Paul
Valéry
Introducción al método de Leonardo da Vinci
Título original: Introduction a la Méthode de Léonard da Vinci
Paul
Valéry, 1895
Traducción:
Moira Bailey J.
Lo que queda de un hombre es aquello que su nombre nos lleva a pensar y las obras que hacen de ese nombre un signo de admiración, de odio o de indiferencia. Pensamos lo que él pensó y podemos encontrar en sus obras ese pensamiento que rehacemos a imagen del nuestro. Nos representamos, fácilmente, la imagen de un hombre corriente: de los recuerdos simples van resucitando los móviles y reacciones elementales. Entre los diferentes actos que constituyen el exterior de su existencia, encontramos la misma continuidad que entre los nuestros, somos la unión, el vínculo, al igual que él lo es, y el círculo de actividad que su ser sugiere no desborda a aquel que nos pertenece. Si hacemos que este individuo destaque en algo, nos será más difícil figurarnos los trabajos y los caminos de su espíritu. Y para no limitarnos a admirarlo de modo confuso, nos veremos obligados a hacer crecer nuestra imaginación sobre la cualidad que él domina, y de la cual nosotros, sin duda alguna, no poseemos más que el germen. Pero si todas las facultades del espíritu escogido son profundamente desarrolladas a la vez, o si los restos de su acción parecen considerables en todos los géneros, la figura se convierte en algo cada vez más difícil de aprehender en su unidad, y tiende a escapar a nuestro esfuerzo. De un extremo de este entendido mental al otro, las distancias son tan grandes que nunca las hemos recorrido. A nuestro conocimiento le falta la mitad de este conjunto, del mismo modo que se le quitan esas pequeñas partículas uniformes de espacio que separan los objetos conocidos y andan arrastrándose al ritmo de los intervalos, como se pierden a cada instante las miríadas en los hechos, fuera del pequeño número de aquellos que el lenguaje despierta. Es necesario, sin embargo, entretenerse con ellos, acostumbrarse a ellos, sobreponerse a la pena que implica para nuestra imaginación esta unión de elementos heterogéneos. Aquí toda inteligencia se confunde con la invención de un orden único, de un solo motor y desea animar de forma semejante el sistema que ella misma se impone. Se ocupa de formar una imagen decisiva, con una violencia que depende de su amplitud y de su lucidez y acaba reconquistando su propia unidad. Como si estuviera operando un mecanismo, se declara una hipótesis, y se muestra al individuo que ha hecho todo, la visión central donde todo debió ocurrir, el cerebro monstruoso donde el extraño animal que ha tejido miles de lazos puros entre tantas formas, y de cuyas construcciones enigmáticas y diversas surgieron sus trabajos, construye su guarida por instinto. La elaboración de esa hipótesis es un fenómeno que conlleva sus variaciones, pero no casualidades. Vale lo que valga el análisis lógico del que sea objeto. Es, en verdad, el fondo del método del que nos vamos a ocupar y que nos deberá ser útil.
Me
propongo imaginar un hombre del que hubieran surgido acciones tan distintas que
si yo les supongo un pensamiento, no podría haber ninguno más amplio. Y quiero
que tenga un sentido infinitamente vívido de la diferencia de las cosas, y
cuyas aventuras bien podrían ser tomadas como un análisis. Veo que todo lo
orienta: es el universo y el rigor con los que él que siempre sueña.[1]
Está hecho para no olvidar nada de aquello que entra en la confusión de lo que
es: ningún arbusto. Desciende hacia la profundidad de aquello que pertenece a
todo el mundo, se aleja de ello y se contempla. Alcanza las costumbres y las
estructuras naturales, las elabora desde todos los ángulos, y comprueba que es
el único que construye, enumera, conmueve. Y deja en pie iglesias, fortalezas;
diseña ornamentos plenos de suavidad y grandeza, mil ingenios y las rigurosas
figuraciones de tantas búsquedas. Abandona los desechos de quien sabe qué
juegos grandes. En esos pasatiempos que se van entremezclando con su ciencia,
la cual no se distingue de una pasión, posee el encanto de parecer estar
siempre pensando en otra cosa… Lo seguiré mientras se mueve en la unidad bruta
y en la densidad del mundo, donde la naturaleza le será tan familiar que la
imitará para poder tocarla y tendrá la dificultad de concebir un objeto que no
esté contenido en ella.
A
esta criatura del pensamiento le taita un nombre, un nombre para contener la
expansión de términos que normalmente están bastante alejados y que de todos
modos se escaparían. Ningún nombre me parece más convincente que Leonardo da
Vinci. Quien se imagine un árbol está obligado a imaginarse un cielo o un fondo
para verlo erguirse frente a él. En esto hay una lógica casi sensible y casi
desconocida. El personaje del que hablo se reduce a una deducción de este tipo.
Casi nada de lo que podré decir del hombre que ilustra el nombre deberá ser
escuchado: no estoy persiguiendo una coincidencia que juzgo sea imposible
definir. Lo que trato es de dar una visión del detalle de una vida intelectual,
una sugerencia de los métodos que cualquier hallazgo implica, una entre la multitud de todas las cosas
imaginables, modelo que uno intuye grosero, pero de todas formas preferible a
una serie de anécdotas dudosas, a los comentarios de catálogos de colección, a
los datos. Una erudición semejante no haría más que falsear la intención, a
todas luces hipotética, de este ensayo. No me es desconocida, pero tengo que
tener cuidado para no hablar de ella, para no generar una confusión entre una
conjetura relativa y los términos muy generosos, con los restos exteriores de
una personalidad si bien ya desvanecida, que nos ofrece tanto la certeza de una
existencia pensante, como la de no haber jamás conocido una mejor.
Más
de un error que echa a perder los juicios de las obras humanas se debe a un
singular olvido de su propia génesis. A menudo uno no se acuerda de que no han
existido siempre. De ahí proviene una especie de coquetería recíproca que
generalmente silencia, hasta que estén bien ocultos, los orígenes de una obra.
