viernes, 15 de abril de 2016

Carlos Fuentes. Ensayo: La gran novela latinoamericana. Octava entrega.


8. Río arriba. Alejo Carpentier

1. El Siglo de las Luces
Existen obras de arte que proporcionan lo que Henry James llamaba «the sense of visitation»: obras abiertas que no esquivan la contaminación a fin de asegurar la correspondencia, la «visita» de un fantasma de la propia obra. Nunca he ocultado mi escaso interés por las obras cerradas, de pretendida autosuficiencia y de segura reducción. Son los coágulos —el aviso de muerte— de la circulación cultural. En cambio, me deleita, me vivifica, leer un cuento de Julio Cortázar como si fuese una película de Alain Jessua o un solo de Coleman Hawkins.
La lectura de Alejo Carpentier siempre me ha provocado una visitación fantásmica —al grado de poder leer y escuchar a un tiempo—: la de Edgar Varèse. Interpretada a menudo, y con justicia, como una cima del realismo mágico y barroco hispanoamericano, la obra de Carpentier no es sólo la cúspide, sino las laderas. Como toda literatura auténtica, la del gran novelista cubano cierra y abre, culmina e inaugura, es puerta de un campo a otro: vale tanto lo que dice como lo que predice. Pero en Carpentier, uno de nuestros primeros novelistas profesionales, esta realización no es puramente intuitiva. Obedece a una estructura nada fortuita en la que, como en los Desiertos de Varèse, habría que distinguir dos elementos: el grupo instrumental (piano, viento, bronces, percusiones) y la pista magnética o «sonidos brutos».
La «orquesta», en las narraciones de Carpentier, serían esos elementos tradicionales que él lleva a su patente culminación. El piano es una intriga levemente modulada, un hilo que nos conduce, dentro de un tiempo circular, a la búsqueda de un origen que puede ser un final: el argumento como encuesta que es peregrinar, remontarse.
Los bronces son esa presencia sensual de la naturaleza, víctima y verdugo de los peregrinos, espejo de agua de sus apetencias, selvas de coral y mares de hierba, ciudades que son «gigantescos lampadarios barrocos», hoteles convertidos en cuevas y bosques transformados en catedrales, Haití, Cuba, Santo Domingo, Venezuela, la Guadalupe. Digo naturaleza, pero los cobres de Carpentier son lugares, los del Caribe, remanso y estertor final de la cultura mediterránea que, en su marejada americana, quizás opta, como el brujo Ti-Noel en El reino de este mundo, por la metamorfosis en ave. En Carpentier, naturaleza y cultura se unen sólo para transfigurarse, para adivinarse en una elaboración mítica del paisaje perdido entre el caos y el cosmos.
Y los vientos son esos personajes, mujeres atávicas e intelectuales enajenados, primos solitarios, cadáveres ejemplares, madres ciertas y padres inciertos, terroristas acosados, libertadores alegóricos, atambores de la conquista, brujos y cortesanos, esclavos y monarcas negros, mercaderes y revolucionarios, soldados de la «guerra del tiempo» que, sostenidos, localizados en los cobres de la naturaleza, son arrebatados, capturados por las percusiones de la historia: descubrimiento y conquista, tiranía y resistencia, revolución: formas de la apetencia y del padecimiento, de la peregrinación inconclusa, de la aspiración, que al cabo se integran en una gran visión dramática de la novela hispanoamericana.
Donde sólo había —Gallegos, Güiraldes, Rivera, Icaza— la percepción aislada de esos elementos, hay desde ahora, en El reino de este mundo, Los pasos perdidos, El acoso, Guerra del tiempo y El Siglo de las Luces, una integración orquestada de la enorme facticidad hispanoamericana y de los apetitos de justicia y de vida de los hombres insatisfechos del puro estar, mostrenco, sobre la tierra americana. Exigencias, finalmente, de un movimiento dialéctico y de una conciencia trágica, ya no de una declaración sentimental ultrajada. Las novelas de Carpentier son dialécticas porque son trágicas, en el sentido que Lucien Goldman atribuye a Pascal: «la dialéctica trágica responde a la vez sí y no a todos los problemas que propone la vida del hombre y sus relaciones con los demás hombres y con el universo».
Sí y no. O más bien, sí con no. A primera vista, las estructuras narrativas de Carpentier parecerían tenderse de un génesis a otro. De un amor perdido a un amor encontrado. De una promesa violada a una nueva anunciación. En Los pasos perdidos, el narrador abandona a su mujer y a su amante para salir al encuentro, oscuro e inconsciente, de Rosario, mujer primigenia, espejo andrógino de la Tellus Mater capaz de engendrar solitariamente. En El Siglo de las Luces, Sofía abandona a Esteban, encarnación de las exigencias puras del ideal revolucionario, para unirse a Victor Hughes, el pragmatista que en medio de las contradicciones concreta una parte mínima del ideal.
Sí y no. Cada génesis, apenas deja de ser el acto inmóvil, el fiat de la creación pura, apenas encarna en movimiento, convoca un espectro que le muestra el camino de la historia. El apocalipsis es el escudero de la creación. Victor Hughes, heraldo de la revolución francesa, desembarca en el Nuevo Mundo con dos armas: el Decreto de Pluvioso del Año II que dicta la libertad para los esclavos, y la cuchilla desnuda y filosa de la guillotina: génesis y apocalipsis. «Luciendo todos los distintivos de su Autoridad, inmóvil, pétreo, con la mano derecha apoyada en los montantes de la Máquina, Victor Hughes se había transformado repentinamente en una alegoría. Con la libertad llegaba la primera guillotina al Nuevo Mundo.» El personaje de Los pasos perdidos remonta el Orinoco hasta sus fuentes paradisíacas, sólo para comprobar que cada año, al dividirse las aguas, el Edén desaparece y, con él, todo paso humano, toda memoria humana anterior a cada catástrofe puntual. El viajero busca la Edad de Oro primigenia, pero ésta ya rememora su propia Edad de Oro perdida. Y sin embargo, esta anulación del tiempo por el tiempo es repetible porque es mítica y es mítica porque es ejemplar, porque es eminentemente presentable. El tiempo primordial prefigura el tiempo total. Toda novela podría titularse, como el excelente libro de Elena Garro, Los recuerdos del porvenir. Y la obra entera de Carpentier es una doble adivinación: a la vez, memoria del futuro y predicción del pasado.
El personaje de Los pasos perdidos viaja por el río hasta las raíces de la vida, pero no puede encontrarlas —dice Carpentier—, «pues ha perdido la puerta de su existencia auténtica». Esta referencia nos remite a un tercer tiempo. Alejo Carpentier ha dicho que el arte pertenece no a la génesis ni a su apocalipsis gemela, sino a la revelación. La revelación es el tiempo de la historia humana consciente, que a su vez posee un centro solar de aspiraciones: la revolución. Sí y no: tercer tiempo ambiguo, ya no inapelable como la gestación o la catástrofe. La revolución es Victor Hughes, el oportunista, el cínico, el hombre de acción y también el sensualista que, de alguna manera, aun la más terrible, quisiera darle cuerpo a sus ideales. La revolución es Esteban, el joven soñador en La Habana del siglo XVIII —el Siglo de las Luces—, para quien la Idea, nacida de sus secretas lecturas de Voltaire y de Rousseau, es un árbol de aire, un mar de luces. Para Esteban, toda encarnación es inferior a la esperanza. «Esteban se sentía desconcertado ante la increíble servidumbre de una mente vigorosa y enérgica, pero tan absolutamente politizada que rehusaba el examen crítico de los hechos, negándose a ver las más flagrantes contradicciones: fiel hasta el fanatismo… a los dictámenes del hombre que lo hubiese investido de poderes. ‘La revolución —dijo Victor lentamente…—, la revolución ha dado un objeto a mi existencia’. ‘Contradicciones y más contradicciones —murmuró Esteban—. Yo soñaba con una revolución tan distinta.’ ‘¿Y quién te manda creer en lo que no era? —preguntó Victor—. Una revolución no se argumenta: se hace’.»
Frente a la seguridad ciega de Victor, Esteban representa la ambigüedad crítica, como cuando Victor acepta que Francia, en virtud de sus principios democráticos, no puede ejercer la trata de esclavos, pero sí vender en puertos holandeses los esclavos que hayan sido tomados a los ingleses, Esteban sale a cumplir este último encargo en la colonia holandesa de Surinam, dispuesto en seguida a abandonar a la revolución traicionada y a Victor Hughes. Su misión es distribuir secretamente el Decreto de Pluvioso del Año II entre los súbditos del Rey de Holanda. Decide arrojar las copias impresas, bien atadas a grandes piedras, en las honduras del río. Pero antes, en el hospital de Paramaribo, asiste a la mutilación de las piernas de varios esclavos de la colonia, convictos de intento de fuga y cimarronada. Preso de náusea y de espanto, Esteban sale a distribuir el Decreto libertario entre los negros. «Lean esto —les gritó—. Y si no saben leer, busquen a uno que se los lea.»
Esteban regresa derrotado a La Habana: «Cuidémonos de las palabras demasiado hermosas; de los Mundos Mejores creados por las palabras. Nuestra época sucumbe por un exceso de palabras. No hay más Tierra Prometida que la que el hombre puede encontrar en sí mismo.» Y ahora es Sofía —conocimiento, «gay saber»— quien abandona a Esteban para irse a reunir con Victor Hughes, nombrado por Bonaparte agente en Cayena. Pero en realidad no lo abandona: va a asistir en nombre de Esteban, por el amor de Esteban, al derrumbe trágico de Victor Hughes; por amor a Esteban, para quien el sueño revolucionario es gemelo del sueño de amor con su prima, Sofía va a ser la amante de Victor Hughes. Sí y no: Sofía, sabiduría de la revolución, núcleo de la revelación, amante y enfermera, será quien logre mostrar al verdadero Victor Hughes, no sólo al masón, antimasón, jacobino, héroe militar, Agente del Directorio, Agente del Consulado, sino, detrás de los títulos, a un hombre que es Ormuz y Arimán, que lo mismo podría reinar sobre las tinieblas que sobre la luz. Victor ha abierto las puertas de Cayena a los curas y aplica el nuevo decreto, la Ley del 30 Floreal del Año X, que restablece la esclavitud en las colonias francesas de América. Pero, en medio de las persecuciones de negros, cae abatido por la fiebre que traen a Cayena los esclavos capturados por Napoleón en la batalla de Egipto: «El médico usó un nuevo remedio que, en París, había operado maravillas en la cura de los ojos aquejados por el Mal Egipcio: la aplicación de lascas de carne de ternera, fresca y sangrante. ‘Pareces un parricida de tragedia antigua’, dijo Sofía, viendo aquel personaje nuevo que, salido de la alcoba donde acababan de curarlo, le hizo pensar en Edipo. Habían terminado, para ella, los tiempos de la piedad».
Testigo de la gloria, de las contradicciones y del derrumbe de Victor Hughes, Sofía sólo renuncia a la piedad cuando la tragedia se cumple en la muerte. Pero no renuncia al conocimiento. Victor Hughes ha vivido para dar fe del abismo trágico entre el anhelo absoluto de la justicia y el uso concreto de la fuerza, de la misma manera que Esteban —ahora, lector de Chateaubriand— purga en el presidio de Ceuta el destino trágico de los hombres perdidos en el abismo entre la esperanza humana y la condición humana. Napoleón Bonaparte ha corrido el telón sobre el Siglo de las Luces con unas palabras: «Hemos terminado la novela de la revolución; toca ahora empezar su Historia y considerar tan sólo lo que resulta real y posible en la aplicación de sus principios». No obstante, Sofía —el conocimiento conciliador, la fraternidad de los opuestos— tenía razón: «Todo resultaba claro… la presencia de Victor era el comienzo de algo que se expresaría en vastas cargas de jinetes llaneros, navegaciones por ríos fabulosos, tramontes de cordilleras enormes. Nacía una época que cumpliría, en estas tierras, lo que en la caduca Europa se había malogrado. Esta vez se jugaría al desbocaire sobre generales, obispos, magistrados y virreyes».
Sí: Victor Hughes, a pesar de todo, trajo la revolución a América, y si esta revolución fracasaba, el movimiento continuaría, contradictorio, a menudo absurdo pero al cabo humano, como humana, renovada, esperanzada, sabia, ayuna de rencor o de derrota, es la exclamación final de Sofía cuando ella y Esteban salen de su encierro en el Palacio de Arcos en Madrid para unirse a la multitud que se levanta contra los franceses en las jornadas de mayo: «¡Vamos allá! ¡Vamos a pelear… por los que se echaron a la calle! ¡Hay que hacer algo!… ¡Algo!».
Deseo subrayar que El Siglo de las Luces no es una alegoría que ilustre el destino de las revoluciones. Sabemos que en un proceso revolucionario sólo una etapa es susceptible de ser reducida a técnica: la manera de tomar el poder. Pero la transformación de una sociedad jamás ha sido o será codificable: cada revolución es irreversible e irrepetible y los hombres que la hacen, iluminados por un sol nocturno, deben inventarlo todo de nuevo. Si se toma El Siglo de las Luces como una crónica histórica, sólo se refiere a la revolución francesa. Pero si no es una alegoría —mera ilustración de verdades sabidas—, sí contiene una simbología —verdadera búsqueda de verdades nuevas—. Y esa simbología nos habla de una conciliación de la justicia y la tragedia. Sí y no: revolución esta vez, y otra vez, y otra más: la libertad es idéntica a una aspiración permanente, la de hombres que viven en la ambigüedad y no la aceptan, sino que mantienen la exigencia de valores humanos absolutos a sabiendas de que la realidad los niega o los impide. La Revolución es la Revelación, es Adivinación que recuerda el origen sagrado del tiempo y formula su destino humano. La revolución histórica es adivinación literaria cuando la escritura, como en la obra de Carpentier, es radicalmente poética: sólo la poesía puede proponer a un mismo tiempo múltiples verdades antagónicas, una visión realmente dialéctica de la vida.
Podemos, ahora, regresar a la visitación de la música de Varèse. Porque el adivinar de Carpentier depende no sólo de la orquestación en virtud de la cual el escritor da tono y serialidad, ritmo y cronocromía —resonancia, en suma— a la afonía americana, sino también de esas pistas magnéticas, de esos «sonidos brutos» que, a contrapelo de la instrumentación tradicional, integran una nueva totalidad narrativa en la que la ficción se hace a sí misma mediante un lenguaje que es reflexión sobre el lenguaje. Sin estas pistas magnéticas, las ficciones de Carpentier podrían haber sido las crónicas y mensajes de la etapa anterior de nuestra novela.
Pero sería injusto limitar esta distinción al estrecho ámbito de la literatura en lengua española de América. Las novelas de Carpentier pertenecen, de pleno derecho, al movimiento universal de la narrativa, movimiento de renovación que sustituye la convención crucial, personajes-argumento (similar al cruce vertical-horizontal de melodía y armonía en la música) por una fusión en la que personajes e intriga desalojan el centro para convertirse en resistencias a un lenguaje que se desarrolla, a partir de sí mismo, en todas las direcciones de lo real. Así como la música ha ganado el derecho a ser sonido total o la pintura una facultad semejante en el orden visual, la novela reivindica la necesidad evidente de ser ante todo escritura, conexión del lenguaje con todos los niveles y orientaciones, no de la «realidad», sino de «lo real».
Carpentier es el primer novelista en lengua española que intuye esta radicalización y su corolario: todo lenguaje supone una representación, pero el lenguaje de la literatura es una representación que se representa. En Doña Bárbara, por ejemplo, el lenguaje, en la medida en que es consciente de sí mismo, aspira a representar directamente la realidad: el llano pretende ser realmente el llano y Santos Luzardo cree que realmente es Santos Luzardo. Pero el cadáver retrospectivo de Viaje a la semilla —escojo deliberadamente esta nouvelle de Carpentier— carece de esa ingenuidad primaria: sabe que sólo representa una representación anterior. Y sabe que su representación actual no existe fuera de la literatura. Como en Cervantes, en Carpentier la palabra es fundación del artificio: exigencia, desnivel frente al lector que quisiera adormecerse con la fácil seguridad de que lee la realidad; exigencia, desafío que obliga al lector a penetrar los niveles de lo real que la realidad cotidiana le niega o vela.
Gracias a esta representación de la representación, Carpentier revoluciona la técnica narrativa en lengua española: pasamos de la novela fabricada a priori a la novela que se hace a sí misma en su escritura. La formación musical de Carpentier no es ajena a esta realización de lo real. Recordemos que El acoso se desarrolla de acuerdo con una pauta externa —la ejecución de la Eroica de Beethoven— que nos remite a una sinfonía interna —la del personaje acosado— que aún no se cumple, que está en proceso de ser escrita o de ser leída. Al mismo tiempo que la orquesta tradicional sigue religiosamente el pentagrama estudiado, la pista magnética le opone, en un tiempo idéntico, el desarrollo imprevisible de un destino formulado por y dentro de un lenguaje.
Lejano en todo a la improvisación —ya hemos hablado de su profesionalismo— o a la gratuidad —Carpentier cree que las revoluciones culturales no son enemigas de las revoluciones sociales, sino que ambas se complementan e iluminan— el lenguaje de estas novelas cumple también la función obsesiva del autor: designar el mundo anónimo de América, apelar al pájaro y a la cordillera, al árbol y a la madrépora. En Carpentier, el verbo vuelve a ser atribución, y el nombre, fundación.
Cabría ir más lejos. Rousseau afirmaba que se podía hacer una historia de la libertad y de la esclavitud a partir del estudio de las lenguas. Semejante proyecto merecería cumplirse en la América española, zona fértil como pocas para proyectar, en la pantalla del idioma, las imágenes de un divorcio profundo entre lo real y sus signos. «Las palabras no se pronuncian en vano», advierte una cita de pórtico en El Siglo de las Luces. Ni siquiera las palabras vanas. Inmenso acarreo y metamorfosis de los gérmenes y cristalizaciones de nuestra lengua, la obra de Carpentier, como la de muchos músicos contemporáneos, se sirve de la melodía para ir más allá de la melodía: Carpentier aprovecha la retórica para trascenderla. En un solo movimiento, que a veces semeja una animación suspendida, el novelista consagra lo que profana y profana lo que consagra. El discurso y el poema, la clamorosa mentira y el verdadero silencio, se unen en un solo lenguaje: el de la tensión entre la nostalgia y la esperanza.
¿Ha significado otra cosa una lengua que lo mismo ha dado las cartas de relación de Cortés que la piramidal y nocturna poesía de Sor Juana, los decretos monstruosos de Rosas que el lúcido humanismo de Lastarria, la caótica demagogia de Perón que la helada razón de Borges? ¿Y qué une todas estas expresiones disímbolas sino el trayecto incumplido de una utopía de fundación, degradada por una epopeya bastarda que quisiera asumir la promesa utópica si no le impidiese el paso la imaginación que transforma la nostalgia en deseo? Todo es lenguaje en América Latina: el poder y la libertad, la dominación y la esperanza. Pero si el lenguaje de la barbarie desea someternos al determinismo lineal del tiempo, el lenguaje de la imaginación desea romper esa fatalidad liberando los espacios simultáneos de lo real. Ha llegado, quizás, el momento de cambiar la disyuntiva de Sarmiento —¿civilización o barbarie?— por la que Carpentier, y con él los mejores artistas de nuestra parte del mundo, parecen indicarnos: ¿imaginación o barbarie?
2. La búsqueda de Utopía


