jueves, 31 de julio de 2025

NOVELA LA LLAVE DE CRISTAL HAMMETT.

 



Comentario literario sobre La llave de cristal de Dashiell Hammett

La llave de cristal (1931) es una obra que se desliza entre la novela negra y el drama político, con una estructura narrativa que Hammett construye desde la objetividad radical: no hay monólogos interiores, no hay acceso directo a la conciencia de los personajes. Todo se revela por acción y diálogo, como si el lector fuera un testigo invisible en una ciudad sin nombre, donde la corrupción es tan natural como el clima

miércoles, 30 de julio de 2025

🕯️ T. S. Eliot: La poesía como rito de revelación moderna

 



 Eliot: Cuando el poema se vuelve sacramento

Texto editorial para publicar en el blog:

En la poesía de T. S. Eliot, el poema se convierte en un ritual: no solo el lenguaje revela, también convoca, invoca y exorciza. Desde Prufrock hasta los Cuatro Cuartetos, Eliot erige un templo lírico donde lo profano se entrelaza con lo sagrado, y el tiempo no transcurre, sino que se fractura.

"He medido mi vida con cucharitas de café" dice Prufrock, como quien confiesa haber vivido entre gestos litúrgicos de lo cotidiano, sin alcanzar la revelación. Esa imagen, banal, pero profundamente simbólica, revela lo que Eliot dramatiza con precisión quirúrgica: la alienación como forma moderna del sacrificio.

🎭 En La tierra baldía, el lenguaje mismo se descompone, como una hostia que ha perdido su gracia. Dante, Baudelaire, Shakespeare y los Upanishads aparecen como voces que resuenan en un coro de ruinas. El poema no se lee, se atraviesa. Es un desierto con ecos de rito perdido.

🔥 Miércoles de Ceniza inicia con una renuncia:

Porque no espero volverme otra vez… Es el tono de quien ha descendido a lo más profundo de su conciencia y retorna con la intuición de lo sagrado en lo imperfecto.

Los Cuatro Cuartetos, por su parte, componen una liturgia ontológica. El tiempo se convierte en materia que se pliega y redime. East Coker proclama:

En mi principio está mi fin, reflejando la circularidad que solo los místicos comprenden. Aquí, Eliot ya no está buscando, sino danzando con lo eterno.

En colaboración con E. Pugliatti y Méndez- Limbrick

OBRA COMPLETA. FRAGMENTO.

Prólogo Eliot nació en Saint Louis, Missouri, el 26 de septiembre del 1888. De una familia de la aristocracia norteamericana del siglo XIX. Su lugar de nacimiento fue en la calle Locust número 2635. Una casa que se asemeja bastante a las casas de la época Victoriana. Era el último de los siete hijos de la familia. Su abuelo pertenecía a la iglesia Italianista, que Eliot rechazaría más tarde por no aceptar, entre otras cosas, la encarnación de Jesús Cristo. Su padre también declinó la tradición familiar de dedicarse a la educación o a los servicios sociales al convertirse en un próspero hombre de negocios. Al momento de Eliot nacer, su padre era presidente de la Prensa Hidráulica de Ladrillos C. por A. En la época que Eliot nació, su padre estaba en proceso de hacerse sordo, razón por la cual la influencia de este último es sobre él muy mínima. En cambio, su madre Charlotte Champe Eliot le influyó profundamente. Esta tenía ambiciones literarias y aunque no asistió a la universidad, se ganó su vida por un período como profesora de escuela hasta que se casó en 1868. En el período de la primera infancia su relación más cercana fue una niñera, pero en su época posterior su madre transmitió sus ambiciones literarias a su hijo más pequeño . Siempre hubo mujeres a su alrededor, ya que poseía cuatro hermanas y especialmente Ada le otorgaría mucho de su tiempo. Él fue un niño bastante frágil, puesto que nació con una 15 doble hernia que haría mantener un aspecto muy delicado. Cada verano la familia viajaba a Nueva Inglaterra y de estos viajes vendrín el recuerdo de THE DRY SALVAGES (Los salvamentos secos) de "Los cuartetos". Sin embargo, su ambiente definitivo serín Saint Louis con su cercanía al Río Mississipi que más tarde le haría decir: "Siento que hay algo en el hecho de haber pasado la infancia al lado del gran río, lo cual es incomunicable para aquellos que no lo han hecho". En esa época los Estados Unidos estaban en extenso proceso de cambio con la extensión del ferrocarril a todo el país y con la gran masa de inmigrantes de Europa que, para perso nas dedicadas a la literatura, esta parecía como algo extravió a la vida diaria. A la edad de ocho años fue a una de las escuelas que tan to marcarían su formación y allí estuvo en contacto con obras y lecturas decisivas como Milton, Racine, Virgilio, Homero, Víctor Hugo, Moliére y Lafontaine. A los once años sacó una pequeña revista donde aparecían pequeños textos infantiles y se convirtió de esta manera en una persona muy libresca. Los libros eran su mundo en sustitución de los deportes y otras actividades físicas que le estaban prohibidas a causa de su hernia. Otro libro capital en la formación de su carácter fue el de sir Edwin Arnold: LA LUZ DE ASIA, Y cuando leyó la tra ducción dela RUBAYAT de Omar Kayan decidió que él quería ser poeta. En 1906 Eliot pasó su examen de entrada a la universidad de Harvard. Para Eliot en aquella época la poesía americana representaba un espacio «rocío». Se alimentaba así de los poetas de fin de siglo ingleses y se introducía a la poesía francesa, especialmente Baudelaire. En su segundo año en Harvard tomó un curso sobre literatura francesa, y en 1908 tomó de uno de los anaqueles el libro de Arthur Symon~.: "EL MOVIMIENTO SIMBOLISTA EN LA LITERATURA" 16 que modificará su vida; ya encontraría allí un poeta de cuya influencia dependen mucho su primera y segundas etapas: Jules Laforgue. En 1909 recibió su licenciatura en letras con notas no muy excepcionales y en su último año de maestría trabajó con dos profesores de considerable prestigio: George Santa yana e Irving Babbit. Este último sería una influencia deter minante ya que inculcaría en él tendencias antirrománticas y un interés sincero por el Oriente, especialmente La India. Eliot se sintió muy atraído por los textos sanscrito y estuvo pensando en convertirse en budista aun después de la redac ción de LA TIERRA BALDIA. En octubre de 1910 se decidió dentro de la familia otor garle recursos y permiso para trasladarse un año a París. En esta época entraría en contacto con el nuevo pensamiento francés y conocería nombres hasta ahora nunca escuchados: Bergson, Anatole France, Remy de Gourmont, lanet, Dukheim, etc. Tomó clases de francés con un tutor y asistió a las clases de Henri Bergson en el Colegio de Francia. Otra influencia fue la de Charles Maurras. Allí, enParís, conoce al novelista Alain Fourmer que le introduce a la obra de Claudel, Gide y Dostoiesky. A través de éste conoce alean Vardenal a quien está dedicado PRUFOCK. En. París conoció la utopía de escribir en francés y no en inglés. En junio de 1913 obtuvo una copia del libro más impor tante de Bradley: "APARIENCIA Y REALIDAD"Y asistió a un seminario dado por losiah Royce. En este período Eliot pensaba convertirse en filósofo profesional y de hecho le fue conferido el cargo de profesor asistente y de presidente de la sociedad filosófica de la universidad. Para esta época, también entra en contacto con Bertran Russell quien tenía a su cargo un curso sobre lógica simbólica. En esta etapa le fue ofrecida la posibilidad de viajar a Europa de nuevo para continuar sus estudios filosóficos. Eliot estaba en Hansbur~o. Pero tuvo que 17 partir a causa de la guerra. Se marcha a Inglaterra y a través de Conrad Aiken tiene contacto con Pound y lo conoce el 22 de septiembre de 1914. Pound lo introduciría a otros poetas norteamericanos e ingleses. A finales del año 1914 se transfirió a Oxford donde siguió estudiando filosofía bajo la dirección de Harold Joachim, Eliot se dedicó al estudiode Aristóteles. Mientras tanto fueron publicados en diferentes sitios poemas de su primera etapa. En el affo 1915 que vio la publicación de diferentes poemas suyos, conoció una joven que transformó su estado de apatía y se casó con ella. Su nombre: Vivien Haigwood. Ellos decidieron contraer nupcias en junio de 1916. Sin embargo, EUot ignoraba los problemas de salud que habían afectado a su joven esposa desde su niffez. Esto haría de su matrimonio una experiencia muy difícil que se reflejará en su poesía. Cierta tendencia de esta poesía' es la frecuencia de la yuxtaposición con frases descriptivas de sentido vago. Una ausencia de vitalidad y una especie de protesta que termina en el fracaso. También aparece la yuxtaposición del presente y el pasado. Es una poesía que implica una lectura atenta y que contrasta con la facilidad de la poesía Georgiana. La influencia de Donne y Webster junto con la de Dantey los simbolis tas hacen de los poemas ejemplos altamente sutiles. El affo 1922, repetidamente seffalado como affo clave de la primera mitad de siglo, será la aparición del poema trascedental: "LA TIERRA BALDIA". Este poema recibiría en su recepción una considerable cantidad de artículos, algunos de ellos muy mal orientados y falsamente concebidos. El poema fue revisado, recortado y corregido por el poeta Ezra Pound, a quien está dedicado. Pound en la dedicatoria aparece como el mejor artífice "il miglior fabro". Este poema se basa en dos libros. El de Jessie Weston: FROM RITUAL TO ROMANCE y el de George Frazer: LA RAMADORADA. Sigue la tendencia introducida por Yeats y 18 Joyce, especialmente este último quien habÚl venido publi candoJJlysses en revistas antes del año 1922. Tanto los cuatro cuartetos, considerados por muchos lec tores como la poesía más importante de Eliot,. Aunque otros prefieren "LA TIERRA BALDIA", se basarán en un tema musical tomado del Cuarteto Opus 132 de Beethoven y tendrán como fondo la visión religiosa de lugares mezclados con recuerdos personales. Después de LA TIERRA BALDIA Eliot mantendrá un silencio poético por varios años y no será hasta el período de la Segunda Guerra Mundial cuando volverá a publicar poemas de larga extensión. Esto fue ocasionado por diversos trabajos y por la crisis continua de su matrimonio.

