miércoles, 13 de abril de 2016

Chester Bomar Himes


El Gran premio de la literatura policíaca (en francésGrand prix de littérature policière).
Chester Bomar Himes (Jefferson City, Missouri, Estados Unidos de América, 29 de julio de 1909 - Moraira, Alicante, España, 12 de noviembre de 1984) fue un escritor afroamericano, conocido sobre todo por sus novelas de serie negra, aunque también practicó otros géneros.

Hijo de una familia de clase media, Chester Himes creció en Missouri y Ohio. Sus padres fueron Joseph Sandy Himes y Estelle Bomar Himes. Estudió en el instituto de Cleveland (Ohio) y en la Universidad de Columbus, de donde fue expulsado en 1926 tras su detención por participar en un robo. Por aquel entonces ya se desenvolvía en ambientes delictivos y del juego. Pudo evitar la cárcel, pero, dos años después, ingresó en prisión por robo a mano armada con una condena de 20 años. Durante su encierro comenzó a escribir relatos cortos y a publicarlos en revistas. El primero apareció en 1934.

Puesto en libertad en 1935, desempeña diversos oficios y sigue escribiendo hasta que en 1945 publica su primera novela, If He Hollers Let Him Go! (Si grita, déjalo ir), que obtiene un gran éxito y le permite dedicarse a la literatura.

En 1953, siguiendo el ejemplo de otros escritores americanos, como Ernest Hemingway, Himes comienza a pasar largas temporadas en Francia, en donde se ha convertido en un escritor popular, hasta que en 1956, cansado del racismo de su país, se instala permanentemente en París, en donde coincide con los también escritores afroamericanos Richard Wright y James Baldwin.
En esta época comienza la serie de novelas de género negro policial que protagonizan los detectives de Harlem Ataúd Ed Johnson y Sepulturero Jones (Coffin Ed Johnson y Grave Digger Jones), que le haría mundialmente famoso y lo pondría a la altura de otros reconocidos autores del género, como Dashiell Hammett o Raymond Chandler.

En 1969, Himes se trasladó a vivir a Moraira (Alicante, España), en donde falleció en 1984.
Fuente: Editorial Bruguera. Libro Amigo.

***
Novela. Empieza el calor.

Los detectives «Ataúd» Johnson y «Sepulturero» Jones tienen
que atrapar a dos delincuentes que han huido. Como se trata de dos fugitivos de
aspecto llamativo, uno es un gigantón albino y el otro un traficante enano,
parece que a priori la misión que no reviste grandes dificultades para dos
curtidos policías como Johnson y Jones, que conocen las calles de Harlem
perfectamente. Sin embargo, en aquel lugar las cosas nunca son tan sencillas
como aparentan. En medio de un calor sofocante, el caos está a punto de
desatarse, porque en alguna parte del barrio hay un cargamento muy valioso del
que todos quieren sacar provecho, aunque sea a costa de perder su vida. El
Harlem que conocemos a través de las páginas de Chester Himes es violento y
peligroso, pero también fascinante e hipnótico. La delirante galería de
personajes con los que tienen que codearse los detectives «Ataúd» Johnson y
«Sepulturero» Jones en Empieza el calor hacen del barrio neoyorkino un universo
único, casi irreal, por el que es inevitable sentirse seducido.

martes, 12 de abril de 2016

Jorge Luis Borges. El hombre de la esquina rosada. Historia Universal de la infamia.


EL HOMBRE DE LA ESQUINA ROSADA

A Enrique Arnorim
A mí, tan luego, hablarme del finado Francisco Real. Yo lo
conocí, y eso que éstos no eran sus barrios porque él sabía tallar
más bien por el Norte, por esos laos de la laguna de Guadalupe
y la Batería. Arriba de tres veces no lo traté, y ésas en una
misma noche, pero es noche que no se me olvidará, como que
en ella vino la Lujanera porque sí, a dormir en mi rancho y
Rosendo Juárez dejó, para no volver, el Arroyo. A ustedes, claro
que les falta la debida esperiencia para reconocer, ese nombre,
pero Rosendo Juárez el Pegador, era de los que pisaban más
fuerte por Villa Santa Rita. Mozo acreditao para el cuchillo era
uno de los hombres de D. Nicolás Paredes, que era uno de los
hombres de Morel. Sabía llegar de lo más paquete al quilombo,
en un oscuro, con las prendas de plata; los hombres y los perros
lo respetaban y las chinas también; nadie inoraba que estaba debiendo
dos muertes; usaba un chambergo alto, de ala finita, sobre
la melena grasicnta; la suerte lo mimaba, como quien dice.
Los mozos de la Villa le copiábamos hasta el modo de escupir.
Sin embargo, una noche nos ilustró la verdadera condición de
Rosendo.
Parece cuento, pero la historia de esa noche rarísima empezó
por un placero insolente de ruedas coloradas, lleno hasta el tope
de hombres, que iba a los barquinazos por esos callejones ele
barro duro, entre los hornos de ladrillos y los huecos, y dos de
negro, déle guitarriar y aturdir, y el del pescante que les tiraba
un fustazo a los perros sueltos que se le atravesaban al moro, y un
emponchado iba silencioso en el medio, y ése era el Corralero
de tantas mentas, y el hombre iba a peliar y a matar. La noche
era una bendición de tan fresca; dos de ellos iban sobre la capota
volcada, como si la soledá juera un corso. Ése jué el primer
sucedido de tantos que hubo, pero recién después lo supimos.
Los muchachos estábamos dende temprano en el salón de Julia,
cjlie* era un galpón de chapas de cinc, entre el camino de Gauna
y el Maldonado. Era un local que usté lo divisaba de lejos, por
ln luz que mandaba a la redonda el farol sinvergüenza, y por el
barullo también. La Julia, aunque de humilde color, era de lo
ás conciente y formal, así que no faltaban musicantes, güen
330 JORGE LUIS BORGES—OBRAS COMPLETAS
beberaje y compañeras resistentes pal baile. Pero la Luj añera,
que era la mujer de Rosendo, las sobraba lejos a todas. Se murió,
señor, y digo que hay años en que ni pienso en ella, pero había
que verla en sus días, con esos ojos;-Verla, no daba sueño.
La caña, la milonga, el hembraje, una condescendiente mala
palabra de boca de Rosendo, una palmada suya en el montón
que yo trataba de sentir como una amista: la cosa es que yo
estaba lo más "feliz. Me tocó una compañera muy seguidora, que
iba como adivinándome la intención. El tango hacía su volunta
con nosotros y nos arriaba y nos perdía y nos ordenaba y nos
volvía a encontrar. En esa diversión estaban los hombres, lo
mismo que en un sueño, cuando de golpe me pareció crecida
la música, y era que ya se entreveraba con ella la de los guitarreros
del coche, cada vez más cercano. Después, la brisa que la
trajo tiró por otro rumbo, y volví a atender a mi cuerpo y
al de la compañera y a las conversaciones del baile. Al rato largo
llamaron a la puerta con autoridá, un golpe y una voz. En seguida
un silencio general, una pechada poderosa a la puerta y
el hombre estaba adentro. El hombre era parecido a la voz.
Para nosotros no era todavía Francisco Real, pero sí un tipo
alto, fornido, trajeado enteramente de negro, y una chalina de
un color como bayo, echada sobre el hombro. La cara recuerdo
que era aindiada, esquinada.
Me golpeó la hoja de la puerta al abrirse. De puro atolondrado
me le juí encima y le encajé la zurda en la facha, mientras
con la derecha sacaba el cuchillo filoso que cargaba en la sisa
del chaleco, junto al sobaco izquierdo. Poco iba a durarme la
atropellada. El hombre, para afirmarse, estiró los brazos y me
hizo a un lado, como despidiéndose de un estorbo. Me dejó agachado
detrás, todavía con la mano abajo del saco, sobre el arma
inservible. Siguió como si tal cosa, adelante. Siguió, siempre más
alto que cualquiera de los que iba desapartando, siempre como
sin ver. Los primeros —puro italianaje mirón— se abrieron como
abanico, apurados. La cosa no duró. En el montón siguiente ya
estaba el Inglés esperándolo, y antes de sentir en el hombro la
mano del forastero, se le durmió con un planazo que tenía
listo. Jué ver ese planazo y jué venírsele ya todos al humo. El
establecimiento tenía más de muchas varas de fondo, y lo arriaron
como un cristo, casi de punta a punta, a pechadas, a silbidos y
a salivasos. Primero le tiraron trompadas, después, al ver que ni
se atajaba los golpes, puras cachetadas a mano abierta o con el
fleco inofensivo de las chalinas, como riéndose de él. También,
como reservándolo pa Rosendo, que no se había movido para
eso de la paré del fondo, en la que hacía espaldas, callado. Pitaba
con apuro su cigarrillo, como si ya entendiera lo que vimos claro
HISTORIA UNIVERSAL DE LA INFAMIA 331
después. El Corralero fue empujado hasta él, firme y ensangrentado,
con ese viento de chamuchina pifiadora detrás-. Silbando,
chicoteado, escupido, recién habló cuando se enfrentó con Rosendo.
Entonces lo miró y se despejó la cara con el antebrazo y dijo
estas cosas:
—Yo soy Francisco Real, un hombre del Norte. Yo soy Francisco
Real, que le dicen el Corralero. Yo les he consentido a estos
infelices que me alzaran la mano, porque lo que.estoy buscando
es un hombre. Andan por ahí unos bolaceros diciendo que en
estos andurriales hay uno que tiene mentas de cuchillero, y de malo,
y que le dicen el Pegador. Quiero encontrarlo pa que me enseñe
a mí, que soy naides, lo que es un hombre de coraje y de vista.
Dijo esas cosas y no le quitó los ojos de encima. Ahora le
relucía un cuchillón en la mano derecha, que en fija lo había
traído en la manga. Alrededor se habían ibo abriendo los que
empujaron, .y todos los mirábamos a los dos, en un gran silencio.
Hasta la jeta del mulato ciego que tocaba el violín, acataba ese
