domingo, 21 de agosto de 2022

EL INDULTO Emilia Pardo Bazán

 


EL INDULTO

Emilia Pardo Bazán

De cuantas mujeres enjabonaban ropa en el lavadero público de Marineda, ateridas por el frío cruel de una mañana de marzo, Antonia, la asistenta, era la más encorvada, la más abatida, la que torcía con menos brío, la que refregaba con mayor desaliento. A veces, interrumpiendo su labor, pasábase el dorso de la mano por los enrojecidos párpados, y las gotas de agua y burbujas de jabón parecían lágrimas sobre su tez marchita.

Las compañeras de trabajo de Antonia la miraban compasivamente, y de tiempo en tiempo, entre la algarabía de las conversaciones y disputas, se cruzaba un breve diálogo, a media voz, entretejido con exclamaciones de asombro, indignación y lástima. Todo el lavadero sabía al dedillo los males de la asistenta, y hallaba en ellos asunto para interminables comentarios. Nadie ignoraba que la infeliz, casada con un mozo carnicero, residía, años antes, en compañía de su madre y de su marido, en un barrio extramuros, y que la familia vivía con desahogo, gracias al asiduo trabajo de Antonia y a los cuartejos ahorrados por la vieja en su antiguo oficio de revendedora, baratillera y prestamista. Nadie había olvidado tampoco la lúgubre tarde en que la vieja fue asesinada, encontrándose hecha astillas la tapa del arcón donde guardaba sus caudales y ciertos pendientes y brincos de oro. Nadie, tampoco, el horror que infundió en el público la nueva de que el ladrón y asesino no era sino el marido de Antonia, según esta misma declaraba, añadiendo que desde tiempo atrás roía al criminal la codicia del dinero de su suegra, con el cual deseaba establecer una tablajería suya propia. Sin embargo, el acusado hizo por probar la coartada, valiéndose del testimonio de dos o tres amigo tes de taberna, y de tal modo envolvió el asunto, que, en vez de ir al palo, salió con veinte años de cadena. No fue tan indulgente la opinión como la ley: además de la declaración de la esposa, había un indicio vehementísimo: la cuchillada que mató a la vieja, cuchillada certera y limpia, asestada de arriba abajo, como las que los matachines dan a los cerdos, con un cuchillo ancho y afiladísimo, de cortar carne. Para el pueblo no cabía duda en que el culpable debió subir al cadalso. Y el destino de Antonia comenzó a infundir sagrado terror cuando fue esparciéndose el rumor de que su marido se la había jurado para el día en que saliese del presidio, por acusarle. La desdichada quedaba encinta, y el asesino la dejó avisada de que, a su vuelta, se contase entre los difuntos.

Cuando nació el hijo de Antonia, esta no pudo criarlo, tal era su debilidad y demacración y la frecuencia de las congojas que desde el crimen la aquejaban. Y como no le permitía el estado de su bolsillo pagar ama, las mujeres del barrio que tenían niños de pecho dieron de mamar por turno a la criatura, que creció enclenque, resintiéndose de todas las angustias de su madre. Un tanto repuesta ya, Antonia se aplicó con ardor al

trabajo, y aunque siempre tenían sus mejillas esa azulada palidez que se observa en los enfermos del corazón, recobró su silenciosa actividad, su aire apacible.

«¡Veinte años de cadena! En veinte años —pensaba ella para sus adentros—, él se puede morir o me puedo morir yo, y de aquí allá, falta mucho todavía».

La hipótesis de la muerte natural no la asustaba; pero la espantaba imaginar solamente que volvía su marido. En vano las cariñosas vecinas la consolaban, indicándole la esperanza remota de que el inicuo parricida se arrepintiese, se enmendase, o, como decían ellas, se volviese de mejor idea. Meneaba Antonia la cabeza entonces, murmurando sombríamente:

—¿Eso él? ¿De mejor idea? Como no baje Dios del cielo en persona y le saque aquel corazón perro y le ponga otro…

Y, al hablar del criminal, un escalofrío corría por el cuerpo de Antonia.