Traducción y prólogo de Fernando Vargas

martes, 29 de julio de 2025

"Arquitectura del vacío nupcial" Así que pasen cinco años. fragmento. Monólogo del maniquí. GARCÍA LORCA.

 


 Comentario editorial completo para el blog Obra elegida del año 1930: Así que pasen cinco años de Federico García Lorca Imprimatur del Consejo Editorial.

Introducción ceremonial

En sesión extraordinaria del Consejo Editorial, celebrada bajo la luz ritual de las seis en punto —hora suspendida en la obra lorquiana— se ha proclamado por mayoría simbólica y voto afectivo del miembro Méndez-Limbrick, la elección de Así que pasen cinco años como la obra narrativa y filosófica más significativa del año 1930. Esta proclamación se realiza con sello de imprimatur, en nombre de la crítica, la atmósfera y el juicio poético.

Comentario crítico y simbólico

Federico García Lorca, en esta pieza que subtitula “Leyenda del tiempo”, no escribe teatro: conjura un misterio. Así que pasen cinco años es una obra que desafía la lógica escénica, la estructura aristotélica y la comodidad del espectador. Es un drama onírico, fragmentado, profundamente simbólico, donde el tiempo no transcurre: se bifurca, se disfraza, se inmola.

El protagonista, el Joven, encarna la espera como forma de vida, como condena existencial. Su decisión de postergar el amor durante cinco años se convierte en una metáfora de la esterilidad emocional, del idealismo que se pudre en su propio altar. La Novia, la Mecanógrafa, el Viejo, el Maniquí, el Arlequín, el Payaso, el Niño muerto y los Jugadores de cartas no son personajes: son máscaras, fragmentos del alma, ecos de un destino que se burla del deseo.

La obra se construye en tres actos, pero su arquitectura es circular, como un sueño que se repite. El reloj marca las seis al inicio y al final del primer acto, negando el paso del tiempo. El lenguaje alterna verso y prosa, creando una dimensión semiótica que transforma cada diálogo en un rito. La escenografía es mínima, pero cargada de atmósfera: bibliotecas, bosques, teatros dentro del teatro. Todo es símbolo. Todo es espera.

 Temas centrales

  • El tiempo como antagonista: no avanza, se impone. Es el verdugo invisible.
  • El amor idealizado: condenado por su propia pureza.
  • La muerte como desenlace inevitable: el as de corazones arrebatado por las parcas.
  • La incomunicación: los personajes hablan consigo mismos, no se escuchan.
  • El teatro como espejo roto: Lorca anticipa el teatro del absurdo, el metateatro, el antiteatro.
  • Fragmento de la obra:

MANIQUÍ. Yo canto muerte que no tuve nunca, dolor de velo sin uso, con llanto de seda y pluma. Ropa interior que se queda helada de nieve oscura, sin que los encajes puedan competir con las espumas. Telas que cubren la carne serán para el agua turbia. Y en vez de rumor caliente, quebrado torso de lluvia. ¿Quién usará la ropa buena de la novia chiquita y morena? JOVEN. Se la pondrá el aire oscuro jugando al alba en su gruta, ligas de raso los juncos, medias de seda la luna. Dale el velo a las arañas para que coman y cubran las palomas, enredadas en sus hilos de hermosura. Nadie se pondrá tu traje, forma blanca y luz confusa, que seda y escarcha fueron livianas arquitecturas. MANIQUÍ. Mi cola se pierde por el mar. JOVEN. Y la luna lleva en vilo tu corona de azahar.  (Nota: este fragmento está escrito en verso, sin embargo, el procesador de palabras evita que lo transcriba en verso).

🎭 Comentario del monólogo del Maniquí en Así que pasen cinco años

Este fragmento es uno de los momentos más líricos y simbólicamente densos de la obra. El Maniquí, figura inerte que porta el traje de novia abandonado, se convierte en voz poética que canta no desde la vida, sino desde la ausencia de ella. Su monólogo es una elegía por lo que no fue: una muerte sin vivencia, un dolor sin historia, una ceremonia sin cuerpo.