rumbo.
En eso, oigo que se desplazaban atrás, y me veo en el marco
de la puerta seis o siete hombres, que serían la barra del Corralero.
El más viejo, un hombre apaisanado, curtido, de bigote
entrecano, se adelantó para quedarse como encandilado por tanto
hembraje y tanta luz, y se descubrió con respeto. Los otros vigilaban,
listos, para dentrar a tallar si el juego no era limpio-
¿Qué le pasaba mientras tanto a Rosendo, que no lo sacaba
pisotiando a ese balaquero? Seguía callado, sin alzarle los ojos.
El -cigarro no sé si lo escupió o si se le cayó de la cara. Al fin
pudo acertar con unas palabras, pero tan despacio que a los
de la otra punta del salón no nos alcanzó lo que dijo. Volvió
Francisco Real a desafiarlo y él a negarse. Entonces, el más
muchacho de los forasteros silbó. La Luj añera lo miró aborreciéndolo
y se abrió paso con la crencha en la espalda, entre el
carreraje y las chinas, y se jué a su hombre y le metió la mano
en el pecho y le sacó el cuchillo desenvainado y se lo dio con
estas palabras:
—Rosendo, creo que lo estarás precisando.
A la altura del techo había una especie de ventana alargada
que miraba al arroyo. Con las dos manos recibió Rosendo el
cuchillo y lo filió como si no lo reconociera. Se empinó de golpe
hacia atrás y voló el cuchillo derecho y fue a perderse ajuera,
en el Maldonado. Yo sentí como un frío.
—De asco no te carneo —dijo el otro, y alzó, para castigarlo,
la mano. Entonces la Lujanera se le prendió y le echó los brazos
al cuello y lo miró confesos ojos y le dijo con ira:
—Déjalo a ése, que nos hizo creer que era un hombre.
332 JORGE LUIS BORGES—OBRAS COMPLETAS
Francisco Real se quedó perplejo un espacio y luego la abrazó
como para siempre y les gritó a los musicantes que le metieran
tango y milonga y a los demás de la diversión, que bailáramos.
La milonga corrió como un incendio de punta a punta. Real
bailaba muy grave, pero sin ninguna luz, ya pudiéndola. Llegaron
a la puerta y gritó:
—¡Vayan abriendo cancha, señores, que la llevo dormida!
Dijo, y salieron sien con sien, como en la marejada del tango,
como si los perdiera el tango.
Debí ponerme colorao de vergüenza. Di unas vueltitas con
alguna mujer y la planté de golpe. Inventé que era por el calor
y por la apretura y juí orillando la paré hasta salir. Linda la
noche, ¿para quién? A la vuelta del callejón estaba el placero,
con el par de guitarras derechas en el asiento, como cristianos.
Dentré a amargarme de que las descuidaran así, como si ni pa
recoger changangos sirviéramos. Me dio coraje de sentir que no
éramos naides. Un manotón a mi clavel de atrás de la oreja y
lo tiré a un charquito y me quedé un espacio mirándolo, como
para no pensar en más nada. Yo hubiera querido estar de una
vez en el día siguiente, yo me quería salir de esa noche. En
eso, me pegaron un codazo que jue casi un alivió. Era Rosendo,
que se escurría solo del barrio.
—Vos siempre has de servir de estorbo, pendejo —me rezongó
al pasar, no sé si para desahogarse, o ajeno. Agarró el lado más
oscuro, el del Maldonado; no lo volví a ver más.
Me quedé mirando esas cosas de toda la vida —cielo hasta
decir basta, el arroyo que se emperraba solo ahí abajo, un
caballo dormido, el callejón de tierra, los hornos— y pensé que
yo era apenas otro yuyo de esas orillas, criado entre las flores de
sapo y las osamentas. ¿Qué iba a salir de esa basura sino
nosotros, gritones pero blandos para el castigo, boca y atropellada
no más? Sentí después que no, que el barrio cuanto más aporriao,
más obligación de ser guapo. ¿Basura? La milonga déle
loquiar, y déle bochinchar en las casas, y traía olor a madreselvas
el viento. Linda al ñudo la noche. Había de estrell?
como para marearse mirándolas, unas encima de otras. Yo
forcejiaba por sentir que a mí no me representaba nada el asunto,
pero la cobardía de Rosendo y el coraje insufrible del forastero
no me querían dejar. Hasta de una mujer para esa noche se
había podido aviar el hombre alto. Para ésa y para muchas, pensé,
y tal vez para todas, porque la Lujanera era cosa seria. Sabe
Dios qué lado agarraron. Muy lejos no podían estar. A lo mejor
ya se estaban empleando los dos, en cualesquier cuneta.
Cuando alcancé a volver, seguía como si tal cosa el bailongo.
Haciéndome el chiquito, me entreveré en el montón, y vi que
HISTORIA UNIVERSAL DE LA INFAMIA 33S
alguno de los nuestros había rajado y que los ñor teros tangueaban
junto con los demás. Codazos y encontrones no había, pero
sí recelo y decencia. La música parecía dormilona, las mujeres
que tangueaban con los del Norte, no decían esta boca es mía.
Yo esperaba algo, pero no lo que sucedió.
Ajuera oímos una mujer que lloraba y después la voz que
ya conocíamos, pero serena, casi demasiado serena, como si ya
no juera de alguien, diciéndole:
—Entra, m'hija —y luego otro llanto. Luego la voz como si
empezara a desesperarse.
—¡Abrí te digo, abrí guacha arrastrada abrí, perra! —.Se abrió
en eso la puerta tembleque, y entró la Lujanera, sola. Entró
mandada, como si viniera arreándola alguno.
—La está mandando un ánima —dijo el Inglés.
—Un muerto, amigo —dijo entonces el Corralero. El rostro
era como de borracho. Entró, y en la cancha que le abrimos
todos, como antes, dio unos pasos mareados —alto, sin ver— y
se fue al suelo de una vez, como poste. Uno de los que vinieron
con él, lo acostó de espaldas y le acomodó el ponchito de almohada.
Esos ausilios lo ensuciaron de sangre. Vimos entonces que
traiba una herida juerte en el pecho; la sangre le encharcaba
y ennegrecía un lengue punzó que antes no le oservé, porque
lo tapó la chalina. Para la primera cura, una de las mujeres
trujo caña y unos trapos quemados. El hombre no estaba para
esplicar. La Lujanera lo miraba como perdida, con los brazos
colgando. Todos estaban preguntándose con la cara y ella consiguió
hablar. Dijo que luego de salir con el Corralero, se jueron
a un campito, y que en eso cae un desconocido y lo llama como
desesperado a pelear y le infiere esa puñalada y que ella jura que
no sabe quién es y que. no es Rosendo. ¿Quién .le iba a creer?
El hombre a nuestros pies se moría. Yo pensé que no le había
temblado el pulso al que lo arregló. El hombre, sin embargo, era
duro. Cuando golpeó, la Julia había estao cebando unos mates
y el mate dio la vuelta redonda y volvió a mi mano, antes que
falleciera. "Tápenme la cara", dijo despacio, cuando no pudo
más. Sólo le quedaba el orgullo y no iba a consentir que le curiosearan
los visajes de la agonía. Alguien le puso encima el chambergo
negro, que era de copa altísima. Se murió abajo del
chambergo, sin queja. Cuando el pecho acostado dejó de subir
y bajar, se animaron a descubrirlo. Tenía ese aire fatigado de
los difuntos; era de los hombres de más coraje que hubo en
aquel entonces* dende la Batería hasta el Sur; en cuanto lo supe
muerto y sin habla, le perdí el odio.
—Para morir no se precisa más que estar vivo —dijo una del
montón, y otra, pensativa también:
?>M JORGE LUIS BORGES—OBRAS COMPLETAS
—Tanta soberbia el hombre, y no sirve más que pa juntar
moscas.
Entonces los norteros jueron diciéndose una cosa despacio y
dos a un tiempo la repitieron juerte después:
—Lo mató la mujer.
Uno le gritó en la cara si era ella, y todos la cercaron. Ya me
olvidé que tenía que prudenciar y me les atravesé como luz. De
atolondrado, casi pelo el fiyingo. Sentí que muchos me miraban,
para no decir todos. Dije como con sorna:
—Fijensén en las manos de esa mujer. ¿Qué pulso ni qué
corazón va a tener para clavar una puñalada?
Añadí, medio desganado de guapo:
—¿Quién iba a soñar que el finao, que asegún dicen, era malo
en su barrio, juera a concluir de una manera tan bruta y en un
lugar tan enteramente muerto como éste, ande no pasa nada,
cuando no cae alguno de ajuera para distrairnos y queda para
la escupida después?
El cuero no le pidió biaba a ninguno.
En eso iba creciendo en la soledá un ruido de jinetes. Era
la policía. Quien más, quien menos, todos tendrían su razón
para no buscar ese trato, porque determinaron que lo mejor era
traspasar el muerto al arroyo. Recordarán ustedes aquella ventana
alargada por la que pasó en un brillo el puñal. Por ahí
pasó después el hombre de negro. Lo levantaron entre muchos
y de cuanto centavos y cuanta zoncera tenía, lo alijeraron esas
manos y alguno le hachó un dedo para refalarle el anillo. Aprovechadores,
señor, que así se le animaban a un pobre dijunto
indefenso,* después que lo arregló otro más hombre. Un envión
y el agua torrentosa y sufrida se lo llevó. Para que no sobrenadara,
no sé si.le arrancaron las visceras, porque preferí no mirar.
El de bigote gris no me quitaba los ojos. La Lujanera aprovechó
el apuro para salir.
Cuando echaron su vistazo los de la ley, el baile estaba medio
animado. El ciego del violín le sabía sacar unas habaneras de las
que ya no se oyen. Ajuera estaba queriendo clariar. Unos postes
de ñandubay sobre una lomada estaban como sueltos, porque los
alambrados finitos no se dejaban divisar tan temprano.
Yo me fui tranquilo a mi rancho, que estaba a unas tres
cuadras. Ardía en la ventana una lucesita, que se apagó en seguida.
De juro que me apuré a llegar, cuandp me di cuenta. Entonces,
Borges, volví a sacar el cuchillo corto y filoso que yo
sabía cargar aquí, en el chaleco, junto al sobaco izquierdo, y le
pegué otra revisada despacio, y estaba como nuevo, inocente, y
no quedaba ni un rastrito de sangre.

