miércoles, 1 de febrero de 2023

Theodore Dreiser El Financiero Traducción: María José Martín Pinto. FRAGMENTO. NOVELA.

 

 




Theodore Dreiser

El Financiero

 

Traducción: María José Martín Pinto

 

   

 

 

 

 

 

 


El financiero relata la historia de Frank Cowperwood, un hombre nacido para el éxito en el mundo de los negocios de la floreciente sociedad americana de los años sesenta y setenta del siglo XIX. Su extremada ambición, el gusto por el lujo, las mujeres y el deseo de poder conducen al protagonista a una especulación despiadada, para lo que se apoya en banqueros, financieros y funcionarios, cuyo desfile a lo largo de la novela muestra un auténtico catálogo de los personajes que encarnaron la quimera del sueño americano. Un relato que, inspirado en el magnate estadounidense Charles Tyson Yerkes, promotor de la mayor parte de los sistemas de transporte público de Chicago y Londres, retrata con fidelidad el mundo de los negocios de entonces aunque también de ahora, pues en su crítica realista y cruda percibimos que, a pesar del tiempo pasado, muchas cosas apenas han cambiado. El financiero es la primera parte de la Trilogía del deseo, de la que forman parte El titán (1914) y El estoico (1947).

 


Theodore Dreiser (1871-1945) fue un novelista y periodista estadounidense cuya producción se adscribe al naturalismo literario. Su experiencia vital inspiró sus obras: de orígenes humildes, se procuró una educación autodidacta y, tras varios trabajos poco cualificados, consiguió escribir para varias publicaciones periódicas. Su primer libro, no exento de polémica, fue Nuestra hermana Carrie (1900), a la que seguiría su Trilogía del deseo: El financiero (1912), El titán (1914) y la póstuma El estoico (1947). Pero su gran éxito llegaría con Una tragedia americana (1926), cuya versión cinematográfica de 1951 (Un lugar en el sol) sería ganadora de dos Oscar de la Academia. De convicciones socialistas, Dreiser criticó el sueño americano y a la sociedad burguesa en sus obras y en numerosos artículos de opinión política, tarea a la que se entregó especialmente los últimos años de su vida. En 1930 fue nominado al Premio Nobel de Literatura.

 

 


 

INTRODUCCIÓN

 

THEODORE DREISER, UN HOMBRE ADELANTADO A SU TIEMPO

 

Theodore Dreiser nació en Terre Haute, en el estado de Indiana, el 27 de agosto de 1871, en el seno de una familia muy humilde. Fue el undécimo hijo de los trece que tuvo el matrimonio compuesto por Sarah Maria (Schänäb de soltera), procedente de una comunidad menonita de Dayton (Ohio), de orígenes alemanes, y John Paul Dreiser, un inmigrante alemán católico. La pobreza en la que vivía la familia empujó a Theodore a trabajar desde muy joven en los más variados oficios, si bien no abandonó su formación y, aunque nunca terminó la escuela secundaria, logró ingresar en la Universidad de Indiana, aunque sólo durante un curso (1889-1890). Su auténtica escuela definitivamente habría de ser la de la experiencia y la de la vida.

Efectivamente, su pericia con la escritura le permitió comenzar a trabajar como reportero para varios periódicos de Chicago: el Chicago Daily Globe, el St Louis Globe Democrat y el St Louis Republic. Posteriormente, abandonó Chicago y siguió ejerciendo como periodista en ciudades como Pittsburgh y Nueva York, entre otras. Su experiencia en el campo del periodismo sirvió a Theodore no sólo para entrenarse en la redacción literaria, sino también para conocer la realidad social que con tanto acierto plasmaría en sus obras, consagrándolo como el pionero del naturalismo americano. Ante él se abrió un mundo muy distinto del que su estrecha educación católica impuesta en el seno familiar le había mostrado. Igualmente, la lectura de autores como Charles Darwin, Herbert Spencer y Thomas Huxley, así como Thomas Hardy y Honoré de Balzac en el ámbito de la literatura, tuvieron un gran impacto en Dreiser.

Mientras desempeñaba su tarea como reportero del St Louis Republic, en 1893, conoció a Sara Osborne White, alias Jug, una maestra de Missouri, a la que acompañó junto con otras damas a la Exposición Universal de Chicago. En 1898 contraerían matrimonio, pero este no habría de durar mucho. Theodore y Sara no parecían compartir las mismas inquietudes y en 1909 se separaron, mas Sara nunca concedería el divorcio a su marido. Este mantendría a lo largo de su vida varias relaciones, si bien fue la que tuvo con su prima Helen Patges Richardson, la más estable. De hecho, Theodore y Helen contraerían matrimonio en 1944.

Fue en 1900, antes de su separación matrimonial, cuando Dreiser publicó su primera novela, Sister Carrie (Nuestra hermana Carrie), la cual causó un gran revuelo debido al tratamiento que el autor hacía de la sexualidad de la mujer y de las relaciones extramatrimoniales. Dreiser conocía muy bien, por la experiencia vital de su propia hermana Emma, lo que suponía para la mujer enfrentarse a determinadas situaciones en las que quedaba expuesta a la crítica y el rechazo social. Carrie, la joven que da título a la novela, es una muchacha que huye del campo y de la pobreza en busca de una vida mejor en la ciudad. Para los editores y la crítica americana resultaba intolerable que una mujer de «vida relajada» terminara triunfando y que la historia concluyera sin la moraleja adecuada. Sin embargo, la crítica sí fue favorable al otro lado del Atlántico y Europa reconoció la brillantez de la obra de Dreiser. América tardaría en admitir su error y retiró del mercado los ejemplares, lo que sumió al autor en una depresión que le llevó a abandonar la literatura durante unos años. Afortunadamente, pese a la censura, Nuestra hermana Carrie tendría finalmente el éxito que se merecía. En 1952 el director William Wyler la llevaría a la gran pantalla.

En 1911 Dreiser publicó su segunda novela, Jennie Gerhardt, que de nuevo tenía a una mujer que lucha por un futuro mejor como protagonista. Afortunadamente, en esta ocasión el apoyo recibido por Dreiser a su novela, pese a ser también censurada por cuestiones morales, propició que pudiera dedicarse en exclusiva a la literatura. Su producción desde entonces sería imparable. Tan sólo un año después, en 1912, saldría a la luz la primera obra de la «Trilogía del deseo» con The Financier (El financiero), a la que seguiría The Titan (El titán) en 1914. La tercera obra y última de esta trilogía se publicaría póstumamente, en 1947, con el título The Stoic (El estoico). En 1915 publicó el semiautobiográfico The Genius (El genio), que relata las vivencias de un pintor llamado Eugene Witla. La obra fue censurada por la Sociedad para la Supresión del Vicio de Nueva York, entre otros motivos por sus críticas a la burguesía americana.

Durante estos años también cultivó otros géneros como el teatro (Plays of the Natural and Supernatural [Comedias de lo natural y sobrenatural], 1916, y The Hand of the Potter [La mano del alfarero], 1919) y publicó once relatos cortos bajo el título Free and Other Stories (Libre y otras historias, 1918). Igualmente escribió obras de carácter autobiográfico como A Traveler at Forty (Un viajero a los cuarenta, 1913), A Hoosier Holiday (Una fiesta en Indiana, 1916) y A Book About Myself (Un libro sobre mí mismo, 1922), que sería reeditada con otro título años más tarde (Newspaper Days [Días de periodista]), en 1931, el mismo año que se publicara su también autobiográfica Dawn. También escribió un ensayo filosófico (Hey Rub-a-dub-dub: A Book of Essays and Philosophy [Hey Rub-a-dub-dub: un libro de ensayos y filosofía],1920) y un libro sobre la ciudad de Nueva York (The Color of a Great City [El color de una gran ciudad], 1923).

