jueves, 10 de abril de 2025

MANUAL DE CREATIVIDAD LITERARIA DE LA MANO DE LOS GRANDES AUTORES FRAGMENTO


 


Literatura y vida Prólogo de Alicia Mariño Espuelas 

 Leer para vivir, como decía Gustave Flaubert, y como reza al comienzo de este libro, es también una máxima de vida para el autor de la obra que presentamos: mi querido y admirado amigo Fernando Calvo González-Regueral. Muchas veces he afirmado que la lectura no sólo nos facilita la tarea de vivir, sino que además puede servirnos de paliativo cuando la hermosa dama que es la vida nos hace una fea mueca.

 Así es que con este convencimiento mío no es difícil creer que mi primer encuentro con Fernando supusiera el comienzo de una larga amistad, que mantenemos desde hace ya muchos años y que estoy segura de que se mantendrá viva más allá de la inexorable venganza del tiempo. Mi querido Fernando es un sabio de la Historia: estudioso, erudito y excelente divulgador de esta disciplina. Pero además ama la poesía, ha escrito novelas, conoce el teatro, disfruta con la pintura y no se le escapa nada que tenga que ver con cualquier tipo de música.

Todo el arte, incluso el séptimo, es vida para Fernando, y su vida es puro arte. Su entusiasmo vital y su generosidad están fuera de dudas. Esta excelente calidad humana es la que lleva al autor de la obra que presentamos a crear el Taller de Literatura y Vida en el que durante tres años fue transmitiendo a los asiduos de la calle de Berlín, número 5, el interés por las distintas formas de contar en las novelas, la emoción que suscitan los buenos poemas y las variadas dimensiones de la vida que recoge el teatro. Los asistentes al centro del barrio de La Guindalera fueron aumentando por el arte de la magia comunicativa de Fernando Calvo, hasta el punto de no faltar a una sola de las citas semanales de Literatura y Vida. Todos ellos convivieron con Stevenson, con Verne, con Galdós y con Cela, con Rosalía de Castro, con Baudelaire, con Neruda y con Lorca, con Shakespeare o con el propio Cervantes, y eso sólo por citar algunos nombres que el lector encontrará recopilados en este libro que recoge la experiencia humana y artística de esos años de taller literario. En aquel taller de La Guindalera, Fernando explicaba, recopilaba, sintetizaba movimientos artísticos y literarios, pero también leía en voz alta y entusiasmaba a su auditorio que se consideraba auténtico alumnado. Un alumnado que, al regresar a casa con la curiosidad más que espabilada, continuaba en soledad las lecturas iniciadas por su maestro de los miércoles.

Tuve el honor de ser invitada a una de esas sesiones de lectura de textos para recitar poemas. Leí algunos de mis Haikus después de haber explicado el origen, la historia y el presente de esta estrofa japonesa, y recité también algunos de mis poemas-fetiche de Amado Nervo, de Lorca, de Miguel d’Ors, de Amalia Bautista, de Roger Wolfe, de Luis Alberto de Cuenca y de algún otro poeta más. No podré olvidar nunca el interés con el que me escucharon los alumnos de Fernando, las preguntas que me plantearon y el cariño con el que me trataron.

Y luego, cuando pasamos a brindar con la copita ilustrada que me ofrecieron, fue mucho más que una fantástica charla distendida con todos ellos. Era de noche cuando regresé a casa, pero tuve tiempo de mirar al cielo y dar gracias por el regalo que, de manos de la invitación de Fernando Calvo, me había hecho la vida al comprobar que la curiosidad, el entusiasmo y la generosidad salvaguardan la salud y la pervivencia de la Humanidad. De aquella sesión me queda un recuerdo imborrable de belleza, ilusión, cariño y paz. Emociones que deseo para el lector que ahora inicia su recorrido por Literatura y vida. Madrid, 13 de enero de 2019 1.

Puerto de embarque: Calle de Berlín, 5 duplicado La historia es siempre la misma o, al menos, siempre comienza de igual manera: una página en blanco, un lapicero y alguien con ganas de narrar una aventura, de lanzar su botella a la mar. La que hoy les quiero contar comenzó cuando Mina, mi mujer, me propuso uno de los retos más maravillosos a que me he enfrentado nunca: impartir un taller sobre literatura en la asociación Psiquiatría y Vida de Madrid, de la que ella era a la sazón secretaria. No dijo de, preposición que denota posesión, sino sobre, que significa «acerca de», y, desde luego, no se refería a uno de esos cursillos en los que se enseña a componer con mejor o peor fortuna un cuento o un soneto. Se trataba de compartir con más corazón que cabeza la pasión por leer que sintió desde niño el lletraferit que esto escribe. Empezó la travesía sin agujas de marear ni precisas cartas de navegación, sólo con la voluntad del piloto de someter la expedición a los vientos de una rosa con cuatro puntos cardinales señalados por sendos lemas: al Norte, no jugar nunca a la chica, que bajar la apuesta empequeñece a las personas; al Sur, sacar los libros a airearse al lugar del que salieron: calles, plazas y tabernas. Una preparación minuciosa de cada clase —esa forma de creación— a Levante y la ilusión de ir más allá, siempre más allá, hacia Poniente, donde rinden viaje las historias inmortales sin finalizar nunca del todo. Tan pronto comprendieron el espíritu del proyecto los alumnos, enseguida amigos y compañeros de tripulación, que ellos mismos decidieron bautizar la nave.

 Ocurrió en el Parque del Retiro, durante un paseo al atardecer y en algún lugar entre las estatuas de Benito Pérez Galdós y Pío Baroja, cuando Parsifal, barba patriarcal, abrazos de oso, purito en la comisura de los labios, sentenció: —No le deis más vueltas: este velero, bajel pirata bravo y temido, será famoso, «en todo el mar conocido / del uno al otro confín», como Literatura y Vida. 2. Pero… ¿qué es la Literatura? Luminoso a la entrada de la casa-museo del escritor Dylan Thomas en Swansea, País de Gales. Dogmático: «En la literatura, arte que trata de reflejar la vida, nada sucede por casualidad, por más que su materia prima sea una suma infinita de casualidades».

Paradójico: «Leer es, ante todo, entretenerse, pero —¡cuidado!— con la literatura no se juega». Melancólico: «La literatura es un embuste que hace tolerable la vida… sin otra condición que la de que el embeleco sea hermoso». Estas y otras disquisiciones va rumiando el monitor camino de su primera clase: es otoño y la ciudad luce más linda que nunca. El monitor no es ni alto ni bajo, ni guapo ni excesivamente feo. El monitor es un tipo de lo más corriente y, nervioso pero ilusionado, carga con un macuto lleno de textos de los sabios de Macedonia: el Diccionario de la lengua española (el DLE de la Real), el María Moliner, el Ideológico de Casares —más útil que nunca en estos tiempos del cólera internáutico—, el Etimológico de Joan Coromines y el Diccionario de términos literarios de Demetrio Estébanez Calderón, con su inconfundible cubierta color naranja chillón. —Pues se va usted a deslomar: le calculo fácilmente ocho o nueve kilos de peso a las espaldas. El local de la calle Berlín es modesto pero acogedor y Yogui, guardiana de las esencias de la asociación, ha dispuesto en el aula con su proverbial diligencia todo lo que necesita el monitor para comenzar: un encerado de los de siempre, un lienzo en blanco de grandes dimensiones fijado a una pared lateral y una porción de sillas desde las que quince pares de ojos escudriñarán sus movimientos. —¿Hay alguien en esta sala al que no le guste leer? Silencio.

Alguna sonrisa. Cuchicheos que parecen decir: «Rara pregunta para dar inicio a un taller sobre literatura». —No es nada malo. Este monitor ha conocido a lo largo de su vida gente que se jactaba de no haber leído jamás un libro entero y otros, en cambio, que se ufanaban de leer varios a la vez; también lectores de un solo libro: ojo con éstos, son peligrosos. Conoce personas que prefieren a la lectura el cine o los cómics, amantes de la música o fanáticos de las finales de fútbol y los que se extasían ante lienzos, catedrales y esculturas… Pero lo que nunca ha visto ni espera ver este monitor es a persona alguna a la que no le guste que le cuenten una historia bien narrada, adopte ésta la forma que adopte. Empiezan a comprender los alumnos al monitor, o eso quiere pensar él. Aquí no le pondremos puertas al mar ni rótulos de ningún tipo a los libros; todo lo que sea contar una historia con cierta belleza o provecho será, a los efectos de este taller, Literatura.

Acto seguido se impone una tormenta de ideas, con reflexiones dichas en alta voz por los alumnos en demanda de una definición sobre la que levantar las bases del taller: —Para mí, los libros son libertad, huida, una forma de escapar de la realidad — rompe el hielo Ken, lector voraz y amante de las narraciones de aventuras. —Pues para mí significan lo contrario: un escondite, el lugar donde nada malo te puede ocurrir, algo así como un refugio en el que encontrar consuelo. —Aprendizaje, conocimiento. —Reflexión. —Espejo. —Duda…, pero una duda que me impulsa a saber más —añade Mare con timidez, mas con mucho tino. —Oración. —Terapia. —Inquietud, a veces tormento. —Pues para mí son, fundamentalmente, diversión: yo leo para entretenerme, no para sufrir. Leo para evadirme. Yo leo libros para pasármelo bien.

 —A mí me encantaba cuando, siendo niño, mi abuela me contaba historias tradicionales en catalán hasta quedar dormido en su regazo —concluye Morfeo, el hombre tranquilo, el alumno siempre dispuesto a ayudar a los demás. El monitor ha ido escribiendo en el encerado las palabras clave, agrupándolas por afinidad en tres círculos: el primero, bien delimitado, nos habla de la trasmisión de conocimientos que supone el acto en virtud del cual alguien traspasa sus saberes a la tribu. En el segundo, jardín florido pero asimétrico, reina el deleite, que no significa necesariamente entretenimiento: rosas, cardos, orquídeas, amapolas y plantas carnívoras se entremezclan y aun conviven con cierta armonía. El último está lleno de aristas y se alza como amenazador poliedro; en su interior, las preguntas: ¿Quiénes somos?, ¿qué buscamos?, ¿hay alguien al otro lado del espejo?, ¿existe algún barquero que, una vez retiradas las monedas de los párpados, nos transporte al más allá? Sanjuán rebusca en los textos de los sabios de Macedonia; quiere saber si andamos o no descaminados. El monitor, con sumo gusto, le deja hacer: enseguida ha percibido que sus alumnos son despiertos, bien leídos y, sobre todo, muy dispuestos al juego de complicidades del que surgen las más instructivas clases. 

