sábado, 5 de abril de 2025

Victoria Ocampo Diálogo con Borges




 Victoria Ocampo Diálogo con Borges  

BUENOS AIRES PRINTED IN ARGENTINA IMPRESO EN LA ARGENTINA Queda hecho el depósito que pre¬ viene la ley 11.723, © 1969, Editorial Sur, calle Viamonte 494, Buenos Aires. 

 VICTORIA OCAMPO Antes de hablarme de esta fotografía de sus antepasados, Borges, dígame cuál es el primer recuerdo de su infancia, JORGE LUIS BORGES No puedo precisar mi primer recuerdo, No sé si queda de este o del otro lado del río; si me viene del barrio de Palermo, en Buenos Aires, o de una quinta del Paso del Molino, en Mon¬ tevideo. Entreveo un cantero y un arco iris. 

 V. O. Hablemos de su familia. Usted se refiere a ella en sus poemas. El álbum que usted me ha mostrado lleva en las primeras páginas tres fotografías de mujeres. ¿Quién era Jane Arnett de Haslam, con un peinetón de carey y traje de baile? 7 Jane Arnett de Haslam /. L. B. Esa niña es una de mis bisabuelas. Había nacido en Staffordshire. Creo reconocer en sus rasgos los de Norah, mi hermana. Su familia era cuáquera. 

 V. O. ¿Quién era esa Carolina Haslam de Suárez reflejada en un espejo, esos espejos que lo alarmaron a usted y que están en sus poemas? J. L. B. Mi tía abuela, por el lado de mi padre. Perdió su fortuna y se dedicó a enseñar el inglés. Había sido muy linda. Una de sus discípulas fue Marieta Ayerza, que se acuerda siempre de Mrs. Suárez. Era una persona que me impresionaba mucho, no sé por qué. 

 V. O. No necesito preguntarle si Fanny Haslam 9 Carolina Haslam de Suárez de Borges era su abuela inglesa. ¿Hasta qué punto era inglesa? J. L. B. Lo era devotamente. Bajo el influjo de la obra de Sir Walter Scott, yo, de chico, le pregunté si tenía sangre escocesa. Me con¬ testó: “Gracias a Dios (thank goodness!) no tengo ni una gota de sangre escocesa, irlandesa o galesa”. Cuando estaba murién¬ dose, todos la rodeamos y ella nos dijo: “Soy una mujer vieja que está muriendo muy, muy despacio, No hay nada interesante o patético en lo que me sucedeNos pedía disculpas por su demora en morir. Leía y releía a Dickens, pero también a Wells y Arnold Bennett. En la reserva y en la cor¬ tesía de Ñor ah perdura Francés Haslam. 

 V, O. Junto a ella encontramos al coronel Francisco Borges Lafinur, su marido. ¿Qué sabe usted n Fanny Has larri de Borges Fanny Haslam de Borges (París, 1869-1870). de este militar y qué parentesco tenía con Juan Crisóstomo Lafinur? J. L. B. Era hijo de Carmen Lafinur, hermana de Juan Crisóstomo, acaso nuestro primer poeta ro¬ mántico. Nació en la plaza sitiada de Monte¬ video, durante la Guerra Grande, como los orientales le dicen. A ¡os quince años, militó en esa plaza, contra los blancos; después, en Caseros, bajo Urquiza; después, en el Para¬ guay, en Entre Ríos, en la frontera del Sur y en la del Oeste. Mitre estaba tramando una revolución; Sarmiento, entonces presi¬ dente, le preguntó a mi abuelo si podía con¬ tar con las fuerzas que estaban a sus órdenes, en Junín. Borges ¡e contestó: ( y el tango- milonga me gusta más que el tango-canción, que me parece deleznable. 

 V. O. En este álbum de familia veo un bebé y en otra foto un niño apoyado al respaldo de una silla -creo que han de ser su madre y su padre-; después los veo en otras fotos más grandecitos: ella con muchos moños en la cabeza, apoyada en una balaustrada, como se estilaba en las fotos de esa época; él en un bote de fotógrafo, remando en un mar de fotógrafo. ¿Se los puede usted imaginar a ellos cuando eran niños? J. L. B. No> me cuesta mucho trabajo reconocerlos en esa balaustrada y en esa navegación fotogrᬠfica que, además, habrá correspondido única¬ mente al instante en que se retrataron. 26 remando en un mar de fotógrafo” Leonor Acevedo de Borges Leonor Aceveclo de Borges. Borges, padre. V. o. Mire usted, a esta preciosa mujer vestida de negro con guante blanco: su madre. ¿Esta foto fue tomada antes o después de nacer usted? ¿Recuerda usted a su madre en el es¬ plendor de su juventud? J. L. B. Sí, creo recordarla así; sus amigas íntimas solían decirme: ((Pobre Leonor cita, no, le debía nada a la belleza”. Creo que mentían. V. O. Aquí están su padre y su madre. ¿Qué rasgos considera usted que ha heredado de esta joven pareja feliz? J. L. B. Ojalá hubiera heredado alguno. 31 Borges, niño. ("¿Qué sería ese libro?'’) V. o. ¿Teme usted haberlos hecho sufrir en alguna ocasión? J. L. B. Espero no haberlos defraudado demasiado, pero tengo -como todos los hijos~ muchos remordimientos. Sobre todo, el remordimien¬ to de haber sido, durante muchos años de mi vida, muy desdichado y haberlos apenado por eso. 

 V. O. ¿A qué jugaba usted a la edad en que se le ve sentado con un libro en la mano? ¿Qué sería ese libro? J. L. B. En lo que al libro se refiere, me lo puso en las manos el fotógrafo. En cuanto a los jue- 33 Borges, adolescente BorgeSj jovencito. gos, mi hermana Ñor ah era el caudillo. Me obligaba a escalar el vertiginoso molino de nuestro jardín de Palermo y a caminar por paredes muy altas y muy angostas. Yo la seguía porque no tenía el valor de decirle que estaba aterrado. 

 V. O. ¿Así que Norah era para usted una compa¬ ñera de juegos, de travesuras, y, como usted dicey el caudillo? J. L. B. Sí. Ahora es casi otra persona. Su f ir meza, sin embargo, es la misma y así lo demostró cuando estuvo, como usted, Victoria, en la cárcel. Quienes ahora la conocen no podrán creer que le gustaba mucho lo que los ingle¬ ses llaman practical jokes. Ha dejado la dia¬ blura y la travesura para ingresar en la be¬ nigna secta de los ángeles. V. o. Y usted ¿tenía ambiciones? ¿Ya se había despertado plenamente su vocación de escri¬ tor y de poeta, en su adolescencia? J. L. B. Sí, yo siempre supe, de algún modo, que se¬ ría un escritor. En cuanto a mis ambiciones, no sé si le he dicho alguna vez, Victoria, que cuando era chico se hablaba mucho de “ratés” -no se usaba la palabra “fracasados” sino la francesa “ratés”-; yo oía hablar de los “ra¬ tés” y me preguntaba con inquietud: “¿Lle¬ garé yo alguna vez a ser un ‘raté’?” Esa era mi máxima ambición. 

 V. O. Pues usted ha fracasado como “raté”. ¿Cuál fue su más grande deseo de adolescente: ser amado o ser famoso? 37 Casa de Carolina Haslam de Suárez, en Paraná, donde murió el padre de Borges. J. L. B. Nunca pensé en ser famoso y no sé si pensé en ser amado. Yo creía que ser amado hubie¬ ra sido una injusticia: no creía merecer nin¬ gún amor especial, y recuerdo que los cum¬ pleaños me avergonzaban, porque todos me colmaban de regalos y yo pensaba que no había hecho nada para merecerlos y que era una especie de impostor. 

 V, O, ¿Por qué sentía necesidad de escribir? ¿Qué lo atraía particularmente en la literatura en esos años? J. L. B. La pregunta inicial es de difícil o imposible contestación. En cuanto a la segunda, me atra¬ jeron sucesivamente la mitología griega, la mitología escandinava, el Profeta Velado del Khorassán, El Hombre de la Máscara de Hie- 39 rro, las novelas de Eduardo Gutiérrez, el Fa¬ cundo, las admirables pesadillas de Wells y Las Mil y Una Noches, en la versión de Edward William Lañe. No respondo del orden de esos amores. Dos amistades de aquel tiempo me han acompañado hasta ahora: Huckleberry Finn y el Quijote. 

 V. O. ¿Es usted, como diría Saint-Exupéry, “du pays de votre enfance”? ¿Se siente usted muy marcado por su infancia, como en mayor o menor grado lo estamos todos, sólo que unos tienen más conciencia de estarlo que otros? J. L. B. Intimamente soy el mismo de entonces. Ape¬ nas si he aprendido algunas destrezas. 

 V. O. Entremos ahora en lo que usted llama ((la casa primordial de la infancia”. ¿Cuál fue? 40 Casa de Paraná ]. L. B. Cronológicamentey la primera fue una casa baja y antigua de la calle Tucumán, entre Suipacha y Esmeralda. Tenía, como todas, dos ventanas con su reja de hierro, el zaguán, la puerta cancel y dos patios. En el primero, que era de mármol blanco y negro, estaba el aljibe, con una tortuga en el fondo para pu¬ rificar el agua. En Montevideo, me dicen, el filtro era un sapo. La gente no pensaba que la tortuga purificaba e impurificaba el agua también. Recuerdo con más precisión la casa de la calle Serrano, en Palermo. Era una de las pocas casas de altos que había en esa calle. El resto de la edificación era de casas bajas y, si se puede llamar edificación, de terrenos baldíos. 

 V. O. La casa de Paraná, donde nació su padre, ¿la ha visto usted en sueños o en la realidad? 42 Calle Anchorena 1626 (1930-34). J. L. B. En sueños y en la realidad, pero como la he visto muchas veces en una fotografía, creo que la imagen que tengo es la de la fotogra¬ fía, no la de la casa que vi cuando fui a Entre Ríos. Como en el caso de tantos ami¬ gos, me entristece pensar si mi recuerdo de Güiraldes es verdaderamente un recuerdo de Güiraldes o si lo he reemplazado por el re¬ cuerdo de su fotografía. La fotografía se fija más fácilmente en la memoria porque está inmóvil; en cambio, cuando uno ve a una persona esa persona está cambiando conti¬ nuamente. 

 V. O. ¿Qué colores, qué sonidos, qué voces recuerda usted de este jardín de la calle Anchorena 1626 que vemos en esta foto? Ñor ah, su her¬ mana, piensa en colores y en formas. Cuando era muy jovencita me preguntó una vez: u¿Qué le gusta más, una rosa o un limón?” ¿En esto se parece usted? 44 Anchorena 1626. (. . . subían por esta escalena . . .) /. L. B. No, absolutamente nada. Yo no puedo decir, como Théophile Gantier, que “je suis quelqu’un pour qui le monde visible existe”. Yo pienso más bien de un modo abstracto o afectivo, pero no en formas o en colores como mi her¬ mana. Yo no sé muy bien si las personas a quienes trato son rubias o morochas; es ver¬ dad también que mi creciente ceguera ha colaborado en ese mundo abstracto en que estoy. 

 V. O. ¿Quiénes subian por esta escalera de la calle Anchorena? ¿Recuerda usted? ]. L. B. Sí, recuerdo a nuestro William Blake (Xul- Solar), recuerdo a Macedonio Fernández -una de las personas que más me han impresionado en la vida, menos por su obra escrita, que 46 El Colegio de Ginebra. encuentro ahora un poco intrincada e inextri¬ cable, que por su diálogo-; Macedonio Fernán¬ dez fue el mejor conversador que he conocido en mi vida y -lo cual parece incompatible- el más lacónico también. Uno podía estar dos o tres horas con él. Macedonio hacía tres o cua¬ tro observaciones dichas en voz baja y, por modestia, en tono interrogativo y esas tres o cuatro tímidas preguntas de Macedonio Fer¬ nández resplandecían después en el recuerdo, quedaban para siempre en nuestra memoria. Me acuerdo también de Alvaro Melián Lafi¬ nar, mi primo; y -desde luego- de mis padres. Creo que no tengo otros recuerdos muy inme¬ diatos de esa época. 

 V. O. ¿Recordaba usted ya con fervor a su Buenos Aires cuando era alumno de este colegio de Ginebra que Ñor ah pintó con techos rojos? J. L. B. Sí, pensaba siempre en Buenos Aires. En casa teníamos algunos libros argentinos: el Facundo, 48 “, . .en que su padre y su madre lo miran a usted y se miran en usted...”. La quinta de Adrogue (pintura de Norah Borges). los tres volúmenes de Ascasubi, el Martín Fie¬ rro, Siluetas Militares de Eduardo Gutiérrez y el Juan Moreira. Yo estaba muy orgulloso de que en esa novela se hablara de mi abuelo Borges aunque, naturalmente, hubiera prefe¬ rido ser nieto de Moreira y no de Borges. También Misas Herejes que Evaristo Carriego había dedicado a mi padre. No quiero olvidar el Lunario Sentimental de Lugones y Las Montañas del Oro. Leía y releía esos libros, porque sentía que me ataban a la patria. No debe deducirse de mis nostalgias que no sin¬ tiera,, y que no siga sintiendo, un gran amor por la ciudad de Ginebra. 