En fin: veinte años tienen muchos días, y el tiempo aplaca la pena más cruel. Algunas veces, figurábasele a Antonia que todo lo ocurrido era un sueño, o que la ancha boca del presidio, que se había tragado al culpable, no le devolvería jamás; o que aquella ley que al cabo supo castigar el primer crimen sabría prevenir el segundo. ¡La ley! Esa entidad moral, de la cual se formaba Antonia un concepto misterioso y confuso, era sin duda fuerza terrible, pero protectora; mano de hierro que la sostendría al borde del abismo. Así es que a sus ilimitados temores se unía una confianza indefinible, fundada sobre todo en el tiempo transcurrido y en el que aún faltaba para cumplirse la condena.

¡Singular enlace el de los acontecimientos!

No creería de seguro el rey, cuando vestido de capitán general y con el pecho cargado de condecoraciones daba la mano ante el ara a una princesa, que aquel acto solemne costaba amarguras sin cuento a una pobre asistenta, en lejana capital, de provincia. Así que Antonia supo que había recaído indulto en su esposo, no pronunció palabra, y la vieron las vecinas sentadas en el umbral de la puerta, con las manos cruzadas, la cabeza caída sobre el pecho, mientras el niño, alzando su cara triste de criatura enfermiza, gimoteaba:

—Mi madre… ¡Caliénteme la sopa por Dios, que tengo hambre!

El coro benévolo y cacareador de las vecinas rodeó a Antonia. Algunas se dedicaron a arreglar la comida del niño; otras animaban a la madre del mejor modo que sabían.

¡Era bien tonta en afligirse así! ¡Ave María Purísima! ¡No parece sino que aquel hombre no tenía más que llegar a matarla! Había Gobierno, gracias a Dios, y Audiencia, y serenos se podía acudir a los celadores, al alcalde…

—¡Qué alcalde! —decía ella con hosca mirada y apagado acento.

—O al gobernador, o al regente, o al jefe de municipales. Había que ir a un abogado, saber lo que dispone la ley…

Una buena moza, casada con un guardia civil, ofreció enviar a su marido para que le «metiese un miedo» al picarón; otra, resuelta y morena, se brindó a quedarse todas las noches a dormir en casa de la asistenta. En suma: tales y tantas fueron las muestras de interés de la vecindad, que Antonia se resolvió a intentar algo, y sin levantar la sesión, acordóse consultar a un jurisperito, a ver qué recetaba.

Cuando Antonia volvió de la consulta, más pálida que de costumbre, de cada tenducho y de cada cuarto bajo salían mujeres en pelo a preguntarle noticias, y se oían exclamaciones de horror. ¡La ley, en vez de protegerla, obligaba a la víctima a vivir bajo el mismo techo, maritalmente con el asesino!

—¡Qué leyes, divino Señor de los cielos! ¡Así los bribones que las hacen las aguantaran! —clamaba indignado el coro— ¿Y no habrá algún remedio, mujer, no habrá algún remedio?

—Dice que nos podemos separar… después de una cosa que le llaman divorcio.

—¿Y qué es divorcio, mujer?

—Un pleito muy largo.

Todas dejaron caer los brazos con desaliento: los pleitos no se acaban nunca, y peor aún si se acaban, porque los pierde siempre el inocente y el pobre.

—Y para eso —añadió la asistenta— tenía yo que probar antes que mi marido me daba maltrato.

—¡Aquí de Dios! ¿Pues aquel tigre no le había matado a la madre? ¿Eso no era mal trato? ¿Eh? ¿Y no sabían hasta los gatos que la tenía amenazada con matarla también?