 —El Diccionario de la lengua española de la Real Academia define literatura como el arte que emplea por instrumento la palabra. El María Moliner viene a decir lo mismo pero añadiendo un matiz, tan sabio como su creadora: literatura es el arte que emplea como medio de expresión la palabra… hablada o escrita. Y el profesor Estébanez Calderón nos informa sobre el origen de la voz: literatura es un derivado del latino littera, calco del griego gramatike, esto es, arte de hablar y escribir correctamente. —Hace una pausa, se concentra hondamente y concluye para asombro de todos con la siguiente proposición—: Podríamos decir, pues, que Literatura es el arte que emplea como instrumento la palabra, hablada o escrita, para: 1) trasmitir conocimientos; 2) deleitar a un público y 3) tratar de comprender el sentido último de la existencia. Aplauso cerrado.

Una pausa para meditar. El monitor transcribe en el centro del lienzo fijado a la pared lateral las últimas palabras dichas por Sanjuán, subrayando las ideas fuerza… y aclarando después que todo dogma de fe vendrá siempre contrapesado en este taller por una definición más escéptica o subjetiva a cargo de algún maestro, pues la literatura —no tanto la vida— gusta de reírse de sí misma: «Siempre que enseñes, enseña también a la vez a dudar de lo que enseñas», decía Ortega y Gasset. Lee a continuación el monitor un pasaje de la Biblioteca personal de Jorge Luis Borges, donde el homero argentino ensayaba sobre el concepto de literatura no desde el punto de vista del gramático, ni siquiera del creador, sino del más obvio —y, por ello mismo, olvidado— del lector: A lo largo del tiempo, nuestra memoria va formando una biblioteca dispar, hecha de libros cuya lectura fue una dicha para nosotros y que nos gustaría compartir. Los textos de esa íntima biblioteca no son forzosamente famosos. La razón es clara.

Los profesores, que son quienes dispensan la fama, se interesan menos en la belleza que en los vaivenes y en las fechas de la literatura y en el prolijo análisis de libros que se han escrito para ese análisis, no para el goce del lector. Que otros se jacten de los libros que les ha sido dado escribir; yo me jacto de aquellos que me fue dado leer. No sé si soy un buen escritor; creo ser un excelente lector o, en todo caso, un sensible y agradecido lector. […]

Un libro es una cosa entre las cosas, un volumen perdido entre los volúmenes que pueblan el indiferente universo, hasta que da con su lector, con el hombre destinado a sus símbolos. Ocurre entonces la emoción singular llamada belleza, ese misterio hermoso que no descifran ni la psicología ni la retórica. «La rosa es sin porqué», dijo Angelus Silesius; siglos después, Whistler declararía: «El arte sucede». Ojalá seas el lector que este libro aguardaba. Me jacto de aquellos libros que me fue dado leer. Melquíades, el niño que lleva siempre un fajo de cromos en el bolsillo y se encarga de agitar la campanilla que anuncia el fin de clase, entra en el aula y nos regala la primera estampa con que el lienzo del taller Literatura y Vida será decorado.

 Melquíades no sonríe; Melquíades no pronuncia palabra alguna. Melquíades se limita a cumplir con puntualidad su cometido. Todo arte es una forma de literatura, porque todo arte consiste en decir algo. 4Fernando Pessoa José de Almada Negreiros: Retrato de Fernando Pessoa, 1964, Museu Calouste Gulbenkian, Lisboa. *** Antes de entrar de lleno en el asunto que nos ocupa —las obras maestras, los grandes autores— cree conveniente el monitor dedicar dos lecciones a sendas materias que considera fundamentales para que la nave no naufrague cuando los vientos arrecien. La primera de ellas versa sobre un milagro. 

 No es casual, viene a decir el monitor a los alumnos quitándose por un momento sus gafas de pasta, que el hito que separa lo que se ha dado en llamar Prehistoria de la Historia sea precisamente el de la aparición de los primeros documentos escritos. Habría que matizar que por prehistoria entendemos aquella larguísima noche de los tiempos en que una criatura esencialmente débil —carece de garras o colmillos, muestra al descubierto los órganos vitales, su cuerpo está arropado no más que por una fina mata de pelo— se va convirtiendo de forma paulatina en el ser supremo de la creación. Ayudarán a ello una serie de cambios evolutivos y otra, acaso más importante, de transformaciones alimenticias, reproductoras, socio-culturales, mágicas o rituales.

Son cambios —¿sucesivos?, ¿inconexos?, ¿simultáneos?— que los paleoantropólogos no logran, quizá nunca podrán conseguirlo, delimitar con precisión en fechas o periodos cerrados. Lo cierto es que cuando un primate básicamente insectívoro y recolector se vio impelido a bajar de los árboles a la llanura para convertirse en cazador adoptó la opción más ingeniosa para sobrevivir en el nuevo hábitat: erguirse. Porque en ese erguirse, que le facilita ver más allá, fortalecerá la columna vertebral y, con ella, su capacidad craneal, lo que le llevará a perfeccionar las señales de comunicación que ha ido desarrollando para cooperar en la tarea de la supervivencia de la especie: gruñidos, gestos, voces onomatopéyicas. Su aparato fonador —pulmones, laringe, paladar, nariz, lengua, dientes y labios— se transforma en una caja de resonancia capaz de producir y modular sonidos a base del aire que respira; su pensamiento convertirá esa música en símbolos para designar objetos, animales, emociones y, al fin, ideas. Ha nacido la materia prima de la literatura: el lenguaje, esa herramienta, ese don, esa suprema abstracción, ese juguete, esa arma cargada de futuro. Conjetura Hendrix, perito en melodías y movimientos de ajedrez, aplicadísimo estudiante, sobre el contenido de los primeros textos de que se tiene constancia: 

 —Yo pienso que serían códigos o leyes, documentos de propiedad, a lo mejor recetarios o saberes empleados para la cosecha o la caza de animales. Conocimientos prácticos antes que literatura —y acierta de pleno. Primero, el milagro del lenguaje oral; después el de las lenguas escritas que fijan saberes acumulados, sólo al final las epopeyas y las sagas, los cuentos y leyendas. La ficción, en una palabra. Recita a continuación el monitor el comienzo de un antiquísimo cuento africano: «Voy a referiros, hijos míos, lo que me enseñó mi padre, que, a su vez, lo oyó de labios de mi abuelo, el cual conocía esta historia desde mucho, muchísimo tiempo atrás, ocurriéndoles lo mismo a sus antepasados, de modo que puedo asegurar que la historia fue conocida desde el principio…».

Esta larga tradición oral de chamanes narrando a la aterida tribu las historias que oyeron a sus ancestros y éstos a los suyos explicaría el que la literatura escrita naciera de pie, como arte perfectamente acabado, donde la vocación de estilo, el propósito de embellecer lo contado es tan importante como la propia narración: Aquel que todo lo ha visto, que ha experimentado todas las emociones, del júbilo a la desesperación, ha recibido la merced de ver dentro del gran misterio, de los lugares secretos, de los días antes del Diluvio. Ha viajado hasta los confines del mundo y ha regresado, exhausto pero entero. Ha grabado sus hazañas en estelas de piedra, ha vuelto a erigir el sagrado templo del Eanna, así como las gruesas murallas de Uruk, ciudad con la que ninguna otra de la tierra puede compararse. 

 Mira cómo sus baluartes brillan como cobre al sol. Asciende por la escalera de piedra, más antigua de lo que la mente pueda imaginar; llégate al templo consagrado a Ishtar […]. Busca su piedra angular y, debajo de ella, el cofre de cobre que indica su nombre. Ábrelo. Levanta su tapa. Saca de él la tablilla de lapislázuli. Lee cómo Gilgamesh todo lo sufrió y todo lo superó. Bellas, sugerentes, frescas, casi vírgenes, he aquí las palabras inaugurales de la literatura (escrita) correspondientes al primer párrafo de la Epopeya de Gilgamesh. Compuesta con toda probabilidad hace más de dos mil años antes de Cristo, la obra figuraba ya en la biblioteca del rey babilonio Hammurabi hacedor de códigos. Desde el Creciente Fértil, origen de la civilización, llegó hasta la Grecia continental, donde serviría de modelo para que otros autores, ahora con nombre conocido, no anónimos, tomaran la antorcha entre sus manos: «Homero (autor de la Ilíada y la Odisea) inventó, en el sentido de encontrar, la literatura en la gesta de unos hombres que él no conoció, pero que inevitablemente lo fascinaron, pues representaban la aventura de todo un pueblo, de todos los hombres…

A partir de él, todo es reescritura», nos enseña el maestro Luis Alberto de Cuenca en uno de sus ensayos sobre los primeros textos. El autor paraguayo Augusto Roa Bastos abundaba en la misma idea aportando algún dato más sobre el aedo (o aedos colectivos): «En aquellos tiempos, el escritor no era un individuo solo. Era un pueblo. Trasmitía sus misterios de edad en edad. Así fueron escritos los Libros Antiguos. Siempre nuevos. Siempre actuales. Siempre futuros. El pueblo Homero compuso la Ilíada [y] por más vueltas que se les dé a las palabras, siempre se escribe la misma historia». Se dice que el mismísimo Alejandro Magno danzó desnudo en Troya en torno al sepulcro de Patroclo y Aquiles, «el de los pies alados», y murió a los treinta y tres años de edad con un ejemplar de la Ilíada en la mano tras haber derrotado a dioses y daríos, conquistado imperios, fundado ciudades y amado hasta el dolor. La cólera canta, oh diosa, del Pelida Aquiles, maldita, que causó a los aqueos incontables dolores, precipitó al Hades muchas valientes vidas de héroes y a ellos mismos los hizo presa para los perros y para todas las aves —y así se cumplía el plan de Zeus—, desde que por primera vez se separaron tras haber reñido el Atrida, soberano de hombres, y Aquiles, de la casta de Zeus. 

