domingo, 26 de noviembre de 2023

UNA SEMANA CON PAUL VALERY: DÍA DOS. Introducción al método de Leonardo da Vinci Título original: Introduction a la Méthode de Léonard da Vinci Paul Valéry, 1895 Traducción: Moira Bailey J.

 

 

    


     

   Paul Valéry

 

 Introducción al método de Leonardo da Vinci

 

 

                Título original: Introduction a la Méthode de Léonard da Vinci

 

            Paul Valéry, 1895

 

            Traducción: Moira Bailey J.

 

           

       Lo que queda de un hombre es aquello que su nombre nos lleva a pensar y las obras que hacen de ese nombre un signo de admiración, de odio o de indiferencia. Pensamos lo que él pensó y podemos encontrar en sus obras ese pensamiento que rehacemos a imagen del nuestro. Nos representamos, fácilmente, la imagen de un hombre corriente: de los recuerdos simples van resucitando los móviles y reacciones elementales. Entre los diferentes actos que constituyen el exterior de su existencia, encontramos la misma continuidad que entre los nuestros, somos la unión, el vínculo, al igual que él lo es, y el círculo de actividad que su ser sugiere no desborda a aquel que nos pertenece. Si hacemos que este individuo destaque en algo, nos será más difícil figurarnos los trabajos y los caminos de su espíritu. Y para no limitarnos a admirarlo de modo confuso, nos veremos obligados a hacer crecer nuestra imaginación sobre la cualidad que él domina, y de la cual nosotros, sin duda alguna, no poseemos más que el germen. Pero si todas las facultades del espíritu escogido son profundamente desarrolladas a la vez, o si los restos de su acción parecen considerables en todos los géneros, la figura se convierte en algo cada vez más difícil de aprehender en su unidad, y tiende a escapar a nuestro esfuerzo. De un extremo de este entendido mental al otro, las distancias son tan grandes que nunca las hemos recorrido. A nuestro conocimiento le falta la mitad de este conjunto, del mismo modo que se le quitan esas pequeñas partículas uniformes de espacio que separan los objetos conocidos y andan arrastrándose al ritmo de los intervalos, como se pierden a cada instante las miríadas en los hechos, fuera del pequeño número de aquellos que el lenguaje despierta. Es necesario, sin embargo, entretenerse con ellos, acostumbrarse a ellos, sobreponerse a la pena que implica para nuestra imaginación esta unión de elementos heterogéneos. Aquí toda inteligencia se confunde con la invención de un orden único, de un solo motor y desea animar de forma semejante el sistema que ella misma se impone. Se ocupa de formar una imagen decisiva, con una violencia que depende de su amplitud y de su lucidez y acaba reconquistando su propia unidad. Como si estuviera operando un mecanismo, se declara una hipótesis, y se muestra al individuo que ha hecho todo, la visión central donde todo debió ocurrir, el cerebro monstruoso donde el extraño animal que ha tejido miles de lazos puros entre tantas formas, y de cuyas construcciones enigmáticas y diversas surgieron sus trabajos, construye su guarida por instinto. La elaboración de esa hipótesis es un fenómeno que conlleva sus variaciones, pero no casualidades. Vale lo que valga el análisis lógico del que sea objeto. Es, en verdad, el fondo del método del que nos vamos a ocupar y que nos deberá ser útil.

            Me propongo imaginar un hombre del que hubieran surgido acciones tan distintas que si yo les supongo un pensamiento, no podría haber ninguno más amplio. Y quiero que tenga un sentido infinitamente vívido de la diferencia de las cosas, y cuyas aventuras bien podrían ser tomadas como un análisis. Veo que todo lo orienta: es el universo y el rigor con los que él que siempre sueña.[1] Está hecho para no olvidar nada de aquello que entra en la confusión de lo que es: ningún arbusto. Desciende hacia la profundidad de aquello que pertenece a todo el mundo, se aleja de ello y se contempla. Alcanza las costumbres y las estructuras naturales, las elabora desde todos los ángulos, y comprueba que es el único que construye, enumera, conmueve. Y deja en pie iglesias, fortalezas; diseña ornamentos plenos de suavidad y grandeza, mil ingenios y las rigurosas figuraciones de tantas búsquedas. Abandona los desechos de quien sabe qué juegos grandes. En esos pasatiempos que se van entremezclando con su ciencia, la cual no se distingue de una pasión, posee el encanto de parecer estar siempre pensando en otra cosa… Lo seguiré mientras se mueve en la unidad bruta y en la densidad del mundo, donde la naturaleza le será tan familiar que la imitará para poder tocarla y tendrá la dificultad de concebir un objeto que no esté contenido en ella.

            A esta criatura del pensamiento le taita un nombre, un nombre para contener la expansión de términos que normalmente están bastante alejados y que de todos modos se escaparían. Ningún nombre me parece más convincente que Leonardo da Vinci. Quien se imagine un árbol está obligado a imaginarse un cielo o un fondo para verlo erguirse frente a él. En esto hay una lógica casi sensible y casi desconocida. El personaje del que hablo se reduce a una deducción de este tipo. Casi nada de lo que podré decir del hombre que ilustra el nombre deberá ser escuchado: no estoy persiguiendo una coincidencia que juzgo sea imposible definir. Lo que trato es de dar una visión del detalle de una vida intelectual, una sugerencia de los métodos que cualquier hallazgo implica, una entre la multitud de todas las cosas imaginables, modelo que uno intuye grosero, pero de todas formas preferible a una serie de anécdotas dudosas, a los comentarios de catálogos de colección, a los datos. Una erudición semejante no haría más que falsear la intención, a todas luces hipotética, de este ensayo. No me es desconocida, pero tengo que tener cuidado para no hablar de ella, para no generar una confusión entre una conjetura relativa y los términos muy generosos, con los restos exteriores de una personalidad si bien ya desvanecida, que nos ofrece tanto la certeza de una existencia pensante, como la de no haber jamás conocido una mejor.

            Más de un error que echa a perder los juicios de las obras humanas se debe a un singular olvido de su propia génesis. A menudo uno no se acuerda de que no han existido siempre. De ahí proviene una especie de coquetería recíproca que generalmente silencia, hasta que estén bien ocultos, los orígenes de una obra. Tememos su humildad, llegamos inclusive a dudar que estos orígenes sean naturales. Y aunque muy pocos autores tengan el valor de decir cómo han creado su obra, creo que no hay muchos más que se arriesguen a saber cómo lo han hecho. Semejante búsqueda comienza por el doloroso abandono de las nociones de gloria y de los epítetos elogiosos: no soporta la menor idea de superioridad, ni manía alguna de grandeza: lleva a descubrir la relatividad bajo la aparente perfección. Es necesaria para no creer que los espíritus son tan profundamente diferentes como sus productos los hacen parecer. Algunos trabajos de las ciencias, por ejemplo, y especialmente los de las matemáticas, presentan tal limpieza en su armazón que se podría decir que no son obras de nadie. Tienen algo de inhumano. Esta disposición no ha sido ineficaz. Ha hecho suponer una distancia tan grande entre ciertos estudios, como las ciencias y las artes, que sus espíritus originarios se han visto separados en la opinión tanto como parecían estarlo los resultados de sus trabajos. Éstos, no obstante, sólo difieren después de las variaciones de un fondo común por lo que conservan y por lo que desdeñan al formar sus lenguajes y sus símbolos. Es necesario, por lo tanto, desconfiar un poco de los libros y exposiciones demasiado puros. Lo establecido abusa de nosotros, y aquello que está hecho para ser visto, cambia de apariencia y se ennoblece.

            Sólo en cuanto cambiantes y no resueltas, podrían servirnos las operaciones del espíritu, todavía a merced del momento, y antes de que las hayan llamado divertimento o ley, teorema o cosa artística, y de que se hayan alejado de su semejanza, al acabarse.

            Interiormente, hay un drama. Drama, aventuras, agitaciones, todas las palabras de esta clase se pueden emplear, siempre que sean muchas y que se vayan corrigiendo unas a otras. Este drama se pierde la mayor parte de las veces, igual que las obras de Menandro. Sin embargo, conservamos los manuscritos de Leonardo y las sublimes notas sobre Pascal. Estas briznas nos obligan a interrogarlos. Nos hacen adivinar mediante qué sobresaltos del pensamiento, qué raras introducciones de eventos y sensaciones continuas, después de qué inmensos minutos de languidez se han mostrado a los hombres las sombras de sus obras futuras, los fantasmas que las preceden. Sin recurrir a grandes ejemplos que corren el peligro del error de la excepción, basta con observar a alguien que se cree solo y se abandona, que retrocede ante una idea, que la atrapa, que la niega, sonríe o se contrae e imita la extraña situación de su propia diversidad. Los locos se liberan delante de todo el mundo.