 V. O. Esta instantánea suya y de sus padres en la avenida Quintana, en que su padre y su ma¬ dre lo miran a usted y se miran en usted, me figuro, y en que usted los mira a ellos, ¿de qué amistades fue contemporánea? J. L. B. La primera visita con la cual usted nos honró, 50 Avenida Quintana 222 (1924-30). “Al pensar en A drogué, no pienso en el Adrogué actual deteriorado por el progreso . . Victoria, fue en esa casa, hoy desaparecida, de Quintana y Montevideo. En esa casa Ri¬ cardo Güiraldes nos dejó su guitarra cuando, por penúltima vez, se fue a París con Adelina. 

 V. O. Supongo que Adrogué era para usted lo que San Isidro para mí, ¿no es así? Descríbame un poco ese lugar donde han veraneado tan¬ tos años. /. L. B. Al pensar en Adrogué, no pienso en el Adro¬ gué actual deteriorado por el progreso, por la radiotelefonía y las motocicletas, sino en aquel perdido y tranquilo laberinto de quin¬ tas, de plazas, de calles que convergían y divergían, de jarrones de mamposterja y de quintas con verjas de fierro. En cualquier lugar del mundo en que me encuentre, basta el olor de los eucaliptos para que yo vuelva a ese Adrogué perdido que ahora sólo existe en mi memoria y, sin duda, en tantas memorias. 53 “...basta el olor de los eucaliptos para que yo vuelva a ese A drogué perdido . . ” Casa posterior de la Avenida Quintana 263. 

 V. o. Hábleme de su padre. Me gustaría que usted me dijera qué literatura le gustaba y cómo era el hombre, el que usted ha visto y cono¬ cido. J. L. B. Era muy inteligente y, como todos los hom¬ bres inteligentes, muy bondadoso. Era discí¬ pulo de Spencer. Alguna vez me dijo que me fijara bien en los uniformes, en las tropas, en los cuarteles, en las banderas, en las Iglesias, en los curas y en las carnicerías, porque todo eso estaba a punto de desaparecer y yo po¬ dría contar a mis hijos que había sido testigo de tales cosas. La profecía no se ha cumplido aún. Era tan modesto que hubiera preferido ser invisible. Muy orgulloso de su inmediata sangre sajona, solía bromear sobre ella. Nos¡ dijo con aparente perplejidad: “No sé por que se habla tanto de los ingleses. ¿Qué son, al fin y al cabo? Son unos chacareros alemanes”. 55 Los dioses de su idolatría eran Shelley, Keats, Wordsworth y Swinburne. La realidad de la poesía, el hecho de que las palabras puedan ser no sólo un juego de símbolos sino una magia y una música, me fue revelada por él. Cuando recito ahora un poema, lo hago, sin proponérmelo, con la voz de mi padre. Solía decir que en este país el catecismo ha sido reemplazado por la historia argentina. Des¬ confiaba del lenguaje; pensaba que muchas palabras encierran un sofisma. Los enfermos creen que van a sanar -nos decía-, porque los llevan a un sanatorio. En la revista Nosotros pueden buscarse algu¬ nos admirables sonetos suyos, un poco a la manera de Enrique Banchs. Ha dejado una novela histórica, El caudillo. Escribió y des¬ truyó varios libros. Dictó en inglés una cáte¬ dra de psicología en el Profesorado de Len¬ guas Vivas, en la calle Esmeralda. 

 V. 0. ¿En cuál de sus poemas o de sus cuentos ha soñado al asomarse a este balcón? 56 J. L. B. No sé. Si el balcón es de nuestra primera casa en la avenida Quintana, habrá sido en algún poema. Porque -aunque a mí me gus¬ taban mucho los cuentos- pensaba entonces que no era digno de escribir cuentos, tarea demasiado compleja para mí. Ahora, si se trata de nuestra casa de Anchorena, entonces habré estado pensando en el cuento uLas ruinas circulares”. Pasé una semana escribién¬ dolo. Durante esa semana iba a trabajar en una biblioteca de Almagro, iba al cinemató¬ grafo alguna vez, veía a mis amigos, pero todo eso era como si ocurriera en un sueño, porque yo estaba viviendo mientras tanto, como no he vivido ninguna obra literaria ni antes ni después, ((Las ruinas circulares”. 

 V. O. ¿Cree usted que algo de las personas que han vivido en una casa perdura en ella, que algo queda como flotando en ella, que todas las casas 57 -en mayor o menor grado- están “haunted”, “hantées”? ¿Y por qué no existirá esta pala¬ bra “haunted” en español? ¿Es que ningún es¬ pañol o ningún hispanoamericano ha sentido necesidad de inventarla? J. L. B. Estoy plenamente de acuerdo con usted. Creo que palabras como “haunted”, “uncanny”, “eerie”, no existen en otros idiomas porque la gente que los habla no ha sentido nece¬ sidad de inventarlas, como usted dice. En cambio, tenemos en inglés o en escocés la palabra ‘uncanny” y en alemán la palabra análoga “unheimlich” porque esa gente ha necesitado esas palabras, porque esa gente ha sentido la presencia de algo sobrenatural y maligno a la vez. Creo que los idiomas co¬ rresponden a las necesidades de quienes los hablan, y si a un idioma le falta una palabra es porque le falta un concepto o, mejor dicho, un sentimiento. 58 

 V. o. Hay también otra palabra intraducibie; por lo menos yo no le encuentro traducción. A ver si usted la encuentra: “wistful”. J. L. B. Noy no encuentro traducción. Sólo meras aproximaciones como “nostálgico”, “anhelan¬ te”, pero ninguna de ellas corresponde a “wistful”. Además, hay algo en el sonido de esa palabra, en la respiración de esa palabra} en su entonacióny que corresponde a lo que significa. 

 V. O. ¿Se siente usted wistful al pensar en Adro¬ gué? ¿Lo recuerda usted wistfully? J. L. B. Sí. Lo mismo me sucede con otros sitios. 59 Borges a orillas del río V. o. ¿Ubicaría usted Ja acción de su cuento El Muerto a orillas de este río uruguayo donde lo veo a usted retratado? J. L. B' Sí, Lo imaginé ahí, pero la historia podría trasladarse a cualquier frontera y no corres¬ ponde necesariamente a las márgenes del Arapey. 

 V. O. ¿Cómo imaginaría en film ese cuento suyo en que se ha inspirado un productor norte¬ americano? Creo que se va a hacer un film con El Muerto, ahora. J. L. B. Sin exceso de vanidad, creo que puede ha¬ cerse un buen “Western” con ese cuento. Al 61 El mate ÉgliSl decir un buen “Western”, no tengo el menor propósito despectivo. Creo que en un tiempo en que los escritores han olvidado que una de sus obligaciones, o una de sus vocaciones, es lo épico, el “Western” ha salvado lo épico para el mundo. Es decir, el “Western” ha sa¬ tisfecho en todas las latitudes esa necesidad de la epopeya que es uno de los rasgos más nobles del alma humana. 

 V. O. ¿Sabe usted a quién pertenecía el mate que vemos en una fotografía de la sala de la ave¬ nida Quintana? J. L. B. Sí. Ese mate que tiene, creo, una especie de trípode de serpientes, lo trajo mi bisabuelo Suárez de sus campañas en el Perú. Trajo también una palangana de plata, que colgaba del arzón del caballo. 

 V , o. Recuerdo perfectamente que Ricardo y Ade¬ lina Güiraldes me llevaron a la casa de la avenida Quintana -que no se llamaba “aveni¬ da” en esa época, me parece. Era la época de Proa. Cuénteme algo de su intervención o de lo que recuerda de aquella revista. J. L. B. Inevitablemente voy a repetir una anécdota. Hacia 1924y Brandan Caraffa me llamó por teléfono. Me dijo quey con Ricardo Güiraldes y Pablo Rojas Paz, habían decidido fundar una revista que representara a la nueva ge¬ neración literaria y que todos habían dicho que en esa revista no podía faltar yo. Me sentí comprensiblemente halagado; esa noche fui al Hotel Fénix en San Martín y Córdoba, donde se alojaba Güiraldes. Me recibió con estas palabras: “Brandan me ha dicho que antenoche se reunieron ustedes para fundar una revista literaria de jóvenes y que todos dijeron que en tal revista no podía faltar yo”. En eso entró Pablo Rojas Paz. Nos saludó y 64 REVISTA DE RENOVACION LITERARIA Revista “Proa”. Ñor ah Borges nos dijo con emoción: “Estoy muy halaga¬ do”. Lo interrumpí y le dije: “Antenoche nos reunimos los tres y resolvimos que en una revista literaria de jóvenes, no podía faltar usted”. Así, por obra de una estratagema inocente, Proa surgió. Para el primer número -quinien¬ tos ejemplares en papel pluma, de ciento veinte páginas-, cada uno entregó la suma, onerosa para mí, de cincuenta pesos. 

 V. O. Ñor ah, que algo tiene de Ofelia en esta fo¬ tografía, ha vivido y crecido junto a usted. ¿Cree usted que en su pintura se refleja al¬ guna característica de los antepasados que están en el álbum, o que los guerreros se han convertido en ángeles para ella? ¿Podría No- rah pintar guerreros y usted describir ángeles? J. L. B. No. Creo que los guerreros pintados por Norah serían mansísimos y benévolos. Y en cuanto a 67 En la vieja rambla de Mar del Plata: Adolfo Bioy Casares, Victoria Ocampo y Jorge Luis Borges. Borges con Silvina Ocampo. Borges con Adolfo Bioy Casares. míy me juzgo indigno de tratar de ángeles. Pero en cuanto a antepasados, creo que en Norah puede haber algo de los pastores pro¬ testantes del lado inglés de mi familia más que de los militares argentinos u orientales.

 V. O. Aquí lo veo con mi cuñado Bioy Casares. Le contaré una anécdota que tal vez no sepa. Cuando Adolfito era casi un adolescente, su madre, Marta, preocupada por su naciente vocación de escritor, me preguntó con quién podría ponerlo en contacto, quién podría ser su guíaf un amigo para él. Contesté: Borges. Por lo visto no me había equivocado. En aquella época mi hermana Silvia pintaba. Ella y Norah eran amigas mucho antes de casarse, Silvia con Adolfito y Norah con Guillermo. ¿Desde cuándo tiene usted amistad con los Bioy? J. L. B. Usted me pregunta algo muy difícil porque no sé nada de fechas. Lo que sé es que Adol- 70 fito y yo nos hicimos amigos una tarde en que él me llevó a casa desde esta casa de San Isidro en que ahora conversamos. Creo que hemos ejercido una influencia mutua. Siempre se piensa que el mayor influye más en el menor, pero creo que si yo le he enseñado algo a Adolfito, él me ha enseñado mucho más. No de un modo directo -las cosas que se enseñan directamente suelen ser inútiles sino de un modo indirecto. Adolfito me ha llevado a una mayor sencillez; a un desdén del barroquismo; en suma, el joven Adolfo Bioy Casares ha sido un maestro, digamos clásico, del ya viejo Jorge Luis Borges. 

 V. O. ¿Cómo se les ocurrió aquello de Bustos Domecq? J. L. B. Yo no quería colaborar con él; me parecía que una colaboración era imposible, y una ma¬ ñana él me dijo que hiciéramos la prueba: yo iba a almorzar a casa de él> teníamos dos horas libres y teníamos ya un argumento. Empezamos a escribir y poco después, esa misma mañana, ocurrió el milagro. Empeza¬ mos a escribir de un modo que no se parecía ni a Bioy ni a Borges. Creamos de algún modo entre los dos un tercer personaje, Bustos Domecq -Domecq era el nombre de su bisa¬ buelo, Bustos el de un bisabuelo cordobés, mío- y lo que ocurrió después es que las obras de Bustos Domecq no se parecen ni a lo que Bioy escribe por su cuenta ni a lo que yo escribo por mi cuenta. Ese personaje exis¬ te, de algún modo. Pero sólo existe cuando estamos los dos conversando. 

 V. O. Esta tapicería de Ñor ah, La Pasión, ¿corres¬ ponde en alguna forma con algo de lo que usted ha escrito, con algún Jardín de sende¬ ros que se bifurcan? ]. L. B, No. Corresponde a una época en que Norah no buscaba la pintura tranquila, angelical; 72 Tapicería de Norah Borges corresponde a la época en que Norah, bajo el influjo del expresionismo alemán, era una dibujante y pintora muy vivida, muy movida y muy trágica, por inverosímil que esto pa¬ rezca.

 V. O. En un magnifico poema, el de uLos Donesyy, nombra usted a Groussac. ¿Qué ha significado para usted? Groussac tenía un espíritu muy distinto del suyo, y usted dice en este poema: i(¿Cuál de los dos escribe este poema?" ¿En qué forma se identifica usted con alguien que en nada se le parece? 

 J. L. B. Creo no parecerme a Groussac, pero querría que mi prosa se pareciera a la suya. La prosa de Groussac y la de Alfonso Reyes, nuestro amigo, son las más admirables de nuestra len¬ gua, las que fluyen mejor. La de Quevedo y la de Saavedra Fajardo pecan de rigidez. La de Lugones es demasiado self-conscious. 74 alta de la escalera: Francisco Romero, Eduardo J. Bullrich, Guillermo de Torre, Pedro Henríquez Ureña, Eduardo Mallea, Norah Borges y Victoria O campo. En la escalera: En¬ rique Bullrich, Jorge Luis Borges, Oliverio Girondo, Carola Padilla, Ramón Gómez de la Serna. Detrás de la escalera: Ernest Ansermet. Sentada en la escalera: María Rosa Oliver. 

