sábado, 5 de agosto de 2023

GEORGE MEREDITH El Egoísta Una comedia narrativa Edición de Antonio Lastra PRÓLOGO

 




GEORGE MEREDITH

 

El Egoísta

Una comedia narrativa

 

Edición de Antonio Lastra

Traducción de Antonio Lastra


            INTRODUCCIÓN

My dear Stevenson, —I have had but the song of a frog for a correspondent since your letter reached me, and my note is Batrachian still. [...] My Egoist has been out of my hands for a couple of months, but Kegan Paul does not wish to publish it before October. I don’t think you will like it: I doubt if those who care for my work will take to it at all. And for this reason, after doing my best with it, I am in no hurry to see it appear. It is a Comedy, with only half of me in it, unlikely to take either the public or my friends. This is true truth, but I warned you that I am cursed with a croak.[Mi querido Stevenson: no he tenido otro corresponsal que una rana desde que me llegó su carta y mi nota sigue siendo batracia. [...] Hace un par de meses que solté mi Egoísta, pero Kegan Paul no quiere publicarlo antes de octubre. No creo que a usted le guste: dudo que la acepten incluso quienes se preocupan por mi obra. Por esa razón, después de haber hecho todo cuanto he podido, no tengo prisa por verla aparecer. Es una Comedia, que solo contiene la mitad de mí mismo, y no es probable que la acepten ni el público ni mis amigos. Esa es la auténtica verdad, pero le advierto que la maldición del croar me persigue.]       George Meredith a Robert Louis Stevenson,
 16 de abril de 1879

             

            George Meredith

 DURANTE las dos décadas inmediatamente anteriores a la publicación por entregas de Sir Willoughby Patterne the Egoist de George Meredith en el Glasgow Weekly Herald, entre junio de 1879 y enero de 1880, fue apareciendo una serie de investigaciones sobre los orígenes de la sociedad que, conforme fueran ganando en autoridad —su campo de estudio no estaba del todo claro, al margen de una erudición vastísima—, acabarían cambiando la percepción que los contemporáneos tenían de sus propias sociedades y de sí mismos. Ancient Law (El derecho antiguo) de sir Henry Maine y Das Muterrecht (El matriarcado) de J. J. Bachofen en 1861, Primitive Marriage (El matrimonio primitivo) de J. F. McLennan en 1865 o Primitive Culture (Cultura primitiva) de E. B. Tylor en 1871, entre otras obras excepcionalmente bien concebidas y que combinaban el derecho, la historiografía, la filología, la mitología o la etnología, socavaban, seguramente sin proponérselo ni sospecharlo —pues sus autores no eran en modo alguno sospechosos de habérselo propuesto—, la confianza en un edificio construido durante siglos y que parecía haberse coronado con el conocimiento más escrupuloso sobre su construcción. «Todo lo que hemos ganado con la civilización se resquebraja», dirá sir Willoughby Patterne, el protagonista de la «comedia narrativa» de Meredith (así se subtitularía El Egoísta cuando apareciera en forma de libro en el otoño de 1879), que añadía a continuación: «Volvemos al mortero donde fuimos machacados y removidos» (véase infra cap. VI; «grieta» es una de las metáforas de El Egoísta) .

Absorto en la agonía de su madre que motivaba sus reflexiones en voz alta, sir Willoughby dirigía esas palabras casi sin darse cuenta a su prometida, Clara Middleton. Significativamente, como veremos, Willoughby es huérfano y heredero único de un padre al que solo se alude de pasada en el libro y que había muerto joven; con la excepción de su primo Vernon Whitford, Willoughby vive rodeado de mujeres en apariencia supeditadas a su voluntad y cuya opinión, sin embargo, le resulta temible en los momentos cruciales: está en juego algo más que su propia reputación y la supuesta estabilidad de la pequeña sociedad, predominantemente femenina, en la que vive. Las tres jóvenes damas a las que Willoughby se declarará a lo largo de la narración —Clara es la segunda de ellas— son, por su parte, huérfanas de madre y carecen, como el propio Willoughby y Vernon, de hermanos, lo que restringe la posibilidad de preservar las familias. Uno de los peligros del mortero, en aras de la distinción, es que la masa no ligue. La literatura inglesa ya contaba con un precedente de otro personaje egoísta, también llamado Willoughby, en Sense and Sensibility (Sentido y sensibilidad) de Jane Austen.

Tal vez entre las investigaciones que examinaban con meticulosa atención ese mortero original de la sociedad La Cité antique (La ciudad antigua) de Fustel de Coulanges, publicada en 1864, sea la obra que proporcione, con una radicalidad imprevista y mayor, en cierto modo, que la de ninguna otra de las obras mencionadas, los elementos de comparación más relevantes con la novela de Meredith a la hora de distinguir los ingredientes del mortero, antes y después de ser molidos. A pesar de la insistencia de Fustel de Coulanges en la necesidad logográfica de apoyarse documentalmente en las fuentes, sus planteamientos eran mucho más intuitivos que textuales y, como han señalado incluso sus críticos más favorables, podrían parecer arbitrarios hasta el punto de que la historia que contaba —un estudio sobre la religión, las leyes y las instituciones de Grecia y Roma— solo fuera, como en una obra de ficción, imaginariamente coherente.

Grecia y, sobre todo, Roma constituían el paradigma que regía la vocación clásica e imperial de Europa y toda su pedagogía: lo que no estaba en los textos no estaba en el mundo sobre el que Europa se proyectaba y del que empezaba a recibir testimonios etnográficos no tan contradictorios como cabría esperar, pero el reverso de la frase podría servir para caracterizar la novela —el género literario europeo por antonomasia— como espejo de la vida. Que lo que no había estado nunca en el mundo no podía estar tampoco en las novelas era, sin embargo, una apreciación insuficiente, y sobre Meredith siempre recaería la acusación de estar muy lejos de los personajes de sus libros, como observaría lord Dunsany en la primera edición crítica de El Egoísta publicada en Oxford en 1947, cuando la descolonización cuestionaba ya de un modo irreversible la hegemonía de los estudios clásicos. Más que con Grecia o Roma, las intuiciones de Fustel de Coulanges parecían tener que ver con la infancia de la humanidad, con sus deseos y temores ancestrales y, al igual que en la novela de Meredith la infancia y la juventud irremediablemente perdidas del «Egoísta» podían recobrarse con la mirada puesta en los rasgos adultos del protagonista, Fustel buscaba la expresión de esos deseos y temores ancestrales del grupo primordial en las características más reconocibles de la civilización moderna, que se resentía de ello.

En cualquier caso, había que saber encontrar lo que se buscaba en los textos y, más allá de los textos, en el mundo. Según Fustel de Coulanges, del culto primitivo a los antepasados habría surgido una estructura familiar organizada alrededor de las tumbas domésticas y el fuego conmemorativo de la que no había, sin embargo, ninguna constancia documental, sino solo un rasgo persistente de rechazo a la resignación por haber perdido algo que había desaparecido para siempre y que había que evocar continuamente hasta el punto, en ocasiones, de suplantarlo. Los muertos serían el fundamento de la religión y de la propiedad privada, instituciones sagradas en virtud de su antigüedad —i. e. de su permanencia sobre algo ausente—, de las que era custodio el padre de familia y que legaba de una manera absoluta e indivisible a su primogénito (heres neccessarius), excluyendo a los hijos siguientes y la descendencia femenina. La prioridad religiosa de la propiedad privada respecto a una supuesta comunidad de los bienes era la auténtica cuestión disputada; en El Egoísta es una premisa tácita e indestructible: sir Willoughby siente cada separación como una afrenta personal a la adoración de sí mismo en la que se basa todo su prestigio y un menoscabo de cuanto posee.