No obstante, su gran éxito vendría con An American Tragedy (Una tragedia americana, 1925), la que sería reconocida como su gran obra cumbre. En Una tragedia americana Dreiser relata la historia de un chico de orígenes humildes que sueña con alcanzar una vida mejor. Para lograrlo, mata a su novia, que está embarazada, y se casa con una mujer de buena posición. Inspirada también en un personaje real (la historia de Chester Gillete), Dreiser vuelve a incidir en temas como la ambición, la superación, la búsqueda de la felicidad y a retratar la sociedad americana y sus convencionalismos de manera magistral. La obra, aclamada por la crítica y considerada en la actualidad como una de las más importantes en lengua inglesa del siglo XX, fue llevada al teatro y al cine dos veces, primero en 1931, versión que sería criticada por el mismo autor, y en 1951, esta segunda vez con un título diferente al de la novela: A Place in the Sun (Un lugar en el sol) y con más éxito de crítica. Recibió dos premios Oscar: a la mejor dirección y al mejor guion.

Theodore Dreiser se convirtió en un autor de éxito y a partir de entonces se dedicó con más empeño que antes a denunciar en sus obras la desigualdad, la discriminación y la pobreza. Sus escritos respondían a su activismo en campañas como la huelga de mineros en Pineville y Harlan, o la denuncia del linchamiento de Frank Little, líder de la IWW (Industrial Workers of the World). Ideológicamente afín al socialismo, Dreiser escribió una visión favorable sobre la Unión Soviética, que había visitado en 1927, en Dreiser Looks at Russia (Dreiser mira a Rusia, 1928), y denunció el capitalismo feroz, la censura y la falta de libertad en obras como Tragic America (América trágica, 1932) y America Is Worth Saving (América merece salvarse, 1941). Asimismo, publicó varios relatos cortos en Chains (Cadenas, 1927) y los dos volúmenes de A Gallery of Women (Galería de mujeres, 1929), retratos de quince mujeres de diversa condición social que él había conocido. Ya en 1919 había escrito un libro semejante, Twelve Men (Doce hombres), dedicado como indica su título a doce hombres, entre ellos a su hermano Paul, que llegó a ser un reconocido músico. Igualmente, se atrevió con la poesía en Moods [Talantes] y Cadenced and Declaimed [Rimado y recitado], ambos publicados en 1935. En 1929 escribió otro retrato de la ciudad de Nueva York: My City (Mi ciudad).

En 1930 Dreiser fue nominado para el Premio Nobel de Literatura, pero este fue concedido al también escritor americano Sinclair Lewis. Sus últimas novelas, The Bulwark (El baluarte, 1946) y The Stoic (El estoico, 1947), fueron publicadas póstumamente, pues murió el 28 de diciembre de 1945 en Hollywood (California) a la edad de setenta y cuatro años.

EL INICIO DE LA TRILOGÍA DEL DESEO: EL FINANCIERO

 

Una historia sobre el mundo de los negocios

 

En 1912 Dreiser publicó el primer libro de lo que constituiría su conocida como «Trilogía del deseo»: El financiero. Con esta obra iniciaba el relato de un hombre hecho a sí mismo, Frank Algernon Cowperwood, quien desde su infancia se había mostrado como un chico despierto y hábil para los negocios: su primer gran éxito empresarial había consistido en la compraventa de jabón de Castilla, siendo tan sólo un muchacho de trece años… Este no fue más que el inicio de una serie de beneficiosas inversiones que convertirían al señor Cowperwood en un reconocido hombre de negocios de la ciudad de Filadelfia.

El protagonista está inspirado en el magnate estadounidense Charles Tyson Yerkes, responsable del desarrollo del transporte de Chicago y Londres. Como el personaje de la vida real, Cowperwood centra sus negocios en la construcción de las líneas de tranvía que atravesarían la ciudad americana a finales del siglo XIX, y sus ganancias no dejan de crecer exponencialmente gracias a ello, así como paralelamente lo hacen su riqueza, su influencia social y sus amistades. La clave de su éxito es confiar en uno mismo, porque su principio vital es que uno depende de sí para prosperar y triunfar, pues la vida, en términos darwinistas, es una lucha entre los individuos por la supervivencia.

Efectivamente, Cowperwood consigue ser un hombre afortunado en todos los sentidos, incluido en el amor. Logra casarse con una hermosa mujer, mayor que él y viuda de un pequeño empresario, Lillian Semple Cowperwood, con la que forma una familia modélica y que le dará dos preciosos hijos. Vive en una bonita casa que enriquece con obras de arte y las últimas tendencias en mobiliario y decoración. Tiene amistades y conocidos con influencias por doquier… Pero el mundo de los negocios no entiende de fama, fortuna y amistad cuando las cosas se tuercen. La economía americana está en manos de banqueros y hombres de negocios sin escrúpulos que no dudan en especular en su beneficio a costa de hundir a los más pobres, incluso si es la nación entera. Son esos hombres que se aprovechan de la guerra civil que enfrenta a los estados del Norte y del Sur para medrar en sus negocios o que conducen al país a pánicos financieros como los vividos en 1893 y 1907 y sus consiguientes depresiones. Aquellos que manipulan las altas esferas políticas para conseguir sacar adelante sus planes empresariales; unas altas esferas que a su vez se benefician de los hombres de negocios con sus inyecciones de dinero. La novela se convierte así en un retrato fiel, semiperiodístico, del mundo empresarial y de los negocios de finales del siglo XIX y principios del XX, que se une a los que sobre este tema se escribieron en esta época e incluso con anterioridad. El peso político, económico y social de los hombres de negocios era tan fuerte que la sociedad americana comenzaba a denunciar y movilizarse por el cambio de los parámetros que movían la economía, también en Europa. Y los periodistas, como Dreiser, tuvieron mucho que ver en ello. En El financiero realidad y ficción se mezclan constantemente y los personajes verídicos desfilan entre los imaginarios de manera que el lector puede sumergirse en una historia que bien podría haber sucedido fielmente.

Cowperwood logra convertirse en uno de esos hombres sin escrúpulos, pero Dreiser logra que el lector entienda al personaje e incluso le respete y le compadezca en los momentos en que cae en desgracia… o en todo caso, logra que no se le desprecie como se llega a despreciar al resto. Porque Frank Cowperwood termina siendo también víctima del mundo financiero y porque encarna igualmente el rechazo a los convencionalismos morales de la burguesía americana. Efectivamente, en el caso de Cowperwood, al desastre financiero se une su relación extramatrimonial con Aileen Butler, la hija de Edward Malia Butler, un contratista de Filadelfia del cual Frank es durante un tiempo asesor. Cuando Butler descubre, a través de una carta anónima, que su hija es la amante de Frank, urde un plan para arruinar a este y enviarle a la cárcel, aprovechando el caos financiero que causa el gran incendio de Chicago de 1871. Y no le faltan amigos en las altas esferas políticas para conseguirlo.

En ocasiones podríamos pensar que la benevolencia de Dreiser hacia el protagonista podría interpretarse como una alabanza del capitalismo que tanto combatió en su vida real en defensa del socialismo, pero Cowperwood es quien permite perfilar a la perfección al tipo de hombre que la obra pretende denunciar. Es el claro prototipo del tipo que amenaza económica y socialmente al país y contra cuyas prácticas se debe establecer una legislación urgentemente. Y a la vez, Cowperwood (un hombre inteligente, con encanto y con una moralidad más progresista) desafía a los hombres de negocios de la época, a su moral hipócrita y a la exhibición obscena de sus excesos renaciendo de sus cenizas y recuperando, tras el pánico de 1873, de nuevo su riqueza.

Esa crítica a la falta de moral y de escrúpulos del mundo de las finanzas hace de El financiero una obra intemporal, cuya historia y personajes no resultarán ajenos al lector de hoy. Cuando el lector actual lea la novela, se percatará de que las causas de la crisis económica iniciada en 2008, que todavía lastra a tantos países de todo el mundo, no se alejan mucho de las que motivaron los colapsos financieros de finales del siglo XIX y primera mitad del XX. Y la sensación que le dejará es que a los personajes que movían los hilos de la economía de aquella época no los ha barrido el tiempo y siguen decidiendo, cual moiras, el destino del hombre.