            Éstos son ejemplos que vinculan en forma inmediata los desplazamientos físicos finitos y mensurables, con la comedia personal de la que antes hablábamos. Nuestros actores son imágenes mentales y es fácil entender que, si hacemos que se desvanezca la particularidad de estas imágenes para no leer otra cosa que su sucesión, frecuencia, periodicidad, diversa facilidad de asociación y finalmente su duración, uno se siente muy rápidamente tentado a encontrar analogías en el llamado mundo material, a acercar los análisis científicos, a suponer para ellos, un medio, una continuidad, propiedades de desplazamiento, velocidades y en consecuencia, masa y energía.

            Uno toma conciencia entonces, de que una multitud de estos sistemas son posibles, que ninguno de ellos en particular vale más que otro, y que su uso, precioso puesto que siempre clarifica algo, debe ser vigilado en cada momento y restituido a su papel puramente verbal. Porque en realidad la analogía no es más que una facultad de variar las imágenes, de combinarlas, de hacer coexistir parte de una con parte de la otra y percibir, queriéndolo o no, el vínculo de sus estructuras. Y esto vuelve indescriptible al espíritu que es un lugar. En él las palabras pierden su virtud. Allí se forman, surgen ante sus ojos, es él quien nos describe las palabras.

            El hombre arrastra visiones cuya potencia no es más que la suya propia. Allí cuenta su historia. Ellas son su lugar geométrico. De allí proceden esas decisiones asombrosas, esas perspectivas, adivinaciones fulminantes, precisiones del juicio, iluminaciones, inquietudes incomprensibles y tonterías. Uno se pregunta con estupefacción, en ciertos casos extraordinarios, al invocar dioses abstractos, al genio, la inspiración y otros tantos, de dónde vienen esos accidentes. Una vez más uno cree que se ha creado algo porque uno adora el misterio y lo maravilloso, tanto como ignora lo que hay detrás. Se habla de la lógica del milagro, pero el inspirado estaba dispuesto desde hacía un año. Estaba maduro. Había pensado siempre —tal vez sin dudar— y donde los demás aún no veían nada, había mirado y combinado, no hacía otra cosa que leer con su espíritu. El secreto —el de Leonardo como el de Bonaparte, o como el de todo aquel que posee una vez la más alta inteligencia, está y no puede estar más que en las relaciones que encontraron— o que se vieron obligados a encontrar, entre cosas cuya ley de continuidad se nos escapa. Es cierto que en un momento decisivo no tenían más que reducirse a expresiones simples. El asunto supremo, aquel que el mundo observa, no era más que un asunto sencillo como el de comparar dos longitudes distintas.

            Este punto de vista vuelve perceptible la unidad del método que nos ocupa. En este medio es nativa, elemental. Es la vida misma y la definición.

            Y cuando pensadores tan poderosos como aquel en el que estoy pensando a lo largo de estas líneas, toman de esta propiedad sus recursos implícitos, tienen el derecho de escribir en un momento más consciente y más claro: Facil cosa e farsi universale: ¡Es fácil volverse universal! Por un minuto pueden admirar el prodigioso instrumento que son, con riesgo de negar instantáneamente un prodigio.

            Pero esta claridad fínal sólo se logra después de varias rutinas, de indispensables idolatrías. La conciencia de las operaciones del pensamiento, que es esa lógica que no se conoce bien, de la que he hablado, no existe más que rara vez, inclusive en los mejores espíritus. El número de conceptos, el poder de prolongarlos, la abundancia de los hallazgos son otras cosas y se producen fuera del juicio que se hace sobre su naturaleza. Esta opinión, sin embargo, es de una importancia fácil de representar. Es posible imaginar una flor, una proposición, un ruido y casi simultáneamente uno puede seguir las imágenes tan cerca como quiera; cualquiera de estos objetos de pensamiento puede cambiarse, deformarse, perder sucesivamente su fisonomía inicial al gusto del espíritu al que pertenece, pero sólo el conocimiento de ese poder le confiere todo su valor. Sólo él permite criticar esas formaciones, interpretarlas, no hallar en ellas más de lo que contienen y no extender sus estados directamente a los de la realidad. Con él empieza el análisis de todas las fases intelectuales, de todo aquello que podrá nombrar locura, ídolo, hallazago…, matices que antes no se distinguían los unos de los otros. Eran variaciones equivalentes a una sustancia común; se comparaban, flotaban indefinidas y como irresponsables, pudiendo a veces ser nombradas, todas en un mismo sistema. La conciencia del pensamiento que uno tiene, en tanto que es pensamiento, es reconocer esta especie de igualdad u homogeneidad, sentir que todas las combinaciones de este tipo son legítimas, naturales, y que el método consiste en excitarlas, en verlas con precisión, en buscar sus implicaciones.

            En este punto de esta observación o de esta doble vida mental, que reduce el pensamiento ordinario hasta convertirlo en la continuación del sueño de un durmiente que despierta en una nube de combinaciones, de contrastes, de percepciones que se agrupan en torno a una investigación o que se desliza indeterminada por puro placer, se desarrolla con perceptible regularidad, una continuidad evidente, una máquina. Entonces surge la idea (o el deseo) de precipitar el curso de esa secuencia, de llevar sus términos hasta el límite, el límite de sus expresiones imaginables, después del cual todo cambiará.

            Y si esta manera de ser consciente se vuelve habitual, llegará por ejemplo a examinar, desde el inicio, todos los resultados posibles de un acto que se avisora, todas las relaciones de un objeto concebido, para después deshacerse de ellas y alcanzar la facultad de adivinar siempre una cosa más intensa o más exacta que la cosa dada, el poder de despertarse fuera de un pensamiento que ya duraba demasiado. Un pensamiento que se fija, cualquiera que sea, toma las características de una hipnosis y se transforma, en el lenguaje lógico, en un ídolo, en un dominio de la construcción poética y del arte, en una infructuosa monotonía. El sentido del que hablo, y que lleva al espíritu a preverse a sí mismo, a imaginar el conjunto de lo que iba a imaginarse en detalle, y el efecto de esa sucesión, así resumida, es la condición de toda generalidad. Es el que en ciertos individuos se ha presentado bajo la forma de una verdadera pasión y con especial energía, que, en las artes permite todos los avances y explica el cada vez más frecuente empleo de términos limitados, de reducciones y contrastes violentos, y que existe implícitamente en la forma racional en el fondo de todas las concepciones matemáticas. Es una operación muy parecida a aquella que, bajo el nombre de «razonamiento por concurrencia»,[2] da alcance a estos análisis y desde la adición hasta la suma infinitesimal, hace algo más que ahorrar un indeterminado número de experiencias inútiles: se eleva hacia seres más complejos porque ha copiado instantáneamente a los más simples.

            Este cuadro de dramas, enredos y lucidez se opone a otros líos y a otras escenas que llamamos «naturaleza» o «mundo», con los cuales no sabemos qué hacer, además de distinguirnos de ellas, para volver enseguida a meternos en ellas.

            Los filósofos muchas veces han llegado a implicar nuestra existencia en esta noción, y a ésta, en nuestra existencia, pero casi no pueden ver más allá, porque lo que quieren es discutir qué es lo que vieron sus predecesores, mucho más que mirar personalmente. Los sabios y los artistas han aprovechado de esto de diversas maneras, los unos han terminado midiendo y construyendo después, y los otros han terminado construyendo como si hubiesen medido.

            Todo lo que han hecho se recoloca por sí mismo en el medio y forma parte de él, continuándolo con las nuevas formas dadas a los materiales que lo constituyen. Pero antes de abstraer y construir, uno observa la personalidad de los sentidos, su diferente docilidad, distingue y escoge entre las cualidades propuestas en masa, aquellas que el individuo retendrá y desarrollará. Al principio se registra la constatación, casi sin pensamiento, con el sentimiento de dejarse llenar, y el de una circulación lenta que parece feliz: puede suceder que uno se interese y que le dé otros valores a cosas que estaban cerradas e irreductibles; después añade, recibe más placer en algunos puntos, los expresa y se produce algo como la restitución de una energía que hubiera sido recibida por los sentidos, pronto ésta deformará a su vez la perspectiva, empleando el pensamiento reflexivo de una persona.

            El hombre universal, él también, empieza simplemente contemplando y logra impregnarse siempre de espectáculos. Vuelve a la embriaguez del instinto particular y a la emoción producida por cualquier cosa real cuando uno mira a ambos cerrados por todas sus cualidades, y de todas formas, concentrando sus efectos.

