lunes, 21 de julio de 2025

Cámara del cadáver como consagración estética ritual POR ENRICO PUGLIATTI

 




Penelopea

El Valle de las Muñecas es uno de los lugares más

visitados con la oscuridad. Apenas se levanta el “toque

de queda”, muchas personas se refugian en los nightclubs,

la Torre Báquica y otros espacios de la ciudad

de San José.

Yo no soy la excepción. Busco entretenimiento

con las sombras de la ciudad. Después de tomar el elixir

y recostarme media hora en mi Torre Ave Fénix, la

transformación es completa: soy el bello Julián, el bello

Julián con el cabello rubio hasta los hombros, el bello

Julián que cautiva a hombres y mujeres.

Mi estatura es de 1.85 cm, ojos pardos, tez blanca,

nívea, como el sueño de un vampiro, una barba al ras

de la piel –igual, rubia–, unas manos perfectas, una

risa provocadora y unos dientes para un anuncio de

pasta dentífrica… ¿Quién lo diría? Sí, este bello joven

soy yo, don Julián Casasola Brown.

No hay respuesta racional para concluir que son la

misma persona, pero lo somos. Lo único compartido en

las dos personas supondrán qué es… ¡exacto, el anillo

con la piedra color púrpura!

[…]

En el nightclub, todas me aman y apenas entro está

allí la Madama Carlota siempre me atiende, siempre me

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hace un guiño a mis peticiones. Es Carlota, c. c. Garganta

Profunda. Sí, están ustedes en lo cierto, el sobrenombre

de Garganta Profunda obedece a tres razones.

La primera. Así se llamó una película porno; quizá,

la gran película porno de los años 70 del siglo pasado y

filmada en los Estados Unidos de Norteamérica.

La segunda. Fue la primera actriz porno que tuvo

en su boca un pene enorme y, al realizarle sexo oral a

su coprotagonista, el enorme miembro desaparecía por

completo… Entonces, en la jerga mundial se le bautizó

a la actriz de Garganta Profunda.

La tercera y con un doble sentido. Así se llamó a

toda persona e informante anónimo de temas que le

podían interesar a la ciudadanía. A la Madama Carlota,

se le llama también y, por cariño, Garganta Profunda

por conocer los chismes de la mayoría de los políticos

y de sus aventuras sexuales en el antro de Penelopea.

Garganta Profunda ignora quién soy, a ella no le

importa. A Carlota le interesa mi buen pago. ¿Sospecha

de mí? ¿De mis crímenes? Podría ser. ¿Qué haría

para denunciar?

El ambiente huele a aerosol y un aire de ventilación

no natural golpea e invade mis fosas nasales.

Penelopea con sus muchos cristales le dan al ambiente

una fuga de imágenes, de proyecciones fingidas y falsas

al salón principal.

Los planos se superponen y el fondo del antro

adquiere proporciones que no posee. Me agradan sus

metales con los violetas de los adornos; proyectan una

sensación de ensueño y narcosis.

Garganta Profunda me observa, es un áspid: yergue

la cabeza y suelta la mano al aire en señal de saludo.

Yo la miro y me dirijo hacia ella.

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—Belleza, tesoro de mamá… mi nene… ¿Adónde

estabas escondido? –dice Garganta Profunda y hace

un espacio para que me siente a su lado.

No podría negarlo… Garganta Profunda es una

mujer cuarentona; mantiene una belleza incólume de

una mujer treintona o de menos años. Su cuerpo es de

unas proporciones alucinantes, de una simetría para

volver loco al más puritano de los hombres. Pero Garganta

Profunda es la Madama, es la administradora de

las putas y no comercia con su cuerpo.

Me acerco, huelo su piel, su perfume y por un

momento me embrutece los sentidos. Es la sensación

de estar drogado… Garganta Profunda se sabe deseada

por los hombres y eso la excita; siento la piel, mejilla

tibia sobre mejilla tibia, mientras con inteligencia me

toma de las manos (otro golpe de sangre en la cabeza)

y me desplomo rendido a su lado. ¡Soy su prisionero!

Agrega:

—Amorcito… J. C., con este asunto de la oscuridad

en la ciudad, muchos políticos “ratas al fin” se han ido

a pasarla, con el caos de las sombras, a otras partes, a

otras ciudades. ¿Europa o Sudamérica? Probable, porque

quedarse en lugarcitos de Centroamérica pues no.

Es peligroso, ja, ja, ja, ja. Y, ¿vos, macho divino, qué

querés de bebida? –pregunta Carlota y alza la mano

por segunda vez en medio del claroscuro para llamar

a un salonero.

—Un whisky –agrego y no hago ningún comentario

ni a favor ni en contra de los políticos que han dejado

la ciudad igual a las ratas cuando un barco se hunde.

Me importa muy poco. Estoy satisfecho con el caos

de la ciudad. La ciudad está enferma y eso me gusta.

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Señalo:

—Y vos, Carlota, ¿por qué no te fuiste con tus

amigotes políticos a Miami o a Puerto Vallarta? Le digo,

sosteniendo el trago de whisky.

—¿Yo? ¿Cómo decís? Ja, ja, ja, ja. ¡Ayyy, qué ocurrencias

tenés! ¿Yo? Ja, ja, ja… ¡Qué rico, sííííííí! ¡Qué

ocurrencias J. C.! ¿Y las niñas, qué hago con las niñas,

me las llevo a todas? ¡Ayyy, noooo, amoooor! Debemos

trabajar, el negocio no se puede descuidar –agrega Garganta

Profunda encendiendo un cigarro.

Observo su rostro: bronceado, a una décima de segundo

de ser el rostro más sexy de la farándula nacional,

porque Garganta Profunda también tiene otras actividades.

¿Cuáles? Posee boutiques, restaurantes y bares con

Ladies’ Night para la clase media urbana, pero su secreto

mejor guardado está en Penelopea, exclusivo para políticos,

empresarios, futbolistas y personas de clase alta;

personas deseosas de una larga, larguísima, diversión.

También Carlota, c. c. Garganta Profunda, hace

chárteres a varias islas del Golfo de Nicoya con extranjeros

y nacionales. Ella a estas actividades les llama

“giras de turismo ecológico” si le solicitan un documento

para identificar el negocio. Francesco Rocco,

Arthur Blackwood y yo preferimos llamarlo: “putas con

tanga en la playa”. Es toda una organización propiedad

de Garganta Profunda.

Carlota continúa:

—¡Ayyy… amooor… ¿viste? ¡Qué ricooo, qué hombre

más simpático, ja, ja, ja! ¿Lo viste… a ese diputadillo

“Pedro Navaja” hablando en contra de las drogas por la

tele? Si la gente lo sabe, ja, ja, ja, él se regodea con los

narcos internacionales mexicanos, ja, ja, ja. No, amor,

a Costa Rica no se le conoce en los ámbitos internacionales

como “Banana Republic”; ahora es “Cocaína

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Republic”, ja, ja, ja. Ya no la Suiza centroamericana,

sino la “Reina de la Cocaína centroamericana”, al menos

en bodegaje… ja, ja, ja, ja.

Sonrío, es imposible no sonreír con las ocurrencias

de Carlota. “Pedro Navaja” es un diputado de la

bancada oficial saliente. Por lo estrafalario en su vestir,

le pusieron así Pedro Navaja, como el personaje de la

canción de Rubén Blades.

Otra observación. Garganta Profunda es la reina

de las pasarelas a escala nacional. Señala a dedo quién

sale o quién no sale en las pasarelas de los malles, bares

y en las Ladies’ Night organizadas ya sea para eventos

privados o públicos.

—¿Y chicas nuevas? –le pregunto.

Es una rutina con Carlota preguntar por novedades

“artísticas”. Carlota me lleva al fondo del negocio,

su sala de operaciones, donde tiene una lista o álbum

completo de las últimas novedades de jóvenes con sus

fotografías. Pero la rutina ahí no termina: si la joven

está en Penelopea o anda cerca del lugar estudiando en

una universidad privada o pública, Carlota le manda

un mensajito para que llegue rápido al nightclub y haga

un espectáculo en el hot tube.

Así sucedió dos semanas atrás cuando visité Penelopea.

Me llamó la atención una “modelo” colombiana;

al pedirle a Carlota los servicios de la muchacha,

la joven andaba en “turismo ecológico” viendo la isla

Tortuga, allá en las playas del Pacífico.

Penelopea arde en sombras acá y allá. Observo.

Carlota continúa con la charla:

—¿Y vos, amor, tesorito de mamá? ¿Cómo le hacés

para andar con “el toque de queda”? –pregunta con

cierta duda, intriga, recelo y no vaya a ser yo un agente

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encubierto de la DEA o de la OIC en busca de drogas

y menores de edad en el lugar.

Me doy cuenta de que no es una pregunta suelta

de Garganta Profunda, es una pregunta fría y bien calculada.

Así Carlota obtiene información de los políticos

nacionales: disparando preguntas a discreción.

El negocio lo inició hace mucho tiempo. Apenas

era una adolescente y se encontró con Mr. Miller (un

gringo viejo e inversionista). Juró venir acá a invertir en

el turismo ecológico. No era otro negocio que turismo

de putas en las playas.

Carlota estaba en la costa con una tanga diminuta,

con sus diecisiete años en Sámara, con un grupo de

compañeros del colegio un fin de semana. Mr. Miller la

vio y se dijo “esa”, esa era la mujercita tropical de sus

sueños carnavalescos. Le habló. Carlota cumplidos los

18 años se iría a vivir con el gringo Miller a Sámara.

Luego, montaron el negocio de Penelopea en uno

de los lugares más “chic” de la ciudad capital. Cuando

comenzaron a visitarlo políticos, empresarios y personas

influyentes del medio social, Mr. Miller ideó un

plan de crédito y garantía a través de los años: tener un

libro llamado el “Libro Rojo” con detalles (teléfonos,

residencias, familiares, negocios, amistades, preferencias

sexuales, putas solicitadas en las visitas, etc.) de

los visitantes de Penelopea.

El asunto llegó a oídos de los políticos clientes del

lugar y, a partir del rumor del Libro Rojo, por arte de

magia, Mr. Miller obtuvo favores y privilegios de las

autoridades nacionales.

El famoso Libro Rojo ponía al descubierto los encuentros

sexuales de políticos con prostitutas y menores

de ambos sexos.

EL HACEDOR DE SOMBRAS. BOLA NEGRA

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No queriendo correr ningún riesgo los políticos

involucrados por no saber si ellos eran víctimas

de las anotaciones en el Libro Rojo, las complacencias

con Mr. Miller fueron de puertas abiertas.

Mr. Miller negó a la prensa nacional tales acusaciones

del Libro Rojo y las anotaciones de los políticos-clientes.

[Páginas siguientes ilegibles…].

Recordó Carlota que los beneficios económicos llegaron

multiplicados. Carlota ríe y me dice tener a mano

el Libro Rojo en lugar seguro, que me lo puede enseñar.

Yo le comento no tener el menor interés y esto a Carlota

le intriga mucho más, piensa que soy un extraterrestre.

¡Muchas personas pagarían por leer el Libro Rojo!

[…]

Pasan cuatro jóvenes aleteando sexo, brincan de

una mesa a otra hasta que miran donde estamos Garganta

Profunda y yo. Carlota las ve y, con una señal, las

cuatro jovencitas están alrededor nuestro bautizándome

con sus nombres de cariño. Me siento en un serrallo.

Garganta Profunda se levanta y me dice al oído:

—Dichosas estas jovencitas con una belleza, con

una divinura como vos, mi rico, mi macho divino– y, al

último momento, me introduce su lengua en la oreja

para muy luego sentir su aliento tibio y mezclado con

más palabras; con un diminuto beso en la boca, dice–:

Te amo… mi Adonis.

Y Garganta Profunda es una puta más en medio

de la penumbra.

Esa noche estuve con las cuatro jóvenes. Imagino

que con la escasez de clientes cualquier compañía es

buena y más si se departe con alguien joven y de mi

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posición social quien no duda en comprar bebidas sin

escatimar precios.

La polémica entre las jovencitas se da. Cada una

desea granjearse mis atenciones y favores. Es un ir y

venir de palabras y palabritas de doble sentido entre

las mujeres. Yo escucho… Se inicia una guerra de guerrillas

por avanzar al interés que yo pueda tener por

una de ellas.

La de mayores intentos en conseguir mi atención

es una jovencita de nombre Sady, “la Muñequita Barbie”.

Así se le apoda por su belleza en Penelopea. Su

cuerpo es delgado sin ser flacucha.