El arte ha caminado una larga avenida en busca de la tierra feliz del origen, de la isla de Nausicaa en Homero, a la visita irónica de Luis Buñuel a una isla de esqueletos y excrementos en su película La Edad de Oro, pasando por las arcadias sin penas de Hesíodo, la edad de la verdad y la fe en Ovidio, la primavera cristiana de Dante, la edad de los arroyos de leche en Tasso y, finalmente, su agria desembocadura en el poema de John Donne: «Las doradas leyes de la naturaleza son derogadas…», y su desencantado recuerdo en Cervantes:
Dichosa edad y siglos dichosos aquellos a quien los antiguos pusieron nombre de dorados, y no porque en ellos el oro, que en nuestra edad de hierro tanto se estima, se alcanzase en aquella venturosa sin fatiga alguna, sino porque entonces, los que en ella vivían, ignoraban estas dos palabras de tuyo y mío. Eran en aquella santa edad todas las cosas comunes; a nadie le era necesario para alcanzar su ordinario sustento tomar otro trabajo que alzar la mano y alcanzarle de las robustas encinas que liberalmente les estaban convidando con su dulce y sazonado fruto. Las claras fuentes y corrientes ríos, en magnífica abundancia, sabrosas y transparentes aguas les ofrecían… Todo era paz entonces, todo amistad, todo concordia…
La evocación de Cervantes es la del obispo Quiroga: y ambas, a su vez, son la de Ovidio en Las metamorfosis:
En el principio fue la Edad de Oro, cuando los hombres, por su propia voluntad, sin miedo al castigo, sin leyes, obraban de buena fe y hacían lo justo… La tierra… producía todas las cosas espontáneamente… Era la estación de la primavera eterna… Los ríos fluían con leches y néctares… Pero entonces apareció la edad de hierro y con ella toda suerte de crímenes; la modestia, la verdad y la lealtad huyeron, sustituidas por la traición y la trampa; el engaño, la violencia y la codicia criminal.
Todos ellos hablan de un tiempo, no de un lugar, U-topos quiere decir: no hay tal lugar. Pero la búsqueda de Utopía se presenta siempre como la búsqueda de un lugar y no de un tiempo: la idea misma de Utopía en América parece marcada por el hambre de espacio propia del Renacimiento.
El Mundo Nuevo se convierte así en una contradicción viviente: América es el lugar donde usted puede encontrar el lugar que no es. América es la promesa utópica de la Nueva Edad de Oro, el espacio reservado para la renovación de la historia europea. Pero ¿cómo puede tener un espacio el lugar que no es?
El mundo indígena, el mundo del mito, contesta a esta pregunta desde antes de ser conquistado. La utopía sólo puede tener tiempo. El lugar que no es no puede tener territorio. Sólo puede tener historia y cultura, que son las maneras de conjugar el tiempo. Origen de los dioses y del hombre; tiempos agotados, tiempos nuevos; augurios; respuestas del tiempo a una naturaleza amenazante, a un cataclismo natural inminente.
Tomás Moro describe la ironía de esta verdad cuando envía a su viajero utópico, Rafael Hitlodeo, de regreso a Europa. Pero él no habría regresado, nos dice Moro, ni el lector tampoco: «Si usted hubiera estado en Utopía conmigo y hubiera visto sus leyes y gobiernos, como yo, durante cinco años que viví con ellos, en cuyo tiempo estuve tan contento que nunca los hubiera abandonado si no hubiese sido para hacer el descubrimiento de tal nuevo mundo a los europeos».
En su novela Los pasos perdidos, Alejo Carpentier concibe su ficción como un viaje en el espacio, Orinoco arriba, hasta las fuentes del río, pero, también, como un viaje en el tiempo. El movimiento de la novela es una conquista del espacio pero también una reconquista del tiempo. El viajero de Carpentier, a diferencia del de Moro, pasa de las ciudades modernas a los ríos de la conquista a las selvas anteriores al Descubrimiento a «la noche de los tiempos», donde «todos los tiempos se reúnen en el mismo espacio».
Viajando hacia atrás, hacia «los compases del Génesis», el Narrador de Carpentier se detiene al filo de la intemporalidad y sólo allí encuentra la utopía: un tempo donde todos los tiempos coexisten, así como Borges encontró El Aleph, el espacio donde todos los espacios coexisten. Su narrador, como el de Tomás Moro, ha estado en Utopía y ha vivido su tiempo perfecto, un instante eterno, una Edad de Oro que no necesita ser recordada o prevista.
Tanto Moro como Carpentier quisieran permanecer en Utopía. Pero ambos sucumben a la racionalización de sus culturas modernas: deben regresar y contar sobre Utopía a fin, dice Moro, de «hacer el descubrimiento de tal nuevo mundo a los europeos»; a fin, dice Carpentier, más de cuatro siglos después, de comunicarle la existencia de Utopía a «un joven de alguna parte», que «esperaba tal vez mi mensaje, para hallar en sí mismo, al encuentro de mi voz, el rumbo liberador».
Pues si la utopía es el recuerdo del tiempo feliz y el deseo de reencontrarlo, es también el deseo del tiempo feliz y la voluntad de construirlo.
«No regresar» es el verbo de la utopía de la edad de oro original.
«Regresar» es el verbo de la utopía de la ciudad nueva donde reinará la justicia.
Los narradores, el de Tomás Moro y el de Alejo Carpentier, están divididos por esta doble utopía: se debaten entre encontrar lo perdido y conservarlo, o regresar, comunicar, reformar, liberar. El protagonista de Los pasos perdidos comete, al cabo, «el irreparable error de desandar lo andado, creyendo que lo excepcional puede serlo dos veces».
3. Utopía: espacios y tiempos


