domingo, 15 de enero de 2023

JULIÁN DEL CASAL O LOS PLIEGUES DEL DESEO. (FRAGMENTO).

 



Anotación



    El libro de Francisco Morán es un penetrante estudio de una de las voces más importantes de la poesía cubana y latinoamericana. Mediante un profundo examen de la obra de Casal, el autor ilumina la complejidad de las pasiones del poeta y sus deseos homoeróticos y estudia con acierto sus esfuerzos por crear un lenguaje con que expresarlos. Morán también nos proporciona una vívida exploración de La Habana de Casal y un agudo análisis de su contexto social y cultural. Este libro es una contribución original que resistirá la prueba del tiempo.

    Arcadio Díaz Quiñones

    (Universidad de Princeton)

 

      

    Francisco Morán Lull

    Julián del Casal o Los pliegues del deseo

         Verbum ENSAYO



    JULIÁN DEL CASAL

    O LOS PLIEGUES DEL DESEO


 La misión que te fue encomendada,

    descender a las profundidades con nuestra chispa verde,

    la quisiste cumplir de inmediato y por eso escribiste:

    ansias de aniquilarme sólo siento.

    Pues todo poeta se apresura sin saberlo

    para cumplir las órdenes indescifrables de Adonai.

    Ahora ya sabemos el esplendor de esa sentencia tuya,

    quisiste llevar el verde de tus ojos verdes

    a la terraza de los dormidos invisibles.

    Por eso aquí y allí, con los excavadores de la identidad,

    entre los reseñadores y los sombrosos,

    abres el quitasol de un inmenso Eros.

    Nuestro escandaloso cariño te persigue

    y por eso sonríes entre los muertos.



    Oda a Julián del Casal

    JOSÉ LEZAMA LIMA



      





 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

   a la memoria, en carne viva, de Julián del Casal

 

    a mis dos ciudades: La Habana y Nueva Orleáns

 

    a Mike, siempre

 

    a mi padre y a mi tía

 

    a mis amigos y/o colegas, en la complicidad de la complicidad de la lectura y en el fragor de la distancia: Pedro Marqués, Félix Lizárraga, Rogelio Saunders, Germán Guerra, Carlos A. Aguilera, Norge Espinosa, Antonio J. Ponte, Reina María Rodríguez, José Quiroga, Gustavo Pérez Firmat, James Pancrazio, Rolando Sánchez Mejías, Damaris Calderón, Jorge Camacho, Jorge Brioso, Víctor Fowler, Eyda Merediz, Juan C. Quintero, Abilio Estévez, Jesús Jambrina, Carlos Pintado, Rogelio Gómez, Santiago Chong, Ben A. Heller, Verónica Salles-reese, Arcadio Díaz Quiñones, Jorge Olivares, Horacio Legrás, Michael A. Gerli, Manolo García Castellón, Alicia Aldaya, Beatriz Varela, Enrico M. Santí, César Salgado, Emilio Bejel, Rafael Rojas, Eduardo González, Carlos J. Alonso, Julio Ramos, Lilliam Moro y Efraín Barradas.

 

Agradecimientos



    Quiero agradecer, en primer lugar, la generosidad de Carmen Peláez del Casal por abrirme las puertas de su casa y depositar en mis manos las pertenencias de Casal que ella ha conservado todo este tiempo. Asímismo agradezco a la «Sala Cubana» de la Biblioteca Nacional y al Archivo Nacional las facilidades para consultar y fichar periódicos, libros y legajos del siglo XIX. En lo que respecta a la Biblioteca Nacional, la colaboración desinteresada de amigos como Víctor Fowler y Lourdes Castillo, quienes me facilitaron parte del material gráfico incluido en esta edición resultó ser de incalculable utilidad. La Biblioteca del Instituto de Literatura y Lingüística me permitió el acceso a La Caricatura, con lo que pude no sólo enriquecer la bibliografía activa de Casal, sino proponer, desde el amarillismo de La Caricatura, una relectura de su obra. Por esta razón, mi gratitud será siempre eterna. No puedo dejar de mencionar aquí a un amigo cuya ayuda y generosidad fue decisiva en la escritura de este libro: Pedro Marqués de Armas. Su impresionante conocimiento de las relaciones ciencia-poder en el siglo XIX me proveyó tanto con textos raros, de difícil o imposible acceso desde mi mesa de trabajo en los Estados Unidos, así como de valiosos comentarios y observaciones que probaron ser de extrema utilidad. Con Marqués de Armas mantuve un diálogo constante, un intercambio de ideas que enriqueció e influyó mi propia lectura, y me hizo sentirme menos solo.

    Si de agradecer se trata, ¿cómo sería posible no mencionar a quienes fueron no sólo pacientes lectores del manuscrito original, sino además entusiastas, sensibles, críticos perspicases? Vaya, pues, mi gratitud hacia: Gustavo Pérez Firmat, James Pancrazio, Oscar Montero, Gwen Kirpatrick, Arcadio Díaz Quiñones, Jorge Luis Arcos y el profesor Ángel Esteban, éste último de la Universidad de Granada. Unos en calidad de evaluadores del manuscrito, y otros simplemente como colegas y amigos, todos ellos dedicaron tiempo y energías a la lectura y comentario del mismo, y por ello les estaré siempre agradecido.

    Hoy tengo la impresión de que los amigos, los viajes, las experiencias vividas; en fin, todo cuanto me ha pasado o he hecho desde que leí los primeros poemas de Casal, se han encontrado y anudado en este libro. Por eso mi último agradecimiento quiero dispersarlo en la tumba vacía de Casal, en la ciudad donde hemos tenido que disputarlo desde siempre y para siempre, y perseguirlo con un “escandaloso cariño” que afortunadamente nunca conocerá el sosiego, ni la inmovilidad de la estatua.

 

 CAPÍTULO I
 
 “Mirar fijamente”: Julián del Casal y el
 modernismo hispanoamericano.
 



Una introducción



    El presente capítulo es introductorio en un doble sentido. En un primer bloque presentamos a Casal y el lugar paradójico que ha venido a ocupar en la literatura cubana. Para mí era importante subrayar en este sentido dos gestos canonizantes desde el centro y la periferia de aquellos proyectos políticos y culturales que instituyeron y no han dejado de privilegiar la centralidad de José Martí en ese canon. De ahí el importante lugar que le concedo a la lectura que hace Virgilio Piñera, no sólo de Casal mismo, sino también de Martí.

    El segundo bloque revisa el ambivalente lugar de Martí en el canon modernista. La importancia de este análisis nos parecía tan insoslayable como obvia: la oposición Martí-Casal no es sino un reflejo de otra continental y ya asentada en el discurso crítico latinoamericano: Martí-Darío, Martí-modernismo. Tanto en Cuba como en Hispanoamérica se trata de un gesto idéntico: oponer un modernismo ético a otro estético. Para llevar a cabo esta revisión, retomo la discusión que sostuvieron Juan Marinello y Manuel Pedro González en 1958, entre otras cosas por la relevancia del momento histórico en que tiene lugar: la cercanía del triunfo revolucionario de enero de 1959, momento a partir del cual comenzó a avanzarse aceleradamente hacia la institucionalización de Martí. El seguimiento de la discusión -que extendemos hasta Cintio Vitier, Roberto Fernández Retamar y Fina García Marruz, entre otros- lleva a la conclusión directa, o a sugerir, de que sólo una lectura del texto martiano que privilegie su contenido ético y político, aunque sin negar su valor estético, permitiría afirmar su lugar, y hasta su centralidad en el modernismo. Observamos una imperiosa necesidad por redefinir entonces el modernismo -y con él a Martí- más allá de lo literario.

    ¿Pero a qué se debe esto? En primer lugar a la percepción de que con el modernismo asistimos a una “feminización” de la literatura, lo cual explica el consabido recelo martiano hacia la palabra y su ferviente deseo de ser poeta «en actos». De este modo, sugerimos que eso que Julio Ramos llama acertadamente «drama de la virilidad» en Martí, se extiende verdaderamente a la crítica contemporánea, a su malestar frente a las poses, los desvíos, y el gusto por las cremas y polvos del estilo del modernismo.

    Ahora bien, ese «drama de la virilidad» -cuya escenificación todavía presenciamos- no es un problema endémicamente exclusivo de Hispanoamérica, por lo que creímos necesario vincular las preocupaciones de la crítica y el modernismo hispanoamericano a los desarrollos que estaban teniendo lugar en el Occidente del fin-de-siècle.

    Finalmente, concluimos rechazando el binarismo ético-estético al afirmar el valor político del gesto estetizante, aún del más aparentemente inocuo o vacío. Nuestra conclusión es que la pasión por la autonomía literaria -que muchos críticos han insistido en ver como escapista- se tradujo en una práctica crítica de ambas, de la lectura y de la escritura, lo cual se revela en el sistemático cuestionamiento de la autoridad del significante. Pintado, pues, el telón de fondo de nuestra lectura de Casal, sólo resta dar inicio a la representación, iluminar el escenario, perseguir las máscaras, sus trueques en los callejones del libro, o de la ciudad.



1. JULIÁN DEL CASAL: LA UÑA VEHEMENTE



    A la máquina deseante que pone en acción y conduce nuestra lectura del modernismo le daremos un nombre, un engrase particular; le daremos la visibilidad que merece, y al mismo tiempo espesaremos su secreto al multiplicar los pliegues y los sonajeros de su risa, de sus estertores, hasta que el esputo, uniéndose al río de la tinta, empiece a cantar.

    Lo llamaremos con los nombres que él se dio a sí mismo, o no se dio: Julián del Casal, Hernani, Alceste, Conde de Camors, el «amante de las torturas». Nombres, nombretes, pseudónimos, en fin, poleas y palancas para la trasmisión de fuerzas, para crear e impulsar la energía de la subjetividad, diseminándola en el texto, en los pasajes del cuerpo. Vamos a perseguirlo, jadeantes, por las calles de la ciudad, hasta la carcajada final. Alucinados por el amor y el deseo de sus cambiantes ojos, preguntaremos por él en la estatua borrada, imposible; lo buscaremos en el monumento que no le será construido nunca; en el museo que no tendrá; en los lugares que visitó y han sido abofeteados por los ciclones tanto como por los vientos huracanados de la ideología.1

    ¿Por qué tomar a Casal, no como centro, sino como punto de arranque y de observación del modernismo? A esto respondemos sin titubear. Por la misma razón por la que nadie hace esta pregunta cuando se trata de Darío, de Martí. Porque Casal es el malestar que interrumpe y enferma el árbol genealógico del modernismo al cuestionar su organicidad interna. Porque habiendo muerto días antes de cumplir treinta años, se le ha considerado con frecuencia, patéticamente, como un escritor «malogrado».2 Porque se supone que Cuba no era, no podía ser un lugar propicio al desarrollo del modernismo. ¿Un modernismo cubano? También «malogrado». Todavía la lógica del árbol gobierna las lecturas que hacemos de nuestras relaciones con Europa, con nuestros vecinos hispanoamericanos, de las calidades de nuestros poetas: hay raíces principales y raíces secundarias, a veces olvidables.3 Por Casal circulan, sin embargo, extraños jugos, intensidades que hacen añicos ese sistema de subordinaciones que no ha dejado de perseguir a la crítica literaria latinoamericana. Lejos de presentarlo aquí como raicilla secundaria, o de pretender elevarlo al dudoso mérito de las raíces principales, mi intención es presentarlo como epítome de ese tejido invasor que fue la escritura modernista, como la máquina deseante que hace saltar las lecturas jerarquizantes, como el estallido dentro, en el interior mismo de esas lecturas.

    La crítica del modernismo no ha dejado de producir, en su mayor parte, relatos genealógicos y de subordinación. Esos relatos sitúan, persistentemente, a la escritura modernista en la periferia de la producción literaria de los centros metropolitanos, a la poesía enemistada con el periodismo, a Casal uno o varios peldaños por debajo de Martí, y a Martí -sobre todo desde los sesenta- por encima de Darío.

    En el caso específico de la crítica sobre Casal no podemos dejar de mencionar dos hechos, ocurridos en el mismo año, que marcaron un cambio definitivo en la recepción de su obra. En 1993, el año del Centenario de la muerte de Casal, un grupo de escritores habaneros organizamos lo que constituyó el primer coloquio sobre Casal que se haya realizado nunca en Cuba, como parte del homenaje con que recordamos al poeta.4 Ese homenaje respondió a la iniciativa individual de dichos escritores quienes contaron con un más que limitado apoyo institucional.