 De casi todas las literaturas, por no decir todas, valdría afirmar lo mismo, es decir, que nacen como arte refinado, con una pureza que nos asombra; he aquí la primera descripción escrita de un amanecer en castellano: «Ixie el sol, ¡Dios, que fermoso apuntava!» (del Poema de Mio Cid). Después, la campanilla de Melquíades cerrando la segunda lección y dos estampas por el precio de una para ser fijadas en el lienzo de la pared. Tablilla de la Epopeya de Gilgamesh y busto de Homero, el ciego, ambas piezas pertenecientes al Museo Británico de Londres. «Homero fue el primero y el último de los poetas», Montaigne. *** 

 La tercera clase, última de las preparatorias antes de que el galeón se aventure en alta mar, no trata de milagros, casi sobre lo contrario, pues versará sobre taxonomía. Los sabios de Macedonia gustan de agrupar en cajitas conceptos e ideas, de aprehender en definiciones estancas escurridizas realidades, de enclaustrar en una jaula de oro ese animal que nunca se está quieto llamado arte (justo reflejo de ese otro animal llamado vida). Es su deber y a ellos hay que acudir con respeto… sin perjuicio del siempre saludable espíritu crítico que preside el taller. Serranilla ha preparado la lección con el esmero que derrocha en cada cosa que realiza; Serranilla es rubia, siempre sonríe y sus ojos claros serenan todo lo que miran, a todos relajan: —Los géneros literarios clásicos son tres: Épica, Lírica y Dramática.

El primero se asocia a cuentos y novelas, a la narrativa. El segundo, a la poesía, que busca las formas más expresivas y bellas del lenguaje. Y el último al teatro, ya sea escrito o representado, que alude fundamentalmente al sentimiento del lector o espectador—. Y aceptamos de momento esta clasificación pues nos servirá de brújula durante el tiempo que dure la travesía. El monitor se acerca al lienzo que los alumnos ya llaman de Melquíades y dibuja en torno a la definición de Literatura fijada en la sesión inaugural tres objetos: el primero tiene forma rectangular, como de libro, y en su interior escribe las palabras ÉPICA y, debajo, Narrativa. En el siguiente, con forma de estrella, LÍRICA y Poesía. Y en el tercero, un cubo, las voces DRAMÁTICA y Teatro. «Éstos serán los temas de los tres cursos que compartiremos», dice luego, y añade:

 «Ya habrá tiempo de discutir sobre lo acertado o erróneo de la clasificación, pero de momento aceptaremos su validez y las definiciones que el Diccionario de la Española propone para cada uno de los géneros». Son éstas: «Narrativa.- (Del lat. tardío narratīvus.) f. Género literario constituido por la novela, la novela corta y el cuento».

Donde cabrían desde el microrrelato, como El dinosaurio, de Augusto Monterroso («Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí»), hasta las fábulas de Samaniego; de las Novelas ejemplares de Cervantes a las de las hermanas Brontë, desde los cuentos populares y las leyendas hasta obras tan experimentales, distintas y distantes entre sí como el Ulises de Joyce o El cuaderno dorado de Doris Lessing (sin olvidar esas delicadas cumbres que, como El viejo y el mar, de Ernest Hemingway, no sabemos si calificar de novelas breves o de relatos largos). Esta idea globalizadora es la defendida por un novelista de nuestro tiempo, Camilo José Cela, cuando decía en su artículo «A vueltas con la novela» (Ínsula, Revista de Ciencias y Letras fundada por don Enrique Canito, 15 de mayo de 1947): 

 Nadie sabe qué es la novela. […] La novela es un algo fluctuante, eternamente en danza, que no se puede sujetar porque es la vida misma o lo que tomamos, en cada instante, por la vida misma: un algo que no ha cuajado, como la vida misma no ha cuajado tampoco. Querer encasillar lo incasillable es tanto como querer ponerle puertas al campo. […]

Es posible que la única definición sensata que sobre este género pudiera darse, fuera la de decir que «novela es todo aquello que, editado en forma de libro, admite debajo del título, y entre paréntesis, la palabra novela». «Lírica.- (Del lat. lyrĭcus, y este del gr. λυρικός lyrikós.) f. Género literario, generalmente en verso, que trata de comunicar mediante el ritmo e imágenes los sentimientos o emociones íntimas del autor». Safo o Catulo, romanceros y cancioneros tradicionales, Petrarca, Jorge Manrique, santa Teresa de Jesús, Bécquer, los sublimes poemas de Emily Dickinson, El corsario de Lord Byron, Las flores del mal de Baudelaire, los Cantos de vida y esperanza de Rubén Rubén, Vicente Aleixandre e Ida Vitale… entran aquí; incluso, según los sabios de la Macedonia sueca, cantautores tan modernos como Bob Dylan, el premiado, o Leonard Cohen, el no-premiado.

Federico García Lorca confesaba a Gerardo Diego en una carta de poeta a poeta que «ni tú ni yo ni ningún poeta sabemos lo que es la poesía. […] Yo tengo el fuego en mis manos. Yo lo entiendo y trabajo con él perfectamente, pero no puedo hablar de él sin literatura». Por ser, quizá, el género más sublime de todos resulta perfectamente indefinible y los intentos que se han hecho de hacerlo se nos antojan insuficientes.

 «Dramática.- (Del lat. tardío dramatĭcus, y este del gr. δραματικός dramatikós.) f. Género literario al que pertenecen las obras destinadas a la representación escénica». Definición que incluiría a los autores de los textos (Eurípides, Calderón de la Barca, Ibsen, por poner ejemplos de diferentes épocas y lugares) pero también actrices y actores (desde Tespis, primer intérprete de la historia, a Sarah Bernhardt, José Bódalo, Blanca Portillo o David Mamet), directores de escena (Cipriano de Rivas Cherif, Tatiana Pávlova, Gustavo Pérez Puig) y otras muchas figuras, incluyendo una fundamental, la de los espectadores, pues como nos explica Estébanez Calderón en su Diccionario de términos literarios, «el teatro implica un espacio escénico, unos actores, una acción dramática y un público asistente que entra en el juego de la “ilusión de realidad”, participando en la experiencia de la acción representada». —Queridos alumnos, ya tenemos todo lo necesario para aproar hacia Poniente: una definición de Literatura, una aproximación al milagro del lenguaje y un compás que nos orientará en la exploración de los tres continentes que aquí dejamos definidos en forma de géneros.

 Ende, puro corazón, simpatía hecha persona, conocedor de todas las tradiciones orales del universo mundo, solicita permiso para declamar la historia que oyó en su juventud misionera a unos guaraníes en las bancadas del Paraná hace muchos, muchos años… Con ella nos recuerda que ninguna definición podrá contener jamás el sagrado misterio de la literatura: —El trueno cae y se queda entre las hojas. Los animales comen las hojas y se ponen violentos. Los hombres comen los animales y se ponen violentos. La tierra se come a los hombres y empieza a rugir como el trueno. Aplausos, la campana, Melquíades —el niño que no habla, el chaval que nunca ríe— con sus estampas y… avante toda. La Colección Austral de Espasa-Calpe en España y Penguin Books en Gran Bretaña idearon unos códigos de formas y colores para diferenciar desde la misma portada a qué género se adscribía cada obra.

miércoles, 9 de abril de 2025

ORTEGA Y GASSET MUSAS LEJANAS PRÓLOGO

 



NOTAS SOBRE EL <ALMA EGIPCIA

Estas notas kan sido premeditadas como in

 troducción a esta antología de cantos y cuen

 tos del Antiguo Egipto. No se proponen otra 

cosa gue destacar en un somero esquema los ras

 gos del alma egipcia gue más importan a guien 

desee comprender en su diferencial peculiaridad 

agüella viejísima civilización.

 r 

„ - . . 

La/ huellaf del alm&j - - - 

El alma se expresa en

 t

 la palabra y en el gesto,

 pero, además, se imprime en la obra. El gesto y la

 palabra dicha se volatilizan, y gueda del alma gue

 fué sólo la obra y la palabra escrita. Son sus

 Huellas, sus presiones sobre la materia, llenas de

significación. No es desdeñable enseñanza 4ue 

la materia, lo más opuesto al alma, sea la en

 cargada de hacer pervivir a ésta. El resto del 

espíritu gue no ha logrado materializarse se 

evapora.

 Para penetrar en un alma tenemos (jue incli

 narnos sobre la materia y rastrear sus huellas 

como para dar caza a un animal fugaz. E1 alma 

tiene la facultad de impregnar la materia en tor

 no; no puede llegarse a ella sin darle alguna for

 ma (jue sale de su propio fondo, (jue es su íntima 

emanación. Estas conformaciones o deformacio

 nes son la confesión perdurable (jue la espiritua

 lidad deja, como prenda de su flúido ser, en nues

 tras manos.

 Y sería un error creer 4ue, de esos dos medios 

de manifestación duradera gue el alma posee — la 

palabra escrita y la obra—, es aquélla la (jue nos 

revela los mayores secretos. En la palabra, cier

 tamente, se propone el alma exteriorizar algo de 

sí misma; por esto decimos gue se expresa. En la 

obra no se propone nada parecido, sino simple

 mente producir un objeto útil o grato — la mora

 da, la espada, la estatua. Pero es el caso (jue esos 

objetos pueden tener formas innumerables, y al

 — 

10 —

preferir tfiiá el alma y excluir las demás, tíos re

 vela, sin sospecharlo, un secreto profundo de su 

ser, más profundo (Jue todo lo cjue pudo decir con 

sus palabras. Adviértase (jue acuellas conviccio

 nes y sentimientos cjue forman el estrato último 

de nuestra persona son para nosotros de tal modo 

evidentes, constituyen supuestos tan primarios de 

nuestra vida, cjue ni siguiera reparamos en ellos, 

y menos puede ocurrírsenos comunicarlos. Se dice 

sólo lo (jue nos parece diferencial, lo (jue varía, lo 

(Jue en algún sentido es cuestionable, lo (jue acon

 tece sobre ese fondo último de actitudes y creen

 cias. Pues bien, estos secretos últimos son los (jue 

aventa el alma cuando no pretende expresarse 

sino (jue, indeliberadamente, prefiere unas formas 

a otras, en los instrumentos, en las artes, en las 

instituciones. Más aún cjue la expresión en la pa

 labra, es sincera e indiscreta la impresión en la 

obra. La única ventaja de la palabra es gue es 

más clara, circunscribe más estrechamente su sig

 nificado. La obra es un lenguaje más vago tal 

vez, por lo mismo (jue enuncia las más vastas 

confesiones. De todas suertes, el alma de un pue

 blo antiguo sólo es inteligible cuando se con

 frontan sus palabras y sus obras. La civilización

 — ti —

entera de la raza se presenta a nuestros ojos comó 

una innumerable gesticulación, como un amplí

 simo lenguaje.