Los pasos perdidos de Alejo Carpentier repite el viaje más antiguo de los hombres del Viejo Mundo en busca del Mundo Nuevo, la peregrinación «al vasto país de las Utopías permitidas, de las Icarias posibles». Es también el descubrimiento de que la Utopía consiste en «barajar las nociones de pretérito, presente, futuro». Empezando con un desplazamiento en el espacio, el viaje utópico termina con un desengaño y también con una sabiduría. U-Topos es el lugar que no es; pero si no es espacio, es tiempo. La pureza europea de una concepción utópica a escala espacial mínima, con el continente, por decirlo así, a la mano, es desvirtuada por la inmensidad del espacio americano. He aquí la paradoja: el tiempo de la Utopía sólo puede ser ganado después de recorrer un inmenso espacio que la niega; recorrer y vencer, neutralizar, eliminar. Utopía se da en Canaima como espacio pero debe convertir la selva, el río, los escenarios de Gallegos, en tiempo.
Ello es difícil, porque el espacio americano parece indomable. Europa convierte la naturaleza en paisaje. Entre nosotros, priva el asombro del gran poema de Manuel José Othón, por algo titulado Idilio salvaje. Aunque el poeta hable de «paisaje», una pintura de Poussin o de Constable sería devorada por «el salvaje desierto», el «horrendo tajo» de esta «estepa maldita» de bloques arrancados por el terremoto, «enjuta cuenca de océano muerto». En este «campo de matanza», parecen ser el dolor y el miedo lo único que, humanamente, se dibuja entre la pura extensión del espacio. Pero la nota dominante es, una vez más, la de una naturaleza agreste, que nos domina con su grandeza:
Mira el paisaje: inmensidad abajo,
inmensidad, inmensidad arriba…
El paisaje es raro en la literatura hispanoamericana; los jardines, artificiales evocaciones del mármol. El espíritu civilizado de José Donoso convierte al paisaje en personaje en Casa de campo (1978). Se trata, sin embargo, de una nueva manera del idilio salvaje: un paisaje fabricado, monstruoso, que transforma a la naturaleza domeñada en un sofoco. Ha huido el oxígeno de la naturaleza, jardín artificial, y del diálogo, que lo es de niños igualmente artificiales —robots voluntarios y voluntariosos, Midwich Cuckoos del campo chileno—. Eco de la sabiduría paisajística de Rugendas y de la retratística de Monvoisin, la de Donoso es salvajemente artificial, como la del jardín de Goethe. Es una nostalgia del mundo primitivo, intocado, del primer amanecer. El hecho de que lo pueblen niños, artificiales también, prolonga la sensación de inocencia imposible: en Casa de campo, David Copperfield ha llegado a la isla desierta del Señor de las Moscas sin más defensa que su buena educación inglesa. Sabe comerse con etiqueta a sus semejantes.
José María Velasco, el gran paisajista mexicano, acaso tenga un equivalente literario en la prosa transparente de Alfonso Reyes. Pero en nuestras novelas, de Payno a Altamirano a Azuela a Rulfo («la llanura amarguísima y salobre… el peñascal, desamparado y pobre» de Othón parecen descritos para El Llano en llamas y Pedro Páramo), la naturaleza no es paisaje: es augurio o nostalgia de algo que no es domeñable. La pintura mexicana, de los bosques impenetrables de Clausell a los volcanes del Doctor Atl a los cielos en llamas de Orozco y los pedregales de Siqueiros, abunda en naturaleza, no en paisaje. Pero el «idilio salvaje», si en su segundo término implica naturaleza impersonal, espacio inhumano, «selva selvaggia» que conduce al infierno, anuncia también el idilio que rescata tiempo, perdido, pasado y, acaso, feliz.
En Los pasos perdidos, la búsqueda de este lugar anterior y feliz —Utopía— crea su propio tiempo, y éste se revela no como un tiempo cualquiera. O más bien: no el tiempo lineal de la lógica progresista. Carpentier identifica la empresa utópica con la empresa narrativa: ambas pretenden conjugar las nociones del tiempo y trascender la discreción sucesiva del lenguaje y de las horas de la racionalidad positiva. Vencer al espacio —el monstruo de la pura inmensidad— y crear el tiempo.
El primer anticipo de esta intención, en Los pasos perdidos, la primera de muchas simetrías a las que Carpentier recurre para enriquecer la realidad empobrecida, el tiempo de los relojes, es, clásicamente, la representación dentro de la representación: esa cajita china o muñeca rusa, esa cebolla narrativa que permite a Shakespeare en Hamlet y a Cervantes en el retablo de Maese Pedro, como a Julio Cortázar en el relato Instrucciones para John Howell, introducir la representación dentro de la representación a fin de que ésta —poema, drama, ficción— se contemple a sí misma —si tiene el valor de hacerlo—. El espectador/lector es invitado a hacer lo mismo, aun a costa de una pesadilla sublime, similar a la de esos personajes cómicos del Discreto encanto de la burguesía de Luis Buñuel, frustrados en su supremo intento francés de sentarse a gozar de una buena comida y que, cuando al cabo lo logran, apenas se llevan las cucharas soperas a la boca, ven al telón levantarse ante sus narices y se dan cuenta de que están en un escenario teatral, frente a una sala colmada y un público que espera de ellos diálogos ingeniosos, acaso picantes, mientras fingen comer sus pollos de cartón. El terror de saberse representado —y el nuestro de saberlos representados— echa a perder las digestiones estomacales pero facilita las digestiones mentales.
El objeto del «teatro dentro del teatro» en Los pasos perdidos es el de «hacer coincidir nuestras vidas». Carpentier se refiere aquí a dos vidas, las de una pareja mal avenida, el narrador y su esposa, la actriz Ruth. ¿Cómo hacer coincidir, en efecto, sus tiempos, si ella vive más en la realidad de un drama teatral sobre la Guerra de Secesión norteamericana que en la realidad de su marido el narrador musicólogo? Además, la obra teatral es un éxito prolongado que «aniquilaba lentamente a los intérpretes, que iban envejeciendo a la vista del público dentro de sus ropas inmutables».
Como el Narrador no puede hacer coincidir su tiempo con el de Ruth su mujer, parte a la América del Sur con su amante francesa, Mouche, que sí comparte el tiempo y los intereses del Narrador. Sobra decir que ésta es una ilusión y que la relación de la pareja Narrador-Ruth es sólo una premonición de la pregunta y la relación, erótica/utópica, central a la novela, que se hace presente cuando el Narrador conoce, en el Orinoco, a Rosario. La pregunta banalmente doméstica de Nueva York se convierte en la pregunta esencial de un lugar que los mapas de la memoria utópica llaman Santa Mónica de los Venados: ¿cómo hacer coincidir los tiempos del Narrador y Rosario?
El Narrador llega a una ciudad hispanoamericana que sólo puede ser Caracas. En el Nuevo Mundo hispano «conviven Rousseau y el Santo Oficio, la Virgen y El capital», pero cuando una insurrección aísla al hotel donde habita el Narrador y se interrumpen los servicios de luz y agua, las alimañas salen por las coladeras y los bichos van subiendo desde los sótanos.
El Narrador quiere ir más lejos. No viene en busca de la prolongación caricaturesca de la modernidad norteamericana en la modernidad hispanoamericana, sino de una realidad ab-original: el treno, la unidad mínima de la música. Vale decir: busca el mito de mitos, la palabra de palabras, el sonido del cual, en un lamento ritual —la trenodia—, nacen todos los demás. Pero ese mito sonoro está oculto en el corazón de las tinieblas, en la entraña de una naturaleza tupida. El Narrador hace caso omiso de la extensión en el espacio; más que un obstáculo, éste es una invitación que le identifica con los primeros descubridores del Mundo Nuevo, le permite reincidir en su asombro —el de Colón y Bernal, Solís y Balboa— y adquirir otro sentido de las proporciones. Las montañas crecen, el prestigio humano cesa y los seres, ínfimos y mudos, sienten que ya no andan entre cosas a su escala. «Estábamos sobre el espinazo de las Indias fabulosas, sobre una de sus vértebras.»
Ya conocemos esta naturaleza impersonal: es la de Canaima. Pero el novelista cubano va a permitir que la naturaleza se revele como tiempo y se despoje de su pura extensión. Carpentier, musicólogo él mismo, se asemeja a ciertas grandes obras musicales modernas —pienso en Varèse, Stravinsky, el Debussy del Martirio de San Sebastián— que parecen identificarse como una extensión sólo para conjugar un tiempo. Asimismo, en Los pasos perdidos, en el extremo de la naturaleza, en el surtidor oscuro de los ríos, las bestias y la flora, la selva va a revelarse como una nación escondida.
Un hombrecito de cejas enmarañadas conocido como el Adelantado, acompañado de su perro Gavilán, le dice al Narrador en una taberna de Puerto Anunciación, allí donde se dejan atrás las tierras del caballo para ingresar a las tierras del perro:
Cubriendo territorios inmensos —me explicaba—, encerrando montañas, abismos, tesoros, pueblos errantes, vestigios de civilizaciones desaparecidas, la selva era, sin embargo, un mundo compacto, entero, que alimentaba su fauna y sus hombres, modelaba sus propias nubes, armaba sus meteoros, elaboraba sus lluvias: nación escondida, mapa en clave, vasto país vegetal de muy pocas puertas. […] Para penetrar en ese mundo, el Adelantado había tenido que conseguirse las llaves de secretas entradas: sólo él conocía cierto paso entre dos troncos, único en cincuenta leguas, que conducía a una angosta escalinata de lajas por la que podía descenderse al vasto misterio de los grandes barroquismos telúricos.
El Adelantado es, sin intención peyorativa alguna (todo lo contrario), el Retrasado: sabe cómo ir adelante porque ha estado allí antes y quizás en compañía de Rafael Hithloday, el viajero utópico de Tomás Moro, quien en 1517 nos advierte que para entrar a Utopía se requiere hacer un pasaje peligroso a través de canales
que sólo los utopianos conocen, de tal suerte que los extranjeros sólo pueden entrar a esta bahía guiados por un piloto utopiano. Pues aun para los habitantes apenas si existen entradas seguras, salvo si marcan su pasaje con ciertos signos en la costa.
No margino el encanto narrativo de Carpentier: hay en esta novela un elemento mágico, infantil, digno de Stevenson y Verne, pues para regresar a la Isla del Tesoro o llegar al centro de la tierra, también se requiere un conocimiento secreto, un mapa, una memoria. Utopía está en el recuerdo y es necesario recordar para regresar a una tierra que no es en el espacio sino en el tiempo. Las claves de U-Topos deben ser claves en el tiempo y el recuerdo del tiempo se llama mito, «el recuerdo vivo de ciertos mitos», como escribe Carpentier.
La catalizadora de este mundo mítico, de este recuerdo, es una mujer: Rosario. Mujer estupefacta, sentada en un contén de piedra junto al río, envuelta en una ruana azul, con un paraguas dejado en el suelo, con la mirada empañada y los labios temblorosos, mujer recobrada de las tinieblas, resucitada, que parecía regresar de muy lejos, mira al Narrador «como si mi rostro fuese conocido», da un grito y se agarra de él, implorando «que no la dejaran morir de nuevo».
Hay una antigua hechicera que habita las más viejas ficciones terrenales, la isla de Circe de Homero y la Tesalia del Asno de oro de Apuleyo, los páramos escoceses de Macbeth de Shakespeare y las calles españolas de La Celestina de Rojas, pero también los pasmados salones nupciales de Dickens, donde Miss Havisham se muere entre las reliquias de unos velos rasgados y un pastel devorado por las ratas, y en los palacios venecianos de Henry James donde ella, la hechicera anciana, guarda los secretos de la palabra y la historia: esta mujer —la mujer— es «el conducto hacia los ritos primeros del hombre». La hechicera es dueña de las claves esotéricas. Rosario pertenece a esta estirpe. Y esotérico —eso-theiros— significa introducir, hacer entrar. El «esoterismo», en este caso, es en apariencia el del ingreso a la selva, a la naturaleza; pero en realidad —como en Moro— es el ingreso a Utopía, el lugar que no es en el espacio pero que, acaso, tenga lugar en el tiempo. Para «hacer entrar», pasando del espacio al tiempo, de topos a cronos, hay que vencer los muros de lo que los sentidos llaman «realidad».
Paralelamente al encuentro con la hechicera, Carpentier se empeña, por estas razones, en un proceso de desrealización de la naturaleza que lleva a sus consecuencias finales la pugna entre naturaleza y naturalismo:
Al cabo de algún tiempo de navegación en aquel caño secreto, se producía un fenómeno parecido al que conocen los montañeses extraviados en las nieves: se perdía la noción de la verticalidad, dentro de una suerte de desorientación, de mareo de los ojos. No se sabía ya lo que era del árbol y lo que era del reflejo. No se sabía ya si la claridad venía de abajo o de arriba, si el techo era de agua, o el agua suelo; si las troneras abiertas en la hojarasca no eran pozos luminosos conseguidos en lo anegado. Como los maderos, los palos, las lianas, se reflejaban en ángulos abiertos o cerrados, se acababa por creer en pasos ilusorios, en salidas, corredores, orillas inexistentes. Con el trastorno de las apariencias, en esa sucesión de pequeños espejismos al alcance de la mano, crecía en mí una sensación de desconcierto, de extravío total, que resultaba indeciblemente angustiosa. Era como si me hicieran dar vuelta sobre mí mismo, para atolondrarme, antes de situarme, en los umbrales de una morada secreta.
Sin embargo, esta sensación de desplazamiento y extrañeza es acompañada por otra sensación de asimilación constante: lo que más asombra al viajero narrador es «el inacabable mimetismo de la naturaleza virgen». «Aquí todo era otra cosa, creándose un mundo de apariencias que ocultaba la realidad, poniendo muchas verdades en entredicho».
De Cristóbal Colón a José Eustasio Rivera, de Américo Vespucio a Rómulo Gallegos, por poderosa y descomunal que sea, la naturaleza americana, por ser naturaleza, se parece a sí misma. A partir de Carpentier, la naturaleza ya no se parece a la naturaleza. Es puro espacio sin tiempo. Engaña, es un espejismo. Pero detrás del vasto engaño del espacio se esconde una vasta apertura del tiempo. La desrealización naturalista permite que el objetivo estético de Carpentier —el inventor del «realismo mágico»— se cumpla al imponerse el tiempo al espacio merced a estos pasos recuperados: el paso de la naturaleza «naturalista» a la naturaleza «enajenada» a la naturaleza puramente metafórica, mimética.
La irrupción del tiempo en Los pasos perdidos ocurre en el capítulo XXI, cuando el misionero fray Pedro habla del «poder de andarse por el tiempo, al derecho y al revés». Éste no es un espejismo: es simplemente la realidad de otra cultura, de una cultura distinta:
[Los indios] me resultaban, en su ámbito, en su medio, absolutamente dueños de su cultura. Nada era más ajeno a su realidad que el absurdo concepto de salvaje. La evidencia de que desconocían cosas que eran para mí esenciales y necesarias, estaba muy lejos de vestirlos de primitivismo.
La otra cultura es el otro tiempo. Y como hay muchas culturas, habrá muchos tiempos. Como posibilidades ciertamente; pero sólo a condición de reconocerlos en su origen, de no deformarlos ad usum ideologicum para servir al tiempo progresivo del Occidente, sino para enriquecer al tiempo occidental con una variedad que es la de las civilizaciones en la hora —previstas por Carpentier, por Vico, por Lévi-Strauss, por Marcel Mauss, por Nietzsche— en que sus configuraciones salen de las sombras y se proponen como protagonistas de la historia.
Por ello el tiempo de Los pasos perdidos, apenas es descubierto, comienza a retroceder con la velocidad de una cascada que asciende a su origen:
El tiempo ha retrocedido cuatro siglos. Ésta es misa de descubridores […]. Acaso transcurre el año 1540 […]. Los años se restan, se diluyen, se esfuman, en vertiginoso retroceso del tiempo […], hasta que alcanzamos el tiempo en que el hombre, cansado de errar sobre la tierra, inventó la agricultura […] y, necesitado de mayor música, inventó el órgano al soplar en una caña hueca y lloró a sus muertos haciendo bramar una ánfora de barro. Estamos en la Era Paleolítica […]. Somos intrusos […] en una ciudad que nace en el alba de la Historia. Si el fuego que ahora abanican las mujeres se apagara de pronto, seríamos incapaces de encenderlo nuevamente por la sola diligencia de nuestras manos.
Éste es el sistema narrativo que Carpentier emplea en una de las obras maestras del relato hispanoamericano, Viaje a la semilla, en que las candelas de un velorio, en vez de agotarse, empiezan a crecer hasta apagarse, enteras, mientras que el hombre velado se incorpora en su féretro y la vida se reinicia retrospectivamente, de regreso a la juventud, la niñez y el útero. El cuento es así una cuenta: la cuenta al revés de los lanzamientos al espacio, diez-nueve-ocho hasta cero. Pero éste es un lanzamiento al tiempo; y si en el cuento es la propia narración la que se cuenta hacia atrás, en la novela el conducto de este remontarse al revés, de este countdown o conto alla rovescia, es Rosario, quien inmersa en el tiempo y ausente en el espacio, no reconoce la lejanía: «A ella no le importa dónde vamos, ni parece inquietarse porque haya comarcas cercanas o remotas. Para Rosario no existe la noción de Estar lejos de algún lugar».
Esto es así porque Rosario vive en el tiempo: «Este vivir en el presente, sin poseer nada, sin arrastrar el ayer, sin pensar en el mañana, me resulta asombroso».
Y le resulta asombroso al lector. El esfuerzo del narrador por remontarse en el tiempo y conjugar pretérito, presente y porvenir, le es privativo y le es necesario porque él quiere llegar a Utopía. Pero para Rosario, que ya está en Utopía, el ayer y el mañana son innecesarios. El Narrador triunfa sobre el tiempo profano, consecutivo. Rosario ya está instalada en el tiempo mítico, simultáneo y sagrado.
El encuentro del Narrador y Rosario crea un doble movimiento en la novela: el del narrador hacia atrás, que es el ritmo mismo de la novela, «retrocediendo hacia los compases del Génesis»; y el de Rosario, que si para nosotros y el Narrador es un movimiento también hacia atrás, hacia un pasado original, para ella misma no es sino un eterno presente inmóvil. El Narrador tiene que ser moviéndose, si no hacia el futuro, entonces hacia el pasado. Rosario no tiene que moverse. Ya es, ya está. El Narrador encuentra a Rosario y cree que ella lo acompañará en su viaje al origen. No sabe que Rosario ya está allí y no puede abandonar su estar primigenio, so pena (como la Ayesha de Rider Haggard o la tibetana en los Horizontes perdidos de James Hilton y otras heroínas de los romances populares) de convertirse en polvo al traspasar el umbral de su tiempo sagrado al tiempo común y corriente, newtoniano, sublunar.
Este doble movimiento, antes de divorciarse de nuevo, se funde en un paso a «la noche de las edades». Todos los tiempos, aquí, se reúnen en un mismo espacio que es cancelado por la abundancia real del tiempo que lo ocupa totalmente. En ese instante, anterior a la semilla y al fuego, donde los perros son anteriores a los perros, y los cautivos lo son de otros cautivos, «hay una forma de barro endurecida al sol»:
Una especie de jarra sin asas, con dos hoyos abiertos de lado a lado y un ombligo dibujado en la parte convexa […]. Esto es Dios. Más que Dios: es la Madre de Dios. Es la madre primordial […], «el secreto prólogo».
La naturaleza convertida en cultura es mucho más terrible que la naturaleza retratada, «naturalista», «verosímil». Veremos en Lezama Lima cómo el barroco, llevado a sus consecuencias finales, convierte el artificio en otra naturaleza, más natural que el artificio de lo natural «nacido sustituyendo», como dice el autor de Paradiso. En Carpentier, si de eso se trata, «lo que se abre ante nuestros ojos es el mundo anterior al hombre». Si lo que queremos es la naturaleza virgen, hela aquí en toda su terrible soledad; no el cromo naturalista y complaciente de una naturaleza que nos sobrecoge porque, de todos modos, somos capaces de verla, de estar en ella, sino una naturaleza radicalmente sola, sin testigos humanos y, por ello, posible.
Aquí […] aunque la abeja trabaje en las cavernas, nada parece saber de seres vivientes […]. Estamos en el mundo del Génesis, al final del Cuarto Día de la Creación. Si retrocediéramos un poco más, llegaríamos adonde comenzara la terrible soledad del Creador —la tristeza sideral de los tiempos sin incienso y sin alabanzas, cuando la tierra era desordenada y vacía, y las tinieblas estaban sobre la faz del abismo.
Llevado a este extremo, el paso de la novela vuelve a desdoblarse. No se puede ir más lejos hacia atrás; Carpentier acaba de mostrarnos el abismo de la nada. Ahora, ¿permaneceremos para siempre al filo del alba, en el mito del origen o le daremos otro contenido al origen, convirtiéndolo en historia? Pero ¿puede sobrevivir el mito del origen si se convierte en historia, en movimiento hacia el futuro? Tal es el dilema de toda utopía: permanecer en el origen feliz del pasado, o avanzar hacia la ciudad feliz del futuro.
4. Edad de Oro


