La ética como mapa del juicio moral:
una lectura de Hartmann
Fragmento.
Ethica Transfigurata: Juicio Editorial sobre Nicolai
Hartmann
Obra: Ética Autor: Nicolai Hartmann 📜 Publicación
original: 1926
Epígrafe
“Donde no
hay conflicto, no hay juicio. Y donde el juicio es mero cálculo, la ética no es
más que contabilidad.” — Dr. Enrico Pugliatti
Hartmann y el deber como forma creadora
Más que un
manual, Ética es un mapa ontológico del deber. Hartmann no ofrece
instrucciones morales, sino las coordenadas simbólicas donde el sujeto puede
crear juicio. Su ética no es normativa, sino estructural; no receta, revela.
"La
ética filosófica no es un código de mandamientos. Se dirige a lo creador en el
hombre..." — N.
Hartmann
El conflicto como sustancia del juicio
Hartmann
libera la ética del moralismo simplista. Propone que el conflicto real es entre
bien y bien, o mal y mal. Las antinomias morales son el temblor
del juicio, no paradojas para resolver, sino vértigos que deben ser habitados.
- 💥 No hay armonía moral,
sino choque entre valores legítimos.
- 🧩 La elección es creadora,
no obediente.
- 🔍 Rechaza el formalismo
kantiano que desactiva el temblor ético.
Ética material
de los valores
Hartmann se
mueve entre Kant y Nietzsche, fusionando ley apriorística con diversidad
axiológica. El valor no es preferencia, es estructura que interpela. El deber
no es simple obediencia, es respuesta activa al llamado del valor.
- 🏗️ La ética se edifica
en el reino del valor, no en el imperativo desnudo.
- 🧬 El sujeto moral es
demiurgo: no sigue, crea.
🔍 Resonancias filosóficas en clave ritual
El Consejo
identifica esta obra como un texto que abre puertas al juicio sacrificial. No
infantiliza al lector con mandamientos, lo consagra como intérprete del deber.
📚
Recomendada como lectura de iniciación en estudios éticos ontológicos,
especialmente en contextos que eviten el reduccionismo moral o el dogma
legalista.
En colaboración: Dr. Enrico Pugliatti y Méndez-Limbrick
NICOLAÏ HARTMANN
ESTÉTICA
Traducción al castellano
de ELSA CECILIA FROST
UNIVERSIDAD NACIONAL AUTÓNOMA DE MÉXICO
MÉXICO 1977
Título original en alemán:
Asthetic
Editada por Walter de Gruyter
& Co., Berlín 1953
*
Primera edición en español: 1977
DR © 1977, Universidad Nacional Autónoma de México
Ciudad Universitaria, México 20, D. F.
UNIVERSIDAD NACIONAL AUTÓNOMA DE MÉXICO
DIRECCIÓN GENERAL DE PUBLICACIONES
Impreso y hecho en México
INTRODUCCIÓN
1. Actitud estética y la estética como conocimiento
Al escribir una "Estética" no se la destina ni al creador ni al
contemplador de lo bello, sino sólo al pensador, para quien son
un enigma la obra y la actitud de ambos. El pensamiento sólo
puede molestar a quien se halla gozosamente ensimismado, al
artista sólo puede destemplarlo y disgustarlo; a lo menos cuando
el pensamiento trata de comprender lo que hacen y cuál es su
objeto. Arranca a ambos de su actitud extática, si bien los dos
están cercanos al sentimiento de lo enigmático, pues pertenece
a su actitud. Para ambos su actitud es lo enteramente natural;
saben que existe una necesidad interna y no se equivocan en ello.
Pero los dos la aceptan piadosamente, como un don del cielo, y
esta aceptación es esencial a su actitud.
El filósofo inicia su tarea donde ambos abandonan el asombro
de lo que experimentan a los poderes de la profundidad y del
inconsciente. El filósofo sigue el rastro de lo enigmático, analiza.
Pero en el análisis cancela la actitud de la entrega y del éxtasis.
La estética es exclusiva de quien tiene una actitud filosófica.
A la inversa, la actitud de la entrega y el éxtasis cancela la
filosófica o, cuando menos, la perjudica. La estética es un tipo
de conocimiento que lleva la legítima tendencia a convertirse en
ciencia, y el objeto de este conocimiento es esa actitud de entre
ga y éxtasis. Desde luego, no sólo ésta, sino también aquello a lo
que se dirige, lo bello, pero fundamentalmente ella. De lo que
se desprende que la entrega estética es, por principio, diferente al
conocimiento filosófico que se dirige a ella como a su objeto.
Desde luego, la actitud estética no es la del estético. Aquélla es
—y seguirá siendo— la del contemplador artístico y creador, y
ésta la del filósofo.
Tanto la una como la otra no son algo natural de suyo. La
exclusión mutua, si fuera total, haría imposible la tarea reflexiva
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INTRODUCCIÓN
del estético. Esto tendría que ser capaz de asumir la actitud artís
tica, pues sólo puede conocerla por propia realización; por lo
demás, se ha dado entre pensadores muy notables la convicción
opuesta. Fue Schelling quien quiso hacer de la intuición estética
el organon de la filosofía. El romanticismo alemán soñó con
una identidad entre la "filosofía y la poesía"; por ejemplo, Frie
drich Schlegel y Novalis. Este último imaginaba al filósofo como
un "mago" que podía poner en acción, a su arbitrio, al "órgano
universal" y encantar al mundo según sus deseos. Es indudable
que esta representación se ha tomado del quehacer del poeta y, por
otra parte, parecía que la mirada del artista podría escudriñar los
secretos de la naturaleza y de la vida espiritual. Lo parecía
porque se creía poder reconocer en todas las cosas y en todo el
universo, como trasfondo, una misma esencia y fundamental, que
se hacía consciente en el yo. La identidad de estas dos actitudes,
en sí del todo heterogéneas, se sostuvo y cayó con esta fórmula del
universo, antropomórfica en el fondo. Y con su cancelación
consciente, que se presenta ya en Hegel, reapareció toda la
magnitud de la oposición entre el acto artístico y el cognoscitivo,
entre la visión entregada a su objeto y el trabajo intelectual
analítico.
Tampoco es algo comprensible de suyo, visto desde otro án
gulo, la separación de los actos. Desde el principio de la estética
verdadera, en el siglo XVIII, se mantiene tenazmente el supuesto
tácito de que esta disciplina puede enseñar cosas esenciales al
contemplador de lo bello y aun al artista creador. Así debió pare
cerlo mientras se consideró la visión estética como una especie
de conocimiento, si bien distinto del racional. Fue por esa misma
época cuando se creyó que la lógica debía enseñar a pensar al
pensador. Y sin embargo, la relación se ha hecho aquí mucho
más complicada. Cuando menos, la lógica puede señalar sus
errores al pensamiento equivocado y, con ello, contribuir en forma
indirecta y práctica a su coherencia. La estética considera algo
semejante sólo en forma muy secundaria y burda. Así como la
lógica establece a posteriori qué leyes ha de obedecer un pen
samiento coherente, así lo hace —y en mayor grado— la estética,
y sólo en la medida en que, en ella, puede hablarse de búsque
da de las leyes de lo bello.
La estética presupone el objeto bello, lo mismo que el acto
de aprehensión, junto con el tipo peculiar de visión, la expe
riencia de los valores y la entrega interior; es más, presupone
el acto —mucho más asombroso— de la producción artística, y
INTRODUCCIÓN
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a ambos sin la pretensión de preparar sus leyes ni siquiera
en forma remotamente parecida a como la lógica prepara las
leyes del pensar coherente. Por ello mismo, no puede tener el
mismo rendimiento respecto a la visión estética que la
lógica respecto al pensamiento.
2. Leyes de lo bello y el saber de ellas
Hay que agregar otra diferencia. Las leyes de la lógica son ge
nerales, varían sólo ligeramente de acuerdo con el campo de
objetos. Las de lo bello son altamente especializadas, en el
fondo, son distintas según cada objeto. Hay además leyes
generales, es decir, leyes que en parte afectan a todos los
objetos estéticos y, en parte, cuando menos a clases enteras
de ellos. Y dentro de ciertos límites, la estética puede intentar
apresar éstas. En qué medida lo logra es otra cuestión, y no
deberán alentarse demasiadas esperanzas en este sentido. Pero
estas leyes generales son sólo justo condiciones previas, quizá
categoriales o en cierta forma constitutivas. La esencia de lo
bello en su unicidad, como la del contenido de especial valor
estético, no se encuentra en ellas, sino en las leyes
especiales del objeto único.
Ahora
bien,
estas
leyes
especiales
se
sustraen
fundamentalmente a cualquier análisis filosófico. No pueden
aprehenderse por medio del conocimiento. Es propio de su
esencia el quedar ocultas y el ser experimentadas como algo
dado y obligatorio, pero no ser aprehendidas objetivamente.
Tampoco el artista creador las aprehende. Crea, desde
luego, según ellas, pero no las descubre ni las expresa. Es
incapaz de expresarlas, pues no tiene tampoco un saber
objetivo acerca de ellas. Mucho menos lo tiene el
contemplador intuitivo. Es aprehendido por ellas, pero como
por un enigma que no puede resolver; por su parte, no las
aprehende. Desde luego, en algunos casos puede descubrir
hasta qué grado dominan de hecho la obra, por ejemplo,
hasta qué grado hay en ella rasgos no artísticos, es decir, en
qué medida ha fallado. Pero lo estructural de la ley escapa
también a su saber.
No existe una verdadera conciencia de las leyes de lo
bello. Al parecer, es propio de su esencia el mantenerse
ocultas a la conciencia y formar tan sólo el secreto de un
trasfondo muy escondido.
Ésta es la razón por la cual la estética si bien puede
decir, en principio, qué es lo bello y señalar sus tipos y
grados junto con sus supuestos generales, no puede enseñar
prácticamente lo
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INTRODUCCIÓN
bello o por qué es bella justo la forma especial de una imagen.
La reflexión estética es siempre, en cualquier circunstancia, una
reflexión ulterior. Puede surgir una vez realizados la visión esté
tica y el simple goce de entrega a lo bello, pero de ninguna ma
nera es necesario que los siga, y si los sigue a duras penas les
aporta algo como tales. Por ello, ofrece mucho menos que la
ciencia del arte que, cuando menos, puede señalar los aspectos
no percibidos de una obra de arte y hacerla accesible, de este
modo, a la conciencia que la recoge inadecuadamente. Y mucho
menos puede proporcionar lineamientos al artista productor. Den
tro de ciertos límites puede enseñar a reconocer la imposibilidad
artística como tal y proteger al arte de seguir un camino equivo
cado. Pero ni con mucho entra en el campo de sus posibilidades
el señalar en forma positiva qué y cómo debe configurarse.
Hace ya tiempo que todas las teorías que siguieron esta direc
ción, y todas las esperanzas no expresadas de este tipo —que con
tanta facilidad se ligan a los trabajos filosóficos de la estética—,
mostraron ser vanas. Si quiere seguirse con entera seriedad el
problema de lo bello en la vida y en las artes, hay que renunciar
desde el principio y de una vez por todas a cualquier
pretensión de este tipo.
Hay que decir algo más en relación con esto. Existe un prejui
cio, de tipo más radical, por lo que se refiere a la relación general
entre el arte y la filosofía. De acuerdo con él, la aprehensión
artística es sólo un grado previo de la sapiente y comprensiva.
La filosofía hegeliana con su gradación del "Espíritu absoluto"
dio voz a este parecer: la idea sólo alcanza su pleno "ser para
sí", es decir, el saber auténtico sobre sí misma, en el grado del
concepto. Si bien actualmente es difícil hallar un representante
de esta metafísica del espíritu, está muy difundida la idea de
que el arte es una forma de aprehensión en la que se conserva
la apariencia sensible como un momento de lo inadecuado.
No es necesario insistir aquí en que con ello se malinterpreta
del todo lo propiamente "estético", es decir, lo sensible percibido
en forma artística, cuando es precisamente la intuición sensible
la que proporciona a las artes su superioridad sobre el concepto.
Pero el error más grave es sostener que la aprehensión estética
(intuición) es un tipo del aprehender, que está en la misma línea
del aprehender cognoscitivo. Con ello se equivoca del todo su
esencia. La vieja estética ha arrastrado ya tiempo suficiente este
error. En Alexander Baumgarten se trata, ni más ni menos, que
de un tipo de la cognitio y ni siquiera Schopenhauer logra libe-
INTRODUCCIÓN
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rarse del esquema del conocer en su platonizante estética de las
ideas, si bien rechaza conscientemente su racionalismo.
Ahora bien, hay desde luego ciertos momentos del conocer con
tenidos en la visión estética. Ya la percepción sensible en que
se basa conlleva algunos, ya que la percepción es, en primer tér
mino, una aprehensión de objetos. Pero estos momentos no son
lo esencial de la visión, sino algo subordinado a ella. Lo esencial
de la visión no se ha tocado siquiera con ella. Esto sólo podrá
sacarlo a luz un análisis más profundo. Pues aquí entran en juego
momentos del acto de muy distinta índole a los de los del apre
hender, momentos de la valoración (del llamado juicio del gusto),
del sentirse atraído y retenido, de la entrega, del goce y de la
liberación. Aun la intuición adquiere aquí un carácter muy dife
rente al que tiene en el campo teórico. Justo ella está muy lejos
de ser un mero ver sensible. Y las etapas superiores de la visión
no son ya un mero apresar receptivo, sino que muestran un aspec
to de la aprehensión productora, que la relación cognoscitiva no
conoce ni puede conocer. El arte no es una prolongación del
conocimiento. Y tampoco lo es la visión del contemplador.
Por su parte, la estética tampoco es una prolongación del arte.
No es una etapa en cierto modo superior a la que debiera o pu
diera pasar el arte. Lo es en tan poca medida como la psicología
es la meta de la poesía, ni la anatomía la de la plástica. Su rela
ción es en cierto sentido la inversa. La estética trata de develar
el misterio que las artes procuran guardar por todos los medios
posibles. Intenta analizar el acto de visión gozosa que sólo puede
existir mientras el pensamiento no lo disuelve ni perturba. Con
vierte en objeto lo que en este acto no lo es ni puede serlo. Por
ello, para la estética el objeto artístico es algo diferente, un objeto
de meditación e investigación, lo que no puede ser para la
visión estética. Ésta es la razón por la que la actitud del estético
no es una actitud estética, de tal modo que puede seguir a ésta
y subordinarse a ella, pero no interpolarse ni, mucho menos, pre
cederla ni dominarla.
3. Lo bello como objeto universal es la estética.
Debemos preguntar ahora: ¿es "lo bello" en verdad el amplio
objeto de la estética? O bien: ¿es la belleza el valor universal de
todos los objetos estéticos, a la manera, por ejemplo, en que el
bien es el valor universal de todo lo moralmente valioso? Ambas
cosas se dan tácitamente por supuestas, pero también se las ha
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INTRODUCCIÓN
discutido. Por lo tanto, si se quiere sostenerlas, hay que
justificarlas.
