sábado, 20 de enero de 2024

LOS PIRATAS FANTASMAS WILLIAM HOPE HODGSON - FRAGMENTO (VARIOS CUENTOS COMPLETOS PARA EL LECTOR)

 




LOS PIRATAS FANTASMAS

WILLIAM HOPE HODGSON

 


 

Digitalizado por 

http://www.librodot.com

 

 

LA COSA QUE SALIÓ DE LAS OLAS

 

Empezó sin más preámbulos

 

 

Embarqué a bordo del Mortzestus en Frisco. Antes de firmar el contrato, había oído decir que los marineros contaban cosas raras sobre ese barco. Pero me encontraba como varadoy tenía demasiada prisa por embarcar, no iba a preocuparme de aquellas cuchufletas. En conjunto, por lo que hace a comer bien y dormir bien, podía pasar. Y cuando les pedía a los tíos que precisasen, en general no eran capaces de hacerlo. Sólo sabían decir que aquel barco tenía mal fario, que había hecho travesías sin encontrar más que temporales, y siempre le tocaba mala mar. Había perdido dos veces la arboladura y se le había desarmado la carga. Además, le habían ocurrido una serie de accidentes que pueden pasar en cualquier barco, aunque no tienen nada de agradable. Sin embargo, todo eso eran cosas normales, y estaba dispuesto a correr esos riesgos con tal de poder volver a casa. Con todo, de haber sido posible, hubiera preferido embarcar en algún otro buque.

Cuando dejé mis trastos, comprobé que la tripulación estaba completa. Hay que tener en cuenta que al llegar a Frisco se habían despedido todos los tíos que iban a bordo, vamos, todos menos un chaval, un londinense que se había quedado. Cuando le conocí me dijo en seguida que tenía intención de cobrar la paga, aunque los demás no lo lograsen.

La primera noche que pasé a bordo pude constatar que entre los tripulantes era corriente hablar de lo que podía tener de raro el barco. Charlaban de eso dándolo como por supuesto: tenía duendes. Pero todo se lo tomaban a risa. Todos, menos el chaval de Londres -Williams-, que en lugar de reírles las gracias parecía tomarse la cosa en serio.

Me despertó la curiosidad. Empecé a preguntarme si no habría algo de real tras las vagas historias que me habían contado. Y aproveché la primera ocasión para preguntarle si tenía motivos para pensar que las historias de los marineros contaban sobre el barco tenían algo de cierto. De entrada, tendió a mostrarse reticente; pero pronto se puso a hablar sin ambages. Me dijo que no sabía de ningún incidente particular que pudiese considerarse insólito en el sentido en que yo lo planteaba. Pero que había muchas cosas pequeñas que al relacionarlas daban que pensar. Por ejemplo, el hecho de que las travesías resultasen tan largas y el barco encontrase tan a menudo un tiempo de mil demonios; o eso, o si no, calma chicha o viento de proa. Y pasaban más cosas aún. Velas que estaban bien aferradas, y él lo había comprobado, y que a la noche se ponían a chasquear. Fue en ese momento cuando me dijo algo sorprendente.

-Hay demasiada sombras malditas rodeando el barco; te alteran los nervios como no he visto yo que lo haga ninguna cosa natural.

De golpe, acababa de perder toda su compostura confiada; en seguida se volvió a mirar en torno.

-¡Demasiada sombras! -dije- ¿Qué quieres decir? Pero se negó a explicarse, no me contó nada más. Se limitaba a menear la cabeza con aire estúpido. De repente, se había puesto de mal humor. Yo estaba convencido de que se hacía el tonto a propósito. Creo que en realidad le daba algo de vergüenza haberse puesto a pensar en voz alta, y haber hablado de aquellas «sombras». Era ese tipo de hombre que a veces piensa, pero que rara vez traduce sus pensamientos en palabras. De todos modos, yo tenía claro que era inútil seguir preguntando, y me callé. Con todo, durante varios días me sorprendí preguntándome qué habría querido decir aquel tío cuando habló de las «sombras».

Habíamos dejado Frisco al día siguiente de embarcar, con buen tiempo. Soplaba una excelente brisa, que parecía a propósito para desvanecer todos los comentarios sobre la desgracia del barco. Y sin embargo...

 

(Vaciló un instante. Luego, siguió):

 

Durante las dos primeras semanas, no se produjo nada normal. El viento se mantenía. Empezaba a estimar que en total había tenido mucha suerte al optar por aquel buque. La mayor parte de los tíos hablaban bien del barco, y comenzaba a ¡¡fundirse entre la tripulación la idea de que aquellas historias de duendes eran simplemente estupideces. Y entonces, en el momento en que me acostumbraba, ocurrió algo que me abrió los ojos terriblemente.

Era el cuarto de las ocho a medianoche; me encontraba sentado a estribor, en los peldaños que suben al castillo. Hacía una noche espléndida y una luna magnífica. Oí que daban cuatro campanadas, y que respondía el vigía, un viejo llamado Jaskett. Cuando el que daba la horas soltó la rabiza de la campana, el vigía me vio allí sentado sin decir nada, fumando en pipa. Se inclinó por encima del empalletado a mirarme.

-¿Eres tú, Jessop? -preguntó

-Eso parece -le contesté.

-Si eso fuese siempre igual, podríamos traer a bordo a nuestras abuelas y a todas las parientas con faldas-subrayó con aire pensativo, señalando con la mano de pipa aquel mar en calma y el cielo sereno.

No vi motivos para contradecirle, y él siguió:

-Si este viejo cascarón está encantado, como por lo visto creen algunos, pues mira, lo que puedo decir es que ojalá tenga la suerte de ir a dar en otro igual. Buen jamar, bebida los domingos, tipos legales en el comedor de oficiales, todo en su sitio, vamos, que sabes el terreno que pisas. Y eso del encanta­miento es una jodida imbecilidad. Yo he estado a bordo de un montón de barcos que decían que tenían duendes, y algunos sí tenían, pero no era ningún problema de fantasmas. Estuve en un barco en el que no podías pegar ojo si antes no habías revuelto todo el cuchitril para hacer una cacería en regla. A veces...

En aquel momento subía por la escalera del castillo de proa el relevo, un grumete, y el viejo se volvió a preguntarle: -¿Y por qué demonios no has venido algo antes?

El marinero respondió algo que no entendí; porque de repente estos ojos, un tanto embotados por el sueño, habían percibido a proa algo extraordinario y desconcertante a la vez. Era simplemente la forma de un hombre que saltaba a bordo por encima de la batayola de estribor, un poco más a popa de los obenques del palo mayor. Me levanté, me así al barandal y miré.

Alguien dijo no sé qué detrás mío. Era el vigía, que acababa de bajar del castillo e iba hacia popa a darle al contramaestre el nombre del relevo.

-¿Qué hay, marinero?-preguntó con curiosidad al ver mi actitud.

Aquello lo que fuese, había desaparecido en la oscuridad de la cubierta, por el lado de sotavento.

-¡Nada! -respondí simplemente, pues estaba demasiado turbado por lo que acababa de ver como para poder decir más; necesitaba reflexionar.

El viejo lobo de mar me echó una mirada, se contentó con musitar algo y siguió su camino hacia el comedor de oficiales. Me quedé allí mirando tal vez un minuto, pero no pude ver nada. Luego caminé despacio hasta detrás de la camareta. Desde allí podía observar la mayor parte de la cubierta principal, pero no se veía nada, aparte de las sombras movedizas de los aparejos, las perchas y las velas que se agitaban a la luz de la luna. El viejo que acababa de dejar la vigía volvía ahora hacia proa y yo me encontraba solo en aquella parte de la cubierta. Y entonces, de repente, intentando penetrar en la oscuridad que había en el lado de sotavento, recordé lo que había dicho Williams: había demasiadas «sombras». En aquel momento, yo les había dado muchas vueltas a esas palabras preguntándome qué querrían decir. Ahora, no me resultaba nada difícil com­prenderlo. Efectivamente, había demasiado sombras. Sin embargo, las hubiese o no, por el bien y la tranquilidad de mi espíritu necesitaba determinar de una vez por todas si aquello que había creído ver saltar a bordo proveniente del océano era una realidad o simplemente un fantasma, digamos, nacido de la imaginación. Porque la razón me decía que era eso, un sueño fugaz -había debido de dormitar-, pero algo más profundo que la razón me decía que no. Quise comprobarlo, y me metí de cabeza en las sombras. No había nada.

Me animé. El sentido común me decía que debía haberlo imaginado todo. Fui hasta el palo mayor y miré tras el cabillero que lo rodea en parte y miré hacia abajo, en la oscuridad que reina en torno de las bombas; pero allí tampoco había nada. Entonces fui hasta debajo del saltillo de la toldilla. Estaba más oscuro que fuera. Examiné los dos lados de la cubierta y vi que allí no había nada que se pareciese a lo que buscaba. Me sentí reconfortado. Observé las escaleras de la toldilla, y me di cuenta de que por allí no podía subir nadie sin que le viesen el contramaestre y el que da la hora. Entonces, apoyé la espalda en el mamparo estanco y pensé rápidamente en todo aquello, chupando la pipa y sin dejar de mirar la cubierta. Concluí la reflexión gritando en voz alta:

-¡No!

Sin embargo, no sé qué me pasó por la mente, que dije:

-A menos que...

Fui entonces a los mamparos estancos de estribor, y miré por encima, al mar; sólo se veía agua. De modo que me volví y seguí hacia proa. Triunfaba el sentido común. Estaba con­vencido de que la imaginación acababa de gastarme una jugarreta.

Llegué a la puerta de babor que da al castillo de proa y estaba a punto de entrar cuando algo me hizo volver. En cuanto miré atrás, me estremecí. Mas lejos, hacia atrás, había una sombra, allí, en la estela iluminada por la luna, que bailaba barriendo la cubierta, un poco por detrás del palo mayor.

Era la misma aparición que acababa de atribuir a mis imaginaciones. Tengo que reconocer que quedé algo abru­mado. Incluso un poco aterrorizado. Ahora estaba convencido de que no era nada imaginario. Era una silueta humana. Y sin embargo, con el juego de luz y oscuridad producido por los rayos de la luna y las sombras al perseguirse, era incapaz de decir más que eso. Luego, parado allí, indeciso y bastante lleno de miedo, me dije que alguno debía de andar haciendo el imbécil. ¿Por qué? ¿Qué pretendía? No me paré a pensarlo. Recibía con gusto toda sugerencia que pareciese compatible con el sentido común. De momento, me sentí aliviado. Eso no se me había ocurrido antes. Empecé a cobrar valor. Me acusé de soñar disparates; de no ser por eso, ya le habría pillado. Pero lo extraño era que a pesar de todos esos razonamientos, seguía teniendo miedo de ir hacia popa a descubrir qué era lo que había a sotavento de la cubierta. Sin embargo, sentía que si no me atrevía merecía que me echasen por la borda. Por tanto, fui, pero sin demasiadas prisas, como podéis imaginar.

Había recorrido ya la mitad de la distancia que nos separaba, y el personaje seguía aún allí, inmóvil y silencioso. A cada balanceo, se posaban en él la luz de la luna o las sombras. Creo que intenté hacerme el sorprendido. Si era uno de los tíos que andaba haciendo el imbécil, tenía que haberme oído y, entonces, ¿por qué no escapaba a tiempo? Y ¿dónde podía haberse escondido antes? Me hacía estas preguntas una detrás de otra, embarulladamente, con una curiosa mezcla de duda y confianza y entretanto me iba acercando, ¿sabéis? Había dejado ya atrás la camareta y me encontraba a menos de doce pasos cuando de repente la silueta silenciosa dio tres rápidas zancadas hacia el empalletado de babor y pasó por encima para echarse al mar.