 V. o. He encontrado dos fotografías en que lo vemos a usted en Sur. Una es la de un Sur que aún no se había publicado, creo. Fue tomada en mi casa de Rufino de Elizalde, Estamos en la escalera. Ahí estaban reunidos Pedro Henríquez Ureña, Mallea, Ñor ah, María Rosa 01 iver, A n- sermet, Ramón Gómez de la Serna, Oliverio Girondo, Eduardo Bullrich, Guillermo de Torre. ¿Recuerda usted el día en que fue tomada esta foto? Fue casi el de la primera reunión del Comité de Colaboración de Sur. /. L. B. Recuerdo que sentía que ustedes habían co¬ metido un error, un generoso error, al incluir¬ me. También recuerdo, pero no sabría precisar el tema, una larga conversación con el irónico y benévolo Pedro Henríquez Ureña. V. O. 

 Después hay otra foto, la última, que fue to¬ mada en la calle Tucumán, antes de volver Sur  O aq a la esquina de San Martín y Viamontey a la casa nueva. Era para festejar no sé qué ani¬ versario de la revista. Ahora, con el Indice General se festejaron sus 35 años. Esta revis¬ ta que ha durado tanto, tal vez demasiado, ¿cree usted que para algo ha servido? /. L. B. Sur es uno de los acontecimientos más im¬ portantes de la cultura argentina. Su influjo ha sido del todo benéfico. Uno de los mejo¬ res rasgos del alma argentina es la generosa curiosidad por lo que ocurre no sólo aquí, sino en cualquier lugar del planeta. 

La mo¬ destia de nuestra tradición nos obliga a ser menos provincianos que los europeos. Tam¬ bién podríamos decir que nuestra tradición es todo el pasado, más allá de los límites de un idioma o de una sangre. Creo que todos los argentinos, aunque no lo sepan o aunque se resistan a declararlo, tienen con Sur una inagotable deuda de gratitud. 78 Jorge Luis Borges en “imilla O campo'’, San Isidro, el día en que se recibió allí a Sir Julián Huxley, director general de la UNESCO. De izquierda a derecha: El Conde de Sieyes, Jorge Luis Borges, Condesa Cuevas de Vera, Rafael Alberti, Antonio López Llausás. En “Villa Ocampo”, San Isidro, con la actriz Helen Hayes. De izquierda a derecha: Sra. de X., Victoria Ocampo, Helen Hayes, Angélica Ocampo, Jorge Luis Borges, Eduardo Mallea. V. o. Revolviendo papeles he encontrado otra foto, que usted no conoce. La voy a incluir en el libro. Es una foto tomada aquí, en Villa Ocam¬ po, en el hall, cuando vino a Buenos Aires Sir Julián Huxley, Director General de UNESCO. Era en la época del dictador. Yo había reci- bido una carta de Huxley pidiéndome que in¬ vitara a mis amigos escritores, profesores, científicos, para conocerlos. Así lo hice. Entre ellos estaba el profesor Houssay. La víspera de esta reunión casi se quemó la casa. Dos salas del primer piso quedaron totalmente destruidas por las llamas. Una de ellas era la biblioteca donde estaban los libros de mi padre. En el hall nos tuvimos pues que reunir y allí se le ve a usted con otros amigos, entre ellos Rafael Alberti. En el fondo aparece el retrato de mi bisabuelo Manuel Ocampo, el amigo de Sarmiento, pintado por Prili- diano Pueyrredón. Creo que no hubiera des¬ aprobado lo que se dijo esa noche. No sé si se acordará usted que esa visita a mi casa le costó a Julián Huxley el que no lo reci¬ biera el dictador. Visitarme y verse con las 80 \ personas que yo invitaba (usted, Houssay, Mallea, Henríquez Ureña, Romero, etc.) era un pecado grave, digno de castigo. /. L. B. Quizá más justo hubiera sido decir que esa visita lo salvó a Julián Huxley de una entre¬ vista con el dictador. 

 V. O. Tengo otra foto tomada aquí, en Villa Ocam¬ po, cuando vinieron a almorzar usted y Mallea con la gran actriz norteamericana Helen Hayes. ¿Qué es lo que más le gusta del teatro? J. L. B. Prefiero la lectura del teatro al espectáculo teatral, salvo en el caso de O’Neill. ONeill leído me parece deleznable; representado, ha llegado a estremecerme, a conmoverme pro- 81 En la Embajada de Francia, Buenos Aires, Jorge Luis Borges y Victoria Ocampo, Co¬ mendadores de Artes y Letras. De izquierda a derecha: Jorge Luis Borges, S. E. el Sr. Ministro de Educación y Justicia de la Nación, D. Alberto Rodríguez Galán, Victoria Ocampo y S. E. el Sr. Embajador de Francia en la Argentina. fundamente. Al pensar en el teatro hay dos nombres que acuden inmediatamente a mi memoria: el nombre de Ibsen, a quien espero leer alguna vez en el original, y el nombre de Bernard Shaw. The rest is silence.

 V. O. Y ya que estamos hablando del teatro, dígame un poco lo que el cinematógrafo ha significado para usted, si es algo que realmente le gusta y frecuenta. J. L. B. He sido espectador del cinematógrafo, Ahora soy más bien un oyente, Me gustaría rever los films de gangsters de Joseph von Sternberg, aquellos en que Bancroft y Fred Kohler se mataban sin fin. También he frecuentado Ser o no ser, El espectro de la rosa, El gran jue¬ go, Una noche en la ópera, Psicosis, Vértigo, Ninoshka, Amor sin barreras, El coleccionista, A la hora señalada, Khartoum... Sé que en las listas lo que más se nota son las omisiones. 83 En Londres: Borges y su madre, Leonor Acevedo de Borges Prefiero, en general, los films americanos o ingleses. 

 V. O. Si pudiera usted soñar otra vez su vida -pues no sólo se vive la vida, se la sueña-, ¿en qué época se detendría con preferencia: en la ni¬ ñez, en la adolescencia, en la edad madura? J. L. B. Me gustaría detenerme en este día de 1967. Borges, Jorge Luis Diálogo con Borges  Ha escrito Victoria Ocampo en uno de sus libros: “Cuando desde lo alto de la vida miramos, absortos, el pasado que ha crecido detrás de nosotros y se extiende hasta perderse de vista; cuando miramos hacia un porvenir forzosa aunque invisiblemente limitado, cada cosa parece cobrar su valor real. El tiempo no nos permite ya uria equivocación, una infidelidad a nosotros mismos. Ahora Victoria Ocampo inicia una aventura singular: se propone suscitar en los demás esa fidelidad implacable con respecto a sí mismos. Victoria inicia una apacible conversación con Jorge Luis Borges, frente a un grupo de fotografías que les sirve a ambos de punto de partida para emprender el viaje hacia la recuperación de una vida, de una ciudad, de una época, “óSe siente usted marcado por su infancia, como en mayor o en menor grado lo estamos todos, sólo que unos tienen más conciencia de estarlo que otros?”, pregunta Victoria. Y Borges responde: "Intimamente, soy el mismo de entonces. Apenas si he aprendido algunas destrezasV La conversación no se propone, por cierto, enumerar tales destrezas: rebasa el ámbito de lo escuetamente literario, porque lo que ambos interlocutores desean es encontrar la cifra última que compendia al individuo íntegro. En su poema Arte poética”, Borges sentenciaba: "A veces en las tardes una cara / nos mira desde el fondo de un espejo; / el arte debe ser como ese espejo / que nos revela nuestra propia cara.” Tal es el propósito que encamina el diálogo entre estos dos grandes escritores argentinos: dar con ese reflejo cuyo fulgor proviene de los rasgos del yo más verdadero, y también de los rasgos de tantas otras personas fundidos en la histeria íntima, intransferible, de cada ser humano.

viernes, 4 de abril de 2025

Autobiografía III Figuras Simbólicas Medida de Francia Sur y Cía. OCAMPO VICTORIA.

 





JUSTIFICACIÓN 

 Hace casi veintisiete años que recibí la última carta de Victoria Ocampo. Ella, sin embargo, todavía tuvo tiempo para escribir algunas más en aquellos típicos papeles celestes, que después, invariablemente, mandaba por correo expreso. Las últimas, penosamente manuscritas, fueron el pésame enviado a la viuda de Roger Caillois, Aleña, y una dolida misiva a Yvette, la pri mera mujer de Caillois, por quien Victoria sentía gran afecto. Ambas es tán firmadas el 11 de enero de 1979. Caillois, veintitrés años menor que V. O., la precedió sólo dieciséis días en cruzar el umbral definitivo. Victoria no solía fechar sus cartas, pero el matasellos del sobre indi caba cuándo fueron enviadas. Aquella carta, dirigida a mí, empieza : “Lunes, tres de la mañana, habitual insomnio”. 

Del cáncer que la había cercado, con terribles dolores, desde 1963, no habla. Con pudor, con dignidad, no alude a su enfermedad. Probablemente consideraba que los sufrimientos no constituyen un mérito sino una desgracia y las desgra cias se soportan pero no se exhiben. 

 Ella mostró en su Autobiografía las vivencias del primer medio siglo de su vida. La escribió en seis tomos y dejó precisas instrucciones acer ca de cuántos años debían pasar después de su muerte para darlas a la imprenta. Por supuesto, no se cumplieron sus deseos y diez u once me ses después de su desaparición se publicó el primero de los seis tomos que componían sus memorias. 

Pero esta premura fue una suerte para sus lectores. Victoria empieza con la historia de nuestra propia aventura, la de narrar el nacimiento de la patria, tan ligada a su propia familia, hasta el amor que colmó su vida con la apasionada relación que la unió a Julián Martínez , primo de su marido. Pocas veces en nuestra literatura se en cuentra una novela de amor y celos tan atractiva como la que ella escri bió, embriagada y sumergida en una pasión que, siendo maravillosa, la llenaba de culpas, pese a estar separada ya de su marido. 

El breve ma trimonio con Bernardo de Estrada (a trece o catorce meses del casamien to, vivían física y espiritualmente alejados el uno del otro) la arrastró a una catástrofe más que a un fracaso. Con Julián, dedicada a él, entrega da a la felicidad de compartirlo todo; las lecturas, los días, el aire, la luz del otoño en las hojas de los árboles, la luna entrevista sobre las nubes de un horizonte de agosto, el calor de las manos unidas en la oscuri dad... 

Con él, como refugio y alegría, transcurrieron los mejores años de su juventud. Fueron casi tres lustros que en su Autobiografía palpi tan, más allá del tiempo y del olvido, como vividos ayer... El prefacio que inaugura el primer tomo termina justificando esta Autobiografía inigualable. Habla de su vida y de sus sueños de llevar adelante SUR, editorial y revista, de lograr los derechos civiles para la mujer, tan relegada y encerrada; de buscar la paz y el amor entre los su cesos de los pueblos a través de la educación como meta. Habla de sus amigos, de Tagore, de Ortega, de Drieu La Rochelle, del desafortunado conde de Keyserling, de Ansermet, del Príncipe de Gales que perdió la corona por amor, de Güiraldes, de María de Maeztu... Habla, en fin, de sus búsquedas e ilusiones, y dice: ...“viviendo mi sueño traté de justifi car mi vida. Casi diría de hacérmela perdonar”. La justificación de su vi da la ve en la creación de la revista y de la editorial SUR y en la super vivencia de ambas. En el sexto tomo de la Autobiografía, Victoria asegura que desde 1931, cuando nace SUR, “mi historia personal se confunde con la his toria de la revista. Todo lo que dije e hice (y escribí) está en SUR y se guirá apareciendo mientras dure la revista”. 

 En ese último tomo, cuando la autora cierra su cuaderno de notas, advierte: “No sé si me sobrevivirá (se refiere a la revista). Tampoco sé si alguna vez agregaré algo a estas Memorias. Ahora no. San Isidro, prima vera de 1953”. Y no escribió nada más. Su Autobiografía apareció en seis tomos entre 1979 y 1984 y luego la edición se agotó y la mayoría de nosotros sólo tiene fotocopias . Hoy, cumpliendo con una promesa hecha a nosotros mismos y al es píritu de esa inigualable mujer del siglo XX, que ha inspirado toda nues tra labor, la Fundación Victoria Ocampo recupera la Autobiografía, agrupando los seis libros que la componen en tres volúmenes. 

Nunca sabremos si Victoria agregó algo más a sus Memorias como señaló en la lejana primavera de 1953. Probablemente, no quiso hablar de sus penas, de las pérdidas sucesivas con que nos castiga el tiempo, de los aspectos sórdidos que significan la cárcel, la enfermedad, el dolor. No quiso exhibir sus llagas. Pero, ¡qué importan los sufrimientos con que nos castiga el solo hecho de existir! Importan, sí, la dignidad de su vida, su sentido ético y el entrañable estilo con que nos cuenta las vici situdes de su grandiosa labor a favor de la cultura. Todo eso está aquí, esperándonos. Compartamos con ella la aventura. 