¿En qué se basa la objeción contra la posición central de
lo bello? En una reflexión triple, pues en realidad se trata de
tres objeciones distintas. La primera afirma: el logro artístico
no es siempre lo bello, la segunda: hay muchos géneros de
valores estéticos que no son recogidos por lo bello; y la tercera,
la estética también trata de lo feo.
De estas tres objeciones, la tercera es la más fácil de
refutar. Es verdad, desde luego, que en la estética tratamos
también de lo feo. En cierto grado se da con todos los tipos de
lo bello. Pues por doquier hay fronteras de lo bello y aquí el
contraste es tan esencial como en otros terrenos de valores.
Además hay una escala descendente de lo bello, desde lo
perfectamente bello hasta lo notoriamente no bello. Pero esto
no es un problema de suyo, sino que está contenido en el de lo
bello. Pertenece a la esencia de todos los valores el tener una
contrapartida, el dis-valor correspondiente; y lo que en verdad
se discute no es nunca lo valioso solo, sino lo valioso y lo no
valioso correspondiente. La experiencia del análisis de valores
nos ha enseñado que con la determinación del valor se da
también la del dis-valor y viceversa. En ello se basaba ya el
método de Aristóteles que determina los géneros de la virtud
frente a los de la "maldad". Y lo que vale en el terreno ético se
ajusta aún más al estético. El fenómeno básico es aquí como
allí toda la escala, o sea, la dimensión de valores de la que son
polos el valor y el dis-valor.
Desde luego, continúa siendo un problema si en todas las di
mensiones especiales de lo bello se da también lo feo. Es un
punto que jamás se ha discutido respecto a las obras
humanas, pero sí respecto a las naturales. Pudiera ser que
todos los productos de la naturaleza tuvieran un aspecto
bello, aun cuando no nos sea tan fácil tener conciencia de él.
Es una posibilidad que hay que mantener abierta —en
contraposición a la antigua teoría que deja un amplio espacio
libre a las deformaciones naturales (por ejemplo, Herder en su
Caligone). Pero esto no alteraría mucho el problema de lo
feo. Sólo vendría a decir que las formaciones naturales nada
contienen de feo. Esto se debería a la peculiaridad de la
naturaleza, por ejemplo, a sus leyes o a su tipismo formal,
pero no a la esencia de lo bello.
La objeción citada en primer término es de muy distinta
índole: los logros artísticos no son siempre bellos. En el
retrato de un hombre decididamente feo distinguimos con
sencillez y natu-
INTRODUCCIÓN
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ralidad entre las cualidades artísticas de la obra y el aspecto
de la persona representada, y lo hacemos, sobre todo, cuando la
representación es cruelmente realista. La misma distinción es
usual en la representación literaria de caracteres débiles o
repugnantes, o en el busto de un púgil de la Antigüedad, cuya
nariz ha sido fracturada por los golpes. En estos casos decimos:
el rendimiento artístico es grande, pero el objeto no es bello.
Para el conocedor de la estética esta distinción no presenta di
ficultad alguna. Pero es posible preguntarse: ¿puede llamarse
bello al conjunto? Es evidente que la representación no
convierte en bello a su objeto, ni aun la verdaderamente genial
lo logra. Y sin embargo en la obra queda algo de bello. Está en
otro plano y no oculta la fealdad de lo representado. Depende de
la representación misma. Es lo bello verdaderamente artístico,
lo bello literario, lo bello pictórico.
Es evidente que aquí se han metido, uno tras otro, dos tipos
enteramente diferentes de lo bello y lo feo. Y se refieren a
dos tipos distintos de objetos. La representación pictórica o
literaria tiene de suyo un "objeto" que representa. Pero, para el
contemplador, la representación misma es, a su vez, objeto.
Esto no es válido en todas las artes; por ejemplo, la
ornamentación, la arquitectura y la música, pero sí es válido
respecto de la escultura, la pintura y la literatura. Aquí el objeto
es en primer término la obra del artista, la representación como
tal y otras cosas que van más allá de la plasmación; sólo en
segundo término aparece el objeto representado —desde luego
no en el sentido de un "después" temporal, pero sí en el de ser
algo mediato. Y designamos, con justicia, como bello el
logro de la obra y el fracaso, la trivialidad o lo increíble
(esto último con frecuencia, por ejemplo, en la literatura)
como feo. Pues de modo inequívoco el valor o dis-valor de la
realización artística se encuentra en esto y no en las cualidades
de lo representado.
Lo bello en uno y otro sentido varía dentro de límites muy
amplios, sin embargo, lo bello mal pintado parece en última
instancia feo y lo feo bien pintado resulta artísticamente bello.
Pero aun en lo bello bien pintado pueden distinguirse
claramente dos bellezas, en lo feo mal pintado dos fealdades.
Quien confunda una con otra —y no ya en la reflexión, sino en
la
visión misma— tiene escaso sentido artístico. La
representación lograda nada tiene que ver con los bellos
colores; por el contrario, cuando se mezclan son más bien una
sustracción de la belleza que puede llegar hasta lo
artísticamente feo, hasta lo fallido, lo banal, lo cursi.
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INTRODUCCIÓN
En este sentido es muy conveniente mantener lo "bello" como
valor fundamental estético universal y subsumir bajo ello todo
lo logrado y eficaz artísticamente. En qué consiste el estar logrado
es desde luego otro problema distinto; casi se traslada con el pro
blema fundamental de toda la estética: qué es en realidad la
belleza.
De las tres objeciones, ya sólo nos resta la segunda, que afir
maba: lo bello no es más que uno de los géneros de lo valioso.
Junto a él está lo sublime, reconocido como tal por todos en
su singularidad. Y hay además otras cualidades valiosas, si bien su
autonomía no es indiscutible; lo gracioso, lo placentero, lo encan
tador, lo cómico, lo trágico y muchas más. Si se penetra en los
dominios especiales del arte, se encuentra una riqueza mucho más
detallada de cualidades estéticas valiosas. Y es fácil encontrar el dis
valor que corresponde a cada una de ellas, aun cuando el idioma no
pueda siempre darle nombre.
Pero justo porque la lista es tan larga y porque cada una de ellas
podría pretender cierta consideración por parte de la estética, debe
haber una categoría general de valor que las abrace a todas,
dejando a la vez espacio libre a su diversidad. Desde luego, puede
discutirse que sea adecuado llamar belleza a esta categoría de va
lor. Pues, en última instancia, "belleza" es una palabra del len
guaje cotidiano y, como tal, es multívoca. Si hacemos a un lado
el uso idiomático no estético, quedan aún en pugna un signifi
cado estrecho y otro más amplio. El primero está en oposición a
sublime, gracioso, cómico, etcétera; el segundo los comprende
a todos sin excepción, si bien sólo cuando las denominaciones
citadas se entienden en su sentido puramente estético, pues todas
parecen además una significación no estética. Sin embargo, pode
mos dar tal condición por concedida, ya que es también supuesto
de la oposición a la belleza en sentido limitado.
Así vistas las cosas, toda la pugna de significados no pasa de ser
una pugna de palabras. A nadie puede impedirse que tome el
concepto de lo bello en sentido limitado y lo oponga a aquellos
conceptos más detallados, pero tampoco se puede impedir a nadie
que lo tome en sentido amplio como concepto superior de todos
los valores estéticos. Sólo es necesario mantener con firmeza el
significado aceptado y no mezclarlo, de nuevo, por descuido, con
el otro.
En las páginas siguientes se parte del significado amplio. Debe
mantenerse aun en aquellos casos en que los géneros especiales
irrumpen en el primer plano. Estos últimos aparecen, pues, como
NTRODUCCIÓN
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especies de lo bello. En la práctica esto tiene la ventaja de elevar
a concepto fundamental el concepto estético más corriente y hace
superfino el procurarnos un concepto superior formado artifi
cialmente.
4. Acto y objeto estéticos. Varios análisis
Existen varios caminos qué seguir. Pero no todos son transita
bles, sobre todo en determinadas situaciones del problema. Todo
método se orienta según aquellos aspectos del fenómeno total
en cuestión que sean accesibles por el momento. En la estética
esto tiene una importancia especial, pues hasta ahora se le ofre
cen pocos análisis del fenómeno y todo el complejo de problemas,
en la medida de su dificultad, está poco estructurado aporética
mente. Con ello no se menosprecian los logros de investigadores
notables. La situación muestra más bien hasta qué punto está la
estética todavía en sus principios y con qué pasos tan cautelosos
avanza. Así cuando menos se comporta la investigación estética
seria. Ya que desde luego no faltan proyectos y construcciones
arriesgados que sólo resultan instructivos por sus errores.
Dado que lo bello, por su esencia misma, está siempre relacio
nado con un sujeto intuitivo, cuya actitud particular hacia el acto
presupone, hay, desde el principio, dos direcciones posibles que
seguir: puede hacerse del objeto estético la materia del análisis
o bien del acto cuyo objeto es. Ambas direcciones se subdividen
a su vez. Por lo que respecta al objeto, puede investigarse su es
tructura y modo de ser o bien su carácter estético valioso y así
también el análisis del acto puede dirigirse al acto receptivo del
contemplador o bien al acto productor del creador. Hasta qué
punto pueden separarse unas de otras estas direcciones es otro
problema que, por el momento, podemos dejar de lado.
En una u otra forma nos encontramos con cuatro tipos de aná
lisis, de los cuales los tres primeros, cuando menos, son caminos
transitables, en tanto que el cuarto presenta obstáculos invenci
bles desde su inicio mismo. Nada hay tan oscuro y misterioso
como el quehacer del artista creador. Aun las pocas declaraciones
del genio sobre su quehacer arrojan poca luz sobre la esencia del
asunto. Por lo común sólo atestiguan que no sabe más que los
demás acerca del milagro que se realiza en él y por él. Él acto
productor parece ser de tal índole que excluye el acto de concien
cia que lo acompaña. Por ello, sólo conocemos aspectos exteriores
y sólo podemos sacar conclusiones acerca de su esencia interna a
partir de sus logros.
14
INTRODUCCIÓN
Sin embargo, las conclusiones de este tipo son inseguras y des
embocan fácilmente en lo fantástico. Tienen el mismo amplio
margen que todas las conclusiones acerca de objetos metafísicos;
no se pueden controlar y resulta tan difícil apoyarlas como reba
tirlas. Hace tiempo, por la época del romanticismo, se emprendie
ron avances de este tipo; los llevaron a cabo poetas y correspon
dían al entusiasmo de la alegría creadora romántica, pero tomaban
como base una imagen del mundo de cuya comprobación no
puede hablarse. Todavía hoy descarrían a los crédulos, pero sólo
provocan escepticismo en el pensador maduro.
Si hacemos, críticamente, a un lado cualquier metafísica del
arte, nos quedan aún los otros tres caminos. De ellos, es el análisis
del valor el que se encuentra en la situación más difícil, pues los
valores estéticos, entendidos en forma concreta, están altamente
individualizados y toda división de ellos según géneros y especies
sólo toca los aspectos exteriores. La ciencia del arte y la litera
tura ha logrado algo en esta dirección, ha realizado análisis de
estilo en los que se hacen visibles direcciones y gradaciones, se
toma conciencia de la correspondencia de lo similar y se apresan
oposiciones importantes. Pero visto con más detalle, tales deter
minaciones sólo se refieren a lo estructural de las obras de arte
—también a lo bello extra estético—, y en forma mucho menor
a los verdaderos componentes de valor como tales.
Así como el idioma no tiene ya nombres para esto —aunque
sea sólo en forma muy superficial para determinados géneros—,
así el pensamiento carece ya de conceptos. Y cuando se crean
conceptos para ello y se les da nombres por libre elección, no
satisfacen del todo al sentimiento artístico. Aun los conceptos
corrientes —ya citados—, como lo sublime, lo cómico, lo trágico,
lo gracioso, etcétera, padecen de la misma falla: dicen mucho y
son imprescindibles en tanto que conceptos estructurales, pero
como conceptos valorativos callan lo auténtico. Esto se correspon
de con la situación en otros campos de valores, por ejemplo, en
el ético. También aquí el análisis sólo puede describir el conte
nido; pero no puede captar el carácter valioso mismo, se limita
a apelar al sentimiento vivo del valor, a hacerlo comparecer como
testigo.
En el terreno de la estética hay que agregar el hecho de que
este llamamiento parte en gran medida de lo bello mismo —de
la obra creada por el artista o también del objeto natural—, pero
en forma muy débil del análisis estructural descriptivo. Sin em
bargo, dentro de ciertos límites, hay que volver siempre de nuevo
INTRODUCCIÓN
15
a este camino, o cuando menos, debe mantenérselo abierto.
Pues es el único que lleva a la investigación especializada sobre
valores, aunque todo progreso en él sea siempre dependiente,
ligado estrechamente al análisis de objetos y de actos que,
por esencia, no le están emparentados.
Con ello se ha dicho ya que casi todo el peso de lo que la
estética es capaz de alcanzar cae en los dos caminos que
pueden seguirse: 1) el análisis de la estructura y modo de ser
del objeto estético y 2) el análisis del acto contemplativo,
intuitivo y gozoso.
A lo largo de casi todo el libro habremos de vérnoslas con
estos dos tipos de investigación, aun en aquellos casos en
que entran en juego los problemas de valor. Sería un error el
tratar de decidirnos por uno de ellos, pues se entrecruzan de
continuo en la aporética de lo bello. Ambos tienen lagunas
y se remiten uno a otro en todos los detalles. Esto puede
acarrear una especie de desequilibrio en el curso de la
investigación; que en el estado actual de ésta no es posible
cortar. Y representa el mal menor frente a la unilateralidad
mayor en la que se cae por necesidad si se hace una decisión
radical previa.
En cierto sentido la tarea principal recae sobre el análisis es
tructural del objeto, ya que éste ha quedado, por el momento,
rezagado y no se ha mantenido al paso del análisis de los actos
emprendidos en ciertos terrenos parciales. A su vez, la
estética del siglo XIX hacía caer el peso sobre lo subjetivo; en
ella
se
desenvolvieron el idealismo neokantiano y el
psicologismo. Lo que acarreó consigo no sólo fallas y
unilateralidad, sino también ciertos progresos del análisis de
actos. Por lo tanto hay que trabajar para reponer lo que el
análisis de objetos ha perdido hasta ahora. Pero sería muy
desacertado cultivar únicamente este último. Sólo de la
cooperación de ambos es posible esperar la superación del
punto muerto al que nos ha llevado la unilateralidad del
pasado.
