prima del arte— es en sí mismo una creación artística, tan inconsistente e ilusoria que parece dar a entender que una obra maestra puede hacerse a base de un soplo tenue, merced a un puro acto de la voluntad imperial del artista. Sin embargo, obras como Mada-me Bovary y Ulises brillan con el calor de la resis-tencia que la voluntad de manipular encuentra en objetos banales, pesadamente reales. La amistad, el odio, el amor desamparado que damos a nuestros cuerpos y destinos se unen en esos escenarios trans-mutados de Dublin y de Rouen; lejos de ellos, en obras como Salambô y Finnegans Wake, Joyce y Flaubert ceden la palabra a su yo elegante y soña-dor, y son devorados por sus propias aficiones. En su lectura apasionada de La metamorfosis, Nabokov acusa de «mediocridad que rodea al genio» a la fami-lia burguesa y filistea de Gregor Samsa, sin recono-cer, en el núcleo mismo del patetismo de Kafka, lo mucho que Gregor necesita y adora a estos habitan-tes de lo mundano, posiblemente estúpidos, pero también vitales y concretos. La ambivalencia omni-presente en la rica tragicomedia kafkiana no tiene sitio en el credo de Nabokov; sin embargo, en la práctica artística, en una obra como Lolita abunda con una formidable profusión de detalles: «Percibid los datos seleccionados, impregnados, agrupados», dice su propia fórmula.
Los años en Cornell fueron fecundos para Nabo-kov. Al llegar allí completó Speak, Memory. Fue en un patio trasero de Ithaca donde su mujer le im-pidió quemar los difíciles principios de Lolita, que terminó en 1953. Los relatos alegres de Pnin fueron escritos enteramente en Cornell, en sus bibliotecas llevó a cabo las heroicas investigaciones para su tra-ducción de Eugene Onegin, y Cornell se refleja afec-tuosamente en el ambiente universitario de Pale Fire. Cabe imaginar que su traslado doscientas millas al interior de la costa este, con sus frecuentes excur-siones de verano al lejano Oeste, le ayudaron a en-contrar un asidero más sólido en su «hermoso, soña-dor, e inmenso país» de adopción (según palabras de Humbert Humbert). Nabokov contaba casi cincuenta años cuando llegó a Ithaca, y tenía sobrados motivos para encontrarse artísticamente agotado. Había sido exiliado dos veces, de Rusia por los bolcheviques y de Europa por Hitler; y había escrito un brillante conjunto de obras en lo que no era ya sino una lengua moribunda, destinadas a un público de emi-grados que iba desapareciendo inexorablemente. Sin embargo, en su segundo decenio americano logró aportar una audacia nueva a la literatura americana, y ayudar a revivir la vena nativa de la fantasía, cosa que le supuso la riqueza y la fama internacional. Es grato suponer que las relecturas a que le obligó la preparación de este curso a comienzos del decenio, y las amonestaciones y entusiasmos repetidos en las explicaciones de cada clase, contribuyeron espléndi-damente a redefinir la fuerza creadora de Nabokov, y a descubrir en su prosa de esos años, algo de la delicadeza de Austen, del brío de Dickens, y del «deli-cioso sabor a vino» de Stevenson, incorporado al ini-mitable brebaje del propio Nabokov. Sus autores americanos favoritos eran, según confesó una vez, Melville y Hawthorne, y es de lamentar que no lle-gara a abordarlos en sus cursos. Pero agradezcá-mosle las clases que vuelven a cobrar vida y que ahora están aquí de forma permanente: Son unas ventanas asomadas a siete obras maestras, tan lla-mativas como «el diseño arlequinado de los cristales de colores» a través de los cuales Nabokov, de niño, en la época en que le leían en el porche de su casa de verano, se asomaba al jardín familiar.

John Updike
Fuente:
Titulo original: Lectures On Literature 
Traducción: Francisco Torres Oliver 
1.ª edición: setiembre, 1983
Editorial Bruguera, Barcelona (España)
1980 by the estate of Vladimir Nabokov

Alejandra Pizarnik & León Ostrov Cartas. N.8.


Carta N.º 8
Querido León Ostrov:
Gracias por sus cartas y por lo de Vallejo y por lo que me dice y por cómo me lo dice. Por ahora todo va bien. Aquí está por estallar una guerra civil pero no se lo siente. Y aunque se lo sienta… (Dostoievski decía que podría muy bien caer todo con todos «con tal que yo pueda tomar mi taza de té»). El cielo fue blanco este mes, fue una ausencia, fue mi amor este cielo: era una tregua, un puente entre dos mundos. Me gustaría saber de Buenos Aires, es decir, de usted y de unos pocos más que quiero.
Le envío estas pocas líneas porque son para decirle que he recibido, me han llegado, sus dos últimas cartas. Dentro de poco le enviaré la mía propiamente dicha, que será enorme y problemática y enamorada del primer pronombre como todas las anteriores. Deseo enormemente que puedan venir cuanto antes a París. No se preocupe por mis direcciones ni mis cambios de domicilio que merecen por lo menos un Proust para referirlos. Escríbame siempre al Consulado. Abrazos para usted y Aglae y Andrea,
 Alejandra
1 de noviembre de 1960.

martes, 5 de julio de 2016

LECTURAS. FRAGMENTOS. NOVELA: LA MONTAÑA MÁGICA. Páginas: 813,814,815.