—Pero como nadie lo oyó… Dice el abogado que se quieren pruebas claras…

Se armó una especie de motín. Había mujeres determinadas a hacer, decían ellas, una exposición al mismísimo rey, pidiendo contraindulto. Y, por turno, dormían en casa de la asistenta, para que la pobre mujer pudiese conciliar el sueño. Afortunadamente, el tercer día llegó la noticia que el indulto era temporal, y al presidiario le quedaban algunos años de arrastrar el grillete. La noche que lo supo Antonia fue la primera en que no se enderezó en la cama, con los ojos desmesuradamente abiertos, pidiendo socorro.

Después de este susto, pasó más de un año y la tranquilidad renació para la asistenta, consagrada a sus humildes quehaceres. Un día, el criado de la casa donde estaba asistiendo creyó hacer un favor a aquella mujer pálida, que tenía su marido en presidio, participándole cómo la reina iba a parir, y habría indulto, de fijo.

Fregaba la asistenta los pisos, y al oír tales anuncios soltó el estropajo, y tirando las sayas que traía arrolladas a la cintura, salió con paso de autómata, muda y fría como una estatua. A los recados que le enviaban de las casas respondía que estaba enferma, aunque en realidad sólo experimentaba un anonadamiento general, un no levantársele los brazos a labor alguna. El día del regio parto contó los cañonazos de la salva, cuyo estampido le resonaba dentro del cerebro, y como hubo quien le advirtió que el vástago real era hembra, comenzó a esperar que un varón habría ocasionado más indultos. Además, ¿por qué había de beneficiar el indulto a su marido? Ya le habían indultado una vez, y su crimen era horrendo: ¡matar a la indefensa vieja que no le hacía daño alguno, todo por unas cuantas tristes monedas de oro!

La terrible escena volvía a presentarse ante sus ojos; ¿merecía indulto la fiera que asestó aquella tremenda cuchillada? Antonia recordaba que la herida tenía los labios blancos, y parecía ver la sangre cuajada al pie del catre.

Se encerró en su casa, y pasaba las horas sentada en una silleta junto al fogón. ¡Bah! Si había de matarla, mejor era dejarse morir.

Sólo la voz plañidera del niño la sacaba de su ensimismamiento.

—Mi madre, tengo hambre. Mi madre, ¿qué hay en la puerta? ¿Quién viene?

Por último, una hermosa mañana de sol se encogió de hombros, y tomando un lío de ropa sucia, echó a andar camino del lavadero. A las preguntas afectuosas respondía con lentos monosílabos, y sus ojos se posaban con vago extravío en la espuma del jabón que le saltaba al rostro.

¿Quién trajo al lavadero la inesperada nueva, cuando ya Antonia recogía su ropa lavada y torcida e iba a retirarse? ¿Inventóla alguien con fin caritativo, o fue uno de esos rumores misteriosos, de ignoto origen, que en vísperas de acontecimientos grandes para los pueblos, o los individuos, palpitan y susurran en el aire? Lo cierto es que la pobre Antonia, al oírlo, se llevó instintivamente la mano al corazón, y se dejó caer hacia atrás sobre las húmedas piedras del lavadero.

—Pero ¿de verás murió? —preguntaban las madrugadoras a las recién llegadas.

—Sí, mujer…

—Yo lo oí en el mercado…

—Yo, en la tienda…

—¿A ti quién te lo dijo?

—A mí, mi marido.

—¿Y a tu marido?

—El asistente del capitán.

—¿Y al asistente?

—Su amo…

Aquí ya la autoridad pareció suficiente y nadie quiso averiguar más, sino dar por firme y valedera la noticia. ¡Muerto el criminal, en víspera de indulto, antes de cumplir el plazo de su castigo! Antonia la asistenta alzó la cabeza, y por primera vez se tiñeron sus mejillas de un sano color y se abrió la fuente de sus lágrimas. Lloraba de gozo, y nadie de los que la miraban se escandalizó. Ella era la indultada; su alegría, justa. Las lágrimas se agolpaban en sus lagrimales, dilatándole el corazón, porque desde el crimen se había quedado cortada, es decir, sin llanto. Ahora respiraba anchamente, libre de su pesadilla. Andaba tanto la mano de la Providencia en lo ocurrido, que a la asistenta no le cruzó por la imaginación que podía ser falsa la nueva.