Tememos su humildad, llegamos inclusive a dudar que estos orígenes sean
naturales. Y aunque muy pocos autores tengan el valor de decir cómo han creado
su obra, creo que no hay muchos más que se arriesguen a saber cómo lo han
hecho. Semejante búsqueda comienza por el doloroso abandono de las nociones de
gloria y de los epítetos elogiosos: no soporta la menor idea de superioridad,
ni manía alguna de grandeza: lleva a descubrir la relatividad bajo la aparente perfección.
Es necesaria para no creer que los espíritus son tan profundamente diferentes
como sus productos los hacen parecer. Algunos trabajos de las ciencias, por
ejemplo, y especialmente los de las matemáticas, presentan tal limpieza en su
armazón que se podría decir que no son obras de nadie. Tienen algo de inhumano. Esta disposición no ha sido
ineficaz. Ha hecho suponer una distancia tan grande entre ciertos estudios,
como las ciencias y las artes, que sus espíritus originarios se han visto
separados en la opinión tanto como parecían estarlo los resultados de sus
trabajos. Éstos, no obstante, sólo difieren después de las variaciones de un
fondo común por lo que conservan y por lo que desdeñan al formar sus lenguajes
y sus símbolos. Es necesario, por lo tanto, desconfiar un poco de los libros y
exposiciones demasiado puros. Lo establecido abusa de nosotros, y aquello que
está hecho para ser visto, cambia de apariencia y se ennoblece.
Sólo
en cuanto cambiantes y no resueltas, podrían servirnos las operaciones del
espíritu, todavía a merced del momento, y antes de que las hayan llamado
divertimento o ley, teorema o cosa artística, y de que se hayan alejado de su
semejanza, al acabarse.
Interiormente,
hay un drama. Drama, aventuras, agitaciones, todas las palabras de esta clase
se pueden emplear, siempre que sean muchas y que se vayan corrigiendo unas a
otras. Este drama se pierde la mayor parte de las veces, igual que las obras de
Menandro. Sin embargo, conservamos los manuscritos de Leonardo y las sublimes
notas sobre Pascal. Estas briznas nos obligan a interrogarlos. Nos hacen
adivinar mediante qué sobresaltos del pensamiento, qué raras introducciones de
eventos y sensaciones continuas, después de qué inmensos minutos de languidez
se han mostrado a los hombres las sombras de sus obras futuras, los fantasmas
que las preceden. Sin recurrir a grandes ejemplos que corren el peligro del
error de la excepción, basta con observar a alguien que se cree solo y se
abandona, que retrocede ante una
idea, que la atrapa, que la niega, sonríe o se contrae e imita la extraña
situación de su propia diversidad. Los locos se liberan delante de todo el
mundo.
Éstos
son ejemplos que vinculan en forma inmediata los desplazamientos físicos
finitos y mensurables, con la comedia personal de la que antes hablábamos.
Nuestros actores son imágenes mentales y es fácil entender que, si hacemos que
se desvanezca la particularidad de estas imágenes para no leer otra cosa que su
sucesión, frecuencia, periodicidad, diversa facilidad de asociación y
finalmente su duración, uno se siente muy rápidamente tentado a encontrar
analogías en el llamado mundo material, a acercar los análisis científicos, a
suponer para ellos, un medio, una continuidad, propiedades de desplazamiento,
velocidades y en consecuencia, masa y energía.
Uno
toma conciencia entonces, de que una multitud de estos sistemas son posibles,
que ninguno de ellos en particular vale más que otro, y que su uso, precioso
puesto que siempre clarifica algo, debe ser vigilado en cada momento y
restituido a su papel puramente verbal. Porque en realidad la analogía no es
más que una facultad de variar las imágenes, de combinarlas, de hacer coexistir
parte de una con parte de la otra y percibir, queriéndolo o no, el vínculo de
sus estructuras. Y esto vuelve indescriptible al espíritu que es un lugar. En
él las palabras pierden su virtud. Allí se forman, surgen ante sus ojos, es él
quien nos describe las palabras.
El
hombre arrastra visiones cuya
potencia no es más que la suya propia. Allí cuenta su historia. Ellas son su
lugar geométrico. De allí proceden esas decisiones asombrosas, esas
perspectivas, adivinaciones fulminantes, precisiones del juicio, iluminaciones,
inquietudes incomprensibles y tonterías. Uno se pregunta con estupefacción, en
ciertos casos extraordinarios, al invocar dioses abstractos, al genio, la
inspiración y otros tantos, de dónde vienen esos accidentes. Una vez más uno
cree que se ha creado algo porque uno adora el misterio y lo maravilloso, tanto
como ignora lo que hay detrás. Se habla de la lógica del milagro, pero el
inspirado estaba dispuesto desde hacía un año. Estaba maduro. Había pensado
siempre —tal vez sin dudar— y donde los demás aún no veían nada, había mirado y
combinado, no hacía otra cosa que leer con su espíritu. El secreto —el de
Leonardo como el de Bonaparte, o como el de todo aquel que posee una vez la más
alta inteligencia, está y no puede estar más que en las relaciones que
encontraron— o que se vieron obligados a encontrar, entre cosas cuya ley de continuidad se nos escapa. Es cierto que en
un momento decisivo no tenían más que reducirse a expresiones simples. El
asunto supremo, aquel que el mundo observa, no era más que un asunto sencillo
como el de comparar dos longitudes distintas.
Este
punto de vista vuelve perceptible la unidad del método que nos ocupa. En este
medio es nativa, elemental. Es la vida misma y la definición.
Y
cuando pensadores tan poderosos como aquel en el que estoy pensando a lo largo
de estas líneas, toman de esta propiedad sus recursos implícitos, tienen el
derecho de escribir en un momento más consciente y más claro: Facil cosa e farsi universale: ¡Es fácil
volverse universal! Por un minuto pueden admirar el prodigioso instrumento que
son, con riesgo de negar instantáneamente un prodigio.