    Hay que decir incluso que en su inmensa mayoría sólo pudieron llevarse a cabo, satisfactoriamente, aquellas actividades que, como los recitales de poesía, necesitaban de poco o ningún apoyo de la burocracia cultural. De ese entusiasmo febril salieron importantes y novedosas lecturas de Casal que quedaron recogidas en la selección La Habana Elegante. Julián del Casal In Memoriam (Casa Editoral Abril, 1993).5 Mientras tanto, en Estados Unidos, Oscar Montero publicó, también en 1993, Erotismo y representación en Julián del Casal, libro ya de obligada consulta no sólo en la bibliografía casaliana, sino también en la del modernismo.

    Tanto la lectura de Montero como las realizadas por lo que llamaré aquí la «generación del Centenario» coinciden en tres aspectos importantes: 1) insisten en la relación íntima, profunda, de Casal con la ciudad; 2) traen a un primer plano el vínculo insoslayable del cuerpo con la escritura y 3) tienen como punto de arranque -y esta coincidencia es profundamente conmovedora y aleccionadora en su sentido más profundo- el cariño, la devoción personal hacia Casal. En este sentido, insisto, resulta reveladora de esa afinidad basada en el cariño y la cultura, la inclusión de un texto de Montero en HE.

    También en 1993 Esperanza Figueroa publicó su valiosa edición crítica de las Poesías completas y pequeños poemas en prosa en orden cronológico de Julián del Casal. Debemos decir que de las tres ediciones críticas de la poesía de Casal publicadas hasta ahora, dos (la de Glickman y la de Figueroa) han sido publicadas en los Estados Unidos, y son también las más completas. Yo sabía de la dedicación de Figueroa a la obra de Casal, desde alrededor de los años 70, cuando mis primeros pasos en la investigación me llevaron al Instituto de Literatura y Lingüística donde conversé con José Antonio Portuondo. Recuerdo que Portuondo me dijo que la tesis de Figueroa era lo mejor que se había escrito, en términos de investigación, sobre Casal en Cuba, y hasta me autorizó a mencionar su nombre a fin de conseguir la autorización necesaria para su consulta en la Escuela de Filosofía y Letras de la Universidad de La Habana, por lo cual le estaré siempre agradecido. Gracias al poeta y ensayista Víctor Fowler conseguí la dirección de Figueroa en Miami y le escribí invitándola a participar en las actividades de homenaje a Casal por el Centenario de su muerte. Por respuesta, Figueroa me escribió una hermosa carta en la que me animaba a localizar la primera versión del poema “Mis amores,” de Casal, y se excusaba de no poder estar con nosotros. A mi vez le hice llegar una copia del poema más temprano de Casal conocido hasta ahora y que encontré en la casa de Carmen Peláez -sobrina del poeta- y que Esperanza incluyó en la mencionada edición de la poesía de Casal. Es importante notar que la dirección de la Casa Editora Abril no nos permitió incluir en la selección HE los trabajos de Lorenzo García Vega ni de Esperanza Figueroa que al efecto yo había seleccionado. “No podemos publicarlos porque se fueron de Cuba,” fue la respuesta a esa solicitud.6

    Fue, pues, a través de y en Casal, es decir, desde la cultura y la poesía, que surgieron espontáneamente y se consolidaron el afecto y la gratitud, tanto hacia Esperanza Figueroa como hacia Oscar Montero. Estos gestos espontáneos no estuvieron mediados por la máquina del poder en Cuba, como tampoco por políticas de exilio.

    Con el estudio de Montero, Casal empieza a hacerse escuchar en su silencio. Nos aviva, si se quiere -y sin intentar develarlo- la importancia de lo secreto en Casal, de la relación, siempre equívoca, entre decir y callar, entre el cuerpo y sus deseos, por un lado, y su representación textual, por el otro. A mi juicio, sin embargo, uno de los aportes más sólidos que hace Erotismo y representación... a la crítica de Casal es su insistencia en el giro perverso de un esteticismo que termina siendo un “discurso visionario sobre la corrupción de la carne y la eficacia o el fracaso del signo frente a esa ruina.” Esta lectura desarbola el esteticismo gratuito que muchos críticos le han endilgado a Casal -y hay que decir que también al modernismo- y sitúa el problema de la representación del cuerpo dentro de una política de la escritura que desafía a los discursos disciplinarios de la época. Finalmente, y a través precisamente de la imbricación cuerpo-escritura, con Montero se desbroza el camino hacia una lectura gay de Casal. El presente libro -que parte, entre otras cosas, de la necesidad de llevar aún más lejos esa lectura- debe mucho a la intensidad y la lucidez, a la sensibilidad cómplice, con que Oscar Montero se acercó a Casal.

    Quisiera ahora dirigir mi atención hacia José Lezama Lima quien, precisamente en su célebre ensayo sobre Casal, alertó sobre lo que llamó entonces los “dos enemigos visibles, constantes, por invisibles” de “nuestra historia poética.” Esos dos enemigos o actitudes son, primero, un cierto provincianismo, “pura cercanía y vulgaridad, gratuito apego que se solaza con cualquier fragmento” y, segundo, “[o]tra actitud pesarosa de antítesis, enamorada de las grandes teorías, de vastos puntos de vista” que “ha visto en lo nuestro poético o una camisa rellena de paja o un bulto de arena donde cualquier esgrima puede ensayarse.” Y concluye Lezama: “Lo primero es ingenuo, lo otro, hinchado, y como actitud es la misma pobreza de lo que combate como realizado.” Debo insistir en eso que el autor de Paradiso llama lo nuestro poético, puesto que se trata, como ya hemos dicho, no de una mera crítica literaria, academicista -que no tiene que ser lo mismo que académica- sino de la propuesta de una crítica creadora hecha, practicada, desde el lado de la poesía, de la literatura. El rechazo lezamiano de la actitud que consiste en usar el texto literario latinoamericano como bulto de arena o camisa rellena de paja donde ensayar las grandes teorías, se debe a que esas prácticas conducen frecuentemente al gesto descalificador de lo nuestro y a enfatizar su rezago, o su llegada tardía a la meta trazadas por esas teorías. “Qué importa,” insiste Lezama, “que ninguno de nuestros poetas haya teorizado ni realizado en su poesía aquellos polysemos de que nos habla Dante en su carta al Can Grande de la Scala, o sobre las ausencias mallarmeanas. Eso no puede otorgarnos un regalado desdén” (énfasis nuestro). ¿Cuál debe ser, entonces, la función de la crítica? ¿Cómo evitar caer tanto en el provincianismo fácil como en las comparaciones que desembocan en la imagen disminuida o avergonzada en el espejo? Se trata, responde Lezama, de “acercarse al hecho literario con la tradición de mirar fijamente la pared, las manchas de la humedad, las hilachas de la madera, inmóvil, sentado; que ya entraña la calentura y la pasión en ese absoluto fijarse en un hecho, dejar caer el ojo, no como la ceniza que cae, sino deteniéndolo, hasta que esa cacería inmóvil se justifica, empezando a hervir y a dilatarse.” (“Julián del Casal,” 181). La propuesta crítica de Lezama gira en torno a un centro de energía; o mejor, de producción de energía: la concentración, el ensimismamiento que ve como requisitos, no sólo del texto literario mismo, sino incluso de la crítica creadora. Puede verse que esta mirada estima y aún defiende eso que muchas veces ha resultado sospechoso para los críticos: el contubernio con el texto. Pero se trata de eso: de mirar fijamente, de generar calentura y pasión, de practicar, en fin, la cacería inmóvil. Desplazamiento y fijeza, persecusión y fuga, catch and release. Se trata de un modelo que choca, sin embargo, con los hábitos de la historiografía, investigación y crítica literaria que dieron forma “definitiva”7 al canon cubensis a partir de la segunda mitad del siglo XX.



2. EL CANON CUBENSIS «A VISTA DE PÁJARO»



    El canon de la literatura cubana ofrece una particularidad: es un canon esencialmente de poetas, lo cual no significa que sea necesariamente un canon poético; más bien es todo lo contrario. Es un canon anti-poético; o dicho de otro modo: político, macheteado por la Historia, sobre todo a partir de 1959. Rafael Rojas tiene razón al afirmar que “desde los años cuarenta la crítica y la historiografía tienden a colocar a Martí en el centro del canon literario de la isla,” aún cuando “nunca ha faltado quien, como Virgilio Piñera, se aferre a la idea de que no fue Martí sino Casal el gran poeta del siglo XIX.” (Un banquete, 53). Y Jorge Luis Arcos, por ejemplo, no sólo considera escandalosa la omisión de Martí y del propio Piñera en el canon latinoamericano propuesto por Harold Bloom, sino sobre todo la de Casal, a quien no vacila en considerar “el poeta cubano más importante de nuestra historia literaria.” Arcos nota que, incluso desde la perspectiva de Bloom, “Casal es el mayor representante entre nosotros de esa ‘batalla antitética del artista contra la naturaleza’ [...], una batalla donde el poeta pierde siempre a la vez que salvaguarda su sueño” (“Notas sobre el canon,” 50, 62).

    Regresemos entonces a la cita de Rojas para, en primer lugar, señalar la contradicción de que habiendo llegado relativamente tarde al banquete canónico cubensis, Martí se convirtiera en su centro. En segundo lugar, habría que destacar la tensión entre el gesto institucionalizador de la crítica y la historiografía -apostando invariablemente al centro- y el del poeta marginal (irreverente, homosexual), jugándose sus cartas en la periferia. De ahí la importancia de un Piñera aferrado a Casal.

    Detengámonos en este verbo: aferrarse (agarrarse con fuerza a algo).

    Este gesto, su intensidad, se explican como el deseo de fuga de una centralidad avasalladora: “Martí inventa la identidad nacional de la isla a través de su escritura y por eso ocupa el centro del canon literario” (Un banquete, 54).

    Antonio José Ponte menciona la anécdota de dos jóvenes “decididos a comenzar sus vidas de escritores” que se acercan a Eliseo Diego y son recibidos por éste en su casa. Habiéndoles preguntado qué autores leían, uno de ellos se aventuró a mencionar a Martí. “Yo les pregunto,” replicó el poeta, “cuáles autores leen, no cuál aire respiran.” Ponte resume lo que encerraba la respuesta de Eliseo Diego, y que de alguna manera está contenido en lo que observa Rojas: “Martí es elemental, es uno de los elementos, es aire imprescindible. Gana el tremendo poder de convicción que tiene lo natural, Martí se legitima en naturaleza. Es aire y todo el resto es literatura, autores, y el aire está por encima de éstos, está más allá, no puede compararse una cosa y la otra.” (“El abrigo de aire,” 110-12). Si Martí es aire, no es posible no respirar a Martí. Sin Martí no hay vida. Por la misma razón, uno no puede salirse de la isla sin salirse de Martí. De ahí la fuerza heroica con que se nos presenta la imagen del poeta flaco, descarnado, aferrándose a otro poeta, tuberculoso, con la angustia y la rabia del que de pronto descubre el aire en peso, todo el peso del aire de la isla, rodeándolo, asfixiándolo con sus versos sencillos, sus versos libres, su oratoria, sus cartas, sus fragmentos, sus traducciones, sus manifiestos, su estilo, sus diarios, su muerte. Y ante toda esa carga humana, demasiado humana, demasiado elemental, Piñera, repito, no tiene otra alternativa que aferrarse al tokonoma de la isla, a ese pequeño vacío que Martí no ha podido ocupar: Casal. ¿Qué mejor destino para un poeta que convertirse, devenir la tabla de salvación para otro poeta? ¿Qué mejor manera de probarles a los críticos obtusos que Casal es cubano no por patriota, sino porque ayuda a sobrellevar el peso de la Isla, el peso de Martí; y que es sin Casal que la isla se volvería realmente irrespirable?

