Gil
de Biedma, Jaime
Las personas del verbo
reúne la poesía completa de Jaime Gil de Biedma, una obra que ha contribuido a
modernizar la poesía de nuestro tiempo, entroncando la poesía de lengua
española con la tradición poética inglesa del monólogo dramático. De ahí, en
parte, su notable singularidad. Porque, como señaló hace tiempo Joan Ferraté,
en el que sigue siendo uno de los ensayos más lúcidos escritos sobre este poeta,
el tema en la poesía de Gil de Biedma no es, desde luego, «la simple sacudida
emotiva o la combinación de emociones a cuya expansión verbal se entregan
regularmente nuestros poetas, sino siempre un complejo de emoción y conciencia,
de visión y actitud, de vida vivida y juicio sobre la vida, complejo donde,
insisto, ambos polos opuestos guardan la misma distancia con relación al yo del
poeta, cuya experiencia privada se define en cada caso en términos de su
oposición específica». Recuperamos para la sobrecubierta de la presente edición
un grabado del escultor Xavier Corberó, que fue amigo del poeta. El grabado
forma parte de la serie Aproximidades, que se publicó, en 1967, junto con un
poema que Gil de Biedma luego incorporó, bajo el título de «Canción final»,
como cierre a la segunda edición de Las personas del verbo.
Shades of theprison-housebegin to close
UponthegrowingBoy,
But He beholdsthe light, and whenceifflows,
He seesit in hisjoy;
TheYouth, whodailyfartherfromtheeast
Musttravel, stillisNature’Priest,
And bythevisionsplendid
Isonhiswayattended;
At lengththeManperceivesit die away,
And fadeintothe light of commonday.
WORDSWORTH
AMISTAD A LO LARGO
Pasan lentos los días
y muchas veces
estuvimos solos.
Pero luego hay momentos
felices
para dejarse ser en
amistad.
MIRAD:
somos nosotros.
Un destino condujo
diestramente
las horas, y brotó la
compañía.
Llegaban noches. Al
amor de ellas
nosotros encendíamos
palabras,
las palabras que luego
abandonamos
para subir a más:
empezamos a ser los
compañeros
que se conocen
por encima de la voz o
de la seña.
Ahora sí. Pueden
alzarse
las gentiles palabras
—ésas que ya no dicen
cosas—,
flotar ligeramente
sobre el aire;
porque estamos nosotros
enzarzados
en mundo, sarmentosos
de historia acumulada,
y está la compañía que
formamos plena,
frondosa de presencias.
Detrás de cada uno
vela su casa, el campo,
la distancia.
Pero callad.
Quiero deciros algo.
Sólo quiero deciros que
estamos todos juntos.
A veces, al hablar,
alguno olvida
su brazo sobre el mío,
y yo aunque esté
callado doy las gracias,
porque hay paz en los
cuerpos y en nosotros.
Quiero deciros cómo
todos trajimos
nuestras vidas aquí,
para contarlas.
Largamente, los unos
con los otros
en el rincón hablamos,
tantos meses!
que nos sabemos bien, y
en el recuerdo
el júbilo es igual a la
tristeza.
Para nosotros el dolor
es tierno.
Ay el tiempo! Ya todo
se comprende.
LAS AFUERAS
I
La noche se afianza
sin respiro, lo mismo
que un esfuerzo.
Más despacio, sin brisa
benévola que en un instante
aviva
el dudoso cansancio,
precipita
la solución del sueño.
Desde luces iguales
un alto muro de
ventanas vela.
Carne a solas insomne,
cuerpos
como la mano cercenada
yacen,
se asoman, buscan el
amor del aire
—y la brasa que apuran
ilumina
ojos donde no duerme
la ansiedad, la
infinita esperanza con que aflige
la noche, cuando
vuelve.
II
Quién? Quién es el
dormido?
Si me callo, respira?
Alguien está presente
que duerme en las
afueras.
Las afueras son
grandes,
abrigadas, profundas.
Lo sé pero, no hay
quién
me sepa decir más?
Están casi a la mano
y anochece el camino
sin decirnos en dónde
querríamos dormir.
Pasa el viento. Le
llamo?
Si subiera al salón
familiar del octubre
el templado silencio
se aterraría.
Y quizá me asustara
yo también si él me
dice
irreparablemente
quién duerme en las
afueras.
III
Ciudad
ya tan lejana!