Me precipité hacia aquel lado y miré por encima de la batayola, pero no otra cosa que la oscura mole del navío desplazándose por el mar iluminado por la luna. Sería imposible decir cuánto tiempo estuve allí mirando la superficie del agua, desconcertado. Sin duda, al menos un minuto. Estaba horrible­mente despistado. Era una configuración tan brutal del carácter extranatural de aquello que según mis razonamientos tenía que ser sólo un capricho de la imaginación... Supongo que estaba pasmado y en cierto modo aturdido.

Pasé, pues, unos momentos mirando las profundidades de la aguas sombrías de debajo del casco. Luego volví a mi estado normal. El contramaestre lanzaba esta orden:

-¡Braza de trinquete a sotavento! Llegué a las brazas como un sonámbulo.

 

 

LO QUE VIO TAMMY, EL PILOTÍN

 

 

A la mañana siguiente, durante mi cuarto de cubierta, observé las zonas por las que había subido a bordo y se había ido aquella cosa extraña; pero no encontré nada anormal, ningún indicio que pudiese ayudarme a comprender el misterio de aquel desconocido.

Luego, durante varios días, todo estuvo tranquilo; sin embargo, las noches yo vagaba por las cubiertas intentando descubrir algo que pudiese arrojar alguna luz sobre la cuestión. Llevaba cuidado de no decir a nadie lo que había visto. De todos modos, estaba seguro de que se hubieran burlado de mí.

Así transcurrieron varias noches, sin avanzar un solo paso en aclarar el caso. Pero entonces, durante el cuarto de mediano­che, ocurrió algo.

Me tocaba estar al timón. Tammy, uno de los pilotines que navegaban por primera vez, daba la hora yendo y viniendo por el lado de sotavento de la popa. El contramaestre fumaba su pipa, apoyado en el saltillo de la toldilla. El tiempo seguía siendo bonancible, y la luna, aunque ya declinaba, todavía era sufi­ciente para resaltar los detalles de todo lo que había en la popa. Habían dado la hora tres veces, y tengo que confesar que tenía sueño. En realidad, creo que debí de dormirme, porque el viejo navío se manejaba muy fácilmente; tenía poquísimas cosas que hacer, aparte de corregir el rumbo de cuando en cuando con un pequeño golpe de gobernalle. Y entonces, de repente, me pareció que me llamaban por mi nombre, en voz baja. No estaba seguro. Primero eché una mirada hacia adelante, a donde estaba el contramaestre, y luego a la bitácora. El rumbo era correcto, y esto me alivió. Pero luego, de repente, oí otra vez lo mismo. No cabía duda, miré a sotavento. Entonces vi que Tammy pasaba la mano por encima del gobernalle para tratar de tocarme el brazo. Estaba a punto de preguntarle qué quería cuando levantó un dedo para pedirme silencio; señaló algo hacia adelante, por el lado de la popa que se encontraba a sotavento. En la penumbra pude ver que había palidecido y se encontraba muy agitado. Miré algunos segundos en la dirección que me indicaba, pero no pude ver nada.

-¿Qué ocurre?-pregunté a media voz tras haber mirado otros dos minutos sin resultado-. No veo nada.

-¡Chsst! -murmuró sin mirarme. Luego, de repente, con un pequeño impulso, saltó por encima de la caja del timón y vino a colocarse delante de mí, temblando de pies a cabeza. Parecía seguir con la mirada a sotavento de tal forma que me hizo pensar que veía algo insólito.

-¿Qué te sucede? -pregunté en tono enérgico. Entonces me acordé del contramaestre. Seguía adelante, en el lugar donde hacía guardia. Estaba de espaldas, no había visto a Tammy. Entonces me volví hacia el muchacho-. ¡Por el amor de Dios, rehazte antes de que te vea el contramaestre! -le dije-. Si quieres decir algo, dímelo desde el otro lado de la caja del timón habrás soñado.

Mientras le hablaba, aquel golfillo seguía agarrándome la manga; y con la otra mano señalaba el carretel, gritando:

-¡Viene! ¡Que viene!

En el mismo instante, el contramaestre corría hacia popa a preguntar qué ocurría. Entonces, de repente, vi agachada bajo la batayola, al lado del carretel, una cosa que parecía un hombre; pero tan ahogada en niebla y tan irreal, que apenas podía decir que la había visto. Sin embargo, se me vino a la memoria como un relámpago aquella silueta que yo había visto una semana antes, al resplandor vacilante del claro de luna.

El contramaestre llegó a mi altura, y se lo señalé sin decir nada, pero al mismo tiempo sabía que él no podría ver lo que veía. (Es extraño, ¿no?) Y luego, en un abrir y cerrar de ojos, dejé de ver aquello y sentí que Tammy me apretaba con fuerza las rodillas.

El contramaestre siguió mirando un instante el carretel, y luego se volvió socarrón hacia mí.

-Supongo que dormíais los dos, ¿no?-Sin aguardar a que le contestase que no, le dijo a Tammy que dejase de dar sacudidas si no quería que lo echase por la borda a fuerza de patadas en el trasero.

Volvió en seguida al saltillo de la toldilla, encendió la pipa, midió el puente con sus pasos durante algunos minutos lanzándome de vez en vez extrañas miradas medio escépticas, medio intrigadas.

Cuando más tarde me relevaron, me fui lanzado a la litera del pilotín. Tenía prisa por hablar con Tammy. Me atormentaban montones de preguntas, y no sabía qué hacer. Le encontré acurrucado sobre un cofre; con la barbilla sobre las rodillas, clavada en la puerta una mirada de terror. Cuando asomé la cabeza, se sobresaltó. Al ver quién era se distendió un poco.

-Entra -dijo muy bajito, con una voz que me esforzaba por calmar. Pasé por encima del colgadizo y me senté delante de él, en otro cofre-. ¿Qué era eso?-preguntó poniendo pies en la cubierta e inclinándose hacia adelante-. ¡Por el amor de Dios! ¡Dime qué era!

Había elevado el tono. Extendí una mano para advertirle.

-¡Chsst! ¡Que vas a despertar a los demás!

Repitió la pregunta en voz más baja. Antes de contestarle, dudé. En seguida tuve la impresión de que era mejor negar todo, decir que no había visto nada fuera de lo normal. Respondí lo que se me ocurrió.

-¿Qué era eso? ¿Qué era que? Si es lo que venía a preguntarte. Con tu crisis de tontería histérica nos has hecho pasar por un par de imbéciles sin remedio.

Acabé esta observación en tono colérico.

-¡No es cierto! -respondió con un murmullo ve­hemente-. Y tú lo sabes muy bien. Tú mismo lo has visto. Se lo has señalado al contramaestre. Te he visto.

El miedo, la vejación y mi incredulidad habían puesto al hombrecillo al borde de las lágrimas.

-¡Sandeces! -repliqué-. Pero si tú sabes que te habías dormido cuando tenías que dar la hora. Tuviste un sueño y despertaste sobresaltado. Estabas descompuesto.

Había decidido hacer todo lo posible para tranquilizarle. Sin embargo, ¡Dios! Falta me hacía tranquilizarme a mí. Si él hubiese sabido qué había visto yo otra noche en la cubierta principal, ¡no veas!

-Estaba tan poco dormido como tú -dijo en tono agresivo-. Y lo sabes. Lo único que quieres es engañarme. Este barco está encantado.

-¿Qué? -dije tajante.

-Está encantado -repitió-. Está encantado.

-¿Quién ha dicho eso? -pregunté con tono incrédulo.

-Yo. Y tú lo sabes. Todo el mundo lo sabe; pero los demás sólo se lo creen a medias... Yo estaba igual que ellos hasta esta noche.

-¡Menuda majadería! -respondí-. Eso es un montón de historias fantásticas de viejos lobos de mar. Está tan encantado como yo.

-No es ninguna majadería -respondió, muy lejos de haberse convencido. Ni son historias de viejos lobos de mar... ¿Por qué no reconoces que lo has visto? -gritó, cada vez más enervado, a punto de deshacerse en lágrimas y levantando de nuevo la voz.

Le dije que iba a despertar a los que dormían.

-¿Por qué no quieres reconocer que lo has visto? -re­petía. Me levanté y fui hacia la puerta.

-¡Eres un crío idiota! -le dije- Y te aviso que no vayas por las cubiertas diciendo tonterías. Créeme, vuelve a acostarte y echa un sueñito. Vas a perder la chaveta. Mañana igual te das cuenta de que te has portado como un memo.

Volví a pasar por encima del coyadizo y le dejé. Creo que me siguió hasta la puerta para decirme algo; pero yo me encontré ya a mitad de camino del castillo.

Durante los dos días siguientes, evité tanto como pude al muchacho; procuraba que no me pillase cuando estaba solo. Estaba decidido a convencerle, en la medida de lo posible, de que aquella noche se había equivocado al creer que veía algo. Sin embargo, no sirvió de mucho, como se verá muy pronto. Pues la noche del segundo día hubo nuevos hechos que hicieron inútil toda negativa por mi parte.

 

 

EL HOMBRE DEL PALO MAYOR

 

 

Ocurrió durante el primer cuarto, inmediatamente después de la sexta campanada. Yo estaba a proa, sentado en el cuartel de trinquete. En la cubierta principal no había nadie. La noche era excepcionalmente hermosa: el viento se había echado y había un gran silencio a bordo.

De repente oí la voz del contramaestre:

-¡Ahí, en el aparejo del palo mayor! ¿Quién sube? Estaba sentado, y presté atención. La única respuesta a la pregunta fue un denso silencio. Se oyó de nuevo la voz del contramaestre. Estaba visiblemente indignado.

-¡Diablos! ¿Me oyes? ¿Qué demonios haces ahí arriba? ¡Bala!

Me levanté y fui a barlovento. Desde allí podía ver el saltillo de la toldilla. El contramaestre estaba junto a la escalera de estribor, parecía mirar algo que a mí las velas de gavia no me dejaban ver. Mientras miraba, saltó de nuevo:

-¡Infiernos y condenación! ¡Maldito marino de agua dulce, baja de ahí cuando yo te lo mando!

Brincaba de impaciencia; repitió la orden con furor. Pero no hubo respuesta. Se dirigió hacia atrás. ¿Qué había sucedido? ¿Quién había trepado por la arboladura? ¿Quién podía ser tan idiota de hacerlo sin haber recibido órdenes? Entonces me asaltó una idea. La silueta que Tammy y yo habíamos visto. ¿Habría visto el contramaestre alguna cosa... algo? Eché a correr, pero tuve que detenerme en seguida. Se acababa de oír el silbato agudo del contramaestre; llamaba a los hombres de cuarto y corrí al castillo de proa a despertarles. Un minuto más tarde corría con ellos a popa a ver qué quería.

-¡Que uno de vosotros suba al palo mayor, y rápido! Que vea quien es el maldito cretino que está allá arriba. Y qué mal está tramando.

-Sí... sí, contramaestre... -gritaron varios hombres como respuesta; hubo dos que saltaron a los aparejos de barlovento. Fui con ellos y los demás se disponían a seguimos. Pero el contramaestre gritó que alguien subiese por el lado de sota­vento, por si acaso el tío intentaba bajar por aquel lado. Mientras seguía a los otros dos hacia arriba, oí que el contramaestre le decía a Tammy, que daba la hora, que bajase a la cubierta principal con otro pilotín a vigilar los obenques.

Tammy dudaba.

-¿Y bien? -preguntó el contramaestre con tono severo.

-Nada, contramaestre -dijo Tammy, dirigiéndose hacia la cubierta principal.

El primero de los que subían por el lado del viento había llegado a los baos de gavia. Tenía ya la cabeza por encima de la cofa y echó una mirada, antes de aventurarse a subir más.

-¿Ves algo, Jock, y trepó a la gavia, con lo que dejé de verle.

El tío que iba delante de mí le siguió. Alcanzó el aparejo de los baos de gavia y se detuvo a escupir. Estaba justo debajo de él, y se dirigió a mí.