(HISTORIA UNIVERSAL DE LA INFAMIA. OBRAS COMPLETAS.  EDITORIAL EMECÉ EDITORES. 1972. BUENOS AIRES, ARGENTINA).

viernes, 8 de abril de 2016

Novela: TE BUSCO EN LAS TINIEBLAS de Guillermo Fernández. Por: Jorge Méndez-Limbrick.

(Nota: en la gráfica J.Méndez-Limbrick y el autor Guillermo Fernández).
II Congreso Internacional de Literatura Comparada: Teoría de la Literatura y Diálogos Interdisciplinarios. Universidad de Costa Rica, Facultad de Letras. UCR.
TE BUSCO EN LAS TINIEBLAS. Por: Jorge Méndez-Limbrick.
Guillermo Fernández es un autor prolífico, no solo porque es un autor que escribe en los tres géneros literarios de: poesía, cuento y novela (algo poco común en nuestro medio), sino porque es un autor que siempre está indagando el alma humana. A eso, es que yo le llamo prolífico, su riqueza está ahí, no está en el número de páginas.
Yo siempre he pensado – que la mejor Literatura- es aquella que hace una disección del alma humana, y Guillermo Fernández, tiene esa arista y característica: “Memo” como le decimos con aprecio todos sus amigos, indaga en el alma humana. En ocasiones lo hace con un humor fino, en otras ocasiones lo hace con humor negro, pero lo fundamental es su capacidad indagatoria y de enfrentamiento de Lector-Autor.
Te busco en las Tinieblas, es una novela publicada por Uruk, en el año 2015.
Uruk editores hace este breve comentario de la obra:
"Joaquín comienza en una larga maratón por un valle de sombra. Ha muerto su hijo en un accidente y ya nada podrá ser lo mismo. Su camino se desdobla entre realidad y ficción, pasado y presente, sueño y locura. De ahora en adelante el instinto apela por sobrevivir y la razón no puede acceder a ningún significado. Solo la interrogación es posible, la duda, la necesidad de una justicia que convenza y que no parece existir. Novela de reflexiones, diálogos intensos, reales e imaginarios, "Te busco en las tinieblas" es una percepción del duelo en su más pura intemperie. Nada interviene como paliativo en el narrador, ni las lecturas de autoayuda, ni la alprazolam, ni el sexo, ni las arengas religiosas. La muerte se reconoce como una presencia cósmica ante la cual se eleva la conciencia, pero también la desesperación. Una novela que solo dejará inquietud, que no ofrece senderos, que no admite soluciones, porque las soluciones a los estados límites no existen y solo convivimos con estos en el olvido".
Estamos totalmente de acuerdo con esta pequeña sinopsis sin embargo, yo deseo hacer algunas variantes y reflexiones al respecto.
Te busco en las tinieblas, es una novela de cuestionamientos más que de respuestas, es una novela de búsquedas.
Yo diría que enfrentar la muerte, cualquier muerte es un acto definitivo, irreproductible y lacerante: solo se muere una vez. Y por supuesto, no puede ser diferente en “Te busco en las tinieblas”.
Sin embargo, aún cuando es un acto irreproductible, el personaje Joaquín (padre de M) a través de la novela como en una especie de Ave Fenix, una y otra vez reproduce la muerte de su hijo, una muerte dudosa de si en efecto fue una muerte accidental o fue un suicidio y lo hace no como un acto de expiación sino como un acto de cuestionamiento.
Señalo, que la incógnita y su resolución de este enigma que plantea la novela - al menos para mí es muy clara su conclusión - pero, no la diré porque este es uno de los pivotes que mueven la acción narrativa.
“Te busco en las tinieblas” como toda novela de introspección está escrita en primera persona del singular, algo que a mí en lo particular me agradó sobremanera.
Repito que, al ser narrada desde una perspectiva de la primera persona y la voz narrativa es la del padre de “M” el joven fallecido, es evidente que le da un carisma mucho más interesante que, si hubiese sido narrada en las otras voces narrativas. Creo firmemente que la primera persona del singular es la voz narrativa de la intimidad por antonomasia.
Decía pues, que “Te busco en las tinieblas” es una novela de introspección, más de preguntas y menos de respuestas. Ya en una de las últimas entrevistas que se le hizo al escritor Carlos Fuentes en el año 2012, pocos meses antes de su muerte dijo que las buenas novelas son aquellas que tienen más preguntas que respuestas. Y, en efecto, la novela de Fernández, es una novela de preguntas ante la muerte, es una novela nihilista y, también es una novela de enfrentamientos ante el dolor.
Ahora bien: ¿cómo se enfrenta el humano ante el dolor? Y, ¿cómo ese sentimiento es catalizado en el Arte? O más precisamente: ¿cómo a través de la Historia de la Literatura se enfrenta el dolor, la muerte?
Es evidente que todo depende del contexto social y cultural de la época... y desde luego, de la perspectiva filosófica en que se mueva el autor.
Por ejemplo, en la dramaturgia Shakespereana, el dolor de Hamlet ante la muerte de su padre, está llena de dudas y de odios, aunque también está proyectada con ciertos visos – es evidente – de reflexión filosófica ante la misma existencia humana, el famoso “ser o no ser”.
En la narrativa, es igual: todo dependerá del autor: por ejemplo en la novela de
M. AGUEIEV, titulada: “Novela con cocaína” allí el dolor y la expiación del protagonista no ante la muerte de su madre sino su odio por ella y la vergüenza de saberse hijo de aquella mujer, luego ese odio - es catalizado de acuerdo a su protagonista- , en una remembranza de expiaciones, recuerdos, y de una especie de purificación del alma: todo lo puede la bondad del ser humano, su arrepentimiento, nos quiere decir Agueev.
En otros autores, la muerte de un ser querido, es matizado con odios, egoísmos porque el personaje se regodea egoístamente con el odio del odio con el rencor del rencor porque no se acepta la muerte. Y la muerte no es más que un acto no de reflexión, es un acto de ensañamiento, es el dique sin contención en donde el personaje vierte - una vez desbocado el dique - todo el odio y frustración.
El arte es engañoso en ese sentido, y por lo tanto, existirán tantas maneras de enfrentar el dolor como autores, artistas, novelas, obras dramáticas.
En el caso de “Te busco en las tinieblas”, es una novela en donde el dolor es enfrentado no como un acto de simple dolor y de vulgar reproche, sino por el contrario, su protagonista Joaquín, lo lleva al máximo estadio que se puede llevar el dolor y la pérdida de un hijo: a la reflexión, la búsqueda del Absoluto – como diría Sábato-, y también de lo que pueda ser “justo” o “injusto” en la vida.
En “Te busco en las tinieblas” no hay vencidos ni vencedores porque todo es cuestionamiento. Es cierto, que la novela es envuelta desde la primera página hasta la última, de una sutil melancolía pero, nunca asecha el vulgar rencor del reproche. Es un estadio superior el que se narra para el protagonista Joaquín. Todo es reflexión ante la muerte, no solo ante la muerte del hijo sino ante la muerte de todos.
Una de las escenas para mí, más conmovedoras que se han narrado en la Historia de la Literatura Costarricense es, la escena de “Te busco en las tinieblas” cuando el protagonista, no tanto como un acto de “purificación” ante el dolor – porque la verdad el protagonista no tiene nada que expiar y sí mucho que reflexionar – es cuando vestido de payaso, visita al niño enfermo de cáncer de nombre Pedro. Sus diálogos entre el niño y Joaquín vestido de payaso son de antología. “El planeta imaginario” en donde el payaso Quincho, le promete al niño que allí irá algún día... un planeta que el niño Pedro comenta también con cierta tristeza y desesperanza que en verdad él no sabe si existe...” en cierta medida es una metafóra y moraleja que en verdad todos somos ese niño y que también somos en cierta medida también el payaso quincho.
“Te busco en las tinieblas”, es una novela existencial – no me gustan las etiquetas – sin embargo, para efectos académicos, diría que es una novela existencial, reflexiva. Una novela en donde su protagonista Joaquín, en vez de caer ante el sufrimiento y ante la muerte de su hijo, va buscando estadios “espirituales” superiores. Para el protagonista no existe la caída como tal, aunque pueda estar en el borde mismo del precipicio, siempre se revelará ante esa posibilidad.
***
La literatura es ficción y no “embuste”, la razón es sencilla: la Literatura crea un universo soberano, aparte e independiente de la Realidad. La ficción puede tomar algunos datos de la realidad e incorporarlos a lo ficcional.
De ahí mi gran discusión con algunos escritores y teóricos en Literatura que un asunto es “novelar la historia” y otro asunto muy diferente es “crear” a partir de elementos históricos una novela. Lo primero es criticable, lo segundo es ser escritor.
Un mundo literario, un universo ficcional, lo verosímil del relato tendrá su razón de ser y es válido dentro de él mismo, no necesita de otros elementos porque él es soberano y se basta a sí mismo. Y creo, que Guillermo Fernández, lo logra en “Te busco en las tinieblas” con sobrada capacidad literaria.
“Te busco en las tinieblas” es una novela narrada – como ya lo comenté- desde la perspectiva del clásico narrador de la primera persona del singular. Una escogencia acertada, - no creo que hubiera existido otra forma narrativa si no es desde la perspectiva de la primera persona – en donde si bien existen mini tramas a lo largo de la acción principal como son los amores del protagonista y sus relaciones sentimentales y de amistades, el autor hábilmente, hace que la acción principal narrativa siempre esté presente, aún en sus tramas secundarias, la acción principal – la muerte del hijo – va permeando dichas acciones.
Es de señalar que Guillermo Fernández ha creado una novela clásica: lineal, sin rupturas del tiempo, y que así debió de ser, una novela en la que no existen huecos narrativos, ni lagunas porque el autor se preocupó de una limpieza estructural y de estilo como corresponde a un excelente narrador en su etapa de madurez..

miércoles, 6 de abril de 2016

Elmer Mendoza. Novela Balas de plata. III Premio de Novela Tusquets Editores.


Élmer Mendoza nació en Culiacán, México, en 1949. Además de dramaturgo es también autor de tres volúmenes de cuentos: Mucho qué reconocer (1978), Trancapalanca (1989), El amor es un perro un dueño (1992) y de dos de crónicas sobre el narcotráfico, Cada respiro que tomas (1992) y Buenos muchachos (1995). Imparte en la actualidad cátedra en la Universidad Autónoma de Sinaloa y es un incesante promotor de la lectura en instituciones culturales. Desde su primera novela, Un asesino solitario, Élmer Mendoza ya se había dado a conocer, a juicio de Federico Campbell, no sólo como «el primer narrador que recoge con acierto el efecto de la cultura del narcotráfico en nuestro país», sino también como autor de una aguda y vivaz exploración lingüística de los bajos fondos mexicanos, convertidos en rigurosa materia literaria.
Elmer Mendoza aparece en `La reina del sur` como uno de los varios amigos que entre trago y trago en alguna cantina y con un corrido como música de fondo le provee datos acerca del narcotráfico en México al narrador de la conocida novela de Arturo Pérez Reverte con la diferencia de que el también escribe novela sobre el mismo asunto.
Fuente: Editorial Tusquets.
            En noviembre de 2007, un jurado integrado por Juan Marsé, en calidad de presidente,

Almudena Grandes, Jorge Edwards, Evelio Rosero y Beatriz de Moura  otorgó por unanimidad a esta obra de Élmer Mendoza el III Premio Tusquets Editores de Novela.

Colección andanzas

 Para Leonor
La vida es peligrosa, no por los hombres que hacen el mal, sino por los que se sientan a ver qué pasa.
Albert Einstein

El México Real a muchos les horroriza, no que exista, que se hable de él.
Joaquín López-Dóriga


 (Fragmento de novela). Balas de plata.
 Uno
Sala de espera. La modernidad de una ciudad se mide por las armas que truenan en sus calles, reflexionó el detective sorprendido por su insólita conclusión, ¿qué sabía él de modernidad, posmodernidad o patrimonio intangible? Nada. Soy un pobre venadito que habito en la serranía. Ver al terapeuta lo ponía nervioso y mataba el tiempo pensando en todo, menos en lo que debía enfrentar. ¿Cómo se escabecha en París, Berlín o islas Fidji? De una puerta ocre mal pintada salió una joven despeinada con cara de traer una mascarilla de huevo. Sin saludar, siguió rumbo a las escaleras.
Entró. El despacho olía tanto a tabaco que quitaba el deseo de fumar. El terapeuta, después de un vistazo a su libreta de notas, fue al grano: Me sorprende el bajo perfil de tu instinto de conservación, ¿cómo es posible que no dieras un pataleo? ¿Podría usted haber dicho que no?, yo no; era un niño y no pude salir corriendo o gritar, no pude; ¿cree usted que un mocoso de nueve años reaccione para salvarse cuando se ha convertido en un monigote asustado?, yo no; perdí el valor, quedé paralizado, convertido en un títere; y aunque usted insista, no puedo con mi condición de individuo abusado; lo medito, lo vuelvo a meditar y no, no voy a aceptarlo com o si me hubieran dado una palmada en la espalda.
Era el punto de quiebre y durante poco menos de dos años lo había repetido mientras hablaba de olores, sonidos, luz opaca. Odio la música de Pedro Infante. Eso no me lo habías contado, el doctor Parra encendió otro cigarrillo, ¿a él le gustaba? No escuchaba otra cosa y también veía sus películas; hablaba de ellas como si fueran la última cerveza en el estadio; un par de veces, antes de que ocurriera, me llevó al cine; la pasé bien; ahora ese recuerdo me duele. ¿Te compró palomitas? No, o en todo caso lo he olvidado, ¿debo recordar eso también, está incluido en el pacto degenerativo del que me habló la otra vez? No necesariamente, las palomitas son parte de la memoria permanente, generalmente inofensiva; sin embargo, en este caso, dado su origen, podrían ser un elemento presente en la bolsa de intoxicación o espacio basura, en todo lo que vuelve a un sujeto ajeno a su historia personal.
El detective posó los ojos en el librero a su derecha. ¿Se acuerda por qué me hice policía? Más o menos. Pues cada vez estoy más seguro de por qué elegí esa profesión. Refréscame la memoria. De niño quería ser cura, hizo una larga pausa, Parra anotó en su libreta, Enrique andaba con la onda de ser bombero, aviador, investigador submarino, todo eso que les gusta a los niños; yo no, mi deseo era convertirme en misionero en África o algo así, pausa, y vea en lo que paré. No te va tan mal. Tampoco tan bien y no creo, como usted dice, que me hice poli para proteger a los débiles y hacer justicia; quería ganar dinero fácil y largarme de aquí lo más pronto posible. Sin embargo te quedaste. A todo se acostumbra uno. Y te enemistaste con los que podrían enriquecerte rápido. Qué más da, la vida es una tómbola.
Consultorio en el centro de la ciudad. Parra en su desgastado sillón reclinable, Edgar Mendieta en una silla normal que prefería a la misteriosa desnudez del diván. Era un sitio tenebroso que olía a detergente barato. En alguna de sus visitas se lo había señalado pero al doctor le daba igual, sólo comentó que era la parte lúgubre de una ciudad decadente. Parra vio su reloj. Edgar, tienes que dejar eso atrás, no estás seriamente dañado y los años te han traído cosas, préndete de ellas; sé que piensas que la felicidad es una estupidez, pero aunque no lo creas, es una de las escasas posibilidades que te quedan para alivianarte, y deja de beber, te puedes cruzar con el ansiolítico, lo menos que conseguirás es quedarte dormido en cualquier parte; eres un hombre exitoso, disfrútalo y reactiva tu vida amorosa, ya ves cómo nos pone la sonrisa de oreja a oreja, ¿te acuerdas de cuando anduviste con aquella chica?, haz algo, quiero ver en tu cara esa sensación de energía que te hace creer que puedes tragarte el mundo; vamos, ve tu futuro de otra manera y, bueno, es tiempo de irnos. Parra usaba barba y se notaba sucio y cansado. Nunca había hablado tanto, doctor. Es que te veo recuperado, un poco alterado pero aún dentro de tu equilibrio. Y porque debe llegar temprano a casa. Pues sí, qué quieres, como hombre de familia trato de estar para el noticiero de las diez; dejemos abierta la próxima cita, tal vez no la necesites. Más me vale.
Salió. Distraídamente miró el cielo nublado. Una camioneta Lobo y dos Hummers negras se abrían paso sin respeto al resto de los conductores. Tocaban corridos a todo volumen y de una de ellas lanzaron una botella de cerveza que se hizo añicos a los pies del detective. El gran logro del poder es el orden, rumió. Aquí estamos valiendo madre. Abordó el Jetta que tenía el radio encendido. Es tiempo de la segunda edición de Vigilantes nocturnos, expresó un locutor, el primer programa de la radio en la ciudad. Lo apagó, se metió al nutrido, para la hora, tráfico de la avenida Obregón y se marchó a casa en silencio.
No cenó para no tener pesadillas.

martes, 5 de abril de 2016

Carlos Fuentes. La gran novela latinoamericana. Sétima entrega. Ensayo.