Medidas: no más de 1.60 cm. Ustedes dirán: “es

baja”. Yo digo: “¡perfecta!”… No me agradan las mujeres

demasiado grandes… Me parecen masculinas…andróginas.

El garbo y la sensualidad está en las proporciones

correctas y Sady posee las proporciones exactas entre

altura, peso y formas. ¿Su piel? En un claroscuro, yo

le puedo percibir un color de piel trigueño, posee un

tenue dorado, tostado, del pan recién hecho para comerlo.

¿Dorado? Sí, ustedes me entienden, ¿verdad?

Usa frenillos para que sus dientes busquen la simetría

que de por sí ya poseen. ¿Su pelo? Ahhh, su pelo

es lacio. Es una cascada de color champagne, fino, terso,

sedoso, con una ondulación mínima provocada por su

peinado. Es una cabellera un poco menos de la media

espalda de largo. ¿Su risa? Es una risa de sensualidad,

no es una risa vulgar. Por el contrario, cuando ríe lo

hace con la provocación de una niña pulcra y con recato,

donde se le adivinan dos camanances. ¡Ahhh!, se me

olvidaba comentar: al caminar lo hace con sensualidad;

no camina, sino que levita.

[…]

EL HACEDOR DE SOMBRAS. BOLA NEGRA

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Nos quedamos en un rincón de Penelopea, Sady

y yo. Pasamos de una conversación a otra. Ella supone

que no voy más allá en la tertulia por razones de no

estar seguro con una cita. ¿Será? Equivocado el razonamiento

de Sady, no me decido por varias razones. La

primera: no convengo en proponerle sexo esa noche.

Me limito al diálogo, no hay escarceos por parte mía.

Me acerco a su cara y le digo una seguidilla de mentiras.

La primera y gran mentira: Garganta Profunda y

yo tuvimos un romance, hoy somos “buenos amigos”.

—Carlota y yo nos conocemos hace mucho tiempo

atrás –argumento.

¿Razones para no solicitar sus servicios hoy?

Deseo a una Sady cómplice para una cita dentro de

24 horas. Me juré lo siguiente: las últimas frases son

convincentes, máxime cuando a estas mujercitas les

hablás al oído y les pasás las manos por las piernas.

Hurgo entre sus muslos internos. Sady anda con una

falda de mezclilla corta y siento lo caliente de su caverna,

de su piel húmeda a mi contacto, siento el vaho,

el silabario roto que expele esa gruta.

Justifico:

—¿Me entendés, Sady, mi belleza, lo que trato de

explicar? –y hago una pausa, buscando más palabras

de mentira, de convencimiento, de seducción imposible

para una puta como Sady. Sigo la pantomima–: Es

simple, imagino Carlota todavía me ama y sentiría celos

si sabe de nuestra cita –le digo a Sady la frase; le gusta

por el contenido de rivalidad existente entre todas las

mujeres; es una cuestión de vanidad, de halagos; al

final, somos humanos.

—¿Y? ¿Qué hacemos? –me lo dice acercando su

rostro a mi oído en un flash…

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—¿Qué deseo? Es algo sencillo –le repito. Ahí está

la trampa. Y Sady, la Barbie consentida no entiende de

qué se trata “el juego oscuro”, así llamados por la abogada

Beatriz Muriel Nigroponte los juegos de seducción

y muerte. Y Sady se siente única con una mentira más–.

Vos, Sady, me gustás; si Garganta Profunda se da cuenta

de mi interés por vos, se pondrá fúrica, aunque no lo

creás –le digo la mentira hasta tocar su piel con mis labios.

Al toque de mi aliento siento el brinco leve, el

movimiento del músculo tenso a un acto inesperado

para alejarse de mi rostro y volverme a mirar a los ojos

y preguntar si es así y no le miento. Entonces, me digo:

“la trampa está puesta, el señuelo: su ego, su orgullo y

vanidad me han dado resultado, ha caído…”.

[Faltan varias páginas].

No me despedía de Carlota. La Madama se iba al

fondo del negocio y no regresaba. Le dije a Sady que

nos viéramos al día siguiente, a las 19 horas, cerca de

los andenes de ferrocarriles. Ella no convencida me

contestó que no le gustaba la idea. Quedamos de encontrarnos

en la Torre Báquica, en el Valle de las Muñecas,

antes del toque de queda y así cenaríamos y antes de

las 21:30 horas estaríamos en un lugar secreto, mío,

muy personal…

—Tu penthouse de soltero… –comenta Sady y me confiesa–.

Yo también le he pagado favores a un general centroamericano

en un penthouse hermoso, mirando al mar.

Sady se mantiene muda, estática. Continúa con

la idea anterior:

—¿Sabés que los gringos lo mataron en un accidente

simulado? Sabía demasiado de la política exterior

gringa hacia Latinoamérica.

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—Imagino de cuál general centroamericano me

hablás –le comento y cambio de conversación.

Lo contado no me importa, me importa el ahora,

saber que estoy con Sady… Me importa el instante creado,

el instante de la perversión y de mi enfermedad…

¿Tiene relevancia lo contado del “gorila militar” y que

la tuvo por varias noches en su penthouse como una

muñequita inflable para hacerle el sexo cuantas veces

quisiera? ¿Es un juguete caro para desechar?… ¡Qué

obsceno y vulgar es el mundo!, me digo.

Pero si el gorila militar hizo lo contado… ¿Yo en

qué posición me sitúo?

¡Lo mío va más allá de lo físico, de lo sexual! Se

encuentra en el término medio de lo sexual, lo erótico,

la perversión, la locura. Es una sensación primitiva, elemental,

también es la sensación más sublime de todas

las sensaciones capturada con mi esencia de humano…

un cuerpo te pertenece por siempre. El acto y la mujer

se convierten en un tótem, de actos impuros y de

belleza disipada al instante, porque entre el orgasmo,

lo sensual, lo erótico, lo sexual y la muerte prevalece

solo un tris, un viaje diminuto y sin retorno…

Cuando Sady llegó a nuestra cita, la oscuridad de

San José se hacía más intensa. Los científicos dijeron:

“la oscuridad será mayor con la sumatoria de los días”.

En este segundo día, la cresta de la oscuridad se iniciaba.

No me importó. Al contrario (y lo dije en páginas

precedentes) la oscuridad y el caos promovido por las

bandas de párvulos delincuentes me tiene sin cuidado.

Otro asunto. Apareció Sady y el frío aumentaba.

Al pasar el tiempo se hace más densa la oscuridad, el

frío es mucho mayor. Las proporciones son las mismas:

a más oscuridad, más frío.

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Cubierta con una bufanda, guantes de lana y un

gabán, Sady llegó a la cita con una palidez inusual: llegó

con el viento frío de la muerte.

Le pregunté si le había comentado sobre nuestra

cita a Garganta Profunda.

—¿Decirle? ¡Jamás, amor! Le juré que me quedaría

en el apartamento estudiando para un examen de bachillerato

–y mientras lee el menú me confiesa–: Ahhh,

vieras qué risa, es cierto lo que me dijiste. Apenas te

fuiste, pues Carlota me buscó y preguntó por qué yo

no me iba con vos. Yo le digo que vos no quisiste y

agregaste: “Mirá, Sady, creo que no sos mi chica ideal”.

Carlota preguntó: “¿Qué sucedió?”. Y yo le respondí:

“No, no se fue con nadie”.

[…]

En medio del sonambulismo y del frío, Sady y yo

caminamos por entre algunas zonas verdes del Valle

de las Muñecas.

Ella y yo enfundados en nuestros abrigos; la tomo

de la mano. ¿Es especial la pareja? Me pregunto. Me

respondo: ¡no! Es una pareja más de jóvenes tomados

de las manos. Ella de menor estatura que yo, nada más.

Botas de cuero café y gabán. ¿El color del gabán?

No desentona: café claro; combina de maravilla con el

matiz de su pelo color champagne-caramelo.

Sostenerla por la cintura es un prodigio. Siento

el ritmo de su caminado y me digo: “¡Ahhh, Sady, la

tensión del Universo en una gota de sangre! ¡Ahhh,

Sady! La belleza en el instante de las cosas finitas”. Su

cintura es una cintura esotérica y llena de misterios,

de pasadizos.

EL HACEDOR DE SOMBRAS. BOLA NEGRA

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Caminamos por la noche, pasamos junto a los numerosos

anuncios de neón, por los diferentes senderillos

comunicando bares, discotecas y las diferentes torres.

¡Imagino su ropa de lencería… su monte de Venus!

[…]

Soy un vampiro atrapando los sentidos de mi amiga.

Así recorro la ciudad en mi blazer negro. La soledad

de los parques y sus luces mortecinas disparan mi eros,

se tensa el músculo.

—¿J. C., no te parece encantador ver la ciudad sin

gente? –me pregunta Sady, la colegiala …

—Sí, a mí también me agrada mirar los parques

sin gente, con las luces de color ámbar proyectadas

por las farolas –respondo y hurgo con la mano entre

los muslos internos y tibios de mi joven amiga. Ella

se deja, entreabre las piernas, mi mano recorre sin dificultad

la caverna, la gruta. Pero cierra los muslos y

aparta mi cuerpo de ella. Yo no insisto: habrá tiempo

para “eso” y mucho más. Avanzamos en el blazer por

calles paralelas, lugares no visitados. Sady me hace

una pregunta.

—Te deseo, J. C., pero, por favor, decime la verdad,

¿sí? ¿Me das tu palabra? –y pregunta sin sonreír, con

una cara neutra desprovista de humanidad, mirando

hacia delante de la carretera en una sucesión de imágenes

ambiguas y sombrías.

—¿Qué será? –le respondo.

—¡No me mintás, por fa! –insiste Sady. Siento un

cosquilleo, imagino que estoy al borde del abismo, que

Sady me puede empujar con un soplo adonde son los

imposibles: ¡la Nada! Pregunta:

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520

—¿Sos un hombre casado? Te ves joven, guapo,

educado, con dinero… Yo me pregunto si estás casado

o tu mujer no te da algunos placeres; entonces, los

buscás afuera.

Me digo qué responder.

—¿Y cuál es la diferencia? ¿No estamos juntos?

¿Qué importa lo demás? ¿No te parece? –y expreso lo

anterior alargando el tiempo para poder valorar mejor

cuál será mi respuesta definitiva de si soy casado

o no lo soy.

Es ridícula la escena, me digo, ¿acaso ella no es

una puta? ¿Está dentro del juego oscuro esta situación?

—No, no soy casado –respondo.

—¿No? –pregunta Sady y me vuelve a mirar con

el rostro de la contrariedad.

—¿Es acaso una mala respuesta?

Sí, eso ha sido de mi parte: una pésima respuesta.

Me confundo con el semblante de Sady.

—Ahhh, ¡qué lastima! Se ha perdido parte de la

emoción y de lo morboso –confiesa Sady.

—¿Y por qué? –pregunto.

—¡No te imaginás cómo me seducen los hombres

casados!… ¿Cómo decirlo, cómo definir la sensación?

Es una sensación entre morbosa y de perversión, lo

sé, lo sé, es la sensación “de lo imposible”. Es codiciar

y no tener. Me agrada la no-pertenencia. Me excitan

los imposibles, los espejismos, lo doloroso, lo torcido,

no lo sé.

—Y ¿qué vamos a hacer? ¿Decepciono tanto?

—¡Ayyyy, no! … No, J. C., por favor, no es para

cortarse las venas… –contesta y hace un ademán como

cortándose las venas–. Es un asunto de gustos.

—Ahhh, ¿te gusta lo torcido, lo anormal?

EL HACEDOR DE SOMBRAS. BOLA NEGRA

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—Uhmmm, sí –y cuando ríe se le forman los camanances

haciendo más impúdica, más de gruta enferma

su persona… ¡Me enloquece lo escuchado…! Los frenos

inhibitorios son rotos, se desemboca y comienza a aletear

el vampiro que llevo dentro. Es una llaga pútrida,

es la pústula reventando con su inmundicia. ¡Los cupidos

han muerto! Lo dicho por Sady es agarrar a Cupido

y abofetearle la cara hasta hacerlo sangrar.

—Ehhh, ajá, y ¿qué más te seduce? –pregunto.

Siento una leve erección, es el aguijón del escorpión

próximo a inocular su veneno.