5. Separación y unión con la vida
El partir del objeto es, por lo demás, lo natural. Ya la
expresión "bellas artes", que usamos sin pensar, es conducente
a error. El arte no es bello de ninguna manera, sólo lo es
la obra de arte. De la misma manera tampoco se puede llamar
bella a la contemplación o al goce de los objetos bellos, ya se
trate de productos del arte o de formaciones naturales. En la
contemplación lo único bello es el objeto y lo es sin perjuicio
de la contribución que presta a ello la puesta de la conciencia
contemplativa.
16
INTRODUCCIÓN
Pero también visto desde el acto, resulta el objeto el punto
de partida natural. Justo quien contempla y goza se vuelve por
completo hacia el objeto en la visión, y puede entregarse a él
hasta el completo olvido de sí mismo. Esta situación del acto
es algo del todo distinto a la conducta cognoscitiva del estético,
si bien hay algo que comparte con ella, a saber, que se dirige
de la misma manera hacia el objeto. Desde luego, el análisis esté
tico no se queda en el objeto, sino que apresa además el acto.
Pero, por lo pronto, se encuentra dirigido hacia el objeto —por la
simple razón de que el acto del contemplar lo encuentra ya di
rigido.
En este estar dirigido surge un problema que ha ocupado a la
estética desde sus principios. Lo conocemos bajo el nombre de
separación del objeto del contexto de otros objetos. En estrecha
conexión con esto hallamos el destacarse del acto contemplativo
del contexto de vida y actos de la persona. El hundimiento en el
objeto bello es, de inmediato, el olvido del yo y de todo aquello
que en la vida cotidiana le resulta presente, actual, importante
u opresivo.
El objeto aparece en nítido destacamiento del contexto vital
y el hombre que se entrega a su impresión experimenta en su
propia persona este apartarse —de lo cotidiano, de la preocupa
ción, de las trivialidades corrientes y las naderías. El mundo cir
cundante desaparece, y él junto con su objeto parece formar un
mundo propio alejado del otro. Es evidente que este fenómeno
es esencial para el auténtico goce artístico, y en algunas casos
fuerte, de tal modo que después se presenta un despertar fran
camente doloroso del arrobamiento.
La suspensión estética es una forma del verdadero éxtasis. Sin
embargo, ha llevado a la opinión —quizá por ser experimentada
en forma más fuerte por las naturalezas sensibles— de que la esen
cia y la tarea del arte es crear un reino de arrobamiento y de ele
vación sobre la vida, un reino que tiene su sentido y fin pura
mente en sí mismo y que excluye cualquier otro interés. Parece
entonces posible que la vida esté al servicio del arte, pero no
que éste sirva a la vida. Pues esto lo subordinaría a un fin extra
artístico.
A quienes vivimos en esta época nos es ajena esta agudización
del valor propio de la obra de arte y de la vida artística. Por ello
debemos hablar de ella aquí. En el movimiento de l'art pour l'art
desempeñó un gran papel. Y no sólo se la elevó en él a teoría,
INTRODUCCIÓN
17
sino que ganó una influencia considerable sobre el sentimiento
y la creación artísticos mismos.
El hombre de sano sentido común ve en forma clara e inelu
dible que un arte que esté alejado de la vida y sus exigencias
pierde el terreno que pisa y queda sin asidero. Sin embargo, de
ningún modo resulta por ello evidente cómo ha de estar unido
a la vida y ha de cumplir con su tarea dentro de la situación espi
ritual de su época, sin perder con ello la autarquía característica
mente estética. Esta aporía no puede ser solucionada ahora; habrá
que tratarla en otras circunstancias. Pues los puntos de que se
parte para llegar a su solución sólo se ofrecen en un estudio más
avanzado del análisis de objetos. Aquí sólo cabía señalarla. Ya
que no debe hablarse ni a favor de un esteticismo tal, ni menos
aún de un arte tendencioso barato.
Se trata más bien de reunir correctamente, es decir, en una
síntesis auténtica las exigencias de ambas partes. Se mostrará que
hay aquí un lazo más profundo; que sólo un arte surgido de una
vida movida culturalmente puede llevar a obras que se destaquen
intemporalmente; y, a la vez, que sólo una vida espiritual que
realiza tales obras es capaz de perfeccionarse en sus tendencias
actuales. Las creaciones espirituales sacan justo de una unión
plena con la vida su fuerza para elevarse hasta la rotundidad úni
ca y la verdadera grandeza, y sólo frente a ella se ve claramente
su destacarse de manera insular; así como a la inversa sólo tales
obras pueden prestar a la vida del individuo y de la comunidad
una conciencia suficiente de su fuerza y profundidad, en otra
forma ocultas.
6. Forma y contenido, materia y elemento
Nada es tan usual en la estética como el concepto de forma.
Todo lo bello que nos sale al paso —sea en la naturaleza o en las
creaciones artísticas— se presenta por lo pronto como una plas
mación de tipo determinado y, como contempladores, sentimos
de inmediato que la menor modificación de la forma destruiría
lo bello como tal. La unidad y totalidad del producto, su unicidad
y rotundidad en sí dependen por completo de la forma; y sabe
mos, sin poder demostrarlo tampoco, que aquí no se trata sólo
de lo externo, del contorno y los límites, ni aun de lo visible o de
lo dado sensorialmente, en cierto modo, sino de una unidad e
integración interiores, de estructuración y coherencia, de disciplina
y necesidad totales.
18
INTRODUCCIÓN
Así, hablamos de la "forma bella" como de algo muy conocido
e indiscutible, aunque nos referimos con ello a cosas muy disí
miles. Mentamos con ello tanto las nobles proporciones de una
escultura, la distribución de los espacios en la arquitectura, el ritmo
y la secuencia de intervalos en una melodía, como la construcción
de toda una "frase" musical o la estructura escénica, muy artís
tica, de una obra de teatro; pero también el juego de líneas del
paisaje en que nos encontramos, la majestuosa configuración de
un árbol gigantesco, la fina nervatura de una hoja. Y siempre
mentamos con ello el estar configurado desde dentro, la forma
esencial al todo y que señala más allá de ella. Se la ha llamado
también —por oposición a la forma externa meramente contin
gente de una cosa— "forma interna"; y con ello tenemos en mente,
oscuramente, algo así como el viejo eidos aristotélico que debía ser,
a la vez, la fuerza motora interna y el principio de configuración
de lo externo.
Pero entonces ¿qué es la "forma interna"? Es justo su enlace
con una metafísica históricamente envejecida lo que da motivo
de reflexión. Es difícil que un contemporáneo esté dispuesto a
aceptar, por mor del problema estético de la forma, un reino ideal
de essentiae preexistentes y hacer depender de él el enigma del
sentido de las formas que surge de inmediato en el contemplador.
Con ello, se acercaría también, peligrosamente, a la comprensión
teórica y a la correspondiente construcción óntica de las cosas.
Pues el eidos tenía el sentido de un principio tal.
Pero también si se excluye una metafísica de este tipo, resulta
la confusión de límites, frente a la mera constitución del ser, un
peligro para el concepto estético de forma. Desde luego, éste
mienta una constitución esencial en la estructura de la cosa. Pero
esto se ajusta también a ella en cuanto objeto del conocimiento;
al organismo, al cosmos y a los ensamblajes físicos de los que
está formado, al hombre como carácter y como tipo, al Estado
como integración, de dentro hacia fuera, de una sociedad humana
existente. "Forma interna" dice muy poco, su concepto es dema
siado general, demasiado pálido.
Con ello es evidente que no se ha rozado siquiera el problema
específicamente estético de la forma. ¿Cómo podría ser de otra
manera? En el fondo, "forma bella" no es más que otra expre
sión de belleza, es decir, una determinación casi tautológica. Sólo
podrá cambiar la situación cuando logremos decir en qué consiste
lo especial de lo "bello" en la forma bella. Ha habido varios
inicios de ello. Se lo ha buscado en la unidad, en la armonía de
INTRODUCCIÓN
19
las partes o miembros, en el dominio de la multiplicidad que in
cluye; y también, de modo más subjetivo, en la complacencia, en
la evidencia inmediata, aun en la animación o espiritualización
de lo que se ofrece sensorialmente. Pero todas éstas son determi
naciones muy generales que casi no dicen nada, cuando no hay
tras ellas una determinación fundamental verdaderamente sólida.
Algunas de ellas no se ajustan a todos los casos, otras no se ajustan
a lo verdaderamente estético de la forma porque son inherentes
más bien todas las plasmaciones del ser, sobre todo a las supe
riores.
A esto se agregan nuevas dificultades. ¿Acaso está excluido de
lo bello el contenido de una poesía, de un busto, de una cierta
disposición en la naturaleza libre? ¿O se es de la opinión de que,
en este sentido, todo lo que llamamos "contenido" pertenece a
la forma? Esto sería muy posible. Pero entonces ¿por qué se habla
sólo de forma, puesto que el concepto de forma lleva en sí la
posibilidad de designar la oposición al contenido que es confi
gurado por la forma?
Es posible que esta discrepancia se deba a la indeterminación
del concepto de contenido. Tratemos, pues, de sustituirlo por algo
más definido. El análisis categorial nos ofrece un punto de partida:
la "materia" aparece como complementaria de la forma. Con
este término no debemos entender, de ninguna manera, sólo el
elemento que llena un espacio; materia, en sentido amplio, es todo
aquello que, de suyo, es indeterminado e indiferenciado, en la
medida en que es capaz de recibir una plasmación —y desde aquí
hasta llegar a las meras dimensiones de espacio y tiempo. También
éstas desempeñan un evidente papel de materia en el objeto ar
tístico. Tal como se ofrece en las artes espaciales y temporales.
Pero hay también, para la comprensión estética, un sentido
más limitado de "materia". Con esta palabra se mienta el campo
de los elementos sensibles en el que se mueve la configuración.
En este sentido, la piedra o el bronce es la materia de la escul
tura, el color la de la pintura, el sonido la de la música. Aquí
"materia" no tiene el significado de algo último e indisoluble,
para no hablar de algo sustancial, sino sólo la especie de los
elementos sensibles que en la configuración artística reciben una
forma de tipo propio.
Esta relación es, sin duda, básica para cualquier análisis de
objetos en el terreno de lo bello. Es más, pertenece a los primeros
pasos de tal análisis. Pues es fácil ver que todo tipo de plasma
ción en las artes depende, en gran medida, del tipo de materia
20
INTRODUCCIÓN
a la que da forma. Se comprueba aquí la "ley general-categorial
de la materia" que dice que en todas las regiones de objetos la
materia codetermina la forma, en la medida en que no todo tipo
de forma es posible en cada materia, sino sólo un determinado
tipo de forma en una materia determinada. Esto, desde luego, no
cancela la autonomía de la forma, sino que sólo la limita. Aquí
están las raíces de aquellos fenómenos de limitación, muy cono
cidos desde la época de la "disputa del Laocoonte" en el si
glo XVII, de lo que es posible presentar en cada una de las
artes. La escultura no puede dar forma en mármol a todo lo
que la poesía presenta, sin esfuerzo, en la materia de las
palabras. Son los fenómenos legítimos de limitación de los
campos artísticos y sus leyes, una vez descubiertas, no pueden
ponerse de ningún modo en tela de juicio.
En la oposición categorial a la materia, en tanto principio que
delimita regiones, alcanza pues el concepto estético de forma una
primera determinación clara; que puede mantenerse sin dificultad
en todas las regiones del arte; pues cada una de ellas tiene su
materia determinada. En verdad puede decirse que toda la divi
sión de las bellas artes se inició, en primer término, en la dife
rencia entre sus materias. Sin embargo, en parte, el principio
de la diferenciación pasa al terreno más amplio de lo bello extra
artístico.
Pero además esta relación sólo concierne a un aspecto del con
cepto de forma. Como puede verse ya por el hecho de que justo
el "contenido" de una obra de arte, es decir, lo que se denomina
así inadecuadamente, no es absorbido por tal concepto de mate
ria. Casi ni es rozado por él. Así, pues, si el concepto de conte
nido ha de alcanzar aquí un sentido claro, debe haber otra opo
sición a la forma.
Esta otra oposición aparece claramente en todos aquellos casos
en que se trata de representación, es decir, en los que el dar forma
consiste en hacer algo visible sensorialmente, lo que también tiene
lugar —o podría tenerlo— más acá del arte. Así, la poesía pre
senta conflictos, pasiones y destinos humanos, la escultura las
formas corpóreas y la pintura casi todo lo visible. Estas
regiones de contenido no son, en sí, artísticas, sólo las convierte
en ello la plasmación del arte. Pero proporcionan los "temas" de
tal plasmación, el "sujeto", así, pues, el "material" en este
sentido, que es convertido en presencia visible sensorialmente
por el creador.
No todas las artes tienen "material" en este sentido, por ejem
plo, la música (cuando menos no la música pura), la
arquitectura,
INTRODUCCIÓN
21
la ornamentación. Y su concepto se vuelve del todo dudoso en
lo bello natural. Sin embargo, en las artes representativas,
incluso la poesía, es un momento constitutivo; y con ello basta
para asegurar su lugar en la estética. Pero entonces debe ser
cierto que en estas artes aparece la categoría de forma en una
doble relación de oposición: por una parte respecto a la
materia "en" la que forman y, por la otra, respecto al
material "al que" forman. Y es evidente que aquí hay una
conexión señalable entre la plasmación en el primero y el
segundo sentidos.
El problema que así se plantea tiene un largo alcance. Sólo
difícilmente se lo podrá solucionar de un golpe. ¿Acaso hay una
plasmación doble en uno y el mismo producto? ¿No deben
ser en el fondo la plasmación de la materia y la plasmación del
material una y la misma? Y sin embargo, no sólo son
distinguibles una de otra, sino esencialmente distintas.
Cuando el escritor forma, por una parte, caracteres y destinos
y, por la otra, las palabras mediante las cuales les da
expresión, es imposible que aquella formación y ésta sean
idénticas. Sin embargo, en la obra terminada, por ejemplo, en
una secuencia de escenas acuñada y realizada en diálogo,
ambas han llegado a una unidad tal que no sólo son
inseparables sino que se dan como una sola plasmación que
repercutiera en dos direcciones.
¿Se trata de una equivocación o se da en realidad esta
plasmación en dos direcciones? Esto último vendría a
significar que una y la misma plasmación domina dos algos
informes, es decir, formables. Podría ser que justo en esta doble
relación pudiera apresarse el secreto de lo bello como tal —si
no todo, cuando menos sí una parte esencial de él.
Es evidente que en este caso la categoría de forma no
sería ya suficiente y que, en su lugar, deberían aparecer las
categorías de la estructura del objeto con las cuales se podría
apresar el enlace característico de dos relaciones evidentemente
heterogéneas, lo mismo que su concurso a la unidad de una
multiplicidad intuitiva —o mejor dicho a la unidad intuitiva
de dos multiplicidades.