El efecto «Cowperwood»

 

Como mencionamos líneas antes, para el personaje protagonista, Dreiser se inspiró en el magnate filadelfio Charles Tyson Yerkes (1837-1905), quien alcanzó su gran fortuna gracias a sus ilícitas inversiones y especulaciones en el negocio del tranvía de la ciudad de Chicago. Sin embargo, la personalidad de Yerkes –que integraría el grupo de los conocidos como «barones ladrones» junto con financieros como J. P. Morgan, Andrew Carnegie, Jay Gould o John D. Rockefeller entre otros– parece estar lejos de la de Frank A. Cowperwood. Efectivamente, Dreiser no permite, al menos por el momento, que su personaje traspase los límites que puedan provocar en el lector una animadversión a su persona y/o actos. Cowperwood se presenta como un hombre perfecto hasta cuando se equivoca, y el efecto positivo que causa su personalidad sobre todos aquellos que le rodean es evidente en todo momento; incluso los que más tarde se convertirán en sus enemigos no pueden dejar de reconocer su encanto y carisma. De ahí que todos los personajes que desfilan por la novela se contraponen a Cowperwood, o se amoldan a él, irremediablemente, para brillar o para oscurecerse en una historia donde el hilo conductor no es otro que el ascenso y la lucha por mantenerse en lo más alto de un hombre singular.

Que Frank Cowperwood es especial es evidente desde su infancia, cualidad que no es heredada sino que surge como un brillante en bruto en una familia media acomodada muy convencional. Henry Worthington Cowperwood, el padre del financiero, es el ejemplo perfecto de hombre íntegro: pulcro, comedido, trabajador y cumplidor, pero falto, sin embargo, de la seguridad de su hijo: «Carecía en gran medida de las dos cosas necesarias para distinguirse en cualquier campo: magnetismo y visión». Es por ello que el éxito en la vida de Henry Cowperwood sólo es posible si su hijo se lo puede procurar; igual que el fracaso viene determinado por el de Cowperwood hijo. Y lo mismo le ocurre a la esposa del protagonista, Lillian Semple, quien es excepcional hasta que deja de serlo a ojos de su marido.

Hermosa, paciente y serena, Lillian alimenta durante un tiempo el ego de Cowperwood y su apetito sexual pese a que «no era brillante ni activa»; simplemente, «merecía la pena, porque mirarla era muy agradable y creaba una estampa dondequiera que se parara de pie o sentada». Como una figurita de porcelana… Una descripción reveladora del egocentrismo de Cowperwood, quien se dará cuenta con el tiempo de que no quiere a Lillian porque no está hecha para él, puesto que la mujer a «su medida» todavía está por llegar; «el destino se la entregaría con total seguridad».

Aileen, sin embargo, vuelve a despertar la pasión de Cowperwood. Rebosante de vitalidad, ella es una mujer provocativa, incluso viril, pero, sobre todo, un apoyo incondicional para «su Frank»; una mujer perfecta para Cowperwood, pues ella no siente «el más mínimo temor espiritual». Aileen es, en ese sentido, una mujer valiente y adelantada a su tiempo, y Frank, que rechaza el puritanismo de la sociedad americana de corazón, no por conveniencia, se ve favorecido por esa actitud abierta y complaciente de la que ha sido capaz de volver a despertar su pasión.

Pero Cowperwood no engaña nunca al lector, su lema es que sólo cree en él mismo y nada más que en él; es pura confianza en sus capacidades. Le es posible mantener su mente fría ante la adversidad porque sabe que siempre hallará una solución, y eso es lo que le diferencia de la mayor parte de los hombres de negocios, principalmente de Stener, el más oscuro y despreciable de todos los que asoman por la novela por su ignorancia y su cobardía, «uno de esos hombres, de los que hay tantos miles en cualquier comunidad grande, sin amplitud de visión, sin perspicacia, sin destreza y sin habilidad en nada». Su debilidad, que le convierte en un hombre manejable, es la clave de la prosperidad pero también del fracaso de Cowperwood; no obstante, la gran diferencia es que este logra renacer de sus cenizas, cosa que Stener jamás podrá hacer sin ayuda de otros. Esos otros que también han contribuido al enriquecimiento del protagonista y a su desgracia. Edward Malia Butler, un hombre hecho a sí mismo, es la fuerza, la persuasión y la inteligencia para los negocios, mas limitado por un sentimiento: el del amor a su hija. Prueba de que los sentimientos y las pasiones no llevan a feliz término ningún negocio. Y junto a él, Mollenhauer y Simpson, que manejan sin escrúpulos la política de la ciudad, pero sobre todo el tesoro de esta, para su beneficio. Fríos y calculadores, estos magnates no conocen amigos cuando hay un negocio entre manos. Son los «barones ladrones» de la novela que emulan a los que en los Estados Unidos del siglo XIX saqueaban las arcas públicas.

No querríamos que lo hasta aquí dicho de Cowperwood pudiese haber despertado el recelo del lector hacia el personaje. Es curioso que Cowperwood, pese a compartir muchos puntos de vista con esos magnates sin escrúpulos, siga siendo a lo largo de la historia un hombre de principios que podrá hacer creer al lector, pese a contar con todos los datos, en su candidez e inocencia. Cowperwood es un hombre seguro de sí mismo porque puede serlo, porque se ha demostrado día a día que es capaz de conseguir lo que se propone. Y aunque es egoísta, frío y calculador, también ama apasionadamente y es capaz de renunciar a muchas cosas por aquello que cree. Y también defiende la libertad y reprueba la hipocresía y el puritanismo de la clase alta norteamerican... Al final, Cowperwood también embaucará al lector con su efecto, porque a todos nos gusta compartir nuestro tiempo con quien queremos, disfrutar del dinero y de la buena vida.

 


CRONOLOGÍA

 

1871

 

Nace Theodore Herman Albert Dreiser en Terre Haute, Indiana, el duodécimo hijo de un inmigrante germano, John Dreiser.

 

1889

 

Tras su graduación en un colegio de Warsaw, Indiana, asiste a la Universidad de Indiana durante un año.

 

1892

 

Comienza a trabajar como reportero del Chicago Daily Globe y como enviado especial en Saint Louis para el St. Louis Globe Democrat.

 

1893

 

Trabaja durante un año para el St. Louis Republic.

 

1898

 

Se casa con Sara Osborne.

 

1900

 

Publica su primera novela Nuestra hermana Carrie [Sister Carrie].

 

1901

 

En respuesta a un linchamiento del que fue testigo, publica en Ainslee’s Magazine el relato «Niger Jeff».

 

1906

 

Trabaja durante un año como redactor jefe de la revista femenina Broadway Magazine.

 

1907

 

Trabaja durante un año como editor de la revista Butterick Publications.

 

1909

 

Se separa de su esposa Sarah debido a su relación con Thelma Cudlipp, hija de un compañero de trabajo.

 

1911

 

Publica su segunda novela, Jenny Gerhardt.

 

1912

 

Publica la primera novela de su Trilogía del deseo: El financiero [The Financial].

 

1913

 

Publica su ensayo A Traveler Forty. Inicia una relación con la pintora y actriz Kyra Markham.

 

1914

 

Publica la segunda novela de su Trilogía del deseo: The Titan [El titán].

 

1915

 

Publica El genio.

 

1916

 

Publica su primera obra teatral, Plays of the Natural and Supernatural, y su ensayo A Hoosier Holiday.

 

1918

 

Publica The Hand of the Potter [La mano del alfarero], y otros relatos cortos con el título de Free and Other Stories.

 

1919

 

Publica su ensayo Twelve Men. Inicia una relación con su prima Helen Patges Richardson.

 

1920

 

Publica el ensayo Hey Rub-a-Dub-Dub: A Book of the Mystery and Wonder and Terror of Life.

 

1922

 

Publica el ensayo A Book About Myself; reeditado posteriormente en Newspaper Days.

 

1923

 

Publica el ensayo The Color of a Great City.

 

1925

 

Publica la novela considerada como su gran obra maestra: Una tragedia americana.

 

1926

 

Publica el ensayo MOODS Cadenced and Declaimed, con una tirada única y numerada de 550 ejemplares autografiados.

 

1927

 

Publica una colección de relatos cortos con el título de Chains: Lesser Novels and Stories.

 

1928

 

Publica su ensayo Dreiser Looks at Russia, resultado de su viaje a la Unión Soviética.