Pero
esta claridad fínal sólo se logra después de varias rutinas, de indispensables
idolatrías. La conciencia de las operaciones del pensamiento, que es esa lógica
que no se conoce bien, de la que he hablado, no existe más que rara vez, inclusive
en los mejores espíritus. El número de conceptos, el poder de prolongarlos, la
abundancia de los hallazgos son otras cosas y se producen fuera del juicio que
se hace sobre su naturaleza. Esta opinión, sin embargo, es de una importancia
fácil de representar. Es posible imaginar una flor, una proposición, un ruido y
casi simultáneamente uno puede seguir las imágenes tan cerca como quiera;
cualquiera de estos objetos de pensamiento puede cambiarse, deformarse, perder
sucesivamente su fisonomía inicial al gusto del espíritu al que pertenece, pero
sólo el conocimiento de ese poder le confiere todo su valor. Sólo él permite
criticar esas formaciones,
interpretarlas, no hallar en ellas más de lo que contienen y no extender sus
estados directamente a los de la realidad. Con él empieza el análisis de todas
las fases intelectuales, de todo aquello que podrá nombrar locura, ídolo,
hallazago…, matices que antes no se distinguían los unos de los otros. Eran
variaciones equivalentes a una sustancia común; se comparaban, flotaban
indefinidas y como irresponsables, pudiendo a veces ser nombradas, todas en un
mismo sistema. La conciencia del pensamiento que uno tiene, en tanto que es
pensamiento, es reconocer esta especie de igualdad u homogeneidad, sentir que
todas las combinaciones de este tipo son legítimas, naturales, y que el método
consiste en excitarlas, en verlas con precisión, en buscar sus implicaciones.
En
este punto de esta observación o de esta doble vida mental, que reduce el
pensamiento ordinario hasta convertirlo en la continuación del sueño de un
durmiente que despierta en una nube de combinaciones, de contrastes, de
percepciones que se agrupan en torno a una investigación o que se desliza
indeterminada por puro placer, se desarrolla con perceptible regularidad, una continuidad evidente, una máquina.
Entonces surge la idea (o el deseo) de precipitar el curso de esa secuencia, de
llevar sus términos hasta el límite,
el límite de sus expresiones imaginables, después
del cual todo cambiará.
Y
si esta manera de ser consciente se vuelve habitual, llegará por ejemplo a
examinar, desde el inicio, todos los resultados posibles de un acto que se
avisora, todas las relaciones de un objeto concebido, para después deshacerse
de ellas y alcanzar la facultad de adivinar siempre una cosa más intensa o más
exacta que la cosa dada, el poder de despertarse fuera de un pensamiento que ya
duraba demasiado. Un pensamiento que se fija, cualquiera que sea, toma las
características de una hipnosis y se transforma, en el lenguaje lógico, en un
ídolo, en un dominio de la construcción poética y del arte, en una infructuosa
monotonía. El sentido del que hablo, y que lleva al espíritu a preverse a sí
mismo, a imaginar el conjunto de lo que iba a imaginarse en detalle, y el
efecto de esa sucesión, así resumida, es la condición de toda generalidad. Es
el que en ciertos individuos se ha presentado bajo la forma de una verdadera
pasión y con especial energía, que, en las artes permite todos los avances y
explica el cada vez más frecuente empleo de términos limitados, de reducciones
y contrastes violentos, y que existe implícitamente en la forma racional en el
fondo de todas las concepciones matemáticas. Es una operación muy parecida a
aquella que, bajo el nombre de «razonamiento por concurrencia»,[2]
da alcance a estos análisis y desde la adición hasta la suma infinitesimal,
hace algo más que ahorrar un indeterminado número de experiencias inútiles: se
eleva hacia seres más complejos porque ha copiado instantáneamente a los más simples.
Este
cuadro de dramas, enredos y lucidez se opone a otros líos y a otras escenas que
llamamos «naturaleza» o «mundo», con los cuales no sabemos qué hacer, además de
distinguirnos de ellas, para volver enseguida a meternos en ellas.
Los
filósofos muchas veces han llegado a implicar nuestra existencia en esta
noción, y a ésta, en nuestra existencia, pero casi no pueden ver más allá,
porque lo que quieren es discutir qué es lo que vieron sus predecesores, mucho
más que mirar personalmente. Los sabios y los artistas han aprovechado de esto
de diversas maneras, los unos han terminado midiendo y construyendo después, y
los otros han terminado construyendo como si hubiesen medido.
Todo
lo que han hecho se recoloca por sí mismo en el medio y forma parte de él,
continuándolo con las nuevas formas dadas a los materiales que lo constituyen.
Pero antes de abstraer y construir, uno observa la personalidad de los
sentidos, su diferente docilidad, distingue y escoge entre las cualidades
propuestas en masa, aquellas que el individuo retendrá y desarrollará. Al
principio se registra la constatación, casi sin pensamiento, con el sentimiento
de dejarse llenar, y el de una circulación lenta que parece feliz: puede
suceder que uno se interese y que le dé otros valores a cosas que estaban
cerradas e irreductibles; después añade, recibe más placer en algunos puntos,
los expresa y se produce algo como la restitución de una energía que hubiera
sido recibida por los sentidos, pronto ésta deformará a su vez la perspectiva, empleando
el pensamiento reflexivo de una persona.
El
hombre universal, él también, empieza simplemente contemplando y logra
impregnarse siempre de espectáculos. Vuelve a la embriaguez del instinto
particular y a la emoción producida por cualquier cosa real cuando uno mira a
ambos cerrados por todas sus cualidades, y de todas formas, concentrando sus
efectos.