-A todo esto, ¿quién anda ahí arriba? -dijo-. ¿Qué ha visto? ¿A quién perseguimos?

Le contesté que no sabía nada, y él se lanzó al aparejo del palo de gavia. Le seguí. Los tíos de sotavento se encontraban casi al mismo nivel que nosotros. Por debajo del seno de la gavia, podía ver a Tammy y al otro pilotín en la cubierta principal, mirando hacia arriba.

El personal estaba un tanto enervado, pero al mismo tiempo bastante deprimido; sin embargo, me inclino a creer que se debía más bien a la curiosidad y tal vez a una cierta conciencia de que en todo aquello había algo raro. Al mirar hacia el lado de sotavento, me di cuenta de que había cierta tendencia a no perderse de vista unos a otros, cosa que me pareció muy bien.

-Será un jodido polizón -sugirió uno.

Me apunté inmediatamente a la idea, pero al cabo de un momento tuve que rechazarla. Recordaba que la primera cosa que yo había visto había pasado por encima de la barandilla para saltar al mar. Aquel caso no podía explicarse con la historia de un polizón. Por tanto, me sentía inquieto y curioso. Esta vez, yo no había visto nada. ¿Por qué había podido verlo el con­tramaestre? No entendía. ¿Estábamos persiguiendo a seres imaginarios o realmente había algo real allí en las sombras, encima de nosotros? Mi pensamiento voló hacia aquella cosa que Tammy y yo habíamos visto junto al carretel. Recordé que en aquella ocasión el contramaestre no había podido ver nada. Y que eso nos había parecido natural. Volví a rumiar la palabra -polizón». Al fin ya¡ cabo, eso podría explicar todo. Esto habría...

Mis pensamientos se vieron bruscamente interrumpidos. Uno de los hombres gritaba y gesticulaba.

-¡Le veo! ¡Le veo! -Señalaba algo que estaba encima de nuestras cabezas.

-¿Dónde? -preguntó el que estaba encima mío­

Yo miraba hacia arriba tanto como podía. Sentía cierto alivio. O sea, que es real», me decía. Volvía la cabeza en todas direcciones, escudriñando las jarcias de encima. Seguía sin ver nada; sólo la oscuridad y las manchas de luz.

Oí abajo la voz del contramaestre.

-¿Lo habéis atrapado? -decía.

-Todavía no, contramaestre -exclamó el hombre que estaba más abajo a sotavento.

-Se le ve -añadió Quoin.

-Yo, no -dije.

-Está otra vez ahí -dijo él.

Habíamos llegado al aparejo del juanete y señalaba la verga del sobrejuanete.

-Eres un imbécil, Quoin. Totalmente imbécil.

Eso venía de arriba. Era la voz de Jock. Hubo un coro de carcajadas a cuenta de Quoin.

Ahora podía ver a Jock. Estaba de pie en el aparejo, justo debajo de la verga. Había ido directamente arriba, mientras los demás vagaban por la gavia.

-Eres un imbécil, Quoin -repitió de nuevo-. Y estoy por pensar que el contramestre también está venado. Empezaba a bajar.

-Entonces, ¿no hay nadie? -pregunté.

-No.

Cuando llegamos a cubierta, vino el contramaestre corrien­do desde la popa. Se dirigió hacia nosotros con el aspecto de quien espera algo.

-¿Lo tenéis? -preguntó lleno de confianza.

-No había nadie -dije.

-¡Cómo!

-Casi aullaba-. Vosotros me ocultáis algo -siguió furioso, mirándonos de uno a uno-. Vamos, ¡soltad! ¿Qué era?

-No escondemos nada -respondí, tomando la palabra por todo el grupo-. Allí arriba no hay nadie.

El contramaestre nos fue mirando.

-Entonces, ¿soy un imbécil? -preguntó en tono despre­ciativo.

Hubo un silencio de aprobación.

-Lo he visto con mis propios ojos continuó-. Y Tammy, aquí presente, también lo ha visto. Todavía no había pasado la gavia cuando le vi la primera vez. No había posibilidad de equivocarse. Es una idiotez decir que no estaba ahí.

-Pues bien, contramaestre, no, no está -contesté- Jock ha subido hasta lo alto de la verga del sobrejuanete.

El contramaestre tardó en responder; dio unos pasos hacia atrás y levantó la vista hacia lo alto del palo mayor. Entonces se volvió hacia los dos pilotines.

-Muchachos, ¿seguro que ninguno de los dos le ha visto bajar del palo mayor? -preguntó con aire desconfiado. -No, contramaestre -respondieron ambos al mismo tiempo.

-De todos modos -murmuró para sí, pero le oí-, de haber bajado, yo le habría visto.

-Contramaestre, ¿tiene usted alguna idea de a quién ha visto? -le pregunté en aquel momento crucial.

-¡No! -dijo.

Estábamos todos allí, callados, aguardando a que nos soltase; él reflexionaba.

-¡Rediez! -exclamó de repente-. Se me habría tenido que ocurrir antes.

Se volvió a pasar revista con la mirada.

-¿Estáis todos ahí? -preguntó.

-Sí, contramaestre -contestamos a coro. Pude ver que nos contaba. Luego habló de nuevo.

-Vosotros, quedaos donde estáis. Tammy, tú te vuelves a tu sollado y compruebas si los demás están en la litera. Luego, vuelves a decírmelo. Ve rápido, ya.

Mientras el muchacho se iba, el contramaestre se volvió hacia el otro pilotín.

-Tú vas corriendo al castillo de proa -dijo-. Cuenta a los hombres del otro cuarto; y luego vienes a darme cuenta. El chaval desapareció en dirección al castillo. Tammy volvía ya del sollado para anunciar al contramaestre que los otros dos pilotines dormían a pierna suelta. El contramaestre le mandó inmediatamente a ver si el carpintero y el velero estaban acostados.

Mientras andaba en eso, volvió el otro a anunciar que todos los hombres estaban en sus literas y dormían.

-¿Seguro? -preguntó el contramaestre.

Totalmente, contramaestre. Éste hizo un gesto rápido.

-Ve a ver si el camarotero está en su litera -dijo en seguida. Me di muy bien cuenta de lo tremendamente intrigado que estaba.

«Todavía le queda mucho por aprender, señor con­tramaestre», dije para mis adentros. Y me pregunté qué conclu­siones sacaría.

Unos segundos más tarde, Tammy volvió a anunciar que el carpintero, el velero y el «doctor» se encontraban acostados. El contramaestre masculló algo y le dijo que bajase a la cámara a ver si por casualidad estaban allí el segundo y el segundo contramaestre, y por tanto no estaban acostados. Tammy echó a andar, pero se detuvo.

-Ya que voy allí, ¿quiere que eche una mirada donde el Viejo, para ver si está? -preguntó.

-¡No! -dijo el contramaestre-. Haz lo que te digo y ven a decirme. Si tiene que ir alguien, seré yo.

-Bien, contramaestre -dijo, yéndose para popa.

Luego vino el otro pilotín a decir que el camarotero estaba en la litera y quería saber por qué demonios se paseaba alguien por allí.

El contramaestre estuvo cerca de un minuto sin decir palabra. Luego se volvió hacia nosotros y nos dijo que podíamos ir a proa.

Nos fuimos todos juntos hablando a media voz. Entonces llegó Tammy desde popa y se acercó al contramaestre. Oí que anunciaba que los otros dos oficiales se encontraban dormidos en sus literas. Luego añadió, como dudando:

-Y el viejo también está.

-Creí haberte dicho... -empezó el contramaestre.

-Si no he ido, contramaestre -dijo Tammy-. Tenía abierta la puerta del camarote.

El contramaestre se fue para atrás. Cacé un fragmento de lo que le decía a Tammy:

-... para toda la tripulación. Soy... Subía a la toldilla. No cacé nada más.

Me había rezagado y me apresuré a unirme a los demás. Nos acercábamos al castillo de proa cuando sonó la campana; despertamos a los del relevo y le contamos la diversión que habíamos tenido.

-Pues, la verdad -observó uno-, es que eso no anda muy bien.

-Desde luego -dijo otro-. Estaría dormitando y soñó que su suegra había venido a hacerle una visita de cortesía. La suposición desencadenó una crisis de hilaridad, y me sorprendí sonriendo con los demás; sin embargo, no tenía ningún motivo para compartir su convicción de que todo aquello no tenía base.

-Habría podido ser un polizón, ¿sabéis? -le observó Quoin (que antes ya había dicho lo mismo) a uno de lo marineros de segunda clase, llamado Stubbins, un tipo pequeño y bastante oso.

-Sí, por ti podría ser incluso el diablo en persona -contestó éste-. Los pasajeros clandestinos no hacen el imbécil de esa forma.

-No sé -dijo el otro. Habría tenido que preguntarle al contramaestre qué le parecía la idea;

-En todo caso, yo descartaría lo del polizón -dije por decir algo-. ¿Qué iría a buscar un polizón en la arboladura? Apuesto a que más bien buscaría la despensa.

-Eso mismo; sin falta -dijo Stubbins. Encendió la pipa y se puso a echar bocanadas, lentamente-. De todos modos, yo no entiendo -declaró tras un instante de silencio.

-Y yo tampoco -dije. A continuación me quedé un momento en silencio para escuchar por dónde seguía la conversación.

Poco después, mi mirada tropezó con Williams, el hombre que me había hablado de las «sombras». Estaba sentado en la litera, fumando, y no pretendía meterse en la conversación. Fui donde él.

-¿Qué piensas de esto, Williams? -le pregunté-. Tú, ¿crees que el contramaestre ha visto algo de verdad?

Me miró con semblante vagamente inquieto, pero no respondió.

Ese silencio me molestó un poco; pero procuré no mos­trarlo. Al cabo de un momento, seguí.

-Mira, Williams, empiezo a comprender lo que querías decir aquella noche que me hablaste de que había demasiadas sombras.

-¿A qué te refieres? -preguntó sacándose la pipa de la boca y con aspecto de gran sorpresa.

-Pues lo que te digo. Que hay demasiadas sombras.

Se sentó, se echó por delante, extendió la mano que sostenía la pipa. La mirada revelaba claramente lo excitado que estaba.

-¿Has visto...?

-Dudaba, me observaba, luchaba inte­riormente por lograr explicarse.

-Bien... -dije, para que siguiese.

Tal vez luchó durante un buen rato por decir algo. Luego dejó de tener aquel aspecto misterioso y la expresión indefinible para adoptar un aire decidido y amenazador.

-¡Que el diablo me lleve si no consigo que me den la paga, con sombras o sin ellas!

Le contemplé asombrado.

-¿Y esto qué tiene que ver con que te den la paga -pregunté?

Meneó la cabeza con una especie de resolución impasible.

-Escúchame -dijo.

Yo aguardaba.

-La tripulación desembarcó -hizo con la pipa y la mano un gesto hacia atrás.

-En Frisco, quieres decir.

-Sí. Y sin ver un solo céntimo de la paga. Yo, me quedé. De repente, comprendí.

-Entonces, ¿quieres decir que habían visto... -dudé, pero al cabo me decidí a decir-: ...sombras?

Asintió en silencio.

-¿O sea que todos se fueron sin blanca?

Asintió de nuevo y se puso a dar golpecitos con la pipa en el borde de la litera.

-¿Y los oficiales y el patrón? -pregunté.

-Son nuevos -dijo. Y saltó de la litera. Porque daban ocho campanadas.