 

1929

 

Publica una colección de relatos cortos con el título de Una galería de mujeres y el ensayo My City. Su poema «The Aspirant» es publicado en The Poetry Quartos, una colección de poemas reunidos por Paul Johnston.

 

1930

 

Dreiser es nominado al Premio Nobel de Literatura.

 

1931

 

Se estrena en el cine Una tragedia americana. Asume la dirección del Comité Nacional para la Defensa de los Presos Políticos (NCDPP). Publica Tragic America, una crítica al capitalismo americano, y Dawn.

 

1941

 

Publica America Is Worth Saving, en la misma línea de crítica al capitalismo.

 

1944

 

Se casa con Helen Patges Richardson.

 

1945

 

Se une al Partido Comunista en el mes de agosto. Muere en Hollywood, Los Ángeles, el 28 de diciembre.

 

1946

 

Se publica póstumamente The Bulwark.

 

1947

 

Se publica postumamente la tercera y última novela de su Trilogía del deseo: The Stoic [El estoico].

 

 

 

EL FINANCIERO

CAPÍTULO I

 

La Filadelfia en la que nació Frank Algernon Cowperwood era una ciudad de doscientos cincuenta mil habitantes o más. Disfrutaba de hermosos parques, edificios notables y estaba llena de recuerdos históricos. Muchas de las cosas que nosotros y él conocimos más tarde no existían entonces –el telégrafo, el teléfono, el tren expreso, el barco de vapor transoceánico y el reparto del correo en la ciudad–. No existían los sellos de correos ni las cartas certificadas. El tranvía eléctrico no había llegado; en su lugar, había multitud de tranvías tirados por caballos, y para los viajes más largos, se contaba con el ferrocarril, que lentamente se iba desarrollando y aún estaba conectado en gran medida mediante canales.

El padre de Cowperwood trabajaba como empleado en un banco cuando Frank nació, pero diez años después, cuando el chico empezaba a fijarse en el mundo con mirada vigorosa y sensata, el señor Henry Worthington Cowperwood se convirtió en el heredero del puesto de cajero que había quedado libre como consecuencia de la muerte del presidente del banco y del ascenso consiguiente de los otros directivos, con el salario, munificente para él, de tres mil quinientos dólares al año. Enseguida decidió, tal como comunicó gozosamente a su esposa, llevarse a su familia del número 21 de Buttonwood Street al 124 de New Market Street, a un barrio mucho mejor, donde había una bonita casa de ladrillo de tres plantas de altura en oposición a su domicilio actual en una casa de dos plantas. Existía incluso la posibilidad de que algún día llegaran a tener algo todavía mejor, pero por el momento, esto era suficiente. Estaba extremadamente agradecido.

Henry Worthington Cowperwood era un hombre que sólo creía en lo que veía y que se sentía satisfecho de ser lo que era: un banquero, o un potencial banquero. En esta época era una figura notable –alto, delgado, inquisitivo, con aspecto de erudito− de bonitas patillas suaves y bien recortadas que le llegaban hasta más abajo de los lóbulos de las orejas. Tenía el labio superior delicado y curiosamente largo, la nariz larga y recta, y un mentón que tendía a ser puntiagudo. Las cejas eran pobladas y acentuaban unos ojos desvaídos de un verde grisáceo, y el pelo era corto y liso, y lo llevaba con la raya bien hecha. Siempre vestía con levita –era lo habitual en los círculos financieros de aquellos días− y sombrero de copa. Y llevaba las manos y las uñas inmaculadamente limpias. Su actitud podría haberse denominado como severa, aunque en realidad era más cultivada que austera.

Al tener la ambición de prosperar social y económicamente, ponía mucho cuidado en con quién y de quién hablaba. Tenía el mismo temor a expresar una opinión política o social excesiva o impopular que a ser visto con algún personaje de mala fama, aunque en realidad, no tenía ninguna opinión de gran importancia política que expresar. No era ni pro ni antiesclavista, aunque el ambiente era tormentoso entre las opiniones a favor de la abolición y los que se oponían a ella. Creía sinceramente que con los ferrocarriles se harían grandes fortunas, siempre y cuando se tuviera el capital y esa cosa curiosa que era el magnetismo personal; la capacidad de ganarse la confianza de otros. Estaba seguro de que Andrew Jackson estaba totalmente equivocado al oponerse a Nicholas Biddle y al Banco de los Estados Unidos[1], una de las grandes cuestiones del momento; y le preocupaba, y con razón, la tormenta perfecta de dinero emitido por los bancos estatales que flotaba por allí y que llegaba a su banco constantemente –desvalorizado, por supuesto, y que volvía a entregarse a prestatarios ávidos a cambio de un beneficio–. Su banco era el Third National de Filadelfia[2], y estaba ubicado en lo que era sin duda el centro de Filadelfia, y en aquel momento, prácticamente de todas las finanzas nacionales –Third Street− y sus propietarios dirigían una correduría financiera como negocio suplementario. En aquellos días había una auténtica plaga de bancos estatales, grandes y pequeños, que emitían billetes prácticamente sin regulación alguna basándose en activos peligrosos y desconocidos, que quebraban y suspendían operaciones con extraordinaria rapidez. Tener conocimientos de todo esto suponía un requisito importante del puesto del señor Cowperwood. Como resultado, se había convertido en el alma de la cautela. Desgraciadamente para él, carecía en gran medida de las dos cosas necesarias para distinguirse en cualquier campo: magnetismo y visión. No estaba destinado a ser un gran financiero, aunque sí parecía haber sido designado para ser moderadamente próspero.

La señora Cowperwood era de temperamento religioso; era una mujer pequeña con el pelo castaño claro y los ojos marrones, que había sido muy atractiva en su día, pero que se había vuelto puritana y poco sentimental, predispuesta a tomarse muy en serio el cuidado maternal de sus tres hijos y de su hija. Los primeros, capitaneados por Frank, el mayor, eran una fuente de considerables disgustos para ella, porque hacían continuas expediciones a distintas partes de la ciudad, mezclándose con chicos malos, probablemente, y viendo y oyendo cosas que no deberían ver ni oír.

Frank Cowperwood era, ya a los diez años, un líder nato. Tanto en el colegio al que asistió como en la escuela secundaria, se le consideraba como alguien en cuyo sentido común se podía confiar incuestionablemente en todo momento. Era un joven robusto, valiente y desafiante. Desde el comienzo mismo de su vida, quiso saber de economía y política. Los libros no le interesaban nada. Era un chico limpio, espigado, bien proporcionado, de cara pulcra y radiante, de rasgos perfilados y afilados, con grandes ojos grises, frente ancha y el pelo castaño oscuro corto e hirsuto. Era de actitud incisiva, rápida e independiente y hacía preguntas constantemente con el deseo voraz de hallar una respuesta inteligente. Nunca tenía dolores ni molestias, comía con deleite y controlaba a sus hermanos con mano de hierro. «¡Vamos, Joe!», «¡Date prisa, Ed!». No daba las órdenes de manera brusca, pero sí con mucha seguridad, y Joe y Ed las acataban. Desde el principio, admiraron a Frank y lo consideraron el jefe, y escuchaban con avidez cualquier cosa que él tuviera que decir.