7. Intuición, goce, valoración y productividad
En tanto que el problema del objeto estético se deja ya vis
lumbrar en un examen externo como considerablemente
complicado y con un trasfondo que el contemplador puede
sentir, pero no apresar, el problema del acto receptivo se
muestra por su parte no menos complicado.
Resulta ya significativo que haya más de un nombre que
darle.
22
INTRODUCCIÓN
Pues cada nombre corresponde a un aspecto esencial del acto,
pero estos aspectos no son menos heterogéneos que los del objeto.
Cuando menos pueden distinguirse claramente en el acto los mo
mentos de la intuición, del goce y de la valoración. De ellos, el
más notable es el del goce, pero a la vez el más distinguible de
actos de igual altura y originalidad espirituales.
Este momento se ha reconocido desde la Antigüedad. El pri
mero en expresarlo fue Plotino y Kant se mantiene, en su "Ana
lítica de lo bello", casi por completo en él. Usó dos expresiones:
agrado y disfrute. Ambos fueron elegidos en consciente oposición
a la actitud intelectual. Pero a la vez ambos se relacionaban,
de manera estricta, con el objeto y además los concibió de tal
modo que ambos incluían el momento de aprehensión. Es más,
deberían contener también el momento de la valoración. Pues lo
que Kant llama "juicio del gusto" no es más que la expresión
del disfrute sentido mismo, y no un segundo acto al lado de éste.
Así, podemos encontrar los tres aspectos reunidos en la esté
tica kantiana. Pero poco adelantamos con ello en su diferencia
ción. Por el contrario, en el trasfondo de la actitud receptiva se
destaca con fuerza un cuarto momento, el de una puesta automá
tica o un rendimiento espontáneo, que se enfrenta a la actitud
de entrega y pérdida propia del disfrute y que parece acercarse
al acto receptivo del artista productor. En Kant tiene la forma
de un "juego de las fuerzas anímicas" —"imaginación" y "entendi
miento"— que se plantea por reacción y que transcurre según
leyes propias, y tiene el carácter de una recreación interior de la
creación original del artista que se renueva en la intuición.
El siglo xix recogió e imitó en múltiples formas estas determina
ciones kantianas, y trató también de cambiarlas y mejorarlas. Pero
no llegó muy lejos. La pieza más importante en ellas era la recep
ción del acto judicativo en el de goce o, en términos kantianos,
del "juicio" en el "agrado". Se reconoce que un punto principal
de su análisis era la prueba de que el disfrute estético pretende
tener validez universal (para todos los sujetos), pero sin basar
esta pretensión en un "concepto". Esta universalidad "sin con
cepto" es algo único dentro de la filosofía kantiana y por ello
ha llamado siempre en forma especial la atención de los epígonos.
Y de hecho se encuentra aquí una pieza esencial básica del
notable ensamblaje de actos en la conciencia que contempla esté
ticamente.
Pero lo que en esto se queda corto es el aspecto de la intuición,
es decir, el que tenía el primer lugar en la estética intuitiva de
INTRODUCCIÓN
23
Platón y Plotino. La visión es justo el miembro más importante
en este ensamblaje de actos, cuando menos es el soporte. El
agrado o goce y el juicio de valor que en él se esconde tienen ya
el carácter de reacción a la impresión recibida en la visión, son
momentos de respuesta en el acto y por ello no son lo primero
en el ensamblaje total del acto. Sólo pueden aparecer cuando lo
dado plásticamente está ya ahí, es decir, mediante una
instancia receptiva. Apenas puede caber duda de que esta
instancia receptiva del acto es intuitiva.
A ello corresponde la expresión, firmemente enraizada, de "es
tético". La palabra no quiere decir más que "sensible" y con
ello se señala que los sentidos externos —ojos y oídos— son los
instrumentos receptivos de lo bello; con lo que se indica por
lo pronto y de nuevo sólo la oposición a la aprehensión
intelectual. Sin embargo, los sentidos no aparecen aquí sólo
como intermediarios de algo ya existente como en el percibir
cotidiano, sino como estímulo de un proceso de orden
superior que ahora se inicia.
El sentido de esta relación se muestra tan pronto como
reflexionamos que aquí se ha puesto la mira, dentro de la
actividad de los sentidos, sobre el momento de la verdadera
"intuición". Ésta no es idéntica a la receptividad, sino que sólo
sé encuentra indisolublemente unida a ella en la percepción.
Pero ésta recibe su evidencia también en aquellos casos en que
está construida dentro de una conexión mayor de actos, donde la
receptividad queda completamente dominada —como sucede
siempre, en mayor o menor medida, dentro del ensamblaje del
conocimiento.
Tampoco pierde su carácter de intuición en el otro
ensamblaje de actos, totalmente distinto, de la contemplación
estética. Justo' aquí se convierte en dominante; y una gran
cantidad de momentos característicos de la intuición, que
quedan encubiertos en la relación cognoscitiva por la
pretensión de aprehender el ser y que se pasan corrientemente
por alto, muestran aquí ser esenciales. La luz y la sombra son
sólo medios de conocer las formas de las cosas y se les presta
poca atención; pero en el ver pictórico cobran independencia
objetiva y se convierten en lo principal. Lo mismo sucede con la
perspectiva, los colores y los contrastes. Y algo correspondiente
puede decirse respecto a las otras regiones de la aprehensión
artística. También el escritor retiene lo imponderable del
movimiento y los gestos humanos, desapercibidos en la vida
diaria; y aun cuando no puede ofrecerlos a la vista, los hace
aparecer ante la mirada interna mediante el rodeo de la
palabra.
24
INTRODUCCIÓN
Pero tampoco con ello se agota la intuición, su papel sigue
adelante. La visión estética es sólo visión sensible a medias. So
bre ella se eleva una visión de segundo orden, procurada por la
impresión de los sentidos, pero que no queda absorbida en ella y
que está en clara independencia auténtica frente a ella. Esta otra
visión no es una visión de esencias, una aprehensión platónica de
algo universal, ni una intuición en el sentido de un grado más alto
de conocimiento. Más bien está siempre vuelta hacia el objeto par
ticular en su unicidad e individualidad, pero se ve en él lo que
los sentidos no aprehenden directamente: en un paisaje quizá el
momento anímico, en un hombre el de la actitud espiritual, del do
lor o la pasión, en la escena que se desarrolla el del conflicto. Puede
quedar por ahora sin resolver si esto vale con respecto a toda
aprehensión estética. En general puede ser válido respecto a las
artes en sentido estricto y a la visión abierta de lo bello en la vida
y en la naturaleza. Es necesario orientarnos por esta zona central
de fenómenos.
Con respecto a esta visión de segundo orden es importante,
ante todo; el hecho de que no es algo posterior, asunto de la
reflexión que pudiera no realizarse. Bien puede suceder que el
significado de una obra de arte o de un bello rostro humano sólo se
entregue poco a poco en esta visión, pero esto vale también en
gran medida con respecto a la visión de primer orden, por lo que
no puede considerarse como señal especial de aquélla en oposi
ción a ésta. Lo característico es más bien que la visión de segundo
orden está estrechamente ligada a la de primer orden y se presente
siempre con ella. Cuando menos al principio debería estar ya ahí,
aun cuando después avance, se profundice. Sin embargo, muchas
veces se invierte la relación de tal modo que, desde ella, se vuelve
la mirada hacia los detalles meramente sensibles, como si éstos
necesitaran una atención que sólo es proporcionada por la mayor
importancia de la segunda visión.
Ahora bien, no es posible saber, antes del análisis del objeto,
•cómo actúa esta segunda visión. Así, pues, queda por investigarse.
Pero puede sacarse ya de antemano una conclusión que servirá
como norma para todo lo siguiente: en el acto estético receptivo
se trata de la conexión de dos intuiciones, y sólo el efecto con
junto de ambos constituye lo peculiar de la actitud de visión ar
tística.
A partir de aquí es fácil ver que ambos tipos de visión forman
un todo inseparable, dentro del cual se entretejen y se condicio
nan mutuamente. Y es de esperarse que ninguna sea el soporte
INTRODUCCIÓN
25
del goce (del "agrado") y del juicio del gusto sobre el
objeto, sino sólo ambas juntas en su entrelazamiento.
Desde aquí cae un primer rayo de luz sobre el efecto de la
espontaneidad en el ensamble receptivo de actos. Pues aquí
se abre el espacio libre para la actitud interna productiva,
cuya existencia previa en el acto receptivo del contemplador
sospechamos oscuramente, pero que sólo podemos precisar con
dificultad. Es evidente que la visión de segundo orden es
creadora, cuando menos reproductora. Lo que ve no es lo
que entrega la percepción, sino que ésta sólo da lugar a ello,
y por lo demás se destaca automáticamente. Por ello sólo se
conserva como representación para la conciencia visionaria —
concreta y abigarrada, como sólo lo es lo experimentado—, pero
a
pesar de ello no experimentada, sino producida
espontáneamente (por la "imaginación", según dice Kant),
prestidigitación de la fantasía y, a pesar de ello, ligada con
firmeza a la impresión sensible.
La Crítica del juicio ofrece también un concepto de esta
relación interna entre la doble visión. Kant lo llamó "juego de
las fuerzas anímicas" y aprehendió con ello la unidad
característica de las instancias opuestas en la conciencia. Pero
a las dos "fuerzas" de las que se trata les dio el nombre de
"imaginación y entendimiento" y con ello subió demasiado por
la escala de las "facultades". Se apartó demasiado de la
sensibilidad, cuando es evidente que uno de los miembros de la
doble visión es sensible. Pero no es posible determinar al otro
en forma tan intelectual, como se hace al emplear la
expresión "entendimiento". Si se torna el comprender por una
función del entendimiento, se cancela con ello el carácter de
intuición del segundo miembro. Por ello es mejor dejar a un
lado al entendimiento y considerar el entrelazamiento como un
estrelazamiento de visión sensible y suprasensible; esta última
no tiene el significado de un ensimismamiento o hundimiento
misterioso, sino que designa simplemente el ver espontáneo
interior y productivo que añade algo nuevo a lo dado de
inmediato a los sentidos. La expresión kantiana, "imaginación",
sería de hecho adecuada para ello.
Sea de ello lo que fuere, podemos retener el acoplamiento
de dos visiones como algo básico para todo el ensamblaje
receptivo de actos de la contemplación estética. En él, la
visión interior es el primer momento condicionante, pero con
ella entra en juego una relación de la condición alterna. Pues
sólo la puesta de la segunda visión eleva a la primera sobre la
percepción cotidiana y le da el carácter especial, estético.
Ambas unidas constituyen, a
26
INTRODUCCIÓN
su vez, el elemento de soporte del acto de agrado, de disfrute
o goce, ya que éste sólo puede surgir una vez que se ha realizado
la iluminación interior de la visión sensible por medio de la
suprasensible. Y a la inversa, el objeto contemplado aparece como
bello en la medida en que esta iluminación y este ser ilumina
do no se experimentan en la visión misma como una visión de
los momentos del acto —cuya relación queda oculta a la concien
cia intuitiva—, sino como una relación de momentos o capas del
objeto a los que están subordinados los momentos del acto.
Este "parecer bello" es expresado por el juicio estético de valor.
La valoración como momento del acto es sustentada también
por el entrelazamiento de la doble visión. Y no podría ser de otro
modo ya que aun el agrado mismo es sustentado por tal entrela
zamiento. Pues el juicio del gusto es sólo la expresión reflexiva de
lo que el agrado hace inmediatamente sensible.
8. Lo bello natural, lo bello humano y lo bello artístico
Hay muchos intentos en la estética que, en realidad, no son
sino filosofía del arte. Es comprensible, pues en las artes donde se
plantean de modo más significativo los problemas fundamentales
de lo bello y de su aprehensión y, por ello, son más prontamente
analizables. Además, el hombre de actitud artística tiene por lo
común un juicio a favor de lo bello artístico, por ejemplo, del
tipo que a limíne supone lo bello supremo. Hasta la fecha resulta
usual cierta exageración de los valores artísticos entre quienes en
tienden algo sobre el asunto. Con lo cual, desde luego, se degrada
sin pensarlo todo lo bello.
Es evidente que tales opiniones representan un punto extremo.
Nadie disputará que en las artes se presentan también componen
tes valiosos de tipo peculiar que faltan en lo bello de otras esferas;
el verdadero sentido de la palabra "arte" se refiere al quehacer
del artista, se trata de un factor que sentimos como "oficio" en
la obra de arte y que reconocemos como auténtica cualidad valiosa.
Pero esto no justifica el considerar la falta de estas cualidades
en lo bello extraartístico como un defecto.
Así, pues, debe partirse de lo bello general, sin que importe
dónde y cómo aparezca. Y con ello debe reconocerse igual dig
nidad a lo bello natural y lo bello humano que a la obra de arte.
Por lo común sólo se hace referencia a la naturaleza. Pero tam
bién el hombre y mucho de lo que hay en la esfera de su vida
y su conducta tienen un aspecto estético; el hombre no es siem
pre pura naturaleza, sino a la vez todo un mundo espiritual que
INTRODUCCIÓN
27
se sobrepone al natural. Y si bien es cierto que, en lo esencial,
son las aportaciones característicamente morales de su acción
y su conducta las que constituyen el contenido de lo bello
humano, de ahí no puede seguirse, en modo alguno, que la
estética desemboque aquí en la ética, ni lo bello en lo
bueno. Humanamente bello puede ser también el juego de
las pasiones cuando se presenta libre de trabas y no puede ser
llamado bueno de ninguna manera. Los conflictos y la lucha,
la pasión y la derrota ofrecen una tensión y solución
verdaderamente dramáticas, no sólo para el escritor —que las
busca como elemento a fin de configurarlos artísticamente—,
sino para aquellos a quienes la vida proporciona la distancia y la
tranquilidad necesarias para verlos en su dramatismo natural. Es
muy posible que exista un dramatismo escénico sólo gracias
a que existe un dramatismo vital, que como tal puede ser
sentido de modo estético. Lo mismo es válido, en medida aún
mayor, de la comicidad de la vida que también florece y es
sentida sin la transformación literaria. Hay humoristas sin lite
ratura, en medio de la vida y, desde luego, no sólo en
aquellos casos en que se anuncian con dichos certeros; de lo
que se trata es de la disposición interna, del modo de ser y de
vivir, del sentido de lo demasiado humano. La visibilidad de lo
cómico involuntario en la vida humana depende de la actitud
del contemplador, de su distanciamiento y su estar por
encima de ella, de su diversión con ella. Es verdad que no
caemos fácilmente en la cuenta de estas condiciones en tanto
somos copartícipes y acompañantes.