Sea o no cierto que de la familia reunida alrededor del hogar surgiera la ciudad antigua por la agregación de otras familias y la ampliación del culto, en un proceso cuya oscuridad se hace patente en la novela de Meredith, los planteamientos de Coulanges en los dos primeros libros de su monografía parecían estar detrás de la vida social y de la imagen de la naturaleza humana que El Egoísta presentaría a sus lectores, quince años después, en el escenario de una Inglaterra rural que, teniendo en cuenta las pautas convencionales del siglo XIX , constituía en realidad un vestigio o una restitución, como si, en lugar de la idea de progreso que imperaba en la mentalidad de la época, las antigüedades se solaparan lentamente en el tiempo, indiscernibles de un proceso orgánico de regresión infinita. En 1864, Herbert Spencer había publicado, en medio del debate sobre la evolución de las especies, sus Principles of Biology (Principios de biología), donde acuñaría la expresión survival of the fittest, que saltaría muy pronto al campo de las ciencias sociales e incluso a las páginas de El Egoísta: la «familiaridad con la ciencia» de sir Willoughby «facilitaba el cultivo de la aristocracia» en la medida en que era un mero trabajo de comprobación y legitimación del resultado más adecuado (véase el capítulo V). La civilización, en efecto, podía no ser más que una aptitud hereditaria para la supervivencia o, como exponía Meredith en el primer capítulo, el uso del cuchillo. El laboratorio que Willoughby monta en la casa solariega es su contribución peculiar a la arquitectura de una casa dotada de una biblioteca excepcional y, sobre todo, de una bodega tan antigua como abundante, edificada sobre la exclusión de los menos favorecidos. La biblioteca y la bodega tendrán pasadizos insospechados entre sí y vincularán a sus usuarios al ser lugares simbólicos de reserva de un contenido valioso. El laboratorio de Willoughby no era experimental.

Ya no se trataría, entonces, de saber si las cosas habían sucedido alguna vez como Fustel de Coulanges las exponía, en un principio más o menos fabuloso —ni mucho menos de comprobar si Meredith lo había leído o no ni de si había leído a los antropólogos y biólogos británicos y alemanes para componer su novela—, sino de dar cuenta de si alguna vez habían dejado de serlo: El Egoísta podía ser una muestra de que, en lo esencial, las mismas costumbres se repetían una y otra vez, en un ejemplo de lo que Tylor había llamado la «supervivencia de la cultura» (survival in culture) o de lo que, de una manera mucho más certera, podríamos llamar simplemente las supersticiones de la propia civilización. La mera existencia de lo que ha existido alguna vez era una materia prima de inestimable valor para el novelista en la misma proporción en que era una fuente de legitimidad o de cohesión social: la supervivencia de la cultura mantiene viva la impresión de continuidad, de linaje. «En tiempo de Plutarco —escribía Fustel de Coulanges— se le decía al egoísta: tú sacrificas en el hogar. Eso significaba: te alejas de tus conciudadanos, no tienes amigos, tus semejantes no son nada para ti, no vives más que para ti y los tuyos» 1 . A los ojos de Fustel de Coulanges, la cita de un autor relativamente antiguo como Plutarco (probablemente espuria, por otra parte, aunque podría haber figurado al frente de El Egoísta) dejaba entrever una antigüedad aún mayor que definía con una precisión inequívoca «el horizonte de la moral y de los afectos», que en ningún caso —menos que en ninguno en el de sir Willoughby Patterne— podría ir más allá del estrecho círculo de la familia. (Véase el cap. XXXIX.)

Ἑστία θύεις. La frase no habría desde luego presentado dificultades a la hora de traducirla para el reverendo doctor Middleton, el padre de Clara, la segunda prometida de sir Willoughby y su gran rival en el interés del lector. Erudito clásico —su otra faceta como pastor eclesiástico quedará difuminada de acuerdo con el predominio de una religiosidad doméstica que no trasciende la adoración de sir Willoughby y, a través de él, de los Patterne, para quienes el matrimonio es una apropiación, un «rapto» o una «caza» más que un sacramento o un contrato—, el doctor Middleton asumía en la narración la patria potestad menor que le correspondía como padre de una hija única y que, en un momento crucial de la narración, era comparable explícitamente a la del Agamenón de Eurípides por su disposición a sacrificar a Clara en un altar distinto al familiar; de hecho, en el altar de otra familia, como Fustel de Coulanges prescribía para los matrimonios de las hijas. Pero, en este caso como en todo cuanto tiene que ver con El Egoísta, perderíamos el hilo de la narración si no recordáramos que se trata de una comedia, no de una tragedia, y que es precisamente el espíritu cómico lo que permite a Meredith reproducir, sin el riesgo inherente a una exposición histórica que pretende ser fiel a los hechos, lo que un discípulo de Fustel de Coulanges llamó «las estructuras elementales del parentesco», de las que depende toda la trama de la novela. Que el espíritu cómico, sin embargo, representara solo a medias las intenciones del autor —como Meredith le había confesado a Stevenson al terminar de escribir la novela— sugiere que la otra mitad suponía, al menos, una amenaza latente en la narración 2 .

Meredith había concebido al doctor Middleton a imagen y semejanza de Thomas Love Peacock, un excéntrico hombre de letras inglés —albacea del poeta romántico P. B. Shelley y autor de una breve obra maestra, Nightmare Abbey (Abadía Pesadilla), sobre la que pesaba el cometido de enfrentarse a la impostura de la melancolía literaria— con cuya hija, Mary Ellen Nicolls, viuda y madre de una niña, Meredith se casaría en 1849 3 . El fracaso del matrimonio inspiró a Meredith el largo poema Modern Love (Amor moderno), la más cercana a la tragedia de todas sus composiciones y la única que ahora está a la altura de El Egoísta . (Los cincuenta capítulos de El Egoísta reflejan hasta cierto punto los cincuenta sonetos de Modern Love.) Que Meredith ridiculizara en la figura del doctor Middleton la erudición inútil o decorativa, servicial e incluso sobornable, haría aún más patente que «la reversión al grosero original» —como leemos en el Preludio de El Egoísta — era algo a lo que nadie podía entregarse libremente en una biblioteca con la esperanza de lograrlo: los originales podían ser tipos corrientes en cualquier escala social. (Aún más grotesco y débil es, por supuesto, el profesor Crooklyn, el otro erudito de la novela. La biblioteca de la casa solariega —Patterne Hall, la Casa con mayúscula— y la casa de la gran dama Mountstuart Jenkinson, donde ambos estudiosos se encuentran en público, albergan las manifestaciones más convencionales del espíritu cómico contra ese saber estrafalario que Meredith ha duplicado deliberadamente.) Vernon Whitford, el aspiring scholar, sabe, por el contrario, que los seres humanos son ángeles del conocimiento sin poder evitar por eso ser demonios en la vida. Las aspiraciones de Vernon de convertirse en un escritor independiente en la ciudad se compensarán con su condición de montañero en los Alpes, la verdadera contraposición al mundo pastoral que la otra escritora del libro, la poetisa fracasada Leticia Dale —a quien Willoughby corteja durante toda su vida sin salir del recinto de su casa solariega— describe a la defensiva. Esa defensa del mundo pastoral encerrado en los límites de Patterne Park (y que, con otras denominaciones, constituye el escenario o el refugio de innumerables novelas inglesas) hace de su hipotético matrimonio con el protagonista un caso de lo que McLennan llamó por primera vez «endogamia». McLennan había observado ya la decadencia de la exogamia en las comunidades avanzadas.