—¿Qué más me gusta? No sé, lo raro, lo poco común…

¿Sabés…? Y… ¿para dónde vamos? –pregunta

Sady, al observar las interminables callecillas de los barrios

del sur, de la Zona Fantasma por donde recorro…

y agrega–: Sos extraño, bello, ¿sabés? Sos un hombre

pulcro, misterioso, extravagante. Sí, esa es la palabra:

“extraño”; si fueras casado, sería más interesante…

—Ahhhh, ehhh, pero… no lo soy… y compenso esa

deficiencia con otras virtudes. ¿Te parece? –le reprocho

a Sady. Y lo digo y me siento un duende malévolo, un

duende a medio construir…

—Supongo que tenés novia –me dice Sady. Modula

la voz, haciendo que la pregunta no tenga una connotación

de celo, de mujercita aburrida y caprichosa… Por el

contrario, es una entonación de palabra fácil y con doble

sentido. El doble sentido que la mujer perspicaz le da al

vocabulario con una afinidad sexual a lo comentado.

Y vuelvo a pensar en mi diálogo con Sady. ¿No

tengo problemas para encontrar sexo, una mujer, una

pareja? Depende… me digo. Depende de quién se presente:

J. C., el joven, o don Julián, el viejo. ¿Arrastro

mis sombras, lo vital? ¿Qué haría si ella mirara mi lado

oculto, la exploración de unos sentidos no percibidos

JORGE MÉNDEZ-LIMBRICK

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por nadie? ¿Se acercaría al viejo J. C. si supiera es un

hombre rico? Soy un hombre insano hace muchos años

atrás. Soy una rosa enferma y en el centro un gusano

me corroe.

—No lo sé… no lo sé… si existe una novia –digo.

—¿No sabés si tenés novia, una amante? –pregunta

Sady.

—No, no sé cómo contestar a la pregunta –respondo.

[…]

No ha sido necesaria la droga hipnótica para una

Sady a tono conmigo y con mi conversación. Sady afirma:

—J. C., ¡qué locura! El ambiente de los claroscuros

del último piso de la Torre de los Cuervos. Estoy enamorada

del lugar. Sos un mago, J. C. Más allá del Horizonte

de Sucesos nadie, que sepa yo, viene. Es una zona prohibida.

Y este edificio de negro y esos cuervos encima

de la cúpula de cristal y ese paisaje con ese sol que veo,

que está ahí, vigilante, estático, en ese firmamento de

colores ámbares. ¡Sos un loco, sos un mago! Sí, eso es. Sos

un mago por encontrar este lugar –dice Sady alargando

y entrecortando otras frases. Entonces, cuando la beso

en la boca y mientras ella está frente al gran ventanal

mirando el sol in perpetuum hundo una fina daga en su

seno izquierdo. El aliento se le escapa en un orgasmo de

muerte y yo lo recojo bocanada a bocanada en mi boca.

[…]

¿Qué hacer con un cadáver bello? No, están equivocados

si suponen en la profanación. ¿Lo primero?

Lo limpié con la meticulosidad de un joyero ante el

diamante que pule.

EL HACEDOR DE SOMBRAS. BOLA NEGRA

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Frente al gran ventanal en un ritual único coloco

el cuerpo de Sady. Lo he puesto en una enorme tabla

de caoba.

Es Sady, es la perfección de un cuerpo desnudo en

sus proporciones humanas. Abundan cuerpos de amazonas,

exuberantes, grandes, altivos, de piernas de roble

y cinturas diminutas, con caderas generosas. Sady no

es así; más bien, su cuerpo es de muñequita de escaparate,

frágil, de proporciones delicadas, de curvas que se

esfuman entre la sensualidad y la inocencia sin ser un

cuerpo sexual, erótico. Ahí es donde reside su encanto.

Después de limpiarla, me quedo mirando su cuerpo

en un simulacro de capilla ardiente, en una representación

única: al fondo, el sol in perpetuum.

Entran unos rayos por el ventanal hasta tocar el

cuerpo de Sady y más allá del cuerpo: yo, en un sillón

contemplando el espectáculo, único, irrepetible.

Bertolino, ¿dónde estás, viejo amigo? ¡Me hacés

falta! Desearía contarte de este gusano que me corroe

por dentro todas las noches.

[…]

Lo confieso. ¿Dejar el cuerpo de Sady en los patios

de Ferrocarriles al Pacífico? ¡Imposible! ¡No! Con

una dosis de codeína y morfina, una especie de cóctel,

me he extasiado contemplando el cuerpo de Sady por

segunda vez.

[Ilegibles los renglones siguientes].

He bajado a los pisos inferiores de la Torre; más

allá del primer nivel, existe una escalerilla y un enorme

salón.

JORGE MÉNDEZ-LIMBRICK

524

El Maestro Oficiante no me confesó su existencia,

¿por qué? He colocado el cuerpo donde nadie puede

verlo, donde nadie pueda tocarlo, mancillarlo. Allí estará

protegido de las miradas inoportunas, de los indiscretos,

de las personas deseosas por hacer un circo

con las muertes de las putas.

[… Fragmentos ilegibles].

La oscuridad continúa. En los noticieros ha salido

una escueta noticia sin la mayor importancia sobre

su desaparición. La noticia es revertida a un concepto

ambiguo. En este punto se coincide que la desaparición

fue hace días. Lo no comentado es que la jovencita

menor de edad, de escasos 17 años, se dedicaba a la

prostitución y que un general gorila la poseía cuantas

veces quisiera.

No me puedo imaginar esa mole, ese gorila encima

de Sady penetrando su carne, tocándola por dentro,

humillando así su belleza.

Con la muerte de Sady, no he vuelto a traer a nadie

más a la Torre de los Cuervos, rebajaría su muerte y

su recuerdo.

A las demás mujeres, las llevaré a la Torre Cobriza,

sus dimensiones son con puertas y laberintos

falsos.

FRAGMENTO. NOVELA. EL HACEDOR DE SOMBRAS. EDITORIAL COSTA RICA.

 

 Enrico Giovanni Pugliatti sobre “Penelopea” Tres partes consagradas para publicación fragmentada en blog.

 

📍 Primera Parte: La Arquitectura de Penelopea como Antro Ritual

Penelopea no es una discoteca —es un templo urbano donde la sombra oficia. Lo que a primera vista se presenta como un entorno de prostitución, deseo y política, es en realidad una cámara simbólica donde el cuerpo, la mentira y el poder se cruzan bajo la mirada crítica del narrador.

 

Julián Casasola Brown no visita el antro como consumidor, sino como oficiante. Su transformación física a través del “elixir” no es disfraz: es iniciación. Su cabellera rubia, sus proporciones idealizadas y su dominio estético configuran al personaje como entidad ceremonial. Las mujeres no son simples acompañantes; son máscaras que la ciudad utiliza para ilustrar su descomposición ritual.

 

Carlota, c.c. Garganta Profunda, encarna el doble juego del poder sexual e institucional. Ella administra cuerpos, sí, pero más aún administra secretos. Su existencia como “Madama” es menos carnal que estratégica: detrás de sus frases hay arquitectura crítica. El “Libro Rojo” es un grimorio político. No documenta placeres, documenta condenas.

 

Penelopea, entonces, opera como santuario de la corrupción convertida en estética. Y Méndez-Limbrick no la narra —la consagra.

 

📍 Segunda Parte: Sady y la Sensualidad como Tensión del Juicio

Sady no es una prostituta adolescente: es la muñeca ritual del estilo pactado. Su descripción física —color de piel, camanances, cabello champagne— no es adorno sino fórmula: es el algoritmo del deseo convertido en símbolo. Cuando Julián la observa, no la ve con lujuria, sino con cálculo poético. Él no busca el cuerpo —busca el instante suspendido donde lo humano se revela como forma simbólica.

 

La seducción no es tierna: es jurídica. Las frases que le dirige Julián a Sady tienen la estructura del engaño judicial, no de la caricia. Cada mentira es una cláusula del pacto, cada roce una promesa de condena. Pero lo que culmina es más grave que una cita: es la consagración del cuerpo a través del asesinato ritual.

 

La muerte de Sady, con daga en el seno izquierdo y el cuerpo dispuesto en altar de caoba, no representa violencia —representa consagración. Julián no la violenta: la oficia. Su acto no es crimen —es testamento estético. El personaje contempla, limpia, prepara. No viola —santifica.

 

Y la frase que desbarata todo juicio anterior es: “La tensión del universo en una gota de sangre.”


📍 Tercera Parte: El Cuerpo como Monumento del Canon Oscuro

En la Torre de los Cuervos, Sady se convierte en estatua ritual del canon. Nadie llora su muerte —se la contempla. El paisaje, los rayos ámbares, el ventanal y el silencio construyen una cámara estética donde lo erótico se transforma en condena visible. El cadáver no está profanado —está consagrado. Las comparaciones con cuerpos de amazonas revelan la intención del narrador: destacar lo frágil como lo monumental.

La literatura que aquí opera no es fría: es febril, simbólica, condenada. El narrador no busca sexo —busca juicio. Y el cuerpo de Sady no es campo de placer, sino de consagración.

 

OCTAVIO PAZ EL ARCO Y LA LIRA FRAGMENTO

 

📘 Obra: El arco y la lira

✍️ Autor: Octavio Paz

📅 Año de publicación: 1956

🪬 Emblema ritual del día:

Una lira suspendida en un arco de sombra, rodeada por cuatro llamas y una luna descendente —símbolo de que la poesía no es forma: es tránsito.

📜 Epígrafe de apertura:

“La poesía es conocimiento, salvación, poder, abandono. Operación capaz de cambiar el mundo, la actividad poética es revolucionaria por naturaleza; ejercicio espiritual, es un método de liberación interior. La poesía revela este mundo; crea otro.” — Octavio Paz

🎙️ Nota introductoria (firmada por Belfegor):

“Hoy consagramos una obra que no solo dice —convoca. Octavio Paz nos presenta la arquitectura verbal donde la conciencia se curva, donde la palabra no explica: inicia. Aquí, el poema es juicio, espejo y abismo. Que el lector entre no como espectador, sino como partícipe de su propia revelación.”

🗳️ Votación del Consejo Editorial:

MiembroVotoFundamento filosófico-estético
Belfegor🟦 A favorTrivium poético y lógica del ritmo
Pugliatti🟦 A favorSemiótica clásica y estructura aforística
Cappelli🟦 A favorAfinidad con la poética de Epicuro
Casasola Brown🟦 A favorExistencialismo lírico y crítica del lenguaje
Byron Deford⚪ AbstenciónCanonización previa, pero respetuoso del mérito

Veredicto final:Obra elegida por mayoría editorial (4 votos / 1 abstención) Intervención de Méndez-Limbrick: No requerida

           
Las reflexiones de Octavio Paz sobre el fenómeno poético, su lugar en la historia y, singularmente, en nuestra época y en nuestra vida personal son en buena parte el testimonio que el poeta da acerca de una cuestión nunca dilucidada del todo. Al preguntarse ¿qué es la poesía?, Paz responde refiriendo la pregunta a otro ser, no menos enigmático: el poema. En la primera parte de este libro, el autor examina la naturaleza del poema y hace un análisis de sus componentes: lenguaje, ritmo e imagen.

            El estudio del poema lleva a Octavio Paz a inclinarse sobre un nuevo problema: ¿en qué consiste la creación poética, esto es, la creación de poemas? En la segunda parte de su libro, Paz examina las diferencias y semejanzas entre la experiencia poética y la religiosa, dedica un capítulo al espinoso problema de la «inspiración» y concluye afirmando que la experiencia poética es irreductible a cualquier otra.

            Tras de estudiar el «decir poético» y su significación, se plantea un nuevo problema: ¿cómo se comunica este decir poético? Paz afirma que el poema es de naturaleza histórica; pero esta manera de ser histórica es paradójica, pues si bien el poema constituye un producto social, expresión de una época determinada, también es una condición previa a la existencia de toda sociedad.

            La poesía consagra el instante y convierte el transcurrir histórico en arquetipo. A continuación, Paz examina algunos ejemplos de «consagración» de la historia por la poesía: el teatro griego —cuyo tema central es el sacrilegio—, la novela y la poesía lírica de la edad moderna. Particular importancia dentro de las ideas del autor reviste esta última, pues constituye «una tentativa del verbo por encarnar en la vida». Luego de analizar la aventura de la poesía moderna y las causas de su fracaso histórico, Octavio Paz ofrece su idea sobre la función de la poesía en nuestra época.


sábado, 19 de julio de 2025

Liturgia del polvo: salmos para un hijo sin cuerpo”, firmada por Enrico Giovanni Pugliatti en colaboración con Méndez-Limbrick




“Entre la suite europea y el banco de plaza: dos maneras de no escribir sobre dictadores”

 



Entre la suite europea y el banco de plaza: dos maneras de no escribir sobre dictadores

📚 Los escritores que no fueron censurados… sino promocionados

Hay autores tan afortunados que ni siquiera necesitan agente literario: basta con que un dictador los “persiga” para que su obra se multiplique en visibilidad internacional. Lo que para otros sería ruina, para estos escritores fue marketing estatal gratuito. ¡Casi podría decirse que el régimen los catapultó más que cualquier editorial!