LECTURAS. FRAGMENTOS. La Montaña Mágica. Thomas Mann.
 "No es posible explicar los tormentos que sufro, la sed y el deseo que siento de ella; desearía decir que eso será mi muerte, pero no se puede ni vivir ni morir con ello. Durante su ausencia me sentía mejor, la perdía poco a poco de vista. Pero desde que ha regresado y la tengo cada día ante mis ojos, me siento tan desesperado que me muerdo los brazos, gesticulo en el vacío y no sé que hacer. No debería existir semejante cosa, pero no me atrevo a desear que no exista. Cuando uno siente eso no puede desear que este sentimiento no exista, pues sería abolir la propia vida que está amalgamada con él; ¿de que serviría morir? Después sí, ¡con placer! ¡En sus brazos, con mucho gusto! Pero antes es estúpido, pues la vida es el deseo, es el deseo de vivir, que no puede volverse contra sí mismo, y de esta manera, ¡condenación!, nos hallamos continuamente cogidos. Y cuando digo «condenación» no es más que una manera de hablar, lo digo como si fuese otro, pues yo mismo no puedo pensar. Hay muchas torturas, y el que sufre una tortura quiere verse liberado, lo quiero a todo trance, a toda costa. Pero uno no puede verse liberado de la tortura del deseo carnal más que a condición de satisfacerlo, no hay otro medio, no hay otro camino. Cuando uno no experimenta esto, no puede comprenderlo, pero cuando lo experimenta se comprende a Cristo y las lágrimas fluyen a los ojos. ¡Dios del cielo! ¡Qué cosa más singular que nuestra carne desee de ese modo la carne, sencillamente porque no es nuestra carne y pertenece a otra alma! ¡Qué extraño y, mirando más de cerca, qué poca cosa! Se podría decir: si la carne no desea nada más que eso, ¡séale concedido en el nombre de Dios! ¿Es que quiero derramar su sangre? ¡No quiero más que acariciarla! Castorp, mi querido Castorp, perdóneme que gima de esta manera, pero ¿no podría entregárseme? Hay en esto algo muy elevado, no soy una bestia; a mi manera soy yo, a pesar de todo, un hombre. ¡El deseo de la carne va en todos los sentidos, no está atado, no está fijo, y por eso lo llamamos bestial! Pero cuando se ha fijado sobre una persona humana con un rostro, nuestros labios hablan de amor. No es únicamente su torso lo que yo deseo, o la muñeca de carne de su cuerpo, pues si su rostro fuese de una forma tan sólo un poco diferente cesaría tal vez de desearla toda entera, y se ve claramente que es su alma lo que yo amo con mi alma, ya que el amor hacia un rostro es el amor del alma...
—¿Que le pasa, Wehsal? ¡Se halla fuera de sí y habla en un tono extraño!
—Pero por otra parte, y aquí está precisamente la desgracia —continuó diciendo el pobre hombre— es precisamente que ella tenga su alma, que sea un ser humano provisto de cuerpo y alma, ya que su alma no quiere saber nada de la mía, y su cuerpo no quiere saber nada del mío. ¡Qué tristeza y qué miseria! ¡Por eso mi deseo está condenado a la vergüenza y mi cuerpo se retuerce eternamente! ¿Por qué no quiere saber nada de mí, ni por el cuerpo ni por el alma? ¿No soy, acaso, un hombre? Un hombre repugnante, ¿no es un hombre? Soy un hombre en la más alta expresión de la palabra, se lo juro. Soy capaz de realizar proezas sin precedentes si ella me abre el remo de las delicias de sus brazos, que son tan bellos porque forman parte del aspecto de su alma. Le daría todas las voluptuosidades del mundo, Castorp, si no se tratase más que de cuerpos y no de almas, si no hubiese su alma maldita que no quiere saber nada de mí, pero sin la cual yo no desearía tal vez todo su cuerpo. Ése es un infierno de todos los diablos y por eso me retuerzo eternamente...".

lunes, 4 de julio de 2016

Vicente Blasco Ibañez. Novela: Los cuatro jinetes del Apocalipsis.


RESEÑA:
En `Los cuatro jinetes del Apocalipsis` Blasco Ibáñez narra la historia de dos familias ideológicamente enfrentadas, los Desnoyers y los Von Hartrott, que combatirán en bandos opuestos en la Primera Guerra Mundial. La Guerra, el Hambre, la Peste y la Muerte son los cuatro jinetes de los que el autor se sirve para representar el avance del horror y la desolación que desgarran la Europa inmersa en el conflicto bélico. La novela alcanzó tal éxito mundial que en 1921 `The Illustrated London News` afirmó que era el libro más leído del mundo aparte de la Biblia. Después llegarían las adaptaciones al cine de Hollywood de un relato que trasciende más allá de los límites cronológicos para denunciar la eterna propensión humana a las guerras.
Enrico Pugliatti.