 

 

CONFUSIONES EN EL VELAMEN

 

 

El viernes por la noche el contramaestre había mandado a los hombres de cuarto palos arriba en busca del hombre que había subido al mástil mayor. Luego, durante cinco días, se habló poco de eso. Aparte de Williams, Tammy y yo, nadie parecía tomarse aquello en serio. Aunque tal vez no tendría que excluir a Quoin, que seguía afirmando en todo momento que había un polizón a bordo. En cuanto al contramaestre, actualmente pienso que empezaba a darse cuenta de que había algo más profundo y difícil de comprender que lo que había imaginado al principio. Sé que de todos modos tenía que guardar para sus adentros las hipótesis y opiniones, aún confusas, porque el Viejo y el segundo le escarnecían sin piedad a cuenta de su «fantasma». Eso, lo sabía por Tammy, que les había oído baquetearle durante el segundo cuarto pequeño del día siguiente. Tammy me contó también otra cosa que demostraba lo preocupado que andaba el contramaestre por su incapacidad para comprender la forma misteriosa en que había visto trepar a la arboladura. Le había dicho a Tammy que le describiera con todo detalle lo que ha­bía visto cerca del carretel. Es más, en ningún momento había aparentado el contramaestre tomarse la cosa a la ligera, o en burla. Había escuchado con mucha seriedad, y luego le ha­bía acribillado a preguntas. A mí me resulta evidente que se orientaba hacia la única conclusión posible. Sin embargo, Dios sabe que era una conclusión relativamente, claramente impro­bable.

Los que, como yo, sabían, tuvieron nuevos motivos de miedo el miércoles por la noche, después de esos cinco días de habladurías que he dicho. Pero me explico perfectamente que en aquel momento los que todavía no habían visto nada no encontrasen en lo que voy a contar motivos particulares de terror. Sin embargo, quedaron intrigados, sorprendidos y es posible que, a fin de cuentas, un poco asustados. Era un asunto en que muchas cosas resultaban inexplicables, aunque otras muchas eran naturales y normales. En definitiva, sólo se trataba de una vela que se había desplegado espontáneamente y se había puesto a chasquear al viento. Pero esto vino acompañado por detalles significativos... a la luz de lo que sabíamos Tammy, el contramaestre y yo, claro.

Habían dado siete campanadas, y luego otra, durante el primer cuarto, y nuestra guardia tenía que despertar para relevar a la del segundo. La mayor parte de los hombres habían saltado de la litera, se habían sentado en el cofre y estaban vistiéndose. De repente, asomó la cabeza por la puerta de babor uno de los pilotines del otro cuarto.

-El segundo quiere saber quién de vosotros cargó el sobrejuanete de trinquete en el cuarto anterior -dijo.

-¿Y por qué quiere saberlo? -preguntó uno de los hombres.

-Porque el lado de sotavento se ha desplegado -dijo el pilotín-. Y dice que el tío que lo haya cargado tiene que subir a arreglarlo en cuanto venga el relevo.

-¡Ah! ¿Hay que arreglarlo? Pues mira, yo no he sido -con­testó el hombre-. Mejor preguntes a los demás. -¿Preguntar qué? -dijo Plummer, que salía de la litera muy dormido aún.

El pilotín repitió el encargo.

El hombre bostezó y se desperezó.

-Vamos a ver-murmuró, rascándose la cabeza con una mano mientras con la otra se ponía la pernera del pantalón. ­¿Quién cargó el sobrejuanete de trinquete? -Se había puesto los pantalones y se levantó-. Pues, naturalmente, el grumete. ¿Quién quiere que sea?

-Sólo quería saber eso -dijo el pilotín, y desapareció.

-¡Vamos! ¡Tom! -gritó Stubbins al tercera clase-. ­Despiértate, tranquilo. El segundo acaba de mandar recado preguntando quién había cargado el sobrejuanete. Anda ahí dando vueltas al ciento, y dice que en cuanto den las ocho campanadas subas a aferrarlo como es debido.

-¡Que se ha desplegado! -dijo-. Pero si no hay mucha brisa; y yo tomé bien los rizos debajo de las vueltas.

Tal vez haya algún rizo podrido y haya cedido-planteó Stubbins-. De todos modos, mejor que te despabiles, porque van a dar los ocho toques.

Efectivamente, los daban un minuto más tarde, y fuimos todos a juntarnos para el recuento. En cuanto terminó, vi que el segundo se dirigía al contramaestre para decirle algo. Entonces, el contramaestre gritó:

-¡Tom!

-Contramaestre -respondió Tom.

-¿Fuiste tú el que cargó el sobrejuanete de trinquete en el cuarto anterior?

-Sí, contramaestre.

-¿Y cómo se ha desprendido?

-No me lo explico, contramaestre.

-Pues el caso es que anda suelto. Ya sabes lo que te toca. Sube y dale la vuelta al rizo, Y esta vez procura hacerlo mejor.

-Sí, contramaestre -dijo Tom, siguiéndonos hacia proa.

Al llegar al aparejo de trinquete, trepó y se puso a subir tranquilamente. Le veía muy claramente, porque la luna, aunque menguada, todavía brillaba en el cielo limpio.

Fui hasta el cabillero, por el lado del viento, y me apoyé. Contemplaba a Tom, llenando la pipa. Los otros se habían vuelto al castillo de proa, lo mismo los que habían estado de cuarto que los que acababan de subir. O sea que yo estaba solo en la cubierta principal. Sin embargo, al cabo de poco vi que estaba equivocado. Porque en el momento en que me ponía a lascar, vi a Williams, el joven londinense, que venía debajo de la camareta de sotavento y daba vuelta para ver al grumete que subía tranquilamente. Me sorprendió un poco, porque sabía que tenía entre manos con otros tres una partida de póquer, y que ya había ganado más de sesenta libras de tabaco. Iba a abrir la boca para preguntarle por qué no estaba jugando cuando recordé nuestra primera conversación. Recordé que me había dicho que siempre era por la noche cuando las velas se desplegaban solas. Entonces recordé la incomprensible insisten­cia con que había pronunciado esas palabras. Y de repente sentí mucho miedo. Porque inmediatamente me chocó que con un tiempo tan magnífico, con tanta calma, pudiese desplegarse sola una vela, por mal aferrada que estuviese. Me sorprendió no haber caído en la cuenta de lo curioso e insólito del caso. Si hace buen tiempo, las velas no se sueltan solas, con mar en calma, y el barco estable como una roca. Me aparté del cabillero y fui adelante de Williams. Él sabía, o al menos adivinaba, algo que para mí resultaba completamente oscuro en aquel momento. Allí arriba el chaval trepaba, pero ¿qué encontraría? Eso era lo que más miedo me daba. ¿Tenía que decir todo lo que sabía o sospe­chaba? Pero ¿a quién? Se me reirían en las barbas, y...

Williams se volvió a hablarme.

-¡Dios! -dijo-. ¡Ya empezamos otra vez!

-¿Cómo? -le pregunté, aunque sabía muy bien qué quería decir.

-Esas velas -respondió haciendo un gesto en dirección al sobrejuanete.

Eché una mirada rápida. Todo el lado de sotavento de la vela flotaba porque el rizo se había soltado. Más abajo, vi a Tom; iba a izarse hasta el aparejo del sobrejuanete.

Fue Williams el que volvió a hablar.

-Al venir perdimos a dos exactamente de la misma forma.

-¿A dos hombres? -exclamé.

-Sí -dijo él simplemente.

-No comprendo -seguí-. Nunca había oído una cosa así.

-Y cómo ibas a oír hablar de eso? -preguntó él.

No le contesté. A decir verdad, casi ni le oí, porque acababa de ocurrírseme que era absolutamente necesario aclarar aquello.

-He decidido que voy a decirle al contramaestre todo lo que sé -dije-. Él también vio algo que no puede explicarse, y... de todas, todas, no puedo aguantar esta situación. Si el contramaestre supiese todo...

-¡Vanga ya! Para que te tomen por imbécil. Estáte tran­quilo.

Quedé allí hecho un mar de dudas. Tenía toda la razón del mundo, y yo me consumía literalmente por saber qué tenía que hacer. Allí en lo alto de las vergas había peligro, no me cabía la menor duda. Aunque si me hubiese preguntado por qué, no hubiera sabido cómo responderme. Pero que había peligro, lo tenía tan claro como si lo hubiese visto con mis propios ojos. Aunque sospechaba tan poco la forma que podría tomar ese peligro que me preguntaba si podría evitarlo yendo a juntarme con Tom en la verga. Eso se me ocurrió en el momento en que levantaba la mirada hacia el sobrejuanete. Tom había llegado a la vela, estaba en pie sobre la relinga. Se inclinaba por encima de la verga para recoger el seno de la vela. En aquel momento vi que la concavidad del sobrejuanete se levantaba y bajaba bruscamente como si la vela hubiese encajado una bocanada de viento brusca y brutal.

-Ojo ahí... -empezó a decir Williams como ansioso y expectante. Se calló al instante. Súbitamente, la vela había pasado por encima de la verga, cayendo por el popel, y parecía haber barrido a Tom de la relinga.

-¡Dios mío! -exclamé-. ¡Ha desaparecido!

La vista se me nubló un instante. Williams gritaba algo que no podía comprender. Pero aquello se fue tan rápido como había venido y pude ver claramente de nuevo.

Williams señalaba algo. Vi una forma negra que se balan­ceaba bajo la verga. Williams gritó algo y corrió hacia el aparejo de trinquete. Comprendí el fin de su frase:

-...el rizo.

En seguida caí en la cuenta de que Tom, al caer, había encontrado forma de asirse al rizo y me apresuré a seguir a Williams para ayudarle a poner a salvo al chaval.

Abajo, en cubierta, oí los pasos de alguien que corría, y luego la voz del contramaestre. Preguntaba qué pasaba allí arriba. Pero no me tomé la molestia de contestar. Necesitaba todas las energías para mantenerme colgado. Sabía perfecta­mente que algunos rizos no eran más resistentes que cordones viejos y que si no podía cogerse a algo de la verga del juanete que tenía debajo, Tom podía caerse de un momento a otro. Llegué a la gavia y me izé rápidamente arriba. Williams estaba un tanto más arriba. En menos de medio minuto alcancé la verga del juanete. Williams ya estaba en la del sobrejuanete. Me deslicé por la relinga del juanete hasta situarme justo debajo de Tom; le grité que se dejase caer hacia mí, que le cogería al vuelo. No respondió, y vi que estaba suspendido de forma muy rara, encogido, sosteniéndose de una mano.

Me llegó la voz de Williams desde arriba, de la verga de sobrejuanete. Gritaba que subiese y le ayudase a soltar a Tom de la verga. Cuando llegué a su lado, me dijo que el rizo se había enrollado en la muñeca del chaval. Me incliné por encima de la verga y miré abajo. Williams tenía razón, y vi que había ido de un pelo. Lo extraño es que en el mismo momento pensé que apenas había viento. Recordaba la violencia con que la vela se había llevado al chaval.

Pero a todo esto no dejaba de esforzarme por recoger el briol de babor. Tomé el extremo, formé con él un nudo corredizo en torno al rizo y bajé el lazo por encima de la cabeza

y los hombros del chaval. Luego tiré para estrechar el lazo bajo sus brazos. Un minuto más tarde, lo teníamos con nosotros en la verga, a salvo. A la luz incierta de la luna, sólo pude ver que tenía en la frente un gran chichón, en el lugar donde le había dado la vela.

Permanecimos un instante allí de pie, conteniendo la respiración, oí abajo la voz del contramaestre. Williams miró hacia abajo, y luego se volvió a mí con una risita. -¡Caramba! -dijo.

-¿Qué ocurre? -me apresuré a preguntarle.

Echaba la cabeza para atrás y para adelante. Me volví un poco, sosteniendo con una mano el nervio y sosteniendo con la otra en equilibrio al grumete, que estaba inconsciente. De esta forma, podía mirar hacia abajo. Al principio no distinguía nada.

Luego oí de nuevo la voz del contramaestre.

-¿Quiér, diablos sois? ¿Qué hacéis?

Ahora ya le veía. Estaba al pie del aparejo del juanete, por la lúa, con la cara vuelta hacia arriba, intentando mirar al otro lado del mástil. A la luz de la luna, se distinguía apenas una cara. Repitió la pregunta.