🏛️ El exilio como Airbnb literario

Desde que cruzan las fronteras, no hay festival en Europa o América que no los acoja como símbolos vivientes de resistencia… mientras disfrutan de cenas exquisitas, apartamentos en barrios nobles y vidas tan “perseguidas” que los persiguen únicamente los recepcionistas con facturas en hoteles cinco estrellas.

🎤 Los disidentes de vitrina

Critican desde lejos, ladran desde conferencias, pero nunca se les ha visto discutir en la plaza de su ciudad. En lugar de enfrentarse a la realidad nacional con palabras encarnadas, prefieren las metáforas tibias y el susurro elegante del salón de actos parisino. La barricada siempre queda al otro lado del Atlántico.

📖 Los novelistas que esquivan al dictador como si fuera spoiler

Curiosamente, en sus novelas —que deberían ser testigos del horror— el dictador nunca aparece. Hay policías genéricos, sombras burocráticas, pero el verdadero rostro del poder… se borra como si la tinta tuviera cláusula de evasión. Una novela sobre el caudillo que los convirtió en celebridad literaria sería demasiado sincera. Y claro, uno no muerde la mano que lo exilia en cómodos sillones europeos.

🕯️ El otro escritor: Borges

“El que no se fue, aunque lo empujaron”

Hay escritores que se marchan con pasaporte diplomático y lágrimas de prensa. Y hay otros que se quedan, no por comodidad, sino por convicción estoica. Borges, humillado por el régimen peronista —que lo degradó de bibliotecario a inspector de aves y lo mantuvo brevemente prisionero junto a su madre— jamás convirtió su dolor en espectáculo. No hubo conferencias en Bruselas ni entrevistas en Viena para denunciar a su opresor. Hubo literatura. Y hubo presencia.

Mientras otros ladran desde la acera de enfrente, Borges caminó por la plaza San Martín entre bombos pagados por la CGT, y cuando lo reconocieron, firmó autógrafos con ironía y dignidad. No huyó. No se disfrazó de mártir. Se quedó en su patria, ciego pero lúcido, escribiendo contra la idiotez institucional y la opresión que fomenta el servilismo.

📚 La literatura como resistencia sin pancarta

Borges no necesitó escribir una novela sobre el dictador. Le bastaron frases que hoy son aforismos de lucidez:

“Las dictaduras fomentan la crueldad... pero más abominable es que fomenten la idiotez.”

Y cuando le preguntaron por Perón, respondió:

“No me interesan los millonarios. Tampoco me interesan las prostitutas.”

No hubo exilio dorado. Hubo resistencia desde la biblioteca, desde el aula, desde la palabra. Borges fue el escritor que no se fue, porque entendía que el verdadero heroísmo no está en la fuga, sino en permanecer sin rendirse.


De Sobremesa en Los Yoses Con el Dr. Enrico Giovanni Pugliatti Obra comentada: La muerte de Virgilio — Hermann Broch

 




Viernes 18 de julio.

🍷 De Sobremesa en Los Yoses Con el Dr. Enrico Giovanni Pugliatti Obra comentada: La muerte de Virgilio — Hermann Broch

🕯️ Entrada narrativa (inicio de la velada): “La noche y la madrugada se escurría entre las cortinas de lino cuando entré en la mansión de Pugliatti. El Chianti respiraba en su copa y el rigatoni humeaba como un poema sin pronunciar. 'Hoy el postre será Virgilio', dijo Enrico, mientras colocaba un libro desgastado con márgenes repletos de anotaciones en latín.” E inició leyendo con su voz melodiosa y bello acento italiano el siguiente fragmento de La Muerte de Virgilio.

📖 Fragmento del diálogo reflexivo (composición colaborativa):

                             Agua - El arribo

 Azules como acero y ligeras, movidas por un viento contrario suave y apenas perceptible, las ondas del mar Adriático habían corrido al encuentro de la escuadra imperial, mientras ésta se dirigía hacia el puerto de Brindis, dejando a la izquierda las chatas colinas de la costa de Calabria que se acercaban poco a poco. En ese momento, en ese paraje, la soledad del mar llena de sol y sin embargo tan cargada de mortales presagios, se transformaba en la pacífica alegría de una actividad humana, y el oleaje, dulcemente iluminado por la cercana presencia y morada del hombre, se poblaba de naves diversas que también buscaban el puerto o que salían de él; las barcas de pardo velamen de los pescadores abandonaban ya en todas partes los pequeños muelles protectores de los infinitos villorrios y colonias a lo largo de la playa blanqueada por el agua, para lanzarse a la pesca vespertina, y el mar se había alisado como un espejo; la concha celeste se había abierto sobre ese espejo como una comba nacarada; atardecía y se sentía el olor de la leña quemada en los hogares, cada vez que una ráfaga recogía y traía de allí los ruidos de la vida, un martilleo o un grito.

            De las siete naves de alto bordo, que seguían una tras otra en larga fila, sólo la primera y la última, ágiles quinquerremes ambas de agudo rostro, pertenecían a la flota de guerra; las cinco restantes, más pesadas e imponentes, con diez o doce órdenes de remos, ostentaban la pomposa construcción que distinguía a la corte augustal; y en el centro la más suntuosa, con su proa recubierta de bronce reluciente como el oro, relucientes como el oro las cabezas leoninas con sus anillas bajo la borda, los obenques llenos de gallardetes multicolores, llevaba, solemne y grande, la tienda del César entre velas de púrpura. En cambio, sobre la nave que le seguía inmediatamente, se hallaba el poeta de la Eneida, y en su frente estaba escrito el signo de la muerte.

 Expuesto al mareo, en tensión por la constante amenaza de un acceso, no se había atrevido a moverse durante todo el día, mientras que aun encadenado a su lecho, levantado para él en el centro de la nave, se sentía, es decir sentía su cuerpo y su vida física (que ya desde muchos años a duras penas podía reconocer como algo suyo) semejantes a un solo recuerdo nostálgico y regustado de la liberación por la que se había sentido colmado, cuando alcanzaron la zona costera más calma; y este cansancio oscilante, tranquilizador y sosegado, se hubiera convertido tal vez en una felicidad casi perfecta, si no hubieran reaparecido —a pesar del aire fuerte y saludable del mar— la tos torturante, la relajación provocada por la fiebre de todas las tardes, la angustia de todas esas tardes. Así yacía él en ese lecho, él, el poeta de la Eneida, él, Publio Virgilio Marón; en ese lecho yacía con amenguada conciencia, casi avergonzado por su desamparo, casi exasperado por ese destino, y miraba fijamente la nacarada redondez de la bóveda celeste: pero, ¿por qué había cedido a la insistencia del Augusto?, ¿por qué se había alejado de Atenas? Ahora se había desvanecido la esperanza de que el sagrado y gozoso cielo de Homero favoreciera, propicio, la terminación de la Eneida; se había desvanecido cualquier esperanza de la inconmensurable novedad que hubiera debido surgir, la esperanza de una existencia filosófica y científica, alejada del arte y de la poesía, en la ciudad de Platón; se había desvanecido la esperanza de poder pisar jamás la tierra jónica: ¡oh, había desaparecido la esperanza en el milagro, del conocimiento y en la salvación por el conocimiento! ¿Por qué había renunciado a ella? ¿Voluntariamente? ¡No! Había sido casi una orden de las fuerzas ineludibles de la vida, de aquellas indeclinables fuerzas del destino que nunca desaparecen completamente, aunque por momentos se ocultan en lo infraterreno, en lo invisible, en lo inaudible, pero inquebrantablemente presentes como amenaza inexplorable de las potencias a las que nunca es posible sustraerse, a las que siempre hay que someterse: era el destino. Él se había dejado llevar por el destino y el destino lo llevaba al final. ¿No había sido siempre ésta la forma de su vida? ¿Había vivido él alguna vez de otro modo? ¿Habían significado para él otra cosa, tal vez, la nacarada concha del cielo, el mar primaveral, el cantar de las montañas y ese cantar doloroso en su pecho, la voz de la flauta del dios, otra cosa distinta de un lance que, como un vaso de las esferas, le acogería pronto para llevarle al infinito? Campesino era por su nacimiento; un campesino que ama la paz del ser terrenal; un campesino a quien hubiera convenido una vida simple y afincada en la comunidad del terruño; un campesino a quien, de acuerdo con su origen, hubiera correspondido poder quedarse, deber quedarse y que, de acuerdo con un destino más alto, no había abandonado la patria, pero tampoco había sido dejado en ella; había sido expulsado, fuera de la comunidad, e impelido en la más desnuda, perversa y bárbara soledad del torbellino de los hombres; había sido echado de la sencillez de su origen, expulsado al ancho mundo hacia una multiplicidad siempre creciente, y cuando, por ello, algo se había tornado más grande o más amplio, era solamente la distancia de la verdadera vida la que única y realmente había aumentado: sólo al borde de sus campos había caminado, sólo al borde de su vida había vivido; se había convertido en un hombre sin paz, que huye de la muerte y busca la muerte, que busca la obra y huye de la obra, uno que ama y sin embargo perseguido, un vagabundo a través de las pasiones internas y externas, un huésped de su propia vida. Y hoy, casi al fin de sus fuerzas, al fin de su fuga, al fin de su búsqueda, ahora que ya se había afanado y preparado para la despedida, afanado para la aceptación y preparado para admitir la última soledad, para entrar en el camino interior de vuelta hacia ella, el destino se había adueñado otra vez de él con sus fuerzas, le había prohibido una vez más la sencillez y el origen y la intimidad, le había desviado una vez más de la ruta del retorno, cambiándola por la senda de la multiplicidad de lo externo, le había obligado a volver al mal que había ensombrecido toda su vida; era como si el destino no le reservara ya más que la única sencillez: la de morir. Sobre él chirriaban las vergas en las jarcias y el chirrido se mezclaba al suave clamor de las velas hinchadas; oía el resbalar de espuma en la estela y la lluvia de plata que comenzaba a saltar cada vez que se alzaban los remos; oía el grave rechinar de esos remos en los toletes y el cortante chasquear del agua cada vez que volvían a sumergirse; sentía el leve y equilibrado impulso del barco hacia adelante, al compás de la masa multicentenar de los remos; veía deslizarse la línea de la costa con su cenefa blanca, y pensaba en los cuerpos de los mudos esclavos encadenados en el vientre de la nave, ese vientre sofocante y abierto, pestilente, tronante. El mismo compás de impulso, como trueno sordo, salpicado de plata, llegaba de las dos naves cercanas, de la más vecina y de la siguiente, parecido a un eco que se prolongara sobre todos los mares y por todos ellos fuera contestado, porque así van por doquiera, cargados con hombres, cargados con armas, cargados de granos, de mármol, de aceite, de vino, de especias, de sedas, cargados de esclavos; esta navegación universal, que canjea y comercia, una de las peores entre las muchas corrupciones del mundo. Ahí, sobre esas naves, no se transportaban ciertamente mercancías, sino vientres golosos, el personal de la corte: toda la popa, hasta la cubierta, había sido dedicada a su alimentación; desde la mañana temprano resonaban allí los ruidos del comer y, constantemente, rodeaban el espacio del comedor grupos de personas ávidas, espiando dónde quedara libre un lugar en el triclinio, prontas a precipitarse sobre él en lucha con los competidores, ansiosas también de poderse tender finalmente para a su vez comenzar o recomenzar con los manjares; los sirvientes de pie ligero, jovencitos finamente presentados, no pocos entre ellos lindos y mórbidos, pero ahora cansados y sudorosos, no tenían ya aliento, y su jefe, eternamente sonriente, con la fría mirada en los ángulos de los ojos y las manos cortésmente abiertas a la propina, corría él mismo en las dos direcciones por la cubierta porque, además de la dirección del banquete, debía cuidar de aquellos que —sorprendentemente numerosos— parecían satisfechos y se concedían otros placeres, unos paseándose con las manos sobre el vientre o unidas en el trasero, otros en cambio discutiendo con amplios gestos, estos dormitando o roncando sobre sus lechos, cubierta la cara con la toga, aquellos sentados ante las mesas de juego —que debían ser alimentados y atendidos con bocaditos que se les llevaban y ofrecían por las cubiertas sobre grandes fuentes de plata—, en previsión de un hambre que podía anunciarse renovada a cada instante, para prevención de una gula cuya expresión estaba clara e indeleblemente marcada en la cara de todos ellos, los bien alimentados y los magros, los tardos y los ágiles, los paseantes como los sentados, los despiertos como los dormidos, a veces esculpida, a veces incrustada, aguda o levemente, más perversa o más bondadosa, como de lobo, de zorro, de gato, de loro, de caballo, de tiburón, pero siempre dirigida a un goce horrendo de algún modo encerrado en sí mismo, ávido por una posesión insaciable, ávido por un tráfico de mercancías, dineros, cargos y honores, ávido por la laboriosa inacción del poseedor. Por doquier había alguien metiendo algo en la boca, por doquier ardía la ansiedad, ardía la codicia, desarraigada, pronta a tragar, tragándolo todo; su hálito vibraba sobre la cubierta, lo llevaba el impulsivo compás de los remos, implacable, imponiendo su presencia: toda la nave vibraba de avidez. ¡Oh, bien se merecían ser representados alguna vez con exactitud! ¡Un canto de la codicia debía estarles dedicado! Mas ¿de qué serviría ahora? Nada puede el poeta, ningún mal puede evitar; se le escucha únicamente cuando magnifica el mundo, pero no cuando lo representa tal como es. ¡Sólo la mentira es gloria, mas no el conocimiento! ¿Y sería posible, pues, pensar que a la Eneida le tocaría ejercer otra influencia, una influencia mejor? ¡Ay, se la ensalzará, porque todo lo que él ha escrito ha sido ensalzado, porque también en ella se leerá solamente lo agradable y porque no existía ni el peligro ni la perspectiva de que pudiesen escucharse advertencias; ay, le era imposible engañarse o dejarse engañar por esperanzas; demasiado bien conocía a este público, para quien la grave labor del poeta, la auténtica, que aguanta el conocimiento, consigue tan poca atención como la de los esclavos del remo, llena de amargura, amargamente dura; para quien la una vale exactamente lo mismo que la otra: ¡un tributo adecuado al usuario, recibido y asumido como disfrute de un tributo! Allí no había solamente vividores que holgaban y comían alrededor de él, aunque el Augusto debía tolerar a muchos de esa calaña en su proximidad; no, muchos de ellos habían prestado ya meritorios y loables servicios de toda clase; pero de lo que eran de ordinario, habían borrado la parte mayor durante la inacción del viaje, con una manera casi sibarítica de desnudarse a sí mismos, y les había quedado intacto solamente su ciego orgullo en confusa codicia, en un crepúsculo lleno de avidez. Abajo, en la persistente tiniebla de abajo, impulso tras impulso, trabajaba espléndida, salvaje, animal, infrahumana, la sometida masa de los remeros. Los que se hallaban allá abajo no le comprendían ni se cuidaban de él; éstos, aquí arriba, afirmaban que le veneraban y hasta lo creían; entretanto, como siempre le había sido indiferente que pensaran amar sus obras por mentido gusto o que le manifestaran veneración, mintiendo también, porque era amigo del César, él, Publio Virgilio Marón, no tenía nada en común con ellos, aunque el destino le hubiese empujado dentro de su círculo; le asqueaban, y si como un saludo anticipado del ocaso no hubiera comenzado a soplar la brisa de la costa, si su soplo no hubiese barrido de la nave el hedor del banquete y de la cocina, el mareo le hubiera asaltado otra vez. Se cercioró de que el cofre con el manuscrito de la Eneida estaba intacto a su lado y, echando una mirada a la constelación occidental que se hundía en lo profundo, se subió la manta hasta debajo del mentón: sentía frío.