7. Borges. La plata del río
(En la gráfica: Silvia Lemus y Carlos Fuentes).

Cuando lo leí por primera vez, en Buenos Aires, y yo sólo tenía quince años de edad, Borges me hizo sentir que escribir en español era una aventura mayor, e incluso un mayor riesgo, que escribir en inglés. La razón es que el idioma inglés posee una tradición ininterrumpida, en tanto que el castellano sufre de un inmenso hiato entre el último gran poeta del Siglo de Oro, que fue una monja mexicana del siglo XVII, Sor Juana Inés de la Cruz, y el siguiente gran poeta, que fue Rubén Darío, un nicaragüense andariego de fines del siglo XIX; y una interrupción todavía más grande entre la más grande novela, la novela fundadora del Occidente, Don Quijote, y los siguientes grandes novelistas, Galdós y Clarín, en el siglo XIX.
Borges abolió las barreras de la comunicación entre las literaturas, enriqueció nuestro hogar lingüístico castellano con todas las tesorerías imaginables de la literatura de Oriente y Occidente, y nos permitió ir hacia adelante con un sentimiento de poseer más de lo que habíamos escrito, es decir, todo lo que habíamos leído, de Homero a Milton y a Joyce. Acaso todos, junto con Borges, eran el mismo vidente ciego.
Borges intentó una síntesis narrativa superior. En sus cuentos, la imaginación literaria se apropió todas las tradiciones culturales a fin de darnos el retrato más completo de todo lo que somos, gracias a la memoria presente de cuanto hemos dicho. Las herencias musulmana y judía de España, mutiladas por el absolutismo monárquico y su doble legitimación, la fe cristiana y la pureza de la sangre, reaparecen, maravillosamente frescas y vitales, en las narraciones de Borges. Seguramente, yo no habría tenido la revelación, fraternal y temprana, de mi propia herencia hebrea y árabe, sin historias como En busca de Averroes, El Zahir y El acercamiento a Almotásim.
Decidí también nunca conocer personalmente a Borges. Decidí cegarme a su presencia física porque quería mantener, a lo largo de mi vida, la sensación prístina de leerlo como escritor, no como contemporáneo, aunque nos separasen cuatro décadas entre cumpleaños y cumpleaños. Pero cuatro décadas, que no son nada en la literatura, sí son mucha vida. ¿Cómo envejecería Borges, tan bien como algunos, o tan mal como otros? A Borges yo lo quería sólo en sus libros, visible sólo en la invisibilidad de la página escrita, una página en blanco que cobraría visibilidad y vida sólo cuando yo leyese a Borges y me convirtiese en Borges…
Y mi siguiente decisión fue que, un día, confesaría mi confusión al tener que escoger sólo uno o dos aspectos del más poliédrico de los escritores, consciente, de que al limitarme a un par de aspectos de su obra, por fuerza sacrificaré otros que, quizás, son más importantes. Aunque quizás pueda reconfortarnos la reflexión de Jacob Bronowsky sobre el ajedrez: Las movidas que imaginamos mentalmente y luego rechazamos son parte integral del juego, tanto como las movidas que realmente llevamos a cabo. Creo que esto también es cierto de la lectura de Borges.
Pues en verdad, el repertorio borgeano de los posibles y los imposibles es tan vasto, que se podrían dar no una sino múltiples lecturas de cada posibilidad o imposibilidad de su canon.
Borges el escritor de literatura detectivesca, en la cual el verdadero enigma es el trabajo mental del detective en contra de sí mismo, como si Poirot investigara a Poirot, o Sherlock Holmes descubriese que Él es Moriarty.
Pero a su lado se encuentra Borges el autor de historias fantásticas, iluminadas por su celebrada opinión de que la teología es una rama de la literatura fantástica. Ésta, por lo demás, sólo tiene cuatro temas posibles: la obra dentro de la obra; el viaje en el tiempo; el doble; y la invasión de la realidad por el sueño.
Lo cual me lleva a un Borges dividido entre cuatro:
Borges el soñador despierta y se da cuenta de que ha sido soñado por otro.
Borges el filósofo crea una metafísica personal cuya condición consiste en nunca degenerar en sistema.
Borges el poeta se asombra incesantemente ante el misterio del mundo, pero, irónicamente, se compromete en la inversión de lo misterioso (como un guante, como un globo), de acuerdo con la tradición de Quevedo: «Nada me asombra. El mundo me ha hechizado».
Borges el autor de la obra dentro de la obra es el autor de Pierre Menard que es el autor de Don Quijote que es el autor de Cervantes que es el autor de Borges que es el autor de…
El viaje en el tiempo, no uno, sino múltiples tiempos, el jardín de senderos que se bifurcan, «infinitas series de tiempo… una red creciente y vertiginosa de tiempos divergentes, convergentes y paralelos. Esa trama de tiempos que se aproximan, se bifurcan, se cortan o se ignoran, abarca todas las posibilidades. No existimos en la mayoría de esos tiempos; en algunos existe usted y no yo; en otros, yo, no usted; en otros, los dos…».
Y finalmente, el doble.
«Hace años —escribe Borges y acaso escribo yo— yo traté de librarme de él y pasé de las mitologías del arrabal a los juegos con el tiempo y con lo infinito, pero esos juegos son de Borges ahora y tendré que idear otras cosas», escribe él, escribo yo y escribimos los dos, Borges y yo, infinitamente: «No sé cuál de los dos escribe esta página».
Es cierto: cuando Borges escribe esta célebre página, Borges y yo, el otro Borges es otro autor —la tercera persona, él— pero también es otro lector —la primera persona, yo— y el apasionado producto de esta unión sagrada a veces, profana otras: Tú, Lector Elector.
De esta genealogía inmensamente rica de Borges como poeta, soñador, metafísico, doble, viajero temporal y poeta, escogeré ahora el tema más humilde del libro, el pariente pobre de esta casa principesca: Borges el escritor argentino, el escritor latinoamericano, el escritor urbano latinoamericano. Ni lo traiciono ni lo reduzco. Estoy perfectamente consciente de que quizás otros asuntos son más importantes en su escritura que la cuestión de saber si en efecto es un escritor argentino, y de ser así, cómo y por qué.
Pero toda vez que se trata de un tema que preocupó al propio Borges (testigo: su célebre conferencia sobre El escritor argentino y la tradición) quisiera acercarme, de pasada, a Borges hoy, cuando los linajes más virulentos del nacionalismo literario han sido eliminados del cuerpo literario de la América Latina, a través de unas palabras que él escribió hace unos cincuenta años: «Todo lo que hagamos con felicidad los escritores argentinos pertenecerá a la tradición argentina».
En Argentina, circundado por la llanura chata e interminable, el escritor sólo puede evocar el solitario ombú. Borges inventa por ello un espacio, el Aleph, donde pueden verse, sin confundirse, «todos los lugares del orbe, vistos desde todos los ángulos».
Yo puedo hacer lo mismo en la capilla indobarroca de Tonantzintla, sin necesidad de escribir una línea. Borges debe inventar el jardín de senderos que se bifurcan, donde el tiempo es una serie infinita de tiempos. Yo puedo mirar eternamente el calendario azteca en el Museo de Antropología de la Ciudad de México hasta convertirme en tiempo —pero no en literatura.
Y sin embargo, a pesar de estas llamativas diferencias que, prima facie, me exceptúan de tener que imaginar a Tlön, Uqbar u Orbis Tertius pero que imponen la imaginación de la ausencia a un escritor argentino como Borges, un mexicano y un argentino compartimos un lenguaje, sin duda, aunque también compartimos un ser dividido, un doble dentro de cada nación o, para parafrasear a Disraeli, las dos naciones dentro de cada nación latinoamericana y dentro de la sociedad latinoamericana en su conjunto, del Río Bravo al Estrecho de Magallanes.
Dos naciones, urbana y agraria, pero también real y legal. Y entre ambas, a horcajadas entre la nación real y la nación legal, la ciudad, partícipe así de la cultura urbana como de la agraria. Nuestras ciudades, compartiendo cada vez más los problemas, pero intentando resolverlos con una imaginación literaria sumamente variada, de Gonzalo Celorio en México a Nélida Piñon en Brasil, de José Donoso en Chile a Juan Carlos Onetti en Uruguay.
Sin embargo, consideremos que acaso todos los proyectos de salvación del interior agrario —la segunda nación— han provenido de la primera nación y sus escritores urbanos, de Sarmiento en la Argentina a Da Cunha en Brasil a Gallegos en Venezuela. Cuando, contrariamente, tales proyectos han surgido, como alternativas auténticas, de la segunda nación profunda, la respuesta de la primera nación centralista ha sido la sangre y el asesinato, de la respuesta a Túpac Amaru en el Alto Perú en el siglo XVIII, a la respuesta a Emiliano Zapata en Morelos en el siglo XX.
Consideremos entonces a Borges como escritor urbano, más particularmente como escritor porteño, inscrito en la tradición de la literatura argentina.
Entre dos vastas soledades —la pampa y el océano—, el silencio amenaza a Buenos Aires y la ciudad lanza entonces su exclamación: ¡Por favor, verbalícenme!
Borges verbaliza a Buenos Aires en una breve narración, La muerte y la brújula, donde, en pocas páginas, el autor logra entregarnos una ciudad del sueño y la muerte, de la violencia y la ausencia, del crimen y la desaparición, del lenguaje y el silencio…
¿Cómo lo hace?
Borges ha descrito a la muerte como la oportunidad de redescubrir todos los instantes de nuestras vidas y recombinarlos libremente como sueños. Podemos lograr esto, añade, con el auxilio de Dios, nuestros amigos y Guillermo Shakespeare.
Si el sueño es lo que, al cabo, derrota a la muerte dándole forma a todos los instantes de la vida, liberados por la propia muerte, Borges naturalmente emplea lo onírico para ofrecernos su propia, y más profunda, visión de su ciudad: Buenos Aires. En La muerte y la brújula, sin embargo, Buenos Aires nunca es mencionada. Pero —sin embargo seguido— es su más grande y más poética visión de su propia ciudad, mucho más que en cuentos de aproximación naturalista, como Hombre de la esquina rosada.
Él mismo lo explica diciendo que La muerte y la brújula es una especie de súcubo en la que se hallan elementos de Buenos Aires, pero deformados por la pesadilla… «Pese a los nombres alemanes o escandinavos, ocurre en un Buenos Aires de sueños: la torcida Rue de Toulon es el Paseo de Colón». Borges piensa en las casas de campo de Adrogué y las llama Triste-le-Roy. Cuando la historia fue publicada, sus amigos le dijeron que en ella encontraron el sabor de los suburbios de Buenos Aires. Ese sabor estaba allí, dice Borges, porque él no se propuso meterlo allí de la misma manera que El Corán es un libro árabe aunque en él no aparece un solo camello. Borges se abandonó al sueño. Al hacerlo, logró lo que, nos dice, durante años había buscado en vano…
Buenos Aires es lo que había buscado, y su primer libro de poemas nos dice cómo lo había buscado, con fervor, Fervor de Buenos Aires. Pero la realidad de Buenos Aires sólo se ha hecho presente, al cabo, mediante un sueño, es decir, mediante la imaginación. Yo también busqué, siendo muy joven, esa ciudad y sólo la encontré, como Borges, en estas palabras de La muerte y la brújula: «El tren paró en una silenciosa estación de cargas. [Él] bajó. Era una de esas tardes desiertas que parecen amaneceres».
Esta metáfora, cuando la leí, se convirtió en la leyenda de mi propia relación con Buenos Aires: el instante delicado y fugitivo, como diría Joyce, la súbita realidad espiritual que aparece en medio del más memorable o del más corriente de nuestros días. Siempre frágil, siempre pasajera: es la epifanía.
A ella me acojo, al tiempo que, razonablemente, digo que a través de estos autores argentinos, A de Aira, B de Bianco, Bioy y Borges —las tres Bees, aunque no las Tres Abejas— y C de Cortázar, comprendo que la presencia bien puede ser un sueño, el sueño una ficción y la ficción una historia renovable a partir de la ausencia.
La ficción argentina es, en su conjunto, la más rica de Hispanoamérica. Acaso ello se deba al clamor de verbalización que mencioné antes. Pero al exigir palabras con tanto fervor, los escritores del Río de la Plata crean una segunda historia, tan válida como y acaso más que la primera historia. Esto es lo que Jorge Luis Borges logra en La muerte y la brújula, obligándonos a adentrarnos más y más en su obra.
¿Cómo procede Borges para inventar la segunda historia, convirtiéndola en un pasado tan indispensable como el de la verdadera historia? Una respuesta inmediata sería la siguiente: Al escritor no le interesa la historia épica, es decir, la historia concluida, sino la historia novelística, inconclusa, de nuestras posibilidades y ésta es la historia de nuestras imaginaciones.
La ensayista argentina Beatriz Sarlo sugiere esta seductora teoría: Borges se ha venido apropiando, sólo para irlas dejando atrás, numerosas zonas de legitimación, empezando con la pampa, que es la tierra de sus antepasados: «Una amistad hicieron mis abuelos / con esta lejanía / y conquistaron la intimidad de la pampa». En seguida la ciudad de Buenos Aires: «Soy hombre de ciudad, de barrio, de calle…», «Las calles de Buenos Aires ya son la entraña de mi alma» para culminar con la invención de las orillas, la frontera entre lo urbano y lo rural que antes mencioné y que le permite a Borges instalarse, orillero eterno, en los márgenes, no ya de la historia argentina, sino de las historias europeas y asiáticas también. Ésta es la legitimación final de la escritura borgeana.
Pero si esta trayectoria es cierta en un sentido crítico, en otro produce un resultado de coherencia perfecta con la militancia de Borges en la vanguardia modernista de su juventud: El proyecto de dejar atrás el realismo mimético, el folklore y el naturalismo.
No olvidemos que Borges fue quien abrió las ventanas cerradas en las recámaras del realismo plano para mostrarnos un ancho horizonte de figuras probables, ya no de caracteres clínicos. Éste es uno de sus regalos a la literatura hispanoamericana. Más allá de los sicologismos exhaustos y de los mimetismos constrictivos, Borges le otorgó el lugar protagónico al espejo y al laberinto, al jardín y al libro, a los tiempos y a los espacios.
Nos recordó a todos que nuestra cultura es más ancha que cualquier teoría reductivista de la misma —literaria o política—. Y que ello es así porque la realidad es más amplia que cualquiera de sus definiciones.
Más allá de sus obvias y fecundas deudas hacia la literatura fantástica de Felisberto Hernández o hacia la libertad lingüística alcanzada por Macedonio Fernández, Borges fue el primer narrador de lengua española en las Américas (Machado de Assis ya lo había logrado, milagrosamente, en la lengua portuguesa del Brasil) que verdaderamente nos liberó del naturalismo y que redefinió lo real en términos literarios, es decir, imaginativos. En literatura, nos confirmó Borges, la realidad es lo imaginado.
Esto es lo que he llamado, varias veces, la Constitución Borgeana: Confusión de todos los géneros, rescate de todas las tradiciones, creación de un nuevo paisaje sobre el cual construir las casas de la ironía, el humor y el juego, pero también una profunda revolución que identifica a la libertad con la imaginación y que, a partir de esta identificación, propone un nuevo lenguaje.
Borges nos enseñó a comprender, en primer lugar, la realidad relativista aunque incluyente del tiempo y el espacio modernos. No puede haber sistemas de conocimiento cerrados y autosuficientes, porque cada observador describirá cualquier acontecimiento desde una perspectiva diferente. Para hacerlo, el observador necesita hacer uso de un lenguaje. Por ello, el tiempo y el espacio son elementos de lenguaje necesarios para que el observador describa su entorno (su «circunstancia» orteguiana).