-Somos Williams y yo, contramaestre -dije-. Tom, que está aquí, ha tenido un accidente.

Aguardé. Se puso a trepar hacia nosotros. De repente nos llegó el eco de conversaciones en el aparejo de sotavento.

El contramaestre nos alcanzó.

-Bueno, ¿qué ha ocurrido? -preguntó con aire descon­fiado-. ¿Qué ha ocurrido?

Se había agachado a mirar a Tom. Empecé a explicarle, pero me cortó en seco:

-¿Está muerto?

-No, contramaestre -le dije-. No creo, pero el pobre tío ha tenido una caída mala. Cuando llegamos, estaba colgado del rizo. La vela le hizo caer de la verga.

-¿Cómo? -preguntó en tono incisivo.

-El viento recogió la vela y la hizo pasar por encima de la verga.

-¿Qué viento? -preguntó interrumpiéndome-. Si se puede decir que no hay viento. -Se apoyó en el otro pie­-. ¿Qué quieres decir?

-Lo que digo, contramaestre. El viento ha hecho pasar el seno de la vela, por encima de la verga; la vela dio un golpe a Tom y le barrió de la relinga. Williams y yo lo hemos visto.

-¡Pero si no hace un viento capaz de hacer una cosa así; vaya tonterías dices!

Me dio la impresión de que el tono de voz revelaba más pasmo que otra cosa. Con todo, hubiera dicho que seguía desconfiando, aunque no sé si él mismo lo sabía.

Miró a Williams y pareció que iba a decir algo. Pero pareció cambiar de opinión, se volvió y gritó a uno de los que le habían seguido árbol arriba que bajase y le hiciese llegar una bobina de cabo de cáñamo de tres pulgadas y un montón de rabiza. -¡Y rápido! -concluyó.

-Sí, contramaestre -dijo el hombre, bajando a toda prisa. El contramaestre se volvió hacia mí.

-Cuando hayáis bajado a Tom, quiero una explicación

mejor que la que me has dado. ¡Eso no cuela!

-Muy bien, contramaestre -le respondí-. Pero no espere otra explicación.

-¿Qué quieres decir?-chilló-Te voy a enseñar que no acepto impertinencias, ni de ti ni de nadie.

-No pretendo ser impertinente, contramaestre. Lo que quiero decir es que no hay otra explicación que dar.

-¡Te he dicho que eso no cuela! -repetía-. Aquí hay algo muy raro. Tendré que dar cuenta al capitán. Y no puedo contarle esa historia fantástica... -se destapó al fin.

-No es la primera cosa rara que ocurre a bordo de este cascarón -repliqué- y usted, contramaestre, debería saberlo.

-¿Qué quieres decir?

-Pues bien, contramaestre, para ser franco, ¿qué piensa usted de aquel tío que nos mandó usted a buscar en el aparejo del palo mayor la otra noche? Fue un caso muy raro, ¿no? El doble de raro que esto de ahora.

-¡Basta ya, Jessop! -dijo, fuera de sí de cólera- estoy harto de tus impertinencias. -Pero el tono en que lo decía tenía un no sé qué que me daba la impresión de que le había hecho impacto. De repente había dejado de estar tan convencido de que le contaba cuentos de hadas.

Se calló durante unos momentos. Creo que reflexionaba in­tensamente. Cuando volvió a hablar, fue para ver cómo se bajaba al grumete a cubierta.

-Alguno de vosotros tendrá que bajar por sotavento y sostenerlo mientras lo bajamos -concluyó.

Se volvió a mirar abajo.

-¿Esa beta, ¿viene? -gritó. -Sí, contramaestre -contestó uno de los hombres.

Un instante más tarde, vi aparecer por encima de la gavia la cara de un hombre. Llevaba el motón en torno del cuello y el extremo de la beta encima del hombro.

Muy rápido estuvo el cable instalado y en seguida bajamos a Tom a cubierta. Lo llevamos entonces al castillo de proa y le instalamos en su litera. El contramaestre había mandado por un poco de aguardiente y se puso a darle una buena dosis. Mientras, dos hombres le frotaban pies y manos. Al poco, pareció volver en sí. Tuvo un acceso de tos y abrió los ojos con aire sorprendido y confundido. Luego se sentó, tambaleándose, en el borde de la litera. Uno de los hombres le sostenía, mientras el contramaestre

se echaba para atrás y le examinaba críticamente. El chaval se bamboleaba, y se llevó la mano a la cabeza.

-Vamos -dijo el contramaestre. Echa otro trago. Tom se calentó un poco. Luego habló:

-¡Dios santo! ¡Cómo me duele la cabeza!

Se palpó de nuevo el chichón de la frente. Luego se inclinó hacia adelante a mirar a los hombres agrupados junto a la litera.

-¿Qué ocurre? -preguntó con voz un tanto pastosa y como si no nos viese bien.

-¡Es precisamente lo que quiero saber! -dijo el con­tramaestre, que por primera vez hablaba con cierta severidad.

-¿No me habré dormido estando de servicio?-preguntó Tom, inquieto. Miraba con aire aterrorizado a los hombres reunidos alrededor suyo.

-Me da que ha quedado sonado, que pierde la chaveta -dijo claramente uno de los hombres.

-No -dije yo para contestar a Tom-. Te...

-Cállate, Jessop -dijo el contramaestre apresurándose a interrumpirme-. Quiero saber lo que él mismo tenga que decir. Se volvió de nuevo hacia Tom.

-Habías subido al sobrejuanete de trinquete -le insinuó.

-No puedo decírselo, contramaestre -dijo Tom, vacilando.

Pude comprender que no había captado lo que el con­tramaestre quería decirle.

-¡Pues estabas allí!-dijo el contramaestre, que empezaba a impacientarse-. Se había desplegado y yo te había mandado allí a sujetar un rizo.

-¿Se había desplegado, contramaestre? -preguntó Tom, con voz apesadumbrada.

-¡Sí! ¡Desplegado! ¿Es que no sé explicarme? De repente, el rostro de Tom se iluminó.

-¡Ah, claro, contramaestre! -dijo al írsele refrescando la memoria-. Esa maldita vela de repente se hinchó de viento. Me dio un golpe tremendo en la cara.

Dejó pasar un tiempo.

-Creo que... -empezó, pero se detuvo de nuevo.

-¡Sigue! -dijo el contramaestre-. ¡Desembucha!

-No sé, contramaestre -dijo Tom-. No comprendo. Todavía dudaba.

-Es todo lo que puedo recordar -murmuró; se llevó la

mano a la herida como si intentase recordar algo. En el silencio que siguió, oí la voz de Stubbins:

-Pero si prácticamente no hacía viento -decía, con semblante desconcertado.

Hubo un débil murmullo de asentimiento de los hombre presentes.

El contramaestre no dijo nada, y yo le observaba con curiosidad. Me preguntaba si empezaría a ver lo inútil que es buscar una explicación a lo sucedido. ¿Empezaría al fin relacionarlo con el caso del hombre del aparejo del palo mayor Ahora tiendo a pensar que sí. Porque después de haber mirad a Tom unos instantes con aire dubitativo, se fue del castillo d proa diciendo que a la mañana reanudaría la investigación. Pero a la mañana no lo hizo. Y tampoco creo que hablase con e patrón; en todo caso lo haría sin insistir; porque no se oyó habla más del caso; aunque, naturalmente, nuestras conversaciones l dieron no pocas vueltas al asunto.

En lo que concierne al contramaestre, sigo intrigado por I: actitud que tomó con nosotros allá arriba. A veces he pensado que se temía que le hubiésemos querido gastar una mala jugada

Tal vez en aquel momento medio sospechaba que alguno de nosotros hubiese estado mezclado en el otro asunto. O bien intentaba defenderse de una concepción que empezaba a imponérsele, a saber, que aquel viejo cascarón tenía algo de abominable. Pero, naturalmente, son sólo suposiciones.

Por lo demás, tardaron muy poco en producirse nuevo; acontecimientos.

viernes, 19 de enero de 2024

EL APOSENTO SILBANTE TEXTO COMPLETO William Hope Hodgson

 



EL APOSENTO SILBANTE

 

William Hope Hodgson

 

Carnacki me estrechó amistosamente la mano cuando llegué, un poco tarde. Luego abrió la puerta del comedor y nos acomodó a los cuatro -Jessop, Arkright, Taylor y yo- para almorzar.

Comimos muy bien, como de costumbre, y también como de costumbre Carnacki permaneció completamente silencioso durante el almuerzo. Al terminar, ocupamos con nuestro vino y nuestros cigarros los lugares habituales y Carnacki -tras instalarse cómodamente en su enorme sillón- empezó, sin preliminares de ninguna clase:

-Acabo de regresar de Irlanda, otra vez. Y he pensado que os interesaría oír mi relato. Además, creo que veré la cosa mucho más clara después de haberla contado con pelos y señales. He de confesar que hasta ahora me ha tenido completamente desconcertado. He tropezado con uno de los casos más singulares de encantamiento -o de alguna clase de diableria- de que nunca tuve noticia. Ahora, escuchad.

He pasado las últimas semanas en el Castillo de Iastrae, a unas veinte millas al nordeste de Galway. Hace un mes recibí una carta de un tal Mr. Sid K. Tassoc, que al parecer había comprado el lugar últimamente y se trasladó a él... para descubrir que había adquirido una propiedad muy singular.

Cuando llegué allí, Tassoc me esperaba en la estación y me llevó en su coche al castillo. Vivía en él con su hermano menor y otro norteamericano que parecía ser medio-sirviente, medio-compañero. Por lo visto, todos los criados habían abandonado el lugar y los tres hombres tenían que cuidar de sí mismos, con la ayuda de alguna mujer que acudía en las horas diurnas.

Prepararon un frugal refrigerio y Tassoc me habló del extraño silbido mientras estábamos a la mesa. Algo extraordinario y distinto a todo lo que hasta entonces me había ocupado, aunque debo reconocer que aquel Caso del Zumbido fue también de lo más raro.

Tassoc empezó la historia por la mitad:

-Tenemos un aposento en este tugurio -dijo-, en el que resuena un silbido infernal, algo espantoso. La cosa empieza en cualquier momento, nunca se sabe cuándo, y continúa hasta asustarle a uno. No es un silbido corriente, y no tiene nada que ver con el viento. Espere a oírlo.

-Todos llevamos revólver -dijo el más joven, dando una palmada al bolsillo de su chaqueta.

-¿Tan malo es? -inquirí.

El hermano mayor asintió.

-Es posible que yo sea blando -dijo-, pero espere a oírlo. A veces creo que es algo infernal, e inmediatamente después tengo la seguridad de que alguien nos está gastando una broma pesada.

-¿Por qué? -pregunté-. ¿Qué ganarían con ello?

-Se refiere usted -dijo- a que la gente suele tener algún motivo para entretenerse en este tipo de cosas. Bueno, se lo explicaré. Hay una dama en esta región que responde al nombre de Miss Donnehue y que va a convertirse en mi esposa, dentro de dos meses. Es muy guapa, pero, por lo que veo, he metido la cabeza en un nido de avispas irlandesas... Un montón de fogosos jóvenes la han estado cortejando durante los dos últimos años, y ahora que me he presentado yo y les he birlado a Miss Donnehue, sus sentimientos hacia mí no puede decirse que sean amistosos, precisamente. ¿Empieza usted a comprender las posibilidades?

-Sí -dije-. Aunque, de todos modos, no veo la relación que puede tener con ese aposento.

-Trataré de explicárselo -dijo-. Cuando me comprometí con Miss Donnehue, busqué un lugar para vivir y compré este castillo. Más tarde le dije a ella que había decidido instalarme aquí definitivamente. Y entonces ella me preguntó si no me inspiraba miedo el aposento silbante. Le contesté que era la primera noticia que tenía de tal aposento, ya que no había oído absolutamente nada. Se hallaban presentes algunos de sus amigos y me di cuenta de que se miraban el uno al otro, sonriendo con malicia. Aquello me intrigó y me indujo a efectuar algunas pesquisas, las cuales me permitieron descubrir que varias personas habían comprado este lugar durante los últimos veinte años. Y todas habían terminado por renunciar a vivir en él.