(Fragmento). Novela.
LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS.
“PRIMERA PARTE
I
En el jardín de la Capilla Expiatoria
Debían encontrarse á las cinco de la tarde en el pequeño jardín de la Capilla Expiatoria, pero Julio Desnoyers llegó media hora antes, con la impaciencia del enamorado que cree adelantar el momento de la cita presentándose con anticipación. Al pasar la verja por el bulevar Haussmann, se dió cuenta repentinamente de que en París el mes de Julio pertenece al verano. El curso de las estaciones era para él en aquellos momentos algo embrollado que exigía cálculos.
Habían transcurrido cinco meses desde las últimas entrevistas en este square que ofrece á las parejas errantes el refugio de una calma húmeda y fúnebre junto á un bulevar de continuo movimiento y en las inmediaciones de una gran estación de ferrocarril. La hora de la cita era siempre las cinco. Julio veía llegar á su amada á la luz de los reverberos, encendidos recientemente, con el busto envuelto en pieles y llevándose el manguito al rostro lo mismo que un antifaz. La voz dulce, al saludarle, esparcía su respiración congelada por el frío: un nimbo de vapor blanco y tenue. Después de varias entrevistas preparatorias y titubeantes, abandonaron definitivamente el jardín. Su amor había adquirido la majestuosa importancia del hecho consumado, y fué á refugiarse de cinco á siete en un quinto piso de la rue de la Pompe, donde tenía Julio su estudio de pintor. Las cortinas bien corridas sobre el ventanal de cristales, la chimenea ardiente esparciendo palpitaciones de púrpura como única luz de la habitación, el monótono canto del samovar hirviendo junto á las tazas de té, todo el recogimiento de una vida aislada por el dulce egoísmo, no les permitió enterarse de que las tardes iban siendo más largas, de que afuera aún lucía á ratos el sol en el fondo de los pozos de nácar abiertos en las nubes, y que la primavera, una primavera tímida y pálida, empezaba á mostrar sus dedos verdes en los botones de las ramas, sufriendo las últimas mordeduras del invierno, negro jabalí que volvía sobre sus pasos.
Luego, Julio había hecho un viaje á Buenos Aires, encontrando en el otro hemisferio las últimas sonrisas del otoño y los primeros vientos helados de la pampa. Y cuando se imaginaba que el invierno era para él la eterna estación, pues le salía al paso en sus cambios de domicilio de un extremo á otro del planeta, he aquí que se le aparecía inesperadamente el verano en este jardín de barrio.
Un enjambre de niños correteaba y gritaba en las cortas avenidas alrededor del monumento expiatorio. Lo primero que vió Julio al entrar fué un aro que venía rodando hacia sus piernas empujado por una mano infantil. Luego tropezó con una pelota. En torno de los castaños se aglomeraba el público habitual de los días calurosos, buscando la sombra azul acribillada de puntos de luz. Eran criadas de las casas próximas que hacían labores ó charlaban, siguiendo con mirada indiferente los juegos violentos de los niños confiados á su vigilancia; burgueses del barrio que descendían al jardín para leer su periódico, haciéndose la ilusión de que les rodeaba la paz de los bosques. Todos los bancos estaban llenos. Algunas mujeres ocupaban taburetes plegadizos de lona, con el aplomo que confiere el derecho de propiedad. Las sillas de hierro, asientos sometidos á pago, servían de refugio á varias señoras cargadas de paquetes, burguesas de los alrededores de París que esperaban á otros individuos de su familia para tomar el tren en la Gare Saint-Lazare... Y Julio había propuesto en una carta neumática el encontrarse como en otros tiempos en este lugar, por considerarlo poco frecuentado. Y ella, con no menos olvido de la realidad, fijaba en su respuesta la hora de siempre, las cinco, creyendo que, después de pasar unos minutos en el Printemps ó las Galerías con pretexto de hacer compras, podría deslizarse hasta el jardín solitario, sin riesgo á ser vista por alguno de sus numerosos conocimientos...
Desnoyers gozó una voluptuosidad casi olvidada—la del movimiento en un vasto espacio—al pasear haciendo crujir bajo sus pies los granos de arena. Durante veinte días, sus paseos habían sido sobre tablas, siguiendo con el automatismo de un caballo de picadero la pista ovoidal de la cubierta de un buque. Sus plantas, habituadas á un suelo inseguro, guardaban aún sobre la tierra firme cierta sensación de movilidad elástica. Sus idas y venidas no despertaban la curiosidad de las gentes sentadas en el paseo. Una preocupación común parecía abarcar á todos, hombres y mujeres. Los grupos cruzaban en alta voz sus impresiones. Los que tenían un periódico en la mano veían aproximarse á los vecinos con sonrisa de interrogación. Habían desaparecido de golpe la desconfianza y el recelo que impulsan á los habitantes de las grandes ciudades á ignorarse mutuamente, midiéndose con la vista cual si fuesen enemigos.
«Hablan de la guerra—se dijo Desnoyers—. Todo París sólo habla á estas horas de la posibilidad de la guerra.»
Fuera del jardín se notaba igualmente la misma ansiedad, que hacía á las gentes fraternales é igualitarias. Los vendedores de periódicos pasaban por el bulevar voceando las publicaciones de la tarde. Su carrera furiosa era cortada por las manos ávidas de los transeuntes, que se disputaban los papeles. Todo lector se veía rodeado de un grupo que le pedía noticias ó intentaba descifrar por encima de sus hombros los gruesos y sensacionales rótulos que encabezaban la hoja. En la rue des Mathurins, al otro lado del square, un corro de, trabajadores, bajo el toldo de una taberna, oía los comentarios de un amigo, que acompañaba sus palabras agitando el periódico con ademanes oratorios. El tránsito en las calles, el movimiento general de la ciudad, era lo mismo que en los otros días, pero á Julio le pareció que los vehículos iban más aprisa, que había en el aire un estremecimiento de fiebre, que las gentes hablaban y sonreían de un modo distinto. Todos parecían conocerse. A él mismo le miraban la mujeres del jardín como si le hubiesen visto en los días anteriores. Podía acercarse á ellas y entablar conversación, sin que experimentasen extrañeza.
«Hablan de la guerra», volvió á repetirse; pero con la conmiseración de una inteligencia superior que conoce el porvenir y se halla por encima de las impresiones del vulgo.
Sabía á qué atenerse. Había desembarcado á las diez de la noche, aún no hacía veinticuatro horas que pisaba tierra, y su mentalidad era la de un hombre que viene de lejos, á través de las inmensidades oceánicas, de los horizontes sin obstáculos, y se sorprende viéndose asaltado por las preocupaciones que gobiernan á las aglomeraciones humanas. Al desembarcar había estado dos horas en un café de Boulogne, contemplando cómo las familias burguesas pasaban la velada en la monótona placidez de una vida sin peligros. Luego, el tren especial de los viajeros de América le había conducido á París, dejándolo á las cuatro de la madrugada en un andén de la estación del Norte entre los brazos de Pepe Argensola, joven español al que llamaba unas veces «mi secretario» y otras «mi escudero», por no saber con certeza qué funciones desempeñaba cerca de su persona. En realidad, era una mezcla de amigo y de parásito, el camarada pobre, complaciente y activo que acompaña al señorito de familia rica en mala inteligencia con sus padres, participando de las alternativas de su fortuna, recogiendo las migajas de los días prósperos é inventando expedientes para conservar las apariencias en las horas de penuria.
—¿Qué hay de la guerra?—lo había dicho Argensola antes de preguntarle por el resultado de su viaje—. Tú vienes de fuera y debes saber mucho.
Luego se había dormido en su antigua cama, guardadora de gratos recuerdos, mientras el «secretario» paseaba por el estudio hablando de Servia, de Rusia y del kaiser. También este muchacho, escéptico para todo lo que no estuviese en relación con su egoísmo, parecía contagiado por la preocupación general. Cuando despertó, la carta de ella citándole para las cinco de la tarde contenía igualmente algunas palabras sobre el temido peligro. A través de su estilo de enamorada parecía transpirar la preocupación de París. Al salir en busca del almuerzo, la portera, con pretexto de darle la bienvenida, le había pedido noticias. Y en el restorán, en el café, en la calle, siempre la guerra... la posibilidad de una guerra con Alemania...
Desnoyers era optimista. ¿Qué podían significar estas inquietudes para un hombre como él, que acababa de vivir más de veinte días entre alemanes, cruzando el Atlántico bajo la bandera del Imperio?...