El espacio y el tiempo son lenguaje.
El espacio y el tiempo constituyen un sistema descriptivo abierto y relativo.
Si esto es cierto, el lenguaje puede alojar tiempos y espacios diversos, precisamente los «tiempos divergentes, convergentes y paralelos» del Jardín de senderos que se bifurcan, o los espacios del Aleph, donde todos los lugares son y pueden ser vistos simultáneamente.
De este modo, el tiempo y el espacio se convierten, en las ficciones de Borges, en protagonistas, con los mismos títulos que Tom Jones o Anna Karenina en la literatura realista. Pero cuando se trata de Borges, nos asalta la duda: ¿son solamente todo tiempo y todo espacio —inclusivos— o son también nuestro tiempo y nuestro espacio —relativos?
Borges, escribe André Maurois, se siente atraído por la metafísica, pero no acepta la verdad de sistema alguno. Este relativismo lo aparta de los proponentes europeos de una naturaleza humana universal e invariable que, finalmente, resulta ser sólo la naturaleza humana de los propios ponentes europeos —generalmente miembros de la clase media ilustrada—. Borges, por lo contrario, ofrece una variedad de espacios y una multiplicación de temas, cada uno distinto, cada uno portador de valores que son el producto de experiencias culturales únicas pero en comunicación con otras. Pues en Europa o en América —Borges y Alfonso Reyes lo entendieron inmediatamente en nuestro siglo, a favor de todos nosotros—, una cultura aislada es una cultura condenada a desaparecer.
En otras palabras: Borges le hace explícito a nuestra literatura que vivimos en una diversidad de tiempos y espacios, reveladores de una diversidad de culturas. No está solo, digo, ni por sus antepasados, de Vico a Alberdi, ni por su eminente y fraternal conciudadano espiritual, Reyes, ni por los otros novelistas de su generación o próximos a ella. Borges no alude a los componentes indios o africanos de nuestra cultura: Miguel Ángel Asturias o Alejo Carpentier se encargan de eso. Pero quizás sólo un argentino —desesperado verbalizador de ausencias— pudo echarse a cuestas la totalidad cultural del Occidente a fin de demostrar, no sé si a pesar de sí mismo, la parcialidad de un eurocentrismo que en otra época nuestras repúblicas aceptaron formalmente, pero que hoy ha sido negado por la conciencia cultural moderna.
Pero aun cuando Borges no se refiere temáticamente a este o aquel asunto latinoamericano, en todo momento nos ofrece los instrumentos para re-organizar, amplificar y caminar hacia adelante en nuestra percepción de un mundo mutante cuyos centros de poder, sin tregua, se desplazan, decaen y renuevan. Qué lástima que estos mundos nuevos rara vez estén de acuerdo con la tierna aspiración borgeana: «Una sociedad secreta, benévola… surgió para inventar un país».
Entretanto, enigmática, desesperada y despertante, la Argentina es parte de la América española. Su literatura pertenece al universo de la lengua española: el reino de Cervantes. Pero la literatura hispanoamericana también es parte de la literatura mundial, a la que le da y de la cual recibe.
Borges junta todos estos cabos. Pues cuando afirmo que la narrativa argentina es parte de la literatura de Hispanoamérica y del mundo, sólo quiero recordar que es parte de una forma incompleta, la forma narrativa que por definición nunca es, sino que siempre está siendo en una arena donde las historias distantes y los lenguajes conflictivos pueden reunirse, trascendiendo la ortodoxia de un solo lenguaje, una sola fe o una sola visión del mundo, trátese, en nuestro caso particular, de lenguajes y visiones de las teocracias indígenas, de la contra-reforma española, de la beatitud racionalista de la Ilustración, o de los cresohedonismos corrientes, industriales y aun post-industriales.
Todo esto me conduce a la parte final de lo que quiero decir: el acto propiamente literario, el acontecimiento de Jorge Luis Borges escribiendo sus historias.
El crítico ruso Mijail Bajtin, quizás el más grande teórico de la novela en el siglo XX, indica que el proceso de asimilación entre la novela y la historia pasa, necesariamente, por una definición del tiempo y el espacio. Bajtin llama a esta definición el cronotopo —cronos, tiempo y topos, espacio—. En el cronotopo se organizan activamente los acontecimientos de una narración. El cronotopo hace visible el tiempo de la novela en el espacio de la novela. De ello depende la forma y la comunicabilidad de la narración.
De allí, una vez más, la importancia decisiva de Borges en la escritura de ficción en Hispanoamérica. Su economía e incluso su desnudez retórica, tan alabadas, no son, para mí, virtudes en sí mismas. A veces sólo se dan a costa de la densidad y la complejidad, sacrificando el agustiniano derecho al error. Pero esta brevedad, esta desnudez, sí hacen visibles la arquitectura del tiempo y del espacio. Establecen al cronotopo, con la venia del lector, como la estrella del firmamento narrativo.
En El Aleph y en Tlön, Uqbar, Orbis Tertius, el protagonista es el espacio, con tantos méritos como el de la heroína de una novela realista. Y el tiempo lo es en Funes el memorioso, Los inmortales y El jardín de senderos que se bifurcan. Borges, en todas estas historias, observa un tiempo y un espacio totales que, a primera vista, sólo podrían ser aproximados mediante un conocimiento total. Borges, sin embargo, no es un platonista, sino una especie de neoplatonista perverso. Primero postula una totalidad. En seguida, demuestra su imposibilidad.
Un ejemplo evidente. En La Biblioteca de Babel, Borges nos introduce en una biblioteca total que debería contener el conocimiento total dentro de un libro total. En primer término, nos hace sentir que el mundo del libro no está sujeto a las exigencias de la cronología o a las contingencias del espacio. En una biblioteca están presentes todos los autores y todos los libros, aquí y ahora, cada libro y cada autor contemporáneos en sí mismos y entre sí, no sólo dentro del espacio así creado (el Aleph, la Biblioteca de Babel) sino también dentro del tiempo: los lomos de Dante y Diderot se apoyan mutuamente, y Cervantes existe lado a lado con Borges. La biblioteca es el lugar y el tiempo donde un hombre es todos los hombres y donde todos los hombres que repiten una línea de Shakespeare son Shakespeare.
¿Podemos entonces afirmar que la totalidad de tiempo y espacio existe aquí, dentro de una biblioteca que idealmente debería contener un solo libro que es todos los libros, leído por un solo lector que es todos los lectores?
La respuesta dependería de otra pregunta: ¿Quién percibe esto, quién puede, simultáneamente, tener un libro de Cervantes en una mano, un libro de Borges en la otra y recitar, al mismo tiempo, una línea de Shakespeare? ¿Quién posee esta libertad? ¿Quién es no sólo uno sino muchos? ¿Quién, incluso cuando el poema, como dijo Shelley, es uno y universal, es quien lo lee? ¿Quién, incluso cuando, de acuerdo con Emerson, el autor es el único autor de todos los libros jamás escritos, es siempre diverso? ¿Quién, después de todo, los lee: al libro y al autor? La respuesta, desde luego es: Tú, el lector. O Nosotros, los lectores.
De tal forma que Borges ofrece un libro, un tiempo, un espacio, una biblioteca, un universo, únicos, totales, pero vistos y leídos y vividos por muchos lectores, leyendo en muchos lugares y en tiempos múltiples. Y así, el libro total, el libro de libros, justificación metafísica de la biblioteca y el conocimiento totales, del tiempo y el espacio absolutos, son imposibles, toda vez que la condición para la unidad de tiempo y espacio en cualquier obra literaria es la pluralidad de las lecturas, presentes o futuras: en todo caso, potenciales.
El lector es la herida del libro que lee: por su lectura se desangra toda posibilidad totalizante, ideal, de la biblioteca en la que lee, del libro que lee, o incluso la posibilidad de un solo lector que es todos. El lector es la herida de Babel. El lector es la fisura en la torre de lo absoluto.
Borges crea totalidades herméticas. Son la premisa inicial, e irónica, de varios cuentos suyos. Al hacerlo, evoca una de las aspiraciones más profundas de la humanidad: la nostalgia de la unidad, en el principio y en el fin de todos los tiempos. Pero inmediatamente, traiciona esta nostalgia idílica, esta aspiración totalitaria, y lo hace, ejemplarmente, mediante el incidente cómico, mediante el accidente particular.
Funes el memorioso es la víctima de una totalidad hermética. Lo recuerda todo. Por ejemplo: siempre sabe qué hora es, sin necesidad de consultar el reloj. Su problema, a fin de no convertirse en un pequeño dios involuntario, consiste en reducir sus memorias a un número manejable: digamos, cincuenta o sesenta mil artículos del recuerdo. Pero esto significa que Funes debe escoger y representar. Sólo que, al hacerlo, demuestra estéticamente que no puede haber sistemas absolutos o cerrados de conocimiento. Sólo puede haber perspectivas relativas a la búsqueda de un lenguaje para tiempos y espacios variables.
La verdad es que todos los espacios simultáneos de El Aleph no valen un vistazo de la hermosa muerta, Beatriz Viterbo, una mujer en cuyo andar había «una como graciosa torpeza, un principio de éxtasis», aunque también había en ella «una clarividencia casi implacable», compensada por «distracciones, desdenes, verdaderas crueldades».
Borges: La búsqueda del tiempo y el espacio absolutos ocurren mediante un repertorio de posibilidades que hacen de lo absoluto, imposible o, si se prefiere, relativo.
En el universo de Tlön, por ejemplo, todo es negado: «el presente es indefinido… el futuro no tiene realidad sino como esperanza presente… el pasado no tiene realidad sino como recuerdo presente». Pero esta negación de un tiempo tradicional —pasado, presente y futuro—, ¿no le da un valor supremo al presente como tiempo que no sólo contiene, sino que le da su presencia más intensa, la de la vida, al pasado recordado aquí y ahora, al futuro deseado hoy? El repertorio es inagotable.
En Las ruinas circulares, pasado, presente y futuro son afirmados como simultaneidad mientras, de regreso en Tlön, otros declaran que todo tiempo ya ocurrió y que nuestras vidas son sólo «el recuerdo o reflejo crepuscular, y sin duda falseado y mutilado, de un proceso irrecuperable».
Estamos en el universo borgeano de la crítica creativa, donde sólo lo que es escrito es real, pero lo que es escrito quizás ha sido inventado por Borges. Por ello, resulta tranquilizador que una nota a pie de página recuerde la hipótesis de Bertrand Russell, según la cual el universo fue creado hace apenas algunos minutos y provisto de una humanidad que «recuerda» un pasado ilusorio.
Sin embargo, pienso que la teoría más borgeana de todas es la siguiente: «La historia del universo… es la escritura que produce un dios subalterno para entenderse con un demonio».
Todo lo cual quiere decir, en última instancia, que cada uno de nosotros, como Funes, como Borges, tú y yo, sus lectores, debemos convertirnos en artistas: escogemos, relativizamos, elegimos: somos Lectores y Electores. El cronotopo absoluto, la esencia casi platónica que Borges invoca una y otra vez en sus cuentos, se vuelve relativo gracias a la lectura. La lectura hace gestos frente al espejo del Absoluto, le hace cosquillas a las costillas de lo Abstracto, obliga a la Eternidad a sonreír. Borges nos enseña que cada historia es cosa cambiante y fatigable, simplemente porque, constantemente, está siendo leída. La historia cambia, se mueve, se convierte en su(s) siguiente(s) posibilidad(es), de la misma manera que un hombre puede ser un héroe en una versión de la batalla, y un traidor en la siguiente.
En El jardín de senderos que se bifurcan, el narrador concibe cada posibilidad del tiempo, pero se siente obligado a reflexionar que «todas las cosas le suceden a uno precisamente, precisamente ahora. Siglos de siglos y sólo en el presente ocurren los hechos».
Sólo en el presente leemos la historia. Y aun cuando la historia se presente como la única versión verdadera de los hechos, nosotros, los lectores, subvertimos inmediatamente semejante pretensión unitaria. El narrador de El jardín…, por ejemplo, lee, dentro de la historia, dos versiones «del mismo capítulo épico». Es decir: lee no sólo la primera versión, la ortodoxa, sino una segunda versión heterodoxa. Escoge «su» capítulo épico o coexistente, si así lo desea, con ambas, o con muchas, historias.
En términos históricos latinoamericanos, esto quiere decir que el lector de Borges no sólo lee la Conquista sino la Contraconquista, no sólo la Reforma, sino la Contra Reforma y ciertamente, en términos aún más borgeanos, no sólo lee la Revolución, sino también la Contra Revolución.
El narrador de El jardín… en verdad, no hace más que definir a la novela en trance de separarse de la épica. Pues la novela podría definirse, por supuesto, como la segunda lectura del capítulo épico. La épica, según Ortega y Gasset, es lo que ya se conoce. La novela es el siguiente viaje de Ulises, el viaje hacia lo que se ignora. Y si la épica, como nos dice Bajtin, es el cuento de un mundo concluido, la novela es la azarosa lectura de un mundo naciente: la renovación del Génesis mediante la renovación del género.
Por todos estos impulsos, la novela es un espejo que refleja la cara del lector. Y como Jano, el lector de novelas tiene dos caras. Una mira hacia el futuro, la otra hacia el pasado. Obviamente, el lector mira al futuro. La novela tiene como materia lo incompleto, es la búsqueda de un nuevo mundo en el proceso de hacerse. Es el mundo de Napoleón Bonaparte y sus hijos, Julien Sorel, Rastignac, Becky Sharp. Son los hijos de Waterloo. Pero a través de la novela, el lector encarna también el pasado, y es invitado a descubrir la novedad del pasado, la novedad de Don Quijote y sus descendientes: somos los hijos de La Mancha.
La tradición de La Mancha es la otra tradición de la novela, la tradición oculta, en la que la novela celebra su propio génesis gracias a las bodas de tradición y creación. Cervantes oficia en el inicio mismo de esta ceremonia narrativa, que alcanza una de sus cumbres contemporáneas en la obra de Jorge Luis Borges gracias a una convicción y práctica bien conocidas de sus ficciones: la práctica y la convicción de que cada escritor crea sus propios antepasados.
Cuando Pierre Menard, en una famosa historia de Borges, decide escribir Don Quijote, nos está diciendo que en literatura la obra que estamos leyendo se convierte en nuestra propia creación. Al leerlo, nos convertimos en la causa de Cervantes. Pero a través de nosotros, los lectores, Cervantes o, en su caso, Borges, se convierten en nuestros contemporáneos, así como en contemporáneos entre sí.
En la historia de Pierre Menard autor de Don Quijote, Borges sugiere que la nueva lectura de cualquier texto es también la nueva escritura de ese mismo texto, que ahora existe en ese anaquel junto con todo lo que ocurrió entre su primer y sus siguientes lectores.
Lejos de las historias petrificadas que con los puños llenos de polvo archivado lanzan anatemas contra la literatura, la historia de Borges le ofrece a sus lectores la oportunidad de re-inventar, re-vivir el pasado, a fin de seguir inventando el presente. Pues la literatura se dirige no sólo a un futuro misterioso, sino a un pasado igualmente enigmático. El enigma del pasado nos reclama que lo releamos constantemente. El futuro del pasado depende de ello.
Creo, con Borges, que el significado de los libros no está detrás de nosotros. Al contrario: nos encara desde el porvenir. Y tú, el lector, eres el autor de Don Quijote porque cada lector crea su libro, traduciendo el acto finito de escribir en el acto infinito de leer.