 L,sl> primera^ fechaj 

«La primera fecha se

 g urare registra la his

 toria universal es el 19 de julio del año 4241 an

 tes de Jesucristo. En ella fue establecido en el 

Bajo Egipto el calendario de 365 días.»—Eduar

 do Meyer, Historia de la Antigüedad; tomo I, 

2.a ed., pág. 110.

 «Tempo» des 1 a¿ 

historia^ egipciaj

 En cierta manera, este 

dato de tan formal apa

 riencia contiene y cifra

 todo lo esencial del alma egipcia. La instauración 

de un calendario supone q[ue la colectividad ha 

llegado a la madurez de su cultura. En esa legis

 lación sobre la medida del tiempo se resume siem

 pre un vasto saber cosmológico. Pero, además, 

implica la existencia de un Estado fuerte y en

 12 —

orden q[ue posee ya una compleja técnica adminis

 trativa.

 Ahora bien, el calendario egipcio es establecido 

en el Bajo Egipto. Constituía éste un cuerpo po

 lítico cjue se había formado por colonizaciones 

emprendidas desde el Alto Egipto. A la existen

 cia de un Estado en el Delta precedió la forma

 ción de otro Estado río arriba, verdadera cuna de 

la civilización egipcia. Esto significa q[ue siglos 

antes de acuella fecha existía ya una nación po

 derosa, políticamente organizada, no lejos de la 

primera catarata. Pero si, retrocediendo hacia el 

año 5000 a. de J., queremos pasar más allá, to

 pamos en seguida con los restos c(ue las excava

 ciones recientes han exhumado, y esos restos per

 tenecen a una civilización sumamente primitiva, 

en rigor, paleolítica, q[ue nada tiene q[ue ver con la 

egipcia. De modo q[ue no es posible retroceder 

mucho sin salirse de la historia de Egipto. Por 

otra parte, en torno a la fecha del 4000, según 

Borchardt, se están ya construyendo las pirámi

 des, lo cual q[uiere decir, ni más ni menos, q[ue 

Egipto está plenamente formado, tal y como va a 

ser en el resto de los milenios, con toda su estruc

 tura política, con todo su arte, con toda su técni

ca, religión y saber. Así, en lo q[ue respecta al 

tema más característico de esta civilización—el 

culto a los muertos—, hallamos q[ue en las tumbas 

de hacia el año 4000 se encuentran ya figuras de 

criados y criadas, servidores presuntos del cadá

 ver, modeladas por cierto sin pies, a fin, sin duda, 

de q[ue no huyesen, dejando en desamparo a su 

señor. Por ese tiempo la agricultura ha alcanza

 do su máximo desarrollo y es ya idéntica a lo q[ue 

va a ser hasta la época de Napoleón.

 De suerte que la historia egipcia ofrece el ejem

 plo de una civilización política y moral q[ue llega 

en un prestissimo fantástico a plena maturación, 

para anquilosarse en seguida y perdurar miles de 

años invariable en todo lo esencial. ¿Cómo se ex

 plica esto?

 r* 

, , - 

Pueblo agrícola-* 

La vertiginosidad con

 # 

q[ue se constituye el ins

 tado egipcio y su relativo estancamiento posterior 

tienen dos causas, material la una, psicológica la 

otra. La causa material fue, como es sabido, el 

Nilo. Aunque parcial, sigue pareciéndonos ver

— 14 —

(ladera la fórmula canónica dada por Herodoto: 

«Egipto es un don del Nilo.»

 La tierra toda de Egipto es menor gue dos pro

 vincias españolas. Sin embargo, su longitud es 

grande. Está repartida en dos breves bandas de 

terreno a ambas orillas del río. En algunos luga

 res su anchura no pasa de tres kilómetros. Más 

allá, a uno y otro lado, aprisionan el terruño fér

 til las rocas verticales gue llevan sobre sus hom

 bros el desierto. La inundación periódica es un 

beneficio, pero, a la par, un desastre. El agua ce

 nagosa gue luego fecundiza, primero destruye. 

Esto impone con una violencia clara, aguda, la 

necesidad de grandes trabajos de irrigación y dre

 naje, gue no pueden ser emprendidos por fami

 lias aisladas ni siguiera por pegueños grupos so

 ciales. El dominio sobre las aguas sólo es posible 

si una voluntad unitaria organiza la vida hu

 mana desde un punto del curso fluvial hasta su 

desembocadura.

 La configuración de su territorio impuso al 

pueblo egipcio un destino agrícola. Y esto con 

raro exclusivismo. El valle del Nilo, acordonado 

a una y otra mano de desiertos, gueda remoto del 

mundo. Míseros pueblos nómadas, retenidos en

los estadios más primitivos del desarrollo huma

 no, rozan apenas la existencia del labriego nilota, 

defendido naturalmente por los escarpes de la 

roca que el río ha tajado. El egipcio no será ni 

guerrero ni comerciante hasta las postrimerías de 

su historia. Cuando necesita algo del exterior 

—por ejemplo, los exquisitos inciensos de Punt, 

junto al Mar Rojo—, tendrá que dar a la opera

 ción comercial un falso carácter bélico y dedica

 rá a los que la emprenden himnos superlativos 

que Grecia no hubiera juzgado oportuno consa

 grar a Alejandre por la conquista de media Asia.

 El fondo del alma egipcia, su estrato más hon

 do encargado de soportar el resto, está, pues, cons

 tituido por la psique de labriego más pura que 

haya existido nunca. Esto quiere decir docilidad 

y tradicionalismo, recogimiento en lo cotidiano, 

imperio del hábito, gravitación hacia el pasado.

 Pero las condiciones peculiares de la agricultu

 ra en las riberas del Nilo imponen inexorable

 mente una organización complicada, postulan un 

Estado. Lo más frecuente en la historia ha sido 

que el Estado no represente una necesidad prima

 ria para la vida individual. Los pequeños grupos 

sociales se bastaban a sí mismos para todo lo ur-- 

16 

gente. El Estado sólo era preciso para fines más 

elevados y en cierto modo abstractos. Era, por 

decirlo así, un lujo advenedizo. Los que sentían 

esa genial voluntad de forjar un Estado tuvieron 

de sólito que imponerlo a los pequeños grupos 

consanguíneos,quebrando su egoísmo.En el Nilo, 

por el contrario, la tendencia hacia un Estado se 

halla inscrita desde luego en la existencia privada 

como una de sus condiciones materiales. El sim

 ple hecho de que la inundación anual borra las 

lindes de los labrantíos fuerza a buscar un acuer

 do entre los grupos próximos, una jurisprudencia 

y una autoridad.

 Puede decirse que el egipcio, a diferencia de 

casi todos los demás hombres, se siente nativa

 mente miembro de un Estado. Su ser privado no 

es previo y distinto de su ser político.

 Hay un síntoma que nunca falta para calcular 

la fuerza del principio de Estado en una sociedad, 

y es medir la fuerza que el principio familiar 

desarrolle en ella. La familia, el instinto de con

 sanguinidad, es antagónico del instinto político y 

viven el uno a expensas del otro *. Pues bien, en

 * Véase mi ensayo El origen deportivo del Estado, publía ¿o en 

La Nación de Buenos Aires.- 

17 - 

2

Egipto todo lo familiar aparece desde luego redu

 cido a su mínima expresión. Antes de formarse 

las dos grandes naciones del Norte y el Sur, ha

 llamos a los egipcios organizados en llamados 

nomos o distritos, q[ue muy acertadamente com

 para Meyer a los Estados-Ciudades del Medite

 rráneo. Ya en ellos triunfa el poder político como 

único principio de organización social; no existen 

grupos familiares ni gentilicios donde la sangre 

condicione la situación del individuo, sino <jue 

éste vive calificado sólo por su puesto en el És- 

tado e incluido en el gremio a q[ue su oficio co

 rresponde. No usa nombres familiares ni alu

 de jamás a sus antepasados en las inscripcio

 nes. Apenas si se hace constar el nombre del 

padre *.

 Nosotros somos casi por entero personas pri

 vadas, y sólo apendicularmente somos ciudada

 nos, órganos del cuerpo político. El egipcio, al 

revés.

 Da ello un carácter sumamente extraño a esta 

civilización primera. La vida es casi exclusiva

 mente oficial. Cada cual es lo q[ue es como pieza 

de la máquina pública.

 * 

Meyer, 74.- 

18 

T7- 

r alta de individualidad 

* Ese «oficialismo» de la

 .

 existencia íntegra sería

 imposible si cada persona singular tuviese, como 

suele decirse, su alma en su almario; si cada cual 

sintiese su individualidad y la afirmase. Pero el 

alma egipcia es colectiva y no individual. Quiero 

decir con esto: primero, que el alma de cada egipcio 

era prácticamente idéntica a la de otro cualquie

 ra, que estaba formada por un repertorio igual de 

pensamientos y reacciones; no sentía el choque 

con el prójimo, ni percibía esa diferencia que, 

como Stendhal dijo, engendra odio; segundo, no 

sólo eran idénticas las almas, sino que su conteni

 do estaba desproporcionadamente constituido por 

contenidos sociales.

 Suele con error creerse que la psique humana 

se forma partiendo de un núcleo central en lo más 

íntimo de cada persona que luego va engrosan

 do el volumen del alma hasta tocar la del próji

 mo y formar así la espiritualidad social. Tal su

 posición impide la inteligencia de la psicología 

primitiva. La verdad es, más bien, lo inverso. Lo 

que primero se forma de cada alma es su perife

 ria, la película que da a los demás, la persona o 

yo social. Se cree lo que creen los demás; se sien- 

19 

ten emociones multitudinarias. Es el grupo hu

 mano quien, en rigor, piensa y siente en cada 

sujeto.

 Así, en Egipto, el individuo desaparece bajo la 

hopa del funcionario, del labriego, del sacerdote. 

El faraón mismo no es una personalidad in

 transferible, sino un mero soporte de su dignidad 

pública. Por tal razón, no se halla reparo en co

 piar tras el nombre de un rey la lista de hazañas a 

que otro dió cima. Aquí y allá asoma tal vez un 

pujo de individualidad. Un rey hace un gesto 

propio, un pintor insinúa una novedad; mas, al 

punto, la singularidad se generaliza y hace con

 vencional. Diríase que la vida de cada hombre 

puede, sin resto, verterse en otro hombre sin que 

se note la suplantación.