🧵 Lectura simbólica

·       “Muerte que no tuve nunca”: El Maniquí no es humano, pero encarna la promesa rota de una boda que nunca ocurrió. Es la representación de una novia sin destino, de un rito suspendido.

·       “Dolor de velo sin uso”: El velo, símbolo de pureza y tránsito, queda sin función. El dolor no proviene de la experiencia, sino de la negación de ella.

·       “Ropa interior que se queda helada de nieve oscura”: La sensualidad se congela. La intimidad, que debía ser cálida, se convierte en escarcha. El cuerpo ausente transforma la ropa en reliquia.

·       “¿Quién usará la ropa buena de la novia chiquita y morena?”: La pregunta es retórica y trágica. Nadie. El traje queda como testimonio de una espera inútil.

🌙 Diálogo con el Joven

El Joven responde con imágenes igualmente poéticas, pero más esperanzadas o resignadas:

·       “Se la pondrá el aire oscuro”: El traje será usado por la naturaleza, por el tiempo, por lo intangible. La boda se convierte en un fenómeno atmosférico.

·       “Dale el velo a las arañas”: El velo, símbolo de unión, será alimento para criaturas que tejen redes de belleza y muerte. La araña como figura de lo inevitable.

·       “Forma blanca y luz confusa”: El traje ya no es prenda, sino arquitectura efímera, mezcla de escarcha y seda, de frío y deseo.

🌊 Cierre del Maniquí

·       “Mi cola se pierde por el mar”: Imagen final de disolución. La cola del vestido, símbolo de ceremonia, se funde con el mar, elemento de lo inconmensurable, lo eterno, lo trágico.

🪞 Interpretación general

Este monólogo es una meditación sobre el deseo frustrado, la identidad suspendida y la belleza inútil. El Maniquí, como objeto animado, canta desde el límite entre lo humano y lo simbólico. No tiene historia, pero la representa. No tiene cuerpo, pero lo evoca. Es un altar sin ofrenda, un traje sin ceremonia, una voz sin garganta.

Lorca convierte al Maniquí en un personaje que llora por lo que no fue, y en ese llanto, revela la tragedia de la espera, del idealismo, de la forma sin alma.

En colaboración con: Dr. Enrico Pugliatti y Méndez-Limbrick.

 

 

lunes, 28 de julio de 2025

Publicación de Diario de un seductor FRAGMENTO.

 



📰 Editorial – Publicación de Diario de un seductor Consejo Editorial de Los Yoses

Este mes, el Consejo ha elegido publicar Diario de un seductor de Søren Kierkegaard. La decisión surge de un reconocimiento compartido: la obra representa una forma de pensar que incomoda, seduce y revela con ironía las fisuras del deseo humano.

El texto, más allá de sus implicaciones filosóficas, propone una lectura íntima sobre el arte de manipular, observar y reflexionar. No es una celebración del engaño, sino una exposición elegante de sus mecanismos. Johannes, su protagonista, no seduce por pasión, sino por método; y en ese método, aparece una forma de conocimiento que nos obliga a mirar hacia dentro.

La publicación no busca indulgencia ni polémica, sino abrir el espacio para una voz que cuestiona la autenticidad de nuestras elecciones afectivas. En tiempos donde la sinceridad se exige, Kierkegaard propone observar el artificio. El lector decidirá si hay verdad en ello.

El Consejo consagra esta obra con el sello del año 1929. Que la lectura sea juicio, no condena.

Editorial de Los Yoses

En colaboración: Enrico Pugliatti-Méndez-Limbrick



 

 

Sören Kierkegaard

 

 Diario de un seductor

Título original: Forførerens Dagbog

 Sören Kierkegaard, 1843

 Traducción: Demetrio Gutiérrez Rivero

 

 

 


 Prologo

 

 

 Sua passion predominante é la giovin principiante.

 

DON GIOVANNI, aria[1]

 

Me cuesta dominar la ansiedad que me acomete en este instante en que me resuelvo a transcribir, con el mayor cuidado, la copia que entonces hice con precipitación y con el corazón alterado. Pero incluso hoy, no obstante, siento idéntica inquietud y me hago idénticos reproches. No habían cerrado la mesa escritorio y todo se encontraba a mi disposición. Habla un cajón abierto. En él, sobre algunos papeles sueltos, se hallaba un volumen en cuarto, encuadernado con óptimo gusto. Estaba abierto en la primera página, en la que, en un pequeño recuadro de papel blanco, dejó escrito de su puño y letra: Comentarius perpetuus n° 4. Estoy tratando de serenarme, diciéndome que de no haber estado abierto el libro y de no haber sido tan sugestivo el título, no me hubiese vencido la tentación con tanta facilidad. El título resultaba bastante extraño, más que por sí mismo, por el lugar en el que se hallaba. Al examinar brevemente los papeles sueltos, comprendí que se trataba, de episodios amorosos, alguna alusión a aventuras personales y también borradores de cartas.

Ahora, cuando he podido dirigir la mirada por dentro al corazón tenebroso de aquel ser corrompido, cuando con el pensamiento vuelvo al instante en que estuve ante aquel cajón abierto, siento una sensación similar a la de quien, mientras registra la habitación de un monedero falso, descubre una cantidad de papeles sueltos que le indican que está sobre la pista; en esos momentos, a la satisfacción del hallazgo, se mezcla un gran asombro por todo el trabajo y el estudio realizado. Pero a mí la cuestión se me presentaba bajo otro aspecto, ya que, careciendo de función policial, mi actitud me colocaba en una senda al margen de la ley. En mi confusión, me sentía tan vacío de ideas como de palabras. Con frecuencia, nos dejamos dominar por una impresión, hasta que nos liberamos al reflexionar, y esta medición, rápida y mudable en su agilidad, penetra en el íntimo misterio de lo Desconocido. Cuanto más desarrollada está la facultad de reflexión, con mayor rapidez vuelve a asumir el predominio, lo mismo que el funcionario que extiende los pasaportes y, por la fuerza de la costumbre, puede mirar con fijeza y sin desorientarse, las más extrañas caras de aventureros. Pero, aunque mi ejercicio reflexivo está vigorosamente desarrollado, en el primer instante me dominó un profundo estupor; recuerdo claramente que me sentí palidecer y que poco faltó para que me desvaneciese. ¡Qué sensación de angustia experimenté en aquellos momentos! ¡Si él hubiese regresado a su casa y me hubiera hallado sin sentido ante su abierto escritorio! La mala conciencia, sin embargo, puede hacer interesante la existencia…