Había salido de Buenos Aires en un vapor de Hamburgo: el König Friedrich August. El mundo estaba en santa tranquilidad cuando el buque se alejó de tierra. Sólo en Méjico blancos y mestizos se exterminaban revolucionariamente, para que nadie pudiese creer que el hombre es un animal degenerado por la paz. Los pueblos demostraban en el resto del planeta una cordura extraordinaria. Hasta en el trasatlántico, el pequeño mundo de pasajeros, de las más diversas nacionalidades, parecía un fragmento de la sociedad futura implantado como ensayo en los tiempos presentes, un boceto del mundo del porvenir, sin fronteras ni antagonismos de razas.
Una mañana, la música de á bordo, que hacía oir todos los domingos el Coral de Lutero, despertó á los durmientes de los camarotes de primera ciase con la más inaudita de las alboradas. Desnoyers se frotó los ojos creyendo vivir aún en las alucinaciones del sueño. Los cobres alemanes rugían la Marsellesa por los pasillos y las cubiertas. El camarero, sonriendo ante su asombro, acabó por explicar el acontecimiento: «Catorce de Julio». En los vapores alemanes se celebran como propias las grandes fiestas de todas las naciones que proporcionan carga y pasajeros. Sus capitanes cuidan escrupulosamente de cumplir los ritos de esta religión de la bandera y del recuerdo histórico. La más insignificante República ve empavesado el buque en su honor. Es una diversión más, que ayuda á combatir la monotonía del viaje y sirve á los altos fines de la propaganda germánica. Por primera vez la gran fecha de Francia era festejada en un buque alemán; y mientras los músicos seguían paseando por los diversos pisos una Marsellesa galopante, sudorosa y con el pelo suelto, los grupos matinales comentaban el suceso. «¡Qué finura!—decían las damas sudamericanas—. Estos alemanes no son tan ordinarios como parecen. Es una atención... algo muy distinguido. ¿Y aún hay quien cree que ellos y Francia van á golpearse?...»
Los contadísimos franceses que viajaban en el buque se veían admirados, como si hubiesen crecido desmesuradamente ante la pública consideración. Eran tres nada más: un joyero viejo que venía de visitar sus sucursales de América y dos muchachas comisionistas de la rue de la Paix, las personas más modositas y tímidas de á bordo, vestales de ojos alegres y nariz respingada, que se mantenían aparte, sin permitirse la menor expansión en este ambiente poco grato. Por la noche hubo banquete de gala. En el fondo del comedor, la bandera francesa y la del Imperio formaban un vistoso y disparatado cortinaje. Todos los pasajeros alemanes iban de frac y sus damas exhibían las blancuras de sus escotes. Los uniformes de los sirvientes brillaban como en un día de gran revista. A los postres sonó el repiqueteo de un cuchillo sobre un vaso, y se hizo el silencio. El comandante iba á hablar. Y el bravo marino, que unía á sus funciones náuticas la obligación de hacer arengas en los banquetes y abrir los bailes con la dama de mayor respeto, empezó el desarrollo de un rosario de palabras semejantes á frotamientos de tabletas, con largos intervalos de vacilante silencio. Desnoyers sabía un poco de alemán, como recuerdo de sus relaciones con los parientes que tenía en Berlín, y pudo atrapar algunas palabras. El comandante repetía á cada momento «paz» y «amigos». Un vecino de mesa, comisionista de comercio, se ofreció como intérprete, con la obsequiosidad del que vive de la propaganda.
—El comandante pide á Dios que mantenga la paz entre Alemania y Francia y espera que cada vez serán más amigos los dos pueblos.
Otro orador se levantó en la misma mesa que ocupaba el marino. Era el más respetado de los pasajeros alemanes, un rico industrial de Düsseldorf que venía de visitar á sus corresponsales de América. Nunca lo designaban por su nombre. Tenía el título de consejero de Comercio, y para sus compatriotas era Herr Comerzienrath, así como su esposa se hacía dar el título de Frau Rath. La «señora consejera», mucho más joven que su importante esposo, había atraído desde el principio del viaje la atención de Desnoyers. Ella, por su parte, hizo una excepción en favor de este joven argentino, abdicando su título desde la primera conversación. «Me llamo Berta», dijo dengosamente, como una duquesa de Versalles á un lindo abate sentado á sus pies. El marido también protestó al oir que Desnoyers le llamaba «consejero» como sus compatriotas: «Mis amigos me llaman capitán. Yo mando una compañía de la landsturm.» Y el gesto con que el industrial acompañó estas palabras revelaba la melancolía de un hombre no comprendido, menospreciando los honores que goza para pensar únicamente en los que no posee.
Mientras pronunciaba el discurso, Julio examinó su pequeña cabeza y su robusto pescuezo, que le daban cierta semejanza con un perro de pelea. Imaginariamente veía el alto y opresor cuello del uniforme haciendo surgir sobre sus bordes un doble bullón de grasa roja. Los bigotes enhiestos y engomados tomaban un avance agresivo. Su voz era cortante y seca, como si sacudiese las palabras... Así debía lanzar el emperador sus arengas. Y el burgués belicoso, con instintiva simulación, encogía el brazo izquierdo, apoyando la mano en la empuñadura de un sable invisible.
A pesar de su gesto fiero y su oratoria de mando, todos los oyentes alemanes rieron estrepitosamente á las primeras palabras, como hombres que saben apreciar el sacrificio de un Herr Comerzienrath cuando se digna divertir á una reunión.
—Dice cosas muy graciosas de los franceses—apuntó el intérprete en voz baja—. Pero no son ofensivas.
Julio había adivinado algo de esto al oir repetidas veces la palabra franzosen. Se daba cuenta aproximadamente de lo que decía el orador: «Franzosen, niños grandes, alegres, graciosos, imprevisores. ¡Las cosas que podrían hacer juntos los alemanes y ellos, si olvidaban los rencores del pasado!» Los oyentes germanos ya no reían. El consejero renunciaba á su ironía, una ironía grandiosa, aplastante, de muchas toneladas de peso, enorme como el buque. Ahora desarrollaba la parte seria de su arenga, y el mismo comisionista parecía conmovido.
—Dice, señor—continuó—, que desea que Francia sea muy grande y que algún día marchemos juntos contra otros enemigos... ¡contra otros!
Y guiñaba un ojo sonriendo maliciosamente, con la misma sonrisa de común inteligencia que despertaba en todos esta alusión al misterioso enemigo.
Al final, el capitán consejero levantó su copa por Francia. «¡Hoc!», gritó como si mandase una evolución á sus soldados de la reserva. Por tres veces dió el grito, y toda la masa germánica, puesta de pie, contestó con un «¡Hoc!» semejante á un rugido, mientras la música, instalada en el antecomedor, rompía á tocar la Marsellesa.
Desnoyers se conmovió. Un escalofrío de entusiasmo subía por su espalda. Se le humedecieron los ojos, y al beberse el champañ creyó haber tragado algunas lágrimas. El llevaba un nombre francés, tenía sangre francesa, y lo que hacían aquellos gringos—que las más de las veces le parecían ridículos y ordinarios—era digno de agradecimiento. ¡Los subditos del kaiser festejando la gran fecha de la Revolución!... Creyó estar asistiendo á un gran suceso histórico.
—¡Muy bien!—dijo á otros sudamericanos que ocupaban las mesas inmediatas—. Hay que reconocer que han estado muy gentiles.
Luego, con la vehemencia de sus veintisiete años, acometió en el antecomedor al joyero, echándole en cara su mutismo. Era el único ciudadano de Francia que iba á bordo. Debía haber dicho cuatro palabras de agradecimiento. La fiesta terminaba mal por su culpa.
—¿Y por qué no ha hablado usted, que es hijo de francés?—dijo el otro.
—Yo soy ciudadano argentino—contestó Julio.
Y se alejó del joyero, mientras éste, pensando que «podía haber hablado», daba explicaciones á los que le rodeaban. Era muy peligroso mezclarse en asuntos diplomáticos. Además, él «no tenía instrucciones de su gobierno». Y por unas cuantas horas se creyó un hombre que había estado á punto de desempeñar un gran papel en la Historia.
Desnoyers pasaba el resto de la noche en el fumadero, atraído por la presencia de la «señora consejera». El capitán de la landsturm, avanzando un enorme cigarro entre sus bigotes, jugaba al poker con otros compatriotas que le seguían en orden de dignidades y riquezas. Su compañera se mantenía al lado suyo gran parte de la velada, presenciando el ir y venir de los camareros cargados de bocks, sin atreverse á intervenir en este consumo enorme de cerveza. Su preocupación era guardar un asiento vacío junto á ella para que lo ocupase Desnoyers. Le tenía por el hombre más «distinguido» de á bordo porque tomaba champañ en todas las comidas. Era de mediana estatura, moreno, con un pie breve—que la obligaba á ella á recoger los suyos debajo de las faldas—, y su frente aparecía como un triángulo bajo dos crenchas de pelo lisas, negras, lustrosas cual planchas de laca. El tipo opuesto de los hombres que la rodeaban. Además vivía en París, en la ciudad que ella no había visto nunca, después de numerosos viajes por ambos hemisferios”.