 María Esther Vázquez

jueves, 3 de abril de 2025

AL MARGEN DE BORGES por LISA BLOCK DE BEHAR

  


AL MARGEN DE BORGES por LISA BLOCK DE BEHAR 

PRESENTACIÓN Se reúnen aquí diversas observaciones anotadas a partir de las recurrentes lecturas de las páginas de Borges. Son anotaciones al margen: algunos análisis, aproximaciones teóricas o interpretativas que se multiplican al margen de sus textos, los más conocidos (sus cuentos, sus ensayos, sus poesías, sus citas más frecuentes), algunos menos conocidos, páginas que no se volvieron a, editar (las inquisiciones a las que el propio Borges sometía a sus propias Inquisiciones y a otras publicaciones de entonces), algunos inéditos.

 Otras anotaciones, en cambio, se desarrollaron al mar gen de esos textos, y, en consecuencia, parecería que no se hubiera intentado abordarlos: consideraciones sobre las teorías de la recepción estética, las estrategias de la representación, las visiones de la crítica, las divisiones de la crítica y, en primer lugar, el tema de las notas y los prólogos, los márgenes del texto. Sin embargo, y a pesar de la naturaleza diferente que se señala en estos escritos, tonto a un margen como al otro, siempre se está al margen de Borges; ya no hay lectura ni escritura que pueda sustraerse a la marca (otro margen) que Borges imprime. Es por eso que todo texto, lo aborde o no, se inscribe al margen de Borges.

 La iniciativa de publicar estos escritos marginales sur gió en circunstancias del Primer Encuentro Internacional en Homenaje a Jorge Luis Borges que tuvo lugar durante la Décimo Tercera Exposición Feria Internacional de Buenos Aires, abril de 1987, un acontecimiento donde argentinos, otros latinoamericanos, españoles, estadounidenses, franceses, italianos, un griego, un turco, un ruso, un chino, un israelí, en hebreo, un suizo que celebraba haber sido reconocido como compatriota por este argentino quien, entre sus estrategias de universalidad, también solía considerarse tan oriental como Ireneo Funes. 

Escritores y académicos analizaban aspectos de su obra y citaban sus textos, citas que continúan siendo el constante encuentro con Borges: una repetición textual y, por lo menos, dos que se encuentran, los dos sentidos que la privilegiada ambivalencia de cita se reserva en es pañol. Sin duda se verificaba entonces un Borges de Babel, en todos los idiomas pero, a diferencia de las célebres dis persiones de su precedente bíblico, las disparidades idiomáticas no impedían la consolidación de una comunidad literaria, al contrario, el interés por Borges la constituía y extendía. Borges configura el lugar común donde las diferencias coinciden: donde las diferencias inciden y, semejantes, se suspenden.

 En El tamaño de mi esperanza —el título de Borges replica El tamaño del espacio, un pequeño volumen que Leopoldo Lugones había escrito unos afios antes sobre temas de matemáticas —Borges anhela acceder, por la invención de una especie verbal propia, a la singularidad de cada lugar (en el espacio), de cada tiempo (en la espera, la esperanza), a una propiedad idiomática diferente, una lengua propia (eso es un idioma originalmente) que su piera recordar, más allá de la convención del signo y su doble arbitrariedad, la irrepetibilidad de cada circunstancia particular, un nombre que se apropiara al/del aconteci miento que denomina. 

Aun sabiendo de "lo utópico” de sus ideas, Borges confiaba en esa época en que “el tama ño del porvenir no sería menos amplio que mi esperan za”. Son sus palabras de entonces. Desde hace tiempo, cada vez con mayor certeza, se puede afirmar que es en el propio Borges donde se radican sus utopías, el texto donde lo inmediato y lo universal se confunden. 

Entre sus páginas, una celda de Praga limita con un zaguán de Tacuarembó, una vereda del Paso del Molino o una cuchilla de Fray Bentos con un arrabal de Buenos Aires o un suburbio de Dublín. Un par de años atrás, la municipalidad de Ravena citaba la “Historia del guerrero y la cautiva” (El Aleph), como parte de la historia de Ravena en el gran cartel que anunciaba monumentalmente el Mausoleo de Teodorico, a la entrada de San Vítale. Hace unas semanas en Lieja y luego en Montevi deo, el director italiano de un teatro danés partía de “El muerto” (El Aleph) para convocar en su Evangelio a An- tígona, Juana de Arco, Sabbatai Zevi, varios cangacei- ros, a Cristo. Tantos poetas, tantos teóricos se ocupan de la imaginación de Borges, que la imaginación de Borges ha ocupado el mundo. En 1928, en El idioma de los argentinos, Borges decía que el tiempo es una delusión; gracias a su visión —una visión contradictoria la suya— también el espacio se in diferencia. Más que el autor de El Aleph, su obra con forma —Borges mismo— una suerte de aleph, la primera letra que abarca el universo inmenso, el desmedido aleph que se encuentra en todas partes. Desde esa conver sión literal y figurada, Borges ve toda la tierra y toda la tierra lo ve. Aun cuando esta totalidad fuera una parcialidad, igual vale.

miércoles, 2 de abril de 2025

Félix Martínez Bonati La ficción narrativa Su lógica y ontología




 Félix Martínez Bonati La ficción narrativa Su lógica y ontología 

 Nota a la presente edición La primera, agotada, edición de este libro fue publicada en 1992 por la Universidad de Murcia. He hecho un buen número de correcciones menores para la edición presente. A los datos bibliográficos que doy en la Nota Preli minar, debo agregar que otros dos de los capítulos del libro aparecieron también, con posterioridad a su publicación como artículos en castellano, en inglés: "The Act of Writing Fiction" en New Literary History, Spring, 1980, y "On Fictional Discourse", en el enormemente demorado homenaje a Lubo- mir Dolezel: Fiction Updated: Theories of Fictionality, Narratology, and Poetics, editado por C.A. Mihailescu y W. Harmameh, University of Toronto Press, 1996. 

 Agradezco cordialmente a Paulo Slachevsky y sus colaboradores en la Editorial LOM su interés y ayuda en este proyecto. Bremen, agosto de 2000 Nota preliminar En el prólogo a la primera edición de La estructura de la obra literaria (Ediciones de la Universidad de Chile, Santiago de Chile, 1960), prometí dos obras -una sobre la ontología de la ficción y otra sobre modalidades funda mentales de la representación narrativa. Años más tarde, en la nota preliminar a la segunda edición (Seix Barral, Barcelona, 1972), no libre aún de inmodera do optimismo, anuncié la inminente aparición de otro libro mío, escrito, por las circunstancias de su origen, en alemán: Fiktion und Darstellung (Ficción y representación), el cual, si hubiese aparecido, habría cumplido con buena parte de la promesa. Obstáculos varios, no pocos subjetivos, terminaron por anular esos proyectos. Fiktion und Darstellung no verá la luz pública, como tampoco mi disertación doctoral de 1956 (Zur Logik und Ontologie der literarischen Er- zahlung), con la que inicié mis estudios de teoría de la literatura. Hoy me inclino a apreciar positivamente aquellas frustraciones. 

Náufragos en el océano del papel, podemos dar un giro nuevo a la petición de Cide Hamete de que se le den alabanzas por lo que ha dejado de escribir. Sin embargo... Los temas de estos trabajos han seguido ocupándome, como han seguido incitándome a escribir los usos de la profesión universita ria y sobre todo el interés de colegas y estudiantes. A través de las últimas dos décadas, alternándolo con estudios sobre Cervantes y temas de la teoría de la interpretación, he tratado de dar respuesta, en artículos y conferencias, a los enigmas de la ficcionalidad. 

El presente libro reúne mis trabajos acerca del ser de la ficción y el sistema de las modalidades de la representación narrativa del mundo. Seguí en estas publicaciones el orden de los problemas, tal como ellos se me iban mostrando, y por eso su serie cronológica, que con menores alteraciones reproduzco en la secuencia de capítulos, se aproxima a su orden sistemático. De estos doce capítulos, diez son traducciones o versiones levemente modificadas de artículos que han ido apareciendo desde 1972 en alemán, es pañol e inglés -la lengua según la ocasión de conferencias, coloquios u homenajes. Las publicaciones originales son: «Die logische Struktur der-Di- chtung», Deutsche Vierteljahrsschriftfür Literaturwissenschaft und Geistesgeschichte (1973); «Erzáhlungsstruktur und ontologische Schichtenlehre», in Erzahlfors- chung I, ed. W. Haubrichs (Góttingen, 1976); «El acto de escribir ficciones», Dispositio (1978); «Algunos tópicos estructuralistas y la esencia de la poesía», Revista Canadiense de Estudios Hispánicos (1978); «El sistema del discurso y la evolución de las formas narrativas», Dispositio (1980-81); «Representación y ficción», Revista Canadiense de Estudios Hispánicos (1981); «Towards a Formal Ontology of Fictional Worlds», Philosophy and Literature (1983); «Fiction and the Transposition of Presence», Analecta Husserliana (1984); «El material de la literatura», Homenaje a Ana María Barrenechea (Madrid, 1984); «Mensajes y li teratura», Actas del Congreso de Semiótica Hispánica (Madrid, 1985).

 En el estudio de la ficción narrativa, nos vemos forzados a tocar mate rias de varias disciplinas: teoría del conocimiento, ontología, narratología, filosofía del lenguaje, estética y lingüística general. Sería tarea enorme -ina barcable, creo, para el investigador individual- pormenorizar los desarrollos especializados que tienen lugar hoy en cada uno de los campos directa o indi rectamente pertinentes. 

El propósito del presente libro no puede ser otro que ofrecer una concepción general del fenómeno y una serie de incisiones en sus varios aspectos que están destinadas a exponer interrogantes. He desistido de actualizar sistemáticamente las referencias bibliográficas así como de agre gar nuevos comentarios en defensa o modificación de las tesis que expongo. 

 Mi tratamiento de los varios asuntos de este libro está fundado en el concepto de discurso ficticio que introduje en La estructura de la obra literaria. Lo que llamamos literatura en sentido estricto (las «bellas letras», la poesía) constitu ye un discurso tan ficticio como un personaje de novela o una historia imaginada. Y puesto que es mera imaginación, puede este discurso ser realis ta o fantástico en varios grados. No siempre se percibe el alcance de este concepto, que creo fundamental para comprender el ser y carácter de la lite ratura. Después de tantos años, como es de suponer, debo a la generosidad de muchos los impulsos más fuertes para proseguir estos estudios. Quiero agra decer la atención que les han prestado Dorrit Cohn (Universidad de Harvard), Lubomir Dolezel y Mario Valdés (Universidad de Toronto), Cedomil Goic y Walter Mignolo (Universidad de Michigan, Ann Arbor), Antonio García Berrio (Universidad Complutense, Madrid), Günther Patzig (Universidad de Góttingen), Miguel Ángel Garrido Gallardo (Consejo Superior de Investiga ciones Científicas, Madrid), Harald Delius y Hans-Wemer Amdt (Universidad de Mannheim), Saúl Yurkievich (Universidad de París), Carlos Albarracín Sarmiento (Universidad de California), Juan Loveluck (Universidad de South Carolina), José María Paz Gago (Universidad de La Coruña), Myma Solotore- vsky (Universidad de Jerusalem), Jorge Guzmán, Eladio García, Lucía Invernizzi, Federico Schopf y Luis Vaisman (Universidad de Chile, Santiago), Juan Ornar Cofré (Universidad Austral de Chile, Valdivia), Manuel Alcides Jofré (Universidad de La Serena, Chile), René Jara (Universidad de Minneso ta), David William Foster (Universidad de Arizona), Ruth El Saffar, Graciela Reyes y Leda Schiavo (Universidad de Illinois), Darío Villanueva (Universi dad de Santiago de Compostela), Óscar Hahn (Universidad de Iowa), Carlos Cortínez (Universidad de Florida), Ignacio Soldevila, Antonio Risco, Georges Parent y Jean-Claude Simard (Universidad Laval, Quebec), Antonio Gómez- Moriana y Félix Carrasco (Universidad de Montreal), Juan Ferraté y José Varela (Universidad de Alberta, Edmonton), Robert Spires (Universidad de Kansas, Lawrence), Marie-Laure Ryan, Juan Carlos Lértora (Skidmore College), Ber nardo Pérez (Rice University), Susana Reisz de Rivarola (Universidad Católica de Lima), Mario Rodríguez (Universidad de Concepción, Chile), Juan Ville gas (Universidad de California, Irvine), Emilio Bejel (Universidad de Colorado, Boulder), Luis Beltrán Almería (Universidad de Zaragoza), Thomas Pavel (Princeton University) y mis colegas Philip Silver, Gonzalo Sobejano y Jaime Alazraki (Columbia University). En mi recuerdo, los temas de estos estudios se asocian a una conversa ción que tuve en 1988, en una playa de Galicia, al atardecer del día y de la filosofía, con Carlos Baliñas y Patricio Peñalver. La deuda mayor de este libro es a José María Pozuelo Yvancos, el cate drático de Teoría de la Literatura de la Universidad de Murcia, a cuya alentadora invitación responden estas páginas. Nueva York, primavera de 1992 1. Algunos tópicos estructuralistas y la esencia de la poesía (Un epílogo a La estructura de la obra literaria) 

 El propósito de estas páginas es precisar y desarrollar en algunos puntos el modelo de las funciones del lenguaje y la concepción del lenguaje literario que he presentado en mi libro, La estructura de la obra literaria1. Para ello, examino crítica mente concepciones de Román Jakobson, Jean Cohén, Francisco Ayala y otros.