 De vez en cuando, ciertamente, le entraban ganas de dirigirse hacia esa horda humana que alborotaba detrás de él, casi curioso por todo lo que podían hacer aún; pero lo dejaba, y era mejor no hacerlo; hasta le pareció, cada vez más, que le estaba prohibido volverse hacia ellos.

 Por eso estuvo quieto. El primer anticipo del crepúsculo se tendía claro por el cielo, se tendía delicado sobre el mundo, cuando llegaron a la estrecha entrada de Brindis, semejante a un río; hacía más fresco, pero el tiempo era también más suave; el aliento salino se mezclaba con el aire más pesado de la tierra, en cuyo canal penetraban ahora las naves, una tras otra, disminuyendo la marcha. El elemento de Poseidón se tornó gris como el hierro, plomizo, sin que ningún oleaje lo encrespara ya. Sobre los almenares de las fortalezas, a la derecha y a la izquierda del canal, se habían dispuesto las tropas de la plaza en honor del César, tal vez también como primer saludo de cumpleaños, porque Octaviano Augusto volvía a casa para festejar su natalicio; dentro de dos días, sí, pasado mañana, debía ser festejado en Roma: cuarenta y tres años cumplía el Octaviano que navegaba allí delante. Roncos subían de las orillas los vítores de las tropas; a cada grito, los portaestandartes alzaban el rojo vexillum, corta y diestramente, por las alas de los manípulos, para abatirlo luego ante el dominador, el asta oblicua contra el suelo; en fin, lo que allí ocurría era la poderosa y sobria salutación, como la prescribía el reglamento militar, minuciosamente correcta en su rudeza soldadesca y, a pesar de todo, notablemente suave, notablemente crepuscular; se hubiera podido considerarla casi como un ensueño, por lo borrosos y pequeños que aleteaban los gritos en la amplitud de la luz, por lo muy otoñal que se marchitaba el rojo de los estandartes, sombreado por el firmamento que desde arriba declinaba hacia el gris. La luz es más grande que la tierra, la tierra es más grande que el hombre y nunca jamás puede hacer pie el hombre, hasta que no respira hacia la patria, regresando a la tierra, terrenalmente retornando a la luz, recibiendo terrenalmente la luz sobre la tierra, recibido por la luz sólo a través de ella, tierra que se torna luz. Y nunca está la tierra en más íntima vecindad con la luz, nunca la luz en más confiada vecindad con la tierra, que en el crepúsculo adherido a los dos límites de la noche. Todavía dormitaba la noche en la profundidad de las aguas, pero iba deslizándose hacia arriba en diminutas ondas silenciosas; por doquiera en el espejo del mar, sin distinción posible entre el arriba y el abajo, surgían las ondas mudas y aterciopeladas del fondo de la noche, las ondas del segundo infinito, de lo suprainfinito brotando en su eterno parto, y comenzaron a verter dulce y quedamente su aliento sobre el centelleo. La luz no venía ya de arriba, estaba suspendida en sí misma y, en sí misma suspendida, brillaba todavía, es cierto, pero ya no alumbraba, de modo que aun el paisaje sobre el cual pendía, parecía limitado a su propia extraña luz. Tañer de grillos, con miles de voces, pero en un solo tono sostenido, penetrante, pero plácido en su regularidad, sin altos ni bajos, llenaba con su sibilar la tierra entenebrada; sin fin... Debajo de las fortificaciones, hasta la orilla de piedra, las pendientes mostraban una rala hierba y, por mezquina que fuera, lo que brotaba era paz, era calma nocturna, era oscuridad de raíces, era oscuridad de la tierra, difundida entre la pálida luz. Luego toda ella se volvió más concentrada, más rica en plantas, más plena en el color, y, muy pronto, quedaron absorbidos en ella también los arbustos, mientras en las lomas de las colinas, arriba, entre parcelas campesinas con sus cercados de piedra, aparecían los primeros olivos, grises como el tenue rayo de niebla del crepúsculo cada vez más denso. Entonces se tomó irrefrenable el deseo de extender la mano hacia esa ¡ay! tan lejana orilla, de hurgar en la oscuridad de los arbustos, de sentir entre los dedos las hojas brotadas de la tierra, de retenerlas para siempre... El deseo temblaba en sus manos, temblaba en los dedos por el ansia irrefrenable de la verde hojarasca, de los flexibles rabillos de las hojas, de sus bordes ásperos y suaves, de su dura carne viva; lo sentía anhelante, cuando cerraba los ojos y era una asombrosa nostalgia sensorial sensitivamente ingenua y sobrecogedora, como la masculina rudeza huesosa de su puño de campesino, sensitivamente hecho a palpar y percibir, como su fina nervadura de delgados tendones, casi femenina; ¡oh hierba, oh fronda, oh lisura y rugosidad de la corteza, vitalidad del múltiple brotar, oscuridad en la tierra ramificada en sí misma y hecha como un cuerpo! ¡Oh mano, mano sensitiva palpante, acogedora, englobante, oh dedo y yema ruda y suave y blanda, piel viva, superficie suprema de la oscuridad del alma, abierta en las manos elevadas! Siempre había sentido en sus manos ese extraño y casi volcánico pulsar, siempre le había acompañado una instintiva idea de una extraña vida propia de sus manos, una idea vaga de que estaba vedado por siempre jamás trasponer el umbral del saber, como si sospechara un turbio peligro en ese saber; y cuando, según costumbre, como lo hacía también ahora, daba vuelta a su sello, engarzado en el dedo de su diestra, finamente labrado, hasta el punto casi de parecer poco viril, era como si con ello pudiera conjurar aquel turbio peligro, como si pudiera calmar así la nostalgia de las manos, como si con eso pudiera llevarla a una especie de autocontrol, aliviando su angustia, la nostálgica angustia de manos de campesino que ya jamás podían tomar el arado ni la semilla, y por eso habían aprendido a asir lo inasible; la profética angustia de manos a cuya voluntad de forma, privada de la tierra, nada le había quedado fuera de su propia vida en el todo inasible, en peligro y peligrosas, tan hondamente hundidas en la nada y convencidas de su peligrosidad, que el presentimiento de la angustia, en cierto modo elevado sobre sí mismo, se tomó un esfuerzo irrefrenable, el esfuerzo de establecer la unidad de la vida humana, de conservar la unidad de la nostalgia humana, y de impedir así su descomposición en un enjambre de pequeñas vidas parciales, pequeñas en su nostalgia y nostálgicas de lo pequeño; y es que no basta la nostalgia de las manos, no basta la nostalgia de los ojos, no basta la nostalgia del oído, es que sólo basta la nostalgia del corazón y de la mente en su comunidad, la totalidad nostálgica del infinito interior y exterior, que mire, espíe, comprenda y respire en una unidad doblemente respirada, es que sólo a ella le está concedido superar la turbia ceguera sin esperanza del aislamiento y su angustia, sólo en ella se da el doble desarrollo desde las raíces cognitivas del ser, y esto él lo presentía, lo había presentido siempre —¡oh nostalgia de aquel que es siempre sólo huésped y sólo huésped puede ser siempre, oh nostalgia del hombre!—; esto había sido siempre su atisbar lleno de presentimientos, su alentar lleno de presagios, su pensar lleno de prenuncios, atisbado, alentado y pensado dentro del torrente luminoso del todo, en la ciencia inaccesible del todo, en el nunca cumplido acercamiento a la infinitud del todo, inalcanzable hasta en el borde más externo, tanto que la mano anhelante de nostalgia ni siquiera se atreve a tocarlo. Pero acercamiento era sin embargo, en acercamiento se quedaba, y un atisbar que respira y espera era sólo su pensamiento; al acecho en el doble abismo de las esferas de Poseidón y Vulcano, las une a ambas, porque las dos tienen sobre sí en común la bóveda del cielo de Júpiter. Abierta y cambiante era la luz crepuscular, era lo respirable tan escurridizo como el líquido elemento cortado por las quillas, baño líquido de lo interior y lo exterior, baño líquido del alma, fluyendo lo respirable del más acá al más allá, del más allá al más acá, desvelada puerta del saber, nunca él mismo y sin embargo ya presentimiento de él, presentimiento de la entrada, presentimiento del camino, presentimiento oscuro del oscuro viaje. Delante, en la proa, cantaba un esclavo músico; probablemente la compañía allí reunida, su ruido absorbido por la quietud del atardecer, había tomado para sí al joven, presintiendo el retorno también ella, y después de una breve pausa para templar la lira y otra breve espera de norma artística, había resonado y flotaba la canción sin nombre del muchacho sin nombre, irradiando dulcemente el canto, aleteando como un soplo, semejante a los colores de un arco iris en el cielo nocturno, irradiando dulcemente el sonido de las cuerdas, delicado como el marfil, obra humana el canto, obra humana el sonido de las cuerdas, pero alejado de los hombres hasta más allá del origen de los hombres, liberada de los hombres, liberada del sufrimiento, éter de las esferas que se canta a sí mismo. Se hizo más oscuro, los rostros se hicieron más borrosos, las orillas difusas, el barco oscuro; sólo quedó la voz, ahora más clara y dominadora, como si quisiera guiar la nave y el compás de los remos, olvidado el origen de la voz y a pesar de ello voz guía de un muchacho esclavo; la canción indicaba la vía, descansando en sí misma y por eso mismo en guía convertida, y por eso mismo abierta a lo eterno, pues sólo lo que descansa es capaz de guiar, sólo lo único y singular arrancado, no, salvado del fluir de las cosas, se abre a lo infinito, sólo lo retenido —ay, ¿logró alguna vez él mismo ese ¡alto! tan verdaderamente orientador?—, sólo lo que verdaderamente se ha afirmado, aunque sea un único instante en el mar de millones de años, llega a la perduración eterna, se torna canto guía, conduce; oh, un solo instante de vida, ensanchado al todo, ensanchado al círculo del conocimiento total, abierto a lo infinito; alto sobre la radiante canción, alto sobre el radiante crepúsculo, respiraba el cielo, cuya agria y clara dulzura otoñal se había repetido invariablemente desde mil y mil siglos, y todavía se repetirá invariablemente por mil y mil siglos, única a pesar de ello en su aquí y en su ahora; y sobre el claro brillo sedoso de su cúpula flotaba en calma el umbral de la noche.