 El gigantesco legado de pintura y plástica que 

Egipto nos dejó confirma superlativamente esta 

falta de individuación en el alma egipcia. Cuan

 do han querido, el pincel y el buril del artista ni- 

Iota han creado portentosos retratos. No cabe, 

pues, atribuir a defecto de técnica la escasez de 

ellos. El mismo personaje de quien conservamos 

un retrato se hace representar cien veces en forma 

convencional y desindividualizada. Lo que inte

— 20 —

resa a él y al artista es su persona típica—su ran

 go, su oficio—, no su perfil singular.

 Este alma primitiva sentía la individuación 

como un desgarramiento doloroso del blogue so

 cial en gue vive engastada. Así, la nota más mo

 derna— más individualizada—de toda la cultura 

egipcia es la narración de Sinué. Este aventure

 ro es acaso el único estremecimiento de plena in

 dividualidad gue registran tres mil años de histo

 ria. Y—coincidencia curiosa—es un anormal, 

un fugitivo, un evadido, un desertor. Huye de 

Egipto, gana honra y provecho en tierras extra

 ñas— una vaga resonancia del Cid—y vuelve a 

morir a la tierra madre. Al retorno cuenta sus vi

 cisitudes. El mismo no se explica cómo le ocurrió 

huir, desterrarse. Aún siente la titilación del do

 lor gue esta secesión le produjo. «La fuga reali

 zada por tu servidor — dice contrito al rey—no 

fue intencionada; no estaba en mi corazón y no 

la premedité. No sé lo gue me arrancó de donde 

estaba. Fué como un sueño, como si un hombre # 

del Delta se viese de pronto en Elefantina, o un 

hombre de los pantanos en Nubia.» Sinué atri

 buye, pues, su acción individualista a un rapto de 

amencia.

Nosotros no tenemos una noción individual 

de la oveja; así, el egipcio no la tenía del hombre. 

Ni de sí mismo, ni de su prójimo.

 Pueblo de funcionario/

 No ha existido nunca 

una sociedad que sea 

más pura y exclusivamente un Estado que en 

Egipto. Concluye por absorber el país entero. En 

el nuevo Imperio es propietario único de todo el 

territorio, que arrienda en parcelas al 20 por 100. 

Todo llevaba a hipertrofia del Estado. La condi

 ción externa de la vida egipcia—la agricultura en. 

terreno de inundaciones periódicas—equivalía a 

un mandamiento hacia la más amplia organiza

 ción política; la condición interna, el módulo 

psicológico, era, por su falta de individuación, 

una tendencia nativa y como preestablecida a lo 

mismo.

 El Estado, entidad abstracta y sobreindividual, 

es el único protagonista de la historia egipcia, que 

a ello debe su ejemplar continuidad durante mi

 lenios. El Estado es un sistema de moldes inte

 lectuales y morales. Genialmente, Hegel lo llamó 

«espíritu objetivo», aceptando la contradicción

 — 22 —

que la fórmula incluye. El egipcio no necesitó su

 perar una intimidad arisca e indócil para adap

 tarse a esos moldes públicos. Estaba hecho para 

ellos. En él lo espontáneo era ya lo oficial, lo 

convencional. El artista se complace en confor

 marse a la pauta recibida. El gran dignatario no 

contará en los jeroglifos de su tumba nada de sus 

destinos privados, sino meramente para constar 

los cargos que desempeñó, las empresas oficiales 

de que fué encargado, los títulos que decoraron su 

persona.

 Egipto ha sido el paraíso de los títulos. Exento 

de vida privada, el hombre del Nilo espera del títu

 lo oficial el perfil diferenciador que por sí no tiene.

 Sobre la masa agrícola se eleva la masa de los 

empleados. La sociedad egipcia es, en su porción 

superior, un pueblo de funcionarios, como era 

inevitable allí donde el Estado no nace de una 

genial imposición guerrera sino de una necesidad 

de organización. Funcionarismo, burocracia...; 

otro síntoma de individualidad ausente.

 Los empleados fueron los creadores de la cul

 tura egipcia, que ha sido, consecuentemente, una 

cultura de convencionalismos prácticos, de recetas, 

de fórmulas. Toda persona sin individualidad es

feliz cuando se encuentra al frente de una ofici

 na. En Egipto no había más gue pegujales y 

oficinas. Los templos eran una variedad burocrá

 tica, una administración gue recogía los bienes de 

este mundo en sus vastos graneros y los canjeaba 

por bienes de ultratumba.

 r 

El funcionario es en

 L eu escri tura^ Egipto el hombre culto 

—lo mismo gue en China y por análogas razones. 

La cultura consiste puramente en técnicas oficia

 les, y casi se resume en la escritura y su adjunto, 

la contabilidad. El egipcio siente un respeto reli

 gioso por la sabiduría; pero la palabra con gue 

denomina el saber, el conocimiento, es sospecho

 sa. Como nuestros labriegos, llama al saber «los 

libros». Saber es simplemente saber escribir. El 

sabio es el escriba, el literato — como en China. El 

hombre gue sabe dibujar letras lo es todo en esta 

civilización. «Nadie conoce el nombre del iletrado, 

del analfabeto — dice un viejo texto—, y es como 

un asno harto de carga gue el letrado aguija.»

 La escritura y su secuela la contabilidad do

 minan la vida egipcia, la penetran, la inundan. Se

 — 34 —

escribe continuamente, en tabletas menudas o en 

rocas gigantes. De todo se forma expediente y se 

hace inventario, con una tinta perenne que sigue 

hoy neta al cabo de cinco mil años. El escriba 

pulula inexorable. Se le halla dondequiera con 

su cálamo tras de la oreja, como nuestros cova

 chuelistas y tenderos. Desde los diez o doce años, 

el egipcio que no cultiva el campo trabaja en la 

oficina. Hay contadores para todo, con sus títulos 

especiales; hay «contadores de cereales», de bue

 yes, de árboles. El tesorero mayor del Imperio 

Nuevo se denomina «guardián de la balanza». 

Sin embargo, no existe el menor intento de orde

 nar una gramática ni de elaborar una aritmética. 

La teoría, la ciencia, faltan por completo. La escri

 tura tiene un sentido mágico y administrativo, 

pero no intelectual. Se ama la forma de la letra, 

no el posible espíritu que cupiera inyectar en ella. 

Cuando muere un niño, se ponen en la tumba sus 

planas caligráficas. No obstante, la pedagogía 

egipcia aparece resumida en esta frase: «El niño 

tiene espalda: escucha cuando se le pega.»

 José Ortega y Gasset

martes, 8 de abril de 2025

FRAGMENTO. NOVELA. EN PROCESO. EL VUELO DE LA URRACA.

 



Tú eres un adicto al poder como todo político, vives y no vives. ¿Entonces, la Codicia no está en ti, bribón? ¿No sientes el dolor, tampoco el hambre, ni la sed? Mientes. Ven, recuéstate de nuevo en mi palma, remedo de hombre, acurrúcate, abrígate de los murmullos que te rodean, duerme por un momento, ¡mentiroso!

Fragmento. Novela. En proceso. EL VUELO DE LA URRACA.

sábado, 5 de abril de 2025

Victoria Ocampo Diálogo con Borges




 Victoria Ocampo Diálogo con Borges  

BUENOS AIRES PRINTED IN ARGENTINA IMPRESO EN LA ARGENTINA Queda hecho el depósito que pre¬ viene la ley 11.723, © 1969, Editorial Sur, calle Viamonte 494, Buenos Aires. 

 VICTORIA OCAMPO Antes de hablarme de esta fotografía de sus antepasados, Borges, dígame cuál es el primer recuerdo de su infancia, JORGE LUIS BORGES No puedo precisar mi primer recuerdo, No sé si queda de este o del otro lado del río; si me viene del barrio de Palermo, en Buenos Aires, o de una quinta del Paso del Molino, en Mon¬ tevideo. Entreveo un cantero y un arco iris. 

 V. O. Hablemos de su familia. Usted se refiere a ella en sus poemas. El álbum que usted me ha mostrado lleva en las primeras páginas tres fotografías de mujeres. ¿Quién era Jane Arnett de Haslam, con un peinetón de carey y traje de baile? 7 Jane Arnett de Haslam /. L. B. Esa niña es una de mis bisabuelas. Había nacido en Staffordshire. Creo reconocer en sus rasgos los de Norah, mi hermana. Su familia era cuáquera. 

 V. O. ¿Quién era esa Carolina Haslam de Suárez reflejada en un espejo, esos espejos que lo alarmaron a usted y que están en sus poemas? J. L. B. Mi tía abuela, por el lado de mi padre. Perdió su fortuna y se dedicó a enseñar el inglés. Había sido muy linda. Una de sus discípulas fue Marieta Ayerza, que se acuerda siempre de Mrs. Suárez. Era una persona que me impresionaba mucho, no sé por qué. 

 V. O. No necesito preguntarle si Fanny Haslam 9 Carolina Haslam de Suárez de Borges era su abuela inglesa. ¿Hasta qué punto era inglesa? J. L. B. Lo era devotamente. Bajo el influjo de la obra de Sir Walter Scott, yo, de chico, le pregunté si tenía sangre escocesa. Me con¬ testó: “Gracias a Dios (thank goodness!) no tengo ni una gota de sangre escocesa, irlandesa o galesa”. Cuando estaba murién¬ dose, todos la rodeamos y ella nos dijo: “Soy una mujer vieja que está muriendo muy, muy despacio, No hay nada interesante o patético en lo que me sucedeNos pedía disculpas por su demora en morir. Leía y releía a Dickens, pero también a Wells y Arnold Bennett. En la reserva y en la cor¬ tesía de Ñor ah perdura Francés Haslam. 

 V, O. Junto a ella encontramos al coronel Francisco Borges Lafinur, su marido. ¿Qué sabe usted n Fanny Has larri de Borges Fanny Haslam de Borges (París, 1869-1870). de este militar y qué parentesco tenía con Juan Crisóstomo Lafinur? J. L. B. Era hijo de Carmen Lafinur, hermana de Juan Crisóstomo, acaso nuestro primer poeta ro¬ mántico. Nació en la plaza sitiada de Monte¬ video, durante la Guerra Grande, como los orientales le dicen. A ¡os quince años, militó en esa plaza, contra los blancos; después, en Caseros, bajo Urquiza; después, en el Para¬ guay, en Entre Ríos, en la frontera del Sur y en la del Oeste. Mitre estaba tramando una revolución; Sarmiento, entonces presi¬ dente, le preguntó a mi abuelo si podía con¬ tar con las fuerzas que estaban a sus órdenes, en Junín. Borges ¡e contestó: ( y el tango- milonga me gusta más que el tango-canción, que me parece deleznable. 