 Los conceptos de Román Jakobson sobre «la función poética del lenguaje» En dos antologías de considerable difusión que contienen trabajos re presentativos de la crítica estructuralista (The Structuralists from Marx to Lévi-Strauss, New York, 1972; Strukturalismus in der Literaturwissenschaft, Co lonia, 1972) se reprodujo una contribución, ya entonces célebre, de Román Jakobson, titulada «Linguistics and Poetics» (originalmente publicada en la colección de ponencias Style in Language, ed. Thomas A. Sebeok, M.I.T. Press, Cambridge, Massachusetts, 1960). El citado ensayo de Jakobson presenta su cintamente algunos motivos dominantes de la teoría literaria y de la práctica crítica de los estructuralistas. 

En el centro de ellos están las consideraciones del eminente lingüista sobre las funciones del lenguaje y la naturaleza del lenguaje poético (en gran parte ya presentes en las tesis de 1928, elaboradas junto a Mukarowsky en el Círculo de Praga), consideraciones que difieren de las expuestas en las partes segunda y tercera de mi libro antedicho y repiten puntos de vista que he criticado allí como erróneos. En los párrafos siguientes Ediciones de la Universidad de Chile, Santiago de Chile, 1960; Seix Barral, Barcelona, 1972; Seix Barral, Buenos Aires, 1974; Ariel, Barcelona, 1983. Una versión inglesa, modificada en algunas partes, apareció con el título Fictive Discourse and the Structures of Literature: A Phe- nomenological Approach, trad. Philip W. Silver, Comell University Press, Ithaca and London, 1981. haré una crítica general a esta difundida concepción, confrontándola con la versión modificada del modelo de Karl Bühler que he presentado en el libro. 

 El punto de partida de Jakobson -que corresponde a lo que es hoy un dogma muy usual sobre la naturaleza de la poesía- pone a la reflexión, a mi juicio, en mal camino: «Poetics deais primarily with the question, What makes a verbal message a work ofart?» Si empezamos dando por sentado que la poe sía es un mensaje verbal, y que su naturaleza debe ser definida, sobre esa base, mediante una differentia specifica, esto es, suponiendo su identidad ge nérica fundamental con las diversas especies de mensajes verbales, no podremos aprehender la esencia del fenómeno literario.

 He explicado dete nidamente, en la Tercera Parte de mi libro, lo que puedo resumir aquí de la siguiente manera: considerada la poesía como mensaje, como comunicación real, no es un hecho verbal (sino la presentación física de un icono de un hecho verbal imaginario); considerada como un hecho verbal, no es prima riamente un mensaje (sino un objeto imaginario presentado a la contemplación, que sólo secundariamente despliega una dimensión simbó lica, un «mensaje», no lingüística, hacia el mundo real). (¿Diríamos acaso de alguien que produce la cita textual de un acto lingüístico inexistente, que está dando de sí un mensaje verbal? Se percibe, creo, la disonancia lógica de tal descripción). 

 En un breve pasaje del texto que comento, insinúa Jakobson una obser vación del carácter radicalmente singular del discurso poético, concluyendo que «virtually any poetic message is a quasi-quoted discourse with all those peculiar, intricate problems which 'speech within speech' offers to the linguist». En vez de concebir, empero, la poesía como transposición a lo imaginario del acto verbal y sus funciones, Jakobson intenta, como ya señalé, descubrir una función específicamente poética del acto verbal real. Para ello, propone un mo delo de la comunicación lingüística, que agrega al modelo de Bühler dimensiones aparentemente no consideradas por el autor de la Sprachtheorie. 

 Los términos de la relación comunicativa que Jakobson agrega al mo delo considerado en la Segunda Parte de mi libro, son: 1) «contact» -conexión psicofísica o «canal», que establece la relación entre el emisor y el receptor, y porta el mensaje. (Supongo que el ejemplo fundamental de estos «canales» son las ondas del sonido vocal y la percepción auditiva.) 2) «code» -el código em pleado en la comunicación, la lengua usada. A las funciones lingüísticas señaladas por Bühler (expresiva, representativa, apelativa; Jakobson: «emoti- ve», «referential», «conative»), que corresponden a los términos situacionales de emisor, objeto y receptor (Jakobson: «addresser», «context», «addressee»), se agregarían tres otras: la función metalingüística (determinada por la relación del mensaje con el código), la hmciónfática, «phatic» (determinada por las virtudes propias del canal o contacto), y la función poética, determinada por la atención puesta sobre el mensaje mismo, atención que, en cierto modo, lo independiza ría de los otros términos de la situación comunicativa, y enfatizaría las relaciones del signo lingüístico del hablar consigo mismo: las relaciones internas de sus partes constitutivas. «The set (Einstellung) toward the message as such, focus on the message for its own sake, is the poetic function of language».

 (Se advierte, creo, que ésta es una fórmula que define a la poesía por su autonomía estética y su desprendimiento del contexto pragmático. Con ello, resulta tanto más in apropiado el que se la siga considerando «mensaje»). Como Jakobson, en su modelo, prosigue, básicamente, en la línea de análisis de Bühler, podríamos dirigir de igual modo a este nuevo esquema del hablar algunas de las observaciones críticas que he hecho al anterior. Pero aquí me limitaré a señalar algunas incongruencias nuevas. 

 Ante todo, este modelo no está exento de una ambigüedad fundamen tal: ¿Qué es, dentro de esta constelación, el mensaje? No el hecho material concreto del signo, pues «canal» designa allí a esta realidad física. El signo sensible abstracto (la «forma» del sonido articulado), portado por el canal se gún los principios de relevancia abstractiva determinados en el código (o sea, en el sistema fonológico del caso), tampoco puede ser pensado como todo el mensaje, ya que el mensaje, en el sentido usual de la palabra (e igualmente en el sentido terminológico en que Jakobson, según se deduce de su texto, la maneja), es también lo comunicado por el signo sensible. Y ya sabemos (véase la citada Segunda Parte de mi libro) que lo comunicado no son meramente las dimensiones internas e ideales del discurso (la «forma» del contenido), sino, además, los hechos concretos (reales o imaginarios) significados a través de ellas. «Mensaje» es más bien un nombre apropiado para la comunicación lin güística toda, especialmente si la consideramos atendiendo en primera línea a su aspecto representativo-referencial. 

El mensaje es lo comunicado, no meramente los signos por medio de los cuales se hace la comunicación. (Rigurosamente, mensaje es lo que llamo la situación comunicada)2. No es, pues, un término adecuado para uno de los aspectos constitutivos de la comunica ción; no es un término de la visión analítica, sino de la visión sintética del lenguaje, como lo son también «palabra», «frase», «lenguaje», etc.3, y, por eso, no contribuye sino a confundir y anular el esfuerzo analítico que constituye, precisamente, el modelo de las funciones del lenguaje. La estructura de la obra literaria, Segunda Parte, Cap. VI, a. Véase sobre esto la «Introducción», Cap. III, de mi libro citado. Por ello, al confinar a la «función poética» en el ámbito del «mensaje», Jakobson parece delimitar y definir el campo de la poesía, pero, en verdad, no lo hace, pues la ambigua denotación del término «mensaje» lo hace extensible a la comunicación entera. 

De hecho, sus análisis de obras poéticas abarcan tanto al signo sensible del discurso como a sus dimensiones representativa, expresiva y apelativa, aunque es claro que insiste preferentemente en las rela ciones fonológicas, morfológicas, sintácticas y semánticas. Pero no descuida el sentido referencial (imaginario) del discurso poético. El «mensaje en cuan to tal» resulta ser, entonces, simplemente la comunicación lingüística, y la «función poética» del lenguaje, no otra cosa que la absolutización de la comu nicación lingüística, es decir, la contemplación de lenguaje imaginario, como he mostrado en la Tercera Parte del libro citado. Pero veamos los elementos de la teoría de Jakobson más detenidamente. Anotemos, en segundo lugar, que la «función metalingüística» no es sino una entre tantas especies de la función representativa o referencial, y no, como pretende Jakobson, una dimensión del significado diversa de ésta. 

Al lingüista (y al logicista) podrán interesarle muy especialmente frases en que se habla del código usado en ellas mismas (un ejemplo de Jakobson: «A sopho- more is (or means) a second-year student»), pero ello no debe obscurecer el hecho de que, en este respecto, el código es sólo un objeto posible, entre todos los posibles objetos, de la referencia lingüística. 

Así como la expresa referencia del hablante a sí mismo, la autorreferencia, no deja de ser referencia, esto es, fun ción representativa del discurso, y no debe confundirse con la función expresiva4, no deja la descripción del código de ser descripción, un hablar acerca de ciertas cosas, en que la dimensión indicativo-representativa es pre dominante. No hay razón alguna para suponer que el lenguaje funciona esencialmente de otra manera cuando digo «'ínclito' significa 'ilustre'», que cuando digo «dos es igual a la raíz cuadrada de cuatro», o «el justo no guarda rencor». Y tampoco es otra la dimensión significativa dominante, si digo «este papel está rayado», etc. 

 La función «fática»5 estaría ejemplificada por frases como: «Helio, do you hear me?», «Are you listening?», y diálogos como éste de Dorothy Parker: He subrayado esto en el lugar pertinente, Segunda Parte, Cap. V. «Fático» significa, presumiblemente, «relativo al hablar» (del griego). Jakobson dice tomar este término y concepto del artículo de B. Malinowski, «The Problem of Meaning in Primitive Lan- guages», que aparece adosado como «Supplement I» a The Meaning of Meaning, de Ogden y Richards. 

Pero el lector verifica que, en dicho artículo, Malinowski no habla de una «phatic function» del lenguaje, sino de una función de «phatic communion», es decir, de comunión ver bal, mejor: de comunión anímica por medio del lenguaje. «Well!» the young man said. «Well!» she said. «Well, here we are», he said. «Here we are» she said, «Aren't we?», etc. Asegurar y prolongar el contacto verbal sería la función predominante de estos discursos, una función, pues, supuestamente diversa de las tres de mi modelo, y tan fundamental como ellas. Sin duda puede hablarse, con respecto a los tipos de discurso ejemplifi cados, de una «función» de «contacto», pero la cuestión debida, como sugerí en la Segunda Parte citada, es: ¿Se trata aquí de algo que es una «función» del discurso, en el mismo sentido de la palabra «función» en que expresión, represen tación y apelación son funciones del discurso? Frases del tipo «Are you listening?» no presentan ninguna función fundamental no considerada en la tríada de Bühler. Se trata de preguntas, una clase de discursos con una especial dimensión apelativa -porque el efecto intencional es una determinada con ducta verbal del oyente: una respuesta- y una especial dimensión representativa -la proyección de un hecho como problemático.

 Que, en el caso de frases como la del ejemplo, la dimensión representativa de la pregunta se dirija a un as pecto del propio acto de comunicación que la frase crea, es un hecho interesante, pero no constituye una función fundamental del discurso, diver sa de las funciones de la tríada. El segundo tipo de discursos, ejemplificado por el diálogo de Dorothy Parker, presenta un fenómeno muy diferente, y no debe confundirse con el anterior, aunque pueda decirse de ambos que se relacionan con el proceso del contacto verbal. Pues, en el diálogo citado, no hay dificultad ni esfuerzo algu nos que se relacionen con la adecuada recepción del «mensaje» lingüístico. El contacto lingüístico no tiene en este caso ninguna problematicidad especial. Lo que hay aquí es un ejemplo de uso extra-lingüístico de una comunicación lingüística aparente -algo que se suma al grupo de mis pseudofrases y de los performatives de J. L. Austin6. 

El sentido, la función vital de esas «frases», es crear una comunión anímica primaria, alingüística, que puede ser producida también con actos rituales, danzas y otras formas de relación interhumana. Es éste el uso del lenguaje a que se refiere Malinowski con el término de «phatic communion». Tenemos en él uno de los casos de anulación o degradación del discurso como discurso, para someter la acción verbal a funciones no lingüís ticas. Por ello, tampoco cabe hacer de esto una función fundamental del lenguaje. 

 Al examinar el modelo de las dimensiones semánticas, puse énfasis en el carácter esencial de las tres dimensiones encontradas, esto es, en la evidencia Véase la «Nota» a la segunda edición de mi libro. de que no puede haber acto efectivo de comunicación lingüística que carezca de alguna de ellas. Las tres dimensiones definen el acto de la comunicación lingüística (si se prefiere esta formulación analítica a la jerga de la descripción fenomenológica de la esencia).

 ¿Puede sostenerse que las funciones «metalin- güística» y «fática», vistas en la teoría de Jakobson, pertenecen necesariamente, aunque no siempre predominen sobre las otras, a todo acto de comunicación lingüística? Si entendemos como «metalingüístico» el discurso que se refiere al có digo usado en la comunicación, el discurso en que se habla acerca de la lengua usada, parece obvio que no todo discurso es metalingüístico. 

Que en todo discurso el código «está presente», y operando, es indudable, pero ¿es esta presencia del código una función del discurso? Y, si lo fuese, ¿lo sería en el mismo sentido en que expresión, representación y apelación son funciones suyas? En cuanto a la función «fática», es evidente que no todo discurso tiene el carácter semilingüístico del diálogo poco antes citado. Por otra parte, ha blar de veras siempre implica, sin duda, establecer un contacto físico-psíquico con el oyente (aun cuando éste sea el mismo hablante); pero, si damos a la «función fática» un sentido tan amplio como el de establecer el contacto ver bal físico-psíquico entre los interlocutores, vemos que el término se convierte en un nuevo, e innecesario, nombre para la comunicación lingüística en su totalidad -y que la «función fática» no puede ser considerada entonces como una función del lenguaje entre otras. No parece, pues, adecuado a la naturaleza del fenómeno, poner «fun ciones» como las mencionadas en una línea con las tres fundamentales. 