    El problema con Martí, por tanto, no es que haya llegado a regir el canon literario, sino que se convirtiera en el significante de la identidad nacional y, por extensión, del ser mismo, de la humanidad del sujeto que, parafraseando a Segismundo, podría decir que su “delito mayor” es haber nacido cubano. Cuando tras el triunfo revolucionario de 1959 Martí pasó a ser, no el «poeta nacional», ni el «apóstol», ni el «santo de América», sino el «Héroe Nacional», su centralidad quedó automáticamente situada en el más allá de lo literario. No se trata, desde luego, de negar el valor estético de la escritura martiana, o de afirmar que ese valor está fuera de consideración en la centralidad canónica de Martí, sino de la tendencia de la crítica a subordinar lo moral y lo político a lo estético, de modo que no resulta difícil capitalizar a Martí para la ideología. Es importante subrayar esto porque ese más allá arrastra consigo una desestimación del hecho literario autónomo en favor de las virtudes políticas y morales. Así nos explicamos que la tríada oficial de los grandes poetas cubanos -de acuerdo con el canon instituido verticalmente desde la burocracia política- sean: José María Heredia, José Martí y Nicolás Guillén. De los tres puede decirse que son figuras literarias y también históricas, políticas; y es esto último, más que lo primero, lo que les ha conferido la centralidad canónica de que disfrutan: son la «Bodeguita del Medio» de la cultura cubana. La obra de los tres, además, está fuertemente asociada a la afirmación de la identidad nacional y, en los casos específicos de Martí y Guillén, esa identidad -aunque en sentidos diferentes- pasa, o por la eliminación de las diferencias raciales, o por la integración racial. Como afirma Rojas, el autoritarismo implícito en la canonización de Martí “responde al hecho de que la historia de la literatura cubana se subordina siempre a una teleología política” (Un banquete, 55). La consecuencia de tal subordinación no puede ser más paradójica, e incluso absurda: el canon oficial literario cubensis, es un canon ante todo político, y por lo mismo construido a expensas de lo literario. En esto radica su aberración. De Cuba puede decirse exactamente lo mismo que afirma Baudelaire de Francia en su ensayo sobre Thèophile Gautier: “Francia sólo puede digerir lo bello, con cierta facilidad, si se lo dan condimentado con algo de política,” añadiendo que “el carácter utópico, comunista, alquímico, de todos estos cerebros sólo les permite una pasión, exclusiva, la de las fórmulas sociales.”8

    En cuanto a lo político propiamente dicho, uno de los mecanismos de exclusión de determinados textos y/o autores del canon consiste en invocar lo que Rojas llama “la desnacionalización del texto (55).” Nosotros sólo vamos a agregar que dicho mecanismo opera de manera más sutil que a través del mero otorgamiento o la negación de la nacionalidad de un texto. A veces -como sucede con Casal- basta con poner en dudas el certificado de limpieza de sangre, registrar desvíos, sopesar fugas, cierta extrañeza, algún desacomodo. En mi opinión, se trata de una estrategia importante que abre una especie de limbo eterno para tales obras y autores entre la consagración -el viaje a la semilla, disfrutar de la compañía eterna de Martí- y la expulsión a las regiones infernales donde han de vagar, eternamente también, quienes sólo pueden existir en las afueras del texto nacional. Esto sucede porque la nacionalización o desnacionalización de un texto, de un autor, tiene siempre como referente -lo mismo si lo declara o no- a Martí.

    Me interesa subrayar la orientación fundamentalmente política y moral del canon literario cubano, por lo que no estoy de acuerdo del todo con la afirmación de Rojas de que “esos mecanismos por los cuales se inscribe la autoridad literaria en el canon funcionan dentro de una esfera autónoma, que está regida por enunciados estéticos, ideológicos o morales” (59) (énfasis mío). Quizá este fuera el caso en lo que respecta a la primera mitad del siglo XX, pero a partir del año del Centenario de Martí y, particularmente, de la intervención totalitaria de la cultura que se produce desde los años 60, resulta difícil -si es que no imposible- hablar de un proceso de canonización que pudiese funcionar dentro de una esfera autónoma, o basado en enunciados estéticos. Rojas menciona el ejemplo de Vitier quien, “[al] calificar como ‘no cubana’ la poética de Virgilio Piñera,” lo hace “a través de alegorías éticas o estéticas de la nación” (59). El problema con esto es que, en su conjunto, Lo cubano en la poesía no está pensado desde la esfera autónoma de lo literario, sino de lo político, de ahí que la columna vertebral de esta lectura sea el proponer un canon según los grados de cubanía de textos y autores. No olvidemos que allí el punto de arranque de la poesía nacional lo emblematiza Heredia. Él es -afirma Vitier- “nuestro primer poeta cabal” porque “encarna y expresa bellamente las aspiraciones de su pueblo.” Según Vitier, “[la] profunda y delicada identificación entre su intimidad y sus ideales, entre su vida emocional y sus convicciones políticas, es lo que hace de [él], sin disputa, el primer lírico de la patria, el primer vivificador de la nación como necesidad del alma” (énfasis nuestro) (Lo cubano en la poesía, 65). Aún cuando Vitier menciona el valor estético de la obra de Heredia, el hecho mismo de considerarlo como “nuestro primer poeta cabal” (es decir, completo, sin fisuras) a partir de una identificación absoluta entre poeta y nación corta un patrón de costura contra el que serán leídos y evaluados los restantes poetas en una lectura teleológica que nos lleva a, sale de, pasa por, parte de Martí. En este sentido resulta revelador el prólogo a la segunda edición, de 1970, donde Vitier expresa que lo que faltaba en las «consideraciones finales» de la primera era “la acción,” siendo esta omisión lo que, a su juicio, desconectaba “la historia y la poesía.” El prólogo citado reinscribe así en Lo cubano en la poesía, si bien retrospectivamente, la posibilidad y aún el deber de la poesía - deber cuya separación de tener no es clara- de “encarnar en la historia.” Para Vitier, “en la agonía de esa encarnación se desvanecen las frustraciones que nos paralizaban, quedando sólo en pie aquel imposible heroico -la protesta de Baraguá, la obra de Martí, los doce de la Sierra, las muertes solitarias de Camilo Torres y el Che- que es la sustancia y el motor de nuestra mejor historia y, en el reino de las transposiciones líricas o proféticas, de nuestra mejor poesía” (24) (énfasis mío). Es el imposible heroico -la acción, la violencia de la Historia- lo que termina siendo la medida de todas las cosas, particularmente de la poesía. No se trata, pues, de que los instrumentos de legitimización de la literatura funcionen “dentro de una esfera autónoma,” sino de que al poetizarse la política, ésta absorbe lo literario, lo interviene y pasa a representarlo. La razón de esto hay que buscarla en una ya larga tradición de sospecha y hasta de rechazo de la palabra literaria -como opuesta a la acción- en el interior de la cultura latinoamericana. Nos sale al paso en José Martí, en Fernández Retamar, en Vitier. La Revolución cubana creó un sentimiento de culpa en aquellos intelectuales que no participaron en la acción revolucionaria conducente al derrocamiento de la dictadura de Batista, lo cual no hizo más que agudizar ese sentimiento de vergüenza. Como veremos a través de este estudio, Casal no acepta estas demandas. A la vivificación de “la nación como necesidad del alma” que Vitier celebra en Heredia, responde -y sin ceder ni un ápice- con la vivificación de la poesía como necesidad del poeta.

    La oposición acto-palabra es fundamental en la articulación de las difíciles relaciones que observamos, en el interior del proceso de canonización literaria cubana, entre poesía e historia. En torno a ese núcleo de, repito, difícil convivencia, se han organizado dos procesos, siendo uno de ellos el de la canonización oficial, mientras que el otro es lo que pudiéramos llamar un contracanon. Como es de suponer, en ambos casos hay gestos tanto de exclusión como de inclusión.

    Si se me pidiera decir en qué momento, después de 1959, el canon cubensis comienza a tomar forma como un proceso institucionalizador del texto literario, no vacilaría en responder, por sus implicaciones, que es el de las “Palabras a los intelectuales,” entre otras cosas por haber instituido la oposición dentro- fuera como el mecanismo legitimador y desligitimizador por excelencia. En ese eje tenía que por fuerza endurecerse la oposición que, desde luego, no era nueva, Martí-Casal. Esa alineación, en la que Martí viene a emblematizar el interior revolucionario, la política, la historia, y el deseo de ser poeta en actos y no al revés; y en la que Casal, por el contrario, representará el ensimismamiento de lo literario, y la mirada y el deseo volcados hacia el exterior de la isla, va a traducirse en una relectura y redistribución canónica de toda la historia de la poesía cubana, es decir, va a rearticular la relación centro-margen según se perciba al poeta como más próximo a Martí o a Casal. Así, en 1984, en su prólogo a la poesía de Emilio Ballagas, Osvaldo Navarro expresa: “se puede afirmar entonces que aquella contradicción que oponía a Martí con Casal y con los modernistas era radical, y que sería el anuncio temprano de una disyuntiva que marcaría dialécticamente el destino de la poesía escrita en Cuba a lo largo de casi todo este siglo” (énfasis mío). Navarro presenta entonces a Martí y Casal como paradigmas de esas dos líneas que se excluyen mutuamente: “una [la de Casal] que se evade de la realidad o la idealiza argumentando, entre otras múltiples justificaciones, el ideal de los formalistas franceses; y la [de Martí] que hace de la realidad su materia prima esencial [...], y aspira a un equilibrio categórico entre la forma y el contenido, y que ha sido siempre un arma en manos de los revolucionarios.” Una vez establecidas las bases del relato genealógico, no demoran en aparecer las familias respectivas.

    Del lado de Casal caen: Boti, Poveda, Rubiera, Serpa, Núñez Olano, Dulce María Loynaz, y hasta -¡oh, ironía!- Marinello. Por supuesto, Ballagas mismo entra en este saco; y entra vía Vitier: “«Ah, pero -lo dijo Cintio Vitier, que entiende de eso, refiriéndose a Ballagas- él sabe que ésa es la línea ‘por donde se llega al sueño’, no a la realidad [...]».” Respecto a Lezama, comenta Navarro, “habría que decirlo siempre con respeto y comprensión, fue entre nosotros una suerte de nuevo Casal, pero padecedor de males muy parecidos” (énfasis mío) (“Prólogo,” 10-11).9

    Lo que resulta sintomático de esta distribución es que, como hemos venido diciendo, mientras más canónico es el escritor, más lejos se supone que esté de lo literario, y al revés. Esto nos permite comprender así el singular espacio que ocupa Casal en el canon. Es, sin dudas, un poeta excelente, pero es al mismo tiempo el negativo de Martí, una especie -y pudiéramos decir que en más de un sentido- de Martí invertido.

    Pienso, pues, que no basta con reconocer que Casal es un poeta canónico. Tenemos que preguntarnos bajo qué condiciones, en qué sentido es Casal canónico. Puesto que está fuera de discusión que es uno de los dos poetas más importantes del XIX cubano -el otro es Martí- ¿no resulta entonces absolutamente crucial la enorme distancia que va desde la institucionalización estatal de Martí a la evidente apatía hacia Casal por parte de las instituciones culturales cubanas hasta el día de hoy? Si exceptuamos la llamada, y sin dudas valiosa «Edición del Centenario» (1963-64) que recogió, por primera vez, en cuatro volúmenes las Prosas y las Poesías de Casal,10 ¿qué otras ediciones de su obra han sido publicadas desde entonces? Su poesía sólo volvió a reeditarse en 1982. En esa ocasión la compilación, prólogo y notas estuvieron a cargo de Alberto Rocasolano, quien prácticamente dice lo mismo que ya le escuchamos a Navarro. “Obviamente,” comenta Rocasolano, al saltar a la inevitable comparación, “una posición antitética como la de Casal, tiene que vencer grandes limitaciones para lograr la inserción en un estado de conciencia nacional,” mientras que Martí “rebasa los límites de la literatura y se convierte en un fenómeno espiritual en permanente estado de futuridad (énfasis nuestro).11 La miseria editorial que ha rodeado a Casal dentro de Cuba nos permite hacernos una idea del soterrado desprecio que la isla le reserva.12 Contrapuesto a esa ausencia en los anaqueles de las librerías cubanas -y en contraste con la asfixiante multiplicación de los textos martianos- el único gesto que podemos considerar verdaderamente institucionalizador, canonizante -el haber designado con su nombre al premio de poesía de la UNEAC- resulta casi una burla.

    ¿Cómo entender, entonces, y pese a todo -uno tiene que insistir- que Casal sea un poeta canónico? Para responder a esta pregunta hay que volver atrás, recordar a Piñera aferrado a la idea de que no había sido Martí, sino Casal, el gran poeta cubano del siglo XIX. Lo que ha mantenido a Casal, no ya en el canon, sino vivo, actuante en la tradición poética cubana es que nunca le han faltado poetas que se aferraran a él, que se encarnizaran en su escritura. Como dice Lezama: “Nuestro escandaloso cariño te persigue / y por eso sonríes entre los muertos.” A Martí no lo persiguen ese “cariño escandaloso,” sino las citas en serie, los bustos de yeso, los actos patrióticos, los juramentos de inmolación; es Martí quien nos persigue a nosotros, y uno simplemente se agota de verlo en todas partes, de no poderlo esquivar. Casal sabe ocultarse, sabe hacerse desear, y uno lo desea, lo busca en la ciudad como se busca a un amigo.

    Es el cuerpo fugaz, ese tremendo escalofrío que relampaguea y desaparece, y de pronto estás en un lugar que no conoces, buscando bajo el estruendo de los desfiles militares la bañera de Petronio, con los ojos volados por el vibrar sonoro de la lanza de Saulo. Hay que decirlo: a Casal se lo busca porque tiene un cuerpo. Sólo los cuerpos se pierden, reaparecen, desaparecen de la vista. Nuestra relación con él es poética por erótica y al revés. Casal sigue con nosotros no sólo por su excelencia como poeta, sino también porque -a diferencia de Martí- ha sabido desaparecer,13 y uno le agradece eso: que haya hecho de la muerte un objeto en que esmerarse, donde practicar la cacería inmóvil de las palabras.