 V. O. En este álbum de familia veo un bebé y en otra foto un niño apoyado al respaldo de una silla -creo que han de ser su madre y su padre-; después los veo en otras fotos más grandecitos: ella con muchos moños en la cabeza, apoyada en una balaustrada, como se estilaba en las fotos de esa época; él en un bote de fotógrafo, remando en un mar de fotógrafo. ¿Se los puede usted imaginar a ellos cuando eran niños? J. L. B. No> me cuesta mucho trabajo reconocerlos en esa balaustrada y en esa navegación fotogrᬠfica que, además, habrá correspondido única¬ mente al instante en que se retrataron. 26 remando en un mar de fotógrafo” Leonor Acevedo de Borges Leonor Aceveclo de Borges. Borges, padre. V. o. Mire usted, a esta preciosa mujer vestida de negro con guante blanco: su madre. ¿Esta foto fue tomada antes o después de nacer usted? ¿Recuerda usted a su madre en el es¬ plendor de su juventud? J. L. B. Sí, creo recordarla así; sus amigas íntimas solían decirme: ((Pobre Leonor cita, no, le debía nada a la belleza”. Creo que mentían. V. O. Aquí están su padre y su madre. ¿Qué rasgos considera usted que ha heredado de esta joven pareja feliz? J. L. B. Ojalá hubiera heredado alguno. 31 Borges, niño. ("¿Qué sería ese libro?'’) V. o. ¿Teme usted haberlos hecho sufrir en alguna ocasión? J. L. B. Espero no haberlos defraudado demasiado, pero tengo -como todos los hijos~ muchos remordimientos. Sobre todo, el remordimien¬ to de haber sido, durante muchos años de mi vida, muy desdichado y haberlos apenado por eso. 

 V. O. ¿A qué jugaba usted a la edad en que se le ve sentado con un libro en la mano? ¿Qué sería ese libro? J. L. B. En lo que al libro se refiere, me lo puso en las manos el fotógrafo. En cuanto a los jue- 33 Borges, adolescente BorgeSj jovencito. gos, mi hermana Ñor ah era el caudillo. Me obligaba a escalar el vertiginoso molino de nuestro jardín de Palermo y a caminar por paredes muy altas y muy angostas. Yo la seguía porque no tenía el valor de decirle que estaba aterrado. 

 V. O. ¿Así que Norah era para usted una compa¬ ñera de juegos, de travesuras, y, como usted dicey el caudillo? J. L. B. Sí. Ahora es casi otra persona. Su f ir meza, sin embargo, es la misma y así lo demostró cuando estuvo, como usted, Victoria, en la cárcel. Quienes ahora la conocen no podrán creer que le gustaba mucho lo que los ingle¬ ses llaman practical jokes. Ha dejado la dia¬ blura y la travesura para ingresar en la be¬ nigna secta de los ángeles. V. o. Y usted ¿tenía ambiciones? ¿Ya se había despertado plenamente su vocación de escri¬ tor y de poeta, en su adolescencia? J. L. B. Sí, yo siempre supe, de algún modo, que se¬ ría un escritor. En cuanto a mis ambiciones, no sé si le he dicho alguna vez, Victoria, que cuando era chico se hablaba mucho de “ratés” -no se usaba la palabra “fracasados” sino la francesa “ratés”-; yo oía hablar de los “ra¬ tés” y me preguntaba con inquietud: “¿Lle¬ garé yo alguna vez a ser un ‘raté’?” Esa era mi máxima ambición. 

 V. O. Pues usted ha fracasado como “raté”. ¿Cuál fue su más grande deseo de adolescente: ser amado o ser famoso? 37 Casa de Carolina Haslam de Suárez, en Paraná, donde murió el padre de Borges. J. L. B. Nunca pensé en ser famoso y no sé si pensé en ser amado. Yo creía que ser amado hubie¬ ra sido una injusticia: no creía merecer nin¬ gún amor especial, y recuerdo que los cum¬ pleaños me avergonzaban, porque todos me colmaban de regalos y yo pensaba que no había hecho nada para merecerlos y que era una especie de impostor. 

 V, O, ¿Por qué sentía necesidad de escribir? ¿Qué lo atraía particularmente en la literatura en esos años? J. L. B. La pregunta inicial es de difícil o imposible contestación. En cuanto a la segunda, me atra¬ jeron sucesivamente la mitología griega, la mitología escandinava, el Profeta Velado del Khorassán, El Hombre de la Máscara de Hie- 39 rro, las novelas de Eduardo Gutiérrez, el Fa¬ cundo, las admirables pesadillas de Wells y Las Mil y Una Noches, en la versión de Edward William Lañe. No respondo del orden de esos amores. Dos amistades de aquel tiempo me han acompañado hasta ahora: Huckleberry Finn y el Quijote. 

 V. O. ¿Es usted, como diría Saint-Exupéry, “du pays de votre enfance”? ¿Se siente usted muy marcado por su infancia, como en mayor o menor grado lo estamos todos, sólo que unos tienen más conciencia de estarlo que otros? J. L. B. Intimamente soy el mismo de entonces. Ape¬ nas si he aprendido algunas destrezas. 

 V. O. Entremos ahora en lo que usted llama ((la casa primordial de la infancia”. ¿Cuál fue? 40 Casa de Paraná ]. L. B. Cronológicamentey la primera fue una casa baja y antigua de la calle Tucumán, entre Suipacha y Esmeralda. Tenía, como todas, dos ventanas con su reja de hierro, el zaguán, la puerta cancel y dos patios. En el primero, que era de mármol blanco y negro, estaba el aljibe, con una tortuga en el fondo para pu¬ rificar el agua. En Montevideo, me dicen, el filtro era un sapo. La gente no pensaba que la tortuga purificaba e impurificaba el agua también. Recuerdo con más precisión la casa de la calle Serrano, en Palermo. Era una de las pocas casas de altos que había en esa calle. El resto de la edificación era de casas bajas y, si se puede llamar edificación, de terrenos baldíos. 

 V. O. La casa de Paraná, donde nació su padre, ¿la ha visto usted en sueños o en la realidad? 42 Calle Anchorena 1626 (1930-34). J. L. B. En sueños y en la realidad, pero como la he visto muchas veces en una fotografía, creo que la imagen que tengo es la de la fotogra¬ fía, no la de la casa que vi cuando fui a Entre Ríos. Como en el caso de tantos ami¬ gos, me entristece pensar si mi recuerdo de Güiraldes es verdaderamente un recuerdo de Güiraldes o si lo he reemplazado por el re¬ cuerdo de su fotografía. La fotografía se fija más fácilmente en la memoria porque está inmóvil; en cambio, cuando uno ve a una persona esa persona está cambiando conti¬ nuamente. 

 V. O. ¿Qué colores, qué sonidos, qué voces recuerda usted de este jardín de la calle Anchorena 1626 que vemos en esta foto? Ñor ah, su her¬ mana, piensa en colores y en formas. Cuando era muy jovencita me preguntó una vez: u¿Qué le gusta más, una rosa o un limón?” ¿En esto se parece usted? 44 Anchorena 1626. (. . . subían por esta escalena . . .) /. L. B. No, absolutamente nada. Yo no puedo decir, como Théophile Gantier, que “je suis quelqu’un pour qui le monde visible existe”. Yo pienso más bien de un modo abstracto o afectivo, pero no en formas o en colores como mi her¬ mana. Yo no sé muy bien si las personas a quienes trato son rubias o morochas; es ver¬ dad también que mi creciente ceguera ha colaborado en ese mundo abstracto en que estoy. 

 V. O. ¿Quiénes subian por esta escalera de la calle Anchorena? ¿Recuerda usted? ]. L. B. Sí, recuerdo a nuestro William Blake (Xul- Solar), recuerdo a Macedonio Fernández -una de las personas que más me han impresionado en la vida, menos por su obra escrita, que 46 El Colegio de Ginebra. encuentro ahora un poco intrincada e inextri¬ cable, que por su diálogo-; Macedonio Fernán¬ dez fue el mejor conversador que he conocido en mi vida y -lo cual parece incompatible- el más lacónico también. Uno podía estar dos o tres horas con él. Macedonio hacía tres o cua¬ tro observaciones dichas en voz baja y, por modestia, en tono interrogativo y esas tres o cuatro tímidas preguntas de Macedonio Fer¬ nández resplandecían después en el recuerdo, quedaban para siempre en nuestra memoria. Me acuerdo también de Alvaro Melián Lafi¬ nar, mi primo; y -desde luego- de mis padres. Creo que no tengo otros recuerdos muy inme¬ diatos de esa época. 

 V. O. ¿Recordaba usted ya con fervor a su Buenos Aires cuando era alumno de este colegio de Ginebra que Ñor ah pintó con techos rojos? J. L. B. Sí, pensaba siempre en Buenos Aires. En casa teníamos algunos libros argentinos: el Facundo, 48 “, . .en que su padre y su madre lo miran a usted y se miran en usted...”. La quinta de Adrogue (pintura de Norah Borges). los tres volúmenes de Ascasubi, el Martín Fie¬ rro, Siluetas Militares de Eduardo Gutiérrez y el Juan Moreira. Yo estaba muy orgulloso de que en esa novela se hablara de mi abuelo Borges aunque, naturalmente, hubiera prefe¬ rido ser nieto de Moreira y no de Borges. También Misas Herejes que Evaristo Carriego había dedicado a mi padre. No quiero olvidar el Lunario Sentimental de Lugones y Las Montañas del Oro. Leía y releía esos libros, porque sentía que me ataban a la patria. No debe deducirse de mis nostalgias que no sin¬ tiera,, y que no siga sintiendo, un gran amor por la ciudad de Ginebra. 

 V. O. Esta instantánea suya y de sus padres en la avenida Quintana, en que su padre y su ma¬ dre lo miran a usted y se miran en usted, me figuro, y en que usted los mira a ellos, ¿de qué amistades fue contemporánea? J. L. B. La primera visita con la cual usted nos honró, 50 Avenida Quintana 222 (1924-30). “Al pensar en A drogué, no pienso en el Adrogué actual deteriorado por el progreso . . Victoria, fue en esa casa, hoy desaparecida, de Quintana y Montevideo. En esa casa Ri¬ cardo Güiraldes nos dejó su guitarra cuando, por penúltima vez, se fue a París con Adelina. 