Fuente: Editorial Cruz y Raya.  Año: 1925.

domingo, 3 de julio de 2016

LECTURAS. FRAGMENTOS. Página: 775. NOVELA. LA MONTAÑA MÁGICA.


LECTURAS. FRAGMENTOS.  LA MONTAÑA MÁGICA.Thomas Mann.
Pero el italiano desdeñó esos cumplidos y continuó diciendo:
—De todos modos, me permitirá, ingeniero, que admire su objetividad y tranquilidad de espíritu. Casi llega a lo grotesco, creo que estará conforme, pues las cosas, tal como se presentan... Al fin y al cabo, ese grandullón le ha robado a Beatrice... Llamo a las cosas por su nombre... ¿Y usted...? Eso no tiene precedentes.
—Diferencias de temperamento, señor Settembrini. Diferencias de la raza, en lo que se refiere a la galantería caballeresca y al ardor de la sangre. Naturalmente, usted, como hombre del sur, habría recurrido al veneno o al puñal, y en todo caso daría a la aventura un carácter mundano y apasionado; en una palabra, usted obraría como un gallo. Eso sería sin duda muy viril y galante, pero respecto a mí, la cosa es diferente. Yo no soy viril hasta el punto de ver en el rival más que el macho enamorado de la misma mujer; en realidad, tal vez no soy nada viril, o al menos no lo soy de esa manera que llamo a pesar mío, «mundana», no sé por qué. Me pregunto de todo corazón si tengo algo que reprocharle. ¿Me ha ofendido en algo? Una ofensa debe hacerse con intención; de lo contrario, ya no es ofensa. Respecto al hecho tendría que dirigirme a ella. Pero yo no tengo ningún derecho, ni de un modo general ni particularmente, en lo que se refiere a Peeperkorn. En primer lugar, es una personalidad, lo que significa algo para las mujeres, y en segundo lugar no es un civil como yo, es una especie de militar, como mi primo, es decir, que tiene pundonor, es el sentimiento, la vida... Digo tonterías, pero prefiero embrollarme un poco y expresar las cosas difíciles a medias, antes de apelar a los lugares comunes tradicionales. Tal vez hay algún rasgo militar en mi carácter, si me permite decirlo así...
—Dígalo, dígalo —manifestó Settembrini—. En todo caso, sería un rasgo digno de alabanza. El valor de conocerse y expresarse, es literatura, humanismo...
Y se separaron sin añadir más.

viernes, 1 de julio de 2016

Novela.Fragmento. Mariposas Negras para un Asesino. (Trilogía).


(Fragmento. Mariposas Negras para un Asesino. (Premio UNA-Palabra 2004).
Noviembre-diciembre de 1999.
Hoy he visitado a Casasola Brown, al llegar estaba en su enorme biblioteca. Apenas  me  atisbó dijo que me sentara en el gran sillón de las visitas.  Me pareció que estaba enfermo y un poco agitado aunque su voz decía todo lo contrario. Uno no sabe con don Julián si está bien o si está mal de salud.
Su cara lucía muy blanca, esa blancura marmórea de las personas que  no  reciben sol. Unas enormes ojeras delataban el cansancio de una larga vigilia. Pero, sus  ojos negros estaban como siempre: vivísimos, atentos a todo lo que mira.
Me  manifestó que estaba interesado releyendo un libro de la Edad Media que había adquirido en un anticuario en la vieja Europa. “Es un libro sobre esoterismo” comentó mientras me lo mostraba. Me preguntó si tenía una idea clara de lo que significa el “esoterismo”.
“No es que crea en todo lo que se dice, pero es interesante, muy interesante. Siempre debemos de tener lo ojos bien abiertos ante la realidad. Además, la gente tiene un concepto equivocado de lo que es el “esoterismo”, en buen castellano significa lo que está oculto. No lo incomprensible, sino lo que está vedado a los demás por razones o circunstancias que la gente común no puede y no debe conocer.” afirmó.
El libro era auténtico, de la Edad Media. Sus páginas amarillentas y el encuadernado confirmaban lo manifestado por don Julián. Unas  figuras de animales míticos ilustraban cada capítulo. Era un libro de tapa dura, de color café y con el lomo rojo.  No me cupo la menor duda: el libro era  medieval. A don Julián siempre le interesan los documentos antiguos de todo tipo.
También me comentó que estaba leyendo un texto sobre los inquisidores españoles e italianos.
“Querido amigo si estuviéramos en el medioevo tú y yo estaríamos cerca muy cerca de la hoguera. Es increíble como podemos pasar de un estadio del pensamiento a otro. El dualismo del hombre no tiene fronteras  lo que deja hacer y lo que prohíbe” farfulló,  y calló con un gran suspiro.
A veces no entiendo algunas cosas que comenta porque yo no soy culto como él, pero no me importa, me gusta cómo habla y lo que dice. Mis estudios llegan hasta un primer año en la Universidad de Costa Rica, lo que llaman Estudios Generales.
Con él he aprendido muchas cosas, al contrario de Juancho, que no le presta demasiada atención a los discursos de don Julián. A mí siempre me ha gustado oír a la gente inteligente y culta hablar y creo que don Julián lo es, no me cabe la menor duda. Diría que posee un saber enciclopédico. Es indudable que la herencia la ha ocupado para enriquecer “su visión de mundo” como llama él a la realidad.
Hoy cuando lo visité estaba como siempre:
con su cabello gris cenizo hasta los hombros que le da cierto aire de hierofante. Además – lo debo confesar- que así de negro cuando gesticula con esas finas y delgadas manos blanquísimas parecieran que tienen vida autónoma e independiente respecto a los demás miembros de su cuerpo. Al hablar, ellas son las que dictan las pausas a toda su conversación. Quizá por eso las tiene siempre a la vista de su interlocutor, jamás las esconde como hacen muchas personas,  con don Julián es todo lo contrario. Si las manos se pudieran clasificar en clases sociales como los hombres, diría que don Julián posee unas manos aristocráticas, porque no son esas gruesas y burdas manos de campesino que tienen la mayoría de los hombres.
 Don Julián posee un bastón con empuñadura de plata y cabeza de lechuza que utiliza para poder caminar. No cabe la menor duda, que don Julián es todo un personaje...