    Cada vez que nos volvemos al pasado hay un poeta, o cuando más un puñado de poetas, aferrado o aferrados a Casal. Ese es el asunto: aferrarse a Casal, a lo que no es Martí. Pero no sólo porque no es Martí, sino sobre todo porque es Casal y en él están resguardados -y prometidos- los caminos de la poesía, su autonomía, su átomo de oro.

    Tras la muerte de Casal, y con el advenimiento de la República, comienza en seguida una genuina preocupación por mantener vivo su legado de poeta. Es la prueba más incontrovertible de su modernidad.

    Este movimiento lo inician los poetas orientales: José Manuel Poveda, Regino E. Boti. Abren el siglo preguntando por Casal, festejándolo. La poesía cubana del siglo XX empieza junto a la estatua imposible de Casal. Con la ingenuidad del que estrena República nueva, hacen planes, recolectan fondos, leen conferencias. Dan por hecha “[l]a erección en Santiago de Cuba de un monumento que perpetúe la memoria del egregio poeta cubano,”14 que, por supuesto, nunca será develado. Pero, más allá del bloque de mármol, lo que más nos conmueve es que, apenas han transcurrido las dos primeras décadas desde la muerte de Casal, ya empiecen a pulirse, ansiosamente, en medio de la dispersión y la desidia, los vidrios coloreados de la memoria. Basta repasar la correspondencia de Boti con los poetas orientales. El comienzo de una carta de Elpidio Estrada nos permite entrever esa ansiedad, y el choque con el hueco: “No puedo contestarte relativo al cuestionario del poeta Casal.” Pero ahí mismo salta una esquirla, preciosa: “En la misma calle Habana, entre Obispo y Obrapía, existía, y aún existe, un puesto de frutas nombrado ‘El anón’. Lo convidé a Casal varias veces a tomar allí refrescos. Siempre nos acompañó Panchito Chacón. El Poeta tomaba invariablemente Champola, guanábana con leche, refresco que en aquel entonces estaba muy de moda con el nombre también de ‘Habana Elegante’” (énfasis mío) (Cartas a los orientales, 215). Pasar la mano sobre la pátina del tiempo, de ese “aún existe” que se deshace con sólo señalarlo con el dedo. La ciudad se borra y reaparece, como se borran y reaparecen las frutas, y este Casal que pasa -sólo un estremecimiento- jugando con la nieve habanera: guanábana con leche. Es Casal, es el Poeta; es esa habitación donde “no entraba casi nadie,” y que, por lo mismo, sentimos ya nuestra, como una patria de la que nos hubieran exiliado incluso antes de nacer. Nos hacemos añicos la mirada contra la habitación cerrada, y seguimos con nuestro escándalo a ver si despierta la ciudad: guanábana con leche. Salimos a la noche y cubrimos con lechada de guanábana los gritos de la ideología. Nos aferramos a la ciudad, a los sabores perdidos, a las formas de las frutas que emigraron, a la respiración entrecortada de la memoria, de las palabras.

    Las «cartas a los orientales», de Boti, muestran a éste, tanto como a sus interlocutores, concentrados en la práctica de la literatura, práctica que gravita, una y otra vez, hacia Casal.15 Un último ejemplo, bellísimo, de lo que estamos diciendo. En una carta a Héctor Poveda (primo de José Manuel Poveda), Boti expresa: “Nuestro amigo Joaquín L. Vélez me trajo una noticia estupenda sobre un ejemplar de Julián del Casal. Ardo en deseos porque la noticia se cumpla” (Cartas, 320). Pero, otra vez, Casal debe desaparecer. Huye por el pasadizo de la escritura, se esconde entre los libros de Poveda, aprovecha la confusión de la mudanza, el desorden de «la cabeza de las mujeres». Su afición a la fuga parece colaborar extrañamente con fuerzas que no tienen nada de poéticas, y que se han conjurado con el olvido y la indiferencia:

    Con relación al ejemplar de «HOJAS AL VIENTO» de Casal he de decirle que mi familia me ha dado una incomodidad. En los días en que hablé con Vélez, acababa de mudarme. Mis hermanas encajonaron los libros en un desorden digno de la cabeza de las mujeres; y da la casualidad de que el único libro que se ha extraviado, ha sido esa reliquia. Tres veces he hecho vaciar los baúles y cajones, y no ha aparecido. Me dijeron que mi otra hermana, la que es maestra de Guantánamo, se había llevado cinco o seis volúmenes de versos. Escribí a Guantánamo; y ella niega habérselo llevado. Véame a Pepe Ruiz, y encárguele que haga una investigación cerca de Elia sobre el particular. El librito está encuadernado en cartón y piel, y comprende dos partes: la primera es la de «HOJAS AL VIENTO»; la segunda, en una serie de páginas en blanco, están escritos de puño y letra de José Manuel, los versos del «Joyel Parnasiano»,16 con algunas enmiendas que él mismo les iba haciendo. ¿Qué le parece?

    Cuente con él, si aparece. (Cartas, 323).

    En efecto, al final de Hojas al viento (uno de cuyos ejemplares me enorgullezco de poseer) hay una sección relativamente extensa de páginas en blanco. Desconozco a qué se debe este curioso detalle de la tirada, pero no es posible no ver a Poveda inclinado sobre Casal, segregando sus propios versos sobre esas páginas, trabajándolas, refutando el libro terminado y entregando sus hojas al viento del devenir. Casal desaparece, se esconde, pero es sólo cuestión de tiempo antes de que reaparezca, de que escuchemos otra vez el tableteo de su carcajada en el interior de otro poeta aferrado a su aire. Uno tiene que tener esto en mente, sobre todo si se considera cómo, desde muy temprano, la ciudad pareciera querer arrojarlo de sí, deshacerse de su memoria, de las flanerías de sus pulmones y de sus ojos alucinantes.

    En el acta de defunción consta que Casal había muerto a los veintiocho años de edad, cuando sabemos que faltaban dos semanas para que cumpliera los treinta, y sus amigos, o quienes estuvieron presentes en la ocasión, no conocían los nombres de sus padres.17 En 1910, Rubén Darío participa en la peregrinación al cementerio que los amigos de Casal hacían cada año al conmemorarse el aniversario de su muerte:

    En la tumba de Julián del Casal había este año menos visitantes que en los anteriores.

    -Muérete y verás -dijo alguien.

    Bajamos a la cripta del mausoleo particular, en donde descansa el poeta.

    Había varios nichos sin letrero indicador y varias marchitas coronas.

    -¿En dónde está Casal? -pregunté.

    Nadie lo sabía.18

    La fila de peregrinos comienza a disminuir, y finalmente desaparecerá el ritual de la amistad y la gratitud: la visita a la tumba, la fotografía de rigor, las palabras del orador de turno. Se dispersarán los amigos y, tras ellos, los restos de Casal. La pregunta de Darío, el escueto comentario de que ninguna inscripción indicaba el lugar donde había sido enterrado aquél, y la escalofriante respuesta que recibe su pregunta, rebasan lo anecdótico estrictamente hablando. Los esfuerzos por recuperar la casa donde nació se frustraron, mientras que la casa en que lo sorprendió la muerte -la fabulosa mansión de Lamadrid- se convirtió en cuartería, ciudadela. En 1991, volviendo un poco sobre los pasos de Darío, Jorge Luis Sánchez realizó el documental Donde está Casal, y para ello se fue al cementerio, en busca de los restos.19 Las pesquisas resultaron inútiles, pero eso es lo de menos. Más importante es la pregunta que escuchamos -“¿por qué está todo esto tan abandonado?”20 - mientras la cámara registra el basurero en que se había convertido el sitio.

    Uno tiene que contrastar, entonces, la desidia, el olvido que, persistentemente ha rodeado a la persona de Casal, con eso que no deja de salirnos al paso. Lo importante no es que Darío no encontrara quien le dijera dónde estaba Casal, sino que siempre haya habido alguien aferrado a su búsqueda, que casi un siglo más tarde un joven cineasta preguntara también por él y nos devolviera, no los restos, no el cadáver, sino el aliento, la obsecada respiración de Casal en medio de la mierda.

    Lo importante es que se hiciera la pregunta, en voz alta: “¿por qué está todo esto tan abandonado?” Y hay que recordar que antes de Jorge Luis fue Lezama, doblado también sobre Casal, sintiendo “una extraña fruición” al ver “un documento de Casal, no estudiado aún por ningún crítico” (“Julián del Casal,” 182); y fue Dulce María Loynaz, cuyo cariño por Casal está igualmente unido a la pérdida de “ciertos cuadernos muy pequeños, impresos en modesto papel, y con carátula también del mismo papel coloreado” que su madre “puso en [sus] manos.” Eran nada menos, nos dice ella, “que las primeras ediciones de los versos de Julián del Casal.” (“Ausencia y presencia,” 83). No son tanto los ritos usuales de la memoria, celebrados colectivamente, como sí el trasiego personal de la poesía-objeto, de eso que al parecer tiene que pasar por la iniciación personal, por la complicidad entre el poeta y su lector. Ese trasiego, sin embargo, tiene como su razón de ser no otra cosa que la ausencia misma: “Pero qué arduo deleite se nos hace enfocar este joven escurridizo” (87). Arduo deleite; la relación con Casal tiene que ser inequívocamente amorosa, erótica. Es, en cierto sentido, un ejercicio de cetrería cuyo placer reside en saber de antemano que la presa escapa siempre, aún y sobre todo en el momento de echarle el guante. Dulce María no falla, pues, en notar que esa esquivez de Casal que -no lo olvidemos- define también a la poesía, hizo de él el poeta “menos arraigado en su ámbito,” de modo que la “condición de ausente” fue “consustancial a su naturaleza” (87-88). Aquí damos con lo esencial, porque de lo que se trata es, precisamente, de eso que la crítica directa o indirectamente no ha cesado de imputarle a Casal: su supuesta falta de cubanía.

    Nótese, sin embargo, qué sucede cuando la reflexión viene de un poeta.

    “[C]abe decir,” expresa Dulce María, que Casal “no era ausente por poeta, sino más bien poeta por ausente” (88). O mejor; como eso que dice Baudelaire respecto a Gautier: “Gautier es algo francés; pero si fuera totalmente francés, no sería poeta” (“Théophile Gautier,” 927). El comentario de Baudelaire pone el dedo en la llaga, puesto que lo que se le exige a los poetas cubanos es que sean justamente eso, totalmente cubanos, producir textos en los que sea absolutamente legible el «hecho en Cuba», totalidad que se opone a la de la concentración poética y, por extensión, a la autonomía de la poesía.

    Cuando nos preguntamos quiénes son los poetas que -para continuar con la metáfora que hemos venido utilizando hasta aquí- se aferran a Casal, es imposible no notar que todos ellos son poetas ensimismados: Boti, Poveda, Lezama, Loynaz, Piñera, y también aquéllos más jóvenes que agruparé bajo el nombre de «generación del Centenario» (el de Casal, se entiende). En todos los casos la disyuntiva ha sido la misma: defender la eticidad de la escritura, nuestro derecho a la autonomía, a vivir como escritores, es decir, doblados sobre la página; que no es lo mismo que vivir en las nubes. Pero, cuando hablamos de concentración en la escritura, ¿de qué estamos realmente hablando?

    Permítasenos traer a colación los pronunciamientos de Enrique José Varona en una velada de la sociedad «La Caridad» del Cerro, celebrada en 1888 en el teatro Jané:

    Otros pueden permitirse el refinamiento de amar menos a su patria. Los que la ven alzada a la cumbre de la grandeza por el esfuerzo perseverante de sucesivas generaciones [...], pueden ciertamente espaciar su espíritu por más amplios horizontes que los que ciñen una región determinada de la tierra, aflojar un tanto los vínculos con que nos aprietan el país, la raza, las tradiciones, y ser, en el sentido más expansivo y generoso, cosmopolitas y ciudadanos del mundo, [...]. Pero los hijos de una patria desgraciada [...]; los que viven en medio del desconcierto de las voluntades, que centuplica las trabas para la acción colectiva, podemos concebir, como ideal de vida más completa, ese afecto superior que templa y suaviza lo que pueda haber de áspero y estrecho en el patriotismo regional; pero tenemos que sentirnos dominados por este afecto exclusivo, quizás absorbente, por lo mismo que es doloroso, y poner nuestro amor y devoción en la tierra, en la nuestra, que nos necesita, que nos llama, para que la levantemos en el pedestal que le niegan circunstancias adversas (Textos escogidos, 6).