            La mayor parte de las personas ven con el intelecto mucho más que con los ojos. En vez de espacios coloreados, aprehenden conceptos. Una forma cúbica, blanquecina, alta y llena de reflejos de cristal es, para ellos, de forma inmediata, una casa, la casa. Una idea compleja, cualidades abstractas en correspondencia. Si cambia de lugar el movimiento de las filas de ventanas, la traslación de superficies, al desfigurarse continuamente, se pierde (porque el concepto no cambia). Perciben, según un código visual que mal se aproxima a los objetos, vagamente conocen los placeres y los sufrimientos al ver que han creado las bellas perspectivas. Ignoran el resto. Pero eso sí, se hacen de un concepto que hierve de palabras (una regla general de esta debilidad presente en todos los campos del conocimiento, es precisamente la elección de lugares evidentes, creer en sistemas definidos que facilitan. Por ello puede decirse que la obra de arte es siempre más o menos didáctica). Incluso esas bellas perspectivas están cerradas para ellos. Y todas las modulaciones que crean los pequeños pasos, la luz, el enturbamiento de la mirada, no les hacen mella. No hacen nada y tampoco deshacen nada en sus sensaciones. Sabiendo que el nivel de las aguas tranquilas es horizontal, desconocen que el mar, al fondo, está en pie. Si la punta de una nariz, parte de un hombro o dos dedos se sumergen al azar en un rayo de luz que los aísla, no se preocuparán jamás por ver una joya nueva que enriquezca su visión. Esa joya es sólo un fragmento de una persona que existe, que les es conocida. Y como rechazan cualquier cosa que carezca de un nombre, el número de sus impresiones está, de antemano, estrictamente limitado.[3]

            El uso del don contrario conduce a verdaderos análisis. No se puede decir que esto se ejerza como algo natural. Esta palabra que parece ser general y contener toda la posibilidad de la experiencia es, en realidad, completamente particular. Evoca imágenes personales, determina la memoria o la historia de un individuo. La mayor parte de las veces suscita la visión de una erupción verde, vaga y continua, de un gran trabajo elemental que se opone a lo humano, de un cuerpo monótono que nos va a cubrir de algo más fuerte que nosotros, entrelazándose, desgarrado, durmiendo y embellecido otra vez, y al que, personificado, los poetas atribuyen crueldad, bondad y muchas otras intenciones. Por eso es importante situar a quien mira y puede ver bien, en un rincón cualquiera de lo que es.

            El observador está atrapado en una esfera que nunca se rompe, dentro de ella hay diferencias que serán los movimientos y los objetos; su superficie se conserva cerrada pese a que todas su partes se renuevan y desplazan. El observador no es al principio más que la condición de este espacio finito. A cada instante, él es el espacio finito. Ningún recuerdo, ningún poder lo perturba tanto como aquello que mira. Y por poco que yo pueda concebirlo así, percibiré que sus impresiones no difieren en lo más mínimo de aquellas que recibía durante el sueño. Llega a sentirse bien, a sentir el mal o la calma que viene de cualquiera de esas formas entre las que se encuentra su propio cuerpo.[4] Y así lentamente vemos cómo unas comienzan a olvidarse, y apenas se dejan ver, mientras que las otras son percibidas allí donde siempre habían estado. Debe señalarse una muy íntima confusión de los cambios que entraña su duración en la visión, con lasitud en los movimientos ordinarios.

            Algunos lugares en el ámbito de esta visión se exageran, al igual que un miembro enfermo que pareciera ser más grande y refuerza la idea que uno tiene de su cuerpo por la importancia que le da el dolor. Estos puntos fuertes parecerán más fáciles de retener, más dulces a la vista. De ellos se eleva el espectador hacia el ensueño y a partir de allí podrá extender a objetos cada vez más numerosos caracteres particulares provenientes de los primeros y los más conocidos. Perfecciona el espacio dado al acordarse de uno precedente. Después, arregla y desarregla sus impresiones sucesivas a su gusto. Puede apreciar extrañas combinaciones: mira como un ser total y sólido a un grupo de flores o de hombres, una mano, una mejilla que se aísla, una mancha de claridad en la pared, un encuentro de animales mezclados casualmente. Empieza a querer imaginarse conjuntos invisibles cuyas partes le son dadas. Adivina los estratos que un pájaro engendra en su vuelo, la curva sobre la que se desliza una piedra tirada por alguien, las superficies que definen nuestros gestos y los desgarramientos extraordinarios, los fluidos arabescos, las habitaciones informes. Todo esto creado en una red que lo penetra todo, la raya incesante del temblor de insectos, el balanceo de los árboles, la ruedas, la sonrisa humanada marea. Algunas veces, las huellas de lo que uno ha imaginado se ven en la arena o en el agua, otras veces, su misma retina puede comparar, en el tiempo, a un objeto y la forma de su desplazamiento.

            Hay un paso, desde las formas nacidas del movimiento hacia los movimientos en que las formas se convierten, con la ayuda de una simple variación en la duración. Si la gota de lluvia parece una línea, mil vibraciones con un sonido continuo, las asperezas de un papel como un pulido plano y la duración de la impresión se aplica sola, una forma estable se puede sustituir por una conveniente rapidez en el traspaso periódico de una cosa (o elemento) bien escogida. Los geómetras podrán introducir los tiempos y la rapidez en el estudio de formas, pero también podrán apartarlas del estudio de los movimientos, y los lenguajes harán que una espiga se alargue, que una montaña se eleve, que una estatua se yerga. Y el vértigo de la analogía, la lógica de la continuidad llevan a estas asociaciones al límite de su tendencia, a la imposibilidad de detenerse. Todo se mueve gradualmente, imaginativamente. En esta habitación, y porque yo dejo a este pensamiento durar por sí solo, los objetos se agitan como la llama de una vela: el sillón se va consumiendo en su sitio, la mesa se describe tan rápidamente que se queda inmóvil, las cortinas cuelgan sin fin, continuamente. Aquí se ve una continuidad infinita; para rehacerse a través del movimiento de los cuerpos, de la circulación de los contornos, la mezcla de los nudos, los caminos, las caídas, los torbellinos, el rango de las velocidades, es necesario recurrir a nuestro gran poder de olvido ordenado y, sin destruir la noción adquirida, se instala una concepción abstracta: la de los órdenes de la cantidad.

            Así, en la ampliación de «lo que es dado» expira la embriaguez de las cosas particulares sobre las que no existe una ciencia. Al mirarlas por mucho tiempo, si uno piensa en ellas, cambian; y si uno no piensa en ellas, entonces cae en un sopor que se mantiene como un ensueño tranquilo, en el que uno observa hipnóticamente el ángulo de un mueble, la sombra de una hoja, para despertarse cuando los ve. Algunos hombres sienten, con una delicadeza especial, la voluptuosidad de la individualidad de los objetos. Prefieren, con deleite en una cosa, esta calidad de ser único que todos los objetos poseen. Curiosidad que encuentra su última expresión en la ficción y en las artes teatrales y ha sido denominada, en este extremo, como facultad de identificación.[5] No hay nada más deliberadamente absurdo en la descripción que esa temeridad de alguien que se declara ser un objeto determinado y sentir impresiones… ¡siendo ese objeto material![6] No hay nada más poderoso en la vida imaginativa. El objeto escogido se convierte en una especie de centro de esa vida, un centro de asociaciones cada vez más numerosas, siendo el objeto más o menos complejo. En el fondo, esta facultad no puede ser más que un medio para excitar la vida imaginativa, para transformar una energía de potencia en acto, hasta el punto en el que se vuelve una característica patológica y domina bárbaramente la creciente estupidez de una inteligencia que desaparece.

            Desde la mirada pura sobre las cosas hasta esos estados, el espíritu no ha hecho más que ampliar sus funciones, crear seres según los problemas que toda sensación le plantea y que él resuelve con relativa facilidad, según le vayan pidiendo una producción más o menos fuerte de estos seres. Se ve que aquí tocamos la práctica misma del pensamiento. Pensar consiste, durante todo el tiempo que a eso nos dedicamos, en errar entre los motivos que conocemos, ante todo, más o menos bien. Las cosas podrían entonces clasificarse de acuerdo con la facilidad o la dificultad que ofrecen sus condiciones o sus partes para que podamos imaginarlas en conjunto. Lo que falta es conjeturar la historia de esta graduación de la complejidad.

            El mundo está irregularmente sembrado de disposiciones regulares. Los cristales los son, las flores, las hojas, muchos ornamentos de estrías, de manchas sobre la piel, las alas, los caparazones de los animales; las huellas del viento en la arena y en el agua. Algunas veces, esos efectos dependen de algún tipo de perspectiva o agrupamiento inconstantes. El alejamiento los produce o los altera. El tiempo decide mostrarlos u ocultarlos. Así el número de muertes, nacimientos, crímenes y accidentes, presenta una regularidad en su variación que se agudiza tanto más cuantos más años se busca. Los acontecimientos más sorprendentes y los más asimétricos en relación con el curso de los instantes cercanos, entran en una apariencia de orden respecto a periodos más largos. A estos ejemplos se le puede añadir el de los instintos, hábitos y costumbres, y hasta las apariencias de periodicidad de las que han nacido tantos sistemas de filosofía histórica y empírica.