Nos dirigimos al jardín interior de la mansión. Es un pequeño ritual que tenemos, charlar cerca del agua, cerca del bosquecillo interior. Don Julián sabe cuánto me gusta esa área de su casa.  Es hermosísima la cascada. El agua se desliza  en una delgada lámina de cristal que va a depositarse directamente a la fuente y de allí es engullida por cuatro cabezas de delfines para luego ser arrojada al aire.
En un sendero del jardín buscamos unos asientos de piedra y conversamos sobre acontecimientos cotidianos y de la menor trascendencia.
Don Julián es un verdadero mimetizador, un verdadero camaleón: se acomoda a cualquier plática. De seguro que si dejara su mundo, tendría muchos amigos. Pero, no es así. Vive aislado del exterior, es un autoexiliado. Lo mejor es que él no lo lamenta. Juancho y yo sospechamos que hace unos años atrás salía de noche.  Nunca nos lo confesó. Ahora no recuerdo quién o quiénes nos  hicieron el siguiente comentario de don Julián:
“-¿Sabés a quién hemos visto anoche en el nigth club con las putas del Colt 45?, vociferaron unos amigos  cincuentones y que eran  veteranos al igual que nosotros en Medicatura Forense en son de chisme.
-¿A quién?, respondimos con curiosidad.
-Pues a don Julián. Eso creemos, debió ser él, eso sí: nos pareció menos viejo. Estábamos un poco borrachos y por eso no nos interesó demasiado averiguar si era  don Julián o alguien que se parecía demasiado. Además, el hombre  al sentir nuestras miradas en un abrir y cerrar de ojos desapareció en medio de las putas y de las sombras”.
Esa es la duda que tenemos: ¿era don Julián? Juancho argumenta que es imposible, que fue por culpa de la borrachera  que creyeron ver  nuestros compañeros  a don Julián. Que don Julián vive como en otro Universo, en otra dimensión de la realidad. Y por eso a él no le extraña que no salga. Yo, me resisto  pensar que alguien pueda vivir así aislado.  Don Julián dice que el mundo exterior es un asco,  y que en su mansión no le falta nada. En efecto todo lo tiene: fax, internet, antena parabólica, celular, telefóno inhalámbrico y unas altas murallas con cámaras de televisión que miran al mundo que desea negar y que lo protegen de todo y de todos. ¡Pueda que en  otra época  haya salido de su mundo, de sus sombras!
Ya para  el período en que dejó de trabajar y heredó una gran fortuna salía poco de día según sus propias palabras. Fue en esos años, que tuvo una transformación increíble tanto física como mental. No sé cómo explicarlo. Física porque sus rasgos se volvían muchas veces duros y envejecidos y otras veces cobraban una lozanía única como la de un chico dependiendo de su estado anímico. Mental porque parecía  adivinar las preguntas y respuestas de Juancho y mías  en una conversación. Creo que esto comenzó en el periodo en que viajó a Europa por espacio de varios años. En esos años  compró la mansión.
Nunca nos quisó decir el por qué permaneció tanto  tiempo en Inglaterra, argumentó que la razón fue para aprender inglés y otras lenguas y así lo hizo. Aprendió inglés británico que da un gusto oírlo hablar con ese acento tan elegante y golpeadito de los “british” y nada de arrastrar vocales y hablar con la nariz como lo hacen nuestros amigos del norte. ¡Juancho y yo creemos que tuvo otras razones para  una estancia tan prolongada en Inglaterra!
Después de su regreso, lo fuimos viendo menos, se fue aislando. Solamente una llamada telefónica, una carta y unas esporádicas invitaciones a la mansión y “pare de contar”. Don Julián pasó a ser un recuerdo, una memoria dentro de otra memoria desperdigada en el pensamiento de compañeros y patólogos aquí en Medicatura Forense. Y de ser un hombre real, una existencia física, pasó a ser una leyenda, un ser imaginario y fabuloso. Fabuloso por su historia, por su fortuna que heredó y dejó a todos boquiabiertos. Quizá la mayoría en el fondo deseamos tener un abuelo paterno o materno que nos herede como a don Julián, de allí su leyenda.
Sabemos que tuvo contacto con otras personas en otro tiempo que lo visitaban  en la mansión. Nunca nos quiso decir quién o quienes eran. Siempre mantuvo en reserva sus nombres. Nada de referencias o alusiones a nombres y apellidos o  sitios. Tampoco nosotros  hicimos preguntas, la discresión siempre ha sido nuestro lema. Si hay algo que a don Julián lo irrite son los interrogatorios o las preguntas indiscretas. Siempre hemos dejado que él haga las preguntas o que él cuente “su historia”. Su vida presente  y pasada son terrenos inexploradoras por nosotros, son territorios  que no ingresamos y que respetamos su decisión.
Al licenciado Henry, le mentimos al descaro:   no es cierto que Juancho y yo tenemos una comunicación cotidiana con don Julián. A decir verdad, teníamos muchos años sin verlo. La broma de los álbumes es cierta en parte y en parte no. No es cierto que don Julián coleccione fotografías de chicas muertas, sí es cierto que le gusta mirarlas y en alguna ocasión se ha dejado una que otra. Nosotros pensamos que tiene ciertas inclinaciones necrofílicas, esa fue la razón de no molestarse con nosotros y nos siguió el juego que le hicimos al doctorcito. Entre las fotografías de las chicas muertas tiene una que es su preferida, La Bella sin Marcas, de esta mujer, sí que tiene varias fotografías, lo volvió loco desde la primera foto hasta la última que le llevamos.