El movimiento de la novela se descompone en dos utopías. La actividad temporal más señalada de la Utopía es la fundación de la ciudad; pero esta primacía le es disputada por otra actividad opuesta: la búsqueda de la Edad de Oro.
La contradicción es evidente, pues la fundación de la ciudad utópica introduce la historia y el movimiento hacia adelante, introduce la política, en tanto que la Edad de Oro es un mito que vive, como Rosario la mujer que lo encarna, en un presente absoluto e inmóvil.
Esta contradicción eterna de la Utopía es resuelta por la Edad Moderna mediante una inversión temporal. Si antes la Edad de Oro estaba en el origen y los actos míticos tendían a recordar y restablecer ese momento privilegiado en el que la salud tenía lugar, el cristianismo, al introducir a la divinidad en la historia mediante una promesa de redención, sitúa al Paraíso en el porvenir. El Renacimiento inicia el proceso de secularización de la Edad de Oro en el Nuevo Mundo, y el Siglo de las Luces lo confirma como estandarte de la modernidad: no hay salida sino en el futuro; el pasado es, por definición, bárbaro, nos informa Voltaire.
Pero el Narrador de Los pasos perdidos, como el viajero utópico de Tomás Moro, ha estado en Utopía y ha vivido su tiempo perfecto, instante eterno, Edad de Oro que no necesita ser recordada ni prevista. Primero, toma la «gran decisión de no regresar allá»: decide permanecer en la Edad de Oro. Pero en seguida las racionalizaciones de su cultura se le imponen y decide regresar: «Un joven, en alguna parte, esperaba tal vez mi mensaje, para hallar en sí mismo, al encuentro de mi voz, el rumbo liberador», dice el Narrador de Carpentier. Lo mismo dijo, más de cuatro siglos antes, el Narrador de Tomás Moro, y al llegar al reino indio de Michoacán bajo el brazo del obispo, Vasco de Quiroga lo repitió: «Si usted hubiera estado en Utopía conmigo y hubiera visto sus leyes y gobiernos, como yo, durante cinco años que viví con ellos, en cuyo tiempo estuve tan contento que nunca los hubiera abandonado si no hubiese sido para hacer el descubrimiento de tal nuevo mundo a los europeos» (Utopía, libro primero).
Nuestra cultura prometeica, persuasiva, ideológica, no puede estar tranquila si no catequiza a alguien: el Viajero de Moro y el Narrador de Carpentier regresan a persuadir, sermonear, transformar a sus contemporáneos occidentales. Éstos, sin duda, los escucharán y regresarán a Utopía —a colonizarla, si son de derecha; a hacer turismo revolucionario, si son de izquierda.
«No regresar» es el verbo de la Utopía de la Edad de Oro original.
«Regresar» es el verbo de la Utopía de la Ciudad Nueva y Justa.
El Narrador de Los pasos perdidos está dividido por la doble utopía: entre encontrar lo perdido, y comunicar, regresar, reformar, liberar. Comete, al cabo, «el irreparable error de desandar lo andado, creyendo que lo excepcional puede serlo dos veces».
Alejo Carpentier da cuenta de la esperanza y de la tristeza, en su novela, de una comunidad colocada por encima del individuo y del Estado, porque contiene y perfecciona los valores de ambos.
Los pasos perdidos es una novela que J. B. Priestley dijo que quisiera haber escrito y que Edith Sitwell consideró perfecta: ni le falta ni le sobra nada, dijo la escritora inglesa. Más que perfección, una palabra que no me gusta porque elimina el riesgo de la creación y el margen de la verdadera recreación, que es el del error del creador que nuestra lectura puede asumir y suplir patéticamente, yo hablaría de totalidad. No una totalidad monolítica —falsa totalidad política y literaria— sino una totalidad fugitiva, de niveles complejos, disímiles y a veces contradictorios.
Los niveles más evidentes de Los pasos perdidos son el erótico, el lingüístico, el musical y el mítico-utópico.
El erotismo es el del cuerpo, no en su naturaleza natural —Carpentier, a diferencia de muchos novelistas actuales, no da clases de anatomía— sino en su representación y, aun, en su representación de una representación. Ésta es la «concertada ferocidad» de los amantes:
Esta vez enmendamos las torpezas y premuras de los primeros encuentros, haciéndonos más dueños de la sintaxis de nuestros cuerpos. Los miembros van hallando un mejor ajuste; los brazos precisan un más cabal acomodo. Estamos eligiendo y fijando, con maravillados tanteos, las actitudes que habrán de determinar, para lo futuro, el ritmo y la manera de nuestros acoplamientos. Con el mutuo aprendizaje que implica la fragua de una pareja, nace su lenguaje secreto. Ya van surgiendo del deleite aquellas palabras íntimas, prohibidas a los demás, que serán el idioma de nuestras noches. En invención a dos voces, que incluye términos de posesión, de acción de gracias, desinencias de los sexos, vocablos imaginados por la piel, ignorados apodos —ayer imprevisibles— que nos daremos ahora, cuando nadie pueda oírnos. Hoy, por vez primera, Rosario me ha llamado por mi nombre, repitiéndolo mucho, como si sus sílabas tuvieran que tornar a ser moldeadas, y mi nombre en su boca ha cobrado una sonoridad tan singular, tan inesperada, que me siento como ensalmado por la palabra que más conozco, al oírla tan nueva como si acabara de ser creada. Vivimos el júbilo impar de la sed compartida y saciada, y cuando nos asomamos a lo que nos rodea, creemos recordar un país de sabores nuevos.
Este tipo de acoplamiento representativo es el que caracteriza otro aspecto del erotismo de Los pasos perdidos: su cópula intertextual, la introducción de un texto en otro. Las crónicas de Castillejos y Fernández de Oviedo, los diarios de Colón y Vespucio, las cartas de Cortés y la bitácora de Pigafetta son como amantes verbales de la novela de Carpentier, y el fruto de esta unión, el texto hijo de los otros textos, pudiera ser una simple frase sensual, un instante en que una nube pasa sobre los protagonistas y «comenzaron a llover mariposas sobre los techos, en las vasijas, sobre nuestros hombros».
Esas mariposas que llueven de una nube son descendientes de la erótica maravillada de los cronistas y descubridores: su intertextualidad contemporánea se prolonga en Malcolm Lowry y Gabriel García Márquez.
Y de este nivel proviene el siguiente, el lingüístico, pues Carpentier propone, como es sabido, una operación intertextual inmediata de rescate de nuestra lengua y sus riquezas perdidas. Pero esta operación es inseparable de la función nominadora de su texto, ya que Carpentier, como Colón y Oviedo, reclama para sí la tarea de «Adán poniendo nombre a las cosas».
En la construcción textual de Los pasos perdidos, esta nominación adánica de los árboles, los ríos, los peces y los panes del Nuevo Mundo, que ya notamos en la obra de Gallegos, se presenta en medio de un silencio «venido de tan lejos» que en él la palabra es una creación obligada. Así, el silencio virgen de la naturaleza abismal del cuarto día del Génesis le da a la palabra una resonancia musical, pues es en la música donde el silencio es visto, ante todo, como un valor: el silencio es la matriz del sonido.
El silencio total es roto, al nivel musical de la novela, por una «pavorosa grita sobre un cadáver rodeado de perros mudos». Al Narrador esa grita le resulta horrible, hasta que se da cuenta de que la horrenda fascinación de la ceremonia sólo revela que, ante la terquedad de la Muerte que se niega a soltar su presa, la Palabra se descorazona y cede el lugar a la expresión musical mínima, unitaria: ensalmo, estertor, convulsión: el Treno. Con el Narrador, acabamos de asistir al nacimiento de la Música. Y la música nace cuando la Palabra muere porque no sabe qué cosa decirle a la muerte.
Hay aquí una prodigiosa asimilación de los varios niveles verbales de la novela. Pues si el Treno que tan dramáticamente descubre el Narrador es la palabra célula que se transforma en música al necesitar más de una entonación vocal, más de una nota para alcanzar su forma, no es otro el límite y la función del mito formado, según Lévi-Strauss, por mitemas que son la unidad mitológica mínima surgida del orden del lenguaje pero que lo trasciende con el algo más que en el lenguaje representa la frase o en la música el treno. No es otro el límite y la función del lenguaje verbal mismo, formado por el ascenso de unidades inferiores mínimas a unidades superiores que completan la unidad anterior.
La unidad de la función verbal, mítica y musical en Los pasos perdidos es ilustrada maravillosamente por este encuentro con el nacimiento de la música, con el treno que crea la música con el propósito de devolverle la vida a un muerto. Sin embargo, la hermandad del discurso filosófico de Los pasos perdidos con sus procedimientos lingüísticos y míticos no estaría completa sin una identidad fundamental de aquellos con esta otra realidad: la de la música en su intención de romper la sucesión lineal, la simple causalidad, situando al auditor en el centro de una red inagotable de relaciones sonoras. El auditor aparece entonces como constructor de un nuevo mundo multidireccional de elementos sonoros liberados, en el que todas las perspectivas son igualmente válidas.
La Utopía auténtica de Los pasos perdidos de Alejo Carpentier está aquí, en esta posibilidad, que su sustancia lingüística, erótica, musical y mítica nos ofrece, de construir una historia y un destino con diversas lecturas libres. Es una manera, superior y radical a un tiempo, de definir el arte.
Dicho todo lo anterior, regreso una vez más a la experiencia narrativa de Los pasos perdidos, compartiéndola con su Narrador explícito aunque no único:
Cada paso, lo hemos visto, le acerca a los orígenes físicos de la selva y del río, pero también a los orígenes históricos. Sin embargo, es muy poderosa la sensación de que ocurre una separación, como si ganar el espacio fuese una pérdida de tiempo, pero ganar los pasos del tiempo significase, a la postre, aceptar la pérdida de las huellas naturales. El Narrador apuesta a que recobrar los pasos perdidos en el tiempo no comporte la pérdida del espacio, gracias a una triple construcción del tiempo en el mito, la utopía y la historia. Pero este encuentro total, sin pasos perdidos ni en el reino de Topos ni en los dominios de Cronos, se revela imposible. La historia explota y niega a la naturaleza; el mito exige presencia constante; y la utopía es un mito perverso que no se contenta con el eterno presente del cual arranca, sino que quisiera «tener la chancha y los veintes»: su salud está en el pasado, en la edad de oro; pero su dinámica está en el futuro, la ciudad feliz del hombre en la Tierra.
Los pasos perdidos de Alejo Carpentier es, en realidad, un encuentro con el verdadero elemento re-ligador (re-ligioso en este sentido prístino) que permite tener presentes todas estas realidades del espíritu humano; su memoria, su imaginación, su deseo. Esta re-liga es la re-ligión de las palabras: el lenguaje. Viaje en el tiempo, viaje en el espacio, uno amenaza con anular al otro y sólo el lenguaje lo impide.
De allí la construcción verbal de la novela, en tres movimientos que son tres parejas de verbos: Buscar y Encontrar; Encontrar y Fundar; Permanecer o Regresar. Las dos primeras series son un continuo; la última pareja, un divorcio, una opción. La primera serie verbal (Buscar y Encontrar) lleva al Narrador de la ciudad de Topía a la ciudad de Utopía, del espacio civilizado y fijo a la ciudad indivisible. Es un viaje a lo largo del espacio de Canaima, un inmenso espacio que debe ser recorrido, colonizado, neutralizado, eliminado, según el caso, para transformar a Canaima en un lugar y un momento en el que coinciden espacio y tiempo. Pero ¿cómo transformar a la naturaleza en tiempo, sin devastarla a ella o corromperlo a él? Es el problema propuesto por Rómulo Gallegos: el tiempo, esta vez, ¿será Utopía, o sólo un nuevo capítulo en la historia de la violencia impune? Sólo la peregrinación del Narrador —Buscar y Encontrar— esbozará la respuesta.
La selva que recorre el Narrador revela que tiene una historia, sólo que ésta es una historia oculta, una historia que espera ser descubierta. No se trata ya del descubrimiento utópico de lo temporal, de la utopía sin historia del cronista Fernández de Oviedo. Tampoco de la fatal corrupción de la naturaleza auroral por la violencia descrita por Gallegos. A la nación escondida, el Narrador entra acompañado de una pareja erótica de su pareja verbal: busca con Mouche, su joven amante, compañera en la búsqueda activa, curiosa, del Occidente; encuentra con Rosario, la mujer del presente eterno, la que ya está allí, esperándolo, al parecer desde siempre. Rosario posee las llaves de Utopía: son las llaves del mito. El Narrador no puede compartir su tiempo —el descubrimiento del mito, el inminente regreso a Utopía— con su amante moderna. Necesita a la mujer que libera la imaginación mítica: Rosario. La encuentra escribiéndola, como Dante encuentra a Virgilio, evocado por la palabra, en la selva oscura y en la mitad del camino de la vida.
Acompañado de Rosario, el Narrador entra a otro tiempo. Pero entrar a otro tiempo se revela como un paso sinónimo a entrar a otra cultura. Con Rosario, el Narrador se dirige a los ritos iniciales de la humanidad. En todas las obras de Carpentier, es sumamente clara la conciencia de que a culturas distintas corresponden tiempos distintos. Los pasos perdidos lo dice claramente:
Aquellos indios que yo siempre había visto a través de relatos más o menos fantasiosos, considerándolos como seres situados al margen de la existencia real del hombre, me resultaban, en su ámbito, en su medio, absolutamente dueños de su cultura. Nada era más ajeno a su realidad que el absurdo concepto de salvaje. La evidencia de que desconocían cosas que eran para mí esenciales y necesarias, estaba muy lejos de vestirlos de primitivismo.
La modernidad es una civilización, es decir, un conjunto de técnicas que pueden perderse, o ser superadas. Pero también existe una modernidad de la cultura, y ésta es contemporánea a los diversos tiempos del ser humano. Se puede vivir en un «siglo XIII» de la civilización técnica del Occidente, que sin embargo es la actualidad más plena, menos desposeída, de quienes la viven. Carpentier escribió las primeras novelas hispanoamericanas en que esta modernidad comprensiva (y generosa) se hace explícita. En Los pasos perdidos, ello ocurre en el instante en que el Narrador se despoja del tiempo lineal de Occidente como se despoja de Mouche y, con Rosario, parte a descubrir la pluralidad de los tiempos. Rosario está inmersa en el tiempo y ausente en el espacio: no reconoce la distancia; vive en el más pleno de los presentes; le exige, sin duda, demasiado al Narrador: le exige ser Otro, el que no es él. La propia belleza narrativa de la obra, su movimiento acelerado hacia adelante, dirigiéndose al texto que leemos linealmente, sucesivamente (como desesperadamente lo hace notar otro Narrador, el del Aleph de Borges) en tensión con el movimiento regresivo de la novela, convirtiéndose en pasado a medida que remonta el espacio en busca del tiempo original, es un movimiento que carece de sentido para Rosario, como no sea el de representar el centro inmóvil del movimiento, el más peligroso equilibrio. Rosario está en el centro de una narración dinámica; el Narrador debería renunciar a narrar para acompañarla plenamente, para ser su constante pareja carnal. Pero si deja de narrar, el Narrador dejaría de ser.
Por ello, al pasar a la segunda serie verbal de Los pasos perdidos, el Narrador, enamorado de Rosario y del eterno presente, se propone una actividad que conjugue su movimiento con la stasis de su amante. Ha encontrado; ahora va a fundar. Encontrar el eterno presente del mito; sobre él, fundar la ciudad de Utopía, la nueva ciudad del hombre. El Narrador llega al alba misma del tiempo y allí encuentra la actividad temporal que identifica tiempo e historia: la fundación de la ciudad. El verbo buscar se funde (se funda) con el verbo encontrar. Encontrado el tiempo, fundamos el tiempo: fundamos la ciudad como un espacio del tiempo. Sólo que, habiendo llegado al origen del tiempo, el Narrador continúa portando un doble movimiento. Si éste, en la primera serie verbal de la composición, fue doble (buscar y encontrar, progresión en el espacio, regresión en el tiempo), también lo es en la tercera serie, la final. La segunda, Encontrar y Fundar, es lo más cerca que el Narrador está de la unidad mítica simbolizada por Rosario. Su carga fáustica, en seguida, vuelve a ser una opción, una disyuntiva, un ejercicio de la libertad: Permanecer o Regresar. Como Prometeo, el Narrador de Los pasos perdidos es hombre suficiente para saber que la libertad que no se ejercita, se pierde; la carga de la libertad es usarla; y se pregunta el filósofo: ¿hubiera sido más libre si no la hubiera usado?
Es el dilema del Narrador de Carpentier. Es el dilema, lo hemos visto, de Utopía. La ciudad perfecta es el lugar que no es: no tiene sitio en el espacio. ¿Puede tenerlo en el tiempo? Es la esperanza del Narrador. Espera capturar la Utopía en el Tiempo, congelarla, junto con su descubrimiento de la música, del lenguaje y de la pasión de su amor con Rosario. Pero a nadie le es otorgado tanto. Prometeo lo supo siempre; a Fausto le costó su alma aprenderlo. El Tiempo no obedece al Narrador; el Tiempo no se detiene obsequioso; el Tiempo se mueve, se escapa a la traza de la ciudad, se precipita en el génesis y antes del génesis, en un «mundo» sin nombre, sin ciudad, sin Rosario, incluso sin Dios: «la tristeza sideral de los tiempos sin incienso y sin alabanzas, cuando la tierra era desordenada y vacía, y las tinieblas estaban sobre la haz del abismo».
Y así el Narrador, habiendo encontrado la comunidad ideal, no puede retenerla. Si se mueve un paso más hacia atrás, desaparece en la prehistoria, en el pasado absoluto. Si se mueve un paso hacia adelante, desaparece en la historia, en el futuro absoluto, por definición siempre más lejos, nunca alcanzable. Y en ambos casos pierde a la mujer, pierde a Rosario.
Utopía aparece entonces como tiempo, sí, pero sólo un instante en el tiempo, una posibilidad deslumbrante de la imaginación. U-Topos, el espacio imposible, resulta ser un tiempo igualmente imposible, un doble paso perdido: los dos tiempos de Utopía se excluyen mutuamente, la ciudad del origen no puede ser la ciudad del futuro; ni ésta, aquélla. La edad de oro no puede estar en dos tiempos, el pasado remoto y el remoto futuro. No la vamos a recuperar; vamos a vivir con los valores conflictivos de la libertad, heterogéneos, jamás unitarios de nuevo. Más vale saberlo. Más vale aceptarlo, no con resignación, sino como un desafío…
Entre Permanecer o Regresar, el Narrador de Carpentier usa su libertad para el viaje de retorno. Pero no regresa con las manos vacías. Ha descubierto el origen de la música, ha escuchado las posibilidades, éstas sí sin límite, de la imaginación humana, de la capacidad del saber humano. Estamos en la historia. Vivimos en la polis. Seres históricos y políticos, sólo lo somos valiosamente si nos sabemos, cada uno de nosotros, portadores únicos, irreemplazables, de una memoria y de un deseo, unidos por la palabra y por el amor.
5. Novela y Música


Alejo Carpentier trajo muchos de estos valores humanos e intelectuales a la novela hispanoamericana. Fue un musicólogo como su narrador: autor de una historia de la música en Cuba; de una deliciosa fantasía, Concierto barroco, en la que un indiano de México, perdido en el carnaval de Venecia en el siglo XVII, asiste a un concierto dirigido por Vivaldi con monjas que tocan el instrumento de su nombre —Sor Rebekah, Sor Laúd— y que culmina su noche de carnaval sentado sobre la tumba de Stravinsky en la isla mirando el paso del entierro con góndola de Richard Wagner. Pero, sobre todo, Carpentier es el autor de un breve relato maestro, El acoso, que narra la persecución de un revolucionario cubano por la policía del dictador Machado durante el tiempo que toma la ejecución, en un teatro de La Habana, de la Quinta Sinfonía de Beethoven. La novela coincide con los movimientos musicales y culmina, dentro del propio teatro, cuando reina el silencio: cuando muere el lenguaje, dentro y fuera del texto.
La belleza formal y la tensión narrativa de Los pasos perdidos obedecen también, en gran medida, al movimiento musical que he observado en las tres series verbales que arman, mueven y dan su conflicto al libro. Carpentier era un hombre extraordinariamente alerta a los movimientos en el arte y la ciencia contemporáneos, y sus novelas no sólo deben leerse tomando en cuenta el pasado histórico evocado con tanta fuerza en Los pasos perdidos, El reino de este mundo, El siglo de las luces o Guerra del tiempo, sino a la luz de las creaciones contemporáneas de la poesía y de la música. De esta manera, en Carpentier se da un encuentro cultural de primera importancia en sí mismo y para la literatura en lengua española de las Américas. La vitalidad del tiempo en Carpentier es igual a la vitalidad del lenguaje, y en ello el novelista cubano participa de la visión de Vico, para quien entender el pasado no era posible sin entender sus mitos, ya que éstos son la base de la vida social. Para Vico, el mito era una manera sistemática de ver el mundo, comprenderlo y actuar en él. Las mitologías son las historias civiles de los primeros hombres, que eran todos poetas. Los mitos eran las formas naturales de expresión para hombres y mujeres que un día sintieron y hablaron en maneras que hoy sólo podemos recuperar con un esfuerzo de la imaginación. Éste es el esfuerzo de Carpentier en Los pasos perdidos, haciéndose eco de la convicción del filósofo napolitano: somos los autores de nuestra historia, empezando con nuestros mitos, y en consecuencia somos responsables del pasado que hicimos para ser responsables de un futuro que podamos llamar nuestro.
Carpentier, musicólogo y novelista, actualiza la historia como creación nuestra mediante narraciones en las que la libertad del lector es comparable a la del auditor de una composición de música serial, situado en el centro de una red de relaciones sonoras inagotables, que le dan a quien escucha la libertad de escoger maneras múltiples de acercarse a la obra, haciendo uso de una escala de referencias tan amplia como lo quieran tanto el autor como el auditor. Éste no crea, pues, el centro: es el centro, que no le es impuesto por el autor, quien se limita a ofrecer un repertorio de sugerencias. El resultado puede ser una escritura y una lectura, una composición y una audición tan revolucionarias como el pasaje, digamos, de las operaciones en secuencia de la computación, originadas por Von Neumann en los años cuarenta, a las operaciones previstas para la quinta generación de computadoras, que serán simultáneas y concurrentes. Comparablemente, en la música serial, como en el descubrimiento del treno por el Narrador de Los pasos perdidos, no hay centro tonal que nos permita predecir los momentos sucesivos del discurso. Julio Cortázar llevará a su punto de experimentación más alto, entre nosotros, esta narrativa multidireccional en la que el auditor/lector/espectador (Cortázar tiene más presente el cine que Carpentier, y su referencia musical más clara será el jazz) puede crear su propio sistema de relaciones con y dentro de la obra.
Pero habrá sido Alejo Carpentier quien primero trajo este espíritu y estas perspectivas a la novela hispanoamericana, enriqueciéndola sin medida. Es bueno leer a Carpentier recordando que con él nuestra novela entró al mundo de la cultura contemporánea sin renunciar a ningún derecho propio, pero tampoco ancilarmente, sino colaborando con plenitud en la creación de la cultura contemporánea —moderna y antigua, cultura de muchos tiempos, entre otras cosas, gracias a novelas como las de Carpentier—. El lag cultural que fue nuestro debate decimonónico —la llegada tardía a los banquetes de la cultura occidental, que lamentó Alfonso Reyes— no fue un problema para Carpentier o para los novelistas que le sucedieron. Si había retraso cultural, no fue colmado mediante declaraciones de amor a Francia, odio a España o filiaciones con uno u otro bando de la Guerra Fría, sino de la única manera positiva: creando obras de arte de validez internacional.
Las construcciones narrativas de Alejo Carpentier, sus usos de la simultaneidad de planos, junto con su fusión de lenguajes en tiempos y espacios múltiples, ofreciendo oportunidad de construcción a los lectores, son parte indisoluble de la transitoria universalidad que estamos viviendo.
En un libro que clama por ser reeditado, Eugenio Ímaz, uno de los grandes intelectuales de la emigración republicana española a México, nos recuerda que U-Topía es el lugar que no es porque no hay lugar en el tiempo. Por lo tanto, concluye el autor de Topía y Utopía, puede haber Utopía, el no lugar, en un ahora concreto. Pues si Utopía no tiene lugar en el mundo, tiene todo el tiempo del mundo. Carpentier diría: todos los tiempos del mundo, y la América española, más que un espacio inmenso, es una superposición de tiempos vivientes, no sacrificables. Decir esto, y decirlo con la belleza literaria con que el gran novelista cubano lo hace, es precisamente lo que debe decirse cuando entramos a un nuevo siglo que será lo que será por la manera como entienda la pluralidad de los tiempos humanos.
Es Alejo Carpentier quien, en la novelística hispanoamericana, dice por primera vez que la utopía del presente es reconocer el tiempo de los demás: su presencia. En Los pasos perdidos, El reino de este mundo, El siglo de las luces, Guerra del tiempo, Concierto barroco, El arpa y la sombra, El acoso y El recurso del método Carpentier nos ofrece el camino hacia la pluralidad de los tiempos que es el verdadero tiempo de la América española: condición de su historia, espejo de su autorreconocimiento y promesa patética de su lucha por un porvenir de justicia.
Entre la búsqueda de la Edad de Oro y la promesa de la Ciudad Nueva del hombre, la literatura de Alejo Carpentier se tiende como un puente verbal que nos permite conjugar aquel pasado y este porvenir en un presente al menos: el de la lectura de sus maravillosas novelas, fundadoras de nuestro presente narrativo.