 V. O. Supongo que Adrogué era para usted lo que San Isidro para mí, ¿no es así? Descríbame un poco ese lugar donde han veraneado tan¬ tos años. /. L. B. Al pensar en Adrogué, no pienso en el Adro¬ gué actual deteriorado por el progreso, por la radiotelefonía y las motocicletas, sino en aquel perdido y tranquilo laberinto de quin¬ tas, de plazas, de calles que convergían y divergían, de jarrones de mamposterja y de quintas con verjas de fierro. En cualquier lugar del mundo en que me encuentre, basta el olor de los eucaliptos para que yo vuelva a ese Adrogué perdido que ahora sólo existe en mi memoria y, sin duda, en tantas memorias. 53 “...basta el olor de los eucaliptos para que yo vuelva a ese A drogué perdido . . ” Casa posterior de la Avenida Quintana 263. 

 V. o. Hábleme de su padre. Me gustaría que usted me dijera qué literatura le gustaba y cómo era el hombre, el que usted ha visto y cono¬ cido. J. L. B. Era muy inteligente y, como todos los hom¬ bres inteligentes, muy bondadoso. Era discí¬ pulo de Spencer. Alguna vez me dijo que me fijara bien en los uniformes, en las tropas, en los cuarteles, en las banderas, en las Iglesias, en los curas y en las carnicerías, porque todo eso estaba a punto de desaparecer y yo po¬ dría contar a mis hijos que había sido testigo de tales cosas. La profecía no se ha cumplido aún. Era tan modesto que hubiera preferido ser invisible. Muy orgulloso de su inmediata sangre sajona, solía bromear sobre ella. Nos¡ dijo con aparente perplejidad: “No sé por que se habla tanto de los ingleses. ¿Qué son, al fin y al cabo? Son unos chacareros alemanes”. 55 Los dioses de su idolatría eran Shelley, Keats, Wordsworth y Swinburne. La realidad de la poesía, el hecho de que las palabras puedan ser no sólo un juego de símbolos sino una magia y una música, me fue revelada por él. Cuando recito ahora un poema, lo hago, sin proponérmelo, con la voz de mi padre. Solía decir que en este país el catecismo ha sido reemplazado por la historia argentina. Des¬ confiaba del lenguaje; pensaba que muchas palabras encierran un sofisma. Los enfermos creen que van a sanar -nos decía-, porque los llevan a un sanatorio. En la revista Nosotros pueden buscarse algu¬ nos admirables sonetos suyos, un poco a la manera de Enrique Banchs. Ha dejado una novela histórica, El caudillo. Escribió y des¬ truyó varios libros. Dictó en inglés una cáte¬ dra de psicología en el Profesorado de Len¬ guas Vivas, en la calle Esmeralda. 

 V. 0. ¿En cuál de sus poemas o de sus cuentos ha soñado al asomarse a este balcón? 56 J. L. B. No sé. Si el balcón es de nuestra primera casa en la avenida Quintana, habrá sido en algún poema. Porque -aunque a mí me gus¬ taban mucho los cuentos- pensaba entonces que no era digno de escribir cuentos, tarea demasiado compleja para mí. Ahora, si se trata de nuestra casa de Anchorena, entonces habré estado pensando en el cuento uLas ruinas circulares”. Pasé una semana escribién¬ dolo. Durante esa semana iba a trabajar en una biblioteca de Almagro, iba al cinemató¬ grafo alguna vez, veía a mis amigos, pero todo eso era como si ocurriera en un sueño, porque yo estaba viviendo mientras tanto, como no he vivido ninguna obra literaria ni antes ni después, ((Las ruinas circulares”. 

 V. O. ¿Cree usted que algo de las personas que han vivido en una casa perdura en ella, que algo queda como flotando en ella, que todas las casas 57 -en mayor o menor grado- están “haunted”, “hantées”? ¿Y por qué no existirá esta pala¬ bra “haunted” en español? ¿Es que ningún es¬ pañol o ningún hispanoamericano ha sentido necesidad de inventarla? J. L. B. Estoy plenamente de acuerdo con usted. Creo que palabras como “haunted”, “uncanny”, “eerie”, no existen en otros idiomas porque la gente que los habla no ha sentido nece¬ sidad de inventarlas, como usted dice. En cambio, tenemos en inglés o en escocés la palabra ‘uncanny” y en alemán la palabra análoga “unheimlich” porque esa gente ha necesitado esas palabras, porque esa gente ha sentido la presencia de algo sobrenatural y maligno a la vez. Creo que los idiomas co¬ rresponden a las necesidades de quienes los hablan, y si a un idioma le falta una palabra es porque le falta un concepto o, mejor dicho, un sentimiento. 58 

 V. o. Hay también otra palabra intraducibie; por lo menos yo no le encuentro traducción. A ver si usted la encuentra: “wistful”. J. L. B. Noy no encuentro traducción. Sólo meras aproximaciones como “nostálgico”, “anhelan¬ te”, pero ninguna de ellas corresponde a “wistful”. Además, hay algo en el sonido de esa palabra, en la respiración de esa palabra} en su entonacióny que corresponde a lo que significa. 

 V. O. ¿Se siente usted wistful al pensar en Adro¬ gué? ¿Lo recuerda usted wistfully? J. L. B. Sí. Lo mismo me sucede con otros sitios. 59 Borges a orillas del río V. o. ¿Ubicaría usted Ja acción de su cuento El Muerto a orillas de este río uruguayo donde lo veo a usted retratado? J. L. B' Sí, Lo imaginé ahí, pero la historia podría trasladarse a cualquier frontera y no corres¬ ponde necesariamente a las márgenes del Arapey. 

 V. O. ¿Cómo imaginaría en film ese cuento suyo en que se ha inspirado un productor norte¬ americano? Creo que se va a hacer un film con El Muerto, ahora. J. L. B. Sin exceso de vanidad, creo que puede ha¬ cerse un buen “Western” con ese cuento. Al 61 El mate ÉgliSl decir un buen “Western”, no tengo el menor propósito despectivo. Creo que en un tiempo en que los escritores han olvidado que una de sus obligaciones, o una de sus vocaciones, es lo épico, el “Western” ha salvado lo épico para el mundo. Es decir, el “Western” ha sa¬ tisfecho en todas las latitudes esa necesidad de la epopeya que es uno de los rasgos más nobles del alma humana. 

 V. O. ¿Sabe usted a quién pertenecía el mate que vemos en una fotografía de la sala de la ave¬ nida Quintana? J. L. B. Sí. Ese mate que tiene, creo, una especie de trípode de serpientes, lo trajo mi bisabuelo Suárez de sus campañas en el Perú. Trajo también una palangana de plata, que colgaba del arzón del caballo. 

 V , o. Recuerdo perfectamente que Ricardo y Ade¬ lina Güiraldes me llevaron a la casa de la avenida Quintana -que no se llamaba “aveni¬ da” en esa época, me parece. Era la época de Proa. Cuénteme algo de su intervención o de lo que recuerda de aquella revista. J. L. B. Inevitablemente voy a repetir una anécdota. Hacia 1924y Brandan Caraffa me llamó por teléfono. Me dijo quey con Ricardo Güiraldes y Pablo Rojas Paz, habían decidido fundar una revista que representara a la nueva ge¬ neración literaria y que todos habían dicho que en esa revista no podía faltar yo. Me sentí comprensiblemente halagado; esa noche fui al Hotel Fénix en San Martín y Córdoba, donde se alojaba Güiraldes. Me recibió con estas palabras: “Brandan me ha dicho que antenoche se reunieron ustedes para fundar una revista literaria de jóvenes y que todos dijeron que en tal revista no podía faltar yo”. En eso entró Pablo Rojas Paz. Nos saludó y 64 REVISTA DE RENOVACION LITERARIA Revista “Proa”. Ñor ah Borges nos dijo con emoción: “Estoy muy halaga¬ do”. Lo interrumpí y le dije: “Antenoche nos reunimos los tres y resolvimos que en una revista literaria de jóvenes, no podía faltar usted”. Así, por obra de una estratagema inocente, Proa surgió. Para el primer número -quinien¬ tos ejemplares en papel pluma, de ciento veinte páginas-, cada uno entregó la suma, onerosa para mí, de cincuenta pesos. 

 V. O. Ñor ah, que algo tiene de Ofelia en esta fo¬ tografía, ha vivido y crecido junto a usted. ¿Cree usted que en su pintura se refleja al¬ guna característica de los antepasados que están en el álbum, o que los guerreros se han convertido en ángeles para ella? ¿Podría No- rah pintar guerreros y usted describir ángeles? J. L. B. No. Creo que los guerreros pintados por Norah serían mansísimos y benévolos. Y en cuanto a 67 En la vieja rambla de Mar del Plata: Adolfo Bioy Casares, Victoria Ocampo y Jorge Luis Borges. Borges con Silvina Ocampo. Borges con Adolfo Bioy Casares. míy me juzgo indigno de tratar de ángeles. Pero en cuanto a antepasados, creo que en Norah puede haber algo de los pastores pro¬ testantes del lado inglés de mi familia más que de los militares argentinos u orientales.

 V. O. Aquí lo veo con mi cuñado Bioy Casares. Le contaré una anécdota que tal vez no sepa. Cuando Adolfito era casi un adolescente, su madre, Marta, preocupada por su naciente vocación de escritor, me preguntó con quién podría ponerlo en contacto, quién podría ser su guíaf un amigo para él. Contesté: Borges. Por lo visto no me había equivocado. En aquella época mi hermana Silvia pintaba. Ella y Norah eran amigas mucho antes de casarse, Silvia con Adolfito y Norah con Guillermo. ¿Desde cuándo tiene usted amistad con los Bioy? J. L. B. Usted me pregunta algo muy difícil porque no sé nada de fechas. Lo que sé es que Adol- 70 fito y yo nos hicimos amigos una tarde en que él me llevó a casa desde esta casa de San Isidro en que ahora conversamos. Creo que hemos ejercido una influencia mutua. Siempre se piensa que el mayor influye más en el menor, pero creo que si yo le he enseñado algo a Adolfito, él me ha enseñado mucho más. No de un modo directo -las cosas que se enseñan directamente suelen ser inútiles sino de un modo indirecto. Adolfito me ha llevado a una mayor sencillez; a un desdén del barroquismo; en suma, el joven Adolfo Bioy Casares ha sido un maestro, digamos clásico, del ya viejo Jorge Luis Borges. 