Con ello se amplía muy considerablemente el campo
conjunto de posibles objetos estéticos. Puede uno preguntarse,
con toda seriedad, si acaso hay algún objeto en el mundo que no
tenga un aspecto estético. Si es necesario responder en forma
negativa, y todo ente cae en la alternativa entre "bello" y "feo",
resulta necesario destacar dentro de esta enorme muchedumbre
lo que tiene derecho, en sentido estricto y eminente, a una
valoración estética.
Para ello no basta con reservar a la sola obra de arte el terreno
delimitado y sacar de él todo lo demás. Las obras de arte pueden
resultar insignificantes y ser discutibles de acuerdo con la
dirección plena de lo intentado, y las obras de la naturaleza
pueden ser valiosas y convincentes estéticamente más allá de
toda medida. Es más: se plantea la pregunta de si lo feo o
vulgar no ha de buscarse, exclusivamente en el terreno del arte,
a
saber, en lo fracasado artísticamente, y de si en la
naturaleza no es todo bello. Y entonces puede hacerse la
pregunta ulterior de si es también
28
INTRODUCCIÓN
así en el reino de lo humano. Quizá depende sólo de un sentido
defectuoso del contemplador, respecto a los distintos tipos de
lo bello, el que no pueda verlos por doquier. Herder da el ejem
plo del "espantoso cocodrilo" como prueba de lo feo entre las
formas de lo vivo, lo que actualmente resulta muy subjetivo. Y
lo mismo sucede con los rostros y figuras humanos: las llamadas
épocas clásicas de la escultura y la pintura crearon determina
dos ideales de belleza que ejercieron su dominio durante siglos
sobre el gusto, y todo lo que no correspondía a ellos era conside
rado no bello. Pero llegaron otros tiempos y otros gustos y otros
tipos ideales se convirtieron en norma. Toda norma de este tipo
ha mostrado estar condicionada temporalmente, ser pasajera y
relativa. Así, pues, ¿con qué derecho suponemos que las formas
que nos salen al encuentro en la vida, en la medida en que
nos desagradan a quienes vivimos hoy en día, han de pasar por
feos?
Las preguntas de este último tipo nos llevan directamente a
un relativismo frente a los valores estéticos. Y entonces parece
que lo bello no es más que una norma mudable y aun arbitraria,
condicionada por factores extraestéticos, por las circunstancias
sociales, las tendencias prácticas predominantes, por su utilidad
para la vida o también por direcciones de preferencia surgidas
de lo biológico y que buscan una expresión en un tipo determi
nado de ideales.
Hay que reconocer sin condiciones el hecho de la fluctuación
histórica. No hace falta ignorar los fenómenos de este tipo para
reconocer que ni ellos ni sus semejantes rozan siquiera la esen
cia del ser bello, sino sólo sus peculiaridades. Así, sigue siendo
una pregunta del todo básica la de si se da lo feo en el reino de
la naturaleza, aun cuando el sentido para lo bello natural va
rié mucho y en general se presente en la historia relativamente
tarde.
También esta pregunta habrá de ser tratada en su lugar. Y
entonces aparecerá en estos términos: ¿se puede señalar en la
diversidad del sentimiento, temporalmente condicionado, de
la naturaleza algo común y básico que sea objetivamente consti
tutivo del "parecer algo bello"? Para ello hay ahora ciertos ca
minos de acceso que no pudo encontrar la estética intelectualista y
psicologista. Están en el terreno de la ontología y la antropología
nuevas y remiten a ciertas relaciones categoriales básicas. Por lo
demás, la pregunta acerca de los bello natural limita, por la parte
del contenido, con el terreno de investigación de la filosofía
INTRODUCCIÓN
29
de la naturaleza que tanto escandaliza aún; de la misma mane
ra que el problema de lo bello humano limita con el de la an
tropología. Es necesario cuidarse, aquí como allí, de confusiones
en cuanto a los límites, pero tampoco es posible llevar el respeto
hacia el problema de los límites hasta el extremo.
El mantenerse en la única línea que puede seguirse entre las
muchas desviaciones, debería ser, de hecho, una tarea de enorme
dificultad. Las viejas representaciones ontológicas de perfección,
que todavía el siglo XVIII introdujo por todas partes, a duras penas
bastan aquí. Pero es concebible sacar de ellas un núcleo esencial
sostenible, a fin de salvaguardarlas para un análisis más fenome
nológico. El punto de partida general está ya dado en cuanto
se ve que la llamada "naturaleza" no es un mero sistema de leyes,
sino que también consiste en una jerarquía de productos que
reciben su carácter de ensamblaje de una unidad y totalidad in
teriores, sin que importe que tengan un carácter meramente diná
mico u orgánico.
Pues los ensamblajes naturales son algo violable, perturbable
y destructible, y toda perturbación en ellos es algo negativo
que se siente también negativamente, apresable modus deficiens
objetivamente en las cosas y subjetivamente en la intuición. Éste
sería el lugar de aparición de lo feo en el reino de las formas
naturales. El supuesto de ello sería, desde luego, que hay una
conciencia inmediata, sensible e intuitiva, del carácter intacto y
pleno, como también de la perturbabilidad, de estas formas.
Pero esto habría que comprobarlo, si bien dentro de ciertos
límites, en un análisis adecuado de los fenómenos.
9. Metafísica idealista de lo bello. Intelectualismo y actitud
temática
De nuevo aparece en primer término el problema del proceder
de la estética. No en el sentido de que pudiera proyectarse de
antemano una metodología. Más bien hay que mantenerse en la
opinión de que una conciencia del método es siempre secun
daria frente al método vivo que trabaja y se dirige sólo a su ob
jeto. * Sin embargo, muy bien pueden plantearse preguntas pre
vias que pueden contestarse gracias a la experiencia histórica de
múltiples intentos y esfuerzos. Por lo que respecta a la situación
de atraso de la estética no se ha hecho de ningún modo lo sufi-
* Véase Ontología. III: La fábrica del mundo real, trad. de J. Gaos,
Fondo de Cultura Económica, México, 1959, cap. 62 a, b.
30
INTRODUCCIÓN
ciente para ello con lo que se sacó de los muchos
análisis mencionados.
Por joven que sea la estética, abarca ya una serie de direcciones
muy diversas que no terminan en la oposición entre el análisis del
acto y el del objeto. Ya en Kant y Baumgarten se entrela
zan ambos en forma inextricable. Por último, en Schelling, Hegel
y Schopenhauer se rebajan, por mor de una concepción metafísica
fundamental, casi a meros momentos. El peso se traslada del
todo a las artes, que celebran el gran triunfo de la superioridad,
y lo bello en el mundo más acá del arte se rebaja a objeto de
segundo rango.
Esto tiene sus razones de ser en la metafísica, mucho más ge
neral, del idealismo y, en especial, en el papel que se atribuye a
las artes en la totalidad de la vida espiritual. Si hay una "inteli
gencia inconsciente" o una "razón absoluta" como base de todo
ente, si los productos de la naturaleza son expresiones unilaterales
de esta razón y si la vida espiritual es la conciencia de sí de
tal razón que se realiza gradualmente, entonces las artes no pueden
ser sino grados de esta conciencia de sí; desde luego, no son los
superiores, pues permanecen unidos a lo sensible, pero sí resultan
necesarios para el ser humano limitado y no pueden ser sustituidos
por el comprender. Es verdad que, para Schelling, se invierte la
relación, pues pone a la intuición por encima del concepto y,
por último, la eleva a instrumento universal de la filosofía; con
ello el artista se convierte no sólo en vidente, sino en portador
del destino del Espíritu, y el filósofo, a su vez, en artista eminente
tal como corresponde al ideal del romanticismo. Hegel, por el
contrario, se mantiene firme en la superioridad del concepto y
el "no llegar al concepto", que es propio de las artes, es su de
fecto. Todo esto sólo tiene sentido si se concede la idea básica
de este idealismo, a saber, que hay un Absoluto subyacente que
adquiere conciencia plástica intuitiva en las creaciones del arte.
Esta metafísica de lo bello se muestra relativamente indife
rente con respecto al otro aspecto del supuesto idealista, a saber,
que el Absoluto debe ser un principio "racional". Así lo demuestra
la estética de Schopenhauer, construida según el mismo esque
ma, pero en la que subyace una voluntad universal carente de ra
zón y de inteligencia. En verdad es justo aquí donde se hace del
todo transparente la imagen total, pues no sólo la conciencia
sino también la inteligencia son siempre asuntos humanos. El
viejo platonismo experimenta un renacimiento tardío en esta teo
ría: la naturaleza es un reino de formas firmemente
acuñadas,
INTRODUCCIÓN
31
toda forma de los productos tiene una "idea" subyacente, de
acuerdo con la cual se forman los casos, las artes permiten que es
tas ideas aparezcan en las obras individuales y este aparecer es el
resplandor de lo bello. La música penetra aún más, pues no imita
formas objetivas, sino que da expresión sensible a la esencia ori
ginal, a la "voluntad universal". Pero también en esta teoría se
disuelve toda la serie de rendimientos del arte en un hacerse cons
ciente aquello que ya existe en sí sin el arte.
Esto último es, sin duda alguna, un residuo de aquel intelec
tualismo que desde tiempo inmemorial se adhiere a las reflexiones
de la estética; desde luego, no se trata de un intelectualismo en
sentido estrecho que reduzca a pensamiento, concepto y juicio,
pero sí de aquel de sentido amplio que toma la visión estética
por un tipo de aprehensión cognoscitiva. En nada modifica este
error el hecho de que Schelling haya colocado a la intuición por
encima del concepto. En general, la tesis fundamental es indife
rente hacia el ordenamiento jerárquico de tipos y grados de la
aprehensión; en todas estas concepciones el esquema del cono
cimiento sigue siendo el mismo; se adhiere con igual firmeza al
acto estético, por más que la teoría se cuide de ello por medio
de distinciones subordinadas.
Sin embargo, aquí es más importante un segundo momento.
Las teorías de lo bello que entienden el acto de la visión por
analogía con el conocimiento, están, por su esencia misma, dirigi
das de modo especial hacia el contenido de las artes y por ello
no pueden hacer justicia al momento de la forma, es decir, a
todo lo verdaderamente estructural y gráfico de las creaciones
artísticas. Esta crítica no intenta defender la separación entre
"forma y materia"; tiene ya buena justificación cuando las nuevas
investigaciones ponen de manifiesto que el contenido específica
mente artístico está constituido por la conformación. Sin embargo,
estas teorías metafísicas del arte están muy alejadas de tal opinión.
Para ellas, el contenido es más bien el "material" dada previa
mente, a saber, en el sentido ya mencionado de tema o asunto;
desde luego, el momento temático mismo está muy ampliado y
engrandecido; es elevado a la metafísica propia de una concepción
del mundo.
Esto en nada cambia el hecho de que el aspecto de la confor
mación artística —y justo también la rotundidad interior misma—
se quede corto. Cuando menos debe decirse que no se reconocen la
importancia de la autonomía y el valor propio de la forma —carac
terísticos de todo logro artístico. De ello podrían darse incontables
32
INTRODUCCIÓN
ejemplos tomados de la amplia estética de Hegel; de todos cono
cida es su interpretación de lo trágico en el caso de la Antígona
de Sófocles, donde se considera que el conflicto —puramente
moral— surge de la oposición entre la ley estricta y la no estricta.
Estrechamente ligada a la actitud "temática" está la opinión,
muy difundida, de que en todas las artes el crear productivo es
una función de la vida ética y religiosa. Esta concepción no está
ligada a ninguna época o teoría determinada, y está, hoy en
día, tan viva como hace 150 años. Desde luego, no ha de desco
nocerse que, por lo común, el gran arte crece en el terreno de
una vida religiosa muy desarrollada y que, en un principio, sur
gió como expresión de ella. Sin embargo, las conclusiones que
de ello se han sacado son dudosas y recuerdan peligrosamente la
metafísica hegeliana del Espíritu. Pues ahora parece que tal re
lación no es sólo constitutiva de cualquier arte, sino también el
principio interior de la productividad artística misma con lo
cual se hace, evidentemente, a un lado el problema estético de
la forma y se pone en duda la autonomía de los valores estéticos.
Lo único que, de todo esto, merece retenerse es que la produc
ción artística crece con mayor rapidez en aquellos lugares en que
los hombres son movidos por grandes ideas y la pasión de la idea
fuerza a la expresión, casi querría decir a la objetivación. Esto
es válido con respecto a toda vida espiritual altamente desarrolla
da, una vez despierta. Sin embargo, la vida religiosa está desti
nada, más que todo lo demás, a encontrar expresión en el arte,
justo porque su contenido está más allá de lo directamente comu
nicable. Las artes poseen la varita mágica que da figura a lo
inapresable, logran lo que la mera enunciación y formulación
—por ejemplo, el dogma— no pueden lograr; traen lo suprasensi
ble y jamás visto a la cercanía sensible y así le dan en el corazón
humano la fuerza que sólo tiene lo sentido como algo cercano
y presente. La vida religiosa, una vez despierta, tiene que clamar
por el arte y así lo hace, lo llena de su impulso, de su pasión,
de sus ideas.
Pero el arte, una vez despierto, encuentra otras cosas en el
mundo que también claman por él: la vida moral y social con
sus conflictos y destinos, la profundidad del corazón humano
con sus penas, sus luchas y la inagotable multiplicidad de la
idiosincrasia individual; y por último, el reino de la naturaleza con
sus incomprendidas maravillas. Para el hombre —que es un ser
espiritual— la mayor actualidad la tiene, con mucho, la vida es-
INTRODUCCIÓN
33
piritual. Por ello aparece en primer lugar su serie de temas;
el impulso hacia su presentación es el más fuerte.
Pero la conformación misma —que da satisfacción a este
impulso— es por ello algo distinto y sigue siéndolo y no puede
entenderse a partir de las meras condiciones "temáticas".
Tampoco puede serlo si, en verdad, sólo en lo temático deben
buscarse las fuerzas espirituales que impulsan a la
configuración.
10. Estética de la forma y de la expresión
Es comprensible que la reacción a estos intentos
metafísicos sobre el contenido haya caído en el extremo
contrario. Se recordó la autonomía de la forma artística y se
trató de entender lo bello a partir de principios puramente
formales. Muy lógicamente se erigió en meta lo estructural del
objeto bello, sobre todo en la obra de arte. En sí, este tipo de
investigación es tan objetivo como el dirigido al
contenido, pero no ve la esencia del objeto en algo
preexistente, que llega a la presencia, sino en las cualidades
especiales de la presentación misma. Y con ello se da un paso
importante hacia la esencia de lo bello.
Ahora bien, debe decirse de inmediato que esta tarea ha
mostrado ser infinitamente más difícil de lo que se creyó en un
principio. Pues sólo ahora se está ante el verdadero enigma
de lo bello; y los medios de conocimiento que hubo que
introducir pronto mostraron ser insuficientes. Sólo bosquejan
el problema, pero no penetran mucho en su hondura. Puede
decirse que sólo aquí se mostró en qué escasa medida es la
forma estética un objeto de posible conocimiento.