El modelo para Vernon Whitford era sir Leslie Stephen, erudito y reformista político, amigo íntimo de Meredith y padre de la novelista Virginia Woolf, que no muchos años después elogiaría en Meredith a un gran innovador y subrayaría en su obra una cualidad experimental, abriendo con ello el camino a la crítica contemporánea. Comparar a Vernon Whitford con el personaje del señor Ramsay en To the Lighthouse (Al faro, 1927) de Woolf es un ejercicio menos literario que —por mantener la psicología escéptica que todos ellos compartían y emplear la palabra justa— antropológico: la diferencia que va de uno a otro es la de la generación de los hijos y la sucesión o transformación de la sociedad, algo que tendría su efecto en un género, como la novela —advertía Woolf—, que solo podía seguir existiendo si avanzaba, aunque la dirección no estuviera clara. Tanto las narraciones convencionales de Thomas Hardy como las obras rupturistas de James Joyce, o de la propia Woolf, podían aspirar a ser deudoras de Meredith. Woolf hace del señor Ramsay, modelado al mismo tiempo con el personaje de Vernon Whitford y con su padre, un filósofo fracasado. (Meredith era considerado un «filósofo» por sus compañeros de oficio. Joyce y lord Dunsany se referían a él con ese título.) No es impensable que, a su vez, Clara pudiera reflejarse como madre en los ojos de la señora Ramsay, a la que la novelista dota de un poder de atracción mucho mayor para los lectores. La trayectoria de la literatura inglesa desde el romanticismo de Shelley hasta el modernismo de Woolf —el marco de Meredith— sigue, en efecto, una misma corriente de conciencia a pesar de la tendencia a la oblicuidad o la extravagancia 4 .

Ser ángeles del conocimiento y demonios en la vida es una frase de Gotthold Ephraim Lessing, a quien encontramos en todas las encrucijadas de la vida espiritual moderna. Nietzsche se vanagloriaba de haber sido el único que había encontrado un acceso al mundo de los antiguos. Lessing era seguramente mucho más acreedor a ese título al complementarlo con el de haber descubierto algunos caminos de vuelta al mundo de los contemporáneos. El acceso al mundo de los antiguos —la höhere Philologie de la que Nietzsche, como Fustel de Coulanges o el doctor Middleton, eran, en realidad, epígonos— podía cegar el regreso a las condiciones de vida reales y no ser más que un episodio de nostalgia ornamental; la imagen de cubierta de esta edición, que reproduce un idilio de Teócrito con la óptica del pintor victoriano George Percy Jacomb-Hood, muestra que también podía ser, probablemente por las mismas razones, un episodio extremadamente violento 5 . En cualquiera de los dos casos Lessing habría opuesto la jovialidad y la delicadeza, y su defensa de la catarsis en la tragedia desde un punto de vista moral tiene también efectos terapéuticos.

Meredith pasó los dos únicos años formativos de su vida en una atmósfera lessinguiana. Nacido en 1828 en una familia de clase media de sastres de Portsmouth, Meredith se consideraba a sí mismo un digno heredero de su nombre, que lo vinculaba a la antigua realeza galesa. Tras recibir una modesta herencia a la muerte de su madre, cuando el futuro novelista contaba cinco años, recibió una instrucción formal rudimentaria. A los once años, la empresa familiar entró en quiebra y Meredith se hizo consciente de la distancia entre sus aspiraciones patricias y la realidad en la que vivía. En 1842, gracias a una nueva herencia familiar, pudo matricularse en la Escuela Morava de Neuwied, en Alemania, de donde regresaría a Inglaterra dos años después. Los biógrafos de Meredith subrayan la importancia del ambiente de la escuela y del paisaje que la rodeaba, junto al Rin, pero lo decisivo era el modo como los Herrnhuter, según los había llamado Lessing, concebían la educación. En 1750, un joven Lessing resumiría la doctrina de la fraternidad fundada por el conde von Zinzendorf en un breve escrito apologético. El ser humano, escribió Lessing, ha sido creado para la acción, pero se pierde en elucubraciones que lo alejan de sí mismo. Lessing se volvía entonces al ejemplo socrático para advertir que es en el seno de cada uno donde han de explorarse las profundidades de la vida, donde ha de comprenderse y dominarse el ser humano en su relación con el mundo. Lessing cifraba en ello la filosofía práctica. Lo mismo servía para la religión. Lo que para el hombre era la comprensión y el dominio de sí mismo, lo era el espíritu para el cristianismo práctico. Olvidar esa dimensión práctica de la vida es lo que llevaba al ser humano a ser un ángel en el plano del conocimiento y un demonio en el plano de la vida (Der Erkenntnis nach sind wir Engel, und dem Leben nach Teufel) .

Pero el ejemplo socrático corregía a quienes solo vivían en un plano teórico olvidándose de la práctica. En El Egoísta, esa es la diferencia entre los eruditos Middleton y Crooklyn y el práctico Vernon Whitford: Vernon prescinde de la riqueza, se muestra inexorable consigo mismo y paciente con los demás (con Clara, con su pupilo el joven Crossjay), aprecia el mérito (especialmente de Leticia Dale y, cuando se cubre de vergüenza y desgracia, de Clara Middleton) y lo defiende contra la poderosa estulticia de sir Willoughby. Es Vernon quien le enseña al joven Crossjay a sentir la voz de la naturaleza en su corazón y a llevar la única máscara que el ser humano ha de ponerse en la vida 6 .

Vernon Whitford encarnaría, en efecto, todas las virtudes de los Herrnhuter salvo la creencia religiosa de la que Meredith se apartaría muy pronto en cualquier plano teórico. (Probablemente esa fuera la razón de que, a su muerte, no fuera enterrado en el Poet’s Corner de la Abadía de Westminster.) En lo esencial, Meredith fue fiel al cristianismo práctico que había aprendido en Alemania y que se pondría muy pronto a prueba, a su regreso a Inglaterra en 1844, con dieciséis años, al tener que buscar una profesión. La encontró provisionalmente junto a un procurador londinense, Richard Charnock, que reunía a su alrededor a un grupo de jóvenes aspirantes a la poesía entre los que se encontraba Edward Peacock, con cuya hermana viuda Mary Ellen Nicolls se casaría Meredith al llegar a la mayoría de edad. Meredith publicaría en esa época su primer libro, Poems (Poemas, 1851), al que seguiría en 1855 una novela inspirada en las Mil y Una Noches: The Shaving of Shagpat: An Arabian Entertainment (El afeitado de Shagpat: un entretenimiento árabe). Ninguna de las dos obras le procuró a Meredith un reconocimiento suficiente.

             

             La muerte de Chatterton, de Henry Wallis

Meredith sirvió de modelo durante esa etapa al pintor Henry Wallis para su retrato de la muerte de Chatterton. El extremado romanticismo del cuadro, que cautivaría a un crítico tan exigente como John Ruskin cuando se presentara en 1856, escondía otro drama: Mary Ellen abandonaría a Meredith por el pintor, con quien se marchó a la isla de Capri en el verano de 1857 y con quien tuvo un hijo. Hasta la muerte de Mary Ellen en 1861, enferma y rechazada por Meredith, que no le permitiría ver al único hijo que habían tenido en común, el joven escritor probó suerte con la novela realista: The Ordeal of Richard Feverel (La ordalía de Richard Feverel), en la que Meredith ensayaría un primer estudio del Egoísta en la figura de sir Austin Feverel, se publicó en 1859. Mezcla de romance y tragedia, Meredith exploraba a través de la relación de un padre orgulloso y un hijo díscolo los motivos de la falta de afecto que luego analizaría magistralmente en El Egoísta . En 1860, con Evan Harrington, Meredith se serviría de sus recuerdos de infancia en la sastrería de su padre, y de su admiración por el Sartor Resartus de Thomas Carlyle, para analizar la diferencia insalvable entre las clases sociales.