 V. O. ¿Cómo se les ocurrió aquello de Bustos Domecq? J. L. B. Yo no quería colaborar con él; me parecía que una colaboración era imposible, y una ma¬ ñana él me dijo que hiciéramos la prueba: yo iba a almorzar a casa de él> teníamos dos horas libres y teníamos ya un argumento. Empezamos a escribir y poco después, esa misma mañana, ocurrió el milagro. Empeza¬ mos a escribir de un modo que no se parecía ni a Bioy ni a Borges. Creamos de algún modo entre los dos un tercer personaje, Bustos Domecq -Domecq era el nombre de su bisa¬ buelo, Bustos el de un bisabuelo cordobés, mío- y lo que ocurrió después es que las obras de Bustos Domecq no se parecen ni a lo que Bioy escribe por su cuenta ni a lo que yo escribo por mi cuenta. Ese personaje exis¬ te, de algún modo. Pero sólo existe cuando estamos los dos conversando. 

 V. O. Esta tapicería de Ñor ah, La Pasión, ¿corres¬ ponde en alguna forma con algo de lo que usted ha escrito, con algún Jardín de sende¬ ros que se bifurcan? ]. L. B, No. Corresponde a una época en que Norah no buscaba la pintura tranquila, angelical; 72 Tapicería de Norah Borges corresponde a la época en que Norah, bajo el influjo del expresionismo alemán, era una dibujante y pintora muy vivida, muy movida y muy trágica, por inverosímil que esto pa¬ rezca.

 V. O. En un magnifico poema, el de uLos Donesyy, nombra usted a Groussac. ¿Qué ha significado para usted? Groussac tenía un espíritu muy distinto del suyo, y usted dice en este poema: i(¿Cuál de los dos escribe este poema?" ¿En qué forma se identifica usted con alguien que en nada se le parece? 

 J. L. B. Creo no parecerme a Groussac, pero querría que mi prosa se pareciera a la suya. La prosa de Groussac y la de Alfonso Reyes, nuestro amigo, son las más admirables de nuestra len¬ gua, las que fluyen mejor. La de Quevedo y la de Saavedra Fajardo pecan de rigidez. La de Lugones es demasiado self-conscious. 74 alta de la escalera: Francisco Romero, Eduardo J. Bullrich, Guillermo de Torre, Pedro Henríquez Ureña, Eduardo Mallea, Norah Borges y Victoria O campo. En la escalera: En¬ rique Bullrich, Jorge Luis Borges, Oliverio Girondo, Carola Padilla, Ramón Gómez de la Serna. Detrás de la escalera: Ernest Ansermet. Sentada en la escalera: María Rosa Oliver. 

 V. o. He encontrado dos fotografías en que lo vemos a usted en Sur. Una es la de un Sur que aún no se había publicado, creo. Fue tomada en mi casa de Rufino de Elizalde, Estamos en la escalera. Ahí estaban reunidos Pedro Henríquez Ureña, Mallea, Ñor ah, María Rosa 01 iver, A n- sermet, Ramón Gómez de la Serna, Oliverio Girondo, Eduardo Bullrich, Guillermo de Torre. ¿Recuerda usted el día en que fue tomada esta foto? Fue casi el de la primera reunión del Comité de Colaboración de Sur. /. L. B. Recuerdo que sentía que ustedes habían co¬ metido un error, un generoso error, al incluir¬ me. También recuerdo, pero no sabría precisar el tema, una larga conversación con el irónico y benévolo Pedro Henríquez Ureña. V. O. 

 Después hay otra foto, la última, que fue to¬ mada en la calle Tucumán, antes de volver Sur  O aq a la esquina de San Martín y Viamontey a la casa nueva. Era para festejar no sé qué ani¬ versario de la revista. Ahora, con el Indice General se festejaron sus 35 años. Esta revis¬ ta que ha durado tanto, tal vez demasiado, ¿cree usted que para algo ha servido? /. L. B. Sur es uno de los acontecimientos más im¬ portantes de la cultura argentina. Su influjo ha sido del todo benéfico. Uno de los mejo¬ res rasgos del alma argentina es la generosa curiosidad por lo que ocurre no sólo aquí, sino en cualquier lugar del planeta. 

La mo¬ destia de nuestra tradición nos obliga a ser menos provincianos que los europeos. Tam¬ bién podríamos decir que nuestra tradición es todo el pasado, más allá de los límites de un idioma o de una sangre. Creo que todos los argentinos, aunque no lo sepan o aunque se resistan a declararlo, tienen con Sur una inagotable deuda de gratitud. 78 Jorge Luis Borges en “imilla O campo'’, San Isidro, el día en que se recibió allí a Sir Julián Huxley, director general de la UNESCO. De izquierda a derecha: El Conde de Sieyes, Jorge Luis Borges, Condesa Cuevas de Vera, Rafael Alberti, Antonio López Llausás. En “Villa Ocampo”, San Isidro, con la actriz Helen Hayes. De izquierda a derecha: Sra. de X., Victoria Ocampo, Helen Hayes, Angélica Ocampo, Jorge Luis Borges, Eduardo Mallea. V. o. Revolviendo papeles he encontrado otra foto, que usted no conoce. La voy a incluir en el libro. Es una foto tomada aquí, en Villa Ocam¬ po, en el hall, cuando vino a Buenos Aires Sir Julián Huxley, Director General de UNESCO. Era en la época del dictador. Yo había reci- bido una carta de Huxley pidiéndome que in¬ vitara a mis amigos escritores, profesores, científicos, para conocerlos. Así lo hice. Entre ellos estaba el profesor Houssay. La víspera de esta reunión casi se quemó la casa. Dos salas del primer piso quedaron totalmente destruidas por las llamas. Una de ellas era la biblioteca donde estaban los libros de mi padre. En el hall nos tuvimos pues que reunir y allí se le ve a usted con otros amigos, entre ellos Rafael Alberti. En el fondo aparece el retrato de mi bisabuelo Manuel Ocampo, el amigo de Sarmiento, pintado por Prili- diano Pueyrredón. Creo que no hubiera des¬ aprobado lo que se dijo esa noche. No sé si se acordará usted que esa visita a mi casa le costó a Julián Huxley el que no lo reci¬ biera el dictador. Visitarme y verse con las 80 \ personas que yo invitaba (usted, Houssay, Mallea, Henríquez Ureña, Romero, etc.) era un pecado grave, digno de castigo. /. L. B. Quizá más justo hubiera sido decir que esa visita lo salvó a Julián Huxley de una entre¬ vista con el dictador. 

 V. O. Tengo otra foto tomada aquí, en Villa Ocam¬ po, cuando vinieron a almorzar usted y Mallea con la gran actriz norteamericana Helen Hayes. ¿Qué es lo que más le gusta del teatro? J. L. B. Prefiero la lectura del teatro al espectáculo teatral, salvo en el caso de O’Neill. ONeill leído me parece deleznable; representado, ha llegado a estremecerme, a conmoverme pro- 81 En la Embajada de Francia, Buenos Aires, Jorge Luis Borges y Victoria Ocampo, Co¬ mendadores de Artes y Letras. De izquierda a derecha: Jorge Luis Borges, S. E. el Sr. Ministro de Educación y Justicia de la Nación, D. Alberto Rodríguez Galán, Victoria Ocampo y S. E. el Sr. Embajador de Francia en la Argentina. fundamente. Al pensar en el teatro hay dos nombres que acuden inmediatamente a mi memoria: el nombre de Ibsen, a quien espero leer alguna vez en el original, y el nombre de Bernard Shaw. The rest is silence.

 V. O. Y ya que estamos hablando del teatro, dígame un poco lo que el cinematógrafo ha significado para usted, si es algo que realmente le gusta y frecuenta. J. L. B. He sido espectador del cinematógrafo, Ahora soy más bien un oyente, Me gustaría rever los films de gangsters de Joseph von Sternberg, aquellos en que Bancroft y Fred Kohler se mataban sin fin. También he frecuentado Ser o no ser, El espectro de la rosa, El gran jue¬ go, Una noche en la ópera, Psicosis, Vértigo, Ninoshka, Amor sin barreras, El coleccionista, A la hora señalada, Khartoum... Sé que en las listas lo que más se nota son las omisiones. 83 En Londres: Borges y su madre, Leonor Acevedo de Borges Prefiero, en general, los films americanos o ingleses. 

 V. O. Si pudiera usted soñar otra vez su vida -pues no sólo se vive la vida, se la sueña-, ¿en qué época se detendría con preferencia: en la ni¬ ñez, en la adolescencia, en la edad madura? J. L. B. Me gustaría detenerme en este día de 1967. Borges, Jorge Luis Diálogo con Borges  Ha escrito Victoria Ocampo en uno de sus libros: “Cuando desde lo alto de la vida miramos, absortos, el pasado que ha crecido detrás de nosotros y se extiende hasta perderse de vista; cuando miramos hacia un porvenir forzosa aunque invisiblemente limitado, cada cosa parece cobrar su valor real. El tiempo no nos permite ya uria equivocación, una infidelidad a nosotros mismos. Ahora Victoria Ocampo inicia una aventura singular: se propone suscitar en los demás esa fidelidad implacable con respecto a sí mismos. Victoria inicia una apacible conversación con Jorge Luis Borges, frente a un grupo de fotografías que les sirve a ambos de punto de partida para emprender el viaje hacia la recuperación de una vida, de una ciudad, de una época, “óSe siente usted marcado por su infancia, como en mayor o en menor grado lo estamos todos, sólo que unos tienen más conciencia de estarlo que otros?”, pregunta Victoria. Y Borges responde: "Intimamente, soy el mismo de entonces. Apenas si he aprendido algunas destrezasV La conversación no se propone, por cierto, enumerar tales destrezas: rebasa el ámbito de lo escuetamente literario, porque lo que ambos interlocutores desean es encontrar la cifra última que compendia al individuo íntegro. En su poema Arte poética”, Borges sentenciaba: "A veces en las tardes una cara / nos mira desde el fondo de un espejo; / el arte debe ser como ese espejo / que nos revela nuestra propia cara.” Tal es el propósito que encamina el diálogo entre estos dos grandes escritores argentinos: dar con ese reflejo cuyo fulgor proviene de los rasgos del yo más verdadero, y también de los rasgos de tantas otras personas fundidos en la histeria íntima, intransferible, de cada ser humano.

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GRACIAS LECTORES DE IRLANDA, MÉNDEZ-LIMBRICK

  🍀 ¡A los lectores irlandeses: GRACIAS con mayúsculas! Desde este rincón literario, queremos rendir homenaje a quienes, desde la tierra de...

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