Hoy en día, al volver los ojos hacia la insuficiencia del cercano
pasado, nos sentimos tentados a exclamar: "¡Cómo no iba a
ser así! La forma sólo se da a la intuición, nunca al
comprender." Pero para quienes emprendieron la nueva tarea,
esto no era tan seguro y mucho menos evidente. Así, se
adujeron,
en
esta
ocasión
también,
momentos
extraestéticos a fin de llenar más o menos las lagunas, ahora
visibles, del comprender. Pero con ello no se pasó de las
determinaciones más generales: armonía, ritmo, simetría, orden
de las partes dentro del todo, unidad de una multiplicidad y
muchas otras más. Los conceptos de este tipo fueron
enumerados y variados casi hasta agotarlos, a fin de poder
rastrear el secreto de lo bello a partir del aspecto objetivo.
Tampoco puede negarse que en todas ellas existe una
tendencia correcta. Pero se ve fácilmente que son demasiado
generales para poder tocar siquiera de manera superficial lo
específicamente esté-
34
INTRODUCCIÓN
tico de las cualidades formales. Todo producto natural posee la
unidad de la multiplicidad, lo mismo que el orden de las partes
y, en muchos casos, la simetría. Por el contrario, la armonía y
el ritmo —en la medida en que quieren decir más que aquéllos—
se han tomado del campo fenoménico de una de las artes, la
música (que desde luego es prototípica de lo bello formal puro);
por ello resultan tautológicos en relación con este arte, aun cuando
no lo agotan; sin embargo, en relación con las otras artes
sólo aciertan por analogía y, por ello mismo, las agotan menos.
La enorme multiplicidad de formas en el arte —y no menos
en lo bello natural— ni siquiera se ha rozado con ello. Pero justo
aquí empieza el verdadero problema de la forma. Éste surge con
la pregunta de por qué son bellas formas muy determinadas de lo
visible o de lo representable por medio de la palabra acuñada, y
otras en cambio, que sólo se apartan poco de ellas, no lo son.
Pues lo feo no es meramente lo carente de forma, sino lo defec
tuoso o fallido en el sentido de determinada plasmación. Así,
pues, a pesar de intentos de mérito, falta aquí lo principal. Y pue
de preguntarse si podrá encontrárselo por los caminos trazados.
No resulta mejor el determinar la forma estética como expre
sión. Pues de inmediato se plantea la pregunta: "de qué" ha de
ser la expresión. Las respuestas pueden ser: de la vida, del alma,
de lo humano, de lo espiritual, de lo significativo, o aun del
sentido, de la finalidad o del valor. También éstos son datos que
no pueden desecharse sin más. Es evidente que aciertan al defi
nir mucho de lo bello del arte y fuera de él. Pero es difícil que
acierten en todo lo bello. Por lo demás hay que reflexionar aquí
sobre tres cosas. En primer lugar existe una relación expresiva
fuera del arte, por ejemplo, en el lenguaje cotidiano, la gesticu
lación y la mímica. En segundo término, no toda expresión —aun
que sea la querida artísticamente— puede ser llamada bella y, en
tercer lugar, la pregunta acerca del contenido expresado traslada
de nuevo el problema de la forma al material. Con ello no se
hace justicia al problema de la forma.
Tampoco sirve de mucho el decir que se trata de la forma en
unidad con el contenido, por ejemplo, de la "correspondencia
entre la forma y el contenido" (Wilhelm Wundt) o de la "for
ma de la idea en un modo real de aparición". Más bien se trata
ría de saber en qué debe consistir la correspondencia, cómo se
logra su unidad con el contenido y qué lleva a la "forma de la
idea" a la aparición. Mucho más adelante ha llegado en esta di
rección la teoría científica acerca de las artes individuales, por
INTRODUCCIÓN
35
ejemplo, Hanslick en el terreno de la música y A. von
Hildebrandt en la escultura. Desde luego, es posible adelantar
algo, a partir de los problemas estilísticos de artes y épocas,
en lo que respecta a la esencia de la forma y de la expresión.
Sin embargo, la desventaja de la especialización es aquí
mayor que la ventaja y uno se aleja de lo fundamental en la
medida en que se penetra más concretamente en lo especial.
Por lo tanto, tropezamos aquí, como sucede siempre en la es
tética, con la misma dificultad metódica: el fenómeno se
presenta sólo en el caso individual, pero en éste no puede
apresarse lo general; y donde puede apresarse se rompe y
destruye el fenómeno. Es el reverso de la relación, que llamó
la atención desde un principio: donde la visión está intacta no
hay un comprender; cuando surge la comprensión se destruye la
visión. Sólo una investigación ulterior enseñará cómo salir de
esta relación dialéctica negativa.
Lo que se esconde en el principio de la "expresión" habría
de ser, más bien, una relación fenoménica y de tipo muy
peculiar. Pero no necesita ser aparición de una "idea", ni de
la vida, ni de un sentido. Sino que la peculiaridad del objeto
bello ha de buscarse en la manera misma de aparecer. Con ello
queda el espacio libre para otro concepto de forma distinto y
específicamente estético. Pues de una u otra manera ha de
tratarse de la forma de la aparición como tal, y es de esperar
que la rijan reglas de juego completamente distintas a las de
la plasmación de otro tipo.
11. Estética psicológica y estética fenomenológica
El despliegue de una concepción psicológico-subjetiva corre
paralelo a la interpretación objetivo-formal de lo bello, en parte
en oposición a ella y en parte unida a ellos por giros
asombrosos. Pertenece al movimiento general del psicologismo
y comparte con él la tendencia a retrotraer todo a procesos
anímicos. Es comprensible, dadas las dificultades con que
tropieza el análisis de la forma, que por un tiempo se creyera
que el futuro de la estética estaba en ella.
Desde luego, se trata aquí de un análisis puro del acto.
Pero esto no constituye la esencia de la cosa; sin análisis del
acto es imposible todo progreso de la estética. El peso recae
más bien aquí sobre la pretensión de poder aclarar el objeto
estético y sus valores a partir del acto. Por ejemplo, Theodor
Lipps entendió al objeto como totalmente dependiente del
contemplador y de
36
INTRODUCCIÓN
tal modo que está por completo penetrado por el hacer del
sujeto; sólo lo convierte en objeto estético el que el hombre "pro
yecte sentimentalmente" en él su propia postura interior y, así,
se viva a sí mismo en él. En consecuencia, lo bello es la cualidad
que alcanza el objeto para el contemplador por la empatía de
éste. El goce de lo bello es, sin embargo, en última instancia,
un goce de sí mismo del yo, indirecto desde luego, mediatizado
por el objeto en el que se ha proyectado sentimentalmente.
Junto a la teoría de la empatía puede ponerse toda una serie
de concepciones que se le asemejan en el punto principal, a saber,
que lo bello no estriba en una modalidad del objeto, ni por la
forma ni por el contenido, sino en un comportamiento, hacer o
estado del sujeto. Es verdad que las formulaciones que hemos
encontrado nos parecen más subjetivas de lo que era la intención
de quienes las sostuvieron, pues el subjetivismo dominante por
aquellos días consideraba la sustentación del objeto en el acto
como algo natural de suyo. Pero la enorme dificultad que con
ello se presenta no disminuye por esta apariencia de naturalidad.
La encontramos en la pregunta de cómo es posible atribuir al
objeto el hacer del propio acto como una cualidad valiosa y go
zarlo como tal. Pues en toda esta situación lo bello no es el
yo y su actividad, sino sólo el objeto.
Las teorías de este tipo llevan en sí el ser cada vez más com
plicadas y artificiales, mientras más se esfuerzan por tratar de
los fenómenos que se dan en la realidad y por hacerles justicia.
Así sucedió también con la estética psicologizante; tuvo que ser
reconstruida, mejorada y planteada de nuevo sin que se lograse
salir, en lo esencial, de la dificultad. El callejón sin salida —que
los opositores habían previsto mucho tiempo antes— se hizo evi
dente, sin que nadie pudiera descubrir su causa interna.
Sin embargo, hay algo que la distancia histórica suficiente no
nos permite negar: de hecho existe un tipo determinado de de
pendencia del objeto estético en relación con el sujeto que intuye,
y esta dependencia —reconocida y discutida desde la época de
Kant— fue exagerada por la teoría de la empatía, pero a la vez
se la sacó de nuevo a luz y se la hizo discutible. En ella que
daba esto en claro: que la belleza no está adherida a las cosas
como modalidades ónticas, independientes de la manera de ser
y de la fuerza perceptiva del sujeto, sino que está del todo con
dicionada por una actitud o postura interior muy determinada,
distinta respecto de cada una de las artes —casi respecto de cada
objeto individual.
INTRODUCCIÓN
37
La enseñanza que debe sacarse de aquí tiene en sí algo de fun
damental e imperecedero, unido de modo muy laxo a
interpretaciones psicológicas especiales y que, de ninguna
manera, se sostiene o cae con ellas. Afirma que no hay un ser
bello en sí, sino sólo un ser bello "para alguien", y que el
objeto estético mismo, ya sea de la naturaleza o del arte, no es
tal en sí, sino sólo "para nosotros"; y también que sólo lo es en
la medida en que aportamos una posición receptiva interior
determinada, ya se considere como tal la postura o un hacer
activo. De ningún modo es necesario caer por ello en un
subjetivismo idealista o en una observancia psicologista; no se
afirma aquí la subjetividad de lo bello sino sólo una
codependencia respecto al sujeto, que puede armonizarse con
las exigencias objetivas de la estética de la forma y que,
quizá, sólo en la síntesis con ésta podría dar una imagen
unitaria.
Si desde aquí volvemos los ojos hacia Kant encontramos el
pensamiento fundamental prefigurado ya muy detalladamente
en su analítica de lo bello. Consiste en el "juego de las fuerzas
anímicas". Pues según se lleve a cabo o no, aparece el objeto
corno bello o como no bello. Puede uno preguntarse por qué
no se impuso este pensamiento de inmediato en la estética.
Existe una razón comprensible: en Kant el objeto de
conocimiento —es decir, las "cosas" todas sin distinción—
está igualmente condicionado por el cohacer del sujeto, en ello
estriba el "idealismo trascendental"; así, pues en él tal
condicionalidad no establece diferencia alguna entre los
"objetos empíricos reales" y los objetos bellos. Y si bien la
aportación del sujeto es siempre esencialmente distinta, la
relación fundamental sigue siendo la misma. Fue el modo
de ver del idealismo el que borró la oposición y no hizo
justicia a la manera distinta de ser del objeto estético. El
idealismo —aun el trascendental, tan cuidadosamente
sopesado-no es un terreno en el que se puedan trabajar las
diferencias en la manera de ser. Pero justo aquí se
comprueba que no es posible tratar el problema estético de la
forma sin distinciones precisas de este tipo (en última
instancia, ontológicas).
No faltó la idea de una síntesis adecuada entre la
interpretación subjetivista y la objetivista en esta pugna de
pareceres. En cierto sentido, se encontraba en la estética de la
"expresión", tal como la representa, por ejemplo, Benedetto
Croce: el acto no es expresión, pero sí lo es el objeto,
aunque su expresarse no existe en sí, sino "para" un sujeto
que lo entiende; lo mismo pasa con la belleza: lo bello no
es la intuición ni tampoco el arte del
38
INTRODUCCIÓN
"oficio", sino sólo el objeto —aunque no tomado para sí, sino para
un sujeto que lo intuye en determinada entrega.
Así, pues, aquí queda aún tarea para el análisis del acto, que
sólo éste es capaz de hacer y sin que ello vaya en detrimento del
análisis del objeto, sino más bien saliéndole al encuentro de modo
adecuado. Debería ser una ventaja el que ambos siguieran su
propio camino, con cierta independencia, a partir de distintos
aspectos del fenómeno total. Pues justo así alcanza su justifica
ción —que se acerca al sentido de un criterio de verdad— todo
lo que concuerda entre sí o se apoya mutuamente.
Si reflexionamos acerca de esta situación del problema más o
menos sin prejuicios, es decir, sin tomar partido por una u otra
teoría de las que han colaborado a ella, sino manteniéndonos a
distancia de sus intenciones, no podremos ocultarnos que, en ge
neral, la situación ha tomado un giro favorable. El único problema
es cómo valorarla. Y hay que decir que para ello se ha hecho
poco todavía. Los intentos que se han registrado desde fines del
siglo pasado, han tomado más bien una u otra dirección, pero
no han reconocido la tarea de la síntesis ni la ventaja que ofrece.
El más importante de ellos partió de la fenomenología. En esta
manera de investigar se daban, cuando menos, las condiciones
metodológicas para un posible éxito. Pues nada prestaba tanta
ayuda como la tendencia a acercarse lo más posible a los fenó
menos mismos, a apresarlos más detalladamente de lo hecho hasta
ahora y a aprender a verlos en su multiplicidad para volver, sólo
entonces, a las preguntas más generales. Si la fenomenología hu
biese logrado —en aquellos primeros decenios de nuestro siglo
en que alcanzó un sorprendente florecimiento— avanzar simul
táneamente en ambos aspectos del problema, no habría podido
faltarle un éxito decisivo en la estética. Pero el campo de trabajo
que se le abrió a la vez en varios terrenos fue demasiado grande
y las inteligencias educadas por Husserl muy escasas para poder
dominarlo todo. Se creyó también que habían de crearse nuevas
bases en todos los terrenos de la filosofía y la estética no pare
ció ser el más urgente. Así, pues, la situación del problema, que
había llegado ya a una cierta madurez, siguió aquí sin valuarse.
Se inició, desde luego, el análisis, pero sólo del sujeto y del
acto; y aun allí se quedó en cierta unilateralidad, pues sólo el
momento del "goce", es decir, el "disfrute" kantiano, llegó a
ser investigado en serio. Fue Moritz Geiger quien hizo este aná
lisis. Tenemos que agradecerle algo nuevo, de hecho, y a su ma
nera importante. Sin embargo, está aún demasiado cerca de la
INTRODUCCIÓN
39
estética psicológica —pues la fenomenología surgió de la psico
logía— para poder alcanzar el problema fundamental de lo bello.
El puro análisis del acto no pudo proporcionar más que ciertos
rayos de luz que cayeron sobre el objeto del goce, pero no pudo
apresar la estructura y el aspecto valioso del objeto estético. De
suyo, el nuevo método sólo hubiera podido resultar fructífero para
el problema de lo bello si se hubiera hecho accesible a la des
cripción el aspecto fundamental del acto, la visión estética, en
su doble figura y si, a la vez, los resultados de la descripción hu
bieran estado de acuerdo con los de un análisis del objeto rea
lizado paralelamente.