    Este pasaje de la conferencia condensa los obstáculos y los desafíos que el pensamiento independentista de fines del siglo XIX coloca ante la voluntad autonómica de Casal. Aquí no hay espacio para las negociaciones, para la ejecución de solos. En la orquesta sinfónica nacional la única posibilidad es el canto coral, la masa sinfónica. Varona es claro: nada de refinamientos, ni de cosmopolitismos. Mirar hacia fuera no significa aumentar los amores, sino la orfandad del único amor que cuenta: el de la Patria. De un ambiguo “podemos concebir” pasamos al autoritario “tenemos que sentirnos dominados.” Como ocurre frecuentemente en Martí, la libertad aparece perturbadoramente encadenada a su contrario. Aquí no hay términos medios posibles. Lo que se exige es la absorción, la entrega total a la causa independentista, al sacrificio. Es la voz del grupo exigiendo entregarlo todo: el cuerpo y sus placeres, la vida privada, la conciencia incluso, puesto que no está permitida la duda. Planteado el combate en estos términos, a las demandas de absorción total por el discurso político sólo podía oponer Casal una terquedad que estuviera a la altura de esas exigencias: el ensimismamiento, el recogimiento dentro de sí. Mientras más crece el clamor de guerra que viene desde el monte, más habrá que aferrarse a los disfraces, a las imposturas, a los libros, a la ciudad. Una soberbia frente a otra.

    Dos años más tarde, y con motivo de la publicación del primer poemario de Casal, Hojas al viento (1890), Varona, entre sorprendido y alarmado por las poses casalianas, publica en la Revista Cubana un comentario crítico sobre el libro. El poemario, afirma, es “[el] producto singular de un talento muy real y de un medio completamente artificial.”21 Para Varona, Casal figura una extrañeza radical, un artificio que el cuerpo de la Nación no puede sino rechazar. “[E]l mundanismo, la literatura decadente y otras preciosidades y melindres sociales, que pululan en los salones selectos y semiselectos de París,” le advierte a Casal, son “plantas del todo éxóticas” [entre nosotros]” (422). De manera similar, los símbolos “de edades muertas” que ama Casal, “no [pertenecen] a nuestra historia” (423). No es sólo, sin embargo, de las “visiones” exóticas de Casal de lo que toma nota Varona; está también el ensimismamiento del poeta. Varona lo asocia al tipo de artista que “se siente como abstraído de la realidad,” que “ve en su interior,” y para el que “los signos verbales -las palabras- adquieren importancia decisiva” (421). La crítica de Varona no falla en recordarnos su conferencia de 1888. Si entonces había prácticamente proscrito de Cuba a los refinados, a quienes podían ser “cosmopolitas y ciudadanos del mundo,” ahora se lo advierte directamente a Casal.

    El poeta de Hojas al viento, dice Varona, “tendría delante una brillante carrera de poeta; si no viviese en Cuba. Porque aquí se puede ser poeta, pero no vivir como poeta” (423) (énfasis nuestro).

    Casal no polemiza con Varona; de hecho podemos decir que no lo hace con ninguno de sus críticos y detractores. Su respuesta a estas exigencias y desafíos será la escritura. Nada conseguirá moverlo de su centro, distraerlo. Si a Varona lo inquietaron los poemas de Hojas al viento, peor para él. La respuesta de Casal, dos años más tarde, es la soberbia colección de Nieve (1892). Así nos explicamos que se convirtiera en el modelo del poeta comprometido con su escritura, ese para quien, como dice Varona, “los signos verbales -las palabras- adquieren importancia decisiva.”

    Antón Arrufat afirma que Casal “fue una larga devoción en Piñera. Decisiva en un aspecto: la autonomía del poema,” y aclara que no se trató de una mera influencia de Casal sobre Piñera, sino de “una enseñanza.” Debe notarse que el vínculo de ambos poetas -al igual que sucede, por ejemplo, en Dulce María- está mediado por las experiencias de la enseñanza y la revelación (Virgilio Piñera, 26). El descubrimiento de Casal indica el aprendizaje de una lección. Esto se pone de manifiesto en el breve artículo “Poesía cubana del XIX,” que Piñera publicó en uno de los números de Lunes de Revolución, en 1960. Allí afirma: “Casal fue el único entre esos poetas con algo parecido a un plan. En este sentido resulta [...] el más ‘orgánico’ de todos ellos. O el único. Grande o pequeño él se hizo de un mundo, cosa sin la cual un poeta enmudece o emite sonidos inarticulados.” Piñera declara incluso que, comparados con Casal, todos los otros “parecen poetas ocasionales.” Lo que distingue a Casal es que en él “la poesía y el poeta marchan juntos,” que “no es autor de poemas sueltos.” Para el autor de La carne de René la virtud de Casal reside en aquello que, según él, les faltó a los poetas cubanos del XIX: “concentración poética” (Poesía y Crítica, 188).22 Resulta curioso, entonces, comprobar las dificultades que enfrenta Piñera al pasar -no podía evitarlo; recuérdese que estamos en 1960- entre Scilla y Caribdis: Martí y Casal.

    La entrada en Martí está precedida por un comentario sobre lo que Piñera llama “un lugar común en la psicología cubana” y que consiste en poseer “en grado sumo intuición para captar un problema,” mas no “la paciencia necesaria para profundizarlo” (189). No hay que ser muy perspicaz para ver aquí más de lo mismo: la falta de concentración que requiere el trabajo poético. Y como ejemplo de lo que está diciendo cita al propio Martí, quien se culpa a sí mismo “[d]e la extrañeza, singularidad, prisa, amontonamiento [y] arrebato de [sus] visiones.” La ironía de la cita es obvia, y no es la única vez, por cierto, que Piñera se escuda detrás del propio Martí para poner la zancadilla. Se aprovecha así del hábito de citarlo a derecha e izquierda para hacer crítica literaria. Sirva de ejemplo su artículo “La Amistad funesta” (1961) donde, desde el título mismo, se posiciona ambiguamente frente al texto martiano. Pareciera que forzara a Martí a reírse de sí mismo, a dejar su característico enseriamiento (de seriedad, de busto en serie). ¿Nos va a hablar Piñera de “La (novela) Amistad funesta,” o sobre una novela funesta perpetrada por Martí? Para aquilatar mejor la astucia piñeriana uno tiene que ver la diferencia en la manera de expresar, exactamente el mismo reparo, según se trate de la poesía o de la novela martiana. En lo tocante a la poesía, la propia posición de Martí hacia su obra parece contener -aunque no del todo- la lengua de Piñera, pero basta que Martí mismo califique a su novela como noveluca, para que Piñera se ponga los guantes: “en un temperamento tan fogoso y discursivo, como era el de Martí, dejar correr la mano significaba chapotear y encharcarse en la gratuidad. Se ve claramente que él iba metiendo, como en un saco, todo cuanto se le ocurría, y a tal extremo, que por no hacer dejación de su apodictismo moral, deslizaba, porque sí, aquí y allá, consejos, reflexiones sentenciosas y exhortaciones” (“La Amistad Funesta,” 239). Lo irónico, y hasta cómico, es que está todavía citando a Martí, pero cocinándolo a lo Piñera. De esta manera el estilo confesional martiano, que casi transforma el ripio literario en culpa moral -“De la extrañeza, singularidad, prisa, amontonamiento, arrebato de mis visiones, yo mismo tuve la culpa”- es forzado a entrar al carril de la literatura: la falta de Martí no es moral, sino literaria.

    No obstante, en “Poesía cubana del siglo XIX,” Piñera pareciera titubear respecto a Martí, sin dudas como reflejo de los cambios que empiezan a soplar con la Revolución cubana. Por un lado, menciona la opinión según la cual “Martí, metido hasta el cuello en la tarea de libertar a Cuba, se ocupaba de la poesía de modo marginal,” para inmediatamente descartarla: “Me atrevería a afirmar [...] que Martí alcanzó una madurez poética de la que está muy lejos el resto de sus colegas” (189). La contradicción es obvia. ¿No había dicho antes que Casal había sido el más orgánico de todos los poetas del XIX? ¿Qué lugar, nos preguntamos, ocupa ahora en ese resto en que Piñera, al no hacer ninguna especificación, incluye a Casal con todos los demás? En efecto, si se lee el artículo de Piñera con prisa, parece un rosario de inconsistencias. Para empezar, observa una contradicción en los poetas cubanos del XIX: madurez política (sentimiento independentista) e inmadurez poética (sometimiento a los modelos extranjeros). “No basta ser separatista del lado político; también era necesario separarse del lado poético,” afirma, y exceptúa a Martí de esa contradicción, “aunque con las naturales reservas” (187). El problema es qué quiere decir aquí independencia. Por ejemplo, al referirse a Casal repite uno de los lugares más comunes de sus detractores: “No es posible que un ser humano que vive con los ojos puestos en París [...] le quede mucho tiempo y mucha vista para ver la fluyente realidad que lo circunda.” Esta opinión resulta escandalosa en un doble sentido; primero, porque sólo unas líneas más arriba nos dice que en sus crónicas Casal realiza “una crítica mordaz del régimen colonial español;” segundo, porque ese mismo “mundo francés” que Piñera condena con tanta mordacidad resulta ser el “mundo poético” que hace que, frente a Casal, todos los demás poetas parezcan “ocasionales.” Es un “mundo prestado” pero, pregunta Piñera, “con la excepción de Martí, ¿alguno de los restantes poetas tuvo siquiera un mundo poético prestado?” (188). Es hora de decir, sin embargo, que las contradicciones de Piñera lo son sólo en apariencia, y que lo que se impone en este caso es redistribuir las cartas del juego.

    Piñera deja en claro que: 1) sin un mundo -poético, se entiende- “un poeta enmudece o sólo emite sonidos inarticulados;” 2) Casal fue, entre los poetas del XIX, el único “con algo parecido a un plan,” por lo que viene ser “el más ‘orgánico.’ O el único” (énfasis mío). Puede verse, hasta aquí, la absoluta centralidad de Casal como poeta moderno: él fue “el único” con algo parecido a un plan, por tanto “el más orgánico,” o “el único.” No importa como lo leamos, o en qué orden, Casal es único; 3) aunque Piñera afirma que Martí “alcanzó una madurez poética de la que está muy lejos el resto de sus colegas,” lo cierto es que añade, casi al final del texto, que “los vaivenes de su vida política le impidieron, al contrario de Casal, un plan poético definido, y no es menos cierto que ello lo salvó de escuelas, modas y modelos” (190). Si aplicamos la propia lógica de Piñera, en el sentido de que sin un plan “un poeta enmudece o sólo emite sonidos inarticulados,” hay que decir, entonces, que éste es, por implicación, el caso de Martí. Y esto se vuelve más transparente por la intención de Piñera de endulzar la píldora. Así, aunque Martí sólo emite sonidos inarticulados, se salva por lo menos de las modas. Y al revés, Casal “se despersonaliza en el Des Esseintes de Huysmans,” pero es un poeta con un mundo poético, es el más orgánico, o el único; en él “la poesía y el poeta machan juntos” (188). Saque la cuenta el lector sobre quién sale ganando. Una cosa más, antes de pasar al poema de Piñera sobre Casal con el que concluimos esta sección. Podrá pensarse que exageramos al afirmar que Martí sale del texto piñeriano como afirmador de su cubanidad, pero como emisor -en poesía- de “sonidos inarticulados.” Mas, ¿no es esto lo que nos sugiere aquella imagen de Martí “metiendo en un saco, todo cuanto se le ocurría” (“La Amistad Funesta,” 239). Eso, para no hablar de los gritos del personaje de Marta voceando que Martí “no era nada más que un orate,” “el padre de la locura.”23

    Repasemos, entonces, el poema “Naturalmente, en 1930,” de Piñera, inspirado en Casal:



    “Naturalmente, en 1930”



    Como un pájaro ciego

    que vuela en la luminosidad de la imagen

    mecido por la noche del poeta,

    una cualquiera entre tantas insondables

    vi a Casal

    arañar un cuerpo liso, bruñido.

    Arañándolo con tal vehemencia

    que sus uñas se rompían,

    y a mi pregunta ansiosa respondió

    que adentro estaba el poema (Poesía y crítica, 121).



    Dejando a un lado la característica ironía piñeriana -el poema fue escrito en 1976- la magnificente imagen de Casal nos lo muestra ensimismado, esto es, metido dentro de sí mismo, arañando un cuerpo liso, bruñido. Está entregado, para decirlo con palabras de Vitier, a la “pasión absoluta y excluyente” de la poesía, pero, no menos también, a la del cuerpo. La noche que lo rodea, de que se rodea, en la que se encapsula, lo protege de cualquier distracción. El encono con que las uñas arañan el cuerpo liso y bruñido revelan la resistencia de ese cuerpo. El poema está enterrado en el cuerpo, y es un cuerpo liso, bruñido, que resiste. De este modo el hallazgo del poema pasa por una resistencia que hay que vencer -la de la poesía-, por un cuerpo que hay que sonsacar con las uñas. Cuerpo y poesía. Arañar, desgastar. La erótica del cuerpo y la erótica del poema. Letra con sangre y sangre con letras. Dentro del cuerpo que araña Casal, vuela -ciego y clarividente a la vez- el pájaro de Piñera. La modernidad los sorprende persiguiéndose, arañando el mismo cuerpo, rompiéndose las uñas contra el cuerpo liso y bruñido del deseo, mirando una resistencia, confabulados en una misma seducción, ardiendo en el mismo Infierno: en el de las palabras.