Fuente: Alfaguara Editores. 2011.

jueves, 31 de marzo de 2016

Caleb Carr. El Gran premio de la literatura policíaca (en francés: Grand prix de littérature policière) 1996.


Caleb Carr (2 de agosto, 1955) novelista e historiador especializado en historia militar americano. Hijo de Lucien Carr, figura clave de la generacion Beat, nació en New York donde curso estudios historicos. Author de varias novelas incluyendo The Alienist, The Angel of Darkness, Casing the Promised Land, Killing Time, The Italian Secretary, y de obras de no ficcion como The Devil Soldier and The Lessons of Terror. Muchas de sus novelas se ambientan en la época victoriana.


El alienista.
Lazlo Kreizler es contratado junto a un grupo de personas para investigar los horribles crímenes de un asesino en serie que se dedica a matar y mutilar salvajemente a jóvenes prostitutas. Ambientada en el Nueva York de finales del siglo XIX.

Fuente: Editorial Zeta. España.
***

El Alienista. (Fragmento).
Caleb Carr
ÍNDICE
PRIMERA PARTE  PERCEPCIÓN 6
SEGUNDA PARTE  ASOCIACIÓN 91
TERCERA PARTE  VOLUNTAD 192
Este libro está dedicado a
ELLEN BLAIN, MEGHANN HALDEMAN
ETHAN RANDALL, JACK EVANS
y EUGENE BYRD


Quienes quieran ser jóvenes cuando sean viejos,
deberán ser viejos cuando sean jóvenes.

John Ray 1670


NOTA

Antes del siglo XX, a las personas que padecían una enfermedad mental se las consideraba alienadas, apartadas no sólo del resto de la sociedad sino de su auténtica naturaleza. Por tanto, a los expertos que estudiaban las patologías mentales se les denominaba alienistas.