La
mayor parte de las personas ven con el intelecto mucho más que con los ojos. En
vez de espacios coloreados, aprehenden conceptos. Una forma cúbica,
blanquecina, alta y llena de reflejos de cristal es, para ellos, de forma
inmediata, una casa, la casa. Una
idea compleja, cualidades abstractas en correspondencia. Si cambia de lugar el
movimiento de las filas de ventanas, la traslación de superficies, al
desfigurarse continuamente, se pierde (porque el concepto no cambia). Perciben,
según un código visual que mal se aproxima a los objetos, vagamente conocen los
placeres y los sufrimientos al ver que han creado las bellas perspectivas. Ignoran el resto. Pero eso sí, se hacen de un
concepto que hierve de palabras (una regla general de esta debilidad presente
en todos los campos del conocimiento, es precisamente la elección de lugares evidentes, creer en sistemas definidos
que facilitan. Por ello puede decirse que la obra de arte es siempre más o
menos didáctica). Incluso esas bellas perspectivas están cerradas para ellos. Y
todas las modulaciones que crean los pequeños pasos, la luz, el enturbamiento
de la mirada, no les hacen mella. No hacen nada y tampoco deshacen nada en sus
sensaciones. Sabiendo que el nivel de las aguas tranquilas es horizontal,
desconocen que el mar, al fondo, está en pie. Si la punta de una nariz, parte
de un hombro o dos dedos se sumergen al azar en un rayo de luz que los aísla, no
se preocuparán jamás por ver una joya nueva que enriquezca su visión. Esa joya
es sólo un fragmento de una persona que existe, que les es conocida. Y como
rechazan cualquier cosa que carezca de un nombre, el número de sus impresiones
está, de antemano, estrictamente limitado.[3]
El
uso del don contrario conduce a verdaderos análisis. No se puede decir que esto
se ejerza como algo natural. Esta
palabra que parece ser general y contener toda la posibilidad de la experiencia
es, en realidad, completamente particular. Evoca imágenes personales, determina
la memoria o la historia de un individuo. La mayor parte de las veces suscita
la visión de una erupción verde, vaga y continua, de un gran trabajo elemental
que se opone a lo humano, de un cuerpo monótono que nos va a cubrir de algo más
fuerte que nosotros, entrelazándose, desgarrado, durmiendo y embellecido otra
vez, y al que, personificado, los poetas atribuyen crueldad, bondad y muchas
otras intenciones. Por eso es importante situar a quien mira y puede ver bien,
en un rincón cualquiera de lo que es.
El
observador está atrapado en una esfera que nunca se rompe, dentro de ella hay
diferencias que serán los movimientos y los objetos; su superficie se conserva
cerrada pese a que todas su partes se renuevan y desplazan. El observador no es
al principio más que la condición de este espacio finito. A cada instante, él
es el espacio finito. Ningún recuerdo, ningún poder lo perturba tanto como
aquello que mira. Y por poco que yo pueda concebirlo así, percibiré que sus
impresiones no difieren en lo más mínimo de aquellas que recibía durante el
sueño. Llega a sentirse bien, a sentir el mal o la calma que viene de
cualquiera de esas formas entre las que se encuentra su propio cuerpo.[4]
Y así lentamente vemos cómo unas comienzan a olvidarse, y apenas se dejan ver,
mientras que las otras son percibidas allí donde siempre habían estado. Debe
señalarse una muy íntima confusión de los cambios que entraña su duración en la
visión, con lasitud en los movimientos ordinarios.
Algunos
lugares en el ámbito de esta visión se exageran, al igual que un miembro
enfermo que pareciera ser más grande y refuerza la idea que uno tiene de su
cuerpo por la importancia que le da el dolor. Estos puntos fuertes parecerán
más fáciles de retener, más dulces a la vista. De ellos se eleva el espectador
hacia el ensueño y a partir de allí podrá extender a objetos cada vez más
numerosos caracteres particulares provenientes de los primeros y los más
conocidos. Perfecciona el espacio dado al acordarse de uno precedente. Después,
arregla y desarregla sus impresiones sucesivas a su gusto. Puede apreciar
extrañas combinaciones: mira como un ser total y sólido a un grupo de flores o
de hombres, una mano, una mejilla que se aísla, una mancha de claridad en la
pared, un encuentro de animales mezclados casualmente. Empieza a querer
imaginarse conjuntos invisibles cuyas partes le son dadas. Adivina los estratos
que un pájaro engendra en su vuelo, la curva sobre la que se desliza una piedra
tirada por alguien, las superficies que definen nuestros gestos y los
desgarramientos extraordinarios, los fluidos arabescos, las habitaciones
informes. Todo esto creado en una red que lo penetra todo, la raya incesante
del temblor de insectos, el balanceo de los árboles, la ruedas, la sonrisa
humanada marea. Algunas veces, las huellas de lo que uno ha imaginado se ven en
la arena o en el agua, otras veces, su misma retina puede comparar, en el
tiempo, a un objeto y la forma de su desplazamiento.
Hay
un paso, desde las formas nacidas del movimiento hacia los movimientos en que
las formas se convierten, con la ayuda de una simple variación en la duración.
Si la gota de lluvia parece una línea, mil vibraciones con un sonido continuo,
las asperezas de un papel como un pulido plano y la duración de la impresión se
aplica sola, una forma estable se puede sustituir por una conveniente rapidez
en el traspaso periódico de una cosa (o elemento) bien escogida. Los geómetras
podrán introducir los tiempos y la rapidez en el estudio de formas, pero
también podrán apartarlas del estudio de los movimientos, y los lenguajes harán
que una espiga se alargue, que una
montaña se eleve, que una estatua se yerga. Y el vértigo de la analogía,
la lógica de la continuidad llevan a estas asociaciones al límite de su
tendencia, a la imposibilidad de detenerse. Todo se mueve gradualmente,
imaginativamente. En esta habitación, y porque yo dejo a este pensamiento durar
por sí solo, los objetos se agitan
como la llama de una vela: el sillón se va consumiendo en su sitio, la mesa se
describe tan rápidamente que se queda inmóvil, las cortinas cuelgan sin fin,
continuamente. Aquí se ve una continuidad infinita; para rehacerse a través del
movimiento de los cuerpos, de la circulación de los contornos, la mezcla de los
nudos, los caminos, las caídas, los torbellinos, el rango de las velocidades,
es necesario recurrir a nuestro gran poder de olvido ordenado y, sin destruir
la noción adquirida, se instala una concepción abstracta: la de los órdenes de
la cantidad.