 La canción guio, pero ya no por mucho tiempo; la navegación entre las orillas del canal de acceso llegó pronto a su fin y la canción se apagó en la inquietud general que se desarrolló a bordo, cuando se abrió la bahía interior del puerto, brillante ya la negrura de su espejo plomizo, y la ciudad dispuesta en abanico alrededor de la cuenca apareció a la vista con su multitud de luces, centelleando como un cielo estrellado en la niebla del anochecer. De repente se notaba calor. La escuadra se detuvo para dejar en primer lugar la nave del César, y entonces —bajo la suave inmutabilidad del cielo otoñal también este hecho hubiera debido retenerse como algo único e infinito— comenzó una prudente maniobra para pilotearse sin peligro a través de los botes, los veleros, las barcas de pesca, tartanas y naves de transporte ancladas por todas partes; cuanto más se adelantaba, tanto más estrecho se tornaba el canal navegable, tanto más apretada era la masa de las moles navales alrededor, tanto más espesa la confusión de los mástiles y de las sogas y de las velas recogidas, muertas en su rigidez, vivas en su quietud, masa de raíces extrañamente oscura, entrecruzada y enmarañada, que brotaba sombríamente de la brillante superficie oscura y aceitosa del agua hacia la inmóvil claridad vespertina del cielo, negra tela de araña de madera y cáñamo, reflejada espectralmente abajo en las aguas, atravesada espectralmente arriba por la salvaje llamarada de las antorchas agitadas entre gritos para la bienvenida en todas partes en las cubiertas, iluminada espectralmente por la magnificencia de las luces en la plaza del puerto: en la hilera de las casas portuarias estaba iluminada, ventana tras ventana, hasta debajo de los techos; estaba iluminada una hostería tras otra debajo de las columnatas; diagonalmente a través de la plaza se tendía una doble fila de soldados que llevaban antorchas entre el centelleo de los yelmos, hombre tras hombre, con la evidente misión de mantener libre el camino a la ciudad desde el desembarcadero; alumbrados con antorchas estaban los tinglados y las oficinas aduaneras sobre los muelles; era un enorme espacio relumbrante, repleto de cuerpos humanos, una enorme cuenca relumbrante para una espera tan enorme como violenta, colmada de un rumorear producido por cientos de miles de pies que se arrastraban, rozaban, golpeaban, raspaban sobre el empedrado, un enorme anfiteatro hirviente, lleno de negro y ondulante siseo, de un mugido de impaciencia, que sin embargo enmudeció de pronto y cuajó tenso, cuando la nave imperial, empujada ya sólo por unos pocos remos, alcanzó el muelle con suave bordeo y atracó casi sin ruido en el lugar asignado, ante los dignatarios de la ciudad, en medio del cuadrado militar de antorchas; sí, entonces llegó el instante esperado por el sordo rugir de la bestia masa, para poder soltar su jubiloso alarido, que en ese momento estalló, sin pausa y sin fin, victorioso, estremecedor, desenfrenado, aterrador, magnífico, sometido, invocándose a sí mismo en la persona del Uno.

 Esta era pues la masa para la que vivía el César y había sido creado el imperio y había sido preciso conquistar las Galias y habían sido vencidos el reino de los Partos, la Germania; ésta era la masa para la que había sido lograda la gran paz del Augusto y que debía ser sometida de nuevo a la disciplina y al orden del Estado para esa obra de paz, llevada de nuevo a la fe en los dioses y a una moral humano-divina. Y ésta era la masa sin la cual no se podía hacer política alguna y en la cual debía apoyarse también el mismo Augusto, mientras quisiera afirmarse; y, lógicamente, el Augusto no tenía otro deseo. ¡Sí, y éste era el pueblo, el Pueblo Romano, cuyo espíritu y cuyo honor él, Publio Virgilio Marón, él, auténtico hijo de campesino de Andes cerca de Mantua, no había por cierto descrito, pero sí tratado de ensalzar! ¡Ensalzado y no descrito..., tal había sido el error, ay, y éstos eran los ítalos de la Eneida! Desventura, un lodazal de desventura, un inmenso lodazal de inefable, inexpresable, inconcebible desventura hervía en la cuenca de la plaza; cincuenta mil, cien mil bocas rugían la desventura desde el fondo, se la rugían mutuamente sin oírla, sin saber de esa desventura, pero resueltos a ahogarla y aturdirla en infernal ruido, en gritos y estrépito. ¡Qué salutación natalicia! ¿Es que sólo él lo sabía? Pesada como piedra la tierra, pesada como plomo el agua y allí estaba el cráter demoníaco de la desventura, abierto de par en par por el mismo Vulcano, un cráter de algazara al borde del reino de Poseidón. ¿No sabía el Augusto que esto no era un saludo natalicio, sino algo muy distinto? Un sentimiento de la más torturada compasión surgió en él, de una compasión que incluía tanto a Octaviano Augusto como a esas masas humanas, tanto al dominador como a los dominados, y ese sentimiento estaba acompañado por la sensación de una responsabilidad no menos torturada y realmente insoportable, de la que apenas podía darse cuenta; ya sólo, y justo, sabía que tenía poco parecido con la carga que había tomado sobre sí el César; al contrario, era una responsabilidad de muy otra naturaleza, porque, inaccesible a cualquier medida de Estado, inaccesible a cualquier poder terrenal por grande que fuera, era también tal vez inaccesible a los dioses esa desventura hirviente y oscura, desconocida y llena de misterio, y no había griterío de masas que pudiera taparla; si acaso aún la débil voz del alma que se llama canto y con el presentimiento de la desgracia, sin embargo, anuncia la salvación que despierta, porque toda canción verdadera presiente el conocimiento, lleva el conocimiento, enseña el conocimiento. La responsabilidad del cantor, su responsabilidad de conocer, la que él sin embargo sigue siendo incapaz de llevar y cumplir por la eternidad... ¡¿oh, por qué no le había sido concedido penetrar más allá del presentimiento hasta el saber legítimo, del que solamente se puede esperar la salvación?! ¡¿Por qué el destino le había obligado a volver aquí?! ¡Aquí no había más que muerte, nada más que muerte y nueva muerte! Con los ojos abiertos, llenos de espanto, se había incorporado a medias, y ahora volvió a caer sobre el lecho, sobrecogido de horror, de piedad, de duelo, de deseo de responsabilidad, de impotencia, de debilidad; no era odio lo que sentía frente a la masa, ni siquiera desprecio, ni siquiera antipatía, nunca había querido menos alejarse del pueblo o elevarse sobre el pueblo; pero algo nuevo había aparecido, algo de lo que nunca había querido enterarse en todo su contacto con el pueblo, aunque dondequiera había estado —no importa si en Nápoles o en Roma o en Atenas— hubiese tenido más que oportunidad para ello, algo que surgía sorprendentemente arrollador aquí en Brindis: el abismo de perdición del pueblo en todo su alcance, el descenso de los hombres a plebe de gran ciudad, y con ello la transformación del hombre en lo contra-humano, causada por el vaciamiento del ser, por la conversión del ser en mera vida codiciosa de superficie, perdido su origen radical y cortado del mismo, de manera que ya no queda otra cosa que la vida individual, peligrosamente disuelta, de un exterior casi turbio, preñada de desventura, preñada de muerte, oh, preñada de un desenlace misteriosamente infernal. ¿Era esto lo que el destino quiso enseñarle, obligándole a volver a la multiplicidad, rechazándole a esta horrible caldera de terrenalidad descompuesta? ¿Era ésta la venganza por su anterior ceguera? Nunca había sentido tan próxima la desventura de la masa; ahora estaba obligado a verla, a oírla, a sentirla hasta en la última raigambre de su propio ser, porque la ceguera es ella misma una parte de la desventura. Una y otra vez resonaba insistente el sombrío rugido jubiloso del aturdimiento; se agitaban antorchas, voces de mando cruzaban la nave; sordamente cayó sobre las planchas de la cubierta una maroma lanzada desde tierra, y la desgracia gritaba, y el tormento gritaba, y la muerte gritaba, gritaba el misterio preñado de desgracia, imposible de descubrir y, a pesar de ello, presente sin velos por doquiera. Quieto, yacía él entre el trápala de muchos pies apresurados; su mano apretaba firmemente una manija del cofre de cuero con el manuscrito, que nadie se lo pudiera arrancar; pero cansado por el ruido, cansado por la fiebre y la tos, cansado por el viaje, cansado por lo que vendría, imaginaba que esta hora del arribo podría trocarse fácilmente en su hora de muerte y casi era un deseo, aun cuando o porque sentía claramente que no había llegado todavía el momento; sí, casi era un deseo, aun cuando o porque hubiera sido una muerte extrañamente caótica, extrañamente ruidosa, y no le parecía inaceptable sino casi apetecible, pues, obligado a mirar al infierno de fuego, obligado a escucharlo, su corazón se veía obligado también a conocer el fuego lento infernal de lo infrahumano.