Lejana junto al mar:
tardes de puerto
y desamparo errante de
los muelles.
Se obstinarán
crecientes las mareas
por las horas de allá.
Y serán un rumor,
un pálpito que puja
endormeciéndose,
cuando asoman las luces
de la noche
sobre el mar.
Más, cada vez más honda
conmigo vas, ciudad,
como un amor hundido,
irreparable.
A veces ola y otra vez
silencio.
IV
Os acordáis. Los años
aurorales
como el tiempo tranquilos,
pura infancia
vagamente asistida por
el mundo.
La noche aún materna
protegía.
Veníamos del sueño, y
un calor,
un sabor como a noche
originaria
se demoraba sobre
nuestros labios,
humedeciendo,
suavizando el día.
Pero algo a veces nos
solicitaba.
El cuerpo, y el regreso
del verano,
la tarde misma,
demasiado vasta.
¿En qué mañana, os
acordáis, quisimos
asomarnos al pozo
peligroso
en el extremo del
jardín? Duraba
el agua quieta, igual
que una mirada
en cuyo fondo vimos
nuestra imagen.
Y un súbito silencio
recayó
sobre el mundo,
azorándonos.
V
De noche,
cuando desciendas.
Pero es inútil, nunca
he de volver a donde tú
nacías ya con forma de
recuerdo.
Quizá súbitamente crece
la sangre. Crece la
sangre
hasta mucho más lejos
que aquel brazo.
Nadie más que la mano
desarmada,
la tenue palma
y este dolor.
VI
Como la noche no
quiero que tú
desciendas,
no quiero cumplimiento
sino revelación.
Desciende hasta mis
ojos
veloz, como la lluvia.
Como el furioso rayo,
irrumpe restallando
mientras quedan las
cosas
bajo la luz inmóviles.
Que no quiero la dulce
caricia dilatada,
sino ese poderoso
abrazo en que romperme.
VII
Mirad la noche del
adolescente.
Atrás quedaron las
solicitudes
del día, su familia de
temores,
y la distancia pasa en
avenida
de memorias o tumbas
sin ciudad,
arrabales confusos
lentamente
apagados. La noche se
afianza
—hasta los cielos cada
vez, contigua
la sien late en el
centro.
Bajo espesura de rumor
la ausencia
se difunde y regresa
hacia los ojos
sin sueño abiertos,
sensitivos. Algo
que debe de ser brisa,
como un rastro
de frescura borrándose,
se exhala
desde el balcón por
donde entró la noche.
Sus sigilosos dedos de
tiniebla
rozan la piel
exasperada, buscan
las yemas retraídas de
los párpados.
Y la noche se llega
hasta los ojos,
inquiere las inmóviles
pupilas,
golpea en lo más tierno
que aún resiste
en el instante de
ceder, irrumpe
cuerpo adentro, la
noche, derramada,
y corre despertando
cavidades
retenidas, sustancias,
cauces secos,
lo mismo que un
torrente de mercurio,
y se disipa recorriendo
cuerpo.
Es ella misma cuerpo,
carne, párpado
adelgazado hasta el
dolor, latido
de mucha suerte
insomne,
forma sensible de la
ausencia —ciego
de noche absorta, gira
el pensamiento.
Y la rosa de rejalgar,
allí
donde fue la memoria,
se levanta,
cabeza de corrientes
hacia el sueño
total del otro lado de
la noche.
VIII
De pronto, mediodía.
Y se olvida el camino
que trajimos
y aquel, acaso anhelo.
Más allá de los
puentes,
alta, sobre la tierra
prometida,
la ciudad cegadora se
agrupaba
lo mismo que un cristal
innumerable.
Jardines levantados
sobre la brusca margen
de rompientes,
jardines intramuros
recogiéndose,
asomaban follajes hacia
el mar.
Allí, bajo los nobles
eucaliptos
—ya casi piel, de
tierna, la corteza—
descansa en paz el
extranjero muerto.
IX
¿Fue posible que yo no
te supiera
cerca de mí, perdido en
las miradas?
Los ojos me dolían de
esperar.
Pasaste.
Si apareciendo entonces
me hubieras revelado
el país verdadero en
que habitabas!
Pero pasaste
como un Dios destruido.
Sola, después, de lo
negro surgía
tu mirada.
FUENTE:
Published by Seix Barral, 2001