Aquella noche, Antonia se retiró a su cama más tarde que de costumbre, porque fue a buscar a su hijo a la escuela de Párvulos, y le compró rosquillas de «jinete», con otras golosinas que el chico deseaba hacía tiempo, y ambos recorrieron las calles, parándose

ante los escaparates, sin ganas de comer, sin pensar más que en beber el aire, en sentir la vida y en volver a tomar posesión de ella.

Tal era el enajenamiento de Antonia, que ni reparó en que la puerta de su cuarto bajo no estaba sino entornada. Sin soltar de la mano al niño entró en la reducida estancia que le servía de sala, cocina y comedor, y retrocedió atónita viendo encendido el candil. Un bulto negro se levantó de la mesa, y el grito que subía a los labios de la asistenta se ahogó en la garganta.

Era él. Antonia, inmóvil, clavada al suelo, no le veía ya, aunque la siniestra imagen se reflejaba en sus dilatadas pupilas. Su cuerpo yerto sufría una parálisis momentánea; sus manos frías soltaron al niño, que, aterrado, se le cogió a las faldas. El marido habló:

—¡Mal contabas conmigo ahora! —murmuró con acento ronco, pero tranquilo.

Y al sonido de aquella voz donde Antonia creía oír vibrar aún las maldiciones y las amenazas de muerte, la pobre mujer, como desencantada, despertó, exhaló un ¡ay! agudísimo, y cogiendo a su hijo en brazos, echó a correr hacia la puerta. El hombre se interpuso.

—¡Eh…, chis! ¿Adónde vamos, patrona? —silabeó con su ironía de presidiario—. ¿A alborotar al barrio a estas horas? ¡Quieto aquí todo el mundo!

Las últimas palabras fueron dichas sin que las acompañase ningún ademán agresivo, pero con un tono que heló la sangre de Antonia. Sin embargo, su primer estupor se convertía en fiebre, la fiebre lúcida del instinto de conservación. Una idea rápida cruzó por su mente: ampararse en el niño. ¡Su padre no lo conocía; pero, al fin, era su padre! Lo levantó en alto y lo acercó a la luz.

—¿Ese es el chiquillo? —murmuró el presidiario, y descolgando el candil llegó al rostro del chico.

Este guiñaba los ojos, deslumbrado, y ponía las manos delante de la cara, como para defenderse de aquel padre desconocido, cuyo nombre oía pronunciar con terror y reprobación universal. Apretábase a su madre, y esta, nerviosamente, le apretaba también, con el rostro más blanco que la cera.

—¡Qué chiquillo tan feo! —gruñó el padre colgando de nuevo el candil—. Parece que lo chuparon las brujas.

Antonia sin soltar al niño, se arrimó a la pared, pues desfallecía. La habitación le daba vueltas alrededor, y veía lucecitas azules en el aire.

—A ver, ¿no hay nada de comer aquí? —pronunció el marido.

Antonia sentó al niño en un rincón, en el suelo, y mientras la criatura lloraba de miedo, conteniendo los sollozos, la madre comenzó a dar vueltas por el cuarto, y cubrió la mesa con manos temblorosas. Sacó pan, una botella de vino, retiró del hogar una cazuela de bacalao, y se esmeraba sirviendo diligentemente, para aplacar al enemigo con su celo. Sentóse el presidiario y empezó a comer con voracidad, menudeando los tragos de vino. Ella permanecía en pie, mirando, fascinada, aquel rostro curtido, afeitado y seco que relucía con ese barniz especial del presidio. Él llenó el vaso una vez más y la convidó.

—No tengo voluntad… —balbució Antonia, y el vino, al reflejo del candil, se le figuraba un coágulo de sangre.