             

            Box Hill

En 1862 publicaría Modern Love, donde daría cuenta del fracaso matrimonial y se hundiría en la psicología de la tragedia humana: «La mañana —escribió en el soneto 43— no puede restaurar lo que hemos perdido», y añadía: «No veo pecado: el error es confuso». Modern Love es un largo poema compuesto de cincuenta sonetos de dieciséis versos, mucho más cerca de la prosa poética que de la lírica propiamente dicha, a la que, sin embargo, se acerca por su contenido. Dante Gabriel Rossetti, que admiraba a Meredith, emularía la fórmula en The House of Life (La casa de la vida, 1870-1881). Como en El Egoísta, el protagonista del poema está dividido por la antigua admiración que profesa a una mujer que le ha abandonado y el amor que empieza a sentir por otra. La vacilación respecto al tono mismo de la obra se advierte en uno de los mejores sonetos, el 37:

A lo largo de la terraza del jardín, bajo la cualun valle púrpura (iluminado en su extremopor la antorcha humeante sobre el borde de nubespor donde se desliza el carro) resplandece,caminamos en tranquila compañía y esperamosla campana de la cena en calma predigestiva.Tan dulcemente, hasta las laderas de violeta, el bálsamo del viento del surrespira alrededor que no nos preocupa si la campana se demora:aunque aquí y allá ancianos grises cuestionen el tiempocon toses irritadas. Con paso lentola lenta luna rosada, el rostro de la música callada,empieza a salir de su silenciosa morada.Mientras entramos y salimos, en el anochecer plateado,oigo la risa de Madam y disciernoel talón de mi Lady delante de mí a cada giro.Nuestra tragedia ¿está viva o muerta?,   que podría pasar como un párrafo descriptivo de El Egoísta solo con devolverle al narrador la voz en primera persona. La comedia, no la tragedia, proporcionaría a Meredith el específico que necesitaba para curarse. La publicación de Sandra Belloni (publicada primero como Emilia in England [Emilia en Inglaterra]) y un segundo matrimonio en 1864 despejaron el camino. Tras algunos años de trabajo como corresponsal de prensa y revisor de pruebas en una editorial, Meredith pudo adquirir la casa de Box Hill donde viviría hasta el final de su vida. Con The Adventures of Harry Richmond (Las aventuras de Harry Richmond, 1871) y Beauchamp’s Career (La carrera de Beauchamp, 1875, la más política de sus producciones) el público reconoció su valor como creador de comedias románticas en las que las mujeres tenían un protagonismo muy poco apreciado hasta entonces en la literatura inglesa. Beauchamp’s Career contiene, de pasada, una descripción de la situación del escritor en el umbral de la composición de El Egoísta:

Me parezco a una isla del Ródano en la sequía de verano, pedregosa, sin atractivo y de difícil acceso entre las dos corrientes poderosas de lo irreal y lo suprarreal, que deleitan a la humanidad: ¡honra a los conspiradores! Mi gente no conquista nada, no gana nada; es real, aunque poco común. Es el reloj del cerebro lo que quiere poner en marcha y —¡pobre tropa de actores para las plazas vacantes!— apela a la conciencia que reside en la consideración de las cosas. Si sois impermeables a ella estamos perdidos; me vuelvo a mi desierto, donde, como os habréis dado cuenta, he adquirido el hábito de escuchar mi propia voz más de lo que resulta bueno 7 .        El Egoísta en 1879, The Tragic Comedians (Los comediantes trágicos) en 1880 y Diana of the Crossways (Diana de las encrucijadas) en 1885 consagrarían su reputación. Hasta su muerte en 1909 se sucederían el éxito y las desgracias personales (la muerte de su segunda esposa, la de su primer hijo, la enfermedad), mientras se convertía en el último gran representante, a los ojos de una sociedad que cambiaba rápidamente, de la época victoriana. One of Our Conquerors (Uno de nuestros conquistadores, 1891), Lord Ormont and His Aminta (Lord Ormont y su Aminta, 1894) y The Amazing Marriage (El matrimonio asombroso, 1895) fueron sus últimas novelas. James Joyce, Siegfried Sassoon y Virginia Woolf lo defenderían en la siguiente generación del olvido al que las vanguardias lo empujaban 8 .

Si, a propósito de la protagonista de Diana of the Crossways ha podido decirse que era una mujer shakespeareana, «otra Hermione», como la llama lady Dunstane en la novela, de Clara Middleton podría decirse que, además de Hermione, podría ser otra Perdita u otra Miranda, y lo mismo habría de decirse de Leticia Dale. Meredith insistiría en sus conversaciones en que Willoughby «es todos nosotros», de manera que El Egoísta —como escribió Stevenson— podía ser «un enmascaramiento cobarde, aunque extremadamente servicial de mí mismo», de cualquier lector 9 . Pero lo cierto es que Meredith cambió el título que la novela tenía al ser publicada por entregas, y que identificaba exclusivamente a sir Willoughby con el Egoísta, para que su comedia narrativa ofreciera una mayor ambigüedad, tanto en lo moral como en lo que en la actualidad constituye los estudios de género, al convertirse en libro. Al margen de la idiosincrasia de los personajes a los que podríamos considerar monstruos de vanidad sin que verdaderamente podamos pensar que son acreedores al título de la novela (lady Busshe, lady Culmer, el profesor Crooklyn y el doctor Middleton, el coronel De Craye y la formidable señora Mountstuart Jenkinson, todos ellos magníficamente secundarios), solo Vernon Whitford, el librepensador lessinguiano —a pesar de que se acuse de ello a sí mismo— y su pupilo el joven Crossjay pueden decir que no son egoístas: hay en ellos una nonchalance tan marcada como la solicitud con la que piensan en los demás. Pero Leticia Dale y Clara Middleton se acusan con fundamento de egoísmo y Meredith, como narrador, aporta las pruebas de cargo necesarias.

Que las mujeres nos digan —escribe Meredith— cuál es su lado en la batalla. Nosotros no somos tanto la prueba del Egoísta en ellas como ellas lo son para nosotros. Movimientos similares de damas coronadas y sin diadema de intrépida independencia sugieren su capacidad circunstancial para ser como los hombres cuando se les da la oportunidad de cazar. En la actualidad huyen y esa es la diferencia. Nuestra manera de cazar las informa de la criatura que somos (cap. XXIII). La opinión del narrador, sin embargo, no es determinante en una comedia. Al asociar a Leticia y a Clara con los personajes shakespeareanos de la resurrección en el romance es imprescindible que la resurrección de la que hablamos no se entienda en el sentido religioso del término, sino en un sentido distinto para el que resulta muy difícil encontrar la palabra. En sus ensayos sobre las remarriage comedies del cine clásico de Hollywood, el filósofo recientemente fallecido Stanley Cavell invocaba la ascendencia shakespeareana y emersoniana aludiendo a la superación que los personajes logran como una «revisión y transfiguración de su manera de vivir», una suerte de perfeccionismo moral 10 . No es probable que pueda decirse de Willoughby que el aplazamiento de sus matrimonios le haya llevado a revisar y transfigurar su manera de vivir ni a perfeccionarse moralmente. Meredith es, al respecto, magistralmente elusivo al final de la novela. Pero las experiencias de Clara y de Leticia, que culminan en sus respectivos matrimonios, constituyen una revisión y transfiguración completas de su manera de vivir. Las dos últimas menciones de la palabra «egoísta» en la novela adquieren resonancias inequívocamente shakespeareanas, lo que quiere decir que Meredith es consciente de estar escribiendo, como el autor de The Winter’s Tale (Cuento de invierno), un capítulo del texto de la vida moderna. Clara se acusa a sí misma de egoísmo y disculpa a Willoughby. Está despidiéndose de Leticia y rogándole que la ayude a olvidar quién había sido hasta entonces para encontrarse con quien verdaderamente es. El pasaje clave en lo que al egoísmo de Clara concierne es este: «Me alegraría pensar que he pasado un tiempo bajo tierra y he surgido de nuevo. Yo era la Egoísta. Estoy segura: si hubiera sido enterrada, no me habría levantado al verme tan vilmente manchada, sucia, desfigurada» (cap. XLVIII).