El título del libro no me llamó demasiado la atención imaginé que se trataba de una recopilación de fragmentos y párrafos extraídos de diferentes obras, hipótesis que pareció lógica pues sabía que estudiaba asiduamente. Sin embargo, el contenido era distinto por completo: un Diario personal, redactado con toda minuciosidad. Cuando lo conocí, no supuse que su vida necesitara un comentario, pero, después de lo que había podido ver, era imposible negar que el título fue elegido a conciencia por un hombre capaz de mirar por encima de sí mismo y de su situación. El título armonizaba perfectamente con el contenido. El fin de su existencia era vivir poéticamente y en la vida había sabido encontrar, con un sentido muy agudo, lo que hay de interesante y describir sus sensaciones lo mismo que si se tratara de una obra de imaginación poética. Por tanto, este Diario suyo no está rigurosamente de acuerdo con la verdad y no es una narración; podríamos decir que no se halla en el modo indicativo sino en el subjuntivo. Seguramente debió ser escrito poco después de los hechos, pues posee una eficacia tan vivamente dramática que hace revivir ante los ojos de nuestra mente, y para nosotros, el huidizo instante. No cabe la menor duda de que el Diario tuvo el único propósito de un fin de interés particular del autor. Considerando el plan general de la obra, lo mismo que sus pormenores, no puede suponerse que fuese escrito con finalidad literaria o con destino a la imprenta. Y no es que temiera la mirada indiscreta de los profanos; a todos los apellidos se les ha dado una apariencia demasiado extraña para que puedan ser auténticos. Sin embargo, creo sinceramente que ha conservado los nombres propios, de modo que más adelante pudiera identificarlos, pero que los demás se hubieran engañado ante los apellidos. Esta apreciación mía es exacta, por lo menos, en lo que se refiere al nombre de la muchacha, en torno a la que se centra el interés principal, y a la que yo conocí personalmente: Cordelia… En efecto, se llamaba Cordelia, pero su apellido no era Wahl.

¿A qué se debe, entonces, que este Diario posea todas las características de una creación poética? La respuesta no es difícil. Quien lo escribió tenía naturaleza de poeta, es decir, un temperamento que, por así decirlo, no es ni tan rico ni tan pobre como para poder separar perfectamente la realidad de la poesía. El espíritu poético era el signo más que él añadía a la realidad; ese signo más consistía en lo poético de que él gozaba, en una poética situación de esa realidad; cuando de nuevo la evocaba como fantasía de poeta, sabía hacer partido del placer. En el primer caso, gozaba en ser el objetivo estético; en el segundo, gozaba estéticamente de su propio ser. Es interesante señalar que, en el primer caso, en su fuero interno se deleitaba de un modo egoísta de cuanto la vida le otorgaba y, en parte, de aquellas mismas cosas con las que impregnaba la realidad; de ésta, en el primer aspecto se servía como un medio, en el segundo, la elevaba a una concepción poética. Por eso mismo, un resultado del primer aspecto es la condición anímica en la que se vino formando el Diario y fruto del seguro, su maduración; pero no debe despreciarse la observación de que en este caso, las palabras deben entenderse en un sentido algo diferente al otro. Y de este modo pudo percibir siempre la poesía en la doble forma en que su vida transcurrió y a través de esta misma forma.

Más allá del mundo en que vivimos, en un fondo lejano existe todavía otro mundo y ambos se encuentran más o menos en idéntica relación que la escena teatral y la real. A través de un delgadísimo velo, distinguimos otro mundo de velos, más tenue pero también de más intenso carácter estético que el nuestro y de un peso distinto de los valores de las cosas. Muchos seres que aparecen materialmente en el primero, pertenecen tan sólo a éste, pero tienen su auténtico lugar en el otro. En consecuencia, cuando un ser humano se desvanece de éste y llega a desaparecer casi de él totalmente, puede deberse a un estado de dolencia o de salud. Este es el caso de El, a quien conocí aun sin llegar a conocerle. No pertenecía al mundo real, pero tenía con él mucha relación. Penetraba en él muy hondamente; no obstante, cuanto más se hundía en la realidad, quedaba siempre fuera de ella. No es que le sacara fuera un espíritu del bien, ni tampoco uno del mal; nada puede afirmar en su contra… Padecía de una exacerbado cerebro, por lo que el mundo real no tenía para él suficientes estímulos, excepto en forma interrumpida. No se alejaba de la realidad por ser demasiado débil para soportarla, sino demasiado fuerte y precisamente en esta fuerza residía su dolencia. Apenas la realidad perdía su poder de estímulo, se sentía desarmado y el espíritu del mal venía a acompañarle. De eso, él tenía conciencia en el instante mismo en que le incitaban y en esa conciencia estaba el mal.

Conocí a la muchacha cuya historia constituye el tema central del libro; ignoro si sedujo a otras, aunque, seguramente, serla posible deducirlo de sus papeles. Parece que también en esta forma de proceder se condujo del modo absolutamente particular que le caracteriza, pues la naturaleza le había dotado de un espíritu demasiado selecto para que fuese uno de tantos seductores habituales. Con frecuencia aspiraba a algo completamente insólito; por ejemplo, a un saludo ya que el saludo era lo mejor que una dama tenía. Por medio de sus finísimas facultades intelectuales, sabía inducir a una muchacha a la tentación, ligarla a su persona incluso sin tomarla, sin desear siquiera poseerla; en el más estricto sentido de la palabra. Imagino perfectamente cómo sabía conducir a una muchacha hasta sentirse seguro de que ella iba a sacrificarlo todo por él. Y cuando lo había conseguido, cortaba de plano. Todo esto, sin que él, por su parte, hubiese demostrado el menor acercamiento, sin que aludiese al amor en ninguna de sus palabras, sin una declaración o siquiera una promesa. Pero, sin embargo, todo había ocurrido; y la desgraciada, al darse cuenta, sentía una doble amargura, puesto que nada le podía reclamar, o se veía lanzada, en una loca zarabanda, a los más opuestos estado de ánimo. A veces le dirigía reproches, para otras reprocharse a sí misma, pero, como en realidad nada había existido, debía preguntarse a sí misma si no era todo producto de su imaginación. Tampoco le quedaba el recurso de confiarse a alguien, pues, objetivamente, nada tenía que confiar. A otras personas se les puede contar un sueño, pero la muchacha en cuestión podía haber contado algo que no era un sueño, sino una amarga realidad, pese a lo cual, cuando deseaba desahogar un poco su angustiado corazón, todo volvía a desaparecer. De eso, las interesadas debían dolerse mucho, pero mejor que nadie hubieran podido formarse una idea clara del caso, aunque sintieran pesar sobre sí mismas su carga apremiante. Por tal causa, las víctimas que él causaba era de un tipo muy especial: no pasaban a engrosar el número de desdichadas que la sociedad condena al ostracismo; en ellas no se advertía ningún cambio visible; vivían en la relación habitual de siempre; respetadas en el círculo de los conocidos, como siempre; y, sin embargo, estaban sufriendo un profundo cambio, en una forma que a ellas les resultaba muy oscura y para los demás totalmente incomprensible. Su vida no estaba rota, como la de las otras seducidas; tan sólo, habían sido doblegadas y vencidas dentro de sí mismas; por idas para los demás, intentaban inútilmente volverse a encontrar. Así como podía decirse que recorría el camino de la vida sin dejar huellas, tampoco dejaba materialmente víctimas por vivir en un tono demasiado espiritual para un seductor tal como vulgarmente se concibe. En ocasiones, sin embargo, asumía un cuerpo «paraestático» y, entonces, era pura sensualidad. El mismo amor que por Cordelia sentía estaba tan lleno de complicaciones, que a causa de ellas parecía ser él el seducido; e incluso la propia Cordelia podía sentir la duda en su alma, pues en este caso no supo hacer tan inseguras sus huellas que resultara imposible toda comprobación. Para él, los seres humanos no eran más que un estímulo, un acicate; una vez conseguido lo deseado, se desprendía de ellos lo mismo que los árboles dejan caer sus frondosos ropajes; él se rejuvenecía mientras las míseras hojas marchitaban.