Él lo despachó encogiéndose de hombros, y se puso en el plato más bacalao, que engulló ávidamente, ayudándose con los dedos y mascando grandes cortezas de pan. Su mujer le miraba hartarse, y una esperanza sutil se introducía en su espíritu. Así que comiese, se marcharía sin matarla. Ella, después, cerraría a cal y canto la puerta, y si quería matarla entonces, el vecindario estaba despierto y oiría sus gritos. ¡Sólo que, probablemente, le sería imposible a ella gritar! Y carraspeó para afianzar la voz. El marido, apenas se vio saciado de comida, sacó del cinto un cigarro, lo picó con la uña y encendió sosegadamente el pitillo en el candil.

—¡Chis!… ¿Adónde vamos? —gritó viendo que su mujer hacía un movimiento disimulado hacia la puerta—. Tengamos la fiesta en paz.

—A acostar al pequeño —contestó ella sin saber lo que decía. Y refugióse en la habitación contigua llevando a su hijo en brazos. De seguro que el asesino no entraría allí. ¿Cómo había de tener valor para tanto? Era la habitación en que había cometido el crimen, el cuarto de su madre. Pared por medio dormía antes el matrimonio; pero la miseria que siguió a la muerte de la vieja obligó a Antonia a vender la cama matrimonial y usar la de la difunta. Creyéndose a salvo, empezaba a desnudar al niño, que ahora se atrevía a sollozar más fuerte, apoyado en su seno; pero se abrió la puerca y entró el presidiario.

Antonia le vio echar una mirada oblicua entorno suyo, descalzarse con suma tranquilidad, quitarse la faja, y, por último, acostarse en el lecho de la víctima. La

asistenta creía soñar. Si su marido abriese una navaja, la asustaría menos quizá que mostrando tan horrible sosiego. Él se estiraba y revolvía en las sábanas, apurando la colilla y suspirando de gusto, como hombre cansado que encuentra una cama blanda y limpia

—¿Y tú? —exclamó dirigiéndose a Antonia—, ¿qué haces ahí quieta como un poste? ¿No te acuestas?

—Yo… no tengo sueño —tartamudeó ella, dando diente con diente.

—¿Qué falta hace tener sueño? ¡Si irás a pasar la noche de centinela!

—Ahí… ahí…, no… cabemos… Duerme tú… Yo aquí de cualquier modo…

Él soltó dos o tres palabras gordas.

—¿Me tienes miedo o asco, o qué rayo es esto? A ver cómo te acuestas, o si no…

Incorporóse el marido, y extendiendo las manos, mostró querer saltar de la cama al suelo. Mas ya Antonia, con la docilidad fatalista de la esclava, empezaba a desnudarse. Sus dedos apresurados rompían las cintas, arrancaban violentamente los corchetes, desgarraban las enaguas. En un rincón del cuarto se oían los ahogados sollozos del niño…

Y el niño fue quien, gritando desesperadamente llamó al amanecer a las vecinas que encontraron a Antonia en la cama, extendida, como muerta. El médico vino aprisa, y declaró que vivía, y la sangró, y no logró sacarle una gota de sangre. Falleció a las veinticuatro horas, de muerte natural, pues no tenía lesión alguna. El niño aseguraba que el hombre que había pasado allí la noche la llamó muchas veces al levantarse, y viendo que no respondía echó a correr como un loco.

viernes, 19 de agosto de 2022

EL GATO NEGRO Edgar Allan Poe.


 

EL GATO NEGRO

Edgar Allan Poe

No espero ni pido que se crea la muy extraña aunque familiar historia que voy a llevar al papel; y en verdad sería una locura confiar en que se me diese crédito, puesto que mis sentidos rechazan su propio testimonio. Sin embargo, no estoy loco, y seguramente no sueño, pero como mañana he de morir, hoy quiero descargar mi conciencia. Lo que me propongo es referir al mundo, clara y sucintamente, sin ningún comentario, una serie acontecimientos domésticos aparentemente simples pero que, por sus consecuencias, me han aterrado, martirizado y aniquilado. A pesar de ello no trataré de explicarlos; a mí me inspiraron solamente horror, por más que a algunas personas les parecerán más extravagantes que terribles. Tal vez más tarde alguna inteligencia reduzca mi fantasma a una vulgaridad; quizás algún espíritu más sereno, más lógico y mucho menos excitable que el mío, no verá, en los hechos que yo he contado con terror, sino una sucesión ordinaria de causas y efectos naturales.