Así,
en la ampliación de «lo que es dado» expira la embriaguez de las cosas
particulares sobre las que no existe una ciencia. Al mirarlas por mucho tiempo,
si uno piensa en ellas, cambian; y si uno no piensa en ellas, entonces cae en
un sopor que se mantiene como un ensueño tranquilo, en el que uno observa
hipnóticamente el ángulo de un mueble, la sombra de una hoja, para despertarse
cuando los ve. Algunos hombres sienten, con una delicadeza especial, la
voluptuosidad de la individualidad de
los objetos. Prefieren, con deleite en una cosa, esta calidad de ser único que
todos los objetos poseen. Curiosidad que encuentra su última expresión en la
ficción y en las artes teatrales y ha sido denominada, en este extremo, como facultad de identificación.[5]
No hay nada más deliberadamente absurdo en la descripción que esa temeridad de
alguien que se declara ser un objeto determinado y sentir impresiones… ¡siendo
ese objeto material![6] No hay nada más poderoso en la vida
imaginativa. El objeto escogido se convierte en una especie de centro de esa
vida, un centro de asociaciones cada vez más numerosas, siendo el objeto más o
menos complejo. En el fondo, esta facultad no puede ser más que un medio para
excitar la vida imaginativa, para transformar una energía de potencia en acto,
hasta el punto en el que se vuelve una característica patológica y domina
bárbaramente la creciente estupidez de una inteligencia que desaparece.
Desde
la mirada pura sobre las cosas hasta esos estados, el espíritu no ha hecho más
que ampliar sus funciones, crear seres según los problemas que toda sensación
le plantea y que él resuelve con relativa facilidad, según le vayan pidiendo
una producción más o menos fuerte de estos seres. Se ve que aquí tocamos la práctica misma del pensamiento. Pensar
consiste, durante todo el tiempo que a eso nos dedicamos, en errar entre los
motivos que conocemos, ante todo, más o
menos bien. Las cosas podrían entonces clasificarse de acuerdo con la
facilidad o la dificultad que ofrecen sus condiciones o sus partes para que
podamos imaginarlas en conjunto. Lo que falta es conjeturar la historia de esta
graduación de la complejidad.
El
mundo está irregularmente sembrado de disposiciones regulares. Los cristales
los son, las flores, las hojas, muchos ornamentos de estrías, de manchas sobre
la piel, las alas, los caparazones de los animales; las huellas del viento en
la arena y en el agua. Algunas veces, esos efectos dependen de algún tipo de
perspectiva o agrupamiento inconstantes. El alejamiento los produce o los altera.
El tiempo decide mostrarlos u ocultarlos. Así el número de muertes,
nacimientos, crímenes y accidentes, presenta una regularidad en su variación
que se agudiza tanto más cuantos más años se busca. Los acontecimientos más
sorprendentes y los más asimétricos
en relación con el curso de los instantes cercanos, entran en una apariencia de
orden respecto a periodos más largos. A estos ejemplos se le puede añadir el de
los instintos, hábitos y costumbres, y hasta las apariencias de periodicidad de
las que han nacido tantos sistemas de filosofía histórica y empírica.
El
conocimiento de las combinaciones regulares pertenece a las ciencias diversas y
cuando no ha podido constituirse en una de ellas, al cálculo de probabilidades.
Nuestro diseño no necesita más que esta observación, que fue hecha desde que
empezamos a hablar de esto: las combinaciones regulares, ya sea de tiempo, ya
sea de espacio, están irregularmente distribuidas en el campo de nuestra
investigación. Mentalmente pareciera que éstas se oponen a una gran cantidad de
cosas informes.
Creo
que éstas podrían calificarse como «las primeras guías del espíritu humano» si
esta proposición no fuera inmediatamente convertible. De cualquier manera,
éstas representan la continuidad. Un
pensamiento implica un cambio o una transferencia (por ejemplo, de atención)
entre los elementos que supuestamente están fijos en relación con éste, el cual
escoge en la memoria o en la percepción actual. Si estos elementos son
perfectamente iguales, o si su diferencia se reduce a una simple distancia, al
hecho elemental de no ser confundidos, el trabajo
a realizar se reduce a esta noción puramente diferencial. Así, una línea recta
será la más fácil de concebir entre todas las líneas, porque no hay esfuerzo
más pequeño para el pensamiento que aquel de ir de un punto a otro, cuando cada
uno de estos puntos está puesto en forma semejante en relación con el otro.
En
otras palabras, todas las porciones son tan homogéneas, aunque se hayan
concebido brevemente, que todas se reducen a una sola, siempre la misma: por
eso es que las dimensiones de las figuras se reducen siempre a longitudes
rectas. En un grado más elevado de complejidad, es a la periodicidad a la que
se le pide que represente propiedades continuas, ya que esta periodicidad, ya
sea representada en el tiempo o en el espacio, no es otra cosa que la división
de un objeto de pensamiento en fragmentos tales que se puede sustituir uno por
otro en ciertas condiciones definidas, o pensar en la multiplicación de ese
objeto en las mismas condiciones. Lo que se llama simetría viene a ser un
sinónimo de continuidad. ¿Por qué sólo una parte de todo lo que existe puede
reducirse así? Hay un instante en que la figura se vuelve tan compleja, en que
el acontecimiento parece tan nuevo que se hace necesario renunciar a
aprehenderlos en conjunto, a continuar su traducción a valores continuos. ¿En
qué punto de la inteligencia de las formas se han detenido los Euclides? ¿En
qué grado de la interrupción de la continuidad figurada han tropezado?[7]
Es un punto final de una búsqueda en la que no se puede evitar la tentación de
las doctrinas de la evolución. Uno no quiere admitir que este límite pueda ser
definitivo.
Lo
cierto es que todas las especulaciones tienen por fundamento y objetivo la extensión
de la continuidad con ayuda de las metáforas, de abstracciones y lenguajes. Las
artes hacen de todo esto un uso del que hablaremos pronto.