Sin embargo, en su mente, ¿qué aspecto debió adquirir todo esto? Con toda seguridad, quien induce al error a los demás, debe caer también en este mismo error. Cuando algún viajero extraviado pregunta por el camino a seguir, es muy reprobable indicarle un rumbo falso y luego dejarle marchar solo, pero carece de importancia si se compara con el daño que se hace a quien se impulsa a perder por las rutas de su alma. Al viajero extraviado le queda, por lo menos, el consuelo del paisaje, que le rodea, casi siempre variado, y la esperanza de que a cada recodo encuentre el buen camino; pero quien se desorienta en su Yo íntimo, queda recluido en un espacio muy angosto y en seguida vuelve a encontrarse en el punto del que partió y va recorriendo sin solución de continuidad un laberinto del que comprende que no podrá salir. Imagino que también esto debió ocurrirle a él, pero de forma mucho más terrible. No puedo imaginar una tortura mayor que la congoja de una inteligencia intrigante que de repente pierde su hilo conductor y que, cuando su conciencia despierta y trata de salir del laberinto, vuelve contra sí mismo toda su penetración cerebral. Le resultan inútiles todas las salidas de su cueva de zorro: cuando cree alcanzar la luz del día, se da cuenta de que se halla delante de una nueva entrada y, como una fiera despavorida, en la desgarradora desesperación que le acomete, trata de nuevo de salir, pero de nuevo sólo encuentra entradas que lo conducen de nuevo a sí mismo.

Un hombre así no comete crímenes, porque a menudo le engaña su propia superchería, pero recibe un castigo mucho más terrible que un verdadero delincuente; pues, en realidad, ¿qué es el dolor de la expiación si se compara con esta consecuente locura? El castigo, para él, tendrá un carácter puramente estético: un despertar resulta demasiado ético, según su modo de pensar. Ira conciencia se le aparece tan sólo bajo la forma de un conocimiento más elevado, que se expresa como una inquietud; y ni siquiera puede decirse que le acuse con toda propiedad, sino que le mantiene despierto y, al inquietarle, le priva de todo reposo. No puede admitirse que sea un demente: la diversidad de sus pensamientos no está fosilizada en la eternidad de la locura.

También a la pobre Cordelia le resultaba muy difícil encontrar la paz. Ella, ciertamente, le perdona de corazón, pero carece de paz pues la duda renace en su alma: fue ella quien quiso romper el compromiso, con lo que provocó su propia desdicha, ya que su orgullo necesitaba algo insólito. Luego viene el arrepentimiento, pero ni siquiera en esto encuentra la paz, pues en ese instante precisamente, otra voz en su conciencia le dice que ella no ha tenido culpa alguna: fue él mismo quien le puso con gran astucia ese propósito en el alma. De este modo nace el odio y su corazón se aligera al maldecir, pero no recobra la paz, ya que la conciencia le dirige nuevos reproches; se increpa a sí misma por odiarle y se censura por haber sido culpable, incluso engañada. Al engañarla, él cometió una falta muy grave, pero peor aún fue el desarrollarla estéticamente de modo que ella no puede prestar oído a una sola voz con sumisión por mucho tiempo y, en cambio, sí puede escuchar más y más reclamos. Cuando en su alma se despiertan los recuerdos, ella olvida pecado y culpa, para evocar sólo los instantes de felicidad, dejándose embriagar por una exaltación que nada tiene de particular. En esos lapsos, ella no se acuerda tan sólo de sí misma, sino que logra comprenderle a él con mucha claridad; esto demuestra la poderosa influencia creadora que sobre ella ejerció, que en él nada afectuoso encuentra, pero tampoco ve en él al ser noble; tan sólo lo percibe estéticamente. En cierta ocasión, Cordelia me escribió una esquela que contenía las siguientes palabras:

«Llegaba a ser a veces tan espiritual, que como mujer me sentía anonadada; pero luego se volvía apasionado, con tal desenfreno, que casi temblaba por él. En ocasiones, yo era una extraña para él, otras se me abandonaba completamente, pero luego, al abrazarle, todo desaparecía y con mis brazos solo ceñía “las nubes”. Antes de encontrarle, ya conocía yo esa frase, pero sólo él me enseñó su significado y cuando la empleo debo pensar siempre en él; igualmente siempre y sólo a través de él pienso cada pensamiento mío. Desde mi infancia amé la música; él era un maravilloso instrumento, siempre templado, rico en tonos como ningún otro; poseía fuerza y delicadeza en el sentir; ningún pensamiento le resultaba demasiado grande, ninguno excesivamente audaz o arriesgado; sabía rugir con la misma fuerza que una tormenta de otoño pero también susurrar imperceptiblemente. Ni una sola de mis palabras le resultaba algo vacío, sin efecto, pero no soy capaz de decir si le faltó efecto a mis palabras, pues jamás pude prever cuál sería. Con una sensación de temor inefable, colmada de inmensa beatitud, yo escuchaba la música evocada, que, sin embargo, no había evocado yo; aquella música llena de armonía con la que cada vez sabía arrastrarme».

Es terrible el castigo de Cordelia, pero mayor el que él sufrirá, cosa que intuí por la irresistible sensación de ansiedad que yo experimento, al pensar en todo eso. También yo me siento arrastrado en aquella zona nebulosa, en aquel mundo de ensoñación, donde nuestra misma sombra nos asusta a cada instante. Es inútil que intente liberarme, pues debo seguirle, como a un acusador mudo y amenazador. ¡Qué cosa más extraña! El sabía envolverlo todo en el más profundo secreto, pero hay un secreto aún más abismal: estoy «iniciado» en su secreto, pero de forma completamente ilegal, deshonesta. Quisiera olvidar y no lo logro. En alguna ocasión incluso pensé en hablarle de este asunto. Pero ¿de qué iba a servirme? Seguramente lo negaría todo, afirmando que el Diario no es más que una obra poética o me pediría que me callase, a lo que no me podría negar a causa del modo como me «inicié» en su secreto. Nada hay como un secreto que lleva consigo tanto maleficio y tanta maldición.

De Cordelia recibí una colección de cartas; ignoro si son todas las que escribió pues en alguna ocasión me había dicho que destruyó unas cuantas. Las copió y ahora quiero intercalarlas aquí, en su lugar correspondiente. Ninguna de ellas lleva fecha, pero aun el caso contrario de nada serviría pues cuanto más avanza el Diario más raras son las fechas y, al final, desaparecen por completo. Se tiene la impresión de que en esa etapa la historia se vuelve tan cualitativamente enjundiosa y, pese a toda realidad concreta, se acerca tanto a la idea que cualquier determinación temporal se hace insignificante. Para suplir esta falta, me ayudes mucho el hecho de que en distintos puntos del Diario existen palabras cuyo sentido, al principio, no pude comprender, pero, al remitirme a las cartas, comprobé que eran el germen o la circunstancia determinante de ella y por eso me fue fácil ordenarlas, colocando cada una donde está su motivo fundamental. Algunas de ellas deben haber sido escritas en un mismo día.