«Bueno, lo cierto es que aquellos jóvenes empezaron a tomarme el pelo y a decirme que estaban dispuestos a apostar conmigo a que no vivía seis meses en esta mansión. Miré a Miss Donnehue, pero me di cuenta de que ella no se lo tomaba a broma. En parte, creo, porque el tono de los jóvenes era muy burlón, como ya he dicho, y en parte porque realmente creía que había algo de cierto en la leyenda del aposento silbante.

«Sin embargo, no estaba dispuesto a permitir que se rieran de mí, y cubrí todas sus apuestas. Sospecho que algunos de ellos recibirán un duro golpe, a menos de que yo pierda; lo cual no pienso hacer. Bueno, ya conoce usted prácticamente toda la historia.

-No estoy de acuerdo -dije-. Lo único que sé es que ha comprado usted un castillo con un aposento en el que sucede algo «raro», y que ha hecho usted algunas apuestas. Sé también que sus criados se asustaron hasta el punto de marcharse de aquí. Cuénteme algo acerca del silbido.

-¡Oh, eso! -dijo Tassoc-. Empezó la segunda noche que pasamos aquí. Como puede suponer, había examinado cuidadosamente el aposento en cuestión a la luz del día, ya que aquella charla en Arlestrae -donde vive Miss Donnehue- me había intrigado un poco. Pero me pareció tan normal como cualquiera de las otras habitaciones del ala antigua, algo más solitaria, tal vez. Pero esta última sensación podía haber sido provocada por aquella misma charla.

»El silbido empezó alrededor de las diez la segunda noche, como ya he dicho. Tom y yo estábamos en la biblioteca cuando oímos un extraño silbido procedente del Pasadizo Este: el aposento se encuentra en el Ala Este, desde luego.

»-¡Ahí está el fantasma! -le dije a Tom.

»De modo que cogimos las lámparas de encima de la mesa y fuimos a echar una mirada. Mientras avanzábamos a lo largo del pasadizo se me hizo un nudo en la garganta, hasta tal punto resultaba horrible el silbido. Era una especie de melodía, hasta cierto punto, aunque sería más exacto describirlo como la risa burlona de un diablo o de algo corrompido resonando detrás de nuestra espalda. Esta es la impresión que me causó.

»Cuando llegamos el aposento no esperamos, sino que abrimos la puerta de par en par, y entonces el sonido me golpeó en plena cara. Tom dijo que a él le había ocurrido lo mismo: se sintió sorprendido y desconcertado. Echamos una mirada en torno nuestro, pero nos pusimos tan nerviosos que salimos de allí y yo cerré la puerta con llave.

»Bajamos aquí y nos servimos un buen trago. Entonces nos entonamos un poco y empezamos a darnos cuenta de que nos habíamos dejado tomar el pelo. De modo que nos armamos con un buen garrote cada uno y salimos a reconocer el terreno, pensando que alguno de aquellos malditos irlandeses se estaba divirtiendo a costa nuestra jugando a los fantasmas. Pero no vimos absolutamente nada ni oímos el menor sonido.

»Volvimos a entrar en la casa, la recorrimos de extremo a extremo y luego hicimos otra visita al aposento. Pero no pudimos soportarlo. Tuvimos que salir rápidamente y cerrar de nuevo la puerta. No sé cómo traducirlo en palabras, pero tenía la sensación de haber tropezado con algo que era pútridamente peligroso. ¿Comprende? Desde entonces, siempre vamos armados.

»Desde luego, al día siguiente pusimos patas arriba el aposento y toda la casa, e incluso exploramos los alrededores, pero no encontramos nada anormal. Y ahora no sé qué pensar, excepto que esos salvajes irlandeses están poniendo en práctica algún plan para tratar de echarme de aquí.

-¿Ha hecho algo desde entonces? -le pregunté.

-Sí -dijo-. Montar guardia delante de la puerta del aposento por la noche, explorar palmo a palmo los alrededores, y sondear las paredes y el suelo de la habitación. Hemos hecho todo lo que se nos ha ocurrido que podíamos hacer, hasta que la cosa ha empezado a atacarnos los nervios y hemos decidido llamarle a usted.

Por entonces habíamos terminado de cenar. En el momento en que nos levantábamos de la mesa, Tassoc exclamó súbitamente:

-¡Ssh! ¡Escuchen!

Guardamos un profundo silencio, escuchando. Entonces lo oí, un silbido extraordinariamente claro, monstruoso e inhumano, que llegaba desde muy lejos a través de los pasadizos, a mi derecha.

-¡Dios mío! -exclamó Tassoc-. ¡Y apenas ha anochecido! Cojan esas velas, y vamos.

Al cabo de unos instantes habíamos salido todos del comedor y corríamos escaleras arriba. Tassoc se adentró por un largo pasillo y nosotros le seguimos, haciendo pantalla con la mano para proteger nuestras velas mientras corríamos. El sonido pareció llenar todo el pasadizo a medida que avanzábamos por él, hasta que experimenté la sensación de que todo el aire palpitaba bajo el poder de alguna Fuerza Inmensa: la sensación de que nos envolvía algo corrompido y monstruoso.

Tassoc abrió la puerta, la empujó con el pie y se precipitó al interior del aposento, empuñando el revólver. El sonido nos golpeó en pleno rostro con un efecto imposible de describir a alguien que no lo haya oído: con una horrible nota personal en él, como si lo llenara todo y al mismo tiempo se dirigiera particularmente a cada uno de nosotros. Permanecer allí y escuchar equivalía a ser anonadado por la Realización. Era como si alguien nos mostrara súbitamente la boca de un inmenso pozo y dijera: «Eso es el Infierno». Y uno supiera que le habían dicho la verdad.

 

 

Entramos en el aposento sosteniendo en alto las velas y eché una rápida ojeada a mi alrededor. Estaba ensordecido por el estridente silbido. De pronto, tuve la impresión de que una voz me susurraba claramente:

«¡Sal de aquí... aprisa! ¡Aprisa! ¡Aprisa!»

Como sabéis muy bien, nunca desdeño esa clase de avisos. A veces pueden ser los nervios, simplemente, pero, como recordaréis, uno de esos avisos me salvó en el Caso del «Perro Gris» y en los «Experimentos de Dedo Amarillo», así como en otras ocasiones. De modo que me volví en redondo hacia los otros.

-¡Fuera! -dije-. ¡Por el amor de Dios, fuera, aprisa!

Y un momento después nos encontrábamos todos en el pasadizo.

Al horrible silbido se mezcló ahora un aullido espantoso y luego, como un trueno. Finalmente, un profundo silencio lo envolvió todo. Cerré la puerta. Después, cogiendo la llave, miré a los otros. Estaban mortalmente pálidos, y supongo que mi rostro debía estar cubierto por la misma palidez. Permanecimos unos instantes inmóviles, en silencio.

-Creo que un poco de whisky nos sentará bien -dijo finalmente Tassoc, esforzándose en dominar el temblor de su voz.

Y echó a andar por el pasillo. Le seguimos. Yo cerraba la marcha y sabía que todos nosotros mirábamos con recelo por encima de nuestros hombros. Cuando llegamos abajo, Tassoc llenó cuatro vasos y apuró de un trago el contenido del suyo. Luego se sentó pesadamente.

-Es algo encantador para tenerlo en casa, ¿no es cierto? -dijo. Y añadió-: ¿Por qué diablos nos hizo usted salir de allí con tanta prisa, Carnacki?

-Tuve la impresión de que alguien me advertía que debía salir rápidamente del aposento -contesté-. Ya sé que suena a superstición... pero cuando se está tratando con cosas de este tipo hay que tenerlo todo en cuenta, por fantástico que parezca, y arriesgarse a que se rían de uno.

Entonces le conté el caso del «Perro Gris», y Tassoc no dejó de hacer gestos de asentimiento durante mi relato.

-Desde luego -dije-, en este caso puede tratarse de un simple truco ideado por sus rivales en amores, pero personalmente opino que hay algo brutal y peligroso en el asunto, y pienso mantener los ojos muy abiertos.

 

 

Charlamos durante largo rato, y luego Tassoc sugirió una partida de billar. Jugamos con aire distraído, ya que nuestra atención estaba concentrada en la puerta, hacia la cual tendíamos el oído, esperando percibir el horrible sonido; pero no ocurrió nada, y poco después Tassoc propuso que nos acostáramos temprano y que al día siguiente, por la mañana, lleváramos a cabo un minucioso reconocimiento de la habitación.

Mi dormitorio se encontraba en la parte más moderna del castillo y la puerta se abría a la galería de los retratos. En el extremo oriental de la galería se hallaba situada la entrada al pasadizo del Ala Este; la puerta que daba acceso al pasadizo era de madera de roble, muy recia, de dos hojas, y su aspecto anticuado contrastaba singularmente con el más moderno de las puertas de las diversas habitaciones.

Cuando llegué a mi cuarto no me acosté, sino que empecé a desempaquetar los instrumentos que llevaba en mi baúl. Me proponía tomar un par de medidas preliminares en mi investigación del extraordinario silbido.

Poco después, todo quedó en silencio. Me deslicé fuera de mi habitación y me dirigí a la entrada del gran pasadizo. Abrí la puerta y proyecté el haz luminoso de mi linterna a lo largo del pasillo. Estaba vacío, de modo que crucé la puerta y la entorné detrás de mí. A continuación avancé por el gran pasadizo, sosteniendo la linterna con una mano y aferrando con la otra la culata de mi revólver.

Me había colgado un «collar protector» de ajos alrededor del cuello, y el olor parecía llenar el pasillo, infundiéndome una sensación de seguridad; ya que, como todos sabéis, el ajo es una «protección» maravillosa contra las formas más corrientes de semimaterialización Aeiirii por medio de las cuales suponía que podía ser producido el silbido, aunque en aquel período de mi investigación estaba aún dispuesto a aceptar que se debía a alguna causa completamente natural, ya que resulta asombroso el enorme número de casos que acaban resultando sin nada anormal.

Además del collar, me había taponado los oídos con ajo, y como no pensaba pasar más que unos minutos en el aposento, me consideraba suficientemente protegido.

Cuando llegué a la puerta y hundí la mano en mi bolsillo en busca de la llave, experimenté una repentina sensación de malestar, provocado por el miedo. Pero no iba a retroceder, si podía evitarlo. De modo que abrí la puerta e hice girar el pomo. Luego la enipujé fuertemente con el pie, como había hecho Tassoc, y empuñé mi revólver, aunque lo cierto es que no esperaba verme obligado a utilizarlo.

Iluminé el interior del aposento con mi linterna y luego entré en él con la desagradable sensación de que me estaba metiendo en la boca del lobo, como vulgarmente se dice, y de que me acechaba un peligro. Permanecí inmóvil unos segundos, expectante, y no pasó nada: el vacío aposento se revelaba desnudo de rincón a rincón. Súbitamente me di cuenta de que la estancia estaba llena de un silencio deliberado, tan ominoso como cualquiera de los horribles sonidos que los Seres misteriosos pueden producir. ¿Recordáis lo que os conté acerca del caso del «Jardín Silencioso»? Pues bien, aquel aposento estaba lleno del mismo malévolo silencio: el espantoso silencio de algo que nos está mirando desde su invisibilidad y piensa con maligno placer que nos tiene a su alcance. ¡Oh! Lo reconocí inmediatamente y me apresuré a graduar el foco de mi linterna de modo que iluminara todo el aposento.