    Ya en 1941 Piñera advertía -a propósito de la Avellaneda- que “[a]nte la poesía de un poeta la pregunta esencial podría ser formulada de este modo: ¿cómo ha sido resuelta la tragedia de la palabra?” (Poesía y crítica, 155) (énfasis nuestro). Se trata del pathos de la escritura, inscrito en su resistencia. Es en la aceptación y enfrentamiento de esa resistencia - resistencia es otra de las claves de la poética de Piñera- donde se dilucida el destino del poeta como tal, o como hilandero de palabras. Por resistentes, las palabras demandan ese centro de gravedad lírica de que habla Piñera, el hacerse de ese mundo (prestado, creado, robado; a veces es difícil distinguir) sin el cual no se puede ser poeta; es decir, exigen la concentración.24

    A propósito de esto que decimos, quiero referirme brevemente a un soneto de Casal, y al que, bajo diferentes circunstancias, retornaremos en el capítulo siguiente: “Mis amores,” incluido en Hojas al viento (1890). A primera vista, parece tratarse del “típico” poema modernista, o “parnasiano,” no siendo el cuarteto inicial sino un inventario de cachivaches modernistas: “Amo el bronce, el cristal, las porcelanas, / las vidrieras de múltiples colores, / los tapices pintados de oro y flores / y las brillantes lunas venecianas.”25 ¿Hace falta acaso -podemos adelantar la pregunta de más de un crítico- una prueba más evidente del afán decorativista, de escapismo? Esa pregunta, sin embargo, prefiere ignorar que el poema no está importando nada que no pudiera encontrarse en la ciudad. Más aún; lo que nos interesa aquí es el gesto irónico del texto que mezcla -dejerarquizándolos de paso- los objetos de la tienda por departamentos, los anuncios comerciales en los periódicos, las baratillas (imitaciones de segunda mano) que estaban al alcance de los obreros, la arqueología y coleccionismo del museo y, por supuesto, la “pureza” de la orfebrería del estilo.26

    Ahora bien, justo en su mismo centro -en los dos últimos versos del segundo cuarteto- el soneto de Casal comienza a ganar en intensidad erótica: “los árabes corceles voladores / las flébiles baladas alemanas.” No es que no estuviera presente antes -como veremos enseguida- sino que la hábil distribución de las esdrújulas y del sonido de la l acentúan la voluptuosidad de ese “inventario.” Podemos ver una transición, perfectamente lograda, de la luz y el color al sonido y el perfume. La importancia de esto es que las imágenes del poema adquieren, no la consistencia de los objetos que menciona, sino su vibración en la retina, en el tacto y el olfato: “el rico piano de marfil sonoro, / el sonido del cuerno en la espesura, / del pebetero la fragante esencia.” Las imágenes -no las cosas, insisto- se interpenetran, se funden en “la espesura” del texto, vale decir, en su “superficie,” que es donde ocurre todo. El “sonido del cuerno” no es otro que el de la escritura perdiéndose en el cuarto de espejos, yéndose y viniéndose tras la poesía que se resiste, que insiste en ocultarse, que se escapa virgen, intacta, justo al ser sometida, violada: “y el lecho de marfil, sándalo y oro, / en que deja la virgen hermosura / la ensangrentada flor de su inocencia.” De la “virgen hermosura” -la Belleza, el Poema- nos queda la “flor ensangrentada” que es la prueba de la violación, del crimen perpetrado por el escritor y de su triunfo, pero también de su derrota, puesto que la inocencia persiste, no obstante, en y a pesar del acto depredador. Esto es lo que ve Piñera cuando nos dice que Casal está concentrado, arañando un cuerpo liso, bruñido. No es que el poeta arañe ese cuerpo por bruñido, es decir, por bello; sino que el trabajo de arañarlo, la vehemencia con que se lo araña, es lo que lo bruñe. La poesía tiene que escapar para que el trabajo del poeta, como el de Sísifo, recomience, pero la poesía queda también -si sólo como un temblor- en la materia ensangrentada del lenguaje. Lograr esto es la prueba de la concentración poética, de que se está en posesión de un mundo propio. Porque, después de todo, aún si ese mundo fue primero “prestado,” el poeta puede quedárselo, no devolverlo.

    El poema resume la aventura poética como un doblarse sobre sí; doblarse, plegarse y, no obstante, acceder a la aventura del rizoma.

    Cuerpo, noche, escritura, el yo y el otro, se desdoblan, se estratifican.

    Esta es la fijeza, el punto de concentración que pedía Baudelaire al hecho poético. “La geografía del poeta,” expresó Piñera, “es ser isla rodeada de palabras por todas partes” (Poesía y crítica, 148), y es precisamente esa insularidad del lenguaje lo que no permite cerrar las fronteras, que funcionen las aduanas y los visados. El compromiso con el lenguaje, con la escritura no significa -como frecuentemente se ha pensado- que el poeta viva aislado en una torre de marfil, entre otras cosas por la simple razón de que el lenguaje crea conexiones, ensamblajes, flujos, resistencias. Casal tiene que estar, desde luego, solo, porque está concentrado en un cuerpo que exige todo el fragor del suyo; un cuerpo que no se le entregará nunca, y contra cuya pulida superficie se romperá las uñas. Pero no pasará mucho tiempo antes de que llegue el yo de Piñera y se rompa a su vez las uñas sobre la imagen resistente de Casal, ni antes de que otro, cualquiera de nosotros, se astille la vida en la cacería inmóvil de las palabras.

    Hemos hablado de cuerpo, de erótica de la escritura, y esto tenemos que conectarlo a su vez, con las sospechas de una sexualidad descarriada del modelo heterosexual que no ha dejado de perseguir al modernismo, y en particular a Casal. Y puesto que erotismo y sexualidad son insoslayables en la escritura modernista, ¿qué significa entonces leer esa sexualidad y ese erotismo desde el deseo polimorfo, rizomático, de Casal? Según veremos, no se trata sólo de la sexualidad per se, sino de su ensamblaje, de su inevitable acoplamiento a los discursos culturales de la época, lo cual implica, a su vez, llegar a una lectura muy diferente sobre el modernismo de ésa a que han llegado muchas -sería justo decir la mayoría- de las que se han producido hasta este momento. La lectura del modernismo desde Casal implica por otra parte, según veremos, revisar las asunciones más comunes sobre el lugar secundario ocupado por los modernistas en el intercambio cultural con Europa; o mejor, reclamar las posibilidades de una participación activa y productiva desde esa posición secundaria. Y todos estos caminos, sin importar por donde accedamos a ellos, nos llevan al «drama de la virilidad», a la crisis de la identidad masculina que se produce junto con los primeros esfuerzos por instituir esa identidad, por darle contornos seguros y sólidos.

    Como se sabe, El canon occidental de Bloom, al priorizar el valor estético, reacciona a lo que considera “la moda en nuestras universidades y facultades, donde todos los criterios estéticos y casi todos los criterios intelectuales han sido abandonados en nombre de la armonía social y el remedio a la injusticia histórica” (Bloom, 17). La crítica del modernismo producida hasta hoy -ya sea para rechazarlo o para “recuperarlo”- se resiente abrumadoramente de esta mirada. No pienso, sin embargo, que haya que renunciar a la crítica estética para llevar a cabo una crítica política eficaz, y a mi juicio absolutamente necesaria. Mi lectura es estética, parte de la poesía, de la extrañeza de la experiencia poética, pero no es por ello menos política. Esto es algo que le debíamos al modernismo: una lectura no contra, sino con sus propias intensidades, desde sus desvíos.

FUENTE:

  Directores de la colección:

    JOSÉ MANUEL LÓPEZ DE ABIADA

    PÍO E. SERRANO

    FRANCISCO MORÁN

    © Francisco Morán, 2008

    © Cubierta: Yvette Rutledge (Nueva Orleáns), 2008

    © Editorial Verbum, S.L., 2008

    www.verbumeditorial.com

    I.S.B.N.: 978-84-7962-433-0

      



martes, 10 de enero de 2023

A la plata Tomás Carrasquilla . RELATO.

 



A la plata

 

Tomás Carrasquilla

 

 

 

 

 
 Publicado: 1901

 

 

 

 

 

 

 

         Aquel enjambre humano debía presentar a vuelo de pájaro el aspecto de un basurero. Los sombreros mugrientos, los forros encarnados de las ruanas, los pañolones oscuros y sebosos, los paraguas apabullados, tantos pañuelos y trapajos retumbantes, eran el guardarropa de un Arlequín. Animadísima estaba la feria: era primer domingo de mes y el vecindario todo había acudido a renovación. Destellaba un sol de justicia; en las tasajeras de carne, de esa carne que se acarroñaba al resistero, buscaban las moscas donde incubar sus larvas; en los tendidos de cachivaches se agrupaban las muchachas campesinas, sudorosas y sofocadas, atraídas por la baratija, mientras las magnatas sudaban el quilo, a regateo limpio, entre los puestos de granos, legumbres y panela. Ese olor de despensa, de carnicería, de transpiración de gentes, de guiñapos sucios mezclado al olor del polvo y al de tanta plebe y negrería, formaban sumados, la hediondez genuina, paladinamente manifestada, de la humanidad. Los altercados, los diálogos, las carcajadas, el chillido, la rebatiña vertiginosa de la venduta, componían, sumados también, el balandro de la bestia. Llenaba todo el ámbito del lugarón.

         Sonó la campana, y cátate al animal aplacado. Se oyó el silencio, silencio que parecía un asueto, una frescura, que traía como ráfagas de limpieza… hasta religioso sería ese silencio. Rompiólo el curita con su voz gangosa; contestóle la muchedumbre, y, acabada la prez, reanudóse aquello. Pero por un instante solamente, porque de pronto sintióse el pánico, y la palabra: "¡Encierro!" vibró en el aire como preludio de juicio final. Encierro era en toda regla. Los veinte soldados del piquete, que inopinada y repentinamente acababan de invadir el pueblo, habíanse repartido por las cuatro esquinas de la plaza, a bayoneta calada. Fué como un ciclón. Desencajados, trémulos, abandonándolo todo, se dispararon los hombres y hasta hembras también, a los zaguanes y a la iglesia. ¡Pobre gente! Todo en vano, porque, como la amada de Lulio, "ni en la casa de Dios está segura".

         De allí sacaron unas decenas. Cayó entre los casados el Caratejo Longas. Lo que no lloró su mujer, la señá Rufa, llorólo a moco tendido María Eduvigis, su hija. Fuese ésta con súplicas al alcalde. A buen puerto arrimaba: cabalmente que al Caratejo no había riesgo de largarlo. ¡Figúrense! El mayordomo de Perucho Arcila, el rojo más recalcitrante y más urdemales en cien lenguas a la redonda: ¡un pícaro, un bandido! Antes no era tanto para todo lo rojo que era el tal Arcila.

         Ya desahuciado y en el cuartel, llamó el Caratejo a conferencia a su mujer y a su hija, y habló así: "A lo hecho, pecho, Corazón con Dios, y peganos del manto de María Santísima. A yo, lo que es matame, no me matan. Allá verán que ni an mal me va. Ello más bien es maluco dejalas como dos ánimas; pero ai les dejo maíz pa mucho tiempo. Pa desgusanar el ganao del patrón, y pa mantener esas mangas bien limpias, vustedes los saben hacer mejor que yo. Sigan con el balance de la güerta y de los quesitos, y métanle a estas placeñas y a las amasadoras los güevos hasta las cachas, y allá verán cómo enredamos la pita. Mirá, Rufa: si aquellos muchachos acaban de pagar la condena antes que yo güelva, no los almitás en la casa, de mantenidos. Que se larguen a trabajar, o a jalale a la vigüela y a las décimas si les da la gana. ¡Y no s'infusquen por eso!… ultimadamente, el Gobierno siempre paga".

         Y su voz selvática, encadenada en gruñidos, con inflexiones y finales dejativos, ese acento característico de los campesinos de nuestra región oriental, los acompañaba el orador con mil visajes y mímicas de convencimiento, y un aire de socarronería y unos manoteos y paradas de dedo de una elocuencia verdaderamente salvaje. Ayudábale el carate. Por aquella cara larga, y por cuanto mostraba de aquel cuerpo langaruto y cartilaginoso, lucía el jaspe, con vetas de carey, con placas esmeriladas y nacarinas. Pintoresco forro el de aquella armazón.