Tiempo después de que la abandonara, Cordelia le escribió algunas cartas que él devolvió, sin siquiera abrir. También éstas me las entregó; la propia Cordelia había roto los sellos y pude copiarlas. Jamás me dijo ella una sola palabra acerca de esas cartas; cuando la conversación se refería a sus relaciones con Johannes solía recitarme un verso, creo que de Goethe, que siempre puede significar algo distinto, según el modo como se diga y el estado de ánimo en que nos hallamos:

Ve

Desprecia

la felicidad.

La pesadumbre

vendrá después…

domingo, 27 de julio de 2025

Stefan Zweig Carta de una desconocida

 


📝 Comentario Editorial – Consejo de Los Yoses Obra elegida: Carta de una desconocida – Stefan Zweig Decisión final por Méndez-Limbrick, editor ritual y escritor

📖 Comentario editorial: La elección de Carta de una desconocida revela una predilección por la confesión como estructura narrativa, y por el dolor oculto como columna vertebral del deseo. Zweig se atreve a inmortalizar lo inenarrable: una obsesión amorosa sin garantía de reciprocidad, sin contrato simbólico, sin ritual compartido.

Este texto, profundamente epistolar, se convierte en reliquia de un alma que escribe desde la marginalidad absoluta: ni sujeto del discurso, ni objeto amado en plenitud—tan solo voz que resiste el silencio. Aquí, la escritura no redime: condena con ternura.

Desde la perspectiva de Casasola Brown, esta novela no sólo pulsa con el veneno emocional del anonimato, sino que transforma la fragilidad en método:

El Consejo Editorial celebra esta elección no como consenso, sino como dictamen estético de alto voltaje simbólico. El año 1927 queda sellado con una obra que no necesita testigos—sólo lectores que escuchen en penumbra.

 “La protagonista se borra mientras escribe, y en ese gesto realiza la única violencia que la sociedad romántica no perdona: amar sin ser vista.”Enrico Pugliatti.

«Sólo quiero hablar contigo, decírtelo todo por primera vez. Tendrías que conocer toda mi vida, que siempre fue la tuya aunque nunca lo supiste. Pero sólo tú conocerás mi secreto, cuando esté muerta y ya no tengas que darme una respuesta; cuando esto que ahora me sacude con escalofríos sea de verdad el final. En el caso de que siguiera viviendo, rompería esta carta y continuaría en silencio, igual que siempre. Si sostienes esta carta en tus manos, sabrás que una muerta te está explicando aquí su vida, una vida que fue siempre la tuya desde la primera hasta la última hora».

 


 

Stefan Zweig

 

Carta de una desconocida

 

 


Título original: Brief einer Unbekannten


Stefan Zweig, 1927

Traducción: Berta Conill

En la cubierta fragmento de un óleo de Román Ribera Cirera

 

 


 Carta de una desconocida

 

 

Cuando por la mañana temprano el famoso novelista R. regresó a Viena después de una refrescante salida de tres días a la montaña, decidió comprar el periódico. Al pasar la vista por encima de la fecha, recordó que era su cumpleaños. Cuarenta y uno, se dijo, pero esta constatación no le agradaba ni le desagradaba. Echó un vistazo a las crujientes páginas del periódico y se fue a su casa en un coche de alquiler. El mayordomo le informó de dos visitas y de algunas llamadas recibidas durante su ausencia, y le entregó el correo acumulado en una bandeja. Él lo examinó con indolencia y abrió un par de sobres cuyos remitentes le interesaron; vio una carta con caligrafía desconocida y apariencia demasiado voluminosa que, en un principio, dejó de lado. Entretanto le sirvieron el té. Se reclinó cómodamente en la butaca, hojeó el periódico y algunos folletos. Después encendió un cigarro y cogió la carta a la que no había prestado atención.

Era un pliego de unos veinticinco folios escritos precipitadamente con letra femenina, desconocida y nerviosa; más que una carta parecía un manuscrito. Palpó de nuevo el sobre, instintivamente, por si encontraba alguna nota aclaratoria. Estaba vacío. En él no había más que aquellas hojas; ni la dirección del remitente ni tan siquiera una firma. Qué extraño, pensó, y cogió nuevamente la carta. «A ti, que nunca me has conocido», ponía como encabezamiento, como sí fuera un título.

Perplejo, se planteó: ¿Iba esto dirigido a él o a una persona imaginaria? De pronto se despertó su curiosidad, y empezó a leer:

Mi hijo murió ayer. Durante tres días y tres noches he tenido que luchar con la muerte que rondaba a esa pequeña y frágil vida. Permanecí sentada al lado de su cama cuarenta horas, mientras la gripe agitaba su pobre cuerpo ardiente. Sostuve paños fríos sobre su hirviente sien y, día y noche, sujeté sus intranquilas manos. La tercera noche me derrumbé. Mis ojos ya no podían más, se me cerraban sin darme cuenta. Estuve durmiendo tres o cuatro horas en el duro asiento y, entretanto, se lo llevó la muerte. Ahora, pobrecito, está aquí tendido, mi querido niño, en su estrecha cuna, igual que en el momento de morir; sólo le han cerrado los ojos, sus ojos oscuros e inteligentes; le han cruzado los brazos encima de la camisa blanca, y queman cuatro cirios en los cuatro extremos de su cama. No me atrevo a mirar, no me atrevo a moverme porque, cuando oscilan, los cirios deslizan sigilosamente sombras sobre su rostro y su boca cerrada, y es como si sus facciones cobraran vida y yo pudiera pensar que no está muerto, que volverá a despertarse y con su voz clara me dirá alguna chiquillada. Pero sé que está muerto y no quiero volver a mirarlo para no volver a tener esperanzas, no quiero engañarme otra vez. Lo sé, lo sé, mi hijo murió ayer. Ahora sólo te tengo a ti en el mundo, sólo a ti, que no sabes nada de mí, que juegas o coqueteas con personas y cosas, sin sospechar nada. Sólo a ti, que nunca me has conocido pero al que siempre he querido.

He cogido el quinto cirio y lo he puesto aquí, en la mesa desde donde te escribo. Porque no puedo estar a solas con mi hijo muerto sin que se me desgarre el alma. ¿A quién podría hablarle, en esta terrible hora, sino a ti, que fuiste y eres todo para mí? Quizá no pueda hablarte de una forma muy clara, quizá no me entiendas. Tengo la cabeza embotada, se me contraen las sienes y siento martillazos, las extremidades me duelen tanto… Creo que tengo fiebre, quizás incluso tenga la gripe, que ahora va de puerta en puerta. Eso estaría bien porque me iría con mi hijo y no tendría que hacerme ningún daño. A veces se me oscurece la vista, y quizá no pueda acabar de escribir esta carta, pero quiero reunir todas mis fuerzas para, por una vez, sólo esta vez, hablarte a ti, amor mío, que nunca me conociste.