Desde la infancia me hice notar por mi docilidad y humanitarios sentimientos; era tan exquisita la ternura de mi corazón, que acabé por ser juguete de mis compañeros. Mi afición y cariño a los animales no tenía límites, y mis padres me habían permitido conservar mis bichos preferidos, de modo que pasaba el tiempo con ellos, y nunca me sentía tan feliz como cuando les daba de comer y los acariciaba. Esta particularidad de mi carácter se desarrolló a medida que iba creciendo, y cuando llegué a ser hombre, fue la fuente principal de mi placer. A los que se han encariñado con un perro sagaz y fiel no necesito explicarles la naturaleza e intensidad de los goces que esto puede reportar. En el amor desinteresado de un animal, en el sacrificio de sí mismo, hay algo que va directamente al corazón de aquel que con frecuencia ha probado la amistad mezquina y la fidelidad frágil del hombre.

Me casé muy joven y tuve la dicha de hallar en mi esposa un carácter que simpatizaba con el mío; al observar mi afición a esos favoritos domésticos, no perdió oportunidad de proporcionarme individuos dela especie que más me agradaban; y así tuvimos aves, un pez dorado, un magnífico perro, conejos, un monito y un gato.

Era este un animal muy fuerte y muy bello, completamente negro y de una sagacidad maravillosa. Hablando de su inteligencia, mi mujer, que en el fondo era algo supersticiosa, aludía frecuentemente a la antigua creencia popular que consideraba a todos los gatos negros como brujas disfrazadas. No quiero decir que hablara siempre en serio sobre el particular y si lo menciono es por la sencilla razón de que lo recuerdo ahora.

«Plutón» —así se llamaba el gato— era mi mejor amigo. Sólo yo le daba de comer y él me seguía en casa por donde quiera que fuese. Incluso me costaba trabajo impedirle que me siguiera por la calle.

Nuestra amistad subsistió así algunos años, durante los cuales mi carácter y mi temperamento —me avergüenzo de confesarlo—, por causa del demonio de la intemperancia, sufrió una alteración radicalmente funesta. Me hice de día en día más irritable, más taciturno, más indiferente a los sentimientos ajenos.

Llegué a emplear un lenguaje brutal con mi mujer y con el tiempo hasta la injurié con violencias personales. Naturalmente mis favoritos debieron notar el cambio de mi carácter. No solamente que los abandonaba sino que llegué a maltratarlos. El afecto que todavía guardaba por «Plutón» me impedía pegarle, aunque no tenía ningún escrúpulo en maltratar a los conejos, al mono, incluso al perro, cuando por casualidad o por afecto se cruzaban en mi camino. Pero mi mal iba progresando, porque ¿qué mal admite una comparación con el alcohol? Al fin, el mismo «Plutón» que envejecía, y naturalmente se hacía un poco huraño, comenzó a conocer los efectos de mi perverso carácter.

Una noche, en ocasión de regresar a mi casa completamente ebrio, de vuelta de uno de mis frecuentes escondrijos del barrio, me pareció que el gato evitaba mi presencia. Lo agarré, pero él, espantado de mi violencia, me mordió levemente en una mano. Repentinamente se apoderó de mí un furor demoníaco. En aquel instante dejé de conocerme. Pareció como si, de pronto, mi alma original hubiese abandonado mi cuerpo, y una rabia demoníaca, saturada de ginebra, hubiera penetrado en cada una de las fibras de mi ser. Saqué del bolsillo de mi chaleco un cortaplumas, lo abrí, agarré al pobre animal por la garganta y deliberadamente le vacié un ojo… Me avergüenzo, me consumo, me estremezco al escribir esta abominable atrocidad. Cuando por la mañana, hube recuperado la razón, cuando se hubieron disipado los vapores de la crápula nocturna, experimenté por el crimen que había cometido, una sensación que oscilaba entre el horror y el remordimiento, pero fue sólo un débil e inestable sentimiento y las heridas no alcanzaron al alma. Volví a sumirme en los excesos y bien pronto ahogué en vino todo el recuerdo de mi criminal acción.