            El conocimiento de las combinaciones regulares pertenece a las ciencias diversas y cuando no ha podido constituirse en una de ellas, al cálculo de probabilidades. Nuestro diseño no necesita más que esta observación, que fue hecha desde que empezamos a hablar de esto: las combinaciones regulares, ya sea de tiempo, ya sea de espacio, están irregularmente distribuidas en el campo de nuestra investigación. Mentalmente pareciera que éstas se oponen a una gran cantidad de cosas informes.

            Creo que éstas podrían calificarse como «las primeras guías del espíritu humano» si esta proposición no fuera inmediatamente convertible. De cualquier manera, éstas representan la continuidad. Un pensamiento implica un cambio o una transferencia (por ejemplo, de atención) entre los elementos que supuestamente están fijos en relación con éste, el cual escoge en la memoria o en la percepción actual. Si estos elementos son perfectamente iguales, o si su diferencia se reduce a una simple distancia, al hecho elemental de no ser confundidos, el trabajo a realizar se reduce a esta noción puramente diferencial. Así, una línea recta será la más fácil de concebir entre todas las líneas, porque no hay esfuerzo más pequeño para el pensamiento que aquel de ir de un punto a otro, cuando cada uno de estos puntos está puesto en forma semejante en relación con el otro.

            En otras palabras, todas las porciones son tan homogéneas, aunque se hayan concebido brevemente, que todas se reducen a una sola, siempre la misma: por eso es que las dimensiones de las figuras se reducen siempre a longitudes rectas. En un grado más elevado de complejidad, es a la periodicidad a la que se le pide que represente propiedades continuas, ya que esta periodicidad, ya sea representada en el tiempo o en el espacio, no es otra cosa que la división de un objeto de pensamiento en fragmentos tales que se puede sustituir uno por otro en ciertas condiciones definidas, o pensar en la multiplicación de ese objeto en las mismas condiciones. Lo que se llama simetría viene a ser un sinónimo de continuidad. ¿Por qué sólo una parte de todo lo que existe puede reducirse así? Hay un instante en que la figura se vuelve tan compleja, en que el acontecimiento parece tan nuevo que se hace necesario renunciar a aprehenderlos en conjunto, a continuar su traducción a valores continuos. ¿En qué punto de la inteligencia de las formas se han detenido los Euclides? ¿En qué grado de la interrupción de la continuidad figurada han tropezado?[7] Es un punto final de una búsqueda en la que no se puede evitar la tentación de las doctrinas de la evolución. Uno no quiere admitir que este límite pueda ser definitivo.

            Lo cierto es que todas las especulaciones tienen por fundamento y objetivo la extensión de la continuidad con ayuda de las metáforas, de abstracciones y lenguajes. Las artes hacen de todo esto un uso del que hablaremos pronto.

            Llegamos a representarnos al mundo como si éste se dejara reducir, aquí y allá, a elementos inteligibles. A veces, nuestros sentidos son suficientes, otras veces, aunque empleamos los métodos más ingeniosos, los elementos quedan vacíos. Las tentativas siguen teniendo lagunas. Éste es el reino de nuestro héroe. Hay un sentido extraordinario de la simetría que lo convierte todo en un problema para él. En cualquier fisura de comprensión se introduce la producción de su espíritu. Se ve cuan cómodo puede resultar. Es como una hipótesis física, tendría que ser inventada pero en verdad ya existe,[8] el hombre universal ahora puede ser imaginado. Un Leonardo da Vinci puede existir en nuestro espíritu, sin deslumbrarlo demasiado, a título de noción: un ensueño de su poder puede no perderse demasiado rápido en la multitud de palabras y epítetos, propicios a la inconsistencia del pensamiento. ¿Será posible creer que él mismo se hubiera sentido satisfecho con estos espejismos?

            Este espíritu simbólico guarda la más amplia colección de formas, un tesoro siempre claro de las actitudes de la naturaleza, un empuje siempre inminente y que crece según la extensión de su dominio. Está constituido por una multitud de seres, de recuerdos posibles, la fuerza de reconocer un extraordinario número de cosas distintas en toda la extensión del mundo, y ordenarlas de mil maneras. Él es el dueño de los rostros, de las anatomías, de las máquinas. Sabe de qué está hecha una sonrisa, la puede poner en la cara de una casa, en los pliegues de un jardín, despeina y ensortija los filamentos del agua, las lenguas del fuego. En ramilletes formidables, si su mano puede fijar las peripecias de los ataques que él combina, se describen las trayectorias de miles de balas de cañón aplastando los vericuetos de ciudades y plazas fortificadas que él acaba de construir en todos sus detalles. Como si las variaciones de las cosas le parecieran, cuando están en calma, demasiado lentas; adora las batallas, las tempestades, los diluvios. Se ha elevado hasta verlas en su conjunto mecánico, y a sentirlas en su independencia aparente, o la vida de sus fragmentos en un puñado de arena arrebatado por el viento, en la idea perdida de cada combatiente donde se retuercen una pasión y un dolor íntimos.[9] En el pequeño cuerpo «tímido y brusco» de los niños, conoce las restricciones del gesto de los viejos y de las mujeres, la simplicidad del cadáver. Él tiene el secreto de cómo componer seres fantásticos cuya existencia se vuelve probable, donde el razonamiento que reúne sus partes es tan riguroso que sugiere la vida e índole del conjunto. Él hace un Cristo, un ángel o un monstruo con ayuda de lo que le resulta conocido, con lo que hay por todas partes, en un orden nuevo, aprovechando de la ilusión y la abstracción de la pintura, la cual con sólo producir una cualidad de las cosas, está evocándolas todas.

            Él va de las precipitaciones a las lentitudes simuladas por la caída de tierra y piedras; de las curvaturas masivas a las ropas multiplicadas; de los humos que salen de los techos a las arborescencias lejanas, a las hayas gaseosas del horizonte; de los peces a los pájaros; de las pinceladas soleadas del mar a los mil espejos delgados de las hojas del abedul; de las escamas a los resplandores desplazándose en los golfos; de las orejas y los rizos a los torbellinos petrificados de las conchas. Pasa de la concha a la espiral del tumor de las ondas; de la piel de los delgados estanques a las venas que la podrían templar, a movimientos reptantes elementales, a las fluidas culebras. Él da vitalidad. El nadador hace figuras con el agua, mantillas que dan forma al esfuerzo de los músculos. Capta el aire en la estela que dejan las gaviotas, en sombras cortadas, en fugas espumosas de burbujas que esos caminos aéreos y su delicada respiración deben deshacer y dejar a través de las hojas azuladas, el espesor del vago cristal del espacio.

            Él reconstruye todos los edificios, siente tentación por las formas en las que se pueden unir materiales diferentes. Disfruta de las cosas distribuidas en las dimensiones del espacio; de las bóvedas, armazones, cúpulas erguidas, galerías alineadas, cubiertas y descubiertas, masas que mantienen su peso en el aire gracias a los arcos, puentes, profundidades del verde de los árboles bebiendo y alejándose en la atmósfera de la que beben; la estructura de los vuelos migratorios cuyos triángulos agudos apuntando al sur muestran una combinación rudimentaria de seres vivos.

            Él juega, se alegra, y traduce con claridad todos sus sentidos a este lenguaje universal. La abundancia de sus recursos metafóricos se lo permite. El gusto de no acabar nunca con lo que contiene el más leve fragmento, el menor destello del mundo renueva su fuerza y la cohesión de su ser. Su alegría termina en decoraciones festivas, en encantadores inventos, y si sueña con construir un hombre volador, lo verá elevándose para buscar la nieve en la cima de las montañas y volver para frotarla sobre los pavimentos de la ciudad, vibrando de calor, en verano. Su emoción se elude en la delicia de rostros puros que arrugan una mueca de sombra, en el gesto de un dios que guarda silencio. Su odio contiene todas las armas, todas las mañas del ingeniero, todas las sutilezas del estratega. Establece máquinas formidables de guerra, que él mismo protege con bastiones, voladizos, fosas para transformar súbitamente el aspecto de un lugar, y me acuerdo que disfrutando el bello desafío italiano del siglo XVI, torreones en los cuatro tramos de las escaleras, independientes pero en torno al mismo eje, separaban a los mercenarios de sus jefes, las tropas de soldados a sueldo unas de otras.