         Ensartando y ensartando dirigióse al fin a la hija, y, con un tono y un gesto allá, que encerraban un embuchado de cosas, le dice, dándole una palmadita en el hombro: "Y vos, no te metás de filática con el patrón: ¡es muy abierto!".

         ¡Culebra brava la tal Eduvigis! Sazonado por el sol y el viento de la montaña era aquel cuerpo, en que no intervinieron ni artificio ni deformación civilizadores; obra premiada de naturaleza. Las caderas, el busto bien alto, la proclamaban futura madre de la titanería laboradora. El cabello, negro, de un negro profundo, se le alborotaba, indomable como una pasión; y en esos ojos había unas promesas, unos rechazos y un misterio, que hicieron empalidecer a más de un rostro masculino. Un toche habría picado aquellos labios como pulpa de guayaba madura; de perro faldero eran los dientes, por entre los cuales asomaba tal cual vez, como para lamer tanto almíbar, una puntita roja y nerviosa. Por este asomo lingüístico de ingénito coquetismo, la regañaba el cura a cada confesión, pero no le valía. Así y todo, mostrábase tan brava y retrechera, que un cierto galancete hubo de llevarse, en alguna memorable ocasión, un sopapo que ni un trancazo; fuera de que el Caratejo la celaba a su modo. Él tenía su idea. Tanto que, apenas separado de la muchacha se dijo, hablado y todo y con parado de dedo: "Verán cómo el patrón le quebranta agora los agallones".

         Y pocos días después partió el Caratejo para la guerra.

         Rufa, que se entregó en poco tiempo y por completo al vicio de la separación, cuando los dos hijos partieron a presidio, bien podría ahora arrostrar esta otra ausencia, por más que pareciera cosa de viudez. ¡Y tánto como pudo! Ni las más leves nostalgias conyugales, ni asomos de temor por la vida del marido, ni quebraderos de cabeza porque volara el tiempo y le tornase el bien ausente, ni nada, vino a interrumpir aquel viento de cristiana filosófica indolencia. A vela henchida, gallarda y serenísima, surcaba y surcaba por esos mares de leche. Y eso que en la casa ocurrió algo, y aun algos, por aquellos días. Pero no: sus altas atribuciones de vaquera labradora y mayordoma de finca, en que dio rumbo a sus actividades y empleo a la potencia judaica que hervía en su carácter, no le daban tiempo ni lugar para embelecos y enredos de otro orden. ¡Lo que es tener oficio!…

         Hembra de canela e inventora de dineros era la tal Rufa Chaverra. Arcila declarólo luego espejo de administradoras. Ella se iba por esas mangas, y, a güinchazo limpio, extirpaba cuanta malecilla o yerbajo intruso asomase la cabeza. Con sapientísima oportunidad salaba y ponía el fierro a aquel ganado, cuyo idioma parecía conocer, y a quien hacía los más expresivos reclamos, bien fuese colectiva o individualmente, ya con bramido bronco igual que una vaca, si era a res mayor, ahora melindroso, si se trataba de parvulillos; y siempre con el nombre de pila, sin que la "Chapola" se le confundiese con la "Cachipanda", ni el "Careperro" con el "Mancoreto". Hasta medio albéitara resultaba, en ocasiones. Mano de ángel poseía para desgusanar, hacer los untos y sobaduras y gran experiencia y fortuna en aplicar menjurjes por dentro y por fuera. La vaca más descastada y botacrías no se la jugaba a Rufa; que ella, juzgando por el volumen y otras apariencias, de la proximidad del asunto, ponía a la taimada, en el corral, por la noche; y, si alguna vez se necesitaba un poco de obstetricia, allí estaba ella para el caso. En punto a echar argollas a los cerdos más bravíos, y de hacer de un ternero algo menos ofensivo, allá se las habría con cualquier itagüiseño del oficio. Iniciada estaba en los misterios del harem, y cuando al rebuzno del pachá respondían eróticos relinchos, ella sabía si eran del caso o no eran idilios a puerta cerrada, y cuál la odalisca que debía ir al tálamo. Porque sí o porque no, nunca dejaba de apostrofar al progenitor aquél con algo así: "¡Ah taita, como no tenés más oficio que jartar, siempre estás dispuesto pa la vagamundería!".

         Si tan facultativa y habilidosa era para manejar lo ajeno, cuánto y más no sería para lo propio. Ni se diga de los gajes con la leche que le correspondía, ni de los productos del gallinero, ni de esa huerta donde los mafafales alternaban con la hachira, los repollos con las pepineras, las vitorias con las auyamas.

         Pues resultó que todo estuvo a pique de perderse. Del huracán que ahora corre, llegaron ráfagas hasta la montañesa. Supo que unas amigas y comadres mazamorreaban orillas de La Cristalina, riachuelo que corre obra de dos millas de la casa de Arcila. Lo mismo fué saber que embelecarse. So pretexto de buscar un cerdo que dizque se le había remontado, fuése a las lavadoras de oro, y con la labia y el disimulo del mundo, les sonsacó todas las mañas y particularidades del oficio. Ese mismo día se hizo a batea, y viérais a la rolliza campesina, con las sayas anudadas a guisa de bragas, zambullida hasta el muslo, garridamente repechada, haciéndole bailar a la batea la danza del oro con la siniestra mano, mientras que con la diestra iba chorreando el agua sobre la fina arena, donde asomaban los ruedos oscuros de la jagua. Al domingo siguiente cambió el oro, y cuál se le ensancharía el cuajo cuando tuvo amarrados, a pico de pañuelo, treinta y seis reales de un boleo.

         Dada a la minería pasara su vida entera, a no ser por un cólico que la retuvo en cama varios días, y que le repitió más violento al volver al oficio. Mas no cedió en su propósito; mandó entonces a la Eduvigis, a quien le sentaron muy bien las aguas de La Cristalina. Mientras la hija pasaba de sol a sol en la mazamorrería, la madre cargaba con todo el brete de la finca. ¡Y tan campantes y satisfechas!…

         Más rastro deja en un espejo la imagen reflejada, que en el ánimo de Rufa las noticias sobre la guerra, que oía en el pueblo los domingos y los dos días de semana en que iba a sus ventas. Lo que fué del Caratejo, no llegó a preocuparse hasta el grado de indagar por el lugar de su paradero. Bien confirmaba esta esposa que las ternuras y blandicies de alma son necesidades de los blancos de la ciudad, y un lujo superfluo para el pobre campesino.

         Envueltos en la niebla, arrebujados y borrosos, mostrábanse riscos y praderas; la casa de la finca semejaba un esbozo de paisaje a dos tintas; a trechos se percibían los vallados y chambas de la huerta, las aristas del techo, el alto andamio del gallinero; sólo alcanzaban a destacarse con alguna precisión los cuernos del ganado, rígidos y oscuros, rompiendo esas vaguedades, cual la noción del diablo la bruma de una mente infantil. A la quejumbrosa melodía de los recentales, acorralados y ateridos, contestaban desde afuera los bajos profundos y cariñosos de las madres, mientras que Rufa y Eduvigis renegaban, si Dios tenía qué, en las bregas y afanes del ordeño. Eduvigis, en cuclillas, remangada hasta las axilas, cubierta la cabeza con enorme pañuelo de pintajos, hacía saltar de una ubre al cuenco amarillento de la cuyabra, el chorro humeante y cadencioso. Un hálito de vida, de salud se exhalaba de aquel fondo espumoso. Casi colmaba la vasija, cuando un grito agudo, prolongado adrede, rasgó la densidad de esa atmósfera. La moza se suspende; el grito se repite más agudo todavía. "¡Mi taita!", exclama la Eduvigis, y sin pensar en leches ni en ordeños, corre alebrestada chamba abajo.

         No se engañaba. Buen amigo, que sí lo era en efecto, descolgóse a saltos, lengua afuera, la cola en alboroto. Impasible, la señá Rufa permaneció en su puesto. A poco llegóse el Caratejo con el perro, que quería encaramársele a los hombros. Marido y mujer se avistaron. Nada de culto externo ni de perrerías en aquel saludo. Dijérase que acababan de separarse.

         - Y, ¿qué es lo que hay pal viejo? -dice Longas por toda efusión.

         Y Rufa, plantificada, totuma en mano, con soberano desentendimiento, contesta:

         - Y eso, ¿qué contiene, pues?

         - Pues que anoche llegamos al sitio, y que el fefe me dio licencia pa venir a velas, porque mañana go esta tarde seguimos pa la Villa.

         Facha peregrina la de este hijo de Marte. El sombrero hiperbólico de caña abigarrada, el vestido mugriento de coleta, los golpes rojos y desteñidos del cuello y de los puños, los pantalones holgados y caídos por las posas y que más parecían de seminarista, dignos eran de cubrir aquel cuerpo largo y desgavilado. Ni las escaseces, ni las intemperies, ni las fatigas de campaña, habían alterado en lo mínimo al mayordomo de Arcila. Tan feo volvía y tan Caratejo como se fue. Por morral llevaba una jícara algo más que preñada; por faja una chuspa oculta y no vacía.

         Rufa sigue ordeñando. Toma Lonjas la palabra.

         - Pues, pa que lo viás. Ya lo ves que nada me sucedió. Los que no murieron de bala, se templaron de tanta plaga y de tanta mortecina de cristiano, y yo… ai con mi carate: ¡la cáscara guarda el palo!

         Y aquí siguió un relato bélico autobiográfico, con algo más de largas que de cortas, como es usanzas en tales casos. Rufa parecía un tanto cohibida y preocupada.

         - ¿Y ontá la Eduvigis? - dice de pronto el marido, cortando la narración.

         - Pes ella… pes ella… puai cogió chamba abajo, izque porque la vas a matar.

         - ¿A matala? ¿Y por qué gracia?

         - ¿Pes… ella… no salió, pues, con un embeleco de muchacho?…

         -¿De muchacho? -prorrumpe el conscripto, abriendo tamaños ojos, ojos donde pareció asomar un fulgor de triunfo-. ¿Conque, muchacho? ¿Y pu'eso s'esconde esa pendeja? ¿Y ontá el muchacho?

         - ¿Ai no'stá, pues en la maca?

         - Andá llámame a esa boba.

         Y, tirando corredor adentro, se coló al cuartucho. Debajo de la cama pendiente de unos rejos, oscilaba la batea. Envuelto en pingajos de colores verdosos y alterados, dormía el angelito. No pudo resistir el abuelo a la fuerza de la sangre, ni menos al empuje de un orgullo repentino que le borbotó en las entrañas. Sacó de la batea la criatura, que al despertar y ver aquella cara tan fea y tan extraña, puso el grito en el cielo. Era José Dolores Longas un rollete de manteca, mofletudo y cariacontecido; las manos unas manoplas; las muñecas, como estranguladas con cuerda, a modo de morcilla; las piernas, tronchas y exuberantes, más huevos de arracacha que carne humana: una figura eclesiástica, casi episcopal. Iba a quebrarse con los berríos que lanzaba: ¡cuidado si había pulmones! El soldado lo cogió en los brazos, haciéndole zarandeos, por vía de arrullo. Abrazaba su fortuna: en aquel vástago veía el Caratejo horizontes azules y rosados, de dicha y prosperidad: el predio cercano, su sueño dorado, era suyo; suyas unas decenas de vacas; suyo el par de muletos y los aparejos de la arriería: y ¿quién sabe si la casa, esa casa tan amplia y espaciosa, no sería suya pasado corto tiempo? ¡El patrón era tan abierto!… Calmóse un tanto el monigote. Escrutólo el Caratejo de una ojeada, y se dijo: "¡Igualito al taita!".

         Entre tanto Rufa gritaba desde la manga: "¡Que vengás a tu taita que no está nada bravo! !Que no sias caraja! !Subí, Eduvigis, que siempre lo habís de ver!".

         La muchacha, más muerta que viva, a pesar de la promesa, subía por la chamba, minutos después. Pálida por el susto, parecía más hermosa y escultural. Levantó la mirada hacia la casa, y vió a su padre en el corredor, con el niño en brazos. A paso receloso llégase a él; arrodíllase a las plantas y murmura:

         -¡Sacramento del altar, taita!

         Y con la diestra carateja, le rayó la bendición el padre, no sin sus miajas de unción y de solemnidad. Mandóla luego la madre a la cocina a preparar el agasajo para el viajero, y Rufa que ya en ese momento había terminado sus faenas perentorias, tomó al nieto en su regazo y se preparó al interrogatorio que se le venía encima.

         - Bueno -principia el marido-, y el patrón siempre le habrá dejao a la muchacha… por lo menos sus tres vacas, y le habrá dao mucha plata pa los gastos?