De nuevo se muestra aquí lo que ya señalábamos más arriba: el
análisis del acto ha dado un paso más, el análisis del objeto se
ha quedado atrás. Y de ello resulta la necesidad de recuperar el
atraso de este último. Las oportunidades actuales no son desfa
vorables. Justo el pecado de omisión de la fenomenología nos
señala aquí el camino y nos proporciona el medio para seguir
adelante. Pues no es fácil ver por qué las esencias del acto han de
ser más analizables que las del objeto, pues éstas son más acce
sibles a la conciencia en actitud natural (intentio recta), mientras
que aquéllas sólo resultan accesibles por una reflexión artificial
sobre la conciencia del objeto (intentio obliqua).
En sus principios, la fenomenología tenía el prejuicio de que,
a la inversa, lo dado de inmediato es el acto. Compartía aún los
supuestos filosóficos inmanentes del psicologismo y del idealismo
kantiano, de los que procedía y de cuyos errores más patentes
apenas acababa de desprenderse. Pero aún faltaba algo a la pe
netración, requerida en todos los terrenos, hasta el reino verda
deramente cercano de lo dado, el del fenómeno del objeto. Por
ello, el grito husserliano de "volvamos a las cosas" no se satis
fizo tampoco aquí. Y en consecuencia no se pudo llegar en el
terreno teórico al ente, en el ético al verdadero análisis del valor,
y en el estético hasta la esencia de lo bello mismo.
También esto ha cambiado desde entonces. El camino hacia
adelante está abierto. Hace ya tiempo que es transitable a la teo
ría del ente, en la ética ha llevado a un nuevo análisis del valor
según su contenido. Sólo la estética no se ha decidido a tomarlo.
12. Modo de ser y estructura del objeto estético
Como se dirige a los sentidos, se ha creído que el objeto bello
es una cosa como las demás: perceptible, apresable y de la misma
realidad que ellas. ¿Es esto cierto? ¿Por qué, entonces no es hon-
40
INTRODUCCIÓN
rado y gozado por todos los que lo ven, sino sólo por los elegidos,
para quienes es algo más que una cosa? No se logra, evidente
mente, por medio de la percepción. Dos hombres pasean por el
campo que la primavera hace revivir, los dos se ocupan interior
mente del paisaje: uno calcula a ojo lo que podrán rendir las
tierras, el precio de los troncos maderables, al otro se le
llena el alma casi hasta estallar con el verde tierno, con el olor
de la tierra y la azul lejanía. Las impresiones sensibles son las
mismas, las cosas de las que proceden también; pero el objeto que
mediatizan es muy diferente. ¿Qué diferencia el paisaje que uno
tiene ante los ojos del que el otro ve?
Se dice poco si se habla de dos objetos. La tierra real y lo
que crece en ella es la misma. Así, pues, depende sólo de la ma
nera de ver; esto es lo que se ha dicho una y otra vez. Pero con
ello se convierte el objeto estético por completo en función del
acto y se da la razón al subjetivismo. ¿Por qué necesita entonces
del pasear por el paisaje real y de la percepción? Es evidente que
quien goza estéticamente no puede "ver" sin más el paisaje en su
fantasía, en el lugar y en el momento en que lo desee, sino que
está ligado a su existencia real y a su percepción.
Pero así como en la conciencia prácticamente dispuesta se
agrega la reflexión y, con ella, un dominio de relaciones
objetivamente distinto, así en la conciencia dispuesta
estéticamente surge, provocada por las mismas cosas, otra visión
y lo visto es objetivamente distinto. Aquí nos vemos retrotraídos
a la "visión de segundo orden" de la que ya se habló más atrás.
Y en ella parece estar la solución del enigma. Lo que nos lleva
de nuevo del problema del objeto al del acto.
Esto cambia cuando advertimos que el sentimiento de felicidad
en el que contempla y goza no es muy privado o individual, sino
que lo comparte con hombres de su mismo espíritu y sensibili
dad; es más, que dados ciertos supuestos anímicos, hay unas
ciertas objetividad, validez universal y necesidad; y también que
no es un paisaje cualquiera, sino de tipo muy determinado, el
que puede contemplarse y gozarse de esta manera. Tanto lo uno
como lo otro señala de modo evidente una raíz objetiva de lo
bello natural, por más que la actitud y la manera de ver subjetivas
participen en ello.
Todavía no hemos de discutir en qué consiste tal raíz. Nos des
viaría el utilizar para ella algunas de las viejas y gastadas catego
rías, quizá de nuevo la forma de lo percibido o su función de
expresión. Con ello no se adelantaría mucho, y también nos des-
INTRODUCCIÓN
41
viaría el aducir, por parte del sujeto, la empatía o una función
interpretativa emparentada con ella. Más bien hay que ver el
fenómeno, por lo pronto, en el modo de ser y la estructura del
objeto mismo. Y sobre esto puede decirse ya algo —aun antes de
iniciar el análisis más detallado—, aunque desde luego ha de que
dar abierto a rectificaciones posteriores.
Es evidente que quien goza estéticamente del paisaje prima
veral, lo mismo que quien lo valúa de manera práctica, tiene igual
mente poco qué ver con lo real que se da a los sentidos. Ambos
tienen otra cosa ante los ojos, para ambos surge tras lo visto de
inmediato algo no visto que para ellos es lo verdaderamente im
portante; así, pues, ambos penetran con la mirada hasta alcanzar
este algo distinto y permanecen en él, uno en una reflexión que
calcula económicamente y el otro en la liberación anímica del
entregarse. En el primer caso, es fácil ver qué es este algo distinto,
en el segundo resulta mucho más difícil. Pero está ahí y de ma
nera objetiva —quizá como el gran ritmo de lo vivo en la natura
leza, que reina con fuerza tanto en nosotros como fuera de nos
otros, aunque sea tan poco visible como aquél.
Éste es ya un resultado preliminar. Detengámonos en él por
un momento y veamos cómo se estructura el todo del objeto esté
tico natural. Hay una doble visión entrelazada; la primera se
dirige por medio de los sentidos a lo que existe realmente, la
segunda a aquello que sólo está ahí "para" nosotros, los contem
pladores. Pero tampoco este algo distinto se proyecta arbitraria
mente, sino que está en clara dependencia con lo visto sensible
mente. No puede aparecérsenos en todos los objetos percibidos,
sino sólo en uno determinado y está, en consecuencia, condicionado
por éste. Pero a la vez lo que aquí domina es algo más que un
mero ser condicionado: lo contemplado está también determinado
en gran medida en cuanto a su contenido por lo visto real, la
"imaginación" no campea aquí libremente sino que es guiada por
la percepción; por ello, lo contemplado interiormente en el obje
to no es un puro producto de la fantasía sino algo evocado, a
saber, por la estructura sensible de lo visto.
El objeto estético natural se construye así en dos capas que,
evidentemente, se entrelazan de la misma manera que los dos
grados de la intuición. La relación entre las dos capas es, en
ello, tan estrecha, que experimentamos la disposición primaveral
sentida y gozada como si fuera el paisaje mismo y le adjudicamos
una existencia en éste. Así el objeto estético nos parece una uni
dad, sin huecos ni junturas, aunque sepamos muy bien que en
realidad la disposición anímica no sea suya, sino nuestra.
42
INTRODUCCIÓN
Este fenómeno de la unidad es del todo comprensible; con
lo dicho no se le ha agotado ni mucho menos y no digamos
que se le ha aclarado. Es un fenómeno específicamente estético
y constituye la verdadera esencia fundamental del objeto
estético. Cómo se forma sigue siendo un gran enigma, el
enigma de lo bello natural.
Pues no sucede en él lo que afirman las teorías de la
empatía. No hay aquí una actividad de la propia alma que
proyectemos dentro del objeto. Hay, sin embargo, una
familiaridad con el campo, la pradera y el bosque que no
necesita surgir por asociación, sino que se anuncia en nosotros
como sentimiento vital y señala una conexión entre el hombre
y la naturaleza, de la que provenimos todos, por más que
hayamos perdido tal conexión. Bajo este cielo, el volverse
hacia el sol, el erguirse y el desarrollarse son iguales en el
hombre y en las plantas. Esto no necesita intro-yectarlo el
hombre, lo encuentra ya ahí y despierta una gran resonancia en
él. Y su liga con todo lo vivo lo sobrecoge como un milagro —
justo a él, el fugitivo, que en su vida cotidiana se ha alejado
tanto de lo originario que, indiferente a su olvido, lo ciñe
aún sobre la vieja tierra.
Desde luego, al tratar de la relación entre la naturaleza
dentro de nosotros y la naturaleza fuera de nosotros habrá que
cuidarse de aquellas sentimentales analogías e identificaciones
que tanto se extendieron en el romanticismo alemán; el
desbordamiento sólo puede perjudicar la compresión del
problema. Aquellos éxtasis de los románticos están
estrechamente emparentados con la visión estética de la
naturaleza y quizá pueda incluírselos como fenómenos límites
en el complejo de hechos (visto históricamente) que tenemos
ante nosotros. Pero justo por ello no pueden ser aducidos, a la
vez, para aclarar los hechos. Pues aquí no es esencial la
medida en que podamos interpretar la resonancia sentida y
vivida de modo psicológico o antropológico —o aun metafí
sico—, sino sólo, en general, que en la visión de segundo orden
se vive y se siente intensamente un algo segundo que se da de
modo tan objetivo como el primero (lo percibido en forma
directa), y que éste parece estar ensamblado en una firme
unidad con aquél.
Con esto se indica el esquema mediante el cual puede enten
derse tanto la estructura como el modo de ser del objeto
bello. Lo bello es un objeto doble, pero único. Es un objeto
real y, por ello, se da a los sentidos, pero no se agota ahí, sino
que es más bien y en la misma medida algo distinto, más
irreal, que aparece en el real —o surge tras él. Lo bello no
es ni el primer objeto
INTRODUCCIÓN
43
solo ni el segundo solo, sino más bien ambos unidos y
juntos. Mejor dicho, es la aparición del uno en el otro.
Es evidente que dada esta estructura el modo de ser del
objeto estético no podrá ser sencillo. Así como hay en él un
objeto doble, así hay también un ser doble: uno real y otro
irreal, mera aparición. Y lo peculiar es que, a pesar su total
heterogeneidad, esta duplicidad del ser no divide el objeto ni lo
hace aparecer como carente de unidad. Así pues, la relación
entre ambas partes constitutivas debe ser muy íntima, podría
decirse que funcional. Lo propio, de lo que depende el ser
bello del objeto, es el papel decisivo de lo real (lo dado a los
sentidos) en él, el dejar aparecer lo otro irreal.
Esta es la razón por la que el modo de ser del todo
tendrá que ser un modo escindido, aun cuando el objeto
produzca estructuralmente, el efecto de algo unitario y sin
escisión alguna. Lo que deja aparecer debe ser real, lo que
aparece puede no ser real, pues consiste sólo en este aparecer.
De ahí la reverberación en el modo de ser de lo bello: está
ahí y a la vez no lo está. Su ser ahí es flotante.
En la visión y en el goce experimentamos este flotar como la
magia de lo bello. Si apresáramos el objeto mismo como algo
escindido se acabaría la magia. Sólo podemos experimentar la
magia de esta relación del aparecer si vivimos el objeto
como una unidad intacta y, sin embargo, rastreamos en él la
oposición entre ser y no-ser.
13. Realidad y apariencia. Desrealización y aparición
Ahora bien, la estética del siglo XIX habló mucho de la
aparición, aun cuando se supuso que se trataba del
aparecer de una "idea" —siendo del todo indiferente que se
entendiera ésta metafísicamente, como lo hizo Schopenhauer, o
como pensamientos humanos, productos de la imaginación,
ideal soñado, etcétera. De cualquier modo, la relación se
comprende en forma demasiado estrecha. En lo bello natural
no es tan fácil verlo; pero sí en lo bello artístico. El escritor
deja aparecer figuras que son creaciones de la fantasía, pero
que no necesitan ser ideales (por ejemplo, morales); su
aparición basta para pretender un valor estético, siempre y
cuando sea un aparecer verdaderamente intuitivo y evidente
(que corresponda a la vida). Pues esto no es en modo
alguno algo que se dé de suyo en la materia del lenguaje, en
la que forma el escritor.
44
INTRODUCCIÓN
Así, pues, esto es lo primero que se hace apresable por oposi
ción a. la estética idealista: lo que aparece no necesita ser un
ideal estético o de otro tipo. Quizá pueda ser cualquier corte
hecho a capricho en la vida. Lo único que importa es el modo
de aparecer. Habrá que retener esto, aun cuando en la práctica
resultara que hay una cierta selección del material adecuado
para la presentación. Pues aquí se trata del "material" en el sen
tido aclarado más arriba.
Pero lo segundo se refiere al aparecer mismo. A partir del ro
manticismo —reforzado por la estética hegeliana— se habla de
la "apariencia" como modo de ser de lo bello. Con ello se quiere
decir lo siguiente: lo presentado no está en realidad ahí, no
tiene realidad, si bien se presenta a quien intuye como si fuera
real. Esto se ve en el abigarramiento concreto, en la riqueza de
detalles y aun en el hundimiento de lo intuido en lo percibido.
Pues quien contempla estéticamente no separa lo visto sensorial
mente de lo contemplado espiritualmente, sino que lo ve en uno
y cree, por ello, que copercibe lo no perceptible. Si se saca la
consecuencia de todo esto, debe haber en la esencia de la visión
estética un momento de engaño o de ilusión, y en la esencia del
objeto un momento de simulación en cuanto al contenido.
Existe, desde luego, una técnica del arte escénico y quizá tam
bién del relato, que utiliza la ilusión como un medio y con ello
alcanza los efectos realistas. Pero puede plantearse la pregunta
de si esto es todavía un efecto artístico o si el arte no se acer
ca con ello al truco, al efecto sensacional, y provoca en consecuen
cia reacciones muy distintas a las artísticas. Por lo general, el
espectador sabe muy bien que lo que ocurre en escena no es
real, conoce el "ser escindido", distingue claramente entre el actor
y el personaje que representa y justo por ello puede gozar su
actuación. Si considerara el triunfo del intrigante o los padeci
mientos y la muerte del héroe como reales, sería imposible mo
ralmente que, como espectador, permaneciera sentado y se entre
gara al goce de la escena. Así, hay en el arte escénico limitaciones
del realismo, la estilización del lenguaje por medio del verso, de
la escena por medio de la escenografía, del proscenio y de muchas
otras cosas más. Y algo análogo es válido del relato y de las ar
tes representativas en general.