Fuente: Editorial Alfaguara. Año: 2011.

miércoles, 13 de abril de 2016

Chester Bomar Himes


El Gran premio de la literatura policíaca (en francésGrand prix de littérature policière).
Chester Bomar Himes (Jefferson City, Missouri, Estados Unidos de América, 29 de julio de 1909 - Moraira, Alicante, España, 12 de noviembre de 1984) fue un escritor afroamericano, conocido sobre todo por sus novelas de serie negra, aunque también practicó otros géneros.

Hijo de una familia de clase media, Chester Himes creció en Missouri y Ohio. Sus padres fueron Joseph Sandy Himes y Estelle Bomar Himes. Estudió en el instituto de Cleveland (Ohio) y en la Universidad de Columbus, de donde fue expulsado en 1926 tras su detención por participar en un robo. Por aquel entonces ya se desenvolvía en ambientes delictivos y del juego. Pudo evitar la cárcel, pero, dos años después, ingresó en prisión por robo a mano armada con una condena de 20 años. Durante su encierro comenzó a escribir relatos cortos y a publicarlos en revistas. El primero apareció en 1934.

Puesto en libertad en 1935, desempeña diversos oficios y sigue escribiendo hasta que en 1945 publica su primera novela, If He Hollers Let Him Go! (Si grita, déjalo ir), que obtiene un gran éxito y le permite dedicarse a la literatura.

En 1953, siguiendo el ejemplo de otros escritores americanos, como Ernest Hemingway, Himes comienza a pasar largas temporadas en Francia, en donde se ha convertido en un escritor popular, hasta que en 1956, cansado del racismo de su país, se instala permanentemente en París, en donde coincide con los también escritores afroamericanos Richard Wright y James Baldwin.
En esta época comienza la serie de novelas de género negro policial que protagonizan los detectives de Harlem Ataúd Ed Johnson y Sepulturero Jones (Coffin Ed Johnson y Grave Digger Jones), que le haría mundialmente famoso y lo pondría a la altura de otros reconocidos autores del género, como Dashiell Hammett o Raymond Chandler.

En 1969, Himes se trasladó a vivir a Moraira (Alicante, España), en donde falleció en 1984.
Fuente: Editorial Bruguera. Libro Amigo.

***
Novela. Empieza el calor.

Los detectives «Ataúd» Johnson y «Sepulturero» Jones tienen
que atrapar a dos delincuentes que han huido. Como se trata de dos fugitivos de
aspecto llamativo, uno es un gigantón albino y el otro un traficante enano,
parece que a priori la misión que no reviste grandes dificultades para dos
curtidos policías como Johnson y Jones, que conocen las calles de Harlem
perfectamente. Sin embargo, en aquel lugar las cosas nunca son tan sencillas
como aparentan. En medio de un calor sofocante, el caos está a punto de
desatarse, porque en alguna parte del barrio hay un cargamento muy valioso del
que todos quieren sacar provecho, aunque sea a costa de perder su vida. El
Harlem que conocemos a través de las páginas de Chester Himes es violento y
peligroso, pero también fascinante e hipnótico. La delirante galería de
personajes con los que tienen que codearse los detectives «Ataúd» Johnson y
«Sepulturero» Jones en Empieza el calor hacen del barrio neoyorkino un universo
único, casi irreal, por el que es inevitable sentirse seducido.

martes, 12 de abril de 2016

Jorge Luis Borges. El hombre de la esquina rosada. Historia Universal de la infamia.


EL HOMBRE DE LA ESQUINA ROSADA

A Enrique Arnorim
A mí, tan luego, hablarme del finado Francisco Real. Yo lo
conocí, y eso que éstos no eran sus barrios porque él sabía tallar
más bien por el Norte, por esos laos de la laguna de Guadalupe
y la Batería. Arriba de tres veces no lo traté, y ésas en una
misma noche, pero es noche que no se me olvidará, como que
en ella vino la Lujanera porque sí, a dormir en mi rancho y
Rosendo Juárez dejó, para no volver, el Arroyo. A ustedes, claro
que les falta la debida esperiencia para reconocer, ese nombre,
pero Rosendo Juárez el Pegador, era de los que pisaban más
fuerte por Villa Santa Rita. Mozo acreditao para el cuchillo era
uno de los hombres de D. Nicolás Paredes, que era uno de los
hombres de Morel. Sabía llegar de lo más paquete al quilombo,
en un oscuro, con las prendas de plata; los hombres y los perros
lo respetaban y las chinas también; nadie inoraba que estaba debiendo
dos muertes; usaba un chambergo alto, de ala finita, sobre
la melena grasicnta; la suerte lo mimaba, como quien dice.
Los mozos de la Villa le copiábamos hasta el modo de escupir.
Sin embargo, una noche nos ilustró la verdadera condición de
Rosendo.
Parece cuento, pero la historia de esa noche rarísima empezó
por un placero insolente de ruedas coloradas, lleno hasta el tope
de hombres, que iba a los barquinazos por esos callejones ele
barro duro, entre los hornos de ladrillos y los huecos, y dos de
negro, déle guitarriar y aturdir, y el del pescante que les tiraba
un fustazo a los perros sueltos que se le atravesaban al moro, y un
emponchado iba silencioso en el medio, y ése era el Corralero
de tantas mentas, y el hombre iba a peliar y a matar. La noche
era una bendición de tan fresca; dos de ellos iban sobre la capota
volcada, como si la soledá juera un corso. Ése jué el primer
sucedido de tantos que hubo, pero recién después lo supimos.
Los muchachos estábamos dende temprano en el salón de Julia,
cjlie* era un galpón de chapas de cinc, entre el camino de Gauna
y el Maldonado. Era un local que usté lo divisaba de lejos, por
ln luz que mandaba a la redonda el farol sinvergüenza, y por el
barullo también. La Julia, aunque de humilde color, era de lo
ás conciente y formal, así que no faltaban musicantes, güen
330 JORGE LUIS BORGES—OBRAS COMPLETAS
beberaje y compañeras resistentes pal baile. Pero la Luj añera,
que era la mujer de Rosendo, las sobraba lejos a todas. Se murió,
señor, y digo que hay años en que ni pienso en ella, pero había
que verla en sus días, con esos ojos;-Verla, no daba sueño.
La caña, la milonga, el hembraje, una condescendiente mala
palabra de boca de Rosendo, una palmada suya en el montón
que yo trataba de sentir como una amista: la cosa es que yo
estaba lo más "feliz. Me tocó una compañera muy seguidora, que
iba como adivinándome la intención. El tango hacía su volunta
con nosotros y nos arriaba y nos perdía y nos ordenaba y nos
volvía a encontrar. En esa diversión estaban los hombres, lo
mismo que en un sueño, cuando de golpe me pareció crecida
la música, y era que ya se entreveraba con ella la de los guitarreros
del coche, cada vez más cercano. Después, la brisa que la
trajo tiró por otro rumbo, y volví a atender a mi cuerpo y
al de la compañera y a las conversaciones del baile. Al rato largo
llamaron a la puerta con autoridá, un golpe y una voz. En seguida
un silencio general, una pechada poderosa a la puerta y
el hombre estaba adentro. El hombre era parecido a la voz.
Para nosotros no era todavía Francisco Real, pero sí un tipo
alto, fornido, trajeado enteramente de negro, y una chalina de
un color como bayo, echada sobre el hombro. La cara recuerdo
que era aindiada, esquinada.
Me golpeó la hoja de la puerta al abrirse. De puro atolondrado
me le juí encima y le encajé la zurda en la facha, mientras
con la derecha sacaba el cuchillo filoso que cargaba en la sisa
del chaleco, junto al sobaco izquierdo. Poco iba a durarme la
atropellada. El hombre, para afirmarse, estiró los brazos y me
hizo a un lado, como despidiéndose de un estorbo. Me dejó agachado
detrás, todavía con la mano abajo del saco, sobre el arma
inservible. Siguió como si tal cosa, adelante. Siguió, siempre más
alto que cualquiera de los que iba desapartando, siempre como
sin ver. Los primeros —puro italianaje mirón— se abrieron como
abanico, apurados. La cosa no duró. En el montón siguiente ya
estaba el Inglés esperándolo, y antes de sentir en el hombro la
mano del forastero, se le durmió con un planazo que tenía
listo. Jué ver ese planazo y jué venírsele ya todos al humo. El
establecimiento tenía más de muchas varas de fondo, y lo arriaron
como un cristo, casi de punta a punta, a pechadas, a silbidos y
a salivasos. Primero le tiraron trompadas, después, al ver que ni
se atajaba los golpes, puras cachetadas a mano abierta o con el
fleco inofensivo de las chalinas, como riéndose de él. También,
como reservándolo pa Rosendo, que no se había movido para
eso de la paré del fondo, en la que hacía espaldas, callado. Pitaba
con apuro su cigarrillo, como si ya entendiera lo que vimos claro
HISTORIA UNIVERSAL DE LA INFAMIA 331
después. El Corralero fue empujado hasta él, firme y ensangrentado,
con ese viento de chamuchina pifiadora detrás-. Silbando,
chicoteado, escupido, recién habló cuando se enfrentó con Rosendo.
Entonces lo miró y se despejó la cara con el antebrazo y dijo
estas cosas:
—Yo soy Francisco Real, un hombre del Norte. Yo soy Francisco
Real, que le dicen el Corralero. Yo les he consentido a estos
infelices que me alzaran la mano, porque lo que.estoy buscando
es un hombre. Andan por ahí unos bolaceros diciendo que en
estos andurriales hay uno que tiene mentas de cuchillero, y de malo,
y que le dicen el Pegador. Quiero encontrarlo pa que me enseñe
a mí, que soy naides, lo que es un hombre de coraje y de vista.
Dijo esas cosas y no le quitó los ojos de encima. Ahora le
relucía un cuchillón en la mano derecha, que en fija lo había
traído en la manga. Alrededor se habían ibo abriendo los que
empujaron, .y todos los mirábamos a los dos, en un gran silencio.
Hasta la jeta del mulato ciego que tocaba el violín, acataba ese
rumbo.
En eso, oigo que se desplazaban atrás, y me veo en el marco
de la puerta seis o siete hombres, que serían la barra del Corralero.
El más viejo, un hombre apaisanado, curtido, de bigote
entrecano, se adelantó para quedarse como encandilado por tanto
hembraje y tanta luz, y se descubrió con respeto. Los otros vigilaban,
listos, para dentrar a tallar si el juego no era limpio-
¿Qué le pasaba mientras tanto a Rosendo, que no lo sacaba
pisotiando a ese balaquero? Seguía callado, sin alzarle los ojos.
El -cigarro no sé si lo escupió o si se le cayó de la cara. Al fin
pudo acertar con unas palabras, pero tan despacio que a los
de la otra punta del salón no nos alcanzó lo que dijo. Volvió
Francisco Real a desafiarlo y él a negarse. Entonces, el más
muchacho de los forasteros silbó. La Luj añera lo miró aborreciéndolo
y se abrió paso con la crencha en la espalda, entre el
carreraje y las chinas, y se jué a su hombre y le metió la mano
en el pecho y le sacó el cuchillo desenvainado y se lo dio con
estas palabras:
—Rosendo, creo que lo estarás precisando.
A la altura del techo había una especie de ventana alargada
que miraba al arroyo. Con las dos manos recibió Rosendo el
cuchillo y lo filió como si no lo reconociera. Se empinó de golpe
hacia atrás y voló el cuchillo derecho y fue a perderse ajuera,
en el Maldonado. Yo sentí como un frío.
—De asco no te carneo —dijo el otro, y alzó, para castigarlo,
la mano. Entonces la Lujanera se le prendió y le echó los brazos
al cuello y lo miró confesos ojos y le dijo con ira:
—Déjalo a ése, que nos hizo creer que era un hombre.
332 JORGE LUIS BORGES—OBRAS COMPLETAS
Francisco Real se quedó perplejo un espacio y luego la abrazó
como para siempre y les gritó a los musicantes que le metieran
tango y milonga y a los demás de la diversión, que bailáramos.
La milonga corrió como un incendio de punta a punta. Real
bailaba muy grave, pero sin ninguna luz, ya pudiéndola. Llegaron
a la puerta y gritó:
—¡Vayan abriendo cancha, señores, que la llevo dormida!
Dijo, y salieron sien con sien, como en la marejada del tango,
como si los perdiera el tango.
Debí ponerme colorao de vergüenza. Di unas vueltitas con
alguna mujer y la planté de golpe. Inventé que era por el calor
y por la apretura y juí orillando la paré hasta salir. Linda la
noche, ¿para quién? A la vuelta del callejón estaba el placero,
con el par de guitarras derechas en el asiento, como cristianos.
Dentré a amargarme de que las descuidaran así, como si ni pa
recoger changangos sirviéramos. Me dio coraje de sentir que no
éramos naides. Un manotón a mi clavel de atrás de la oreja y
lo tiré a un charquito y me quedé un espacio mirándolo, como
para no pensar en más nada. Yo hubiera querido estar de una
vez en el día siguiente, yo me quería salir de esa noche. En
eso, me pegaron un codazo que jue casi un alivió. Era Rosendo,
que se escurría solo del barrio.
—Vos siempre has de servir de estorbo, pendejo —me rezongó
al pasar, no sé si para desahogarse, o ajeno. Agarró el lado más
oscuro, el del Maldonado; no lo volví a ver más.
Me quedé mirando esas cosas de toda la vida —cielo hasta
decir basta, el arroyo que se emperraba solo ahí abajo, un
caballo dormido, el callejón de tierra, los hornos— y pensé que
yo era apenas otro yuyo de esas orillas, criado entre las flores de
sapo y las osamentas. ¿Qué iba a salir de esa basura sino
nosotros, gritones pero blandos para el castigo, boca y atropellada
no más? Sentí después que no, que el barrio cuanto más aporriao,
más obligación de ser guapo. ¿Basura? La milonga déle
loquiar, y déle bochinchar en las casas, y traía olor a madreselvas
el viento. Linda al ñudo la noche. Había de estrell?
como para marearse mirándolas, unas encima de otras. Yo
forcejiaba por sentir que a mí no me representaba nada el asunto,
pero la cobardía de Rosendo y el coraje insufrible del forastero
no me querían dejar. Hasta de una mujer para esa noche se
había podido aviar el hombre alto. Para ésa y para muchas, pensé,
y tal vez para todas, porque la Lujanera era cosa seria. Sabe
Dios qué lado agarraron. Muy lejos no podían estar. A lo mejor
ya se estaban empleando los dos, en cualesquier cuneta.
Cuando alcancé a volver, seguía como si tal cosa el bailongo.
Haciéndome el chiquito, me entreveré en el montón, y vi que
HISTORIA UNIVERSAL DE LA INFAMIA 33S
alguno de los nuestros había rajado y que los ñor teros tangueaban
junto con los demás. Codazos y encontrones no había, pero
sí recelo y decencia. La música parecía dormilona, las mujeres
que tangueaban con los del Norte, no decían esta boca es mía.
Yo esperaba algo, pero no lo que sucedió.
Ajuera oímos una mujer que lloraba y después la voz que
ya conocíamos, pero serena, casi demasiado serena, como si ya
no juera de alguien, diciéndole:
—Entra, m'hija —y luego otro llanto. Luego la voz como si
empezara a desesperarse.
—¡Abrí te digo, abrí guacha arrastrada abrí, perra! —.Se abrió
en eso la puerta tembleque, y entró la Lujanera, sola. Entró
mandada, como si viniera arreándola alguno.
—La está mandando un ánima —dijo el Inglés.
—Un muerto, amigo —dijo entonces el Corralero. El rostro
era como de borracho. Entró, y en la cancha que le abrimos
todos, como antes, dio unos pasos mareados —alto, sin ver— y
se fue al suelo de una vez, como poste. Uno de los que vinieron
con él, lo acostó de espaldas y le acomodó el ponchito de almohada.
Esos ausilios lo ensuciaron de sangre. Vimos entonces que
traiba una herida juerte en el pecho; la sangre le encharcaba
y ennegrecía un lengue punzó que antes no le oservé, porque
lo tapó la chalina. Para la primera cura, una de las mujeres
trujo caña y unos trapos quemados. El hombre no estaba para
esplicar. La Lujanera lo miraba como perdida, con los brazos
colgando. Todos estaban preguntándose con la cara y ella consiguió
hablar. Dijo que luego de salir con el Corralero, se jueron
a un campito, y que en eso cae un desconocido y lo llama como
desesperado a pelear y le infiere esa puñalada y que ella jura que
no sabe quién es y que. no es Rosendo. ¿Quién .le iba a creer?
El hombre a nuestros pies se moría. Yo pensé que no le había
temblado el pulso al que lo arregló. El hombre, sin embargo, era
duro. Cuando golpeó, la Julia había estao cebando unos mates
y el mate dio la vuelta redonda y volvió a mi mano, antes que
falleciera. "Tápenme la cara", dijo despacio, cuando no pudo
más. Sólo le quedaba el orgullo y no iba a consentir que le curiosearan
los visajes de la agonía. Alguien le puso encima el chambergo
negro, que era de copa altísima. Se murió abajo del
chambergo, sin queja. Cuando el pecho acostado dejó de subir
y bajar, se animaron a descubrirlo. Tenía ese aire fatigado de
los difuntos; era de los hombres de más coraje que hubo en
aquel entonces* dende la Batería hasta el Sur; en cuanto lo supe
muerto y sin habla, le perdí el odio.
—Para morir no se precisa más que estar vivo —dijo una del
montón, y otra, pensativa también:
?>M JORGE LUIS BORGES—OBRAS COMPLETAS
—Tanta soberbia el hombre, y no sirve más que pa juntar
moscas.
Entonces los norteros jueron diciéndose una cosa despacio y
dos a un tiempo la repitieron juerte después:
—Lo mató la mujer.
Uno le gritó en la cara si era ella, y todos la cercaron. Ya me
olvidé que tenía que prudenciar y me les atravesé como luz. De
atolondrado, casi pelo el fiyingo. Sentí que muchos me miraban,
para no decir todos. Dije como con sorna:
—Fijensén en las manos de esa mujer. ¿Qué pulso ni qué
corazón va a tener para clavar una puñalada?
Añadí, medio desganado de guapo:
—¿Quién iba a soñar que el finao, que asegún dicen, era malo
en su barrio, juera a concluir de una manera tan bruta y en un
lugar tan enteramente muerto como éste, ande no pasa nada,
cuando no cae alguno de ajuera para distrairnos y queda para
la escupida después?
El cuero no le pidió biaba a ninguno.
En eso iba creciendo en la soledá un ruido de jinetes. Era
la policía. Quien más, quien menos, todos tendrían su razón
para no buscar ese trato, porque determinaron que lo mejor era
traspasar el muerto al arroyo. Recordarán ustedes aquella ventana
alargada por la que pasó en un brillo el puñal. Por ahí
pasó después el hombre de negro. Lo levantaron entre muchos
y de cuanto centavos y cuanta zoncera tenía, lo alijeraron esas
manos y alguno le hachó un dedo para refalarle el anillo. Aprovechadores,
señor, que así se le animaban a un pobre dijunto
indefenso,* después que lo arregló otro más hombre. Un envión
y el agua torrentosa y sufrida se lo llevó. Para que no sobrenadara,
no sé si.le arrancaron las visceras, porque preferí no mirar.
El de bigote gris no me quitaba los ojos. La Lujanera aprovechó
el apuro para salir.
Cuando echaron su vistazo los de la ley, el baile estaba medio
animado. El ciego del violín le sabía sacar unas habaneras de las
que ya no se oyen. Ajuera estaba queriendo clariar. Unos postes
de ñandubay sobre una lomada estaban como sueltos, porque los
alambrados finitos no se dejaban divisar tan temprano.
Yo me fui tranquilo a mi rancho, que estaba a unas tres
cuadras. Ardía en la ventana una lucesita, que se apagó en seguida.
De juro que me apuré a llegar, cuandp me di cuenta. Entonces,
Borges, volví a sacar el cuchillo corto y filoso que yo
sabía cargar aquí, en el chaleco, junto al sobaco izquierdo, y le
pegué otra revisada despacio, y estaba como nuevo, inocente, y
no quedaba ni un rastrito de sangre.