Estaba siempre reflexionando, reflexionando –fascinado por la información, fuera de la naturaleza que fuera− porque no era capaz de entender cómo estaba organizado este lugar al que había llegado, esta vida. ¿Cómo habían llegado al mundo todas estas personas? ¿Qué estaban haciendo aquí? ¿Y quién empezó todo esto? Su madre le contó la historia de Adán y Eva, pero no la creyó. Había un mercado de pescado no muy lejos de su casa y allí, de camino a ver a su padre en el banco, o guiando a sus hermanos en sus expediciones de después del colegio, le gustaba echar un vistazo a cierto tanque que había delante de uno de los puestos donde se guardaban los ejemplares raros de animales marinos que traían los pescadores de la bahía de Delaware[3]. Una vez vio un caballito de mar –un extraño animalito marino que se parecía un poco a un caballo− y otra vez vio una anguila eléctrica que el descubrimiento de Benjamín Franklin[4] ya había explicado. Una vez vio que metían un calamar y una langosta en el tanque, y en relación con ellos fue testigo de una tragedia que lo acompañó toda su vida y que le aclaró las cosas considerablemente a nivel intelectual. A la langosta, según parecía de lo que comentaban los curiosos desocupados, no le dieron comida, ya que se consideraba que el calamar era su presa legítima. Estaba en el fondo del tanque de vidrio transparente sobre la arena amarilla, sin ver nada aparentemente –no se sabía hacia dónde miraban aquellos ojos redondos parecidos a pequeños botones negros− pero, aparentemente, no se separaban del cuerpo del calamar. Este último, pálido y de textura cerosa, muy parecido a la grasa de cerdo o al jade, se movía como un torpedo, pero sus movimientos aparentemente no escapaban nunca a los ojos de su enemiga, porque su cuerpo empezó a desaparecer gradualmente en pequeñas porciones arrancadas por las pinzas implacables de su perseguidora. La langosta saltaba como una catapulta hasta donde estuviera el calamar, que parecía estar soñando de manera despreocupada, y el calamar, muy alerta, se alejaba como una flecha, soltando al mismo tiempo una nube de tinta tras la que desaparecía. Pero no siempre tenía éxito. Con frecuencia, quedaban en las pinzas de la langosta pequeñas porciones de su cuerpo o de su cola. Fascinado por el drama, el joven Cowperwood venía diariamente a observar.

Una mañana estaba delante del tanque con la nariz casi pegada contra el cristal; sólo quedaba una pequeña parte del calamar y su saco de tinta estaba más vacío que nunca. En una esquina del tanque estaba la langosta, al parecer preparada para la acción.

El chico se quedó todo el tiempo que pudo: lo fascinaba aquella encarnizada lucha. Ahora, quizá al cabo de una hora o de un día, el calamar podría morir, aniquilado por la langosta, y la langosta se lo comería. Volvió a mirar a la máquina de destrucción de color verde cobrizo de la esquina y se preguntó cuándo ocurriría. Esta noche, quizá. Volvería por la noche.

Regresó aquella noche, y ¡ved!, lo que se esperaba había ocurrido. Había una pequeña multitud alrededor del tanque. La langosta estaba en la esquina, y ante ella se encontraba el calamar partido en dos y parcialmente devorado.

—Al final lo pilló –observó un curioso−. Yo estaba aquí hace una hora, dio un salto y lo agarró. El calamar estaba demasiado cansado. No fue lo suficientemente rápido. Retrocedió, pero la langosta ya había calculado que haría eso; llevaba ya mucho tiempo observando sus movimientos. Lo ha pillado hoy.

Frank se limitó a mirar fijamente. Qué lástima que se lo hubiera perdido. Sintió una pizca de pena por el calamar al verlo muerto. Después dirigió la mirada hacia la vencedora.

—Así es como tiene que ser, supongo –comentó para sí−. El calamar no fue lo suficientemente rápido –concluyó.

»El calamar no podía matar a la langosta; no tenía armas. La langosta sí podía matar al calamar; tenía unas armas muy poderosas. El calamar no tenía nada con lo que alimentarse, y la langosta tenía como presa al calamar. ¿Cuál podía ser el resultado? ¿De qué otra manera habría podido ser? No tenía nada que hacer –concluyó finalmente, mientras trotaba hacia su casa.

El incidente le causó una gran impresión. Respondía a grandes rasgos al enigma que lo había estado incordiando tanto en el pasado: «¿Cómo está organizada la vida?». Las cosas se alimentaban unas de otras para vivir, esa era la respuesta. Las langostas se alimentaban de los calamares y de otras cosas. ¿Y qué se alimentaba de las langostas? ¡Los hombres, por supuesto! ¡Desde luego que era así! ¿Qué se alimentaba de los hombres?, se preguntó. ¿Otros hombres? Los animales salvajes se alimentaban de los hombres. Y había indios y caníbales. Y algunos hombres morían como consecuencia de tormentas o accidentes. No tenía muy claro lo de que los hombres se alimentaran de otros hombres, pero los hombres sí que mataban a otros hombres. ¿Qué decir de las guerras, las peleas callejeras y las turbas? Una vez vio cómo una turba asaltaba el edificio del Public Ledger[5] cuando volvía del colegio. Su padre le había explicado el porqué. Fue por los esclavos. ¡Eso era! Desde luego que los hombres vivían de otros hombres. Mira los esclavos. Son hombres. Por eso hay tanta excitación estos días. Los hombres matan a otros hombres, a los negros.

Se fue a casa muy satisfecho consigo mismo por haber hallado la solución.

—¡Madre! –exclamó al entrar en la casa−, ¡por fin lo ha pillado!

—¿Ha pillado a quién? ¿Qué ha pillado a qué? –preguntó extrañada−. Ve a lavarte las manos.

—Pues la langosta esa de la que os estuve hablando a ti y a papá el otro día, que ha cogido al calamar.

—¡Qué lástima! ¿Qué te hace interesarte en esas cosas? Corre a lavarte las manos.

—No se ven cosas así a menudo. Yo nunca lo había visto antes. –Salió al patio trasero, donde había un grifo y una columna con una mesita encima, y sobre ella, un cacharro brillante de estaño y un cubo de agua. Aquí se lavó las manos y la cara.

—Papá –le dijo a su padre más tarde−, ¿te acuerdas del calamar?

—Sí.

—Pues está muerto. La langosta lo cogió.

Su padre continuó leyendo.

—Qué mala suerte –dijo con indiferencia.

Pero durante días y semanas Frank estuvo pensando en esto y en la vida a la que se había visto arrojado, porque ya andaba reflexionando sobre lo que sería en este mundo y en cómo iba a salir adelante. De ver a su padre contar dinero, estaba seguro de que le gustaría la banca, y Third Street, donde estaba la oficina de su padre, le parecía la calle más limpia y más fascinante del mundo.

[1] Andrew Jackson (1767-1845) fue el séptimo presidente de los Estados Unidos (1829-1837). Nicholas Biddle (1786-1844) fue el tercer y último presidente del Segundo Banco de los Estados Unidos, localizado en Filadelfia. El Banco de los Estados Unidos, conocido como el First National Bank (Primer Banco Nacional), tenía su sede en Filadelfia, que fue la capital provisional de la nación hasta 1799, y funcionó como el banco central del país desde 1791 hasta 1816, cuando fue sucedido por el Second Bank of the United States (Segundo Banco).

[2] El Third National Bank de Filadelfia no existió hasta la firma de las National Banking Acts de 1863 y 1864, las leyes que regularon el establecimiento del sistema de bancos nacionales en Estados Unidos.

[3] La bahía de Delaware es una ensenada situada en el océano Atlántico, entre los estados de Nueva Jersey y Delaware.

[4] Benjamin Franklin (1706-1790), uno de los padres fundadores de Estados Unidos, además de reconocido inventor y científico, residió Fildelfia, ciudad en la que murió.

[5] Diario de Filadelfia publicado entre 1836 y 1942.

FUENTE:

  • Editorial ‏ : ‎ Ediciones Akal; 1er edición (22 Febrero 2017)
  • Idioma ‏ : ‎ Español
  • Tapa blanda ‏ : ‎ 608 páginas
  • ISBN-10 ‏ : ‎ 844604370X
  • ISBN-13 ‏ : ‎ 978-8446043706
  • Peso del Artículo ‏ : ‎ 2.2 pounds
  • Dimensiones ‏ : ‎ 5.51 x 1.18 x 8.66 pulgadas

martes, 31 de enero de 2023

J. P. Donleavy El hombre de mazapán . FRAGMENTO. NOVELA.

 

    

 Lírica y obscena, conmovedora y tremendamente divertida, El hombre de mazapán es un obra escrita con el virtuosismo de un Joyce, la potencia expresiva de un Henry Miller y el desenfado de un Rabelais. Esta crónica de una lucha contra la castidad, la fidelidad, la sobriedad y el honor, denostada en su momento por su irreverencia y su obscenidad, se ha convertido en un clásico y ha pasado a formar parte de la lista de «Las mejores 100 novelas del siglo XX» elaborada por la Modern Library.