Luego empecé a trabajar rápidamente, dirigiendo continuas miradas a mi alrededor. Precinté las dos ventanas con cabellos humanos, de una parte a otra. Mientras trabajaba, la atmósfera pareció hacerse más tensa y el silencio, por así decirlo, más sólido. Supe entonces que no tenía nada que hacer allí sin una «plena protección», ya que estaba prácticamente seguro de que no se trataba de un simple desarrollo Aeiirii, sino de una de las peores formas, tales como las Saiitii; como en aquel Caso del «Hombre Gruñón». ¿Lo recordáis?

Terminé con las ventanas y me acerqué al hogar. Era enorme, con una extraña horquilla de hierro sobresaliendo de la parte posterior del arco. Precinté la abertura con siete cabellos humanos: el séptimo cruzando a los otros seis.

Entonces, cuando terminaba mi tarea, un silbido leve y burlón llenó el aposento. Un escalofrío recorrió mi espina dorsal. El espantoso sonido era una parodia extraordinaria y grotesca de silbido humano, demasiado gigantesco para ser humano: como si algo enorme y monstruoso emitiera los sonidos suavemente. Mientras permanecía allí un último momento, apretando el precinto final, tuve pocas dudas de que había tropezado con uno de esos raros y horribles casos de lo Inanimado reproduciendo las funciones de lo Animado. Agarré mi linterna y me dirigí rápidamente hacia la puerta, mirando por encima de mi hombro y tendiendo el oído a lo que esperaba. Llegó en el preciso instante en que mi mano hacía girar el pomo: un chillido de rabia increiblemente maligna, abriéndose paso a través del silbido. Me precipité al pasadizo, cerrando la puerta con llave detrás de mí.

Me apoyé contra la pared del pasillo, sintiéndome más bien extrañado por lo próximo que había sonado el chillido... «no hay modo de ponerse a salvo cuando el monstruo tiene poder para hablar a través de la madera y de la piedra». Así reza el párrafo de la Sigsand MS, y yo lo demostré en el Caso de la «Puerta Colgante». No existe ninguna protección contra esta forma particular de monstruo, excepto quizás por un periodo fraccional de tiempo; ya que puede reproducirse a sí mismo o tomar para su propósito el mismo material protector que se utiliza contra él, y tiene poder para «formarse dentro de la estrella de cinco puntas», aunque no inmediatamente. Existe, desde luego, la posibilidad de pronunciar la Última Línea Desconocida del Rito Saasmaa, pero es demasiado insegura y el peligro demasiado espantoso, e incluso en el más favorable de los casos sólo tiene poder para proteger durante «cinco latidos del corazón», como dice la Sigsand.

Dentro del aposento había ahora un silbido continuo, meditativo, pero de pronto se interrumpió y el silencio pareció mucho peor, ya que era uno de aquellos silencios cargados de amenazas latentes.

Al cabo de unos instantes precinté la puerta con unos cabellos cruzados, me deslicé a lo largo del gran pasadizo y fui a acostarme.

 

 

Durante largo rato permanecí despierto, pero eventualmente logré conciliar el sueño. Sin embargo, alrededor de las dos de la mañana me despertó el silbido, que llegaba hasta mí a través de las puertas cerradas. El sonido era enorme y parecía latir a través de toda la casa, como si algún gigante monstruoso se refocilara consigo mismo al extremo de aquel gran pasadizo.

Me incorporé y me senté en el borde de la cama, preguntándome si debía ir a echar una mirada a los precintos, cuando llamaron a mi puerta e inmediatamente después entró Tassoc en mi cuarto, con un batín encima de su pijama.

-Pensé que el silbido le habría despertado y se me ocurrió venir a charlar un rato con usted -dijo-. Yo no puedo dormir. ¡Hermoso! ¿No es cierto?

-Extraordinario -dije, y le ofrecí mi pitillera.

Tassoc encendió un cigarrillo y nos sentamos y hablamos durante casi una hora, sin que cesara de llegar hasta nosotros el silbido procedente del extremo del gran pasadizo.

Súbitamente, Tassoc se puso en pie:

-Tomemos nuestros revólveres y vayamos a echarle una mirada a la bestia -dijo, volviéndose hacia la puerta.

-¡No! -dije-. Por Dios... ¡NO! Todavía no puedo decir nada definitivo, pero creo que el aposento encierra un gran peligro.

-¿Quiere usted decir que está hechizado... realmente hechizado? -inquirió Tassoc en tono muy serio, sin el menor asomo de ironía en su voz.

Le dije, desde luego, que no podía dar una respuesta concreta a aquella pregunta, pero que confiaba en poder hacerlo pronto. Luego le di una pequeña conferencia acerca de la Falsa Re-Materialización de la Fuerza-Animada a través de lo Inerte-Inanimado. Entonces empezó a comprender en qué sentido particular el aposento podía ser peligroso, si realmente era el sujeto de una manifestación.

Alrededor de una hora más tarde el silbido cesó súbitamente, y Tassoc se marchó a su habitación. Volví a acostarme y eventualmente me quedé dormido.

Por la mañana me dirigí al aposento. Encontré intactos los precintos de la puerta. Entré. Los precintos de las ventanas estaban igualmente intactos, pero el séptimo cabello que cruzaba a los otros seis en el hogar estaba roto. Esto me hizo pensar. Sabía que existía la posibilidad de que yo lo hubiese tensado demasiado, provocando su ruptura; pero también podía haberlo roto otra intervención ajena a la mía. No era concebible que un hombre, por ejemplo, pudiera haber pasado a través de los seis cabellos intactos, ya que nadie se hubiese dado cuenta de que estaban allí, entrando en el aposento de aquel modo.

Introduje la cabeza en el hogar y miré hacia arriba. La chimenea era completamente recta y pude ver un retazo de cielo azul en lo alto. Las paredes eran completamente lisas, sin nada que sugiriese un posible escondrijo. Desde luego, no me limité a aquel examen superficial y después de desayunar me puse un guardapolvo y trepé hasta lo alto de la chimenea, tanteando las paredes a lo largo de todo el camino, pero no encontré nada.

Luego repetí la operación en todo el aposento: el suelo, el techo y las paredes, dividiéndolos en fracciones de seis pulgadas cuadradas y golpeándolas con un martillo. No había nada anormal.

Más tarde, dediqué tres semanas a revisar todo el castillo con la misma minuciosidad, sin encontrar nada. Entonces hice una prueba con un micrófono por la noche, cuando empezaba el silbido. Si éste era producido de un modo mecánico, la prueba me permitiría descubrir el funcionamiento del mecanismo oculto en el interior de alguna de las paredes. Tenéis que admitir que el método no podía ser más moderno.

Desde luego, no creía que alguno de los rivales de Tassoc hubiera instalado un artilugio de ese tipo, pero cabía la posibilidad de que la instalación se remontara a una época muy anterior; alguien podía haber montado un aparato productor del silbido, tal vez con la intención de darle el aposento una reputación que lo pusiera a salvo de miradas inquisitivas...¿Comprendéis lo que quiero decir? En tal caso, existía la posibilidad de que alguien conociera el mecanismo en cuestión y lo estuviera utilizando para amedrentar a Tassoc. La prueba del micrófono en las paredes me hubiese permitido descubrir la existencia de semejante mecanismo, como ya he dicho, pero en todo el castillo no había absolutamente nada de ese tipo, de modo que ya no podía caberme la menor duda de que me encontraba ante un auténtico caso de lo que en términos vulgares se llama «encantamiento».

Durante todo aquel tiempo, cada noche, y a veces la mayor parte de cada noche, el silbido del Aposento era insoportable. Como si una Inteligencia supiera las medidas que estábamos tomando contra él y se refocilara en hacerlo más demencial y burlón. Os aseguro que era tan extraordinario como horrible. Una y otra vez -andando de puntillas sobre unos pies descalzos, para no hacer ruido- me acercaba a la puerta precintada, a cualquier hora de la noche, y a menudo el silbido parecía transformarse en una especie de risotada brutalmente burlona, como si el monstruo semianimado me viera claramente a través de la puerta cerrada.

Y cada mañana entraba en el aposento y examinaba los diversos cabellos y precintos. Veréis, después de la primera semana, extendí cabellos paralelos a lo largo de todas las paredes del aposento, y a lo largo del techo, pero en el suelo, que era de piedra pulimentada, había colocado unas pequeñas obleas incoloras, con la parte adhesiva hacia arriba. Las obleas estaban numeradas y dispuestas con arreglo a un plan que había de permitirme localizar los movimientos exactos de cualquier ser viviente que pasara a través de ellas.

 

 

Como podéis ver, ningún ser material podía haber entrado en aquel aposento sin dejar numerosas huellas significativas para mí. Pero nunca encontraba nada anormal, y empecé a pensar que tendría que arriesgarme a pasar una noche en la habitación, en la Estrella de Cinco Puntas Eléctricas. Sí, ya sé que era una idea descabellada, pero el asunto había empezado a ponerme nervioso y estaba dispuesto a intentar cualquier cosa.

 

 

En cierta ocasión, alrededor de medianoche, rompí el precinto de la puerta y eché una rápida mirada al interior, pero todo el Aposento profirió un aullido demencial y pareció precipitarse hacia mí en un gran vientre de sombras, como si las paredes se hincharan monstruosamente para alcanzarme. Desde luego, debió ser cosa de mi imaginación. De todos modos, el aullido fue suficiente: cerré la puerta de golpe y eché la llave, notando una rara debilidad en las piernas. Supongo que ya conocéis la sensación.

Y luego, cuando mi estado de ánimo me había predispuesto ya a intentar lo que fuera, hice lo que, al principio, consideré un descubrimiento.

Era la una de la mañana y estaba paseando lentamente alrededor del castillo, pisando la blanda hierba. Había llegado bajo la sombra de la Fachada Este, y muy por encima de mi cabeza pude oír el horrible silbido del Aposento envuelto en la oscuridad del ala sin iluminar. Súbitamente, a poca distancia delante de mí, oí la voz de un hombre que susurraba, en tono regocijado:

«No sé lo que opinaréis vosotros, compañeros, pero yo no me atrevería a traer una esposa a un hogar como ése...»

Alguien empezó a contestar, pero entonces resonó una brusca exclamación y luego oí un ruido de pasos corriendo en todas direcciones. Evidentemente, los hombres se habían dado cuenta de mi presencia.

Durante unos segundos permanecí como clavado en el suelo, avergonzado de mí mismo. ¡Después de todo, ellos estaban en el fondo del encantamiento! ¿Os dais cuenta de lo borrico que me hicieron sentir? No cabía duda de que aquellos eran los rivales de Tassoc... y yo había estado absolutamente convencido de haber tropezado con un auténtico Caso. Luego, paulatinamente, acudieron a mi memoria centenares de detalles que volvieron a despertar mis dudas. En cualquiera de los casos, natural o sobrenatural, el asunto distaba mucho de haber quedado aclarado del todo.

A la mañana siguiente le conté a Tassoc lo que había descubierto, y durante cinco noches consecutivas montamos una estrecha vigilancia en torno al Ala Este, aunque no percibimos la menor señal de que alguien merodeara por allí; y todo el tiempo, casi desde el anochecer hasta el alba, aquel grotesco silbido resonó muy por encima de nuestras cabezas, en la oscuridad.

La mañana posterior a la quinta noche recibí un telegrama reclamando mi inmediata presencia aquí. Le expliqué a Tassoc que mi ausencia sería muy breve, y le recomendé que mantuviera la vigilancia alrededor del castillo. También le hice prometer por lo más sagrado que no entraría en el Aposento entre la puesta del sol y el amanecer. Le expliqué que no sabía aún nada concreto, en uno u otro sentido, pero que si el aposento era lo que yo habla pensado al principio, sería preferible para él morir antes que visitarlo después de anochecer.