Pero Meredith reserva a Leticia que concluya la comedia narrativa con la última mención de la palabra «egoísta». Leticia se dirige a las tías de sir Willoughby, las señoritas Eleanor e Isabel, que conocen como nadie más en la tierra el carácter de su sobrino aunque nada pueda obligarlas a denunciarlo. Leticia no solo se acusa de egoísmo, sino que pone fin a la antigua religión que había predominado en la casa solariega, y al romanticismo que había predominado en la literatura matrimonial inglesa, y abre las puertas al matrimonio civilizado.

—Queridas señoritas —les dijo Leticia al entrar—. Voy a herirlas y me apena hacerlo, pero mejor ahora que después si voy a vivir con ustedes. Willoughby me pide una mano que no puede aportar un corazón, porque el mío está muerto. Lo repito. Solía pensar en el corazón como la parte que una mujer aporta al matrimonio para el marido. Ahora veo que ella puede consentir, y él aceptarla, sin corazón. Pero es justo que ustedes sepan a qué voy a dar mi consentimiento. Una vez fui una boba muchacha romántica; ahora soy una mujer enferma y todas las ilusiones se han desvanecido. La privación ha hecho de mí lo que una fortuna abundante suele hacer de los demás. Soy una Egoísta. No las engaño. Ese es mi verdadero carácter. Mi perspectiva juvenil de Willoughby ha cambiado por completo y soy casi indiferente al cambio. Puedo esforzarme por respetarlo; no puedo venerarlo (cap. XLIX).       Que el matrimonio civilizado —el amor moderno— tuviera que ver con el desvanecimiento de las ilusiones es una historia que requería, como Virginia Woolf advirtió para la novela, un avance. Si La prisonnière (La prisionera) de Marcel Proust 11 o To the Lighthouse de la propia Woolf son un avance, o si la novela ha cedido el terreno al cine para proyectar las escenas de ese matrimonio, no forma parte de esta introducción dilucidarlo más allá de insinuar que la musa cómica podría apretar los labios.

             

             María en la puerta de Simón, Dante Gabriel Rossetti. El pintor se inspiró en Meredith para el rostro de Cristo

 9 Robert Louis Stevenson, «Books Which Have Influenced Me», Londres, Hodder & Stoughton, 1897, págs. 12-13.

10 Véase Stanley Cavell, Ciudades de palabras. Notas pedagógicas sobre un registro de la vida moral, ed. de J. Alcoriza y A. Lastra, Valencia, Pre-Textos, 2007.

11 Véase Ramon Fernandez, «Meredith» (1926), en Messages, París, Grasset, 2009. Fernandez daba cuenta de la traducción francesa de Yvonne Canque, L’Égoïste. Comédie sous forme de récit (París, Gallimard, 1924). La prisonnière había aparecido póstumamente el año anterior.

            ESTA EDICIÓN

La edición de referencia de las obras de George Meredith es la conocida como Memorial Edition publicada por Archibald Constable en Londres entre 1909 y 1911 e inmediatamente después por Scribner’s en Nueva York. En el caso de El Egoísta, reproduce sin variaciones la edición que la editorial londinense había publicado en 1897 bajo la supervisión del autor, que apenas hizo modificaciones a la primera edición en forma de libro de 1879. Como señaló George Woodcock, esas modificaciones «no representan nada más que un último pulido de una obra que estaba más cerca de la perfección que ninguna otra que [Meredith] escribiera». He anotado las tres modificaciones más significativas para una traducción y seguido la edición de 1897 en la línea de los editores posteriores a 1911. Todas las notas al pie son del editor.

He mantenido el uso de las mayúsculas en algunas de las palabras clave del libro, como «Egoísta» o «Casa», y tratado de conservar la literalidad de un estilo que tenía a su disposición todos los recursos narrativos y las matizaciones del espíritu cómico. Oscar Wilde tenía sobradas razones para admirar a Meredith.

Hay dos traducciones de El Egoísta al español, que no he podido consultar y que son difíciles de encontrar. Salvo un artículo de Alfonso Reyes, donde se refiere a El Egoísta como una «comedia en forma de relato», y vagas menciones de Jorge Luis Borges —que probablemente sugiriera la traducción en la editorial argentina Emecé—, la obra de Meredith no parece haber despertado demasiado interés en español hasta hace relativamente poco. Eugenio d’Ors anotó, para el público catalán, el interés que su obra despertó en Francia por la influencia sobre Marcel Proust.

            BIBLIOGRAFÍA
 (POR ORDEN CRONOLÓGICO)

EDICIONES PRINCIPALES DE «THE EGOIST»

 Sir Willoughby Patterne the Egoist, serial publicado en el Glasgow Weekly Herald de junio de 1879 a enero de 1880.

 The Egoist. A Comedy in Narrative, Londres, C. Kegan Paul & Co., 1879, 3 vols.

 The Egoist, en The Works of George Meredith, Londres, Archibald Constable & Co., 1897-1898, 36 vols. + 3 vols., vols. XV y XVI (1897).

  The Works of George Meredith, Memorial Edition, Londres, Archibald Constable & Co.; Nueva York, Scribner’s, 1909-1911, 27 vols., vols. XIII y XIV.

  Introducción de lord Dunsany, Oxford University Press, 1947.

  ed. de L. Stevenson, Boston, Houghton Mifflin, 1958.

  ed. de G. Woodcock, Harmondsworth, Penguin, 1968.

  ed. de R. M. Adams, Nueva York, Norton, 1979.

  Ware, Wordsworth Classics, 1995.

  ed. de R. C. Stevenson, Peterborough, Broadview Press, 2010.

OTRAS OBRAS DE GEORGE MEREDITH

 Selected Poems of George Meredith, ed. de G. Hough, Oxford University Press, 1962.

 The Letters of George Meredith, ed. de C. L. Cline, Oxford University Press, 1970, 3 vols.

 George Meredith’s Essay on Comedy and Other New Quarterly Magazine Publications, A Critical Edition, by M. C. Ives, Lewisburg, Bucknell University Press, 1998.

 Modern Love and Poems of the English Roadside, with Poems and Ballads, ed. de R. N. Mitchell y C. Benford, New Haven y Londres, Yale University Press, 2013.

TRADUCCIONES AL ESPAÑOL

 El egoísta, trad. de R. Planas, Barcelona, Ediciones Lauro, 1945.

 El egoísta, trad. de E. Díaz del Castillo, Buenos Aires, Emecé, 1945.

 La rosa blanca [Farina, 1857], trad. de M. de Suert, Barcelona, Montaner y Simón, 1946.

 El general Ople y lady Camper, trad. de P. Linares, posfacio de Virginia Woolf, Madrid, Ardicia, 2014.

 Ensayo sobre la comedia y los usos del espíritu cómico, ed. de A. Lastra, Barcelona, Ediciones del Subsuelo, 2017.

 Amor moderno, ed. de A. Lastra, Madrid, Ápeiron Ediciones, 2019.

LITERATURA DE REFERENCIA

 SCHWOB , Marcel, «George Meredith», en Spicilège, París, Mercure de France, 1896 (Ensayos y perfiles, trad. de J. Damonte, México, FCE, 1987).

 JERROLD, Walter, George Meredith. An Essays Towards Appreciation, Londres, Greening & Co., 1902.

 JOYCE, James, «George Meredith» (1902), en The Critical Writings, ed. de E. Mason y R. Ellmann, Ithaca, Cornell University Press, 1959 (Escritos críticos, trad. de A. Bosch, Madrid, Alianza, 1983).

 FERNANDEZ, Ramon, «Meredith» (1926), en Messages, París, Grasset, 2009.

 PRIESTLEY , J. B., Meredith, Londres, Macmillan, 1926.

 FORSTER , E. M., Aspects of the Novel (1927), Harmondsworth, Penguin, 2005 (Aspectos de la novela, trad. de G. Lorenzo, Madrid, Debate, 2000).