 En el personaje de Sebastián Dangerfield, alias Hombre de mazapán, Donleavy ha sabido crear un tipo inolvidable. Irresponsable, sucio, seductor, embaucador y pobre de solemnidad, este americanoirlandés extraviado en la vieja patria que se tambalea desde el pub a la casa de empeños, murmurando proposiciones libidinosas al oído de toda muchacha que se le pone a tiro, está empeñado en la búsqueda de la libertad, la riqueza y la fama que siente que le pertenecen.

 Y, aunque se burla del mundo y de sí mismo, es tan frágil como esos bizcochos con figura humana que se deshacen entre los dedos. El talento de Donleavy logra trastornar el universo moral haciendo que el lector se deslumbre ante este héroe, ante su encanto, su ingenio y su feroz apetito por gozar de cada minuto de la vida.

 


 


 

J. P. Donleavy

 

El hombre de mazapán

 

 

 

 


 Título original: The ginger man

 J. P. Donleavy, 1955

 Traducción: Aníbal Leal

 

 

 

 

 


 El traductor agradece al profesor John J. Scanlan, director general del St. Brendan’s College, la ayuda que permitió dilucidar misteriosos aspectos de la vida, la lengua y las costumbres de su patria, la vieja Irlanda.

 Gracias a su colaboración experta, el traductor no se extravió en los vericuetos y las callejuelas de Dublín, ni quedó varado —¡suprema indignidad!— en alguna de las tabernas que visitó acompañando a Sebastián Dangerfield.

 


1

 

 

 Brilla un extraño sol de primavera. Y los carros tirados por caballos retumban avanzando hacia el desembarcadero, al final de la calle Tara, y los chicos descalzos de rostro blanco gritan.

 Entra O’Keefe y se trepa a una banqueta. La mochila se le balancea sobre la espalda, y él mira a Sebastián Dangerfield.

 —Unas bañeras enormes. El primer baño en dos meses. Cada vez me parezco más a los irlandeses. Es como entrar en el subte, allá en Estados Unidos, uno pasa por un molinete.

 —¿Fuiste en primera o tercera clase, Kenneth?

 —En primera. Me rompí el culo lavándome la ropa interior y en esos condenados cuartos de Trinity no se secaba nada. Finalmente, envié mi toalla al lavadero. Allá en Harvard podía usar un cuarto de baño con azulejos y enfundarme en la ropa interior limpia.

 —¿Qué tomarás, Kenneth?

 —¿Quién paga?

 —Acabo de visitar a mi prestamista con una estufa eléctrica.

 —Entonces, págame una sidra. ¿Marion sabe que empeñaste la estufa?

 —No está en casa. Fue con Felicity a visitar a sus padres. En los páramos de Escocia. Creo que Balscaddoon estaba deprimiéndola. Rasguidos en el cielorraso y gemidos del entrepiso.

 —¿Cómo es el lugar? ¿No tienes miedo?

 —Ven conmigo. Puedes quedarte el fin de semana. No hay mucho de comer, pero compartiremos lo que sea.

 —Es decir, nada.

 —Yo no lo diría así.

 —Yo sí. Desde que llegué todo anda mal, y esos tipos de Trinity creen que me sobra el dinero. Piensan que la Ayuda a los Veteranos significa que cago dólares o tengo una diarrea de monedas. ¿Recibiste el cheque?

 —Iré a ver el lunes.

 —Si el mío no llega, reviento. Y tú cargas con una esposa y una hija. Puf. Pero por lo menos te sacas el gusto. En cambio, yo… absolutamente nada. ¿Hay mujeres abordables aquí en Howth?

 —Trataré de averiguar.

 —Mira, tengo que hablar con mi instructor, y preguntar dónde dictan mis clases de griego. Nadie lo sabe, todo se hace en secreto. No, no quiero otra copa. Iré el fin de semana.

 —Kenneth, quizá te esté esperando con la primera mujer en tu vida.

 —Sí.

 


2

 

 

 Para llegar a Balscaddoon había que subir una empinada pendiente. Corría pegada a las casas y los ojos de los vecinos lo examinaban a uno. Niebla sobre el espejo de agua.

 Y la figura encorvada subía por el camino. Arriba el suelo se nivelaba, y en medio de una pared de cemento había una puerta verde.

 Pasando la puerta, sonrisas, tenía puestos zapatos blancos de golf y pantalones color canela asegurados con pedazos de alambre.

 —Vamos, entra, Kenneth.

 —Caramba, qué lugar. ¿Cómo lo sostienes?

 —Con fe.

 O’Keefe recorrió la casa. Abrió puertas, cajones y armarios, descargó el agua del inodoro, levantó la tapa, lo descargó otra vez.

 Asomó la cabeza a la sala.

 —Parece que esta cosa funciona realmente. Si tuviéramos algo de comer estaríamos bien. Ahí en el pueblo vi una tienda bastante grande ¿por qué no vas con ese acento inglés que tienes y consigues crédito? Me gusta mucho tu compañía, Dangerfield, pero la prefiero con el estómago lleno.

 —Ya agoté mi crédito.

 —Y por cierto no tienes muy buen aspecto con esa ropa.

 O’Keefe entró en la sala. Abrió la puerta del invernadero, pellizcó las hojas de una planta moribunda y salió al jardín. De pie sobre el colchón de césped emitió un agudo silbido cuando vio la caída de rocas hacia el oleaje del mar, muchos metros más abajo. Recorrió el estrecho fondo de la casa, mirando por las ventanas. En un dormitorio vio a Dangerfield de rodillas tajeando con un hacha una gran manta azul. Entró apresuradamente en la casa.

 —Por Dios, Dangerfield, ¿qué haces? ¿Te has vuelto loco?

 —Paciencia.

 —Pero esa manta está buena. Dámela en lugar de destrozarla.

 —Vamos, Kenneth, observa un poco. ¿Ves? Me envuelvo el cuello así, escondo los bordes deshilachados, y listo. Ahora tengo puesto el azul de los remeros de Trinity. Siempre es mejor exhibir algún refinamiento fantasioso cuando se apela al poder de la clase. Y ahora iremos en busca de crédito.

 —Bastardo habilidoso. Reconozco que mejora tu apariencia.

 —Enciende fuego en la cocina. Ya vuelvo.

 —Consigue un pollo.

 —Veremos.

 Dangerfield salió al desierto camino de Balscaddoon.

 El mostrador estaba cubierto de generosas fetas de tocino y canastas de mimbre llenas de huevos relucientes. Detrás del largo mostrador los empleados, con sus delantales blancos. Las bananas, traídas verdes de las islas Canarias, florecían en el cielorraso. Dangerfield se detuvo frente a un empleado de pelo gris que se inclinó solícito hacia adelante.

 —Buenos días, señor. ¿En qué puedo servirlo?

 Dangerfield vaciló, con los labios fruncidos.

 —Buenos días, sí. Desearía abrir una cuenta en la casa.

 —Muy bien, señor. Tenga la bondad de pasar por aquí.

 El empleado abrió una gran carpeta que estaba sobre el mostrador. Preguntó nombre y dirección de Dangerfield.

 —Señor, ¿quiere recibir su cuenta por mes o por trimestre?

 —Creo que es mejor por trimestre.

 —¿Desea llevar algo hoy mismo?

 Dangerfield cliqueteó suavemente los dientes, recorriendo los estantes con la mirada.

 —¿Tiene gin Cork?

 —Por supuesto, señor. ¿Tamaño grande o pequeño?

 —Creo que será mejor el grande.

 —¿Algo más, señor?

 —¿Tiene Haig and Haig?

 El empleado llama en dirección al fondo del local. Un chico se mete entre bambalinas y reaparece con una botella. Dangerfield señala un jamón.

 —¿Cuántas libras, señor?

 —Lo llevaré entero. Y dos libras de queso y un pollo.

 El empleado todo sonrisas y comentarios. Oh, sí, claro, el tiempo. Qué niebla tan desagradable. No ayuda a los que salen al mar o a los otros. Batir de palmas llamando al chico.

 —Ven aquí y lleva los paquetes del caballero. Y muy buenos días, señor.

 En lo alto de la colina, O’Keefe espera y recoge en sus brazos los paquetes. En la cocina los deposita sobre la mesa.