            Él adora ese cuerpo de hombre y de mujer que puede medirse con todo, aprecia su altura, y que una rosa pueda llegar hasta los labios y que un gran plátano lo sobrepase veinte veces, como una gran sombrilla cuya hojarasca desciende hasta los rizos, y que llene con su deslumbrante forma una posible sala, la concavidad de bóveda que se deduce de la sala, un lugar natural que cuenta sus pasos. El busca la caída ligera de un pie que se posa, el esqueleto silencioso en la carne, las coincidencias al caminar, todo el juego superficial del calor, y la frescura rozando la desnudez, blancura difusa o bronce, fundidos sobre un mecanismo.

            Y la cara, esa cosa luminosa e iluminada, la más particular de las cosas visibles, la más magnética, la más difícil de mirar sin querer leerla, lo posee. En la memoria de cada uno, existen vagamente centenares de rostros y sus variaciones. En la suya estaban ordenados y las fisonomías se siguen unas a otras; de una ironía a la otra, de una sabiduría a otra menor, de una bondad a una divinidad, por simetría. Alrededor de los ojos, puntos fijos de cambiante resplandor, él hace jugar y sacar hasta decirlo todo, la máscara en la que se confunde una compleja arquitectura con distintos motores, debajo de una piel uniforme.

            Entre la multitud de espíritus, éste aparece como una de esas combinaciones regulares de las que hemos estado hablando: no parece que, como la mayor parte de los seres, para ser comprendido tenga que estar ligado a una nación, a una tradición, a un grupo que ejerza el mismo arte. El número y la comunicación de esos actos hacen de ellos un objeto simétrico, o que incesantemente se convierte en tal.

            Él fue hecho para desesperar al hombre moderno que está perdido desde el comienzo en una especialidad, en la que, según se cree, debe convertirse en un ser superior, porque está encerrado en ella: uno evoca la variedad de métodos, la cantidad de detalles, la suma continua de hechos y de teorías para no hacer sino confundir al observador paciente, al meticuloso contable de aquello que es el individuo que se reduce, no sin mérito —si es que esa palabra tiene algún sentido— alas minuciosas costumbres del instrumento con el que se trabaja, el poeta de la hipótesis, edificador de materiales analíticos. Al primero se le atribuye la paciencia, la dirección monótona, la especialidad de todos los tiempos. La ausencia de pensamiento es su cualidad. Pero el otro debe circular a través de separaciones y comportamientos cerrados. Su papel es enfrentarlos. Aquí me gustaría sugerir una analogía de la especialidad con esos estados de estupefacción debidos a una sensación prolongada, a los que ya hice referencia anteriormente. Pero el mejor argumento es que, nueve veces de cada diez, toda gran novedad en algún orden se consigue mediante la intrusión de medios y nociones que no estaban previstos en él; ya que como acabamos de atribuir esos procesos a la formación de imágenes, y después a la de lenguajes, no podemos eludir la consecuencia de que la cantidad de lenguajes que un hombre posee influye especialmente sobre el número de posibilidades para crear o encontrar otros nuevo: Sería fácil demostrar que todos los espíritus que han servido de sustancia a generaciones de investigadores y pensadores, y cuyos productos han alimentado durante siglos la opinión humana, esa manía humana de hacer eco, han sido más o menos universales. Nombres como Aristóteles, Descartes, Leibniz, Kant, Diderot, son suficientes para dejarlo establecido.

            Ahora nos enfrentamos a los placeres de la construcción. Trataremos de justificar a través de algunos ejemplos los precedentes puntos de vista, y mostrar, en su aplicación, la posibilidad y casi la necesidad de un juego general del pensamiento. Me gustaría que se notara la dificultad con la que son obtenidos los resultados particulares, a los que me podría acercar, si no estuviese empleando gran número de conceptos que parecen ajenos.

            Aquel que nunca haya encarado —aunque fuera en sueños— el intento de una empresa que él mismo es dueño de abandonar, la aventura de una construcción acabada cuando los demás ven que ésta comienza, y que no ha conocido el entusiasmo haciendo quemar un minuto de sí mismo, el veneno de la concepción, el escrúpulo, la frialdad de las objeciones interiores y esta lucha de pensamientos alternativos entre los que el más fuerte y el más universal debería ganarle incluso a la costumbre y a la novedad; aquel que no haya contemplado en la blancura de su papel, una imagen enturbiada por lo posible y por la tristeza de todos los signos que no serán escogidos —ni visto en el aire limpio un edificio que no está allí—, aquel que no ha frecuentado el vértigo que produce una meta que se aleja, con la preocupación por los medios, la previsión de la lentitud y la desesperanza, el cálculo de fases progresivas, el razonamiento proyectado hacia el futuro que designa lo que entonces no habrá que razonar; ese hombre no conocerá, sea cual fuere su saber, el recurso y el ámbito espiritual que ilumina el hecho consciente de construir. Y los dioses han recibido del espíritu humano el don de crear, porque ese espíritu periódico y abstracto, puede hacer más grande aquello que concibe, hasta que deje de concebirlo.

            Construir existe entre un proyecto o una visión determinada y los materiales con los que se cuenta. Se sustituye un orden por otro que es inicial, sean cuales fueran los objetos que se tiene que ordenar. Son piedras, colores, palabras, conceptos, hombres, etcétera; su naturaleza particular no cambia las condiciones generales de esta especie de música en la que sólo juega de momento el papel del sonido, para seguir con la metáfora. Lo sorprendente es sentir alguna vez la impresión de exactitud y consistencia en las construcciones humanas, hechas de aglomeración de objetos aparentemente irreductibles, como si aquel que los ha dispuesto hubiera conocido alguna comunicación invisible entre ellos.

            Pero el asombro sobrepasa cualquier límite cuando uno se da cuenta de que el autor, en la inmensa mayoría de casos, es incapaz de darse cuenta de los caminos seguidos y de que él es el detentador de un poder cuyas circunstancias ignora. Nunca puede de antemano aspirar al éxito. ¿A través de qué cálculos se pueden comparar entre sí las partes de un edificio, los personajes de una obra de teatro, los componentes de una victoria?, ¿mediante qué serie de oscuros análisis se puede asegurar la producción de una obra?

            En tal caso, es común referirse al instinto para aclarar el asunto, pero no está muy claro qué es realmente el instinto. Además, aquí habría que recurrir a instintos rigurosamente excepcionales y personales, es decir a la noción contradictoria de una «costumbre hereditaria» que sería tan poco habitual como hereditaria.

            Construir, en el momento en el que el esfuerzo pueda conducir a un resultado comprensible, debe hacer pensar en una medida común de los términos puestos a trabajar; un elemento o un principio que supone ya el simple hecho de tomar conciencia y que puede no tener otra existencia que la abstracta o la imaginaria. No podemos representarnos un todo hecho de cambios, un cuadro, un edificio de cualidades múltiples, sino como lugar de modalidades de una sola materia o ley, cuya oculta continuidad afirmamos en el preciso instante en el que reconocemos a ese edificio como un conjunto, un dominio limitado de nuestra investigación. Aquí encontramos otra vez ese postulado psíquico de continuidad que se parece, según nuestro entender, al principio de la inercia en la mecánica. Sólo las combinaciones puramente abstractas, puramente diferenciales, como las numéricas, pueden construirse con la ayuda de unidades determinadas; es preciso notar que éstas están en la misma relación con las otras construcciones posibles, que las partes regulares en el mundo, con aquellas que no lo son.

            Hay en el arte una palabra que puede nombrar todos los modos, todas las fantasías, y que suprime de golpe todas las pretendidas dificultades en relación con su oposición o su aproximación a esta naturaleza, jamás definida y con razón: el ornamento. Aunque uno quiera acordarse sucesivamente de los grupos de curvas, las coincidencias de divisiones cubren los más antiguos objetos conocidos, los perfiles de vasos y de templos, los ladrillos, los óvalos, las estrías de los antiguos; las cristalizaciones y los muros voluptuosos de los árabes; las armazones y simetrías góticas; las ondas, los fuegos, las flores sobre las vasijas y el bronce japonés; y en cada una de esas épocas la introducción de las similitudes de las plantas, animales y hombres, el perfeccionamiento de esas similitudes, la pintura, la escultura. Evocando el lenguaje y su primitiva melodía, la separación de las palabras y la música, la arborescencia de cada cual, la invención de los verbos, de la escritura, la complejidad figurada de las frases que se convierte en posible, la curiosa intervención de palabras abstractas; y, por otra parte, el sistema de sonidos que se suaviza, extendiéndose de la voz a las resonancias materiales, se vuelve más profundo por la armonía, varía por el uso de timbres.

            En fin, observemos el progreso paralelo de las formaciones del pensamiento a través de esas primitivas onomatopeyas psíquicas, las simetrías y contrastes elementales, después, las ideas de sustancia, las metáforas, los tartamudeos de la lógica, los formalismos y las entidades, los seres metafísicos.