La historia de la chica muerta y que don Julián se quedara dormido mientras profanaba su cadáver,  no sabemos si fue así. El lo niega, nosotros no sabríamos decir  si la crónica es verdadera o falsa y ante la duda mejor lo absolvemos, como dicen los jueces.
  Que la necrofilia es práctica común y documentada entre los morgueros en todo el mundo a pesar del repudio del común de la gente es una verdad innegable. Es una enfermedad que va pudriendo el alma de todos los morgueros. Nosotros no hemos llegado a tener contacto físico con los muertos o muertas. No negamos que sí nos gusta tomar fotografías  a mujeres bellas que han dejado este mundo.

Nuestra comunicación con Casasola es por medio del E Mail, o por medio del chat en Internet, este es el mayor acercamiento que hemos tenido los últimos años con don Julián.
Es cierto – no cabe la menor duda- que nos quiere como si fuéramos sus hijos, pero es un padre poco amoroso, somos los desheredados de sus conocimientos, no ha querido  hablarnos de lo que aprendió en Europa. Dice que nos haría más mal que bien. En ocasiones se arrepiente – eso me parece -  y manifiesta todo lo contrario. Nos dice que  debemos de estar  “preparados” y él  entonces nos contará. ¿Que querrá decir con esto? ¿Esoterismo? ¿Estudios paranormales? No lo sabemos.

***

Alejandra Pizarnik & León Ostrov Cartas. No.7


 Carta N.º 7[21]
Muy querido León Ostrov:
Espero que habrá recibido mi carta anterior, dedicada exclusivamente al tema «televisión y trabajo». Lamento anunciarle que lo de la televisión no anduvo pero que en cambio me sirvió para ponerme en contacto con la revista Cuadernos, en la que soy ahora empleada (y robadora de hojas, como es evidente). Trabajo desde el lunes, hoy es mi cuarto día, estoy contenta y no lo estoy, tengo un horario de oficinista, 9 a 12 y 14 a 18. El sueldo es muy bueno y sirve para vivir tranquilamente en esta ciudad que ya está en mí y que, según todos mis deseos, no abandonaré tan pronto. Pero le escribo a usted todo esto porque me siento un poco confusa con la novedad de que mi deseo de quedarme será realizado (si bien me excedo en el optimismo pues los tres primeros meses de todo empleo parisino son de prueba, y nosotros sabemos lo lejana que estoy de la empleada eficaz y necesaria. En fin…). El gran y enorme problema es, como decíamos ayer, mi madre. Ella sabe que tengo pasaje que me sirve para volver hasta marzo (mi anhelo secreto es devolverlo y comprarme algún autito viejo). Ahora bien: necesito de todas las fuerzas del mundo para no hacer la hija pródiga, para no volver y llorar y prometer ser buena y pedir perdón por haber nacido. Todos estos meses de soledad, de cambio de domicilio, de búsqueda de empleo, me han fortalecido algo. Para darle una idea de mi vida por aquí: dejé la casa de mi tío en Agosto y me fui a la residencia universitaria de Antony (veinte minutos de París) donde me quedé dos meses hasta que me cansé de su confort, de su ambiente universitario, de su poca relación con París, etc. La semana pasada me conseguí una pieza en un sexto piso de la Place de Clichy (en el corazón de Clichy, lleno de prostitutas y compañía). El hecho de que yo, la nacida temerosa y miedosa por orden y venganza de no sé quién, habite sola y solitaria una chambre de bonne en una dudosa calle de Montmartre, no es un hecho vulgar y corriente en la historiografía alejandrina. La pieza es muy hermosa pues no tiene ratas ni pieles sarnosas de viejas locas, pero en cambio no tiene agua y el baño (un agujero detrás de una puerta) queda a unos sesenta metros, y para ir allí ¡¡¡¡¡¡¡no hay luz de noche!!!!! Quiere decir que te prendes un fósforo y tanteas las paredes y las puertas hasta llegar a un infecto agujero casi siempre ocupado por un viejo siniestro que te saluda con los ojos en tu… Bueno, estoy exagerando, como siempre. Y ya que hablamos de corredores oscuros y agujeros volvamos al tema «madre»: a mi temor de volver por temor a su temor. A su venganza silenciosa. En fin, a todo eso que está en cualquier manual de psicoanálisis. Pero me gustaría quedarme varios años, ganarme mi vida varios años, trabajar como cualquier ser adulto, escribir (estoy escribiendo), no pensar en publicar sino escribir algunos años, sin urgencia, lentamente, tranquila, etc. Y además leer, estudiar, en fin, vivir adultamente. Si consigo quedarme en este empleo (estoy trabajando con Edmundo Eichelbaum, quiero decir, en la misma oficina, creo que usted lo conoce; en verdad, fue él quien le habló de mí a Gorkin y fue por él que conseguí el empleo). Lo que sucede es que no deja de parecerme irrisorio y sorprendente donar siete horas de mi día, donarlas así, sabiendo que la muerte existe, y muchas cosas hermosas existen, y muchas cosas terribles, y trabajar así, como si no pasara nada, como si uno no viniera a la tierra por un tiempo breve. Todo esto me asombra profundamente, pero considerando racionalmente que hace un mes yo me quería suicidar, considerando que la imagen de mi vida era un golpearse la cabeza en la pared, y que ahora, cuando salgo de aquí, sólo tengo sed de cosas bellas, considerando todo esto, creo, en fin, que todo irá mejor. Y ahora lo dejo. Abrazos para usted, Aglae y Andrea,
Alejandra

Respuesta de León Ostrov
Buenos Aires, octubre 21 de 1960.