 —Dangerfield, no sé cómo lo haces. La primera vez que fui a pedir crédito me dijeron que volviese con la carta de un gerente de banco.

 —La sangre azul, Kenneth. Y ahora cortaremos un pedacito de este queso para el chico.

 Dangerfield vuelve a la cocina sonriendo y frotándose las manos.

 —¿Para qué trajiste tanto licor?

 —Nos calentará. Creo que se aproxima un frente frío desde el Ártico.

 —¿Qué dirá Marion cuando regrese?

 —Ni una palabra. Estas esposas inglesas son magníficas. Saben cuál es su lugar. Deberías casarte con una.

 —Lo único que deseo es encamarme de una vez. Me sobra tiempo para atarme a una esposa y los hijos. Sírveme un poco de escocés y sal de mi camino mientras preparo la comida. A veces creo que lo único que sé hacer es cocinar. Un verano estuve trabajando en Newport y pensé en abandonar Harvard. Había un chef griego que me creía maravilloso porque yo sabía hablar griego aristocrático, pero me despidieron porque invité al club a algunos muchachos de Harvard, y apareció el gerente y me echó sin más trámites. Dijo que el personal no debía alternar con los clientes.

 —Tenía mucha razón.

 —Y ahora me diplomé en los clásicos, y tengo que seguir cocinando.

 —Una noble vocación.

 O’Keefe arrojaba cacharros y bailoteaba entre la pileta y la mesa.

 —Kenneth, ¿crees que sexualmente eres un individuo frustrado e inadaptado?

 —En efecto.

 —Hallarás oportunidades en este excelente país.

 —Sí, muchísimas, de mantener relaciones contranatura con animales de granja. Dios mío, olvido el problema únicamente cuando tengo hambre. Pero cuando como pierdo los estribos. Me siento a leer todos los libros sobre sexo de la Biblioteca Widener para descubrir algún sistema. Pero de nada me ha servido. Seguramente repugno a las mujeres, y eso no tiene cura.

 —¿Nunca interesaste a ninguna?

 —Una sola vez. En el colegio Black Mountain, de Carolina del Norte. Me pidió que fuese a su cuarto para oír música. Comenzó a apretarse contra mí y yo escapé de la habitación.

 —¿Por qué?

 —Seguramente era demasiado fea. Otro de mis inconvenientes. Me siento atraído por las mujeres bellas. La única solución será envejecer y no desearlas más.

 —Las desearás más que nunca.

 —Caray, ¿no hablarás en serio, verdad? Si eso es lo que me espera, ya puedo tirarme desde el jardín al mar. Dime, ¿cómo es la cosa regular?

 —Te acostumbras, como ocurre con la mayoría de las situaciones.

 —Yo nunca podría acostumbrarme.

 —Lo harás.

 —Pero, ¿qué significa esa visita de Marion a sus padres? ¿Disgustos? ¿La bebida?

 —Ella y la nena necesitan descansar.

 —Me parece que el viejo sabe manejarte. ¿Cómo consiguió birlarte doscientos cincuenta billetes? No me extraña que nunca los vieras.

 —Simplemente, me llevó a su estudio y dijo: lo siento hijo, ahora las cosas no están del todo bien.

 —Tendrías que haber dicho: o la dote o no hay matrimonio. Es almirante, debe tener plata. Tenías que haberle recitado el sermón, algo así como que Marion debe vivir en la forma que está acostumbrada. Podrías haberlo conmovido con algunas de esas ideas que suelen ocurrírsete.

 —Demasiado tarde. Fue la víspera de la boda. Incluso rehusé una copa por táctica. De todos modos, esperó sus buenos cinco minutos después que salió el mayordomo antes de alegar pobreza.

 O’Keefe daba vueltas al pollo, sosteniéndolo por la pata.

 —Ya veo, no es tonto. Se ahorró doscientos cincuenta billetes. Si lo hubieses pensado, podrías haberle dicho que tenías agarrada a Marion, y con el apremio del parto necesitabas un pequeño capital. Mira en qué situación estás ahora. Bastará que te reprueben en los exámenes de derecho y te vas al diablo.

 —Kenneth, estoy bien. Tengo algo de dinero, y el resto en orden. Tengo casa, esposa, hija.

 —Querrás decir que pagas alquiler por una casa. Si dejas de pagar, no hay casa.

 —Kenneth, te serviré otra copa. Creo que la necesitas.

 O’Keefe llena un cuenco con cortezas de pan. Afuera la noche y el estruendo del mar. Campanas del Angelus. Una pausa reconfortante.

 —De modo, Dangerfield, que por dignidad toda tu familia se morirá de hambre y finalmente irán a parar al asilo. Llegas borracho, te encamas y pum, otra boca que alimentar. Comerán spaghetti como yo tuve que hacerlo cuando era chico, hasta que te salgan por los ojos, o tendrás que volver a Estados Unidos con tu esposa inglesa y tus hijos ingleses.

 El pollo, con hongos, fue depositado con gesto reverente en la fuente. Relamiéndose, O’Keefe lo metió en el horno.

 —Dangerfield, cuando esté listo comeremos pollo a la Balscaddoon. Ya sabes, esta es una casa bastante espectral cuando oscurece. Pero por ahora lo único que oigo es el ruido del mar.

 —Espera.

 —Bien, los fantasmas no me molestarán si tengo el estómago lleno, y si mi vida sexual fuese satisfactoria jamás les prestaría atención. Mira, en Harvard finalmente conseguí atrapar a Constance Kelly. Esa chica me tuvo sujeto dos años, hasta que descubrí qué falsa era la feminidad norteamericana, y me la saqué de encima. Pero ciertas cosas son inexplicables. Nunca pude conseguirla. Era capaz de cualquier cosa, salvo lo definitivo. Ahí en Beacon Hill estaba a la pesca de la riqueza. Me habría casado con ella, pero no quería entramparse conmigo al pie de la escala social. Con su propia clase. Caramba, tiene razón. Pero, ¿sabes lo que haré? Cuando vuelva a Estados Unidos y tenga mucho dinero, con mis trajes cortados en Saville Row, y la pipa negra, el M.G. y mi propio chofer, y mi acento inglés a todo vapor. Me llegaré hasta una casa suburbana donde ella vive con su marido, que es un comepapas, desairada por todos los viejos bostonianos, y dejo a mi chofer al volante. Avanzo por el camino del jardín y con mi bastón aparto los juguetes de los chicos y doy unos golpecitos impacientes en la puerta. Ella sale. Tiene una mancha de harina en la mejilla y de la cocina llega la peste de repollo hervido. La miro con sorpresa conmovida. Reacciono lentamente y luego con mi mejor acento, envuelto en resonancias devastadoras, le digo Constance… te has convertido… exactamente en lo que yo preveía. Luego, me vuelvo, le permito que examine atentamente el corte de mi traje, con el bastón aparto otro juguete y con un rugido del motor mi coche se aleja.

 Dangerfield se balanceaba en la mecedora verde con un gesto de regocijo, meneando la cabeza en múltiples afirmaciones. O’Keefe recorría los azulejos rojos del piso de la cocina, esgrimiendo un tenedor, su único ojo vivo reluciente en el rostro, sin duda un irlandés enloquecido. Tal vez resbale con uno de los juguetes y se rompa el hueso de la cadera.

 —Y la madre de Constance me odiaba a muerte. Pensaba que yo la perjudicaba socialmente. Abría todas las cartas que escribía a la hija, y yo me instalaba en la Biblioteca Widener e ideaba las cosas más sucias que puedan imaginarse, creo que a la vieja podrida le encantaba. Me reía pensando que ella leía mis cartas y luego tenía que quemarlas. Cristo, la verdad es que repugno a las mujeres. Y ese invierno que pasé en Connemara visitando a los viejos, mi prima, que es lo más parecido a una vaca que conozco, no quería saber nada conmigo. La esperaba para salir de la casa y buscar la leche, por las noches, con la intención de acompañarla. Al final del campo trataba de tumbarla en la zanja. Jadeaba como una loca y decía que haría cualquier cosa si me la llevaba a Estados Unidos y nos casábamos. Lo intenté tres noches seguidas, de pie bajo la lluvia y hundidos hasta los tobillos en el barro y el estiércol de vaca, yo tratando de meterla en la zanja, queriendo tumbarla, pero era demasiado fuerte. Al fin le dije que era un montón de grasa y que no la llevaría ni al infierno. Hay que conseguirles la visa antes de tocarles siquiera un brazo.