(HISTORIA UNIVERSAL DE LA INFAMIA. OBRAS COMPLETAS.  EDITORIAL EMECÉ EDITORES. 1972. BUENOS AIRES, ARGENTINA).

viernes, 8 de abril de 2016

Novela: TE BUSCO EN LAS TINIEBLAS de Guillermo Fernández. Por: Jorge Méndez-Limbrick.

(Nota: en la gráfica J.Méndez-Limbrick y el autor Guillermo Fernández).
II Congreso Internacional de Literatura Comparada: Teoría de la Literatura y Diálogos Interdisciplinarios. Universidad de Costa Rica, Facultad de Letras. UCR.
TE BUSCO EN LAS TINIEBLAS. Por: Jorge Méndez-Limbrick.
Guillermo Fernández es un autor prolífico, no solo porque es un autor que escribe en los tres géneros literarios de: poesía, cuento y novela (algo poco común en nuestro medio), sino porque es un autor que siempre está indagando el alma humana. A eso, es que yo le llamo prolífico, su riqueza está ahí, no está en el número de páginas.
Yo siempre he pensado – que la mejor Literatura- es aquella que hace una disección del alma humana, y Guillermo Fernández, tiene esa arista y característica: “Memo” como le decimos con aprecio todos sus amigos, indaga en el alma humana. En ocasiones lo hace con un humor fino, en otras ocasiones lo hace con humor negro, pero lo fundamental es su capacidad indagatoria y de enfrentamiento de Lector-Autor.
Te busco en las Tinieblas, es una novela publicada por Uruk, en el año 2015.
Uruk editores hace este breve comentario de la obra:
"Joaquín comienza en una larga maratón por un valle de sombra. Ha muerto su hijo en un accidente y ya nada podrá ser lo mismo. Su camino se desdobla entre realidad y ficción, pasado y presente, sueño y locura. De ahora en adelante el instinto apela por sobrevivir y la razón no puede acceder a ningún significado. Solo la interrogación es posible, la duda, la necesidad de una justicia que convenza y que no parece existir. Novela de reflexiones, diálogos intensos, reales e imaginarios, "Te busco en las tinieblas" es una percepción del duelo en su más pura intemperie. Nada interviene como paliativo en el narrador, ni las lecturas de autoayuda, ni la alprazolam, ni el sexo, ni las arengas religiosas. La muerte se reconoce como una presencia cósmica ante la cual se eleva la conciencia, pero también la desesperación. Una novela que solo dejará inquietud, que no ofrece senderos, que no admite soluciones, porque las soluciones a los estados límites no existen y solo convivimos con estos en el olvido".
Estamos totalmente de acuerdo con esta pequeña sinopsis sin embargo, yo deseo hacer algunas variantes y reflexiones al respecto.
Te busco en las tinieblas, es una novela de cuestionamientos más que de respuestas, es una novela de búsquedas.
Yo diría que enfrentar la muerte, cualquier muerte es un acto definitivo, irreproductible y lacerante: solo se muere una vez. Y por supuesto, no puede ser diferente en “Te busco en las tinieblas”.
Sin embargo, aún cuando es un acto irreproductible, el personaje Joaquín (padre de M) a través de la novela como en una especie de Ave Fenix, una y otra vez reproduce la muerte de su hijo, una muerte dudosa de si en efecto fue una muerte accidental o fue un suicidio y lo hace no como un acto de expiación sino como un acto de cuestionamiento.
Señalo, que la incógnita y su resolución de este enigma que plantea la novela - al menos para mí es muy clara su conclusión - pero, no la diré porque este es uno de los pivotes que mueven la acción narrativa.
“Te busco en las tinieblas” como toda novela de introspección está escrita en primera persona del singular, algo que a mí en lo particular me agradó sobremanera.
Repito que, al ser narrada desde una perspectiva de la primera persona y la voz narrativa es la del padre de “M” el joven fallecido, es evidente que le da un carisma mucho más interesante que, si hubiese sido narrada en las otras voces narrativas. Creo firmemente que la primera persona del singular es la voz narrativa de la intimidad por antonomasia.
Decía pues, que “Te busco en las tinieblas” es una novela de introspección, más de preguntas y menos de respuestas. Ya en una de las últimas entrevistas que se le hizo al escritor Carlos Fuentes en el año 2012, pocos meses antes de su muerte dijo que las buenas novelas son aquellas que tienen más preguntas que respuestas. Y, en efecto, la novela de Fernández, es una novela de preguntas ante la muerte, es una novela nihilista y, también es una novela de enfrentamientos ante el dolor.
Ahora bien: ¿cómo se enfrenta el humano ante el dolor? Y, ¿cómo ese sentimiento es catalizado en el Arte? O más precisamente: ¿cómo a través de la Historia de la Literatura se enfrenta el dolor, la muerte?
Es evidente que todo depende del contexto social y cultural de la época... y desde luego, de la perspectiva filosófica en que se mueva el autor.
Por ejemplo, en la dramaturgia Shakespereana, el dolor de Hamlet ante la muerte de su padre, está llena de dudas y de odios, aunque también está proyectada con ciertos visos – es evidente – de reflexión filosófica ante la misma existencia humana, el famoso “ser o no ser”.
En la narrativa, es igual: todo dependerá del autor: por ejemplo en la novela de
M. AGUEIEV, titulada: “Novela con cocaína” allí el dolor y la expiación del protagonista no ante la muerte de su madre sino su odio por ella y la vergüenza de saberse hijo de aquella mujer, luego ese odio - es catalizado de acuerdo a su protagonista- , en una remembranza de expiaciones, recuerdos, y de una especie de purificación del alma: todo lo puede la bondad del ser humano, su arrepentimiento, nos quiere decir Agueev.
En otros autores, la muerte de un ser querido, es matizado con odios, egoísmos porque el personaje se regodea egoístamente con el odio del odio con el rencor del rencor porque no se acepta la muerte. Y la muerte no es más que un acto no de reflexión, es un acto de ensañamiento, es el dique sin contención en donde el personaje vierte - una vez desbocado el dique - todo el odio y frustración.
El arte es engañoso en ese sentido, y por lo tanto, existirán tantas maneras de enfrentar el dolor como autores, artistas, novelas, obras dramáticas.
En el caso de “Te busco en las tinieblas”, es una novela en donde el dolor es enfrentado no como un acto de simple dolor y de vulgar reproche, sino por el contrario, su protagonista Joaquín, lo lleva al máximo estadio que se puede llevar el dolor y la pérdida de un hijo: a la reflexión, la búsqueda del Absoluto – como diría Sábato-, y también de lo que pueda ser “justo” o “injusto” en la vida.
En “Te busco en las tinieblas” no hay vencidos ni vencedores porque todo es cuestionamiento. Es cierto, que la novela es envuelta desde la primera página hasta la última, de una sutil melancolía pero, nunca asecha el vulgar rencor del reproche. Es un estadio superior el que se narra para el protagonista Joaquín. Todo es reflexión ante la muerte, no solo ante la muerte del hijo sino ante la muerte de todos.
Una de las escenas para mí, más conmovedoras que se han narrado en la Historia de la Literatura Costarricense es, la escena de “Te busco en las tinieblas” cuando el protagonista, no tanto como un acto de “purificación” ante el dolor – porque la verdad el protagonista no tiene nada que expiar y sí mucho que reflexionar – es cuando vestido de payaso, visita al niño enfermo de cáncer de nombre Pedro. Sus diálogos entre el niño y Joaquín vestido de payaso son de antología. “El planeta imaginario” en donde el payaso Quincho, le promete al niño que allí irá algún día... un planeta que el niño Pedro comenta también con cierta tristeza y desesperanza que en verdad él no sabe si existe...” en cierta medida es una metafóra y moraleja que en verdad todos somos ese niño y que también somos en cierta medida también el payaso quincho.
“Te busco en las tinieblas”, es una novela existencial – no me gustan las etiquetas – sin embargo, para efectos académicos, diría que es una novela existencial, reflexiva. Una novela en donde su protagonista Joaquín, en vez de caer ante el sufrimiento y ante la muerte de su hijo, va buscando estadios “espirituales” superiores. Para el protagonista no existe la caída como tal, aunque pueda estar en el borde mismo del precipicio, siempre se revelará ante esa posibilidad.
***
La literatura es ficción y no “embuste”, la razón es sencilla: la Literatura crea un universo soberano, aparte e independiente de la Realidad. La ficción puede tomar algunos datos de la realidad e incorporarlos a lo ficcional.
De ahí mi gran discusión con algunos escritores y teóricos en Literatura que un asunto es “novelar la historia” y otro asunto muy diferente es “crear” a partir de elementos históricos una novela. Lo primero es criticable, lo segundo es ser escritor.
Un mundo literario, un universo ficcional, lo verosímil del relato tendrá su razón de ser y es válido dentro de él mismo, no necesita de otros elementos porque él es soberano y se basta a sí mismo. Y creo, que Guillermo Fernández, lo logra en “Te busco en las tinieblas” con sobrada capacidad literaria.
“Te busco en las tinieblas” es una novela narrada – como ya lo comenté- desde la perspectiva del clásico narrador de la primera persona del singular. Una escogencia acertada, - no creo que hubiera existido otra forma narrativa si no es desde la perspectiva de la primera persona – en donde si bien existen mini tramas a lo largo de la acción principal como son los amores del protagonista y sus relaciones sentimentales y de amistades, el autor hábilmente, hace que la acción principal narrativa siempre esté presente, aún en sus tramas secundarias, la acción principal – la muerte del hijo – va permeando dichas acciones.
Es de señalar que Guillermo Fernández ha creado una novela clásica: lineal, sin rupturas del tiempo, y que así debió de ser, una novela en la que no existen huecos narrativos, ni lagunas porque el autor se preocupó de una limpieza estructural y de estilo como corresponde a un excelente narrador en su etapa de madurez..

miércoles, 6 de abril de 2016

Elmer Mendoza. Novela Balas de plata. III Premio de Novela Tusquets Editores.


Élmer Mendoza nació en Culiacán, México, en 1949. Además de dramaturgo es también autor de tres volúmenes de cuentos: Mucho qué reconocer (1978), Trancapalanca (1989), El amor es un perro un dueño (1992) y de dos de crónicas sobre el narcotráfico, Cada respiro que tomas (1992) y Buenos muchachos (1995). Imparte en la actualidad cátedra en la Universidad Autónoma de Sinaloa y es un incesante promotor de la lectura en instituciones culturales. Desde su primera novela, Un asesino solitario, Élmer Mendoza ya se había dado a conocer, a juicio de Federico Campbell, no sólo como «el primer narrador que recoge con acierto el efecto de la cultura del narcotráfico en nuestro país», sino también como autor de una aguda y vivaz exploración lingüística de los bajos fondos mexicanos, convertidos en rigurosa materia literaria.
Elmer Mendoza aparece en `La reina del sur` como uno de los varios amigos que entre trago y trago en alguna cantina y con un corrido como música de fondo le provee datos acerca del narcotráfico en México al narrador de la conocida novela de Arturo Pérez Reverte con la diferencia de que el también escribe novela sobre el mismo asunto.
Fuente: Editorial Tusquets.
            En noviembre de 2007, un jurado integrado por Juan Marsé, en calidad de presidente,

Almudena Grandes, Jorge Edwards, Evelio Rosero y Beatriz de Moura  otorgó por unanimidad a esta obra de Élmer Mendoza el III Premio Tusquets Editores de Novela.