Llegamos
a representarnos al mundo como si éste se dejara reducir, aquí y allá, a
elementos inteligibles. A veces, nuestros sentidos son suficientes, otras
veces, aunque empleamos los métodos más ingeniosos, los elementos quedan
vacíos. Las tentativas siguen teniendo lagunas. Éste es el reino de nuestro
héroe. Hay un sentido extraordinario de la simetría que lo convierte todo en un
problema para él. En cualquier fisura de comprensión se introduce la producción
de su espíritu. Se ve cuan cómodo puede resultar. Es como una hipótesis física,
tendría que ser inventada pero en verdad ya existe,[8] el hombre
universal ahora puede ser imaginado. Un Leonardo da Vinci puede existir en
nuestro espíritu, sin deslumbrarlo demasiado, a título de noción: un ensueño de
su poder puede no perderse demasiado rápido en la multitud de palabras y
epítetos, propicios a la inconsistencia del pensamiento. ¿Será posible creer
que él mismo se hubiera sentido satisfecho con estos espejismos?
Este
espíritu simbólico guarda la más
amplia colección de formas, un tesoro siempre claro de las actitudes de la
naturaleza, un empuje siempre inminente y que crece según la extensión de su
dominio. Está constituido por una multitud de seres, de recuerdos posibles, la
fuerza de reconocer un extraordinario número de cosas distintas en toda la
extensión del mundo, y ordenarlas de mil maneras. Él es el dueño de los
rostros, de las anatomías, de las máquinas. Sabe de qué está hecha una sonrisa,
la puede poner en la cara de una casa, en los pliegues de un jardín, despeina y
ensortija los filamentos del agua, las lenguas del fuego. En ramilletes
formidables, si su mano puede fijar las peripecias de los ataques que él
combina, se describen las trayectorias de miles de balas de cañón aplastando
los vericuetos de ciudades y plazas fortificadas que él acaba de construir en
todos sus detalles. Como si las variaciones de las cosas le parecieran, cuando
están en calma, demasiado lentas; adora las batallas, las tempestades, los
diluvios. Se ha elevado hasta verlas en su conjunto mecánico, y a sentirlas en
su independencia aparente, o la vida de sus fragmentos en un puñado de arena
arrebatado por el viento, en la idea perdida de cada combatiente donde se
retuercen una pasión y un dolor íntimos.[9]
En el pequeño cuerpo «tímido y brusco» de los niños, conoce las restricciones
del gesto de los viejos y de las mujeres, la simplicidad del cadáver. Él tiene
el secreto de cómo componer seres fantásticos cuya existencia se vuelve
probable, donde el razonamiento que reúne sus partes es tan riguroso que
sugiere la vida e índole del conjunto. Él hace un Cristo, un ángel o un monstruo
con ayuda de lo que le resulta conocido, con lo que hay por todas partes, en un
orden nuevo, aprovechando de la ilusión y la abstracción de la pintura, la cual
con sólo producir una cualidad de las cosas, está evocándolas todas.
Él
va de las precipitaciones a las lentitudes simuladas por la caída de tierra y
piedras; de las curvaturas masivas a las ropas multiplicadas; de los humos que
salen de los techos a las arborescencias lejanas, a las hayas gaseosas del
horizonte; de los peces a los pájaros; de las pinceladas soleadas del mar a los
mil espejos delgados de las hojas del abedul; de las escamas a los resplandores
desplazándose en los golfos; de las orejas y los rizos a los torbellinos
petrificados de las conchas. Pasa de la concha a la espiral del tumor de las
ondas; de la piel de los delgados estanques a las venas que la podrían templar,
a movimientos reptantes elementales, a las fluidas culebras. Él da vitalidad.
El nadador hace figuras con el agua, mantillas que dan forma al esfuerzo de los
músculos. Capta el aire en la estela que dejan las gaviotas, en sombras
cortadas, en fugas espumosas de burbujas que esos caminos aéreos y su delicada
respiración deben deshacer y dejar a través de las hojas azuladas, el espesor
del vago cristal del espacio.
Él
reconstruye todos los edificios, siente tentación por las formas en las que se
pueden unir materiales diferentes. Disfruta de las cosas distribuidas en las
dimensiones del espacio; de las bóvedas, armazones, cúpulas erguidas, galerías
alineadas, cubiertas y descubiertas, masas que mantienen su peso en el aire
gracias a los arcos, puentes, profundidades del verde de los árboles bebiendo y
alejándose en la atmósfera de la que beben; la estructura de los vuelos
migratorios cuyos triángulos agudos apuntando al sur muestran una combinación
rudimentaria de seres vivos.
Él
juega, se alegra, y traduce con claridad todos sus sentidos a este lenguaje
universal. La abundancia de sus recursos metafóricos se lo permite. El gusto de
no acabar nunca con lo que contiene el más leve fragmento, el menor destello
del mundo renueva su fuerza y la cohesión de su ser. Su alegría termina en
decoraciones festivas, en encantadores inventos, y si sueña con construir un hombre volador, lo verá elevándose para
buscar la nieve en la cima de las montañas y volver para frotarla sobre los
pavimentos de la ciudad, vibrando de calor, en verano. Su emoción se elude en
la delicia de rostros puros que arrugan una mueca de sombra, en el gesto de un
dios que guarda silencio. Su odio contiene todas las armas, todas las mañas del
ingeniero, todas las sutilezas del estratega. Establece máquinas formidables de
guerra, que él mismo protege con bastiones, voladizos, fosas para transformar
súbitamente el aspecto de un lugar, y me acuerdo que disfrutando el bello
desafío italiano del siglo XVI, torreones en los cuatro tramos de las
escaleras, independientes pero en torno al mismo eje, separaban a los
mercenarios de sus jefes, las tropas de soldados a sueldo unas de otras.