Lentamente, el gato se curó. La órbita del ojo perdido presentaba es cierto un aspecto espantoso, pero en adelante no pareció sufrir. Según la costumbre, iba y venía por la casa; pero en cuanto veía que me aproximaba a él, huía aterrorizado. Me quedaba aún lo bastante de mi antigua manera de ser para que me afligiera aquella manifiesta antipatía en una criatura que tanto había amado anteriormente. Pero este sentimiento no tardó en ser desalojado por la irritación. Para precipitar mi caída final e irrevocable brotó en mí entonces el espíritu de la perversidad espiritual del que la filosofía no se

ocupa poco ni mucho. No obstante —y de ello estoy tan seguro como que existe mi alma— yo creo que la perversidad es uno de los primitivos impulsos del corazón humano, una de esas indivisibles primeras facultades o sentimientos elementales que dan la dirección al carácter del hombre… ¿Quién no se ha sorprendido numerosas veces cometiendo una acción necia o vil, por la única razón de saber que no debía cometerla? ¿No tenemos una constante inclinación, pese a lo excelente de nuestro juicio, a violar lo que es la ley, simplemente porque comprendemos lo que es la ley? Digo, repito, que este espíritu de perversidad hubo de producir mi ruina completa. El vivo e insondable deseo del alma de atormentarse a sí mismo, de violentar su propia naturaleza, de hacer el mal por amor al mal, me impulsaba a continuar y últimamente a llevar a efecto el suplicio a que había condenado al inofensivo animal. Una mañana, con completa sangre fría, le puse un nudo corredizo en torno al cuello y lo ahorqué de la rama de un árbol. Lo ahorqué con los ojos llenos de lágrimas, con el corazón desbordante del más amargo remordimiento. Lo ahorqué porque sabía que él me había amado, y porque reconocía que él no me había dado motivo alguno para encolerizarme contra él. Lo ahorqué porque sabía que al hacerlo cometía un pecado, un pecado mortal que comprometía a mi alma inmortal, al punto de colocarla, si esto fuera posible, lejos incluso de la misericordia infinita del muy terrible y misericordioso Dios.

En la noche siguiente al día en que fue ejecutada esta cruel acción, me despertó del sueño el grito de «fuego». Ardían las cortinas de mi lecho y toda la casa se quemaba. Con gran dificultad pudimos escapar del desastre mi mujer, un criado y yo. La destrucción fue completa, se aniquiló toda mi fortuna y entonces me entregué a la desesperación.

No intento establecer causa alguna con respecto a la atrocidad y el desastre, estoy muy por encima de tal debilidad. Pero me limito a dar cuenta de una cadena de hechos y no quiero omitir el menor eslabón. Visité las ruinas el día siguiente del incendio. Excepto una, todas las paredes se habían derrumbado y esta excepción fue un tabique interior poco sólido, situado casi en la mitad de la casa y contra el cual se apoyaba la cabecera de mi cama. Dicha pared había escapado en gran parte a la acción del fuego, cosa que atribuí a que había sido recientemente renovada. En torno a aquella pared se congregaba una multitud de gente, y numerosas personas examinaban el muro con atención viva y minuciosa. Excitaron mi curiosidad las palabras «extraño», «singular» y otras expresiones parecidas. Me acerqué y vi a modo de un bajorrelieve esculpido sobre la blanca superficie, la figura de un gigantesco gato. La imagen estaba copiada con exactitud realmente maravillosa.

Había una cuerda alrededor del cuello del animal.