            Toda esta vitalidad multiforme puede apreciarse en relación con lo ornamental. Las manifestaciones enumeradas pueden considerarse como partes acabadas del espacio o del tiempo, que contienen diversas variaciones, que a veces son objetos caracterizados y conocidos, pero cuya significación y uso ordinario son pasados por alto, para que no quede más que el orden y las reacciones mutuas. El efecto depende de este orden. El efecto es el objetivo ornamental, y la obra toma así el carácter de un mecanismo para impresionar al público, para hacer surgir las emociones y elevar las imágenes.

            Desde ese punto de vista, la concepción ornamental es a las artes particulares lo que las matemáticas son a las ciencias. Así como las nociones físicas del tiempo, longitud, densidad, masa, etcétera, no son en los cálculos más que cantidades homogéneas y no podrán recuperar su individualidad si no es con la interpretación de resultados, los objetos escondidos y ordenados según un efecto son como privados de la mayor parte de sus propiedades, y sólo las recobrarán en el efecto, en el espíritu desprevenido del espectador.

            La obra de arte, entonces, se puede construir por una abstracción más o menos enérgica, más o menos fácil de descubrir, si los elementos tomados de la realidad con los que ha sido creada son fragmentos más o menos complejos de esa realidad. Por el contrario, toda obra de arte se aprecia por una suerte de inducción, por la producción de imágenes mentales; e igualmente, esta producción debe ser más o menos enérgica, más o menos fatigosa, según lo exija un vaso o una frase quebrada de Pascal.

            Sobre un plano, el pintor dispone pastas coloradas cuyas líneas de separación, espesores, fusiones y contrastes deben servirle para expresarse. El espectador sólo ve una imagen más o menos fiel de carnes, gestos, paisajes, como a través de la ventana de las paredes de un museo. El cuadro se juzga con el mismo espíritu que la realidad. Unos se pueden quejar de la fealdad de una figura, otros se enamoran de ella; algunos se entregan a la psicología más fecunda, otros sólo miran las manos y éstas siempre les parecen inacabadas. El hecho es que, gracias a una insensible exigencia, el cuadro debe reproducir las condiciones físicas y naturales de nuestro medio. La gravedad actúa en él, la luz se propaga como aquí, y gradualmente, la anatomía y la perspectiva se ponen a la cabeza de los conocimientos pictóricos: yo creo, sin embargo, que el método más seguro para juzgar una pintura es el de no reconocer nada al principio y cumplir, paso a paso, con una serie de inducciones que necesitan una presencia simultánea de manchas de colores sobre un campo limitado, para elevarse de metáfora en metáfora, de suposición en suposición, hasta llegar a la inteligencia del tema, y a veces hasta la simple conciencia del placer, que no siempre se había experimentado de antemano.

viernes, 24 de noviembre de 2023

UNA SEMANA CON PAUL VALERY. DÍA PRIMERO: CORONA Y CORONILLA. FRAGMENTO.

 


«Verdaderamente hay buenas cosas en este montón, este pobre montón de horas devotas y cantarinas. Sí que valió la pena. Forma un conjunto como no hay otro, creo, en nuestra poesía». Eso escribió de estos versos suyos Paul Valéry en 1945, poco antes de su muerte. Mantenidos en secreto a lo largo de seis décadas, los más de 150 poemas de amor que el maestro escribió en los últimos siete años de su vida a Jeanne Loviton, «Jean Voilier», nos descubren una faceta inédita y fundamental dentro del conjunto de su obra: una de las series elegíacas más hermosas de la poesía francesa. Cuando se conocieron, él tenía 67 años y ella 35. Cuando Jeanne le dejó para casarse con otro, siete años más tarde, el poeta sólo sobrevivió dos meses a su abandono. Rescatados ahora, los poemas que le dedicó completan con extraordinaria brillantez el corpus lírico de un poeta de obra breve e impecable maestría, que siempre alardeó de burlarse de la ternura y del amor.

 

Paul Valéry

Corona & Coronilla

Poemas a Jean Voilier

Título original: CORONA & CORONILLA. Poèmes à Jean Voilier

Paul Valéry, 2008

Traducción: Jesús Munárriz

Diseño de cubierta: J. Narro

Editor digital: Titivillus

ePub base r1.2

EL ADIÓS A LOS VERSOS

«La poesía es una supervivencia», decía Valéry. Era en 1929. Ochenta años más tarde, ¿hay que publicar Corona?

He aquí, sin embargo, un caso único en la historia de las Letras: los versos que un gran poeta ha querido releer por última vez antes de morir, que ha comentado para nosotros, con una emoción tierna, una ironía teñida de amargura, y a los que ha dicho adiós como a unos amigos.

Hay en el último cuaderno manuscrito de Paul Valéry, que conserva el Centro de documentación francesa de la Universidad de Austin, en Texas, una página verdaderamente extraordinaria. Fue escrita el 22 de abril de 1945.

Tres semanas antes, Jeanne Loviton —que escribía con el seudónimo de Jean Voilier— había acudido a anunciarle su ruptura. Era el día de Pascua, «ese día de la Resurrección que fue para mí el de ser depositado en la Tumba». El 22 de abril era también domingo. El domingo, lo pasaba habitualmente con Jeanne, en casa de ella, en el jardín de Auteuil. El domingo era «su día». Ese domingo, lo pasaría solo. Para romper la soledad, o para seguir estando con ella, abrió el sobre que contenía los poemas de Corona, y los releyó.

El Amor lo había abandonado. Iba a morir. Nosotros, lo sabemos. Él, lo presentía.

Y en esa última carta, que no fue enviada nunca, y que podría llevar por título «El adiós a los versos», se encuentran en efecto reunidas las dos potencias, las dos quimeras a las que había creído renunciar para siempre a los veinte años, y que ahora se habían convertido en toda su vida.

«… Hace cinco horas que estoy aquí mano a mano con un silencio que habla demasiado. Y sigue siendo domingo. El tiempo es bien largo, y lo es todo el tiempo. Saboreo las dulzuras de la Eternidad. Grano a grano, la arena negra obliga a llevar la cuenta.

Sin embargo, hay que distraerse. Abro un armario, un pesado sobre. Hojeo…

Polidora, hermosa frente

de robusta cabellera…

Pasemos.

Cómo vivir sin vosotros, momentos poderosos y queridos…

Y a quién, hacia quién estos versos:

Son piedras engastadas en mi pecho tus ojos…

Y esto:

Mi amor es receloso y vive en las alarmas…

y mirarte a los ojos me resulta imposible

sin que llenen las lágrimas de inmediato los míos…

O bien:

Velando está el AMOR bajo una lámpara,

Espíritu que es, a esta hora sin cuerpo…

Uno creería que ha sido escrito en 1560, bajo el influjo de Petrarca.

Pero esto es también del mismo:

Yo respiro en espíritu la habitación más tierna…

(Ay, tierna habitación… nupcial. Lo tienes claro. Hay que tragarse esos versos. Al cuco no le gustarían).

Y este poemilla que me permito encontrar tan gracioso:

Oh mi Estatua de dulce voz,

diosa que cojo de los dedos

y, al besarlos, dice lo que debo

según el corazón de mi lenguaje…

Es un fragmento de antología.

Hojeemos más adelante, con el corazón cada vez más acongojado:

Sujeta por tus manos, con frescura de flores,

mi frente ya no sueña tener otra corona…

Y también:

… Esta adorable ley

de que haciéndote bella, y a mí haciéndome yo,

tenían, a despecho del mundo y de los años

que juntarse en la sombra en flor nuestros destinos…

¡Ah!… Puedes quedarte con tu adorable ley… Y más, y más…

Suprema Rosa, Orgullo de mi invierno,

la más bella desdicha de mi historia…

o:

Flor de mi Ocaso y miel de mi última bebida

Que se transforma en veneno; gimo al volver a ver esta colección. Verdaderamente hay buenas cosas en este montón, este pobre montón de horas devotas y cantarinas…

Sí que valió la pena. Forma un conjunto como no hay otro, creo, en nuestra poesía. No veo esta nota particular.

Cierra los ojos… He aquí mi voz… He aquí la palma

de mi ligera mano… He acudido a rozarte…

Y este punzante:

Tiembla, tumba ligera, un soplo te ama, SAUCE

El SAUCE ha muerto. Él lo había adivinado. No ha querido ver lo que se verá en la ventana… Pobre SAUCE, pobre estremecimiento de ternura y de poesía que compartíamos contigo, al caer la tarde. Y vosotros, mis versos, mis pobres versos, hechos con todo mi arte y con todo mi corazón, es preciso morir. Ahora, me haríais ridículo. He dejado de poder decir estas cosas; mi orgullo, mi ternura no deben dejar huellas.