Colección andanzas

 Para Leonor
La vida es peligrosa, no por los hombres que hacen el mal, sino por los que se sientan a ver qué pasa.
Albert Einstein

El México Real a muchos les horroriza, no que exista, que se hable de él.
Joaquín López-Dóriga


 (Fragmento de novela). Balas de plata.
 Uno
Sala de espera. La modernidad de una ciudad se mide por las armas que truenan en sus calles, reflexionó el detective sorprendido por su insólita conclusión, ¿qué sabía él de modernidad, posmodernidad o patrimonio intangible? Nada. Soy un pobre venadito que habito en la serranía. Ver al terapeuta lo ponía nervioso y mataba el tiempo pensando en todo, menos en lo que debía enfrentar. ¿Cómo se escabecha en París, Berlín o islas Fidji? De una puerta ocre mal pintada salió una joven despeinada con cara de traer una mascarilla de huevo. Sin saludar, siguió rumbo a las escaleras.
Entró. El despacho olía tanto a tabaco que quitaba el deseo de fumar. El terapeuta, después de un vistazo a su libreta de notas, fue al grano: Me sorprende el bajo perfil de tu instinto de conservación, ¿cómo es posible que no dieras un pataleo? ¿Podría usted haber dicho que no?, yo no; era un niño y no pude salir corriendo o gritar, no pude; ¿cree usted que un mocoso de nueve años reaccione para salvarse cuando se ha convertido en un monigote asustado?, yo no; perdí el valor, quedé paralizado, convertido en un títere; y aunque usted insista, no puedo con mi condición de individuo abusado; lo medito, lo vuelvo a meditar y no, no voy a aceptarlo com o si me hubieran dado una palmada en la espalda.
Era el punto de quiebre y durante poco menos de dos años lo había repetido mientras hablaba de olores, sonidos, luz opaca. Odio la música de Pedro Infante. Eso no me lo habías contado, el doctor Parra encendió otro cigarrillo, ¿a él le gustaba? No escuchaba otra cosa y también veía sus películas; hablaba de ellas como si fueran la última cerveza en el estadio; un par de veces, antes de que ocurriera, me llevó al cine; la pasé bien; ahora ese recuerdo me duele. ¿Te compró palomitas? No, o en todo caso lo he olvidado, ¿debo recordar eso también, está incluido en el pacto degenerativo del que me habló la otra vez? No necesariamente, las palomitas son parte de la memoria permanente, generalmente inofensiva; sin embargo, en este caso, dado su origen, podrían ser un elemento presente en la bolsa de intoxicación o espacio basura, en todo lo que vuelve a un sujeto ajeno a su historia personal.
El detective posó los ojos en el librero a su derecha. ¿Se acuerda por qué me hice policía? Más o menos. Pues cada vez estoy más seguro de por qué elegí esa profesión. Refréscame la memoria. De niño quería ser cura, hizo una larga pausa, Parra anotó en su libreta, Enrique andaba con la onda de ser bombero, aviador, investigador submarino, todo eso que les gusta a los niños; yo no, mi deseo era convertirme en misionero en África o algo así, pausa, y vea en lo que paré. No te va tan mal. Tampoco tan bien y no creo, como usted dice, que me hice poli para proteger a los débiles y hacer justicia; quería ganar dinero fácil y largarme de aquí lo más pronto posible. Sin embargo te quedaste. A todo se acostumbra uno. Y te enemistaste con los que podrían enriquecerte rápido. Qué más da, la vida es una tómbola.
Consultorio en el centro de la ciudad. Parra en su desgastado sillón reclinable, Edgar Mendieta en una silla normal que prefería a la misteriosa desnudez del diván. Era un sitio tenebroso que olía a detergente barato. En alguna de sus visitas se lo había señalado pero al doctor le daba igual, sólo comentó que era la parte lúgubre de una ciudad decadente. Parra vio su reloj. Edgar, tienes que dejar eso atrás, no estás seriamente dañado y los años te han traído cosas, préndete de ellas; sé que piensas que la felicidad es una estupidez, pero aunque no lo creas, es una de las escasas posibilidades que te quedan para alivianarte, y deja de beber, te puedes cruzar con el ansiolítico, lo menos que conseguirás es quedarte dormido en cualquier parte; eres un hombre exitoso, disfrútalo y reactiva tu vida amorosa, ya ves cómo nos pone la sonrisa de oreja a oreja, ¿te acuerdas de cuando anduviste con aquella chica?, haz algo, quiero ver en tu cara esa sensación de energía que te hace creer que puedes tragarte el mundo; vamos, ve tu futuro de otra manera y, bueno, es tiempo de irnos. Parra usaba barba y se notaba sucio y cansado. Nunca había hablado tanto, doctor. Es que te veo recuperado, un poco alterado pero aún dentro de tu equilibrio. Y porque debe llegar temprano a casa. Pues sí, qué quieres, como hombre de familia trato de estar para el noticiero de las diez; dejemos abierta la próxima cita, tal vez no la necesites. Más me vale.
Salió. Distraídamente miró el cielo nublado. Una camioneta Lobo y dos Hummers negras se abrían paso sin respeto al resto de los conductores. Tocaban corridos a todo volumen y de una de ellas lanzaron una botella de cerveza que se hizo añicos a los pies del detective. El gran logro del poder es el orden, rumió. Aquí estamos valiendo madre. Abordó el Jetta que tenía el radio encendido. Es tiempo de la segunda edición de Vigilantes nocturnos, expresó un locutor, el primer programa de la radio en la ciudad. Lo apagó, se metió al nutrido, para la hora, tráfico de la avenida Obregón y se marchó a casa en silencio.
No cenó para no tener pesadillas.

martes, 5 de abril de 2016

Carlos Fuentes. La gran novela latinoamericana. Sétima entrega. Ensayo.