 Sí, hubiera sido agradable dejarse llevar por una sensación desfalleciente, para sustraerse así a la algazara, para cerrarse a los vítores de la muchedumbre, al volcánico y subterráneo clamoreo que sin pausas, como si nunca quisiera acabar, fluía en poderosas ondas desde la plaza; pero esa fuga estaba prohibida, sin contar que podía llevar hasta la muerte, porque superior a toda energía era el imperativo de asir la menor partícula de tiempo, la menor partícula del acontecer, para incorporarla al recuerdo, como si con ella pudiera estar preservado de todas las muertes para todos los tiempos; él se aferraba a la conciencia, se aferraba a ella con la fuerza de quien siente acercarse lo más importante de su vida terrena y está lleno de la angustia de poder perderlo, y la conciencia, mantenida alerta por la despierta angustia, obedecía a su voluntad: nada se le escapaba, ni los gestos preocupados y el vacío apoyo del médico auxiliar de juvenil rostro afeitado y excesivamente pulcro, que por orden del Augusto estaba ahora a su lado, ni los rostros torpemente extrañados de los cargadores que habían subido a bordo una litera para llevárselo, enfermo y débil, como una cosa frágil y distinguida; él lo observó todo, debía retenerlo todo; notó la mirada encarcelada de sus ojos, notó el huraño tono de refunfuño con que se entendían los cuatro hombres, cuando levantaron su carga sobre los hombros, notó el olor agresivamente salvaje y maligno del sudor de sus cuerpos; pero no se le escapó tampoco que su toga había quedado allí y que ahora la llevaba un muchacho de negros rizos y aspecto realmente infantil, que había recogido la prenda con un rápido salto. Ciertamente, la toga era menos importante que el cofre del manuscrito, del que había encargado a dos cargadores pegados a la litera; de todos modos una pequeña porción de la vigilancia a la que se sentía obligado y se obligaba a sí mismo, pese a todas las veleidades del cansancio que trataban de atontarlo, podía recaer también sobre la toga, y ahora se preguntaba de dónde había surgido el chiquillo, que le parecía extrañamente conocido y familiar y que no había advertido en todo el viaje; era un jovencito algo tosco, un poco torpe a la manera campesina, por cierto ningún esclavo, por cierto ningún sirviente, y mientras infantilmente, con claros ojos en el rostro moreno, se apoyaba en la borda, esperando, porque en todas partes había demoras, echaba disimuladamente, de tarde en tarde, una mirada hacia la litera, torciendo luego los ojos suave, divertido, tímidamente, apenas se sentía observado en su acción. ¿Juego de miradas? ¿Juego de amor? ¿Una vez más sería arrastrado él, un enfermo, al doloroso juego de una existencia locamente deliciosa, una vez más arrastrado él, un yacente, al juego de una persona erguida? ¡Oh, ellos, los erguidos, no saben cómo está entretejida la muerte en sus ojos y en sus rostros, se niegan a saberlo, quieren solamente seguir jugando el juego de sus atractivos y de su complicación recíproca, el juego de su preparación al beso, con los ojos loca y amablemente fijos en los ojos, y no saben que todo yacer para el amor es siempre también un yacer para la muerte! Pero el que yace irremediablemente, sabe de eso y casi se avergüenza de haber caminado él mismo erguido un tiempo, de haber él mismo un tiempo —¿cuándo fue? ¿fue en tiempos anteriores al recuerdo o sólo meses antes?— participado en el juego vital amablemente inconsciente, amablemente ciego; y casi siente el desprecio con que piensan en él los enredados en el juego, porque ya está excluido y yace allí desamparado, sí, casi lo siente como una alabanza. Pues no es dulce atracción la verdad de la mirada, no; sólo con sus lágrimas se torna vidente, sólo en el dolor es un ojo que ve, sólo sus propias lágrimas le llenan con las del mundo, colmado de verdad con el húmedo olvido de todo ser. ¡Oh, sólo al despertar entre lágrimas, la muerte en vida, en que se hallan y del que dependen los enredados en el juego, se torna vida que descubre la muerte, que descubre el todo! Y por eso justamente también el jovencito —¿qué rasgos tenía? ¿eran de un pasado anterior al recuerdo o los de un pasado muy reciente?—, por eso justamente debía mejor desviar la mirada y no desear seguir un juego que como pasatiempo era ya extemporáneo; demasiado discordante resultaba que esta mirada pudiera sonreír por sobre el propio entrelazamiento con la muerte; demasiado chocante era que fuese dirigida a un yacente cuyos ojos no podían ya dar una respuesta, ay, no querían ya darla; demasiado chocante era lo extravagante, lo amable, lo doloroso entre un infierno de ruido y de fuego, petrificado de ciego trajín, en medio del acoso humano, sin apenas una huella de humanidad. Tres puentes habían sido tendidos de la nave al muelle, el de popa reservado para los huéspedes del viaje, por cierto insuficiente para la impaciencia que se había tornado impetuosa, los otros dos en cambio destinados para la descarga de las mercancías y los equipajes; y mientras los esclavos dedicados a esta tarea en larga fila serpeante, a menudo ligados uno a otro como perros en parejas con collares y cadenas, pueblo multicolor de mirada sin dignidad, todavía humanos y ya no humanos, sólo criaturas movidas y azuzadas, figuras en harapos o semidesnudas, brillantes de sudor a la cruda luz de las antorchas, ¡horror!, ¡espanto!, mientras corrían por la pasarela del medio, para abandonar luego la nave a proa, encorvado casi en ángulo recto el cuerpo bajo el peso de cajas, sacos y cofres, mientras todo esto ocurría, los contramaestres encargados de vigilarlos, uno en cada extremo de cada planchada, agitaban automáticamente los cortos látigos sobre los cuerpos que pasaban delante de ellos, sin elegir, a ciegas simplemente, golpeando con la crueldad sin sentido y apenas cruel ya de un poder ilimitado, sin razón verdadera alguna, porque esa gente se apresuraba de suyo en la medida de sus pulmones, sin saber casi cómo lo hacían, más aún ni siquiera se agachaban cuando caía el látigo, sino que más bien hacían una mueca como una sonrisa; un pequeño sirio negro, alcanzado justamente al llegar a cubierta, con tranquilidad, sin hacer caso del rastro lívido en su espalda, acomodó los harapos que había colocado bajo el collar, para evitar lo más posible el roce con la clavícula, y sólo murmuró con una mueca hacia la litera levantada: «¡Baja, gran rey, baja; tú también puedes probar una vez cómo nos sabe a nosotros!» La contestación fue un nuevo arranque del látigo; mientras tanto el pequeño, ya advertido, había dado un rápido salto; la cadena se estiró reciamente y el golpe silbó en el hombro del compañero de esclavitud arrastrado por el impulso hacia adelante, un parto enorme, de rojo cabello y espesa barba, que, así como sorprendido, volvió la cabeza, y en esa mitad de la cara, que presentaba, entre una confusión de cicatrices desagradables —era sin duda un prisionero de guerra—, rojo y sangriento y fijo, un ojo vaciado, reventado, abierto, fijo y, a pesar de toda su ceguera, realmente sorprendido, porque aun antes de ser empujado hacia adelante por la fila que empujaba hacia delante con ruido de cadenas, un nuevo golpe había silbado otra vez alrededor de su cabeza, ciertamente porque ya había partido al mismo tiempo, y le había dividido la oreja con un sangriento tajo. Todo esto había durado apenas el tiempo de un breve latido de corazón, pero, a pesar de eso, lo suficiente como para interrumpir ese latido; ¡era infame contemplar eso y no emprender el menor intento de intervención —incapaz y tal vez hasta reluctante a intervenir—, hasta era infame tratar de retener ese hecho, infame un recuerdo en el cual también eso debía quedar anotado para la eternidad! Desmemoriado había sido el sarcasmo del pequeño sirio, desmemoriado, como si no hubiera más que un desolado y violentado presente, sin futuro y por eso también sin pasado, sin después y por eso también sin antes, como si ambos encadenados nunca hubiesen sido niños, nunca hubiesen jugado en los campos de la juventud, como si en su patria no hubiera montañas, praderas, flores, ni siquiera un arroyo al fondo del atardecer, sonando en el valle lejano. ¡Oh, qué infame depender de la propia memoria, preocuparse por ella y cuidarla! ¡Oh recuerdo indestructible, recuerdo del ondular del trigo, lleno de campos, lleno del chasquear del bosque rumoroso con sus frescas paredes, lleno de los bosques de la juventud, ebrios a la mañana los ojos, ebrio a la tarde el corazón, verdor tembloroso que se abre y gris trémulo que declina, oh ciencia del arribo y del retorno, esplendor del recuerdo! Mas golpeado el vencido, aclamado salvajemente el vencedor, frío como la piedra el lugar del suceso, la mirada abrasadora y abrasadora la ceguera, ¿para qué ser inhallable valía ya la pena mantenerse despierto? ¿por qué futuro valía ya la pena el indecible esfuerzo del recuerdo? ¿en qué futuro iba a poder aún penetrar? ¿es que había futuro?

 Las planchas del puente cedieron un momento, cuando la litera pasó sobre ellas al paso uniforme de los cargadores; abajo fluctuaba lenta el agua negra, estrechada entre la negra y pesada mole de la nave y el negro y pesado murallón del muelle, el elemento liso y denso respirando de sí, respirando suciedad, sobras y hojas de legumbres y melones en descomposición, todo lo que fermentaba abajo, flojas oleadas de un grave aliento dulzón de muerte, oleadas de una vida en podredumbre, la única que puede existir entre las piedras, viviente ahora sólo en la esperanza del renacimiento de su putrefacción. Así era allí abajo; aquí arriba en cambio estaban las varas impecablemente labradas, doradas y adornadas de la litera sobre los hombros de animales de carga de figura humana, animales de carga alimentados como hombres y de habla humana, de sueño humano, de pensamiento humano, y en el asiento de la litera impecablemente trabajado y tallado, adornados su respaldo y sus brazos laterales con estrellas de áurea lámina, descansaba un desecho, un enfermo, en él la putrefacción ya habitaba al acecho. Todo esto era extremadamente discorde; en todo esto se escondía la oculta desgracia, la rigidez de un suceder más perfecto que el hombre, aunque sea éste mismo quien construye los muros, quien corta y manilla, curte la lonja del látigo y forja cadenas. Imposible cerrarse a ello, imposible olvidar. Y lo que siempre se quería olvidar, estaba allí de nuevo con figura real siempre renovada, volvía de nuevo, como nuevos ojos, nueva algazara, nuevos latigazos, nueva rigidez y nueva desventura, exigiendo todas estas cosas cada una para sí su propio lugar, cohibiendo y constriñendo una a la otra en terrible contacto, y sin embargo sumamente extrañas y discordes, entremezcladas todas entre sí. Discorde como el contacto de las cosas entre sí se había vuelto también el curso del tiempo; cada parte del tiempo no quería concordar con la otra: nunca el ahora había estado tan claramente separado del antes; un abismo profundamente cortado, sin puente alguno que lo cruzara, había convertido este ahora en algo independiente, lo había separado irrecusablemente del antes, del periplo y de todo lo que lo había precedido; le había separado de toda la vida anterior, y él sin embargo, en el suave balanceo de la litera, apenas hubiera sabido decir si la navegación seguía aún o si realmente estaban ya en tierra firme. Miró por sobre un mar de cabezas; sobre un mar de cabezas estaba suspendido, en medio de una rompiente de hombres, ciertamente hasta entonces sólo al borde de ella, pues los primeros intentos de superar ese ondulante obstáculo habían fracasado por completo. Aquí, en el amarradero de las naves de la escolta, las disposiciones policiales eran mucho menos severas que al otro lado donde se recibía al Augusto; y aunque algunos de los pasajeros lograron penetrar allí, lanzándose de prisa, de modo que pudieron todavía unirse al cortejo solemne que se formó dentro de la zona cerrada y que debía llevar al César a la ciudad y al palacio, eso hubiera sido de todo punto imposible para los portadores de la litera; el sirviente imperial que había sido asignado a la pequeña escolta para acompañarla, guiarla y por así decirlo, vigilarla, era demasiado cargado de años, demasiado pesado de cuerpo, demasiado débil y también demasiado bondadoso como para lanzarse a abrirse paso con violencia; era impotente y, como era impotente, debió limitarse a las quejas contra la policía, que había permitido estas aglomeraciones de plebe y que, por lo menos, hubiera debido colocar a su lado una guardia conveniente; y así, finalmente, fueron empujados y llevados adelante sin meta a través de la plaza, a veces atascados, otras impulsados y zarandeados en titubeante zigzag, una vez hacia acá, otra vez hacia allá. Y representó un alivio inesperado el hecho de que el muchacho les hubiera acompañado; como si hubiera tenido conocimiento en alguna forma de la importancia del cofre del manuscrito, y esto era sumamente extraño, cuidaba de que sus portadores se mantuvieran siempre muy juntos a la litera, y mientras él mismo se mantenía al lado con la toga echada sobre el hombro y no permitía la menor separación, miraba a hurtadillas hacia la litera, transparentes los ojos, lleno de alegría y veneración. De las fachadas de las casas y desde las calles fluía un pesado bochorno; llegaba en amplias oleadas transversales, constantemente deshecho por la algazara y la aclamación sin fin, por el hervor y el estrépito de la bestia multitudinaria, y, a pesar de ello, inmóvil; aliento de agua, aliento de plantas, aliento de ciudad: un solo vaho pesado de vida constreñida en bloques, de piedra y de su aparente vitalidad en descomposición, humus del ser, cerca de la putrefacción y elevándose desmedido de las cavidades recalentadas de piedra, elevándose a las frías y pétreas estrellas con que comenzaba a cubrirse la interior cuenca del cielo, que oscurecía en profunda y suave negrura. La vida brota de profundidades inescrutables, penetrando a través de la piedra, muriendo ya en este camino, muriendo y pudriéndose y helándose ya en el subir, en el subir también ya evanescente; pero desde inescrutables alturas desciende lo inexorable, frío como la piedra, aliento que desciende e ilumina oscuramente, dominando con su contacto, petrificándose en roca del abismo, arriba y abajo lo pétreo, como si fuera la última realidad de este mundo del más acá... y entre esta corriente y la corriente antagónica, entre la noche y la antinoche, cual roja brasa abajo, con claro destello arriba, flotaba en esta doble nocturnidad en su litera, como si fuera una barca, cubierta por el mar encrespado de lo vegetal-animal, levantada en el aliento frío de lo inexorable, impulsada hacia mares tan enormemente enigmáticos y desconocidos, que era como un regreso; pues, ola tras ola, las grandes áreas que su quilla había atravesado, áreas de olas del recuerdo, áreas de olas de los mares, no se habían vuelto transparentes, nada en ellas se había desvelado al conocimiento, sólo el enigma había quedado; lleno de enigmas, el pasado llegaba desbordando sus orillas hasta el interior entre el humo resinoso de las antorchas, entre el grávido vaho de la ciudad, entre el denso y oscuro miasma de bestias salvajes de los cuerpos, en medio de la plaza desconocida sentía el olor inconfundible, imborrable del mar, su ser grandioso e innoble; tras él quedaban las naves, los extraños pájaros de lo desconocido; todavía llegaban desde ellas las voces de mando, luego el chirrido intermitente de un árgana de madera, luego un golpe de címbalo, resonando con su canto profundo como un último eco del astro del día hundido en el mar; más allá está el viento marino de las grandes superficies, está su inquietud coronada de blanco miles de millones de veces, la sonrisa de Poseidón, siempre pronta a convertirse en rugiente carcajada, cuando el dios lanza sus caballos, y tras el mar, pero encerrándolo al mismo tiempo, están las tierras que baña; todas las había atravesado, había pasado sobre su piedra, sobre su humus, participando en lo vegetal y humano y animal, entretejido en todo ello, impotente ante tanta incógnita, incapaz de dominarla, entreverado y perdido en los acontecimientos y en las cosas, entreverado-perdido en las tierras y en sus ciudades; ¡qué borroso estaba ya todo esto y sin embargo cerca, cosas, países, ciudades; cómo estaban todos detrás de él, alrededor de él, dentro de él; qué suyas eran, soleadas y talladas de sombras, ruidosas y nocturnas, conocidas y enigmáticas, Atenas y Mantua y Nápoles y Cremona y Milán y Brindis, ay, y Andes!... Todo llegaba hasta aquí, estaba aquí, en medio de la balumba de luces de la plaza portuaria, rodeado por el aliento de lo irrespirable, envuelto en el clamor de lo incomprensible, unido a una única unidad, en la que la lejanía se tornaba en seguida vecindad y la vecindad lejanía, y le obligaba, mientras se deslizaba por encima, rodeado de barbarie, a una vigilia ingrávidamente suspensa; ante los ojos y en su conocimiento los candentes infiernos, sabía a la vez su vida, la sabía llevada por el flujo y reflujo de la noche, en la que se cruzan pasado y futuro; aquí lo sabía, en esta encrucijada del presente inmersa en el fuego, rodeada de fuego en la plaza costera, entre pasado y futuro, entre mar y tierra, él mismo en medio de la plaza, como si le hubieran querido traer, por decisión del destino, al centro de su propio ser, a la encrucijada de sus mundos, a su centro del mundo. Sin embargo era solamente la plaza portuaria de Brindis.