No seréis piadosamente impresos, en un pequeño volumen que yo ya veía, — y que no tenía… Editor…

Me avergonzaría haber hecho esto, haber trenzado esta Corona, de la que vosotros erais las gemas, versos míos.

No habéis merecido ser rechazados. Ay, alguien no ha querido que en el futuro se la conociera por haber inspirado estos “Encantos”…

Me gustáis mucho, versos míos; sólo con veros, siento que habría habido otros más, muchos otros…

Pero no hay que creer a nadie, ni crear sobre ningún corazón.

Y TÚ, nadie te habrá amado con un amor de esta profundidad y de esta calidad. El sonido de mi amor, te lo aseguro, no lo oirás nunca de otro, nunca, nunca».

CORONA

SONETO A NARCISA

Sujeta por tus manos, con frescura de flores,

mi frente ya no sueña tener otra corona;

toda esta lucidez que rodea el Amor

se enturbia en tierna sombra en la fuente del llanto.

Respirando el calor profundo de tu seno,

afluye tanta dicha al corazón rendido

que ante el dulce destino que tu mirar me marca

la gloria se me vuelve una rara desdicha.

Dejo desvanecerse mis voluntades sabias;

¡mi auténtico tesoro me fulge en los relámpagos

sedosos de tu rico mirar con luces vivas!

Lo que sientes por mí lo adoro yo en tus ojos.

¡Oh, besa entre tus manos, cerrando mi diadema

con el rubí de un beso, la frente que te ama!

ODA AL JAZMÍN[1]

Son piedras engastadas en mi pecho tus ojos,

los luminosos trazos de sus vagas miradas

trizan con fuegos vivos mi noche pensativa,

oh Presencia inmanente, oh Tú por todas partes,

Tú que estás rodeada por tan dulce ribera

que vivir sin ti un día me lo vuelve de hierro,

que me abruma su peso que mi suspiro expulsa

y que termina en siglo cabal en el infierno…

Mientras en torno a mí cuanto vive me irrita

y la obra misma en mí es un sueño importuno,

huyo hacia ti, hacia Ti, como un pájaro anida,

y obedece mi alma a tu secreto aroma,

y respiro en espíritu la habitación más tierna,

donde en sábanas puras, con flores, junto al fuego,

la potencia de amor que en tus miembros anhela

con tu amada sonrisa acogerá mi ruego.

Devoro pues la ruta, vuelo hacia la delicia,

mis pasos eliminan los preciosos peldaños

que llevan al umbral de tu sedoso cáliz

mi sed por encontrar tus verdaderos ojos.

Cansada está mi espera de amor de andar fingiéndolos;

beberlos y cerrarlos quiero, y ver cómo se abren

dulcemente otra vez cuando el exceso de la dicha de unirnos

nos permita sonreír a tu estremecimiento.

EL SAUCE[2]

Tiembla, Tumba ligera… Un soplo te ama, Sauce,

que hace que tiemble en ti el sueño de unos hombros…

¿Brisa?… o este suspiro, tan simple y repentino

que exhalo por amor a ese jardín flotante.

Mi mirada en sus flores burla el mal de esperar

pasos, voz, mano, todo el ser tan tierno luego,

esa Tú toda mía que siento transformarse,

a quien la hora que muere puede de pronto unirme

¡y que llega!… Lo siento…

¡Mi boca al fin te acoge!

Pone el acercamiento temblor de hoja en el alma

y mis ojos, aun llenos de follaje y de día,

te ven detrás de mí, toda rosa de amor…

¡Tiembla, Tumba ligera! Un soplo te ama, Sauce…

mas ya no necesito soñar con unos hombros,

y el soplo no es ya el soplo de un solo corazón…

Muere el tiempo vencido, y el beso vencedor

de la ausencia sin nombre de que un nombre me libra,

¡a largos tragos bebe en la sombra ese fuego que nos hace vivir!

Pienso en tu infancia a veces y me gusta…

Lo que tú me has contado canta muy lejos, en la sombra anterior.

Y me gusta…

Después, después… oh no, no me gusta todo lo que siguió…

Aquella flor cortada, esa primera espera…

Tu juventud, tu corazón…

Me horrorizan los dioses, el azar, todo aquello

que hizo que no fuera lo que habría debido ser:

que fueras siempre toda mía.

Me desgarro diciéndome el pasado que no fue

como las pitonisas predicen el futuro.

Profetizo hacia atrás

y mi amor es de tal clarividencia

que nos veo viviendo una vida

tan luminosa

tan pureza y voluptuosidad

tan tierna y voluntaria,

inteligente y dulce,

oh qué días, qué noches

y qué sueños mezclados y qué despertares cantarinos…

Nos habríamos conocido, encontrado en la época

en que yo estaba vivo, y me creía ángel

con espíritu duro, bastante rara el alma,

y en que quería sumergir mis ojos

en toda hondura del mundo

y te habría tomado honda

para amarte con todo mi orgullo.

Alma, ¿qué habrá más tierno que, a los gritos del viento de otoño,

formar de Amor el tierno enlace,

que cerrar los oídos al huracán que atruena,

a este arrebato de la estación tardía

cuyo vuelo confuso de monótona furia

hace que tu casita se queje tanto tiempo?

Mas todas tus bellezas me forman una cárcel de dulzuras

en que mi corazón se consuela y se asombra.

Tu cuerpo me persigue, Jeanne. ¡Manos llenas de Jeanne,

pensamiento en que vuelve tu silencio y tu voz,

y esa mezcla de sombra al final del verano

que en el fondo del bosque moribundo bebimos…!

Apenas me separo de ti, una Jeanne soñada

apoya un tierno ser en la mesa en que escribo;

mi corazón de pronto la concibe acostada

y mi labor se atasca dentro de mis espíritus.

Los problemas, disgustos, deberes y trabajos

ante el amor no son más que dicha perdida,

oh los besos preciosos, oh las sabias caricias,

oh JEANNE, encantamiento del trabajo interrupto.

OH PROA en oro de la más noble nave,

que altamente sobresaltas de onda en onda,

cabeza de ojos garzos que presenta la más hermosa testa

que vio nunca bogar la mar del mundo,

y tú, amada carena de tan galantes flancos,

por el sol y la espuma acariciados,

que destrizas tu sombra y huyes del remolino

del agua espléndida hacia abismos de amargura,

avanza, Nave mía, y no encuentres más puerto

que el de este corazón que sin cesar espera

la plenitud de amor que tú llevas a bordo

so tu vela mayor, feliz de desplegarse[3].

miércoles, 22 de noviembre de 2023

PREMIO CERVANTES 2023 Vidas, secretos, conmociones PRÓLOGO

 




Vidas, secretos, conmociones

Escribí las doce fábulas que recoge este volumen, ahora en el orden definitivo que implicaba el proyecto y también con la revisión detallada de los textos, a lo largo de diez años. Y en ese tiempo fueron apareciendo agrupadas de tres en tres, siguiendo la línea de una estructura narrativa que el proyecto implicaba, y también el reto con que fue llevado a cabo.

Al escribir las fábulas tenía clara la ambición de crear una peculiar comedia humana, en nada ajena a lo que constituye el subsuelo y el andamiaje de mi mundo narrativo, pero con el horizonte de un especial grado de descubrimiento, como si en ellas pudieran irradiar tonalidades más intensas y originales de ese mundo, desde una mirada de mayor compromiso en la reflexión moral.

Las fábulas guardan como poco una unidad significativa, una familiaridad en el sentido de sus pretensiones y, al culminar el destino de su encuentro final en este volumen que las recoge y reordena, culminado el proyecto que así lo preveía, podría decir que esa unidad se expande en su variedad y alcanza, así lo espero, la iluminación total de lo que quise hacer.

El camino de llegada a las doce fábulas era, sin duda, un camino de tránsitos y transiciones, un reto que se enriquecía en sus perspectivas, y que también se realimentaba en el decurso de su escritura. Las doce son novelas cortas y, en la opción de ese género, que siempre me apasionó y que acaso en la actualidad no obtenga todo el cultivo que merece, existía la intención de encontrar su arquetipo, intentando solventar lo que el género supone como posibilidad narrativa de perfección y buscando, hasta donde buenamente se puede, ese límite narrativo que el género suscita en sus posibilidades.

En el título de «Fábulas del sentimiento» se expresa la intención de su escritura, lo que nutre las historias de una ejemplaridad, tan positiva como negativa, la connotación moral, acaso contradictoria, y que en su condición de fábulas pudieran llenarse de sugerencias y significaciones, con la idea de expresar el sentido de lo que se cuenta de la manera más misteriosa posible.