 WOOLF, Virginia, «The Novels of George Meredith» (1928), en Collected Essays, Nueva York, Harcourt, 1967, vol. 1, págs. 224-232.

REYES, Alfonso, «Al margen de Meredith» (1930), Obras completas, vol. VIII, México, FCE, 19962, págs. 253-254.

 SITWELL, Sir Osbert, The Novels of George Meredith and Some Notes on the English Novel, Londres, The English Association, 1947.

 SASSOON, Siegfried, Meredith, Londres, Constable, 1948.

 STEVENSON, Lionel, The Ordeal of George Meredith. A Biography, Nueva York, Scribner’s, 1953.

 WRIGHT, Walter, Art and Substance in George Meredith, Lincoln, University of Nebraska Press, 1953.

 LINDSAY, Jack, George Meredith. His Life and Works, Londres, Bodley Head, 1956.

 PRITCHETT , V. S., George Meredith and the English Comedy, Londres, Chatto & Windus, 1970.

 BEER, Gillian, Meredith: A Change of Masks. A Study of the Novels, Londres, Athlone, 1970.

 Meredith Now: Some Critical Essays, ed. de I. Fletcher, Nueva York, Barnes & Noble, 1971.

 Meredith: The Critical Heritage, ed. de I. Williams, Londres, Routledge & Kegan Paul, 1971.

 WILT, Judith, The Readable People of George Meredith, Princeton UP, 1975.

 MOSES, Joseph, The Novelist as Comedian: George Meredith and the Ironic Sensibility, Nueva York, Schocken, 1983.

 MUENDEL, Renate, George Meredtih, Boston, Twayne, 1986.

 HOROWITZ MURRAY , Janet, Courtship and the English Novel: Feminist Readings in the Fiction of George Meredith, Nueva York, Garland, 1987.

 PAYNE, Susan, Difficult Discourse: George Meredith’s Experimental Fiction, Pisa, ETS, 1995.

 ROBERTS, Neil, Meredith and the Novel, Nueva York, St. Martin’s, 1997.

 CRAIG, Randall, Promising Language. Betrothal in Victorian Law and Fiction, Albany, SUNY Press, 2000.

 STEVENSON , Richard C., The Experimental Impulse in George Meredith’s Fiction, Lewisburg, Bucknell University Press, 2004.

 COLL-VINENT , Sílvia, G. K. Chesterton a Catalunya i altres estudis sobre una certa anglofília (1916-1938), Publicacions de l’Abadia de Monserrat, 2010.

 CROSSLEY, Alice, Male Adolescence in Mid-Victorian Fiction: George Meredith, W. M. Thackeray, and Anthony Trollope, Londres, Routledge, 2018.

viernes, 4 de agosto de 2023

Cumandá de Juan León Mera FRAGMENTO NOVELA

 



Cumandá
de Juan León Mera

 

 

Al Excmo. señor director de la Real Academia Española

Señor:

 

No sé a qué debo la gran honra de haber sido nombrado miembro correspondiente de esa ilustre y sabia Corporación, pues confieso (y no se crea que lo hago por buscar aplauso a la sombra de fingida modestia) que mis imperfectos trabajos literarios jamás me han envanecido hasta el punto de presumir que soy merecedor de un diploma académico. Todos ellos, hijos de natural inclinación que recibí con la vida y fomenté con estudios enteramente privados, son buenos, a lo sumo, para probar que nunca debe menospreciarse ni desecharse un don de la naturaleza, mas no para servir de fundamento a un título que sólo han merecido justamente beneméritos literatos.

 

Sin embargo, sorprendido por el nombramiento a que me refiero, no tuve valor para rechazarlo, y a los propósitos, harto graves para mí, de empeñar todas mis fuerzas en las tareas que me imponía el inesperado cargo, añadí el de presentar a esa Real Corporación alguna obra que, siendo independiente de las académicas, pudiese patentizar de una manera especial mi viva y eterna gratitud para con ella.

 

¿Qué hacer para cumplir este voto? Tras no corto meditar y dar vueltas en torno de unos cuantos asuntos, vine a fijarme en una leyenda, años ha trazada en mi mente. Creí hallar en ella algo nuevo, poético e interesante; refresqué la memoria de los cuadros encantadores de las vírgenes selvas del oriente de esta República; reuní las reminiscencias de las costumbres de las tribus salvajes que por ellas vagan; acudí a las tradiciones de los tiempos en que estas tierras eran de España y escribí CUMANDÁ; nombre de una heroína de aquellas desiertas regiones, muchas veces repetido por un ilustrado viajero inglés, amigo mío, cuando me refería una tierna anécdota, de la cual fue, en parte, ocular testigo, y cuyos incidentes entran en la urdimbre del presente relato.

 

Bien sé que insignes escritores, como Chateaubriand y Cooper, han desenvuelto las escenas de sus novelas entre salvajes hordas y a la sombra de las selvas de América, que han pintado con inimitable pincel; mas, con todo, juzgo que hay bastante diferencia entre las regiones del Norte bañadas por el Mississipí y las del sur, que se enorgullecen con sus Amazonas, así como entre las costumbres de los indios que respectivamente en ellas moran. La obra de quien escriba acerca de los jívaros tiene, pues, que ser diferente de la escrita en la cabaña de los nátchez, y por más que no alcance un alto grado de perfección, será grata al entendimiento del lector inclinado a lo nuevo y desconocido. Razón hay para llamar vírgenes a nuestras regiones orientales: ni la industria y la ciencia han estudiado todavía su naturaleza, ni la poesía la ha cantado, ni la filosofía ha hecho la disección de la vida y costumbres de los jívaros, záparos y otras familias indígenas y bárbaras que vegetan en aquellos desiertos, divorciadas de la sociedad civilizada.

 

CUMANDÁ es un corto ensayo de lo que pudieran trazar péñolas más competentes que la mía, y, con todo, la obrita va a manos de V. E., y espero que, por tan respetable órgano, sea presentada a la Real Academia. Ojalá merezca su simpatía y benevolencia y la mire siquiera como una florecilla extraña, hallada en el seno de ignotas selvas; y que, a fuer de extraña, tenga cabida en el inapreciable ramillete de las flores literarias de la madre patria.

 

Soy de V. E. muy atento y seguro servidor, q. s. m. b.,

 

Ambato, a 10 de marzo de 1877

 

Juan León Mera

 

 

 

 


Cumandá de Juan León Mera

Al Excmo. señor director de la Real Academia Española
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Capítulo I - Las selvas del oriente

El monte Tungurahua, de hermosa figura cónica y de cumbre siempre blanca, parece haber sido arrojado por la mano de Dios sobre la cadena oriental de los Andes, la cual, hendida al terrible golpe, le ha dado ancho asiento en el fondo de sus entrañas. En estas profundidades y a los pies del coloso, que, no obstante su situación, mide 5.087 metros de altura sobre el mar, se forma el río Pastaza de la unión del Patate, que riega el este de la provincia que lleva el nombre de aquella gran montaña, y del Chambo que, después de recorrer gran parte de la provincia del Chimborazo, se precipita furioso y atronador por su cauce de lava y micaesquista.

El Chambo causa vértigo a quienes por primera vez lo contemplan: se golpea contra los peñascos, salta convertido en espuma, se hunde en sombríos vórtices, vuelve a surgir a borbotones, se retuerce como un condenado, brama como cien toros heridos, truena como la tempestad, y mezclado luego con el otro río continúa con mayor ímpetu cavando abismos y estremeciendo la tierra, hasta que da el famoso salto de Agoyán, cuyo estruendo se oye a considerable distancia. Desde este punto, a una hora de camino del agreste y bello pueblecito de Baños, toma el nombre de Pastaza, y su carrera, aunque majestuosa, es todavía precipitada hasta muchas leguas abajo. Desde aquí también comienza a recibir mayor número de tributarios, siendo los más notables, antes del cerro Abitahua, el Río-verde, de aguas cristalinas y puras, y el Topo, cuyos orígenes se hallan en las serranías de Llanganate, en otro tiempo objeto de codiciosas miras, porque se creía que encerraba riquísimas minas de oro.