Justo la simulación de la realidad es por completo ajena al arte
verdadero. Toda teoría de la apariencia y de la ilusión que siga
este camino desconoce un rasgo esencial importante del dejar
aparecer artístico: a saber, que no simula la realidad, sino que
INTRODUCCIÓN
45
más bien entiende lo que aparece como tal y no intenta insertarlo
como un eslabón en curso real de la vida, sino que lo destaca
de éste y, a la vez, lo protege del peso de lo real.
Este ser destacado y protegido se presenta una y otra vez en
todas las artes que presentan algo tomado de la realidad o inventa
do a su modo. Es más conocido en la pintura, en la que el marco
contribuye al aislamiento. A ningún espectador se le ocurrirá tomar
la imagen del paisaje por el paisaje mismo, ni el retrato por la
persona. Y precisamente esto es esencial para llevar a efecto
la relación del aparecer. La oposición a la realidad circundante
es aquí co-condicionante, por muy cierto que sea que el espec
tador entregado olvida su mundo circundante y se destaca de ella
con su objeto. Por extraño que parezca, el olvido del mun
do circundante y la conciencia del destacarse de él no se opo
nen, si bien pertenece a la última un resto de conciencia del mun
do circundante. También aquí es una relación reverberante;
pero con esto basta para que sintamos un feliz destacarnos de
nosotros mismos, una pérdida de lo cotidiano y de las preocupa
ciones, una redención y un alivio; nos refugiamos en este estado
flotante, cuando deseamos huir de opresión y de las cargas aní
micas.
El error se introduce cuando queremos interpretarlo como una
huida al mundo de la apariencia. Si en verdad se trata aquí de
apariencia o de ilusión, no haríamos más que cambiar una carga
por otra; tomaríamos lo que aparece por real y sufriríamos un
nuevo encadenamiento. Por ello, habremos de retener el concepto
de aparición en su neutralidad frente al modo de ser de lo que
aparece y no confundirlo con la apariencia. A ésta pertenecería la
ilusión del ser real. Aquí lo esencial sería la co-sentida oposición
a lo real.
Ya más atrás obtuvimos una estructura estratificada y un mo
do de ser muy peculiar, a la vez que flotante, del objeto estético.
El modo de ser depende de la manera fundamentalmente distinta
en que subsisten ambos estratos en él: realidad en un primer
plano dado a los sentidos, aparición en el trasfondo, allá un ser
en sí, aquí un mero ser para nosotros; esto no se discute ni se
pone en tela de juicio, una vez que se rechazan la ilusión y la apa
riencia en el trasfondo que aparece. La apariencia perjudicaría más
bien el puro carácter de aparición, pues simularía la realidad.
Así, pues, su exclusión es justo la condición bajo la cual propor
ciona la conexión de ambos modos de ser una imagen unitaria
estable.
46
INTRODUCCIÓN
Pues los modos de ser no se mezclan. Son demasiado heterogé
neos para ello. Y ni siquiera confluyen en la visión estética, sino
que siguen siendo distinguibles, a pesar de estar ligados entre sí y
ser sentidos como una unidad inseparable. Así, pues, el todo es
algo completamente objetivo, lo que quiere decir: un producto
puramente objetivo, en oposición a todos los momentos del acto de
la visión y el goce, si bien está condicionado en su parte consti
tutiva más importante por el sujeto y su acto, y sin su acción
ni siquiera existiría; en consecuencia, existe "para" un sujeto que
lo intuye adecuadamente. Algo objetivo no es, ni con mucho, un
ente independiente del sujeto. La objetividad misma es aquí sólo
real en parte, y en parte irreal. Sólo así es posible que algo que
aparece "en" lo real, se aparte a la vez de lo real y no vuelva a
ello, pero esté ahí dado como algo intuible concretamente, como
sólo lo es lo real.
Tal distanciamiento de lo real es la desrealización. Con ella se
presenta un nuevo rasgo esencial del objeto bello como objeto
que flota en el campo visual entre dos modos de ser heterogéneos.
Este momento puede apresarse mejor en el hacer del artista, si
bien no puede descifrarse ahí. Pues aquí se impone la oposición
al hacer del hombre en la vida y en la carga de la responsabilidad
moral. El actuar es un realizar. Propósitos o fines, aun irreales,
pero que la conciencia se pone como metas, en la medida en que
los sentimos como un mandamiento o un deber ser, se transfor
man en realidad por la acción. Y la libertad con la que nos deci
dimos a ello es una capacidad de corresponder a la necesidad
ideal del deber cuando le falta aún la posibilidad de lo real. La
realización de lo irreal consiste pues en su hacerlo posible. A pri
mera vista parecería que también el hacer del artista es un rea
lizar, la realización de una idea o de algo que flota ante él como
ideal. Pero si lo vemos con mayor atención encontramos lo opues
to totalmente. Su crear no es realización ni tampoco un hacer
posible. Lo que flota ante él no es transformado en realidad,
sino sólo presentado. Es decir, es llevado a la aparición.
El proceder del creador es alejamiento de la realidad, es des
realización. No necesita procurarse las condiciones de posibilidad
que faltan, no necesita mover el pesado fardo de lo real, sino
sólo ofrecer lo irreal como tal a la mirada que contempla. Sólo
necesita de lo real como un miembro por medio del cual puede
aparecer aquello, y sólo en la creación de éste es realizador. Pero
lo que así llega a la aparición sigue siendo del todo irreal, y lo es
de manera tan clara y evidente que tampoco el aparecer en algo
apresable sensorialmente simula ser una realidad para nosotros.
INTRODUCCIÓN
47
Por ello, la libertad del artista es del todo distinta a la del que
actúa. No lo mueve un deber, no lleva la carga de una respon
sabilidad. En cambio, tiene abierto el ilimitado reino de lo posi
ble que no está ligado a condiciones reales. La libertad artística
no sólo es distinta de la moral, sino que además es mucho mayor.
Corresponde exactamente a la desrealización como modo de ser
del hacer artístico, y es el puro ser libre de lo no exigido en ma
nera alguna.
14. Imitación y poder creador
Nada se ha discutido tanto en la estética como la imitación
en las artes. Con Platón se inicia la teoría de la "mimesis" que
encuentra su clásico en Aristóteles y aparece hasta nuestros días
en ciertas concepciones —si bien la mayor parte de las que se
basan en su esquema no la llaman ya por su nombre.
Al principio, designaba la imitación de las cosas, de las personas
reales y de su movimiento; más adelante, la imitación de las
Ideas de acuerdo con las cuales debían estar formadas las cosas.
En ambos casos, el artista tiene previamente bosquejado lo que
ha de formar y el único problema de su "oficio" es la medida
en que logra alcanzar el prototipo. Su hacer creador está aquí
limitado por completo. Para nada se habla de que pudiera enseñar
al mundo algo nuevo que aún no poseyera.
Apenas cambia algo si interpretamos el sentido de las mimesis
como "representación". También en este concepto resalta primero
y con fuerza el momento de la imitación. Quien ponga atención
logrará encontrar, desde luego, otro momento; se trata del que
acabamos de examinar, el dejar aparecer —a saber, en una materia
heterogénea a lo representado: en la palabra, el sonido, el color, la
piedra. Ahora bien, si, como ya mostró ser necesario, ponemos
la esencia de lo bello no en lo que aparece sino en la aparición
misma, con ello se eleva de golpe la naturalidad del rendimiento
creador en el hacer del artista hasta una altura considerable, se
dispara hacia arriba, por así decirlo, y se convierte en lo principal
de la obra hecha. Pues ahora es fácil ver que la representación
artística no es más que el dejar aparecer mismo. Y con ello el ver
dadero portador del valor estético es el rendimiento artístico y el
"material" especial que lo forma se rebaja a segundo plano.
Pero no basta con ello, ¿Están pues las artes representativas
y su material destinados a proyectos acabados ya sean de la na
turaleza o de la esfera de la vida humana? ¿No tiene el artista
cierta libertad también en este sentido? ¿Acaso no puede ir
48
INTRODUCCIÓN
más allá de lo dado, elevar el material mismo, en la composición
de la obra, sobre el reino de lo experimentado y mostrar así al
espectador algo que no encuentra en la vida? A algo por el estilo
se referían la estética de Plotino, la de Schelling y la de Schopen
hauer al hablar de "Ideas" que eran llevadas a la aparición. Si
bien las "Ideas" designan aquí algo ya existente prebosquejado
al artista; de tal manera que sólo le quedaban como momentos
productivos el contemplar y el imitar el modelo.
Pero ¿qué sucede si la metafísica de las ideas presupuesta
resulta ser insostenible? ¿Si los "prototipos" ya existentes, que
permiten ser apresados y llevados a la aparición, no existen y,
sin embargo, lo formado por el artista se sale de todo lo empírico
para entrar en lo ideal y simbólico? ¿Acaso el creador no debe
haber creado también el contenido que aparece, elevándolo por
encima de lo que se da en la vida?
Una sencilla reflexión muestra que debe contestarse de modo
afirmativo a esta pregunta. Si es cierto que el arte literario puede
enseñar, que puede hacer sensible la perspectiva sobre el con
tenido de valor y sentido de la vida humana y que aun puede
despertar la seria voluntad de satisfacerlo —y nadie habrá de dis
cutirlo—, la única manera de entenderlo es en el sentido de una
guía práctica. No es necesario interpretarlo como una tenden
cia pedagógica; por el contrario, donde no existe tal tendencia
es donde se presenta primero un efecto de este tipo. Pero enton
ces el escritor debe ser capaz de llevar a la aparición aquello que
está más allá del ente dado.
La guía del hombre por las artes no es ya un problema estético.
Pero hace caer una luz sobre las preguntas fundamentales de la
estética, justo ahí donde el arte no está falseado por "intenciones
pedagógicas" y "desazona" al espectador. Pues esta forma de guía
humana tiene una ventaja sobre todas las demás, a saber, que
convence de inmediato, como sólo puede hacerlo la experiencia
propia, y por las mismas razones que ésta: la literatura no nos
sermonea, sino que nos habla por medio de figuras intuibles con
cretamente, que como tales resultan eliminadoras, despiertan
nuestro sentido para los valores morales y nos abren los ojos a la
profundidad de los conflictos vitales, en una forma que no logra
mos en la vida misma. El crecimiento y la maduración interiores
por efecto suyo no son una ilusión. Todo aquel que se acerca
sin deformación al gran arte, lo experimenta en sí mismo. Pero
aquí se separa de manera radical el arte verdadero, que siempre
carece de tendencias, del trabajo querido o solicitado de los pro-
INTRODUCCIÓN
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ductos fugaces; pues éstos obran en forma no artística, a la larga
logran más bien lo contrario de lo que se proponían, el rechazo
del recipiendario. Sólo lo contemplado realmente y lo conformado
concreta y figurativamente tienen esa fuerza para mover a los
hombres, fuerza convincente, iluminadora y guía justo porque
surge involuntariamente de la profundidad.
Aquí está enraizada una elevada misión de la literatura y, en
distinto grado, de las artes restantes. Así, generaciones y épocas
completas pueden ser determinadas por las creaciones del gran
arte. Desde tiempo inmemorial se ha conocido el secreto de la
literatura: está en su poder sobre los corazones humanos el diri
girlos a lo grande y edificante y el apasionarlos en el fondo por
aquello que la moral instructiva sólo puede recomendar o exigir
sobriamente.
Aquí tenemos también la razón principal por la que las artes
no pueden separarse de la vida real, si bien conservan su auto
nomía frente a ella. Así es, cuando menos, si no quieren perder
su propia vida. De la vida, es decir, de lo que conmueve los áni
mos, surgen sus temas, su material y a esta vida vuelve su efecto.
Lo que son por su esencia sólo pueden serlo en el marco de la
realidad histórica, en cuyo seno maternal se nutren, pero nunca
en una existencia estetizante en la sombra, al lado de la vida,
como lo describen ulteriormente los débiles epígonos. Justo de
aquí surge la tarea de las artes, que sólo ellas pueden cumplir,
precisamente porque su hacer creador no es realizador. Es bien
conocido que las grandes épocas productoras tuvieron conciencia
de esta tarea y honraron al artista como portador de ideas, como
puede verse por el hecho de que hayan considerado al poeta
como un vidente (vates) y adujeran su testimonio aún siglos
después.
Sólo que esta tarea ya no es estética. Es verdad que recae sobre
el arte-, pues no hay ninguna otra función de la vida espiritual
que pueda cumplirla y en esta medida es, por completo, asunto
del rendimiento artístico; pero no es su aspecto estético, sino cul
tural. Si hiciéramos una división tajante entre uno y otro, arran
caríamos al arte de su contexto vital, sin cuya múltiple movilidad
e impulsos ni siquiera habría podido surgir. Pues así es el hom
bre: sólo lo que lo conmueve íntimamente en el vivir y luchar,
en el anhelar y querer, lo lleva a la plasmación creadora. El todo
de la vida, en la que se encuentra al artista, es a la vez suelo nu
tricio y terreno de efecto de su acción. Pero sus efectos están
muy lejos de ser sólo estéticos.
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INTRODUCCIÓN
De aquí se saca una doble conclusión acerca del puro hacer
estético del artista. La primera es ésta: el efecto extraestético
es la prueba de su carácter creador, en la medida en que se
encuentra también en el contenido de grandes obras de arte; es
pues también una prueba del ir más allá de toda imitación y del
ver autónomo de lo ideal. Ya que sin tal ver es imposible el
señalar hacia más allá de lo que presenta la vida y que todos
conocemos.
Desde luego, sigue siendo un enigma el porqué está tan
íntimamente unido este poder creador de contenido con las
figuras formales y sensibles. Tampoco lo aclara el que ninguna
otra actividad alcance este rendimiento. También podría ser
que estuviera vedada a los hombres; el hecho de que le esté
fundamentalmente abierta y la logre en algunos casos felices es
una de las grandes maravillas del espíritu creador. Quizá es la
plasmación sensible misma la que arrebata al genio por encima
de lo dado también en cuanto al contenido. Sólo hay un hecho
al que podamos atenernos, a saber, que en las grandes
figuras del arte se da una vida visionaria y que el creador es
arrebatado por encima de sí mismo, sobrecogido por una idea
como por un destino íntimo, que toma por sí y que vive en su
obra.
Lo segundo que se sigue de aquí es la perspectiva de la emi
nente libertad artística que campea aun en la acción. Se basa,
como ya se mostró, en que el artista no necesita realizar ni hacer
posible lo real, sino que se limita al mero dejar aparecer.
Pero en el nivel de la aparición es el dueño y señor. No
tropieza aquí con la dura oposición de lo real; tiene abiertas las
posibilidades ilimitadas de lo posible no real. Aquí sólo es
válida su ley, que dicta e impone al dar forma a su elemento.
Por eso, lo que contempla no es sólo autónomo —sino aun
autárquico— y no hay otros dioses junto a él.
Este poder único del artista activo es, en un sentido emi
nente, según las palabras de Hólderlin, su "libertad para marchar
adondequiera".