El sentimiento implica esa orientación de las emociones que revela la fragilidad y la intensidad de lo que se vive. Una orientación también en la mirada de quien narra y observa, que filtra ese grado de experiencia o facultad tan sustancial al lado de la voluntad y el pensamiento. Muchas de las observaciones narrativas reposan en la constatación del sentimiento, de modo que a través de él, de sus contradicciones e ilusiones, puede llegar a conformarse la propia atmósfera de la fábula y el clima moral de la misma. También el secreto de lo que tantas vicisitudes encierra, lo que se esconde y revela en la conciencia o la memoria, lo más oscuro y misterioso de nuestras conmociones y comportamientos.

La denominación de fábulas del sentimiento quiere resultar más sugestiva que conceptual, entendiendo que en esa configuración de lo fabulístico las historias debieran adquirir un tono de intensidad lírica y simbólica, un sentido profundamente metafórico que será el que mejor las impregne de significaciones y sugerencias.

Las novelas están planteadas independientemente, como no podía ser de otra forma, y en su agrupamiento debiera constatarse cierta familiaridad y contaminación en el desarrollo de las mismas al ir devanando cada tránsito, en el camino de su expansión hacia la conquista final, en un empeño siempre acompañado de la variedad de los modos de escritura, de los planteamientos de las tramas, de las perspectivas y de las estructuras narrativas en el más amplio abanico de posibilidades.

El narrador se concede la absoluta libertad de técnicas y opciones, huyendo de los lugares comunes y sabiendo que en la construcción de una peculiar comedia humana, a veces equidistante del relato testimonial o del cuento filosófico, los personajes, el destino de sus existencias, deben tener el poder y el relieve de las vidas verdaderas que sólo la ficción es capaz de alcanzar.

Doce historias, pues, en las que en algunas ocasiones los protagonistas ven trastocado su destino por la casualidad y un impulso de búsqueda desazonador, un sentimiento que les perturba hasta encontrar otro grado de lucidez que pueda reconfortarles.

Voy a hacer un recorrido sobre los asuntos que se plantean en estas doce fábulas, con la intención de marcar esas líneas convergentes en su diversidad, intentando mostrar la dimensión metafórica de sus tramas.

El desarraigo familiar y vital tiene mucho que ver en el desarreglo de las emociones que suscitan las pérdidas y los extravíos que acaban adquiriendo una tonalidad fantasmagórica en muchas de las historias. A una extraña Pensión llegan, por ejemplo, la misma noche unos viajeros que huyen de la realidad acuciante y cotidiana en que viven, como si un ineludible impulso los arrancara de ella. La huida supondrá la reconsideración de sus existencias, en las confidencias de esa noche que mueve el azar. La pobreza puede ser una semilla que crece en el corazón de un hombre rico, y desde la secreta percepción de su hija enferma, dueña de una sensibilidad peculiar, el hilo dramático de un insólito suceso recuerda aquellos versos de Rilke en El libro de las horas que dicen: «pues pobreza es fulgor, muy grande desde dentro».

Entre algunos antiguos compañeros de bachillerato, cuando los años y las distancias marcan una irremediable separación de sus vidas, se rememora la figura de un viejo profesor, famoso por la impiedad del trato a los alumnos y de la vergonzosa venganza que dañó sus vidas. Aquellos muchachos hicieron sin saberlo una suerte de aprendizaje del odio, la enseñanza radicalmente opuesta a lo que hubieran merecido, y ese aprendizaje tiene un lastre ineludible.

De nuevo la casualidad une de manera insospechada a unos amantes que parecen destinados a quedar solos en el mundo o a que el mundo desaparezca, como si la pasión los hiciera invisibles. La plenitud de su inesperada experiencia amorosa será, al fin, la última razón de sus existencias y lo que definitivamente colme su memoria. Un salón de bodas, un lugar de banquetes y celebraciones, esconde más secretos de los previsibles, y hasta es posible que marque el destino de algún matrimonio allí celebrado. El rito de casarse afianza el compromiso, contamina los recuerdos cuando los viejos salones de una ciudad de provincias son demolidos y en los escombros se percibe algún brillo extraño.

De suyo la extrañeza y los secretos están casi siempre en la urdimbre de las fábulas: lo inesperado que adquiere la dimensión de lo extraordinario, lo que en la reserva y el sigilo resulta misterioso.

Una parte de la felicidad consiste en no haber sido antes feliz, confiesa una viuda que va encontrando la plenitud de sus más hondos sentimientos en el tiempo en que reafirma su condición de tal. La felicidad se compagina, en su caso, con la generosidad, y la viuda hace el recuento de su existencia sufragando las deudas contraídas por su bondad.

En la ejemplaridad, a veces positiva y a veces negativa, de las fábulas, son las contradicciones del corazón humano o las razones o sinrazones que guían los actos de los personajes, quienes interfieren las apreciaciones del entendimiento o de la conciencia.

Tres adolescentes comparecen en el rastro de una historia legendaria que les concierne de modo tan comprometido que es como si el tiempo no existiese. ¿La adolescencia es una edad que contiene mayores riesgos y misterios que cualquier otra? ¿Es posible vivirla y compartirla como un secreto que se atesora entre la plenitud y el trastorno? Estos adolescentes son príncipes del olvido, herederos de alguna leyenda antigua y testimonian el desasosiego y las encontradas emociones de la edad que más crudamente marca nuestra existencia por mucho que el tiempo mítico que nos compete, como decía Pavese, habite en nuestra infancia.

La amistad sostiene en ocasiones unos límites de compromiso que pueden desbaratarse, y en alguna situación es posible plantear la inquietante posibilidad de si los amigos que se quieren se enamoran. En las vertientes apasionadas de la lealtad y la envidia, en la contradicción de un sentimiento tan puro como el de la amistad, es posible alguna trama con tantas suspicacias como contrariedades. La amistad y la enemistad, el amor y el desamor.

Alguien regresa a su tierra, a sus orígenes, un emigrante de la ya casi épica emigración americana de comienzos del siglo pasado, ya muy mayor y desprendido de todas las ataduras económicas y lazos familiares derivados de su aventura. Este hombre tiene una deuda que no ha prescrito, algo que al fin, con el regreso, se revela en una especie de persecución moral, como si un fantasmal u obsesivo cobrador le aguardara en el lugar de sus sueños originarios, el pueblo en el que nació. La vida no acaba tan fácilmente y a veces el corazón es más consistente y perturbador en los recuerdos que la propia memoria o la conciencia.

¿Debajo de los afectos y las responsabilidades familiares puede subsistir y crecer la violencia como una deuda perturbadora...? La pregunta tiene una respuesta nada ajena a lo que día a día leemos en las crónicas de sucesos. Ahora se trata del retrato de una mujer que consuma su aciago destino en el casi épico camino de su injusta supervivencia, pero en ese retrato hay también razones y vicisitudes más inquietantes. Una fábula siempre explora un territorio menos evidente que el que la realidad nos muestra. La ficción aspira, como sabemos, a que el lado oscuro del espejo no esté siempre limpio o sucio, también empañado...

La desgracia obtiene, en ocasiones, la consideración no por fantástica menos improbable de que sea una enfermedad contagiosa. ¿Alguien puede quebrar el destino de los demás, como si su cercanía supurara una enfermedad que puede matarlos...? Este relato fantástico muestra la dolencia, el propio mal que rememora. La desgracia también estriba en los reencuentros que la vida nos depara y en los débitos de las viejas y ocultas emociones. La casualidad, lo imprevisto, la aventura a la vuelta de la esquina.

Finalmente, dos jóvenes caen bajo el patronazgo de una solitaria mujer que administra sus ensueños alcohólicos y las perversiones de una dramática imaginación, en el espejo interior de una existencia que encierra lo que pudo ser su paraíso perdido. Llegar a donde no se debe, tocar el timbre en la puerta menos aconsejable, sentir, al fin, la prisión, el secuestro que encamina la perdición y la extrema melancolía de un amor maltratado, de una ilusión definitivamente rota...

Algo más, por último, sobre la novela corta, un género que, como ya dije, me apasiona y en el que, como bien sabemos, muchos de los grandes escritores de todos los tiempos han expresado su mundo de la forma más sustancial. Con frecuencia escuchamos que la redondez del cuento, su perfección, exige que nada sobre ni falte, que no haya una palabra de más. En la novela larga, algunas páginas no acertadas no acaban de echar por tierra una obra lograda, pero en el cuento alguna frase desacertada puede poner en riesgo el total.

También la novela corta pide la perfección y redondez de lo estrictamente medido: el impulso de su desarrollo narrativo debe alcanzar el equilibrio preciso, la dimensión adecuada, un orden del relato que evite derivaciones no significativas, voces no imprescindibles. No se trata de la contención sino de la precisión, de que la idea narrativa se explaye en la espiral que surge y, a la vez, envuelve el interior.

Un género muy propicio para intentar eso que siempre merece la pena y que tan pocas veces se logra: el reto de la perfección.

Luis Mateo Díez

Invierno de 2011

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