El Pastaza, uno de los reyes del sistema fluvial de los desiertos orientales, que se confunden y mueren en el seno del monarca de los ríos del mundo, tiene las orillas más groseramente bellas que se puede imaginar, a lo menos desde las inmediaciones del mentado pueblecito hasta largo espacio adelante de la confluencia del Topo. El cuadro, o más propiamente la sucesión de cuadros que ellas presentan, cambian de aspecto, en especial pasado el Abitahua hasta el gran Amazonas. En la parte en que nos ocupamos, agria y salvaje por extremo, parece que los Andes, en violenta lucha con las ondas, se han rendido sólo a más no poder y las han dejado abrirse paso por sus más recónditos senos. A derecha e izquierda la secular vegetación ha llegado a cubrir los estrechos planos, las caprichosas gradas, los bordes de los barrancos, las laderas y hasta las paredes casi perpendiculares de esa estupenda rotura de la cadena andina; y por entre columnatas de cedros y palmeras, y arcadas de lianas, y bóvedas de esmeralda y oro bajan, siempre a saltos y tumbos, y siempre bulliciosos, los infinitos arroyos que engruesan, amén de los ríos secundarios, el venaje del río principal. Podría decirse que todos ellos buscan con desesperación el término de su carrera seducidos y alucinados por las voces de su soberano que escucharon allá entre las breñas de la montaña.

El viajero no acostumbrado a penetrar por esas selvas, a saltar esos arroyos, esguazar esos ríos, bajar y subir por las pendientes de esos abismos, anda de sorpresa en sorpresa, y juzga los peligros que va arrastrando mayores de lo que son en verdad. Pero estos mismos peligros y sorpresas, entre las cuales hay no pocas agradables, contribuyen a hacerle sentir menos el cansancio y la fatiga, no obstante que, ora salva de un vuelo un trecho desmesurado, ora da pasitos de a sesma; ya va de puntillas, ya de talón, ya con el pie torcido; y se inclina, se arrastra, se endereza, se balancea, cargando todo el cuerpo en el largo bastón de caña brava, se resbala por el descortezado tronco de un árbol caído, se hunde en el cieno, se suspende y columpia de un bejuco, mirando a sus pies por entre las roturas del follaje las agitadas aguas del Pastaza, a más de doscientos metros de profundidad, o bien oyendo solamente su bramido en un abismo que parece sin fondo... En tales caminos, si caminos pueden llamarse, todo el mundo tiene que ser acróbata por fuerza.

El paso del Topo es de lo más medroso. Casi equidistantes una de otra hay en la mitad del cauce dos enormes piedras bruñidas por las ondas que se golpean y despedazan contra ellas; son los machones centrales del puente más extraordinario que se puede forjar con la imaginación, y que se lo pone, sin embargo, por mano de hombres en los momentos en que es preciso trasladarse a las faldas del Abitahua: ese puente es, como si dijésemos, lo ideal de lo terrible realizado por la audacia de la necesidad. Consiste la peregrina fábrica en tres guadúas de algunos metros de longitud tendidas de la orilla a la primera piedra, de ésta a la segunda y de aquí a la orilla opuesta. Sobre los hombros de los prácticos más atrevidos, que han pasado primero y se han colocado cual estatuas en las piedras y las márgenes, descansan otras guadúas que sirven de pasamanos a los demás transeúntes. La caña tiembla y se comba al peso del cuerpo; la espuma rocía los pies; el ruido de las ondas asorda; el vértigo amenaza, y el corazón más valeroso duplica sus latidos. Al cabo está uno de la banda de allá del río, y el puente no tarda en desaparecer arrebatado de la corriente.

Enseguida comienza la ascensión del Abitahua, que es un soberbio altar de gradas de sombría verdura, levantado donde acaba propiamente la rotura de los Andes que hemos bosquejado, y empiezan las regiones orientales. En sus crestas más elevadas, esto es, a una altura de cerca de mil metros, descuellan centenares de palmas que parecen gigantes extasiados en alguna maravilla que está detrás, y que el caminante no puede descubrir mientras no pise el remate del último escalón. Y cierto, una vez coronada la cima, se escapa de lo íntimo del alma un grito de asombro: allí está otro mundo; allí la naturaleza muestra con ostentación una de sus fases más sublimes: es la inmensidad de un mar de vegetación prodigiosa bajo la azul inmensidad del cielo. A la izquierda y a lo lejos la cadena de los Andes semeja una onda de longitud infinita, suspensa un momento por la fuerza de dos vientos encontrados; al frente y a la derecha no hay más que la vaga e indecisa línea del horizonte entre los espacios celestes y la superficie de las selvas, en la que se mueve el espíritu de Dios como antes de los tiempos se movía sobre la superficie de las aguas. Algunas cordilleras de segundo y tercer orden, ramajes de la principal, y casi todas tendidas del Oeste al Este, no son sino breves eminencias, arrugas insignificantes que apenas interrumpen el nivel de ese grande Sahara de verdura. En los primeros términos se alcanza a distinguir millares de puntos de relieve como las motillas de una inconmensurable manta desdoblada a los pies del espectador: son las palmeras que han levantado las cabezas buscando las regiones del aire libre, cual si temiesen ahogarse en la espesura. Unos cuantos hilos de plata en eses prolongadas y desiguales, y, a veces, interrumpidas de trecho en trecho, brillan allá distantes: son los caudalosos ríos que descendiendo de los Andes se apresuran a llevar su tributo al Amazonas. Con frecuencia se ve la tempestad como alado y negro fantasma cerniéndose sobre la cordillera y despidiendo serpientes de fuego que se cruzan como una red, y cuyo tronido no alcanza a escucharse; otras veces los vientos del Levante se desencadenan furiosos y agitan las copas de aquellos millones de millones de árboles, formando interminable serie de olas de verdemar, esmeralda y tornasol, que en su acompasado y majestuoso movimiento producen una especie de mugidos, para cuya imitación no se hallan voces en los demás elementos de la naturaleza. Cuando luego inmoble y silencioso aquel excepcional desierto recibe los rayos del sol naciente, reverbera con luces apacibles, aunque vivas, a causa del abundante rocío que ha lavado las hojas. Cuando el astro del día se pone, el reverberar es candente, y hay puntos en que parece haberse dado a las selvas un baño de cobre derretido, o donde una ilusión óptica muestra llamas que se extienden trémulas por las masas de follaje sin abrasarlas. Cuando, en fin, se levanta la espesa niebla y lo envuelve todo en sus rizados pliegues, aquello es un verdadero caos en que la vista y el pensamiento se confunden, y el alma se siente oprimida por una tristeza indefinible y poderosa. Ese caos remeda los del pasado y el porvenir, entre los cuales puesto el hombre brilla un segundo cual leve chispa y desaparece para siempre; y el conocimiento de su pequeñez, impotencia y miseria es la causa principal del abatimiento que le sobrecoge a vista de aquella imagen que le hace tangible, por decirlo así, la verdad de su existencia momentánea y de su triste suerte en el mundo.