Sólo quiero hablar contigo, decírtelo todo por primera vez. Tendrías que conocer toda mi vida, que siempre fue la tuya aunque nunca lo supiste. Pero sólo tú conocerás mi secreto, cuando esté muerta y ya no tengas que darme una respuesta; cuando esto que ahora me sacude con escalofríos sea de verdad el final. En el caso de que siguiera viviendo, rompería esta carta y continuaría en silencio, igual que siempre. Si sostienes esta carta en tus manos, sabrás que una muerta te está explicando aquí su vida, una vida que fue siempre la tuya desde la primera hasta la última hora. No te inquietes por mis palabras; una muerta ya no quiere nada, no quiere ni amor ni compasión ni consuelo. Sólo quiero una cosa de ti, que creas todo lo que te confiesa mi dolor, un dolor que sólo busca amparo en ti. Lo único que te pido es eso, que creas todo lo que te cuento: uno no miente en la hora de la muerte de su único hijo.

Quiero descubrirte toda mi vida, la verdadera, que empezó el día en que te conocí. Antes había sido sólo algo turbio y confuso, una época en la que mi memoria nunca ha vuelto a sumergirse. Debía de ser como un sótano polvoriento, lleno de cosas y personas cubiertas de telarañas, tan confusas, que mi corazón las ha olvidado. Cuando llegaste, yo tenía trece años y vivía en el mismo edificio donde tú vives ahora, en el mismo edificio donde estás leyendo esta carta, mi último aliento de vida. Vivía en el mismo rellano, frente a tu puerta. Juraría que ya ni te acuerdas de nosotros, de la pobre viuda de un funcionario administrativo (iba siempre de luto) y de su escuálida hija adolescente. Era como si nos hubiéramos ido hundiendo en una miseria pequeñoburguesa. Quizá no has oído nunca nuestros nombres porque, además de no tener ninguna placa en la puerta, nadie venía a vernos, nadie preguntaba por nosotros. Hace ya tanto tiempo de aquello, quince o dieciséis años; no, seguro que no te acuerdas, querido. Pero yo, ¡oh!, recuerdo cada detalle con fervor; recuerdo como si fuese hoy el día, no, la hora en que oí hablar de ti por primera vez y cuando por primera vez te vi. Y cómo no habría de recordarlo, si fue entonces cuando el mundo empezó a existir para mí. Permíteme, querido, que te lo cuente todo desde el principio. Espero que no te canses durante este cuarto de hora en que vas a oír hablar de mí, igual que yo no me he cansado de ti a lo largo de mi vida.

Antes de que te mudaras a nuestra casa, vivía detrás de tu puerta una gente desagradable y malvada, de talante violento. Siendo pobres como eran, lo que más odiaban era la pobreza de sus vecinos, la nuestra, porque no queríamos tener nada que ver con la tosca brutalidad proletaria. El hombre era un borracho y pegaba a su mujer. A menudo nos despertábamos durante la noche por el estruendo de sillas caídas o platos rotos. Una vez la esposa llegó a correr por las escaleras con la cabeza sangrienta y los pelos revueltos, seguida de su marido, borracho, hasta que la gente salió de sus casas. Lo amenazaron con llamar a la policía. Mi madre, ya desde un principio, había evitado cualquier tipo de relación con ellos y me prohibió hablar con sus hijos, quienes aprovechaban cualquier oportunidad para resarcirse conmigo. Cuando me encontraban por la calle me insultaban, incluso llegaron a lanzarme una bola de nieve tan apretada que me empezó a sangrar la frente. Todos los vecinos sentían hacia ellos un odio instintivo y, cuando de pronto sucedió algo —creo que encerraron al hombre por robo— y tuvieron que mudarse, pudimos respirar tranquilos. En el portal estuvo colgado un par de días un cartel de «casa en alquiler». Fue retirado unos días más tarde y, a través del portero, se extendió el rumor de que un escritor, un hombre tranquilo y solitario, había alquilado el piso. Así fue como oí tu nombre por primera vez.

Unos días después vinieron unos pintores, unos tapiceros y una brigada de limpieza para quitar todo lo que los antiguos inquilinos habían dejado en el piso. Empezaron a dar martillazos, a picar, a limpiar y a rascar, pero mi madre estaba contenta porque, según decía, aquello era el fin de ese sucio desorden. No te llegué a ver durante la mudanza: todos estos trabajos los supervisaba tu mayordomo, ese mayordomo señorial de pelo gris, pequeño y serio, que lo dirigía todo con aire de entendido, silencioso y preciso. Eso nos impresionaba mucho a todos; primero porque tener un mayordomo de tanta categoría en nuestra vecindad era algo completamente nuevo y, después, porque era muy atento con todos, aunque mantenía cierta distancia respecto al servicio doméstico o a entablar conversaciones amistosas. Desde el primer día saludó a mi madre respetuosamente, como a una dama, e incluso conmigo, la chiquilla, se mostraba amable y educado. Cuando te nombraba, lo hacía siempre con cierta veneración, con un respeto singular —se veía en seguida que sus sentimientos eran más que los de un fiel servidor—. Y por eso lo quise tanto al viejo Johann, aunque envidiaba que pudiera estar siempre a tu alrededor, sirviéndote.

Te explico todo esto, querido, todas estas pequeñas, casi ridiculas cosas, para que entiendas el poder que tenías sobre mí, aquella tímida y asustadiza niña. Ya antes de entrar en mi vida, un halo nimbaba tu persona. Estabas rodeado de una atmósfera de lujo, de maravilla y misterio. Todos los vecinos de aquella casa humilde (la gente que tiene una vida opaca siempre curiosea todo lo que pasa más allá de su puerta) esperábamos impacientes tu llegada. Y, en mi caso, esa curiosidad aumentó cuando un mediodía, al llegar del colegio, vi el camión de mudanzas delante de casa. La mayor parte del mobiliario, las piezas más pesadas, ya las habían subido los mozos. Ahora sólo se llevaban cosas pequeñas hacia arriba. Me quedé de pie en la puerta para poder admirarlo todo. Tus cosas eran muy especiales, tanto que nunca antes había visto nada igual: había fetiches indios, esculturas italianas, grandes y deslumbrantes cuadros. Finalmente vinieron los libros, tantos y tan bonitos que nunca hubiera imaginado que pudieran existir. Los iban apilando en la puerta, los cogía el mayordomo, uno por uno, y les quitaba el polvo con cuidado. Me acerqué sigilosamente para contemplar cómo iba creciendo la pila. Tu criado no me echó, pero tampoco me animó a quedarme allí. No me atreví a tocar nada, aunque me hubiese gustado acariciar el suave cuero de algunas cubiertas. Miré alguno de los títulos tímidamente: algunos eran ingleses o franceses, y otros en idiomas que no entendía. Creo que los hubiese podido estar mirando durante horas, pero mi madre me llamó.