Él
adora ese cuerpo de hombre y de mujer que puede medirse con todo, aprecia su
altura, y que una rosa pueda llegar hasta los labios y que un gran plátano lo
sobrepase veinte veces, como una gran sombrilla cuya hojarasca desciende hasta
los rizos, y que llene con su deslumbrante forma una posible sala, la
concavidad de bóveda que se deduce de la sala, un lugar natural que cuenta sus
pasos. El busca la caída ligera de un pie que se posa, el esqueleto silencioso
en la carne, las coincidencias al caminar, todo el juego superficial del calor,
y la frescura rozando la desnudez, blancura difusa o bronce, fundidos sobre un
mecanismo.
Y
la cara, esa cosa luminosa e iluminada, la más particular de las cosas
visibles, la más magnética, la más difícil de mirar sin querer leerla, lo
posee. En la memoria de cada uno, existen vagamente centenares de rostros y sus
variaciones. En la suya estaban ordenados y las fisonomías se siguen unas a
otras; de una ironía a la otra, de una sabiduría a otra menor, de una bondad a
una divinidad, por simetría. Alrededor de los ojos, puntos fijos de cambiante
resplandor, él hace jugar y sacar hasta decirlo todo, la máscara en la que se
confunde una compleja arquitectura con distintos motores, debajo de una piel
uniforme.
Entre
la multitud de espíritus, éste aparece como una de esas combinaciones regulares de las que hemos estado hablando: no parece
que, como la mayor parte de los seres, para ser comprendido tenga que estar
ligado a una nación, a una tradición, a un grupo que ejerza el mismo arte. El
número y la comunicación de esos actos hacen de ellos un objeto simétrico, o
que incesantemente se convierte en tal.
Él
fue hecho para desesperar al hombre moderno que está perdido desde el comienzo
en una especialidad, en la que, según se cree, debe convertirse en un ser superior,
porque está encerrado en ella: uno evoca la variedad de métodos, la cantidad de
detalles, la suma continua de hechos y de teorías para no hacer sino confundir
al observador paciente, al meticuloso contable de aquello que es el individuo
que se reduce, no sin mérito —si es que esa palabra tiene algún sentido— alas
minuciosas costumbres del instrumento con el que se trabaja, el poeta de la
hipótesis, edificador de materiales analíticos. Al primero se le atribuye la
paciencia, la dirección monótona, la especialidad de todos los tiempos. La
ausencia de pensamiento es su cualidad. Pero el otro debe circular a través de
separaciones y comportamientos cerrados. Su papel es enfrentarlos. Aquí me
gustaría sugerir una analogía de la especialidad con esos estados de
estupefacción debidos a una sensación prolongada, a los que ya hice referencia
anteriormente. Pero el mejor argumento es que, nueve veces de cada diez, toda
gran novedad en algún orden se consigue mediante la intrusión de medios y
nociones que no estaban previstos en él; ya que como acabamos de atribuir esos
procesos a la formación de imágenes, y después a la de lenguajes, no podemos
eludir la consecuencia de que la cantidad de lenguajes que un hombre posee
influye especialmente sobre el número de posibilidades para crear o encontrar
otros nuevo: Sería fácil demostrar que todos los espíritus que han servido de
sustancia a generaciones de investigadores y pensadores, y cuyos productos han
alimentado durante siglos la opinión humana, esa manía humana de hacer eco, han
sido más o menos universales. Nombres como Aristóteles, Descartes, Leibniz,
Kant, Diderot, son suficientes para dejarlo establecido.
Ahora
nos enfrentamos a los placeres de la construcción.
Trataremos de justificar a través de algunos ejemplos los precedentes puntos de
vista, y mostrar, en su aplicación, la posibilidad y casi la necesidad de un
juego general del pensamiento. Me gustaría que se notara la dificultad con la
que son obtenidos los resultados particulares, a los que me podría acercar, si
no estuviese empleando gran número de conceptos que parecen ajenos.
Aquel
que nunca haya encarado —aunque fuera en sueños— el intento de una empresa que
él mismo es dueño de abandonar, la aventura de una construcción acabada cuando
los demás ven que ésta comienza, y que no ha conocido el entusiasmo haciendo
quemar un minuto de sí mismo, el veneno de la concepción, el escrúpulo, la
frialdad de las objeciones interiores y esta lucha de pensamientos alternativos
entre los que el más fuerte y el más universal debería ganarle incluso a la
costumbre y a la novedad; aquel que no haya contemplado en la blancura de su
papel, una imagen enturbiada por lo posible y por la tristeza de todos los
signos que no serán escogidos —ni visto en el aire limpio un edificio que no
está allí—, aquel que no ha frecuentado el vértigo que produce una meta que se
aleja, con la preocupación por los medios, la previsión de la lentitud y la
desesperanza, el cálculo de fases progresivas, el razonamiento proyectado hacia
el futuro que designa lo que entonces
no habrá que razonar; ese hombre no conocerá, sea cual fuere su saber, el
recurso y el ámbito espiritual que ilumina el hecho consciente de construir. Y
los dioses han recibido del espíritu humano el don de crear, porque ese espíritu periódico y abstracto, puede hacer más
grande aquello que concibe, hasta que deje de concebirlo.
Construir
existe entre un proyecto o una visión determinada y los materiales con los que
se cuenta. Se sustituye un orden por otro que es inicial, sean cuales fueran
los objetos que se tiene que ordenar. Son piedras, colores, palabras,
conceptos, hombres, etcétera; su naturaleza particular no cambia las
condiciones generales de esta especie de música en la que sólo juega de momento
el papel del sonido, para seguir con la metáfora. Lo sorprendente es sentir
alguna vez la impresión de exactitud y consistencia en las construcciones
humanas, hechas de aglomeración de objetos aparentemente irreductibles, como si
aquel que los ha dispuesto hubiera conocido alguna comunicación invisible entre
ellos.
Pero
el asombro sobrepasa cualquier límite cuando uno se da cuenta de que el autor,
en la inmensa mayoría de casos, es incapaz de darse cuenta de los caminos
seguidos y de que él es el detentador de un poder cuyas circunstancias ignora.