7. Borges. La plata del río
(En la gráfica: Silvia Lemus y Carlos Fuentes).

Cuando lo leí por primera vez, en Buenos Aires, y yo sólo tenía quince años de edad, Borges me hizo sentir que escribir en español era una aventura mayor, e incluso un mayor riesgo, que escribir en inglés. La razón es que el idioma inglés posee una tradición ininterrumpida, en tanto que el castellano sufre de un inmenso hiato entre el último gran poeta del Siglo de Oro, que fue una monja mexicana del siglo XVII, Sor Juana Inés de la Cruz, y el siguiente gran poeta, que fue Rubén Darío, un nicaragüense andariego de fines del siglo XIX; y una interrupción todavía más grande entre la más grande novela, la novela fundadora del Occidente, Don Quijote, y los siguientes grandes novelistas, Galdós y Clarín, en el siglo XIX.
Borges abolió las barreras de la comunicación entre las literaturas, enriqueció nuestro hogar lingüístico castellano con todas las tesorerías imaginables de la literatura de Oriente y Occidente, y nos permitió ir hacia adelante con un sentimiento de poseer más de lo que habíamos escrito, es decir, todo lo que habíamos leído, de Homero a Milton y a Joyce. Acaso todos, junto con Borges, eran el mismo vidente ciego.
Borges intentó una síntesis narrativa superior. En sus cuentos, la imaginación literaria se apropió todas las tradiciones culturales a fin de darnos el retrato más completo de todo lo que somos, gracias a la memoria presente de cuanto hemos dicho. Las herencias musulmana y judía de España, mutiladas por el absolutismo monárquico y su doble legitimación, la fe cristiana y la pureza de la sangre, reaparecen, maravillosamente frescas y vitales, en las narraciones de Borges. Seguramente, yo no habría tenido la revelación, fraternal y temprana, de mi propia herencia hebrea y árabe, sin historias como En busca de Averroes, El Zahir y El acercamiento a Almotásim.
Decidí también nunca conocer personalmente a Borges. Decidí cegarme a su presencia física porque quería mantener, a lo largo de mi vida, la sensación prístina de leerlo como escritor, no como contemporáneo, aunque nos separasen cuatro décadas entre cumpleaños y cumpleaños. Pero cuatro décadas, que no son nada en la literatura, sí son mucha vida. ¿Cómo envejecería Borges, tan bien como algunos, o tan mal como otros? A Borges yo lo quería sólo en sus libros, visible sólo en la invisibilidad de la página escrita, una página en blanco que cobraría visibilidad y vida sólo cuando yo leyese a Borges y me convirtiese en Borges…
Y mi siguiente decisión fue que, un día, confesaría mi confusión al tener que escoger sólo uno o dos aspectos del más poliédrico de los escritores, consciente, de que al limitarme a un par de aspectos de su obra, por fuerza sacrificaré otros que, quizás, son más importantes. Aunque quizás pueda reconfortarnos la reflexión de Jacob Bronowsky sobre el ajedrez: Las movidas que imaginamos mentalmente y luego rechazamos son parte integral del juego, tanto como las movidas que realmente llevamos a cabo. Creo que esto también es cierto de la lectura de Borges.
Pues en verdad, el repertorio borgeano de los posibles y los imposibles es tan vasto, que se podrían dar no una sino múltiples lecturas de cada posibilidad o imposibilidad de su canon.
Borges el escritor de literatura detectivesca, en la cual el verdadero enigma es el trabajo mental del detective en contra de sí mismo, como si Poirot investigara a Poirot, o Sherlock Holmes descubriese que Él es Moriarty.
Pero a su lado se encuentra Borges el autor de historias fantásticas, iluminadas por su celebrada opinión de que la teología es una rama de la literatura fantástica. Ésta, por lo demás, sólo tiene cuatro temas posibles: la obra dentro de la obra; el viaje en el tiempo; el doble; y la invasión de la realidad por el sueño.
Lo cual me lleva a un Borges dividido entre cuatro:
Borges el soñador despierta y se da cuenta de que ha sido soñado por otro.
Borges el filósofo crea una metafísica personal cuya condición consiste en nunca degenerar en sistema.
Borges el poeta se asombra incesantemente ante el misterio del mundo, pero, irónicamente, se compromete en la inversión de lo misterioso (como un guante, como un globo), de acuerdo con la tradición de Quevedo: «Nada me asombra. El mundo me ha hechizado».
Borges el autor de la obra dentro de la obra es el autor de Pierre Menard que es el autor de Don Quijote que es el autor de Cervantes que es el autor de Borges que es el autor de…
El viaje en el tiempo, no uno, sino múltiples tiempos, el jardín de senderos que se bifurcan, «infinitas series de tiempo… una red creciente y vertiginosa de tiempos divergentes, convergentes y paralelos. Esa trama de tiempos que se aproximan, se bifurcan, se cortan o se ignoran, abarca todas las posibilidades. No existimos en la mayoría de esos tiempos; en algunos existe usted y no yo; en otros, yo, no usted; en otros, los dos…».
Y finalmente, el doble.
«Hace años —escribe Borges y acaso escribo yo— yo traté de librarme de él y pasé de las mitologías del arrabal a los juegos con el tiempo y con lo infinito, pero esos juegos son de Borges ahora y tendré que idear otras cosas», escribe él, escribo yo y escribimos los dos, Borges y yo, infinitamente: «No sé cuál de los dos escribe esta página».
Es cierto: cuando Borges escribe esta célebre página, Borges y yo, el otro Borges es otro autor —la tercera persona, él— pero también es otro lector —la primera persona, yo— y el apasionado producto de esta unión sagrada a veces, profana otras: Tú, Lector Elector.
De esta genealogía inmensamente rica de Borges como poeta, soñador, metafísico, doble, viajero temporal y poeta, escogeré ahora el tema más humilde del libro, el pariente pobre de esta casa principesca: Borges el escritor argentino, el escritor latinoamericano, el escritor urbano latinoamericano. Ni lo traiciono ni lo reduzco. Estoy perfectamente consciente de que quizás otros asuntos son más importantes en su escritura que la cuestión de saber si en efecto es un escritor argentino, y de ser así, cómo y por qué.
Pero toda vez que se trata de un tema que preocupó al propio Borges (testigo: su célebre conferencia sobre El escritor argentino y la tradición) quisiera acercarme, de pasada, a Borges hoy, cuando los linajes más virulentos del nacionalismo literario han sido eliminados del cuerpo literario de la América Latina, a través de unas palabras que él escribió hace unos cincuenta años: «Todo lo que hagamos con felicidad los escritores argentinos pertenecerá a la tradición argentina».
En Argentina, circundado por la llanura chata e interminable, el escritor sólo puede evocar el solitario ombú. Borges inventa por ello un espacio, el Aleph, donde pueden verse, sin confundirse, «todos los lugares del orbe, vistos desde todos los ángulos».
Yo puedo hacer lo mismo en la capilla indobarroca de Tonantzintla, sin necesidad de escribir una línea. Borges debe inventar el jardín de senderos que se bifurcan, donde el tiempo es una serie infinita de tiempos. Yo puedo mirar eternamente el calendario azteca en el Museo de Antropología de la Ciudad de México hasta convertirme en tiempo —pero no en literatura.
Y sin embargo, a pesar de estas llamativas diferencias que, prima facie, me exceptúan de tener que imaginar a Tlön, Uqbar u Orbis Tertius pero que imponen la imaginación de la ausencia a un escritor argentino como Borges, un mexicano y un argentino compartimos un lenguaje, sin duda, aunque también compartimos un ser dividido, un doble dentro de cada nación o, para parafrasear a Disraeli, las dos naciones dentro de cada nación latinoamericana y dentro de la sociedad latinoamericana en su conjunto, del Río Bravo al Estrecho de Magallanes.
Dos naciones, urbana y agraria, pero también real y legal. Y entre ambas, a horcajadas entre la nación real y la nación legal, la ciudad, partícipe así de la cultura urbana como de la agraria. Nuestras ciudades, compartiendo cada vez más los problemas, pero intentando resolverlos con una imaginación literaria sumamente variada, de Gonzalo Celorio en México a Nélida Piñon en Brasil, de José Donoso en Chile a Juan Carlos Onetti en Uruguay.
Sin embargo, consideremos que acaso todos los proyectos de salvación del interior agrario —la segunda nación— han provenido de la primera nación y sus escritores urbanos, de Sarmiento en la Argentina a Da Cunha en Brasil a Gallegos en Venezuela. Cuando, contrariamente, tales proyectos han surgido, como alternativas auténticas, de la segunda nación profunda, la respuesta de la primera nación centralista ha sido la sangre y el asesinato, de la respuesta a Túpac Amaru en el Alto Perú en el siglo XVIII, a la respuesta a Emiliano Zapata en Morelos en el siglo XX.
Consideremos entonces a Borges como escritor urbano, más particularmente como escritor porteño, inscrito en la tradición de la literatura argentina.
Entre dos vastas soledades —la pampa y el océano—, el silencio amenaza a Buenos Aires y la ciudad lanza entonces su exclamación: ¡Por favor, verbalícenme!
Borges verbaliza a Buenos Aires en una breve narración, La muerte y la brújula, donde, en pocas páginas, el autor logra entregarnos una ciudad del sueño y la muerte, de la violencia y la ausencia, del crimen y la desaparición, del lenguaje y el silencio…
¿Cómo lo hace?
Borges ha descrito a la muerte como la oportunidad de redescubrir todos los instantes de nuestras vidas y recombinarlos libremente como sueños. Podemos lograr esto, añade, con el auxilio de Dios, nuestros amigos y Guillermo Shakespeare.
Si el sueño es lo que, al cabo, derrota a la muerte dándole forma a todos los instantes de la vida, liberados por la propia muerte, Borges naturalmente emplea lo onírico para ofrecernos su propia, y más profunda, visión de su ciudad: Buenos Aires. En La muerte y la brújula, sin embargo, Buenos Aires nunca es mencionada. Pero —sin embargo seguido— es su más grande y más poética visión de su propia ciudad, mucho más que en cuentos de aproximación naturalista, como Hombre de la esquina rosada.
Él mismo lo explica diciendo que La muerte y la brújula es una especie de súcubo en la que se hallan elementos de Buenos Aires, pero deformados por la pesadilla… «Pese a los nombres alemanes o escandinavos, ocurre en un Buenos Aires de sueños: la torcida Rue de Toulon es el Paseo de Colón». Borges piensa en las casas de campo de Adrogué y las llama Triste-le-Roy. Cuando la historia fue publicada, sus amigos le dijeron que en ella encontraron el sabor de los suburbios de Buenos Aires. Ese sabor estaba allí, dice Borges, porque él no se propuso meterlo allí de la misma manera que El Corán es un libro árabe aunque en él no aparece un solo camello. Borges se abandonó al sueño. Al hacerlo, logró lo que, nos dice, durante años había buscado en vano…
Buenos Aires es lo que había buscado, y su primer libro de poemas nos dice cómo lo había buscado, con fervor, Fervor de Buenos Aires. Pero la realidad de Buenos Aires sólo se ha hecho presente, al cabo, mediante un sueño, es decir, mediante la imaginación. Yo también busqué, siendo muy joven, esa ciudad y sólo la encontré, como Borges, en estas palabras de La muerte y la brújula: «El tren paró en una silenciosa estación de cargas. [Él] bajó. Era una de esas tardes desiertas que parecen amaneceres».
Esta metáfora, cuando la leí, se convirtió en la leyenda de mi propia relación con Buenos Aires: el instante delicado y fugitivo, como diría Joyce, la súbita realidad espiritual que aparece en medio del más memorable o del más corriente de nuestros días. Siempre frágil, siempre pasajera: es la epifanía.
A ella me acojo, al tiempo que, razonablemente, digo que a través de estos autores argentinos, A de Aira, B de Bianco, Bioy y Borges —las tres Bees, aunque no las Tres Abejas— y C de Cortázar, comprendo que la presencia bien puede ser un sueño, el sueño una ficción y la ficción una historia renovable a partir de la ausencia.
La ficción argentina es, en su conjunto, la más rica de Hispanoamérica. Acaso ello se deba al clamor de verbalización que mencioné antes. Pero al exigir palabras con tanto fervor, los escritores del Río de la Plata crean una segunda historia, tan válida como y acaso más que la primera historia. Esto es lo que Jorge Luis Borges logra en La muerte y la brújula, obligándonos a adentrarnos más y más en su obra.
¿Cómo procede Borges para inventar la segunda historia, convirtiéndola en un pasado tan indispensable como el de la verdadera historia? Una respuesta inmediata sería la siguiente: Al escritor no le interesa la historia épica, es decir, la historia concluida, sino la historia novelística, inconclusa, de nuestras posibilidades y ésta es la historia de nuestras imaginaciones.
La ensayista argentina Beatriz Sarlo sugiere esta seductora teoría: Borges se ha venido apropiando, sólo para irlas dejando atrás, numerosas zonas de legitimación, empezando con la pampa, que es la tierra de sus antepasados: «Una amistad hicieron mis abuelos / con esta lejanía / y conquistaron la intimidad de la pampa». En seguida la ciudad de Buenos Aires: «Soy hombre de ciudad, de barrio, de calle…», «Las calles de Buenos Aires ya son la entraña de mi alma» para culminar con la invención de las orillas, la frontera entre lo urbano y lo rural que antes mencioné y que le permite a Borges instalarse, orillero eterno, en los márgenes, no ya de la historia argentina, sino de las historias europeas y asiáticas también. Ésta es la legitimación final de la escritura borgeana.
Pero si esta trayectoria es cierta en un sentido crítico, en otro produce un resultado de coherencia perfecta con la militancia de Borges en la vanguardia modernista de su juventud: El proyecto de dejar atrás el realismo mimético, el folklore y el naturalismo.
No olvidemos que Borges fue quien abrió las ventanas cerradas en las recámaras del realismo plano para mostrarnos un ancho horizonte de figuras probables, ya no de caracteres clínicos. Éste es uno de sus regalos a la literatura hispanoamericana. Más allá de los sicologismos exhaustos y de los mimetismos constrictivos, Borges le otorgó el lugar protagónico al espejo y al laberinto, al jardín y al libro, a los tiempos y a los espacios.
Nos recordó a todos que nuestra cultura es más ancha que cualquier teoría reductivista de la misma —literaria o política—. Y que ello es así porque la realidad es más amplia que cualquiera de sus definiciones.
Más allá de sus obvias y fecundas deudas hacia la literatura fantástica de Felisberto Hernández o hacia la libertad lingüística alcanzada por Macedonio Fernández, Borges fue el primer narrador de lengua española en las Américas (Machado de Assis ya lo había logrado, milagrosamente, en la lengua portuguesa del Brasil) que verdaderamente nos liberó del naturalismo y que redefinió lo real en términos literarios, es decir, imaginativos. En literatura, nos confirmó Borges, la realidad es lo imaginado.
Esto es lo que he llamado, varias veces, la Constitución Borgeana: Confusión de todos los géneros, rescate de todas las tradiciones, creación de un nuevo paisaje sobre el cual construir las casas de la ironía, el humor y el juego, pero también una profunda revolución que identifica a la libertad con la imaginación y que, a partir de esta identificación, propone un nuevo lenguaje.
Borges nos enseñó a comprender, en primer lugar, la realidad relativista aunque incluyente del tiempo y el espacio modernos. No puede haber sistemas de conocimiento cerrados y autosuficientes, porque cada observador describirá cualquier acontecimiento desde una perspectiva diferente. Para hacerlo, el observador necesita hacer uso de un lenguaje. Por ello, el tiempo y el espacio son elementos de lenguaje necesarios para que el observador describa su entorno (su «circunstancia» orteguiana).
El espacio y el tiempo son lenguaje.
El espacio y el tiempo constituyen un sistema descriptivo abierto y relativo.
Si esto es cierto, el lenguaje puede alojar tiempos y espacios diversos, precisamente los «tiempos divergentes, convergentes y paralelos» del Jardín de senderos que se bifurcan, o los espacios del Aleph, donde todos los lugares son y pueden ser vistos simultáneamente.
De este modo, el tiempo y el espacio se convierten, en las ficciones de Borges, en protagonistas, con los mismos títulos que Tom Jones o Anna Karenina en la literatura realista. Pero cuando se trata de Borges, nos asalta la duda: ¿son solamente todo tiempo y todo espacio —inclusivos— o son también nuestro tiempo y nuestro espacio —relativos?
Borges, escribe André Maurois, se siente atraído por la metafísica, pero no acepta la verdad de sistema alguno. Este relativismo lo aparta de los proponentes europeos de una naturaleza humana universal e invariable que, finalmente, resulta ser sólo la naturaleza humana de los propios ponentes europeos —generalmente miembros de la clase media ilustrada—. Borges, por lo contrario, ofrece una variedad de espacios y una multiplicación de temas, cada uno distinto, cada uno portador de valores que son el producto de experiencias culturales únicas pero en comunicación con otras. Pues en Europa o en América —Borges y Alfonso Reyes lo entendieron inmediatamente en nuestro siglo, a favor de todos nosotros—, una cultura aislada es una cultura condenada a desaparecer.
En otras palabras: Borges le hace explícito a nuestra literatura que vivimos en una diversidad de tiempos y espacios, reveladores de una diversidad de culturas. No está solo, digo, ni por sus antepasados, de Vico a Alberdi, ni por su eminente y fraternal conciudadano espiritual, Reyes, ni por los otros novelistas de su generación o próximos a ella. Borges no alude a los componentes indios o africanos de nuestra cultura: Miguel Ángel Asturias o Alejo Carpentier se encargan de eso. Pero quizás sólo un argentino —desesperado verbalizador de ausencias— pudo echarse a cuestas la totalidad cultural del Occidente a fin de demostrar, no sé si a pesar de sí mismo, la parcialidad de un eurocentrismo que en otra época nuestras repúblicas aceptaron formalmente, pero que hoy ha sido negado por la conciencia cultural moderna.
Pero aun cuando Borges no se refiere temáticamente a este o aquel asunto latinoamericano, en todo momento nos ofrece los instrumentos para re-organizar, amplificar y caminar hacia adelante en nuestra percepción de un mundo mutante cuyos centros de poder, sin tregua, se desplazan, decaen y renuevan. Qué lástima que estos mundos nuevos rara vez estén de acuerdo con la tierna aspiración borgeana: «Una sociedad secreta, benévola… surgió para inventar un país».
Entretanto, enigmática, desesperada y despertante, la Argentina es parte de la América española. Su literatura pertenece al universo de la lengua española: el reino de Cervantes. Pero la literatura hispanoamericana también es parte de la literatura mundial, a la que le da y de la cual recibe.
Borges junta todos estos cabos. Pues cuando afirmo que la narrativa argentina es parte de la literatura de Hispanoamérica y del mundo, sólo quiero recordar que es parte de una forma incompleta, la forma narrativa que por definición nunca es, sino que siempre está siendo en una arena donde las historias distantes y los lenguajes conflictivos pueden reunirse, trascendiendo la ortodoxia de un solo lenguaje, una sola fe o una sola visión del mundo, trátese, en nuestro caso particular, de lenguajes y visiones de las teocracias indígenas, de la contra-reforma española, de la beatitud racionalista de la Ilustración, o de los cresohedonismos corrientes, industriales y aun post-industriales.
Todo esto me conduce a la parte final de lo que quiero decir: el acto propiamente literario, el acontecimiento de Jorge Luis Borges escribiendo sus historias.
El crítico ruso Mijail Bajtin, quizás el más grande teórico de la novela en el siglo XX, indica que el proceso de asimilación entre la novela y la historia pasa, necesariamente, por una definición del tiempo y el espacio. Bajtin llama a esta definición el cronotopo —cronos, tiempo y topos, espacio—. En el cronotopo se organizan activamente los acontecimientos de una narración. El cronotopo hace visible el tiempo de la novela en el espacio de la novela. De ello depende la forma y la comunicabilidad de la narración.
De allí, una vez más, la importancia decisiva de Borges en la escritura de ficción en Hispanoamérica. Su economía e incluso su desnudez retórica, tan alabadas, no son, para mí, virtudes en sí mismas. A veces sólo se dan a costa de la densidad y la complejidad, sacrificando el agustiniano derecho al error. Pero esta brevedad, esta desnudez, sí hacen visibles la arquitectura del tiempo y del espacio. Establecen al cronotopo, con la venia del lector, como la estrella del firmamento narrativo.
En El Aleph y en Tlön, Uqbar, Orbis Tertius, el protagonista es el espacio, con tantos méritos como el de la heroína de una novela realista. Y el tiempo lo es en Funes el memorioso, Los inmortales y El jardín de senderos que se bifurcan. Borges, en todas estas historias, observa un tiempo y un espacio totales que, a primera vista, sólo podrían ser aproximados mediante un conocimiento total. Borges, sin embargo, no es un platonista, sino una especie de neoplatonista perverso. Primero postula una totalidad. En seguida, demuestra su imposibilidad.
Un ejemplo evidente. En La Biblioteca de Babel, Borges nos introduce en una biblioteca total que debería contener el conocimiento total dentro de un libro total. En primer término, nos hace sentir que el mundo del libro no está sujeto a las exigencias de la cronología o a las contingencias del espacio. En una biblioteca están presentes todos los autores y todos los libros, aquí y ahora, cada libro y cada autor contemporáneos en sí mismos y entre sí, no sólo dentro del espacio así creado (el Aleph, la Biblioteca de Babel) sino también dentro del tiempo: los lomos de Dante y Diderot se apoyan mutuamente, y Cervantes existe lado a lado con Borges. La biblioteca es el lugar y el tiempo donde un hombre es todos los hombres y donde todos los hombres que repiten una línea de Shakespeare son Shakespeare.
¿Podemos entonces afirmar que la totalidad de tiempo y espacio existe aquí, dentro de una biblioteca que idealmente debería contener un solo libro que es todos los libros, leído por un solo lector que es todos los lectores?
La respuesta dependería de otra pregunta: ¿Quién percibe esto, quién puede, simultáneamente, tener un libro de Cervantes en una mano, un libro de Borges en la otra y recitar, al mismo tiempo, una línea de Shakespeare? ¿Quién posee esta libertad? ¿Quién es no sólo uno sino muchos? ¿Quién, incluso cuando el poema, como dijo Shelley, es uno y universal, es quien lo lee? ¿Quién, incluso cuando, de acuerdo con Emerson, el autor es el único autor de todos los libros jamás escritos, es siempre diverso? ¿Quién, después de todo, los lee: al libro y al autor? La respuesta, desde luego es: Tú, el lector. O Nosotros, los lectores.
De tal forma que Borges ofrece un libro, un tiempo, un espacio, una biblioteca, un universo, únicos, totales, pero vistos y leídos y vividos por muchos lectores, leyendo en muchos lugares y en tiempos múltiples. Y así, el libro total, el libro de libros, justificación metafísica de la biblioteca y el conocimiento totales, del tiempo y el espacio absolutos, son imposibles, toda vez que la condición para la unidad de tiempo y espacio en cualquier obra literaria es la pluralidad de las lecturas, presentes o futuras: en todo caso, potenciales.
El lector es la herida del libro que lee: por su lectura se desangra toda posibilidad totalizante, ideal, de la biblioteca en la que lee, del libro que lee, o incluso la posibilidad de un solo lector que es todos. El lector es la herida de Babel. El lector es la fisura en la torre de lo absoluto.
Borges crea totalidades herméticas. Son la premisa inicial, e irónica, de varios cuentos suyos. Al hacerlo, evoca una de las aspiraciones más profundas de la humanidad: la nostalgia de la unidad, en el principio y en el fin de todos los tiempos. Pero inmediatamente, traiciona esta nostalgia idílica, esta aspiración totalitaria, y lo hace, ejemplarmente, mediante el incidente cómico, mediante el accidente particular.
Funes el memorioso es la víctima de una totalidad hermética. Lo recuerda todo. Por ejemplo: siempre sabe qué hora es, sin necesidad de consultar el reloj. Su problema, a fin de no convertirse en un pequeño dios involuntario, consiste en reducir sus memorias a un número manejable: digamos, cincuenta o sesenta mil artículos del recuerdo. Pero esto significa que Funes debe escoger y representar. Sólo que, al hacerlo, demuestra estéticamente que no puede haber sistemas absolutos o cerrados de conocimiento. Sólo puede haber perspectivas relativas a la búsqueda de un lenguaje para tiempos y espacios variables.
La verdad es que todos los espacios simultáneos de El Aleph no valen un vistazo de la hermosa muerta, Beatriz Viterbo, una mujer en cuyo andar había «una como graciosa torpeza, un principio de éxtasis», aunque también había en ella «una clarividencia casi implacable», compensada por «distracciones, desdenes, verdaderas crueldades».
Borges: La búsqueda del tiempo y el espacio absolutos ocurren mediante un repertorio de posibilidades que hacen de lo absoluto, imposible o, si se prefiere, relativo.
En el universo de Tlön, por ejemplo, todo es negado: «el presente es indefinido… el futuro no tiene realidad sino como esperanza presente… el pasado no tiene realidad sino como recuerdo presente». Pero esta negación de un tiempo tradicional —pasado, presente y futuro—, ¿no le da un valor supremo al presente como tiempo que no sólo contiene, sino que le da su presencia más intensa, la de la vida, al pasado recordado aquí y ahora, al futuro deseado hoy? El repertorio es inagotable.
En Las ruinas circulares, pasado, presente y futuro son afirmados como simultaneidad mientras, de regreso en Tlön, otros declaran que todo tiempo ya ocurrió y que nuestras vidas son sólo «el recuerdo o reflejo crepuscular, y sin duda falseado y mutilado, de un proceso irrecuperable».
Estamos en el universo borgeano de la crítica creativa, donde sólo lo que es escrito es real, pero lo que es escrito quizás ha sido inventado por Borges. Por ello, resulta tranquilizador que una nota a pie de página recuerde la hipótesis de Bertrand Russell, según la cual el universo fue creado hace apenas algunos minutos y provisto de una humanidad que «recuerda» un pasado ilusorio.
Sin embargo, pienso que la teoría más borgeana de todas es la siguiente: «La historia del universo… es la escritura que produce un dios subalterno para entenderse con un demonio».
Todo lo cual quiere decir, en última instancia, que cada uno de nosotros, como Funes, como Borges, tú y yo, sus lectores, debemos convertirnos en artistas: escogemos, relativizamos, elegimos: somos Lectores y Electores. El cronotopo absoluto, la esencia casi platónica que Borges invoca una y otra vez en sus cuentos, se vuelve relativo gracias a la lectura. La lectura hace gestos frente al espejo del Absoluto, le hace cosquillas a las costillas de lo Abstracto, obliga a la Eternidad a sonreír. Borges nos enseña que cada historia es cosa cambiante y fatigable, simplemente porque, constantemente, está siendo leída. La historia cambia, se mueve, se convierte en su(s) siguiente(s) posibilidad(es), de la misma manera que un hombre puede ser un héroe en una versión de la batalla, y un traidor en la siguiente.
En El jardín de senderos que se bifurcan, el narrador concibe cada posibilidad del tiempo, pero se siente obligado a reflexionar que «todas las cosas le suceden a uno precisamente, precisamente ahora. Siglos de siglos y sólo en el presente ocurren los hechos».
Sólo en el presente leemos la historia. Y aun cuando la historia se presente como la única versión verdadera de los hechos, nosotros, los lectores, subvertimos inmediatamente semejante pretensión unitaria. El narrador de El jardín…, por ejemplo, lee, dentro de la historia, dos versiones «del mismo capítulo épico». Es decir: lee no sólo la primera versión, la ortodoxa, sino una segunda versión heterodoxa. Escoge «su» capítulo épico o coexistente, si así lo desea, con ambas, o con muchas, historias.
En términos históricos latinoamericanos, esto quiere decir que el lector de Borges no sólo lee la Conquista sino la Contraconquista, no sólo la Reforma, sino la Contra Reforma y ciertamente, en términos aún más borgeanos, no sólo lee la Revolución, sino también la Contra Revolución.
El narrador de El jardín… en verdad, no hace más que definir a la novela en trance de separarse de la épica. Pues la novela podría definirse, por supuesto, como la segunda lectura del capítulo épico. La épica, según Ortega y Gasset, es lo que ya se conoce. La novela es el siguiente viaje de Ulises, el viaje hacia lo que se ignora. Y si la épica, como nos dice Bajtin, es el cuento de un mundo concluido, la novela es la azarosa lectura de un mundo naciente: la renovación del Génesis mediante la renovación del género.
Por todos estos impulsos, la novela es un espejo que refleja la cara del lector. Y como Jano, el lector de novelas tiene dos caras. Una mira hacia el futuro, la otra hacia el pasado. Obviamente, el lector mira al futuro. La novela tiene como materia lo incompleto, es la búsqueda de un nuevo mundo en el proceso de hacerse. Es el mundo de Napoleón Bonaparte y sus hijos, Julien Sorel, Rastignac, Becky Sharp. Son los hijos de Waterloo. Pero a través de la novela, el lector encarna también el pasado, y es invitado a descubrir la novedad del pasado, la novedad de Don Quijote y sus descendientes: somos los hijos de La Mancha.
La tradición de La Mancha es la otra tradición de la novela, la tradición oculta, en la que la novela celebra su propio génesis gracias a las bodas de tradición y creación. Cervantes oficia en el inicio mismo de esta ceremonia narrativa, que alcanza una de sus cumbres contemporáneas en la obra de Jorge Luis Borges gracias a una convicción y práctica bien conocidas de sus ficciones: la práctica y la convicción de que cada escritor crea sus propios antepasados.
Cuando Pierre Menard, en una famosa historia de Borges, decide escribir Don Quijote, nos está diciendo que en literatura la obra que estamos leyendo se convierte en nuestra propia creación. Al leerlo, nos convertimos en la causa de Cervantes. Pero a través de nosotros, los lectores, Cervantes o, en su caso, Borges, se convierten en nuestros contemporáneos, así como en contemporáneos entre sí.
En la historia de Pierre Menard autor de Don Quijote, Borges sugiere que la nueva lectura de cualquier texto es también la nueva escritura de ese mismo texto, que ahora existe en ese anaquel junto con todo lo que ocurrió entre su primer y sus siguientes lectores.
Lejos de las historias petrificadas que con los puños llenos de polvo archivado lanzan anatemas contra la literatura, la historia de Borges le ofrece a sus lectores la oportunidad de re-inventar, re-vivir el pasado, a fin de seguir inventando el presente. Pues la literatura se dirige no sólo a un futuro misterioso, sino a un pasado igualmente enigmático. El enigma del pasado nos reclama que lo releamos constantemente. El futuro del pasado depende de ello.
Creo, con Borges, que el significado de los libros no está detrás de nosotros. Al contrario: nos encara desde el porvenir. Y tú, el lector, eres el autor de Don Quijote porque cada lector crea su libro, traduciendo el acto finito de escribir en el acto infinito de leer.

Fuente: Alfaguara Editores. 2011.

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