AGRADECIMIENTOS

Cuando llevaba a cabo las investigaciones preliminares para este libro, se me ocurrió pensar que el fenómeno que ahora llamamos asesinatos en serie se había venido dando desde que los seres humanos nos agrupamos para formar sociedades. Esta opinión de simple aficionado obtuvo la confirmación, junto con cauces de investigación más profunda, por parte del doctor David Abrahamsen, uno de los principales expertos de Estados Unidos sobre elátema de la violencia en general y de los asesinatos en serie en particular. Deseo agradecerle elátiempo que dedicó a comentar el proyecto.
Quiero expresar también mi agradecimiento al personal de los Archivos Harvard, de la Biblioteca Pública de Nueva York, de la Sociedad Histórica de Nueva York, del Museo Norteamericano de Historia Natural y de la Sociedad de Bibliotecas de Nueva York, pues todos ellos me prestaron su inestimable colaboración.
A John Coston, que en las primeras etapas me sugirió importantes vías de investigación y me dedicó su tiempo para intercambiar ideas, le estoy particularmente agradecido.
Muchos autores, a través de sus escritos sobre los asesinatos y los asesinos en serie, han contribuido sin saberlo a este relato. De todos ellos hay algunos a quienes no puedo dejar de expresar mi agradecimiento: a Colin Wilson, por sus exhaustivas historias sobre el crimen; a Janet Colaizzi, por su brillante estudio de la locura homicida desde 1800; a Harold Schechter, por su análisis del desgraciadamente famoso Albert Fish (cuya famosa nota a la madre de Grace Budd inspiró el documento similar de John Beecham); a Joel Norris, por su tratado justamente famoso sobre los asesinos en serie; a Robert K. Ressler, por sus memorias de una vida dedicada a apresar a tales individuos; y, una vez más, al doctor Abrahamsen, por sus estudios sin parangón sobre David Berkowitz y Jack el Destripador.
Tim Haldeman proporcionó al manuscrito el beneficio de la visión de un experto. He valorado sus incisivos comentarios casi tanto como valoro su amistad.
Como siempre, Suzanne Gluck y Ann Godoff me guiaron desde la absurda idea inicial hasta el proyecto acabado, con entrega, habilidad y afecto. Todos los escritores deberían tener agentes y editores así. La habilidad, diligencia y buen humor de Susan Jensen a menudo ayudaron a mantener al lobo lejos de la puerta, y se lo agradezco.
Irene Webb supervisó en la otra costa, con un encanto y una pericia consumados, el destino de esta narración, por lo que estoy en deuda con ella.
A Scott Rudin me gustaría darle las gracias por su temprana y espectacular profesión de fe.
A través de su propia percepción psicológica, Tom Pivinski contribuyó a convertir las pesadillas en prosa. Ha sido como un puntal.
James Chace, David Fromkin y Rob Cowley me proporcionaron la amistad y los consejos tan necesarios para un proyecto como éste. Me siento orgulloso de considerarlos mis camaradas.
Estoy especialmente agradecido a mis compañeros del Grupo de los Cuatro en La Tourette: Martin Signore, Debbie Deuble y Yong Yoon.
Para finalizar, me gustaría dar las gracias a mi familia, en particular
a mis primos Maria y William von Hartz.


PRIMERA PARTE

PERCEPCIÓN

Mientras una parte de lo que percibimos penetra a través de nuestros sentidos a partir del objeto que tenemos ante nosotros, otra parte (y tal vez ésta sea la mayor) surge siempre de nuestra propia mente.

Willliam James
Principios de psicología

Estos pensamientos de sangre,
¿qué es lo que les habrá dado vida?

Francesco Plave
del Macbeth de Verdi


1

8 de enero de 1919

Theodore está en la tumba.
Las palabras, mientras las escribo, tienen tan poco sentido como la visión de su ataúd descendiendo al interior del suelo arenoso, cerca de Sagamore Hill, el lugar que más amó sobre la tierra. Mientras yo permanecía allí de pie esta tarde, bajo el frío viento que soplaba del estrecho de Long Island, me dije: Sin duda es una broma. Seguro que de golpe abrirá la tapa, nos cegará con su ridícula sonrisa y nos perforará los tímpanos con su risa estridente como un ladrido. Entonces exclamará que hay trabajo por hacer. "¡Hay que poner manos a la obra!" y todos nos movilizaremos en la tarea de proteger una ignorada especie de salamandras acuáticas contra los destrozos de un gigante industrial depredador, empeñado en montar una pestilente fábrica sobre eláterreno de cría de los pequeños reptiles. No era yo el único que albergaba semejantes fantasías. Todo el mundo en el funeral esperaba algo por el estilo; estaba escrito en sus rostros. Todas las noticias indicaban que la mayor parte del país, y gran parte del mundo, compartía este mismo sentimiento. La idea de que Theodore Roosevelt nos hubiera dejado era... inaceptable.
La verdad es que se había ido apagando desde hacía más tiempo del que nos gustaría admitir; en realidad, desde que murió su hijo Quentin en los últimos días de la Gran Masacre. Cecil Spring—Rice había comentado en una ocasión, con su mejor mezcla de afecto y socarronería británicos, que Roosevelt había concluido su vida alrededor de los seis años. Y Herm Hagedorn advirtió que después de que derribaran de los cielos a Quentin en el verano de 1918, el muchacho que había dentro de Theodore había muerto. Esta noche he cenado con Laszlo Kreizler en Delmonico's, y le he mencionado el comentario de Hagedorn. Durante los dos platos que aún me quedaban por comer, me he visto obsequiado con una larga y apasionada explicación de por qué la muerte de Quentin había significado algo más que una simple pena desgarradora para Theodore: también había despertado en él un profundo sentimiento de culpabilidad. Se sentía culpable por haber inculcado en sus hijos su filosofía sobre la vida activa, lo cual a menudo les había llevado a exponerse deliberadamente al peligro, conscientes de que eso complacería a su querido padre. El dolor casi siempre había sido insoportable para Theodore, y yo siempre me había dado cuenta de ello: cada vez que tenía que enfrentarse a la muerte de alguien próximo a él parecía como si no fuera capaz de sobrevivir a aquella adversidad. Pero hasta esta noche, mientras escuchaba a Kreizler, no he comprendido hasta qué punto la inseguridad moral había sido también insoportable para nuestro vigésimo sexto presidente, el cual a veces se veía a sí mismo como la Justicia personificada.
Kreizler... Él no había querido asistir al funeral, aunque a Edith Roosevelt le habría gustado verle. Ella siempre se había mostrado realmente objetiva hacia el hombre al que apodaba el enigma, el brillante doctor cuyos estudios sobre la mente humana habían inquietado tan profundamente a tanta gente durante los últimos cuarenta años. Kreizler le había escrito una nota a Edith explicándole que no le gustaba la idea de un mundo sin Theodore y que, dado que ya tenía sesenta y cuatro años y había pasado su vida mirando de frente a la fea realidad, pensaba que ahora podía permitírselo e ignorar el hecho de la muerte de su amigo. Edith me ha dicho hoy que leer la nota de Kreizler la había conmovido hasta las lágrimas porque había comprendido que la cordialidad y el entusiasmo sin límites de Theodore (los cuales habían repelido a tantos cínicos e incluso a veces —estoy obligado a decirlo en interés de la integridad periodística— hasta a sus amigos les había resultado difícilátolerar) habían sido lo bastante fuertes como para enternecer a un hombre cuyo distanciamiento de la sociedad humana parecía intolerable a casi todo el mundo.
Algunos de los muchachos del Times querían que yo asistiera a una cena conmemorativa esta noche, pero me ha parecido mucho más adecuada una tranquila velada con Kreizler. No hemos levantado nuestras copas por nostalgia de una infancia compartida, pues en realidad Laszlo y Theodore no se conocieron hasta entrar en Harvard. No, Kreizler y yo hemos dirigido nuestros corazones a la primavera de 1896 —¡hace ya casi un cuarto de siglo!— y a una serie de acontecimientos que aún parecen demasiado extraños para haber ocurrido incluso en esta ciudad. Al finalizar los postres y probar el Madeira (cuán enternecedor celebrar una cena conmemorativa en Delmonico's, el querido Del's, ahora camino de la desaparición, como el resto de nosotros, pero en aquel entonces el bullicioso escenario de algunos de nuestros encuentros más importantes), los dos estábamos riendo y meneando nuestras cabezas, asombrados de que hubiésemos podido pasar la dura prueba salvando el pellejo y al mismo tiempo tristes —como he podido ver en el rostro de Kreizler y sentir en mi propio pecho— al pensar en aquellos que no lo consiguieron.
No hay una forma sencilla de describirlo. Podría decir que, mirándolo retrospectivamente, parece que las vidas de nosotros tres, y las de muchos otros, se vieron arrastradas inevitable y fatídicamente hacia aquella experiencia, pero entonces estaría introduciendo elátema del determinismo psicológico y cuestionando el libre albedrío del ser humano; en otras palabras, reabriría el acertijo filosófico que aparecía y desaparecía incontrolablemente en aquel angustioso proceso, como la única melodía tarareable de una ópera difícil. O podría decir que en elátranscurso de aquellos meses, Roosevelt, Kreizler y yo, ayudados por algunas de las mejores personas que he conocido en mi vida, partimos en pos de un monstruoso asesino y terminamos enfrentándonos a una criatura asustada; pero esto sería deliberadamente vago, excesivamente cargado con esa ambiguedad que parece fascinar a los novelistas de hoy en día y que últimamente me ha mantenido lejos de las librerías y de los cinematógrafos. No, sólo hay una forma de conseguirlo, y es explicando todo lo ocurrido, retrocediendo a aquella primera noche espantosa y a aquel primer cadáver mutilado; o incluso más atrás, a nuestra época con el profesor James en Harvard... Sí, rastrearlo todo hasta el principio y exponerlo ante el público: ésta es la forma correcta.
Aunque puede que al público no le guste. En realidad fue la preocupación por cómo reaccionaría la opinión pública lo que nos obligó a mantener nuestro secreto durante tantos años. La mayoría de las notas necrológicas sobre Theodore ni siquiera han hecho referencia al acontecimiento. En el repaso de sus logros como presidente de la Junta de Comisarios de la Policía de la Ciudad de Nueva York entre los años 1895 y 1897, sólo el Herald —que apenas se lee en la actualidad— menciona, como si le incomodara: Y, por supuesto, están los espantosos homicidios de 1896, que tanta consternación produjeron en la ciudad. Sin embargo, Theodore nunca exigió reconocimiento alguno por la solución de aquel enigma. La verdad es que, a pesar de sus propias dudas, era un hombre lo bastante liberal como para poner la investigación en manos de un hombre capaz de solucionar aquel rompecabezas. En privado siempre reconoció que ese hombre era Kreizler.
Pero en público difícilmente habría podido hacerlo. Theodore sabía que el pueblo norteamericano no estaba preparado para creerle, ni siquiera para escuchar los detalles de la declaración. Me pregunto si lo estará ahora. Kreizler lo pone en duda. Le he dicho que tengo intención de escribir la historia, y me ha respondido con una de sus risitas sardónicas, diciéndome que sólo conseguiré asustar y repeler a la gente, nada más. En realidad el país, me ha comentado esta noche, no ha cambiado gran cosa desde 1896, a pesar de la gente como Theodore, Jake Riis, Lincoln Steffens, y muchos otros hombres y mujeres de su misma clase. Todos estamos huyendo aún, según Kreizler: en nuestros momentos más íntimos, los norteamericanos huimos tan veloces y asustados como lo hacíamos entonces, escapando de la oscuridad que sabemos yace detrás de tantos hogares aparentemente tranquilos, lejos de las pesadillas que continúan inyectándose en la mente de las criaturas a través de personas a las que la naturaleza les dicta que deberían amar y en las que deberían confiar, huyendo cada vez más veloces y en mayor número hacia esas pociones, polvos, predicadores y filosofías que prometen desterrar tales miedos y pesadillas, y que a cambio sólo piden una devoción de esclavos... ¿Estará Kreizler en lo cierto?
Pero estoy pecando de ambiguedad. Así que empecemos por el principio.