Nunca puede de antemano aspirar al éxito. ¿A través de qué cálculos se pueden
comparar entre sí las partes de un edificio, los personajes de una obra de
teatro, los componentes de una victoria?, ¿mediante qué serie de oscuros
análisis se puede asegurar la producción de una obra?
En
tal caso, es común referirse al instinto para aclarar el asunto, pero no está
muy claro qué es realmente el instinto. Además, aquí habría que recurrir a
instintos rigurosamente excepcionales y personales, es decir a la noción
contradictoria de una «costumbre hereditaria» que sería tan poco habitual como
hereditaria.
Construir,
en el momento en el que el esfuerzo pueda conducir a un resultado comprensible,
debe hacer pensar en una medida común de los términos puestos a trabajar; un
elemento o un principio que supone ya el simple hecho de tomar conciencia y que
puede no tener otra existencia que la abstracta o la imaginaria. No podemos
representarnos un todo hecho de cambios, un cuadro, un edificio de cualidades
múltiples, sino como lugar de modalidades de una sola materia o ley, cuya oculta continuidad afirmamos en el preciso
instante en el que reconocemos a ese edificio como un conjunto, un dominio
limitado de nuestra investigación. Aquí encontramos otra vez ese postulado
psíquico de continuidad que se parece, según nuestro entender, al principio de
la inercia en la mecánica. Sólo las combinaciones puramente abstractas,
puramente diferenciales, como las numéricas, pueden construirse con la ayuda de
unidades determinadas; es preciso notar que éstas están en la misma relación
con las otras construcciones posibles, que las partes regulares en el mundo,
con aquellas que no lo son.
Hay
en el arte una palabra que puede nombrar todos los modos, todas las fantasías,
y que suprime de golpe todas las pretendidas dificultades en relación con su
oposición o su aproximación a esta naturaleza, jamás definida y con razón: el ornamento. Aunque uno quiera acordarse
sucesivamente de los grupos de curvas, las coincidencias de divisiones cubren
los más antiguos objetos conocidos, los perfiles de vasos y de templos, los
ladrillos, los óvalos, las estrías de los antiguos; las cristalizaciones y los
muros voluptuosos de los árabes; las armazones y simetrías góticas; las ondas,
los fuegos, las flores sobre las vasijas y el bronce japonés; y en cada una de
esas épocas la introducción de las similitudes de las plantas, animales y hombres,
el perfeccionamiento de esas similitudes, la pintura, la escultura. Evocando el
lenguaje y su primitiva melodía, la separación de las palabras y la música, la
arborescencia de cada cual, la invención de los verbos, de la escritura, la
complejidad figurada de las frases
que se convierte en posible, la curiosa intervención de palabras abstractas; y,
por otra parte, el sistema de sonidos que se suaviza, extendiéndose de la voz a
las resonancias materiales, se vuelve más profundo por la armonía, varía por el
uso de timbres.
En
fin, observemos el progreso paralelo de las formaciones del pensamiento a
través de esas primitivas onomatopeyas psíquicas, las simetrías y contrastes
elementales, después, las ideas de sustancia, las metáforas, los tartamudeos de
la lógica, los formalismos y las entidades, los seres metafísicos.
Toda
esta vitalidad multiforme puede apreciarse en relación con lo ornamental. Las
manifestaciones enumeradas pueden considerarse como partes acabadas del espacio
o del tiempo, que contienen diversas variaciones, que a veces son objetos
caracterizados y conocidos, pero cuya significación y uso ordinario son pasados
por alto, para que no quede más que el orden y las reacciones mutuas. El efecto
depende de este orden. El efecto es el objetivo ornamental, y la obra toma así
el carácter de un mecanismo para impresionar al público, para hacer surgir las
emociones y elevar las imágenes.
Desde
ese punto de vista, la concepción ornamental es a las artes particulares lo que
las matemáticas son a las ciencias. Así como las nociones físicas del tiempo,
longitud, densidad, masa, etcétera, no son en los cálculos más que cantidades
homogéneas y no podrán recuperar su individualidad si no es con la
interpretación de resultados, los objetos escondidos y ordenados según un
efecto son como privados de la mayor parte de sus propiedades, y sólo las
recobrarán en el efecto, en el espíritu desprevenido del espectador.
La
obra de arte, entonces, se puede construir por una abstracción más o menos
enérgica, más o menos fácil de descubrir, si los elementos tomados de la
realidad con los que ha sido creada son fragmentos más o menos complejos de esa
realidad. Por el contrario, toda obra de arte se aprecia por una suerte de
inducción, por la producción de imágenes mentales; e igualmente, esta
producción debe ser más o menos enérgica, más o menos fatigosa, según lo exija un vaso o una frase quebrada de Pascal.
Sobre
un plano, el pintor dispone pastas coloradas cuyas líneas de separación,
espesores, fusiones y contrastes deben servirle para expresarse. El espectador
sólo ve una imagen más o menos fiel de carnes, gestos, paisajes, como a través
de la ventana de las paredes de un museo. El cuadro se juzga con el mismo
espíritu que la realidad. Unos se pueden quejar de la fealdad de una figura,
otros se enamoran de ella; algunos se entregan a la psicología más fecunda,
otros sólo miran las manos y éstas siempre les parecen inacabadas. El hecho es
que, gracias a una insensible exigencia, el cuadro debe reproducir las condiciones
físicas y naturales de nuestro medio. La gravedad actúa en él, la luz se
propaga como aquí, y gradualmente, la anatomía y la perspectiva se ponen a la
cabeza de los conocimientos pictóricos: yo creo, sin embargo, que el método más
seguro para juzgar una pintura es el de no reconocer nada al principio y
cumplir, paso a paso, con una serie de inducciones que necesitan una presencia
simultánea de manchas de colores sobre un campo limitado, para elevarse de
metáfora en metáfora, de suposición en suposición, hasta llegar a la
inteligencia del tema, y a veces hasta la simple conciencia del placer, que no
siempre se había experimentado de antemano.
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