Desde las faldas orientales del Abitahua cambia el espectáculo: está el viajero bajo las olas del extraño y pasmoso golfo que hemos bosquejado; ha descendido de las regiones de la luz al imperio de las misteriosas sombras. Arriba, se dilataba el pensamiento a par de las miradas por la inmensidad de la superficie de las selvas y lo infinito del cielo; aquí abajo los troncos enormes, los más cubiertos de bosquecillos de parásitas, las ramas entrelazadas, las cortinas de floridas enredaderas que descienden desde la cima de los árboles, los flexibles bejucos que imitan los cables y jarcia de los navíos, le rodean a uno por todas partes, y a veces se cree preso en una dilatada red allí tendida por alguna ignota divinidad del desierto para dar caza al descuidado caminante. Sin embargo, ¡cosa singular!, esta aprensión que debía acongojar el espíritu, desaparece al sobrevenir, cual de seguro sobreviene, cierto sentimiento de libertad, independencia y grandeza, del que no hay ninguna idea en las ciudades y en medio de la vida y agitación de la sociedad civilizada. Por un fenómeno psicológico que no podemos explicar, sufre el alma encerrada en el dédalo de los bosques, impresiones totalmente diversas de las que experimenta al contemplarlos por encima, cuando parece que los espacios infinitos le convidan a volar por ellos como si fueran su elemento propio. Arriba una voz secreta le dice al hombre:

-¡Cuán chico, impotente e infeliz eres! Abajo otra voz, secreta asimismo y no menos persuasiva, le repite:

-Eres dueño de ti mismo y verdadero rey de la naturaleza: estás en tus dominios: haz de ti y de cuanto te rodea lo que quisieres. Excepto Dios y tu conciencia, aquí nadie te mira ni sojuzga tus actos.

Este sentir, este poderoso elemento moral que en el silencio de las desiertas selvas se apodera del ánimo del hombre, es parte sin duda para formar el carácter soberbio y dominante del salvaje, para quien la obediencia forzada es desconocida, la humillación un crimen digno de la última pena, la costumbre y la fuerza sus únicas leyes, y la venganza la primera de sus virtudes, y casi una necesidad.

En este laberinto de la vegetación más gigante de la tierra, en esta especie de regiones suboceánicas, donde por maravilla penetran los rayos del Sol, y donde sólo por las aberturas de los grandes ríos se alcanza a ver en largas fajas el azul del cielo, se hallan maravillosos dechados en que pudieran buscar su perfección las artes que constituyen el orgullo de los pueblos cultos: aquí está diversificado el pensamiento de la arquitectura, desde la severa majestad gótica hasta el airoso y fantástico estilo arábigo, y aun hay órdenes que todavía no han sido comprendidos ni tallados en mármol y granito por el ingenio humano: ¡qué columnatas tan soberbias!, ¡qué pórticos tan magníficos!, ¡qué artesonados tan estupendos! Y cuando la naturaleza está en calma; cuando plegadas las alas, duermen los vientos en sus lejanas cavernas, aquellos portentosos monumentos son retratados por una oculta y divina mano en el cristal de los ríos y lagunas para lección de la pintura. Aquí hay sonidos y melodías que encantarían a los Donizetti y los Mozart, y que a veces los desesperarían. Aquí hay flores que no soñó nunca el paganismo en sus Campos Elíseos, y fragancias desconocidas en la morada de los dioses. Aquí hay ese gratísimo no sé qué, inexplicable en todas las lenguas, perceptible para algunas almas tiernas, sensibles y egregias, y que, por lo mismo, se le llama con un nombre que nada expresa -poesía. Conocimiento y posesión de todas las bellezas y armonías de la naturaleza; iniciación en todas sus misteriosas maravillas; intuición de los divinos portentos que encierra el mundo moral, cualquiera cosa que sea aquello que el idioma humano llama poesía, aquí en las entrañas de estas selvas hijas de los siglos, se la siente más viva, más activa, más poderosa que entre el bullicio y caduco esplendor de la civilización.

Ni falta la melancólica majestad de las ruinas que en otros hemisferios llaman tanto la atención de los sabios. En Europa y Asia la maza y la tea de la guerra y el pesado rodar de los siglos han derribado las creaciones de las artes y la civilización antiguas: aquí sólo la naturaleza demuele sus propias obras: el huracán se ha cebado en esas arcadas; la tempestad ha despedazado aquel centenar de columnas; las abatidas copas de las palmeras son los capiteles de esos templos, palacios y termas de esmeralda y flores que yacen en fragmentos. Pero allá han desaparecido para siempre los artistas que levantaron los monumentos de piedra de Balbeck y de Palmira, en tanto que aquí está vivo el genio de la naturaleza que hizo las maravillas de las selvas, y las repite y multiplica todos los días: ¿no lo veis?, los escombros van desapareciendo bajo la sombra de otros suntuosos y magníficos edificios. La eterna y divina artista no demuele sus obras sino para mejorarlas, y para ello recibe nuevas fuerzas y poderosos elementos de la descomposición de las mismas ruinas que ha esparcido a sus pies.

Sin entrar en cuenta el Putumayo, desde cuyas orillas meridionales comienza el territorio ecuatoriano en las regiones del Oriente, bañan éstas y desembocan en el Amazonas los caudalosos ríos Napo, Nanay, Tigre, Chambira, Pastaza, Morona, Santiago, Chinchipe, y otros que si son pequeños junto a aquellos, en verdad serían de notable consideración en Europa, Asia o África.

El Pastaza, cuyo descenso hemos seguido hasta el punto en que recibe las tumultuosas ondas del Topo, y de cuyas márgenes no nos alejaremos durante la historia que vamos a relatar, fue navegado por el sabio D. Pedro Vicente Maldonado y Sotomayor en 1741, quien delineó su curso y el del caprichoso y enredado Bobonaza. Pasado el Abitahua recibe por el Norte el tributo del Pindo, desde donde comienza a prestarse a la navegación, aunque no segura; luego le entran el Llucin por la derecha, y a pocas leguas el Palora, de aguas sulfurosas y amargas, y cuyos orígenes se hallan en una corta laguna de las inmediaciones del Sangay, sin duda uno de los volcanes más activos y terribles del mundo. Aquí las aguas del Pastaza, así como las del Palora, ya son bastante mansas y apacibles, y sólo se nota mayor movimiento en el Estrecho del Tayo que está a continuación y que lo forman rígidos peñascos alzados a uno y otro lado y casi paralelos. Libre ya de estos hercúleos brazos que le ajustaban, se explaya y lleva su imperial carrera primero de Poniente a Oriente y después de Noroeste a Sudeste hasta su triple desembocadura.

El Pastaza se dilata a veces por abiertas y risueñas playas, y otras está limitado en trayectos más o menos largos por peñascosas orillas que van desapareciendo a medida que avanza en la llanura, o por simples elevaciones del terreno. En muchos puntos se divide en dos brazos que vuelven a unirse ciñendo hermosas islas, las que son más frecuentes y extensas cuanto más el río se acerca a su término. En las orillas abundan hermosísimas palmas, de cuyo fruto gustan los saínos y otros animales bravíos, y el laurel que produce la excelente cera, y el fragante canelo que da nombre al territorio regado por el Bobonaza rico censatario también del Pastaza, y por el Curaray que da más abundante caudal al gigantesco Napo.

A no mucha distancia de las márgenes del río que nos ocupa, y casi siempre en comunicación con él, hay unas cuantas lagunas coronadas, asimismo, de palmeras que se encorvan en suave movimiento a mirarse en sus limpísimos cristales, y pobladas de aves de rara belleza, de dorados peces y de tortugas de regalada carne. Y ni en lagunas ni en islas faltan enormes caimanes y pintadas culebras, hallándose a veces el monstruo amarun, terror de esas soledades, y junto al cual la boa de África pierde su fama toda. El Rumachuna, pocas leguas antes de la confluencia del Pastaza con el Amazonas, es el más extenso y magnífico de esos espejos de la naturaleza tendidos en el desierto.

Lector, hemos procurado hacerte conocer, aunque harto imperfectamente, el teatro en que vamos a introducirte: déjate guiar y síguenos con paciencia. Pocas veces volveremos la vista a la sociedad civilizada; olvídate de ella si quieres que te interesen las esencias de la naturaleza y las costumbres de los errantes y salvajes hijos, de las selvas.

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