miércoles, 30 de marzo de 2016

Jorge Luis Borges:HISTORIA UNIVERSAL DE LA INFAMIA 311 EL PROVEEDOR DE INIQUIDADES.MONK EASTMAN LOS DE ESTA AMÉRICA


HISTORIA UNIVERSAL DE LA INFAMIA 311
EL PROVEEDOR DE INIQUIDADES.MONK EASTMAN
LOS DE ESTA AMÉRICA

Perfilados bien por un fondo de paredes celestes o de cielo alto,
dos compadritos envainados en seria ropa negra bailan sobre
zapatos de. mujer un baile gravísimo, que es el de los cuchillos
parejos, hasta que de una oreja.salta un clavel porque el cuchillo
ha entrado en un hombre, que cierra con su muerte horizontal
el baile sin música. Resignado, el otro se acomoda el chambergo
y consagra su vejez a la narración de ese duelo tan limpio. Ésa
es la historia detallada y total de nuestro malevaje. La de los
hombres de pelea en Nueva York es más vertiginosa y más torpe.
LOS DE LA OTRA
La historia de las bandas de Nueva York (revelada en 1928 por
Herbert Asbury en un decoroso volumen de cuatrocientas páginas
en octavo) tiene la confusión y la crueldad de las cosmogonías
bárbaras, y mucho de su ineptitud gigantesca; sótanos de
antiguas cervecerías habilitadas para conventillos de negros, una
raquítica Nueva York de tres pisos, bandas de forajidos como los
Ángeles del Pantano (Swamp Angels) que merodeaban entre laberintos
de cloacas, bandas de forajidos como los Daybreak Boys
(Muchachos del Alba) que reclutaban asesinos precoces de diez y
once años, gigantes solitarios y descarados corno los Galerudos
Fieros (Plug Uglies) que procuraban la inverosímil risa del prójimo
con un firme sombrero de copa lleno de lana y los vastos faldones
de las camisa ondeados por el viento del arrabal, pero con
un garrote en la diestra y un pistolón profundo; bandas de, forajidos
como los Conejos Muertos (Dead Rahbits) que entraban
en batalla bajo la enseña de un conejo muerto en un palo; hombres
como Johnny Dolan el Dandy, famoso por el rulo aceitado
sobre la frente, por los bastones con cabeza de. mono y por el fino
apara tito de cobre que solía calzarse en el pulgar para vaciar los
ojos del adversario; hombres como Kit Burns, capaz de decapitar,
de un solo mordisco una rata viva; hombres como Blind Danny
Lyons, muchacho rubio de ojos muertos inmensos, rufián de tres
rameras que circulaban con orgullo por él; filas de casas de farol
colorado, como las dirigidas por siete hermanas de New England,
312 JORGE LUIS BORGES—OBRAS COMPLETAS
que destinaban las ganancias de Nochebuena a la caridad; reñideros
de ratas famélicas y de perros; casas de juego chinas; mujeres
como la repetida viuda Red Norah, amada y ostentada por todos
los varones que dirigieron la banda de los Gophers; mujeres como
Lizzie the Dove, que se enlutó cuando lo ejecutaron a Danny
Lyons y murió degollada por Gentle Maggie, que le discutió la
antigua pasión del hombre muerto y ciego; motines como el de
una semana salvaje de 1865, que incendiaron cien edificios y por
poco se adueñan de la ciudad; combates callejeros en los que el
hombre se perdía como en el mar porque lo pisoteaban hasta la
muerte; ladrones y envenadores de caballos como Yoske Nigger —
tejen esa caótica historia. Su héroe más famoso es Edward Delaney,
alias William Delaney, alias Joseph Marvin, alias Joseph
Morris, alias Monk Eastman, jefe de mil doscientos hombres.
EL HÉROE
Esas fintas graduales (penosas como un juego de caretas que
no se sabe bien cuál es cuál) omiten su nombre verdadero — si
es que nos atrevemos a pensar que hay tal cosa en el mundo.
Lo cierto es que en el Registro Civil de Williamsburg, Brooklyn,
el nombre es Edward Ostermann, americanizado en Eastman
después. Cosa extraña, ese malevo tormentoso era hebreo. Era
hijo de un patrón de restaurant de los que anuncian Kosher, donde
varones de rabínicas barbas pueden asimilar sin peligro la
carne desangrada y tres veces limpia de terneras degolladas con
rectitud. A los diecinueve años, hacia 1892, abrió con el auxilio
de su padre una pajarería. Curiosear el vivir de los animales, contemplar
sus pequeñas decisiones y su inescrutable inocencia, fue
una pasión que lo acompañó hasta el final. En ulteriores épocas
de esplendor, cuando rehusaba con desdén los cigarros de hoja
de los pecosos sachems de Tammany o visitaba los mejores prostíbulos
en un coche automóvil precoz, que parecía el hijo natural
de una góndola, abrió un segundo y falso comercio, que hospedaba
cien gatos finos y más de cuatrocientas palomas —que no
estaban en venta para cualquiera. Los quería individualmente y
solía recorrer a pie su distrito con un gato feliz en el brazo, y
otros que lo seguían con ambición-
Era un hombre ruinoso y monumental. El pescuezo era corto,
como de toro, el pecho inexpugnable, los brazos peleadores y
largos, la nariz rota, la cara aunque historiada de cicatrices menos
importante que el cuerpo, las piernas chuecas como de jinete
o de marinero. Podía prescindir de camisa como también
de saco, pero no de una galerita rabona sobre la ciclópea cabeza.
HISTORIA UNIVERSAL DE LA INFAMIA 313
Los hombres cuidan su memoria. Físicamente, el pistolero convencional
de los films es un remedo suyo, no del epiceno y fofo
Capone. De Wolheim dicen que lo emplearon en Hollywood porque
sus rasgos aludían directamente a los del deplorado Monk
Eastman. . . Éste salía a recorrer su imperio forajido con una
paloma de plumaje azul en el hombro, igual que un toro con
un benteveo en el lomo.
Hacia 1894 abundaban los salones de bailes públicos en la ciudad
de Nueva York. Eastman fue el encargado en uno de ellos
de mantener el orden. La leyenda refiere que el empresario no lo
quiso atender y que Monk demostró su capacidad, demoliendo
con fragor el par de gigantes que detentaban el empleo. Lo
ejerció hasta 1899, temido y solo.
Por cada pendenciero que serenaba, hacía con el cuchillo una
marca en el brutal garrote. Cierta noche, una calva resplandeciente
que se inclinaba sobre un bock de cerveza le llamó la atención,
y la desmayó de un mazazo. "¡Me faltaba una marca para
cincuenta!", exclamó después.
EL MANDO
Desde 1899 Eastman no era sólo famoso. Era caudillo electoral
de una zona importante, y cobraba fuertes subsidios de las casas de
farol colorado, de los garitos, de las pindongas callejeras y los
ladrones de ese sórdido feudo. Los comités lo consultaban para
organizar fechorías, y los particulares también. He aquí sus honorarios:
15 dólares una oreja arrancada, 19 una pierna rota, 25
un balazo en una pierna, 25 una puñalada, 100 el negocio entero.
A veces, para no perder la costumbre, Eastman ejecutaba personalmente
una comisión.
Una cuestión de límites (sutil y malhumorada como las otras
que posterga el derecho internacional) lo puso en frente de Paul
Kelly, famoso capitán de otra banda. Balazos y entreveros de las
patrullas habían determinado un confín. Eastman lo atravesó un
amanecer y lo acometieron cinco hombres. Con esos brazos vertiginosos
de mono y con la cachiporra hizo rodar a tres, pero le
metieron dos balas en el abdomen y lo abandonaron por muerto.
Eastman se sujetó la herida caliente con el pulgar y el índice y
caminó con pasos de borracho hasta el hospital. La vida, la alta
fiebre y la muerte se lo disputaron varias semanas, pero sus labios
no se rebajaron a delatar a nadie. Cuando salió, la guerra era
un hecho y floreció en continuos tiroteos hasta el diecinueve de
agosto del novecientos tres.
314 JORGE LUIS BORGES—OBRAS COMPLETAS
LA BATALLA DE RIVINGTON
Unos cien héroes vagamente distintos de las fotografías que
estarán desvaneciéndose en los prontuarios, unos cien héroes saturados
de humo de tabaco y de alcohol, unos cien héroes de
sombrero de paja con cinta de colores, unos cien héroes afectados
quien más quien menos de enfermedades vergonzosas, de caries,
de dolencias de las vías respiratorias o del riñon, unos cien héroes
tan insignificantes o espléndidos como los de Troya o Junín,
libraron ese renegrido hecho de armas en la sombra de los arcos
del Elevated. La causa fue el tributo exigido por los pistoleros de
Kelly al empresario de una casa de juego, compadre de Monk
Eastman. Uno de los pistoleros fue muerto,, y. el tiroteo consiguiente
creció a batalla de incqntados revólveres. Desde el amparo
de los altos pilares hombres de rasurado mentón tiraban silenciosos,
y eran el centro de un despavorido horizonte de coches
de alquiler cargados de impacientes refuerzos, con artillería Golt
en los puños. ¿Qué sintieron los protagonistas de esa batalla?
Primero (creo) la brutal convicción de que el estrépito insensato
de cien revólveres los iba a aniquilar en .seguida; segundo (creo)
la no menos errónea seguridad de que si la descarga inicial no
los derribó, eran invulnerables. Lo cierto es que pelearon con fervor,
parapetados por el hierro y la noche. Dos veces intervino la
policía y dos la rechazaron. A. la primer vislumbre del amanecer
el combate murió, como si fuera obsceno o espectral. Debajo de
los grandes arcos de ingeniería quedaron siete heridos dé gravedad,
cuatro cadáveres y una paloma muerta.
LOS CRUJIDOS
Los políticos parroquiales, a. cuyo servicio estaba Monk Eastman,
siempre desmintieron públicamente que hubiera tales bandas,
p aclararon que se trataba-de meras sociedades recreativas.
La indiscreta,batalla de Rivipgton los alarmó. Citaron a los dos
capitanes para intimarles la necesidad de una tregua. Kelly (buen,
sabedor de que los políticos eran más aptos que todos los revólveres
Goll para entorpecer la acción policial) dijo acto continuo que
sí; Eastman (con la soberbia de su gran cuerpo bruto) ansiaba
más detonaciones y más refriegas. Empezó por rehusar y tuvieron
que amenazarlo con la prisión. Al fin los dos ilustres malevos
conferenciaron en un bar, cada uno con un cigarro de hoja en
la boca, la diestra en el revólver, y su vigilante nube de pistoleros
alrededor. Arribaron a una decisión muy americana: confiar
HISTORIA UNIVERSAL DE LA INFAMIA 31'5
a un match de box la disputa. Kelly era un boxeador habilísimo.
El duelo se realizó en un galpón y fue estrafalario. Ciento cuarenta
espectadores lo vieron, entre compadres de galera torcida y mujeres
de frágil peinado monumental. Duró dos horas y terminó
en completa extenuación. A la semana chisporrotearon los tiroteos.
Monk fue arrestado, por enésima vez. Los protectores se distrajeron
de él con alivio; el juez le vaticinó, con toda verdad, diez
años de cárcel.
EASTMAN CONTRA ALEMANIA
Cuando el todavía perplejo Monk salió de Sing $ing, los mil
doscientos forajidos de su comando estaban desbandados. No los
supo juntar y se resignó a operar por su cuenta. El ocho de setiembre
de 1917 promovió un desorden en la vía pública. El
nueve, resolvió participar en otro desorden y se alistó en un
regimiento de infantería.
Sabemos varios rasgos de su campaña. Sabemos que desaprobó
con fervor la captura de prisioneros y que una vez (con la sola
culata del fusil) impidió esa práctica deplorable. Sabemos que
logró evadirse del hospital para volver a las trincheras. Sabemos
que se distinguió en los combates cerca de Montfaucon. Sabemos
que después opinó que muchos bailecitos del Bowery eran más
bravos que la guerra europea.
EL MISTERIOSO, LÓGICO FIN
El veinticinco de diciembre de 1920 el cuerpo de Monk Eastman
amaneció en una de las calles céntrales de Nueva York. Había
recibido cinco balazos. Desconocedor feliz de la muerte, un gato
de lo más ordinario lo rondaba con cierta perplejidad

Archivo del blog

SILVINA OCAMPO CUENTO LA LIEBRE DORADA

 La liebre dorada En el seno de la tarde, el sol la iluminaba como un holocausto en las láminas de la historia sagrada. Todas las liebres no...

Páginas