Cuando terminé con los asuntos que me habían traído aquí, pensé que mi relato podría interesaros, y al mismo tiempo necesitaba contárselo todo a alguien para aclarar mis ideas, de modo que ese ha sido el motivo de mi llamada. Mañana emprendo de nuevo viaje hacia allí, y supongo que a mi regreso tendré algo extraordinario que contaros. A propósito, hay algo muy curioso que no os había dicho: traté de grabar un disco de fonógrafo del silbido, pero no dejó ninguna impresión sobre la cera. Esa es una de las cosas que más me han intrigado.

Otra cosa extraordinaria es que el micrófono no amplifica el sonido: ni siquiera lo transmite, parece no tomarlo en consideración, y actúa como si no existiera. Repito que el asunto me tiene completamente desconcertado. Siento curiosidad por ver si alguno de vuestros lúcidos cerebros encuentra la solución. Yo no la he encontrado... todavía.

Se puso en pie.

-Adiós a todos -dijo, y empezó a empujarnos amablemente, pero con aire decidido, hacia la puerta de la calle.

 

 

Quince días más tarde nos envió una tarjeta a cada uno de nosotros, y no resulta difícil imaginar que esta vez llegué puntual. Carnacki nos llevó directamente al comedor, y cuando terminamos de almorzar y nos instalamos cómodamente, continuó su relato en el punto en que lo había interrumpido:

 

 

-Amigos míos, os ruego que me escuchéis en silencio, porque lo que voy a contaros es probablemente una de las cosas más extrañas que nunca habéis oído. Llegué a Iastrae a última hora de la tarde, y tuve que ir a pie hasta el castillo, ya que no había avisado a Tassoc de mi regreso. La luna brillaba en todo su esplendor, de modo que el paseo resultó muy agradable. Cuando llegué al castillo todo estaba envuelto en la más profunda oscuridad, y se me ocurrió dar una vuelta para comprobar si Tassoc o su hermano ejercían la vigilancia que yo había recomendado. Pero no pude verles en parte alguna, y llegué a la conclusión de que se habían cansado de vigilar inútilmente y se habían acostado.

Mientras cruzaba el césped que se extiende delante de la fachada del Ala Este, capté el silbido del Aposento que llegaba extrañamente claro a través del silencio nocturno. Recuerdo que había en él una nota peculiar, baja y constante, casi pensativa... Levanté la mirada hacia la ventana, iluminada por la luz de la luna, y súbitamente se me ocurrió la idea de ir al establo en busca de una escalera y tratar de echar una mirada al Aposento desde fuera.

Me dirigí rápidamente a la parte posterior del castillo, donde se encontraban las caballerizas, y no tardé en descubrir una escalera de mano, bastante ligera, aunque muy pesada para una persona sola. Al principio creí que nunca conseguiría colocarla. Pero finalmente logré que su extremo superior quedara adosado a la pared, debajo mismo del antepecho de la más ancha de las ventanas. Luego, silenciosamente, trepé por los peldaños hasta que mi rostro quedó por encima del antepecho de la ventana y pude ver el interior del Aposento, iluminado por la luz de la luna.

Desde luego, el extraño silbido resonaba allí más fuerte, aunque conservaba toda su horrible cualidad de parodia de lo humano: sugiriendo el silbido de los labios de un monstruo con un alma de hombre.

Y entonces vi algo. El suelo, en el centro del enorme y vacío aposento empezó a hincharse, hasta adquirir la forma de dos enormes labios ennegrecidos, agrietados y bestiales, silbando la increíble melodía...

 

 

En el momento mismo en que el silbido se transformaba en un grito demencial que envolvía como en un remolino todos mis sentidos, me encontré mirando con asombro el sólido e intacto suelo del aposento: una lisa superficie de piedra pulimentada extendiéndose de pared a pared. Y el silencio era absoluto.

¿Me imagináis mirando fijamente la silenciosa habitación y sabiendo lo que sabía? Me sentí como un chiquillo enfermo y asustado, y traté de descender silenciosamente por la escalera y huir de allí. Pero en aquel preciso instante oí la voz de Tassoc llamándome desde el interior del aposento y pidiendo socorro. ¡Dios mío! En mi desconcierto mental tuve la vaga impresión de que, después de todo, sus rivales irlandeses le habían atrapado allí y se disponían a ajustarle las cuentas a su manera. Y al repetirse la llamada, no lo pensé más: apoyé un hombro contra la ventana, empujé con todas mis fuerzas hasta que saltó el pestillo y pasé al interior de la habitación para ayudarle. Tenía la vaga idea de que la llamada procedía del enorme hogar y corrí hacia él, pero allí no había nadie.

«¡Tassoc!», grité.

Y mi voz resonó de una pared a otra del gran aposento, e inmediatamente supe que Tassoc no había llamado. Giré en redondo, muerto de miedo, precipitándome hacia la ventana, y mientras lo hacía un exultante silbido, acompañado de un grito diabólico, estalló a través de la estancia. A mi izquierda, el extremo de la pared había proyectado hacia mí un par de labios gigantescos, negros y monstruosos, a un metro de distancia de mi rostro. De un modo inconsciente, eché mano al bolsillo en busca de mi revólver, aunque no para aquello, sino para mí mismo, ya que el peligro era mil veces peor que la muerte. Y entonces acudió súbitamente a mis labios la Última Línea Desconocida del Rito Saasmaa, e inmediatamente ocurrió lo que ya había vivido en una ocasión anterior: una sensación como de polvo cayendo de un modo continuo y monótono, y supe que mi vida colgaba insegura y suspendida en un vértigo de cosas invisibles. Y luego aquello terminó y supe que había conservado la vida. Mi alma y mi cuerpo recobraron las fuerzas. Con una energía insospechada me lancé furiosamente contra la ventana y salí proyectado con la cabeza hacia adelante, ya que puedo aseguraros que había dejado de temer a la muerte. En mi caída tropecé con la escalera y me agarré como pude a sus peldaños hasta llegar al suelo. Y allí permanecí tendido sobre la blanda y húmeda hierba, bañado por la luz de la luna, oyendo el horrible silbido que surgía a través de la destrozada ventana.

 

 

Al cabo de unos instantes me incorporé, comprobé que no había sufrido ninguna herida, me dirigí a la puerta principal y llamé. Tassoc quedó sorprendido al verme, supongo que más por lo desastrado de mi aspecto que por el hecho de que no le hubiera anunciado mi llegada y me presentara a aquella hora avanzada de la noche. Me sirvió un vaso de excelente whisky y yo le expliqué lo que acababa de sucederme. Le dije que el aposento debía ser derribado y cada uno de sus fragmentos quemados en un horno construido en el interior de una estrella de cinco puntas. Tassoc asintió. No había nada que decir. Y me acosté.

Contratamos a un pequeño ejército para la tarea, y al cabo de diez dias el aposento se había convertido en humo y lo que quedaba de él estaba calcinado y limpio.

En el curso de las tareas de demolición descubrí lo que podía ser el origen de los misteriosos acontecimientos. Sobre el enorme hogar, cuando hubieron arrancado los grandes paneles de madera de roble, localicé una antigua inscripción en idioma celta, grabada en una piedra. Explicaba que en aquel aposento fue quemado Dian Tiansay, Bufón del Rey Alzof, que había compuesto la Canción de la Locura dedicada al Rey Ernore del Séptimo Castillo.

Cuando completé la traducción se la entregué a Tassoc. Se mostró muy excitado, ya que conocía la antigua leyenda, y me llevó a la biblioteca para que examinara un viejo pergamino que contaba la historia con todo detalle. Más tarde descubrí que el incidente era perfectamente conocido en la región, aunque siempre se había considerado más como una leyenda que como un hecho histórico. Y a nadie parecía habérsele ocurrido que el Ala Este del Castillo de Iastrae eran los restos del antiguo Séptimo Castillo.

Por el viejo pergamino me enteré de lo que había sucedido hacía muchísimos años. Parece ser que el Rey Alzof y el Rey Ernore habían sido enemigos desde que nacieron, aunque nunca habían llegado a enfrentarse directamente. Hasta que Dian Tiansay compuso la Canción de la Locura dedicada al Rey Ernore y la cantó delante del Rey Alzof, al cual le gustó tanto que recompensó al bufón entregándole como esposa a una de sus damas.

La canción no tardó en hacerse popular entre las gentes de la región, y al final llegó a oídos del Rey Ernore, que se enfureció hasta el extremo de declarar la guerra a su enemigo; la suerte de las armas le fue propicia y tomó el castillo del Rey Alzof y le prendió fuego... con el Rey Alzof dentro. En cuanto a Dian Tiansay, el bufón, se lo llevó a su propio castillo y, tras arrancarle la lengua como castigo por la canción que había compuesto e interpretado, le encarceló en el Aposento del Ala Este (el cual era utilizado evidentemente como calabozo), guardando para sí a la esposa del bufón, de cuya belleza se había encaprichado.

Pero una noche la esposa de Dian Tiansay desapareció, y a la mañana siguiente la encontraron muerta en brazos de su marido, que estaba sentado y silbaba la Canción de la Locura, ya que carecía de lengua para cantarla.

Quemaron a Dian Tiansay en el enorme hogar: probablemente colgado de la horquilla de hierro que ya he mencionado. Y hasta que murió, Dian Tiansay «no cesó de silbar» la Canción de la Locura que ya no podía cantar. Pero más tarde, «en aquel aposento», se oyó a menudo por la noche a alguien que silbaba, y desde entonces nadie se atrevió a dormir en él. E incluso el Rey Ernore se trasladó a otro castillo, ya que el silbido le molestaba.

Eso es todo. Desde luego, se trata de un simple «extracto» de la traducción del pergamino. Una curiosa historia, ¿no os parece?

 

 

-Sí -dije, contestando por los cuatro-. Pero, ¿cómo aumentó la cosa hasta alcanzar un volumen tan enorme en su manifestación?

-Uno de esos casos de continuidad de pensamiento produciendo una acción positiva sobre el entorno material inmediato -respondió Carnacki-. El desarrollo debió prolongarse durante siglos enteros, para producir tal monstruosidad. Se trata de un verdadero ejemplo de manifestación Saiitii, la cual sólo puedo tratar de explicar comparándola a un hongo espiritual viviente, que afecta a la estructura misma de la propia fibra-etérea y, al hacerlo, adquiere un control esencial sobre la «substancia material» involucrada en ella. Resulta imposible explicarlo más claramente con tan pocas palabras.

-Entonces, ¿cree usted que el Aposento se había convertido en la expresión material del antiguo Bufón? ¿Que su alma, empapada en odio, se había transformado a sí misma en un monstruo? -pregunté.

-Sí -dijo Carnacki, asintiendo-. Eso es lo que creo, exactamente. Y es una extraña coincidencia que Miss Donnehue sea una descendiente (según me enteré después) de aquel mismo Rey Ernore. Esto le inspira a uno curiosas ideas, ¿no es cierto? La boda a punto de celebrarse, y el Aposento despertando a una nueva vida. Si ella hubiese llegado a entrar en aquel aposento... La COSA había esperado largo tiempo. Los pecados de los padres... Sí, he pensado en eso. Tassoc y Miss Donnehue se casarán la semana próxima, y yo seré el padrino, lo cual es algo que aborrezco. ¡Y Tassoc ganó sus apuestas, además! Pero, si ella hubiese entrado en aquel aposento... Horrible, ¿no es cierto?

 

 

Los cuatro asentimos en silencio. Luego, Carnacki se puso en pie y nos acompañó hasta la puerta. Como de costumbre, nos empujó amablemente, pero con aire decidido, hacia la calle.

Una vez allí, los cuatro nos separamos para dirigirnos a nuestros respectivos hogares. Por el camino iba pensando:

«¿Si ella hubiese entrado, eh? ¿Si ella hubiese entrado?»

 

 

El Aposento Silbante. William Hope Hodgson

Trad. César E. Díaz / José A. Llorens

Narraciones Terroríficas - décima selección

Ediciones Acervo. 1974

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