En toda la noche no pude pensar sino en ti, aun antes de conocerte. Yo sólo tenía una docena de libros baratos, encuadernados con cartones rotos, y los quería más que a nada en el mundo, los leía una y otra vez. Y ahora me asediaba la pregunta de cómo sería el hombre que poseía y había leído tantos y tan maravillosos libros. Tenía que ser un hombre muy rico y culto para dominar tantos idiomas. Se me despertaba una especie de etérea veneración al pensar en todos esos libros. Traté de imaginarte: eras un señor con gafas y una larga barba blanca, parecido a mi profesor de geografía, sólo que más benévolo, más guapo y más cortés. No sé por qué estaba tan convencida de que tenías que ser guapo, aun creyéndote un hombre mayor. Esa misma noche, y aún sin conocerte, soñé por primera vez contigo.

Al día siguiente te instalaste, pero, por mucho que estuve espiando, no te pude ver el rostro. Esto aumentaba mi curiosidad. Finalmente, al tercer día te vi y la sorpresa fue conmovedora. Eras tan distinto, con tan poca semejanza a mi imagen infantil de un dios paternal… Había soñado con un viejo bonachón y con gafas, pero llegaste tú, con el mismo aspecto que tienes ahora, un hombre que no cambia, para el que los años no pasan. Vestías un encantador traje deportivo marrón claro y subías la escalera de dos en dos, con tu juvenil e incomparable estilo. El sombrero lo llevabas en la mano, por lo que, con indescriptible sorpresa, pude ver tu radiante y despierto rostro y tu cabello lleno de vida. Me asusté de lo joven, guapo, esbelto y elegante que eras. Es extraño que en ese primer segundo pudiera descubrir eso que en ti me sorprende y sorprende a los demás. Vi que eras dos personas en una: un joven ardiente, impulsivo y aventurero, y, al mismo tiempo, en tu arte, un hombre enormemente serio, responsable y cultivado. Sin darme cuenta percibí algo que después vieron todos, que llevabas una doble vida, una vida con una superficie abierta al mundo y otra en la sombra, que sólo tú conocías. Esta profunda ambigüedad, el misterio de tu existencia, me atrajo desde el primer momento, cuando sólo tenía trece años.

¿Entiendes ahora, amor mío, qué maravilla, qué enigma más seductor debiste resultarle a aquella niña? Descubrí que esa persona a la que tanto se respetaba por haber escrito libros, por ser famoso en ese otro mundo, era un joven animoso y elegante de veinticinco años. No necesito decirte que desde aquel día, en nuestra casa, en mi pequeño mundo infantil, lo único que me interesó fuiste tú. Mi vida giraba alrededor de la tuya, tu vida me preocupaba con toda la insistencia, la obsesiva obstinación de una niña de trece años. Te observaba, vigilaba tus costumbres y la gente que venía a verte, y todo ello, lejos de disminuirla, aumentaba la curiosidad que sentía por ti. Esta dualidad tuya se expresaba claramente en la variedad de tus visitantes. Venían personas jóvenes, descuidados estudiantes amigos tuyos con los que te reías y divertías. Después estaban las damas que llegaban en coche. Alguna vez el director de la Ópera y el gran director de orquesta —aquel al que tenía respeto sólo con verlo de lejos en la tarima—. También se escabullían por tu puerta algunas muchachas jóvenes, estudiantes de la Escuela de Comercio. En fin, muchas y muchas mujeres. Yo nunca me preocupé por todo eso, ni siquiera cuando una mañana, al ir al colegio, vi salir a una dama cubierta de espesos velos. Yo sólo tenía trece años, y no sabía que la curiosidad especial con la que te miraba y espiaba se llamaba amor.

sábado, 26 de julio de 2025

“El Parque Bolívar y la liturgia del adiós” FRAGMENTO NOVELA. LA CONFESIÓN. BORRADOR.


  

 Los custodios me protegen, vigilan ahora que salgo del vehículo y me encamino a la entrada del parque botánico Bolívar. Cuando inicio el descenso por un caminillo demasiado inclinado, los asistentes y custodios como mi segundo doctor me ayudan a ir despacio. Escamoteado por enormes paraguas, la llovizna solo moja mis zapatos; es una llovizna necia. Unos rayos dorados comienzan a emerger por entre las nubes y llegan hasta la Cuenca del río Torres. ¨ Es un espectáculo maravilloso, observar al fondo las enormes plantas radicícolas, los viejos árboles con sus pátinas de musgo, la infinitud de voces y coros de avecillas que inician un canto apenas el sol insiste en librar una última batalla con las sombras azuladas que amenazan sutilmente varios sectores del Bolívar. Con un esfuerzo de las piernas y de mis asistentes llego al Café- restaurante que han construido en una saliente de la cuenca del río. Ahora, sentado en esta tarde mefítica que finaliza, que muere una y otra vez por siempre; sentado y mirando desde una mesita de madera y sintiendo la brisa fresca del Parque Bolívar, le pido a la salonera un café “expresso”. La vista se pierde a cientos de metros, más allá de la cuenca del río Torres, en una ensenada donde la vegetación es tupida, de un verde esmeralda que con los rayos dorados el follaje brilla envuelto en un cristal fino y que la brisa y la llovizna parecen quebrar en las hojas y más abajo: el río; escucho su diálogo húmedo, profundo, ronco, como la voz de un gigante buscando abrigos, musgos y oscuridades secretas. — ¿Cómo se siente, licenciado Cárdenas? Pregunta el doctor Umaña dando una fuerte calada a un cigarro ahora que está fuera de la cafetería, recostado en un barandal, aleteando en un precipicio de varios cientos de metros. — ¿Sabés que cuando era pequeño me encantaba visitar el parque con mi padre? Recuerdo que los domingos veníamos. A mi madre nunca le gustó visitarlo. Decía que el parque le daba una sensación de terror y de misterio… ¿Qué ocurrencias, no? De eso hace mucho tiempo atrás. Hago el comentario como si no hubiera escuchado la pregunta del doctor. Y por supuesto, que sí la he escuchado —la pregunta—, pero me contesto a mí mismo, ¿cómo me siento? ¡Creo que bien, quizá un poco cansado! Mientras no tenga dolor, creo que lo demás no me importa. Aunque ahora en la cafetería del parque siento una gran nostalgia, quizá más que nostalgia siento una gran tristeza, un acomodo de sentimientos por este fluir del tiempo que se escapa, como el fluir del agua más abajo, más abajo, en la cuenca del río Torres: del tic-tac de las cosas menores y mayores de la existencia. Porque ahora que estoy al límite de mi vida, todo lo veo diferente: los diálogos de las personas, el ruido de una taza al golpear un plato, el grupo de jóvenes que más allá hablan de literatura. Y también me da risa el afán tonto de las personas por aparentar una falta de conciencia del entorno y de su yo perecedero y cuán frágil somos como simples mortales y el engaño de nosotros mismos como si el vagón de la muerte nunca va a llegar. Pero, de nuevo recuerdo que estoy con los otros… que estoy acá en el parque Simón Bolívar, una tarde de un mes de diciembre… y que me estoy muriendo lentamente.

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Temas discutidos en la sobremesa: El muro. Jean Paul Sartre.

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