 ¿Qué agregar a lo antes dicho acerca de la supuesta «función poética» del discurso, en la que el énfasis de la comunicación estaría en el mensaje mis mo, y no, pues, en aquello a que el mensaje se refiere, ni en su productor, ni en su destinatario? ¿Puede esto ser llamado una función del lenguaje, en cual quier sentido usable de la palabra «función»? ¿No parece más adecuado decir -como ya señalé- que lo que allí se tiene es un discurso o mensaje desprendi do de todo contexto real, y expuesto así a la contemplación irrestricta: un discurso imaginario? Leyendo las admirables páginas que Jakobson ha dedicado al análisis de poemas (de Brecht, de Baudelaire -en colaboración con Lévi-Strauss- etc.), puede comprenderse mejor qué tiene en vista cuando habla de esta aplica ción (¿del lector u oyente?) al mensaje mismo, que constituiría la «función poética del lenguaje».

 Podemos decir que, en la visión de Jakobson, comparti da por no pocos críticos estructuralistas, un texto adquiere una potencialidad específica (precisamente, una «función poética») cuando las relaciones entre sus diversas partes y elementos se someten, no sólo a las normas fonológicas, morfológicas y sintácticas generales de la lengua, sino, además, a principios de ordenación ultralingüísticos, es decir, no imprescindibles para la adecua da y normal constitución del sentido en el mensaje ordinario. (Con lo cual se habría dicho ya, implícitamente, que la «función poética» no es una función fundamental del lenguaje, y no debe ser puesta en el mismo plano de las fun ciones de la tríada bühleriana). Jakobson formula, en términos de la lingüística, este principio, dicien do: «The poetic function projects the principie of equivalence from the axis of selection into the axis of combination». 

Esto no puede entenderse -me parece obvio- como si, en el discurso poético, los ejes de selección y combinación (o sea, el sistema paradigma-sintagma), propios de todo discurso, quedaran anu lados o trastocados. Si lo fueran, el texto sería ininteligible. (Y no me parece, en rigor, «imaginable» un tal discurso). 

Por eso, he sugerido que el principio poético aquí visto es una ordenación «ultralingüística» (no extralingüística), es decir, una ordenación adicional de formas del lenguaje, que se suma a la organización primaria del sentido, propia de todo discurso. Pues, ciertamen te, Jakobson no querrá decir que en la poesía desaparezcan los vínculos sintácticos de las palabras, ni sus determinaciones fonológicas y morfológicas comunes. Lo que podemos decir, de acuerdo con la teoría que estamos examinan do, y simplificando deliberadamente, es que el discurso poético presenta (con frecuencia indeterminada, diría yo; siempre, deberá sostener Jakobson) va riados sistemas de repetición de formas, a lo largo de su secuencia de fonemas, sílabas, palabras y frases.

 Aliteraciones, rima, ritmos métricos, paralelismos, anáforas, reiteraciones de la misma referencia (o significación) con diversas imágenes, etc. son sistemas repetitivos que proyectan, sobre la serie de los elementos siempre diferentes de la secuencia verbal, un patrón abstracto in sistente. El conjunto de estos patrones de reiteración constituye una parte esencial de la «estructura» del texto, en el sentido que esta palabra adquiere en autores como Jakobson, Lévi-Strauss, Greimas, Riffaterre, etc. Ante algu nos trabajos estructuralistas, uno se siente tentado a aventurar la fórmula de que, para ellos, la estructura relevante del texto poético (y mítico) no es la sucesión discursiva (el decurso de una serie informativa que aumenta, paso a paso, con la adición de elementos cada vez diferentes), sino la de una apari ción estática, significada una y otra vez con variaciones, y así enriquecida, por las partes irrelevantemente sucesivas del texto. En todo caso, un texto poético se muestra, pues, al análisis estructura- lista, como un tejido más apretado, más rico de relaciones formales internas, que el discurso ordinario. 

Hasta qué extremo es posible desentrañar la red estructural, y cuán compleja es ésta, puede verse en los estudios de Jakobson y Lévi-Strauss (L'Homme, 1962) y de Michael Riffaterre (Yak French Studies, 1966) sobre los catorce versos de "Les Chats" de Baudelaire. De estas disquisiciones interesa sobre todo, para nuestro tema presente, la notoria imposibilidad de encontrar algo así como una «función poética» universal de todo lenguaje, ya que no parece admisible sostener que en todo discurso se proyecte el principio de equivalencia sobre el eje de la combina ción, que en todo mensaje verbal se entretejan los elementos lingüísticos con estructuras adicionales a las gramaticales. 

 Pero aun si admitimos que existe en el hablar, de modo universal, algo así como la necesidad y la función de dar cohesión interna a los elementos que integran cada discurso (que las pausas, la entonación, la continuidad fónica misma, cumplen con la función de reforzar la unidad del mensaje, constituida primariamente en el nivel lexical y gramatical) ¿sería ésta vina dimensión del lenguaje que, magnificada, constituiría el momento esencial del fenómeno de la poesía, y no meramente una condición, entre otras, de su posibilidad? Este aspecto del signo lingüístico del hablar -la cohesión de sus partes- no es, en todo caso, una dimensión del significado del discurso, como lo son las funciones de la tríada, y no puede ser puesto en el plano de éstas. La es tructura del signo, o del «mensaje», no es una función semántica suya, sino una condición posibilitadora de sus funciones semánticas, un rasgo descripti vo intrínseco de su ser, no de su función de apuntar a otro ser, esto es, de su significar. 

La multiplicidad y la complejidad de los rasgos del acto de la co municación lingüística, son inmensas. No he dejado de subrayarlo en mi estudio. Pero creo que ha sido posible establecer distinciones clarificadoras, que no debemos abandonar recayendo en una mera acumulación de «funcio nes del lenguaje», no constitutivas de una clase genuina de dimensiones semióticas. Diré, de paso, que el florecimiento supernumerario de los nexos internos del discurso es, para mí, una condición de la posibilidad de, al menos, ciertas especies de poesía -por constituir la red estructural una intensificación de la unidad del acto verbal-, pero diré, a la vez, que es una posibilidad creada por el ser imaginario del discurso poético, esto es, por el hecho de que el discurso poético es, en sí, una ficción. 

Sólo discursos que nadie dice de veras en nues tro mundo real, pueden ser elaborados como entidades de arquitectura autosuficiente. El principio poético de la repetición o equivalencia7, según la idea es- tructuralista, no sólo operaría horizontalmente, a lo largo de la serie secuencial de los elementos sucesivos del discurso -lo que ya comenté-, sino también verticalmente, en forma simultánea, por la superposición, en cada momento del texto, de mensajes paralelos, equivalentes en su sentido, aunque diversos en su materia. 

Así, el valor «simbólico» del perfil sonoro del discurso8, que suele establecer, en la poesía, correspondencias entre el sonido de las pala bras y el objeto significado por ellas, constituiría un mensaje paralelo y equivalente al de la significación conceptual de las palabras, y también al cons tituido por el despliegue de las imágenes (o de los objetos) proyectados referencialmente por las mismas9. El «mensaje poético» diría, pues, lo mismo, no sólo una y otra vez, sino, además, de varias maneras a la vez (!). 

Los estra tos de la obra poética se relacionarían, unos con otros, como se relacionan entre sí las diversas versiones de un mito, de acuerdo a la antropología es tructural de Lévi-Strauss (según la nota del antropólogo al ensayo citado, de que es coautor R. Jakobson). No habría en el poema un puro decurso lineal, sino un decurso a la vez progresivo y reiterativo. Es -ya lo anotamos- como si se nos fuesen dando, una tras otra, informaciones diferentes, y, al hacerlo, se nos reiterase, una y otra vez, en otro plano, una idéntica información. Cuál sea esta idéntica información, deberá verse en cada poema singularmente. 

 Pero podemos conjeturar que habría de tratarse, en general, de un mensaje inexplícito, de una proyección simbólica secundaria, sea del orden expresivo, sea del orden representativo. Pues lo que el texto del poema llanamente dice, no es sino ocasionalmente repetitivo, y es primordialmente una secuencia de in formaciones diferentes. Sólo indirectamente, pues, de una manera no inmediata, y semi-oculta, puede el poema reiterar continuadamente -un «men saje» inexplícito. (No parece extraño, desde estas consideraciones, que exista cierta afinidad entre la descripción estructuralista y las interpretaciones de la llamada «psicología de lo profundo»)10.

 Es oportuno recordar la importancia que concede Emil Staiger a las diversas formas de la repeti ción como principio estructural de la poesía lírica -y la interpretación fenomenológica que da a este dato formal. Véase la parte pertinente de su Grundbegriffe der Poetik. Véase el «Apéndice», Cap. III, de mi libro citado. A este tipo de relaciones verticales entre los estratos de la obra literaria, corresponden las afini dades de «significante» y «significado» que Dámaso Alonso analiza en sus estudios de Poesía española. Las relaciones que acabo de indicar han sido rotuladas por Jakobson, en varios contextos, como «metafóricas» (las de semejanza) y «metonímicas» (las de contigüidad y sucesión). Es de deplorar el vago uso que se ha hecho moda dar a estos términos retóricos. 

Por cierto, esta descripción mía de la teoría estructuralista del poema, es unilateral y en extremo simplificadora (no he considerado las complejida des que, junto al principio de semejanza, introduce Jakobson con el opuesto principio de contigüidad), pues he querido mantenerme, para los fines pre sentes, dentro de los límites de su axioma fundamental. No estamos empeñados aquí en una exposición de la teoría estructuralista del poema, sino en la crítica de la teoría jakobsoniana de las funciones del lenguaje, y de su concepción de lo poético como una «función» especial del discurso. 

 Estas perspectivas de la teoría del poema, abiertas por Román Jakob son, no pueden ser comprendidas, me parece, bajo el concepto de una «función» del discurso real, que consistiría en la quasi-absolutización del mensaje, en desmedro de sus dimensiones semánticas -a menos que conside remos que el «mensaje» es el conjunto de las tres dimensiones semánticas (la «situación comunicada», como dije al comienzo), con lo cual el modelo de Jakobson se disolvería en la forma indicada antes. Más bien cabe pensar, ante tales observaciones, que asistimos, en el poema, a una potenciación del mensaje, que se despliega como potenciación de sus tres dimensiones semánticas internas. Y como esto supone desprender al mensaje de toda circunstancia real (según hemos visto en la Tercera Parte de mi libro citado), la «función poética» del discurso no es, insisto, sino la producción del discur so imaginario.

 Para dar, a este punto fundamental de mi crítica a la concepción de Jakobson, toda la claridad aquí posible, quiero reiterar finalmente, de un modo algo diverso, los pasos esenciales de la reflexión que he expuesto: Aplicación («set», «Einstellung»), de los interlocutores o del lector, «al mensaje mismo» -dejando así en segundo plano su referencia a los objetos indicados y su rela ción con el hablante y el oyente- puede entenderse de dos maneras: 1) atención primordial al «significante» (en sus valores fonéticos o prosódicos) o 2), en su totalidad, al signo lingüístico del hablar como unidad de significantes y signi ficados. Esta segunda posibilidad de entender la citada fórmula definitoria de la poesía, es la que Jakobson realiza en sus análisis de poemas, que, cierta mente, no se limitan al análisis del sonido verbal y sus estructuras. 

Pero esta interpretación de la fórmula implica admitir las dimensiones semánticas in ternas del discurso, es decir, la proyección ideal e imaginaria del objeto a que se hace referencia, del hablante y del oyente. Si el objeto representado, el ha blante y el oyente, en sus presencias imaginarias, forman parte del «mensaje», entonces la «Einstellung» o «set» hacia el mensaje en cuanto tal, es la disposi ción del receptor hacia aquella especie de absolutización del discurso que pone a éste fuera de situaciones reales, y desata, en lo imaginario, las dimensiones internas de la significación. Es decir: la «función poética» del discurso no es una función del discurso en la línea de las otras funciones, sino el fenómeno de un discurso completo que es ontológicamente diverso del discurso real.

martes, 1 de abril de 2025

VICTORIA OCAMPO DARSE AUTOBIOGRAFÍA Y TESTIMONIOS Selección y prólogo de Carlos Pardo

 



VICTORIA OCAMPO 

 DARSE 

 AUTOBIOGRAFÍA Y TESTIMONIOS Selección y prólogo de Carlos Pardo

 COLECCIÓN OBRA FUNDAMENTAL LA VIDA COPIA A LA LITERATURA 

 Viviendo su sueño Digámoslo desde el principio: este libro se propone vindicar la figura de Victoria Ocampo como escritora. Es decir, mostrar lo mejor de su obra para que el lector juzgue si, como se ha repetido tantas veces, fue solo una mujer amante y gran promotora de la cultura o una verdadera escritora. 