         -¡Eh! -replica Rufa-. ¿Usté por qué ha determinao que fué don Perucho?

         -¿Que no fué el patrón? -salta el Caratejo desfigurándose.

         -¡Si fue Simplicio, el hijo de la dijunta Jerónima!…

         -¡Ese tuntuniento!… -vocifera el deshonrado padre-. ¡Un muerto dihambre que no tiene un Cristo en qué morir!… Y vos, so almártaga, ¿pa qué consentites esos enredos?

         La cara se le desencajó; le temblaban los labios como si tuviera tercianas. "Yo mato a esa arrastrada, a esa sinvergüenza". Y, atontado y frenético, se lanza a la cocina, agarra una astilla de leña, y cada golpe escupe sobre la hija un insulto, una desvergüenza, una bajeza. Cuando la infeliz yacía por tierra, convulsa y sollozante, arrimóle Longas formidable puntapié, y exclamó tartajoso: "¡Te largás… ahora mismo… con tu muchacho… que yo no voy a mantener aquí vagamundas!".

         Y salió disparado, camino del pueblo, como huyendo de su propia deshonra.

martes, 3 de enero de 2023

Karel Čapek Apócrifos.La condena de Prometeo. Cuento.

 



Karel Čapek

Apócrifos

Título original: Apokryfy

Traducción de Ana Orozco de Falbr


 


Karel Čapek nació al noroeste de Checoslovaquia en 1890. Sus obras han alcanzado reconocimiento internacional y han sido traducidas a diversos idiomas. Ya en sus primeros escritos se vislumbra la idea de Capek de concebir la literatura como un vehículo idóneo para expresar sus ideas filosóficas, que expone a través de originales utopías y visiones satíricas del mundo futuro. Con sus primeras obras, Los Calvarios y Cuentos tormentosos, llega a posturas cercanas a un nihilismo intelectual que le podrían haber conducido al silencio. Sin embargo a partir de ese momento comenzó a expresarse por medio del teatro, descubriendo una nueva posibilidad comunicativa. Sus primeras obras dramáticas, R.U.R. (Rossum’s Universal Robots) —donde se emplea por primera vez la palabra robot referida a autómatas mecánicos— y El juego de los insectos cosecharon un éxito inmediato y rotundo en Londres y Nueva York gracias a su ingeniosa puesta en escena y al atrevido contenido crítico de sus argumentos, que advierten de los peligros de una sociedad obsesionada por la producción y el consumo. Čapek es uno de los pioneros de la llamada "novela de anticipación"; en sus escritos se descubren preocupaciones éticas y sociales derivadas de una situación histórica plagada de amenazas. Este escritor cultivó también el periodismo, en sus Cartas italianas, Cartas inglesas (1924) y Cartas españolas (1930) destacan las finas y minuciosas observaciones psicológicas. Murió en 1938 meses después del "Pacto de Munich" que supuso el desmembramiento de su país; no llegó a ver la ocupación militar de Praga por las tropas nazis, aunque tal vez ya la había anticipado de una forma u otra en sus novelas.

Los relatos seleccionados en este volumen se integran en un libro titulado Apócrifos. Escritos entre 1920 y 1938 nos presentan una visión desmitificadora de la Historia y de alguno de sus protagonistas, como Hamlet, Napoleón, Pilatos, Don Juan, Atila, etc. En ellos se expone una interpretación inédita y a menudo paradójica, siempre cargada de aguda ironía, de estos personajes y episodios históricos.


Carraspeando y gimoteando, tras un largo preámbulo ce introducción, se reunieron de nuevo los miembros del Senado en sesión extraordinaria, que se celebraba a la sombra de un olivo sagrado.

—Bueno, señores —se animó Hipometeo, presidente del Senado—. ¡Hay que ver cómo se ha prolongado esto! Creo que no es necesario un resumen pero, en fin, para que no haya objeciones formales... Así pues, Prometeo, ciudadano de la localidad, comparece ante el Tribunal acusado de haber inventado el fuego y con ello, ejem... ejem... de haber violado el orden establecido. Ha confesado, primero: que verdaderamente inventó el fuego; segundo: que es capaz de sacarlo, cada vez que lo desee, del pedernal; tercero: que este secreto, mejor dicho, que este descubrimiento escandaloso no lo guardó para sí ni lo comunicó a los centros competentes, sino que lo confió y dejó usar libremente a gente incapacitada, como se ha comprobado por las declaraciones de las personas que acaban de ser interrogadas. Creo que esta explicación bastará y que podemos pasar inmediatamente a la votación sobre su culpabilidad y sobre la sentencia a imponer.

—Perdone, señor presidente —objetó el miembro Apometeo—, pero juzgo que a causa de la importancia de este Tribunal extraordinario, sería quizás conveniente que no dictásemos la sentencia, hasta después de una meticulosa deliberación y, por decirlo así, información general.

—Como quieran, señores —cedió conciliador Hipometeo—. El caso es, desde luego, muy claro, pero si alguno de ustedes desea subrayar algo... ¡Hagan el favor!

—Yo me permitiría indicar —se oyó decir a Ameteo, después de haber tosido con decisión— que, según mi opinión, en todo esto se debería recalcar particularmente una parte del asunto. Me refiero, señores, a la parte religiosa. Permítanme expresarme. ¿Qué es ese fuego? ¿Qué es esa chispa que se hace brotar del pedernal? Como reconoció el mismo Prometeo no es más que un rayo, y todos sabemos que el rayo es una manifestación del poder sobrenatural del Dios de las Tormentas. Hagan el favor de explicarme, señores, cómo es posible que un tal Prometeo se haya apoderado del fuego divino. ¿Con qué derecho se lo apropió? ¿De dónde lo sacó? Prometeo trata de convencernos de que, sencillamente, lo descubrió; pero eso es una disculpa tonta. Si se tratase de un hecho tan inocente, ¿por qué no habría inventado el fuego, por ejemplo, uno de nosotros? Yo estoy convencido, señores, de que Prometeo robó el fuego a nuestros dioses. Sus negativas y disculpas no nos embaucarán. Yo calificaría su acto, primero, de robo ordinario y segundo, de delito de blasfemia y robo sacrílego. Estamos aquí para castigar con la mayor severidad este atrevimiento impío, y para defenderla propiedad sagrada de nuestros dioses nacionales. Esto es todo lo que quería decir, señores —terminó Ameteo y se sonó con energía en los faldones de su toga.

—Bien dicho —aprobó Hipometeo—. ¿Tiene alguien más alguna observación que hacer? —Pido que me disculpen —habló Apometeo—, pero yo no puedo estar de acuerdo con la interpretación dada por mi respetable señor colega. Yo he observado cómo el dicho Prometeo producía el fuego y he de decirles francamente, señores, que la cosa en si no tiene nada de particular. Descubrir el fuego es algo que sabría hacer cualquier vagabundo, holgazán o cabrero. A nosotros no se nos ha ocurrido, sencillamente, porque una persona seria no se pone a jugar con piedrecitas para que salten chispas. Aseguro a mi señor colega Ameteo, que ésas son fuerzas corrientes de la naturaleza, el ocuparse de las cuales no es digno de una persona que piensa y, menos todavía, digno de los dioses. Según mi opinión, el fuego es una manifestación demasiado fútil para que la relacionemos con cosas sagradas para nosotros. Pero el asunto tiene otro aspecto, sobre el que quiero llamar la atención de los señores colegas. Parece ser que el fuego es un elemento peligroso, hasta podríamos decir, perjudicial. Han oído ustedes declarar a una serie de testigos que, habiendo ensayado el invento infantil de Prometeo, sufrieron serias quemaduras y, en algunos casos, daños en sus propiedades. Señores, si por culpa de Prometeo se extiende el uso del fuego —lo que por desgracia ya no se puede impedir

— ninguno de nosotros estará seguro de su vida ni siquiera de su hacienda. Y eso, señores míos, puede significar el fin de cualquier clase de civilización. Basta el más pequeño descuido y ¿ante qué se detendría ese elemento intranquilo? Prometeo, señores, ha cometido una ligereza merecedora de castigo por haber traído al mundo algo tan destructivo. Yo calificaría su crimen de grave amenaza corporal y contra la seguridad pública. Y teniendo esto, en cuenta, pido que se le condene a cadena perpetua, agravada con lecho duro y grilletes. He terminado, señor presidente.

—Tiene usted mucha razón, colega —resopló Hipometeo—. Solamente quisiera añadir algo, señores. ¿Para qué nos hacía falta el fuego? ¿Acaso lo utilizaban nuestros antepasados? Venir ahora con cosa semejante es, sencillamente, una falta de respeto al orden heredado, o sea... ejem... un acto de rebelión. ¡Eso nos faltaba, jugar con fuego! ¿Pueden ustedes imaginar a dónde nos llevará esto? La gente, junto al fuego, se hará inútilmente delicada, se arrellanará en el calor y la comodidad en lugar de... en fin, de luchar y cosas parecidas. En resumen, de esto se desprenderá solamente blandeza de carácter, decadencia de la moral y... ejem... falta de orden en general —y cosas parecidas. Hay que hacer algo contra estas manifestaciones poco saludables, señores. Los tiempos en que vivimos son serios y además... Esto es todo lo que quería decir.

—Muy bien —exclamó Antimeteo—. Todos nosotros estamos de acuerdo con nuestro digno presidente, en que el fuego de Prometeo puede tener consecuencias incalculables. Señores, no intentemos ocultarlo, se trata de algo tremendo. ¡Qué grandes posibilidades dará el fuego al que lo tenga en su poder! Citaré solamente algunos ejemplos: se podrá quemar la cosecha del enemigo, arrasarle los olivares, etc. etc. Con el fuego, señores míos, se nos da a los hombres una nueva fuerza y una nueva arma. Con el fuego nos hacemos casi iguales a los dioses —terminó bajando la voz. Y de pronto explotó:

¡Acuso a Prometeo porque este divino e insuperable elemento, lo confió a pastores y a esclavos, a todo el que llegó! ¡Porque no lo puso en manos elegidas que lo hubieran cuidado como un tesoro de Estado, aprovechándolo para dominar! ¡Acuso a Prometeo por malversar de esta manera el descubrimiento del fuego, que debía haber sido un secreto del sacerdocio! ¡Acuso a Prometeo —gritó excitado Antimeteo— porque enseñó a producir el fuego a los extranjeros, porque no silenció su descubrimiento ni ante nuestros enemigos! Prometeo robó el fuego por el hecho de haberlo entregado a todos.

¡Acuso a Prometeo de alta traición! ¡Le acuso de intrigas contra la comunidad! —Antimeteo gritó tanto que empezó a toser—. ¡Pido la pena de muerte! —salió finalmente de su garganta.

—Bien, señores —habló Hipometeo—, ¿alguien más quiere hacer uso de la palabra? Entonces, según la opinión del Tribunal, Prometeo es acusado, por una parte, del crimen de blasfemia y robo sacrílego, del crimen de causar graves daños corporales, de perjuicios a la propiedad ajena y de amenaza a la seguridad pública; por otra parte, del crimen de alta traición. Señores, propongo que se le condene a cadena perpetua, agravada con lecho duro y grilletes, o a la pena de muerte.

—O a ambas cosas —dejó escapar de su garganta el pensativo Ameteo—, para que las dos propuestas sean aceptadas.

—¿Y cómo van a aplicársele ambas penas? —preguntó el presidente.

—Eso es, precisamente, lo que estoy meditando... —gruñó Ameteo—. Quizá sería posible así: condenar a Prometeo a estar toda su vida atado a unas rocas... y tal vez los buitres se encarguen de picotear su impío hígado. ¿Me comprenden ustedes?

No estaría mal... —dijo satisfecho Hipometeo—. Señores, ése sería un castigo ejemplar por una... ejem... extravagancia tan criminal. ¿Tiene alguno de mis distinguidos colegas algo que objetar? Entonces, hemos terminado.

¿Y por qué habéis condenado a muerte a ese Prometeo, papá?— preguntó a Hipometeo durante la cena, su hijo Epimeteo.

—Eso tú no lo comprendes —gruñó Hipometeo, hincando al mismo tiempo el diente en una pierna de carnero—. ¡Caramba! Una pierna de carnero asada, está mejor que cruda... ¡Vaya! Después de todo, para algo sirve ese fuego... Mira, le hemos condenado por motivos de interés público. ¿A dónde llegaríamos si el primero a quien le viniera en gana pudiera, sin castigo, inventar algo nuevo y grande? ¿Comprendes? Pero todavía le falta algo a este carnero... ¡Ya lo tengo! —gritó feliz—. Una pierna de carnero asada se debe salar y untar con ajo picado. ¡Eso es! Muchacho ¡vaya un descubrimiento! ¿Ves? Una cosa así no se le hubiera ocurrido a ese Prometeo...

Año 1932

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