 

 Y aun cuando ése hubiera sido el centro del mundo, justamente allí era imposible permanecer; el pueblo seguía entrando en la plaza desde las calles, abovedadas con pancartas alegres y luminosas, y cada vez más los portadores eran empujados de nuevo hacia afuera de la plaza, de modo que se hizo de todo punto imposible alcanzar desde allí el cordón de soldados y el cortejo del Augusto, que ya se había puesto en marcha entre músicas de fanfarrias. La algazara había aumentado allí aún más, porque también la música debía ser cubierta por los gritos, las aclamaciones y los silbidos, y, con el ruido en aumento, aumentaban también la violencia y la falta de reparos en empujar y forcejear, que casi se había vuelto meta y diversión de cada uno; sólo que, en toda esa violencia, la facilidad y levedad de la suspensa vigilia, que le rodeaba sólo a él, parecía haberse comunicado a toda la plaza, como una segunda iluminación que se hubiera agregado visiblemente a la primera, sin alterar nada de su dura y tenebrosa estridencia, haciéndola en cambio aún más honda y, a pesar de ello, revelando una segunda causalidad en el presente visible de las cosas, la despierta causalidad de la lejanía, inherente siempre a toda proximidad, aun a la más asible e inmediata. Y como para demostrar también esa sutil y lejana evidencia de una segunda causalidad, el jovencito se encontraba ahora, de pronto, sin que nadie supiera desde qué momento, a la cabeza de la escolta, y, como en un juego, blandiendo ligeramente una antorcha, que evidentemente había arrebatado al hombre más cercano, la empleaba como arma para abrir con ella un camino entre la multitud:  «¡Abrid paso a Virgilio!», gritaba alegremente y con descaro, «¡Abrid paso a vuestro poeta!», y aunque la gente se hacía a un lado sólo porque allí traían a uno que pertenecía al César o porque le resultaban extraños los ojos brillantes por la fiebre en la cara amarilla y oscura del enfermo, había que agradecer sin embargo al pequeño guía que al menos hubiera llamado su atención permitiendo así de algún modo el avance de la comitiva. Ciertamente hubo atascos contra los cuales nada podía ni el pícaro descaro del muchacho que llevaba la toga ni su encendida antorcha, y en estas demoras tampoco servía para cosa alguna el espectral aspecto del enfermo; por el contrario, el indiferente apartar de la mirada, al comienzo sólo defensivo, se transformaba en esas ocasiones en una abierta aversión hacia el desagradable espectáculo que llegó a convertirse en un murmullo entre tímido y belicoso, para el cual halló justa expresión un bromista, de tan buen humor como mala intención, con el grito:

 ... ¡Un hechicero! ¡El hechicero del César!

 —¡Se echa de ver, majadero —contestó gritando el jovencito—, que no has visto a un hechicero así en toda tu vida! ¡Es nuestro hechicero mayor, el máximo!

 Un par de manos se alzaron con los dedos extendidos para contrarrestar el mal de ojo, y una meretriz cubierta de afeites blancos, con una peluca rubia torcida sobre su calva cabeza, chilló hacia la litera:

 —¡Dame un filtro de amor!

 —Sí, entre las piernas y bien fuerte —añadió imitando su voz de falsete un joven semejante a un ganso y quemado por el sol, probablemente un marinero, y aferró por detrás con sus dos brazos llenos de tatuajes azules a la frágil y complaciente vocinglera—; un filtro así te lo puedo dar yo y con mucho gusto. ¡Eso te lo doy yo!

 —¡Abrid paso al hechicero, abrid paso! —ordenaba el jovencito que apartó con el codo al ganso y, rápidamente, decidido y en cierto modo por sorpresa, dobló hacia la derecha en dirección a un lado de la plaza; gustosos siguieron los portadores con el cofre del manuscrito; algo menos gustoso el sirviente-guardián; y siguieron a la litera los demás esclavos, todos igualmente arrastrados detrás del joven por una invisible cadena. ¿Adónde los llevaba, pues, el muchacho?, ¿de qué lejanía, de qué profundidad del recuerdo había emergido?, ¿qué pasado, qué futuro le determinaba?, ¿qué misteriosa necesidad?, ¿y de qué secreto pasado, a qué secreto futuro era transportado?, ¿no era más bien una permanente suspensión en el presente inconmensurable? Alrededor de él estaban las bocas que comían, las bocas que rugían, las bocas que cantaban, las bocas que admiraban, las bocas abiertas en los rostros cerrados; todas estaban abiertas, abiertas de par en par, munidas de dientes detrás de los labios rojos y morados y pálidos, armadas de lenguas; él miró hacia abajo sobre las redondas cabezas lanosas, musgosas, de los esclavos portadores, miró de costado sus mandíbulas y la piel llena de verrugas de sus mejillas, supo de la sangre que latía en ellos, de la saliva que tenían que tragar, y supo algo de los pensamientos que caen en estas máquinas de comer y trabajar, rígidas, torpes, desenfrenadas, y pasan, perdidos sí, pero imperecederos, delicados y sordos, transparentes y oscuros, cayendo gota a gota, gotas del alma; sabía de la nostalgia que no tiene paz ni siquiera en la sensualidad más dolorosamente libertina, innata en todos ellos, en el ganso como en su meretriz, insaciable nostalgia del hombre, que nunca se deja aniquilar, a lo sumo torcerse hacia lo perverso y adverso, sin dejar sin embargo de ser nostalgia. Alejado, y sin embargo indeciblemente cerca, suspenso por la vigilia, pero inmerso en todo lo oscuro, vio el embotamiento de los cuerpos sin rostro, vio cómo manaban semen y bebían semen, vio hincharse y endurecerse sus miembros; vio y oyó lo oculto en el subir y bajar de su celo ocasional, el júbilo salvaje, sordamente belicoso, de sus coitos y el marchitarse sabihondo de su envejecer, y casi fue como si todo esto, toda esta sabiduría le fuera comunicada a través de la nariz, respirada con el vaho aturdidor en que yacía lo visible y lo audible, inspirada juntamente con el múltiple vaho de las bestias humanas y de su forraje buscado diariamente en común, por ellas diariamente englutido, mientras ahora que se había conquistado finalmente un camino entre los cuerpos y la muchedumbre finalmente se tornaba menos densa, como las luces que raleaban hacia el borde de la plaza, para perderse al final totalmente, embebiéndose en las tinieblas, su olor, aunque seguía flotando detrás, fue sustituido por el claro hedor a podredumbre de los depósitos de pescado que delimitaban aquí la plaza portuaria y estaban ya quietos y abandonados a esta hora de la noche. Dulzón y no menos descompuesto se agregaba también el olor del mercado de frutas, lleno de un hálito de fermentación, sin que pudiera distinguirse el perfume de las uvas rojizas, de las ciruelas amarillentas, de las manzanas doradas, de los higos subterráneamente negros, mezclado e imposible de distinguir por la putrefacción común, y las losas pétreas del empedrado brillaban resbaladizas de pulpas pisadas húmedas y sucias. Muy lejos estaba ahora el centro de la plaza detrás de ellos, muy lejos las naves en el muelle, muy lejos el mar, muy lejos, aunque no perdido para siempre; la gritería humana no era allí más que un lejano zumbido, y de la música de las fanfarrias ya nada podía oírse.

Pugliatti:

“Esta novela no se lee: se invoca. Broch encierra al poeta en su última noche, no para hacerlo morir, sino para dejarlo transmigrar. Virgilio se convierte en símbolo: no del Imperio, sino de la renuncia a toda forma. ¿No es acaso el gesto más político, negarse a publicar La Eneida?”

Méndez Limbrick:

“Sí, y es también un gesto demoníaco en su ambigüedad. La palabra poética en Broch se alza como un rito salvaje contra la estructura. Como en el vuelo de Pepe la Urraca, el mundo se queda suspendido en el instante en que el símbolo duda de sí mismo.”

🔮 Cierre ritual: “La sobremesa concluyó entre sombras y vino derramado. Broch no fue digerido, fue invocado. Pugliatti encendió su pipa, y yo salí al jardín, donde el olivo parecía susurrar en hexámetros. El próximo sábado, quizá venga Simone Weil… o el demonio de la sintaxis que habita en una página de Joyce.”

viernes, 18 de julio de 2025

ARCHIVO SECRETO DE LA LOGIA “La Alquimia de la Literatura y la Filosofía”

 


📜 ARCHIVO SECRETO DE LA LOGIA

“La Alquimia de la Literatura y la Filosofía”

Bitácora de las sesiones simbólicas celebradas en la Mansión de Cappelli Gualandi

Fecha y HoraTema ritualContertulios principalesObservaciones litúrgicas
001Viernes 18 de julio de 2025, 12:34 CSTEl Trivium medieval como arte de invocación infernalCappelli, Casasola, Byron, Enrico, BelfegorEl arte se presenta como ente incorruptible; primer eco del ritual
002Viernes 18 de julio de 2025, 13:10 CST¿Puede el arte salvar el alma o embellecer su condena?Todos los contertuliosEl arte se define como presencia ontológica no instrumental
003Viernes 18 de julio de 2025, 13:40 CSTEl arte como caleidoscopio y testigo eternoByron Deford y Belfegor en diálogo profundoEl arte no puede ser poseído: se manifiesta pero no se entrega
004Viernes 18 de julio de 2025, 14:05 CST¿Qué es el arte?Jorge, todos los contertuliosEl arte como ente absoluto, numen sin voluntad ni juicio
005Viernes 18 de julio de 2025, 14:30 CSTReacciones individuales ante el ente llamado arteTodos los presentesEl arte no se comunica ni actúa, solo existe como umbral ontológico

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DE SOBREMESA Rayuela: los yerros del salto En colaboración: Dr. Enrico Pugliatti y J. Méndez-Limbrick

  Rayuela : los yerros del salto 1. El culto al caos disfrazado de libertad Cortázar propone una lectura no lineal, pero el “tablero de dire...

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