Una escritora autoexigente y humilde al co-dearse en pie de igualdad con grandes autores de su tiempo, al reconocer sus propios límites, pero sin duda una de las mejores escritoras de literatura memorialística en español del siglo xx. Nos proponemos destacar a Victoria Ocampo no solo como pionera de la vanguardia en una labor que hoy llamaríamos «gestión cultural», sino como creadora de un tipo de literatura que quizá únicamente ahora, con un cambio en la mentalidad de los lectores, en la recepción, empezamos a leer como gran literatura. También, por decirlo al comienzo bien claro: así como se ha rescatado la figura de su hermana Silvina, excelente cuentista, y a pesar de que nuestro maniático pensamiento binario nos lleva a verlas enfrentadas (la tímida hermana pequeña, Silvina, hormiguita con obra perdurable; y la avasalladora Victoria, la hermana mayor, Musa sin obra), es necesario valorar la contribución deliberadamente «menor» de Victoria a la literatura a través de sus propios textos (hay una dialéctica de lo tímido y lo confesional, de lo artístico y de lo «aliterario» en la obra de Victoria, humilde en su propósito pero no en su resultado). 

 Quizá así veamos que la familia Ocampo dio lugar a dos escritoras muy diferentes, cuyos estilos no compiten, dos de las mejores escritoras argentinas del siglo xx. La fama de Victoria, una de las intelectuales más valoradas de su tiempo, impide ver su obra. Así que lo primero que deberíamos hacer para buscarle el lugar que merece, no solo como amiga y protectora de Tagore, Ortega y Gasset, Stravinski, Borges, Gabriela Mistral y un largo etcétera, o como fundadora de la revista Sur, el mayor órgano cultural de Argentina y de buena parte del mundo hispánico durante más de medio siglo, es señalar algunos tópicos que envuelven su obra y desmontarlos. 

 El principal cliché ya lo hemos mencionado: Victoria Ocampo fue una «figura» literaria sin obra. Sus mejores obras son ella misma y la revista Sur. Cierto que tradujo muy bien, suele añadirse como apostilla. El segundo tópico insiste en que era una especie de groupie intelectual, una adicta a los autores, sobre todo hombres. El tercero hace hincapié en su clase social, mostrándola como una pija afortunada, una aristócrata superficial. 

El problema de estos tópicos es que todos tienen una pequeña parte de verdad y una mayor de ignorancia. Por ir del último al primero: Victoria nació en una familia aristocrática, tuvo una esmerada educación trilingüe (español, francés e inglés) y, por cuestiones históricas, vivió en unos años en los que las monedas europeas, inestables por las convulsiones políticas y dos guerras mundiales, favorecieron el cambio de la moneda argentina. Esto no puede llevarnos a pensar en ella como una niña mimada y caprichosa. La lectura de este libro deja bien claro que de la fortuna de Victoria (y de sus muebles y joyas y casas… vendidos) salieron algunas de las mejores iniciativas culturales del siglo xx. Victoria fue, aunque hoy suene mal, una mecenas. Pero no una mecenas que agasaja desde la distancia, sino compañera de viaje y propiciadora de grandes proyectos. Así que podemos decir que a su altura intelectual hay que sumar una virtud de carácter aún escasa: la generosidad. 

O mejor dicho, el desprendimiento. En cuanto a lo de groupie de grandes hombres… La autora tuvo que pagar esta mistificación del genio tan del paso al sigo xx (cuando la doctrina del superhombre se hermanaba con la religión del Arte) en su relación con Keyserling. Y Hermann Keyserling es una constante de este tomo, a veces desde el humor, otras desde el odio. 

 No es descabellado suponer que esta «confesión» que vamos a leer surgiera del impulso de defenderse de los ataques del filósofo alemán. Tampoco insistiremos en este prólogo —ni interpretaremos algo que solo le cabe al lector—, pero no está de más señalar que en el equívoco de Keyserling, que pensó que la admiración de una mujer no podía de-sembocar más que en una sumisión sexual ante el gran hombre, pesa la sociedad profundamente machista en la que vivió, o mejor dicho contra la que vivió, Ocampo. Victoria fue una feminista con las ideas claras y una intuición aún más clara que sus ideas. 

Una mujer que se atrevía a tratar de tú (de vos) a los intelectuales de la época, casi todos varones, pero también a señalar la grandeza de María de Maeztu, Virginia Woolf o Gabriela Mistral. Como anécdota diremos que Victoria conducía su propio coche a comienzos de siglo, era adúltera reconocida (o libre de vivir un amor que da algunas de las páginas más hermosas de este libro) y se vio muy a menudo obligada a ahuyentar a los hombres que pensaban en ella como en una hermosa musa millonaria. En su divertida y documentada biografía Victoria Ocampo. El mundo como destino, María Esther Vázquez recoge las defensas de Waldo Frank y Francisco Ayala en sus respectivos libros de memorias. 

Pueden orientarnos. Frank escribe: «Esta criatura maravillosa, sobre la que habían caído tres maldiciones —la de la belleza, la de la inteligencia y la de la fortuna—, tenía sus debilidades. Sobreestimaba […] a Tagore, V. Woolf, T. E. Lawrence, a los cenáculos de Londres y París; subestimaba, seguramente, a algunos americanos tanto del norte como del sur, tanto del pasado como del presente […]. Tanto los nacionalistas como los cosmopolitas la atacaban ferozmente en razón de estas, por así decir, faltas. Eran injustos. El hecho de que apreciara tanto no autorizaba a exigir que apreciara más». La hermosa carta que el propio Frank le escribe a Victoria cuando comienzan el proyecto de Sur, en el tomo sexto de su autobiografía, es un ejemplo del tipo de críticas con las que tuvo que luchar. Por su parte, Ayala escribe en Recuerdos y olvidos: «Nadie piense que había el menor esnobismo en la vehemencia con que Victoria se desvivía por entrar en contacto con personajes […] y acogerlos, pues no era su brillo externo, el llamado prestigio, lo que la seducía, sino los efectivos morales en que ese prestigio podía estar fundado, tras los cuales detectaba ella la excelsitud de un alma, aunque temo que más de alguno de los así cortejados y agasajados tomaría por esnobismo de señora rica su provechoso entusiasmo. Es de sospechar que ello le depararía más de un desengaño. […] 

Lo curioso es que bajo ese ímpetu suyo […] se descubría pronto una gran timidez de carácter y, desde luego, una limpia ingenuidad». Así creo que hemos despejado dos de los tópicos, pero dejemos el principal, el de la obra que pierde en comparación con la vida, para el siguiente capítulo, pues afecta a la escritura de la propia Victoria, a su poética. Cerremos este apartado con su propia voz en el «Prefacio» a El archipiélago: «Y viviendo mi sueño traté de justificar mi vida. Casi diría de hacérmela perdonar». Ordenar el caos «Las autobiografías son lecturas que apasionan. Claro que la vida más rica y más llena de acontecimientos diversos no pasa de lo vivido a lo escrito sin un talentoso traductor. Y las traducciones de esta índole no son fáciles. A veces, un novelista habituado a manejar personajes, es decir, a utilizar disfraces para contarse a sí mismo, o contar a las personas que ha conocido, o con las que ha soñado (todos soñamos, aunque no seamos novelistas), se ha de sentir incómodo sin su habitual máscara. 

El gran poeta es autobiográfico casi constantemente, pero de manera excelsa, y natural como su respiración.» Estas palabras de un artículo de 1971 dedicado a la autobiografía de Graham Greene, intencionadamente titulado «Ordenar el caos», definen el proyecto de Victoria y nos enfrentan al principal prejuicio que quiere desmontar este libro. Me atrevería a decir que en la literatura moderna ha habido algo así como un «giro copernicano». De Aristóteles a Wilde, la literatura pasó de imitar a la vida a concebir la vida como ficción, como obra literaria. «La vida copia a la literatura», escribió Victoria en un ensayo de la tercera serie de sus Testimonios, «Moral y literatura», de 1946. 

Y la filosofía, la crítica literaria, la política, el psicoanálisis (la antropología, el urbanismo, el paisajismo, etcétera) hacen cada vez más hincapié en cómo damos sentido a la vida (creamos la experiencia) a partir de herramientas narrativas, algo tampoco ajeno a los publicistas y a los medios de comunicación que fabrican la realidad, y que afecta, en primer término, al individuo que se construye a sí mismo con elementos ficcionales. Se ha repetido hasta la saciedad la respuesta de Nietzsche a la pregunta ¿qué es la verdad? «Un ejército móvil de metáforas, metonimias, antropomorfismos, en resumidas cuentas, una suma de relaciones humanas que han sido realzadas, extrapoladas, adornadas poética y retóricamente y que, después de un prolongado uso, a un pueblo le parecen fijas, canónicas, obligatorias.» 

Victoria Ocampo no es solo su mejor obra en el sentido nietzscheano de la vida como obra de arte, sino que su propia obra escrita es eminentemente autobiográfica, y para ella lo autobiográfico es una ficción de la que surge, si hay talento —si hay arte—, el autor. Así como no hay persona antes del relato, el autor tampoco existe previamente a la escritura. También hoy las especulaciones en torno al futuro de la novela no dejan de publicitar esta revolución que se ha llamado «autoficción», pero ¿qué ha cambiado en la recepción de la autobiografía para que aquello que en su momento fue tachado de literatura menor se encuentre ahora en el centro de los debates estéticos sobre el futuro de lo literario? Agotada la «verosimilitud» de la novela decimonónica, que llevaba a su máximo esplendor al artificio aristotélico, la literatura del siglo xxi busca la «veracidad». Aunque esta sea una nueva manera de crear, como dijo Roland Barthes, un «efecto de realidad». Como decimos, no fue un debate ajeno a la propia Ocampo, porque tampoco es nuevo. Victoria vivió en un momento en que el tema de la novela era el propio autor. No hay que entender de otra manera su fascinación por Marcel Proust o Virginia Woolf.

 E incluso su temprano acercamiento a Dante. Pero encontrar al autor, más allá de la superficial lectura romántica en la que se justificaba la calidad de un texto por su cercanía a la supuesta persona que lo escribía, es preocuparnos por una ficción que nos ayuda a desentrañar otra ficción: el lector. Victoria leía a los clásicos para construirse, pero dio un paso más. Aquí, como en tantos otros momentos, la guiaba la intuición, que no es sino una manera veloz de la inteligencia: en contra de un mundo que no valoraba la escritura autobiográfica, y menos de una mujer, Victoria escribió sin la garantía de éxito una de las primeras autobiografías en nuestro idioma verdaderamente sinceras. «Muy pocas mujeres las han escrito interesantes y veraces», le había dicho Virginia Woolf por carta, y Victoria asumió la tarea. Su Autobiografía no se publicó hasta su muerte, entre 1979 y 1984 (aunque fue escrita entre 1952 y 1953), pero ya en la primera serie de Testimonios aparece esta -preocupación: el libro-charla, la carta, el testimonio y la confesión como formas vivas de la literatura. Aunque quiso que su vida se alimentara del arte, no permitió que su obra sonara a literatura. En un artículo de la primera serie de Testimonios, «Jacques Rivière. À la trace de Dieu», de 1926, Victoria escribe: «El editor se excusa de presentar esas páginas tal como las ha encontrado: bajo su forma esquemática, breve o familiar. Pero precisamente eso es lo que tienen de más conmovedor para nosotros. 

 Querría siempre poder entrar en ciertos libros en el momento en que la preocupación literaria no ha venido aún a robarme su ardiente desorden. Como si así se nos ofreciera una posibilidad de contacto más perfecto con el autor y penetrásemos en lo vivo de su carácter. A través de las repeticiones y los titubeos, percibimos con claridad (con más claridad de lo que podríamos percibirlo en una obra corregida definitivamente) la fisonomía real de un pensamiento, de una sensibilidad». Victoria fue romántica en este sentido: su desprecio de la literatura como relleno. En cuanto un texto le cansaba, cuando notaba que añadía páginas compensatorias, lo abandonaba. Es raro encontrar una página de Ocampo sin intensidad. Pero este método entraña una dificultad para quien quiera preparar una edición de su obra respetando su crudeza, la verdad del texto previa a la mentira de una trama, «su ardiente desorden». Darse Ramona Victoria Epifanía Rufina Ocampo nació en Buenos Aires el 7 de abril de 1890 en el seno de una familia aristocrática, descendiente de los fundadores de la patria, los Ocampo y los Aguirre. No vamos a detallar su genealogía ni sus años de formación, pues el lector los conocerá con la pluma irónica y entregada de la propia autora, pero sí recordar que en su infancia, adolescencia y juventud pasó largas temporadas en Europa (sobre todo en París, donde recibió clases de Henri Bergson) y, como suele decirse, su formación intelectual fue cosmopolita. 

Su primer idioma literario no fue el español, relegado a lo familiar, sino el francés, en el que escribió la mayoría de sus cartas. Sobre su carácter tampoco queremos adelantar nada, pues un prólogo no puede resumir un libro sino invitar a su lectura, pero sí señalar que la obra y la vida de Victoria no son comprensibles sin su necesidad de contacto, de comunicación. Su facultad para ser permeable a los demás, para darse. Su literatura se construye en los otros. Los otros pueden ser divinos difuntos como Dante. Pueden ser Delfina Bunge, esa otra excepción a la machista cultura hispana de su tiempo, a quien escribe apasionadas y lúcidas cartas adolescentes en francés, el comienzo de su obra literaria. Y los otros también son los amantes, porque este libro es un estudio del amor. O, por jugar con un título unamuniano, un estudio del amor y de la pedagogía. Estas memorias comienzan con uno de los exámenes más sinceros de la pasión de los celos y del amor adúltero que ha dado la prosa confesional en español. -Desde la obsesión por la belleza física que lleva a Victoria a casarse, con el empujoncito de la época machista, con Bernardo Monaco de Estrada, y a aislar su belleza, a «descifrar el rostro», escribe con inteligencia, de la persona reaccionaria, violenta y convencional que era Monaco (convertido en el Jérome de estas páginas, y luego en M.), también a -enamorarse del primo de Estrada, Julián Martínez, «el hombre más buen mozo de su época», en palabras de Manuel Mujica Láinez, con el que mantuvo una relación de trece años y una amistad profunda hasta la muerte de este. 