 —Cásate con ella, Kenneth.

 —¿Y cargar con esa bestia el resto de mi vida? Podría funcionar si consiguiera encadenarla a la cocina para que preparase las comidas, pero casarse con una irlandesa es condenarse a la pobreza. Me casaría con Constance Kelly por despecho.

 —Te sugiero la columna matrimonial del Evening Mail. Trata de facilitar las cosas. Hombre acomodado, amplias propiedades en el Oeste. Prefiere mujeres robustas, con capital propio y automóvil para recorrer el Continente. Inútil presentarse si no reúne las condiciones.

 —Comamos. Prefiero no complicar mi problema.

 —Kenneth, eres realmente amable.

 El ave cocida fue depositada sobre la mesa verde. O’Keefe hundió un tenedor en la pechuga chorreante y arrancó las patas. En el estante un cacharro tembló. Las cortinitas de pintas rojas se estremecieron. Afuera soplaba el viento. Pensándolo bien, O’Keefe sabe cocinar. Y éste es mi primer pollo desde la noche que salí de Nueva York y el mozo me preguntó si quería llevarme el menú como recuerdo y yo me senté en la sala alfombrada de azul y dije sí. Y a la vuelta de la esquina, en un bar, un hombre de traje marrón me invita a beber. Se acerca y me palpa la pierna. Dice que le gusta Nueva York y que podríamos ir a un lugar tranquilo y charlar, estar juntos, chico simpático, chico educado. Lo dejé enganchado en el asiento, sobre la chaqueta el manchón de rojo, blanco y azul de la corbata, y me dirigí a Yorktown y bailé con una chica de vestido estampado que afirmó que no se divertía y que el lugar estaba desierto. Se llamaba Jean, tenía unos pechos notables y yo pensaba en los de Marion, mi rubia delgada y alta de dientes regulares. Había concluido la guerra y viajaba para casarme con ella. Listo para abordar el gran avión que me llevaría del otro lado del mar. Cuando la conocí tenía puesto un sweater celeste y supe inmediatamente que eran peras. Nada mejor que las peras maduras. En Londres, en el Antílope, sentado al fondo con una excelente copa de gin gozando de la compañía de esta gente inobjetable. Ella estaba sentada a pocos centímetros, un cigarrillo largo entre los dedos blancos. Mientras las bombas caían en Londres. Le oí pedir cigarrillos y no tenían. E inclinándome en mi uniforme naval, apuesto y fuerte, por favor, sírvase. Oh, realmente no puedo aceptar, gracias, no. Pero por favor sírvase, insisto. Es muy amable de su parte. De ningún modo. Y dejó caer uno y yo me incliné y le rocé el tobillo con el dedo. Dios, qué pies grandes, carnosos y gratos.

 —¿Qué te pasa, Kenneth? Estás pálido como una sábana.

 O’Keefe tiene los ojos en el cielorraso, y de su puño cuelga una pata de pollo a medio masticar.

 —¿Oíste? Eso que araña el techo, está vivo.

 —Querido Kenneth, cuando te plazca puedes revisar la casa. Se mueve por todos lados. Incluso gime y tiene la desconcertante costumbre de seguirnos de cuarto en cuarto.

 —Por Dios, acábala. Eso me da miedo. ¿Por qué no averiguas?

 —Prefiero no hacerlo.

 —El ruido es real.

 —Kenneth, quizá te interese revisar los cuartos. En el vestíbulo hay una puerta trampa. Te prestaré un hacha y una linterna.

 —Espera que digiera la comida. La verdad, esto empezaba a gustarme. Creí que bromeabas.

 Al fondo O’Keefe, llevando la escalera al vestíbulo.

 Con el hacha preparada, O’Keefe avanza lentamente hacia la puerta trampa. Dangerfield lo alienta. O’Keefe levanta la puerta, y con los ojos sigue el rayo de luz. Silencio. Ni el más mínimo sonido. Reaparición general del coraje.

 —Dangerfield, pareces muerto de miedo. Creí que tú eras el hombre fuerte. Quizá no son más que algunos papeles sueltos que rozan el piso.

 —Como gustes, Kenneth. Avísame cuando se te enrosque alrededor del cuello. Vamos, adelante.

 O’Keefe desapareció. Dangerfield levanta los ojos hacia el polvo que desciende. El ruido de los pasos de O’Keefe hacia la sala de estar. Un gemido. Un grito de O’Keefe.

 —Demonios, sostén la escalera. Voy a bajar.

 La puerta trampa se cierra con un golpe resonante.

 —Por Dios, ¿qué es eso, Kenneth?

 —Un gato. Con un solo ojo. El otro es un gran agujero. Qué espectáculo. ¿Cómo demonios llegó allí?

 —No tengo la menor idea. Seguramente estuvo siempre. Tal vez perteneció a cierto señor Gilhooley que vivía aquí, pero se cayó por el peñasco una noche y apareció tres meses después en la isla de Man. Kenneth, ¿tú dirías que esta casa tiene una historia de muerte?

 —¿Dónde dormiré?

 —Vamos, Kenneth, anímate. Pareces aterrorizado. No permitirás que te deprima un pobre gatito. Puedes dormir donde gustes.

 —Esta casa me pone la piel de gallina. Encendamos fuego… hagamos algo.

 —Ven a la sala y toca el piano para mí.

 Atravesaron el vestíbulo de azulejos rojos en dirección a la sala. Instalado en un trípode, frente al balcón cerrado, un gran telescopio de bronce apuntando al mar. En el rincón, un antiguo piano, la tapa cubierta de latas abiertas y cáscaras de queso. Tres sillones robustos deformados por prominencias de relleno y resortes sueltos. Dangerfield se acomodó en uno y O’Keefe enfiló hacia el piano, oprimió una tecla y empezó a cantar:

 En este cuarto lóbrego

 en esta oscuridad vivimos

 como bestias.

 Las ventanas repiquetean en los marcos carcomidos. Las notas retorcidas de O’Keefe. Aquí estás, Kenneth, instalado en esta banqueta, y anduviste mucho desde Cambridge, Massachusetts, pecoso y alimentado a spaghetti. Y yo, que vine de Saint Louis, Missouri, porque esa noche en el Antílope llevé a Marion a cenar y ella pagó. Y una semana después a un hotel. Y le bajé el piyama verde y dijo que no podía y yo dije sí puedes. Y otros fines de semana hasta el fin de la guerra. Adiós a las bombas y vuelta a Estados Unidos donde me sentí trágico y solitario y pensé que Gran Bretaña estaba hecha para mí. Lo único que conseguí del viejo Wilton fue que pagara el taxi que nos llevó a nuestra luna de miel. Llegamos y compré un bastón para recorrer los valles de Yorkshire. Nuestro cuarto estaba sobre un arroyo en ese fin del verano. Y la mucama estaba loca y puso flores en la cama y esa noche Marion se las puso en el cabello, que desprendió sobre el camisón azul. Oh las peras. Cigarrillos y gin. Abandono de los cuerpos hasta que Marion perdió sus dientes postizos detrás de la cómoda y se echó a llorar, envuelta en una sábana, desplomada en un sillón. Le dije que no se preocupase, que cosas así ocurrían en la luna de miel y pronto saldríamos para Irlanda donde había tocino y manteca y largas noches al lado del fuego mientras yo estudiaba derecho y quizá incluso hacíamos fugazmente el amor sobre la alfombra lanuda del piso.

 Esta voz de Boston cacareando su canción. La luz amarillenta sale por la ventana y se derrama sobre los parches de pasto doblado por el viento y las rocas oscuras. Y baja por los escalones húmedos rozando los tocones de aulaga y los brezos rojizos hasta la superficie del agua y la piscina. Donde las algas marinas suben y bajan en la noche de Balscaddoon.

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