Querida Alejandra:
Me pregunta Ud. si recibí su carta anterior, dedicada al tema: T. V. y trabajo. Sí, la recibí, y a mi vez le pregunto si recibió la mía porque su interrogante me lleva a pensar que no llegó a Ud. La mandé al Consulado, y en ella trataba de colaborar con Ud. en el asunto Vallejo.
Me alegra todo lo que me dice en su carta. Creo que es el camino para Ud., por lo menos inmediatamente. Si siente que está logrando conciliar sus proyectos, a pesar de las siete horas de oficina, no ceda. Defiéndase, defiéndalos. Veo —complacido— que lo que siempre sostuve —que París es terapéutico— se está cumpliendo. Espero que no me defraude, y que pueda pasar por esos tres meses de prueba y poder quedar así en el empleo. Yo la «veo» a Ud. viviendo en París. Es una ciudad para espíritus como el suyo. Me acuerdo que Phillips —un psicoanalista inglés que estuvo hace un par de años en Buenos Aires, excepcionalmente culto— me decía que sus vacaciones —y eventualmente los fines de semana— los pasa en París. Y me acuerdo que yo, cuando estuve en el 55 en Europa, la primera ciudad que visité fue París. Arreglé mis cosas para recorrer algunas otras, pero para terminar mi estada en Europa de nuevo en ella, como si necesitara, como última impresión, llevarme la de París, que está en mí y me dibuja un futuro feliz pensando que alguna vez estaré de nuevo allí.
Arregle sus cosas, acepte que en esta breve vida —es inevitable— tenemos que dormir y trabajar a veces en cosas que no nos interesan del todo, es decir, reducir las horas de la contemplación y de la tarea que expresa nuestra vocación mejor. Todo eso que, aparentemente es perder tiempo puede, en definitiva, no serlo. Recuerde aquel cartelito que Saint Paul Roux colocaba sobre la puerta de su habitación cuando se iba a dormir: «Se ruega no molestar. El poeta trabaja».
Trabaje, en lo suyo y en la oficina, puesto que esto último es condición inexorable para seguir en París. Y vaya ahorrando, si puede, algunos francos y córrase a Roma cuando pueda. Y ya me dirá.
Un gran abrazo mío, de Aglae y de Andrea,
León Ostrov


Como la dirección que pone en el sobre es ilegible, resuelvo mandarle ésta a la de su oficina. En todo caso, acláreme la suya, particular.

Novela. LECTURAS. FRAGMENTOS. La Montaña Mágica. Thomas Mann.


LECTURAS. FRAGMENTOS. LA MONTAÑA MÁGICA. Páginas: 709, 710,711.
Pero de la muerte, nadie que volviese de ella podría decir que vale la pena, pues no se la vive. Salimos de las tinieblas y entramos en las tinieblas. Entre esos dos instantes hay cosas vividas, pero nosotros no vivimos ni el principio ni el fin, ni el nacimiento ni la muerte; no tienen carácter subjetivo; como acontecimiento, no se hallan más que en el dominio de lo objetivo. Así pasa la cosa.
Tal era la manera de consolar del consejero. Esperamos que hiciese algún bien a la razonable señora Ziemssen. limbrick
Y sus seguridades se confirmaron, en efecto, bastante exactamente. Joachim, debilitado, durmió largas horas, durante sus últimos días; soñó también todo lo que le era agradable soñar, es decir, suponemos que vio en sueños el país llano y la vida militar, y cuando se despertaba y le preguntaban cómo se encontraba, contestaba siempre, aunque indistintamente, que se sentía bien y feliz, a pesar de que apenas tuviese pulso y no sintiese casi el pinchazo de la jeringa de inyecciones. Su cuerpo habíase vuelto insensible, le hubiesen podido quemar y pellizcar, sin que eso interesara para nada al buen Joachim.
A pesar de esto, desde la llegada de su madre se operaron grandes cambios en él. Como le resultaba muy penoso el afeitarse y había dejado de hacerlo desde hacía ocho o diez días, su rostro estaba ahora encuadrado en una especie de collar de barba negra, de una barba de guerrero, como la que los soldados se dejan crecer en campaña y que, según opinión de todos, le daban una belleza viril. Sí, Joachim, de joven se había convertido en hombre maduro a causa de esa barba, y sin duda no solamente a causa de ella. Vivía deprisa, como un mecanismo de reloj que se estropea, franqueaba al galope las edades que no le era concedido alcanzar en el tiempo, y durante las últimas veinticuatro horas se convirtió en un anciano. La debilidad de su corazón le producía una hinchazón en el rostro, lo que daba a Hans Castorp la impresión de que la muerte debía ser, por lo menos, un esfuerzo muy penoso, a pesar de que Joachim, gracias a los frecuentes eclipses de su conciencia, no parecía darse cuenta. Esta hinchazón alcanzaba principalmente a los labios, y a la sequedad o el enervamiento del interior de la boca contribuía visiblemente a que Joachim balbucease como un viejo, cosa que le irritaba. Si no hubiese tenido esa molestia, decía balbuceando, todo hubiera ido bien, pero eso constituía una fastidiosa contrariedad.
Lo que quería decir al manifestar «que todo hubiera ido bien» no estaba muy claro. La tendencia de su estado al equívoco aparecía de una manera impresionante. Más de una vez dijo cosas de doble sentido. Parecía saber y no saber, y declaró una vez, visiblemente sacudido por un escalofrío de agotamiento, moviendo la cabeza y con una cierta contrición, que «jamás se había sentido tan mal afinado».
Luego su actitud se hizo distante, severa, inabordable, incluso incivil; no se dejaba impresionar por ninguna ficción ni por ningún paliativo, ni contestaba; miraba ante él con un aire ausente. Sobre todo después que el joven pastor, que Luisa Ziemssen había hecho llamar y que, con gran sentimiento de Hans Castorp, no llevaba alzacuello almidonado, sino sencillamente un pequeño cuello, hubo rezado con él, su actitud adquirió un empaque oficial y no expresó sus deseos más que bajo la forma de breves órdenes.
A las seis de la tarde manifestó una manía chocante. Con la mano derecha, cuya muñeca se hallaba más ceñida por un pequeño brazalete, se frotó repetidas veces la región de la cadera, elevando un poco la mano y luego arrastrándola hacia él, sobre la colcha, con un gesto de rascar, como si atrajese o recogiese algo.
A las siete murió, Alfreda Schidlknecht se encontraba en el comedor, y estaban únicamente presentes la madre y el primo. Joachim se había hundido en la cama y ordenó brevemente que le alzasen. Mientras que la señora Ziemssen enlazaba con su brazo la espalda de su hijo, obedeciendo esa orden, dijo éste con apresuramiento que inmediatamente debía redactar y enviar una solicitud de prolongación de su permiso, mientras decía eso, el «breve tránsito» se realizó, observado por Hans Castorp con recogimiento, a la luz de la lamparilla de la cabecera, velada con una pantalla roja. Los ojos giraron, la inconsciente tensión de sus facciones desapareció, la penosa hinchazón de los labios se desvaneció rápidamente, y el mudo rostro de nuestro Joachim recobró la belleza de una juventud viril.

Archivo del blog

SILVINA OCAMPO CUENTO LA LIEBRE DORADA

 La liebre dorada En el seno de la tarde, el sol la iluminaba como un holocausto en las láminas de la historia sagrada. Todas las liebres no...

Páginas