 Pero Victoria también «se da» a los intelectuales: Tagore, Ortega, Ansermet, Keyserling, Drieu… Como les pasa a veces a los escritores memorialísticos, la calidad de la prosa de Victoria depende de la calidad de sus amigos. Esto supone algo así como una religión de las circunstancias, estar a favor de la oportunidad y propiciar una vida que merezca la pena vivirse. Si estas memorias contagian las ganas de vivir, no es por ingenuidad, sino por una fortaleza que asume el dolor pero no el desánimo. Victoria tampoco es una vengadora ni una satírica. Es, las más de las veces, una observadora rigurosa que acepta su falta de objetividad, y se regodea en ella. Si la expresión no hubiera caído en desgracia, podríamos llamarla «fina psicóloga», pero también es una narradora empática e implicada. 

 Eso quiere decir que cuando Victoria conoce a Rabindranath Tagore este libro se vuelve la crónica de un extrañamiento cultural Oriente-Occidente, de una amistad con errores de traducción. Que cuando conoce al director de orquesta suizo Ernest Ansermet este libro se convierte en un testimonio de la lucha de la música moderna por abrirse paso, de Debussy a Stravinski. Los consejos de Ansermet, otro generoso entusiasta, conforman un excelente manual de autoayuda para artistas… Esto quiere decir que cuando Victoria conoce a Ortega, que la alentó a que comenzara a escribir en castellano y la sobrevaloró como escritora, en opinión de la propia Victoria, este libro se transforma en autocrítica y estudio de sus limitaciones. Que cuando Victoria se las ve con el conde filósofo, Hermann Keyserling, sus memorias son la sala de disección de la fascinación por los «genios», además de una defensa de la libertad de la mujer para vivir en primera persona, sin el permiso masculino ni los clichés de la musa, la santa o la fatal. 

 Eso quiere decir que este libro se vuelve profundamente feminista cuando aparecen en él otras mujeres como María de Maeztu, directora de la Residencia de Señoritas de espíritu krausista, modelo de la educación de nuestro país con el que terminó el nacionalcatolicismo franquista. Y que se hace crítica literaria cuando aparece Virginia Woolf. Y que se convierte en lúcida historia de una pasión cuando aparece Drieu la Rochelle, el gran escritor francés colaboracionista, el hermoso suicida. El capítulo Drieu merecería la publicación exenta, como verá el lector. Que se transforma en sutil novela de celos familiares cuando se menciona a la hermana pequeña, Silvina, la gran narradora tímida y excéntrica, casada con Bioy Casares. Y cometeríamos un imperdonable error si nos olvidáramos de Fani, la criada asturiana, personaje a la vez secundario y motor de la acción… Y así seguiríamos, con riesgo de hacernos monótonos, cada vez que la vida de Victoria se reinventa, especialmente con la «cuadrilla de Sur»: Waldo Frank, Eduardo Mallea, José Bianco, Jorge Luis Borges, Roger Caillois. Es aquí cuando entra en juego la pedagogía. En palabras de Borges a la muerte de Ocampo, el 27 de enero de 1979: «En un país y en una época en que las mujeres eran genéricas, tuvo el valor de ser un individuo […]. Dedicó su fortuna, que era considerable, a la educación de su país y de su continente […]. Personalmente le debo mucho a Victoria, pero le debo mucho más como argentino». 

 Los textos Nuestro propósito es presentar una «novela de su vida» escrita por la propia Victoria Ocampo. A veces, perdónesenos la presunción, leyéndola mejor que ella a sí misma. Esto quiere decir con más respeto y mayor confianza en sus dotes de gran escritora. Por eso, hemos ordenado el material sin querer que afectara a su frescura. Nos valemos principalmente de dos fuentes: su incompleta Autobiografía, escrita entre 1952 y 1953 y publicada póstumamente en seis tomos; y sus Testimonios, nombre con el que se refirió a las sucesivas recopilaciones de sus ensayos literarios (conferencias, artículos, obituarios, etcétera), publicados en diez volúmenes de 1935 a 1977. Victoria pensó titular su autobiografía Documento, nombre poco atractivo que daba a entender con claridad su método compositivo: recopilar otro material además de su historia en primera persona, sobre todo cartas. Cuando fue publicada su Autobiografía, el medio literario argentino respondió con una ligera decepción. Victoria se mostraba repetitiva en algunos momentos y su talento dependía, como hemos dicho, del personaje que tratara o del hilo que siguiera. Era digresiva y entusiasta, pero también parecía que faltara una revisión final del texto. Esto es evidente en el capítulo dedicado a Keyserling. 

Ya hemos sugerido la idea de que el motor de esta confesión fue el ataque de Keyserling, concretamente en su libro Meditaciones sudamericanas, donde Victoria aparece convertida en una especie de hermoso animal inferior, subdesarrollado (una mujer latinoamericana). Victoria quiso contar su propia versión y lo hizo en el divertido El viajero y una de sus sombras de 1951. Este libro, demostrando la estrecha relación que hay entre la confesión literaria y la defensa judicial, pudo llevar a Victoria a querer profundizar en su historia con fines que superan la justificación por un ataque concreto.

 Sinceramente, suponemos que el medio literario argentino que leyó la Autobiografía de Ocampo se sintió decepcionado por haber albergado unas expectativas demasiado grandes, pero algo ha debido de cambiar en nuestra manera de valorar los escritos en primera persona, pues, leída hoy, se presenta como una obra de alta calidad literaria y, sin duda, la mejor de Victoria. No solo por su frescura y cercanía. También por su sinceridad, por poner toda la carne en el asador. Sin desmerecer las series de Testimonios, pensamos que cuando una anécdota se repite de un libro a otro, es en la Autobiografía donde Victoria muestra «su corazón al desnudo». No posa de gran escritora. No quiere ser ingeniosa, ese lastre de algunas conferencias que dan origen a sus Testimonios. Es más humilde en su Autobiografía. Menos gran escritora, pero mejor escritora. Así, en esta selección que pretende limpiar el original de repeticiones, cuando una anécdota figura en diferentes textos, hemos elegido la que contaba la historia sin afectación, desde dentro. Por eso hemos tenido que dejar fuera El viajero y una de sus sombras, pues a pesar de su humor no es difícil advertir una Victoria parapetada, en guardia. Victoria reflexionó con inteligencia sobre las cualidades del género autobiográfico, también en esta Autobiografía que define de la siguiente manera en el «Propósito» que precede al primer tomo, El archipiélago: «Estas páginas se parecen a la confesión en tanto que intentan explorar, descifrar el misterioso dibujo que traza una vida con la precisión de un electrocardiograma. No veo por qué ha de ser más fidedigno uno que otro para el diagnóstico de un ser y del tiempo en que le tocó vivir. […]

 Para ser sincero por escrito el talento es un ingrediente indispensable. […] La tercera persona es un instrumento que no he aprendido a manejar. Además, coincido con Trotski: es una forma convencional. […] Es decir, caer en la afectación, deficiencia mucho más lamentable que el uso de los borrosos lugares comunes». No es la única vez. Al comienzo del último tomo, titulado Sur, Victoria vuelve a ahondar en los riesgos que entraña este género. 

El menos significativo, caer en las manos de la policía literaria, es decir de los estudiosos que querrán comprobar cuánto de verdad hay en lo que has escrito. Pero Victoria sabe que una autobiografía es también una manera de dar forma a la experiencia, una impostura a la vez que un milagro si da con la pluma adecuada, así que el mayor riesgo es «que en las autobiografías en que la preocupación por la sinceridad es ardiente y manifiesta llegue el momento en que aquel que uno fue se sustituye, sin saberlo noso-tros, por el que uno hubiera querido ser. Y esta es mi preocupación, mi incomodidad». Y más adelante: «No trato de hacer una obra de arte o una novela contando esta vida que me atormentará con sus enigmas hasta mi último suspiro. Trato de liberarme. Aquí la palabra “liberación” es sinónimo de alumbramiento. Nacer de mí misma». Así, escribir no es solo una confesión, sino una liberación que se coloca en un plano también superior al de las «obras literarias». Quizá el mayor peligro es «hacer literatura», en su sentido peyorativo, y la mayor virtud «darse»: exponer la vida a la vista de todos para que se use. Francisco Ayala realizó una selección de la Autobiografía en 1991 para Alianza Editorial. 

A pesar de su indudable lucidez, en Ayala pesa un doble prejuicio: recalca la «pureza» y la «sencillez» con que Ocampo retrata lo íntimo a la vez que prima la infancia y adolescencia en su selección, épocas donde quizá pueda verse mejor esa pureza. Pero la escritura de Ocampo es íntima a la vez que violenta, pública y política, exhibicionista y profundamente intelectual. Claro que estos adjetivos no parecen encajar con el tópico que asigna a la mujer una escritura poco elaborada, de cuarto de estar… Por otra parte, en la elección de la infancia, tema de indudable prestigio literario, pesa también un prejuicio sobre aquello que no puede decirse, que no puede entrar en la «gran literatura»: la crónica del cuerpo, del adulterio, y toda la dimensión pública (mundana) de una intelectual de primer orden. Nosotros hemos querido una Victoria de cuerpo entero, un cuerpo (una mente) que es en los otros. Porque pensamos, con Victoria, que el pudor es el principal enemigo de la mujer y de la autobiografía. Así que hemos acortado un poco esa infancia, que ya había tenido éxito en las antologías, y hecho hincapié en la mujer que empieza a desviarse de la norma de su tiempo para terminar educándolo. 

 Ahora los Testimonios. La primera edición se publicó en la Revista de Occidente en 1935, igual que el primer libro de Ocampo, De Francesca a Beatrice, de 1924, versión ampliada del primer texto literario publicado por Victoria, «Babel», aparecido en 1920 en La Nación… Por lo tanto, debemos agradecer a Ortega y Gasset la insistencia. Victoria publicó diez series de Testimonios, que a su vez recopilan artículos de una prosa ágil y cercana, a veces de clara pulsión autobiográfica, que podemos clasificar según su origen: conferencia (alegato), retrato (obituario), crónica periodística en primera persona y prosa poética. La singularidad de su escritura y la riqueza de los temas que trata harían necesaria una edición completa de los mismos. 

Existe una reedición reciente de las series tercera y quinta. Y una selección de las diez series hecha por Eduardo Paz Lestón para la editorial Sudamericana, publicada en dos tomos en 1999 y 2000, escueta pero excelente, hoy inencontrable. Nuestra selección de los Testimonios quiere completar el retrato de vida que la Autobiografía deja incompleto. Comencemos a tirar piedras a nuestro propio tejado: esta selección es una interpretación, pero no la única. Nos hubiera encantado disponer de más espacio para incluir algunos ensayos largos de Victoria, como «Emily Brönte. Terra incognita» o la «Contestación a un epílogo de Ortega», incluidos en la primera serie de los Testimonios. También hemos tenido que dejar fuera algunos de los textos políticos de la autora, como «La Argentina y su dictadura», de la serie quinta, de 1950, demoledor análisis del peronismo. También nos falta algo más de la revista Sur. Y nos habría gustado mostrar otros retratos: Valéry, Jouvet, Adrienne Monnier… 

Leer los Testimonios por orden cronológico es constatar la desaparición de los intelectuales de un siglo. En resumen, son muchos los personajes en la vida de Victoria Ocampo que hemos dejado fuera: Gandhi, Mallea, Caillois, Gabriela Mistral… Pero hemos conseguido hacer un retrato en primera persona, como decimos, de cuerpo entero. Un libro que no solo la retrata a ella, sino a un mundo.

 En nuestra selección de Testimonios hemos querido que primara la calidad literaria y señalar algunos temas: su reflexión política tras la visita a los Juicios de Núremberg; los sutiles desencuentros con su hermana Silvina en el ensayo que dedicó a su primer libro; las reflexiones sobre dos figuras fundamentales en su obra, T. E. Lawrence y Virginia Woolf, y sobre figuras de su tiempo con las que se midió, a veces desde la disonancia, como André Gide; agudas reflexiones sobre la escritura autobiográfica; y la memorable defensa del feminismo. 

 Al margen de la Autobiografía y los Testimonios, nos apena no haber podido incluir, por su extensión, los dos libros de diálogos, con Borges y Mallea, más fáciles de conseguir de segunda mano o en sus reediciones. Y los preciosos, e inencontrables, Virginia Woolf en su diario y 338171T. E., dedicado a T. E. Lawrence. En fin, hubiéramos querido un libro de mil páginas, pero nos conformamos con ayudar a la autora a crear una posible novela de su vida, un proyecto que suponemos le habría gustado. Seguimos al pie de la letra su proposición en el ensayo «Jacques Rivière. À la trace de Dieu»: «La mejor manera de hacer elogio de una obra consiste en transcribir sus más hermosos pasajes, y no en parafrasearlos». C. P.

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