Apenas hube visto esta aparición —porque yo no podía considerar aquello más que como una aparición— mi asombro y mi terror fueron extraordinarios. Pero al fin, la reflexión vino en mi ayuda. Recordaba que el gato había sido ahorcado en un jardín contiguo a la casa. A los gritos de alarma, el jardín fue invadido inmediatamente por la muchedumbre y el animal debió haber sido descolgado por alguien del árbol y arrojado a mi cuarto por una ventana abierta. Esto, seguramente había sido hecho con el fin de despertarme. El derrumbamiento de las tres paredes había comprimido a la víctima de mi crueldad en el yeso recientemente extendido. La cal del muro, en combinación con las llamas y el amoníaco del cadáver, produjo la imagen que yo acababa de ver. Satisfice así a mi razón, ya que no por completo a mi conciencia, que no dejó sin embargo de grabaren mi imaginación una huella profunda del sorprendente caso del que acabo de dar cuenta. Durante algunos meses no pude liberarme del fantasma del gato, y en todo este tiempo nació en mi alma una especie de remordimiento que se parecía, aunque no lo era, al remordimiento. Llegué incluso a lamentar la pérdida del animal, y al buscar en torno mío, en los miserables tugurios que a la sazón frecuentaba, otro favorito de la misma especie y de facciones parecidas que pudiese sustituirle.

Una noche en que yo estaba medio borracho en un bodegón infame, atrajo repentinamente mi atención una cosa negra que se hallaba en lo alto de unos inmensos barriles de ginebra o ron que componían el mobiliario principal de la sala. Hacía ya algunos momentos que miraba a lo alto del tonel y me sorprendió no haber notado más pronto el objeto colocado encima. Me acerqué a él y lo toqué. Era un gato negro, enorme, tan corpulento como Plutón, al que se parecía en todo menos en un detalle: Plutón no tenía un solo pelo blanco en todo el cuerpo, pero este tenía una señal ancha y blanca, aunque de forma indefinida, que le cubría casi toda la región del pecho.

Apenas puse en él mi mano, se levantó repentinamente, ronroneando con fuerza, se restregó contra mi mano y pareció contento de mi atención. Era pues el animal que buscaba. Me apresuré a proponer al dueño su adquisición pero este no tuvo interés alguno por el animal. Ni le conocía ni lo había visto nunca.

Continué acariciándolo y cuando me disponía a regresar a mi casa, el animal se mostró dispuesto a seguirme. Se lo permití y deteniéndome de vez en cuando lo acariciaba. Cuando estuvo en mi casa se encontró como en la suya y se hizo el favorito de mi mujer.

Por mi parte, bien pronto sentí nacer antipatía por él.

Era precisamente lo contrario de lo que había esperado. No se cómo ni porqué sucedió esto pero su evidente ternura me enojaba y casi me fatigaba. Paulatinamente

esos sentimientos de disgusto y fastidio se acrecentaron hasta convertirse en la amargura del odio. Yo evitaba su presencia. Una especie de vergüenza y el recuerdo de mi primera crueldad me impidieron que lo maltratara. Durante algunas semanas me abstuve de pegarle o de tratarlo con violencia; pero gradual, insensiblemente, llegué a sentir por él un horror indecible y a eludir en silencio, como si huyera de la peste, su odiosa presencia.

Seguramente lo que aumentó mi odio contra el animal fue el descubrimiento que hice a la mañana siguiente de haberlo traído a casa: lo mismo que Plutón, él también había sido privado de uno de sus ojos. Esta circunstancia hizo que mi mujer le tomase más cariño, ya que, como he dicho ya, poseía en gran medida aquellos sentimientos tiernos que fueron en otro tiempo mi rasgo característico y el frecuente manantial de mis placeres más sencillos y puros.

No obstante, el cariño que mi gato me demostraba parecía crecer en razón directa de mi odio hacia él. Con una tenacidad imposible de transmitir al lector, seguía constantemente mis pasos. Cada vez que me sentaba, él se acurrucaba bajo mi silla o saltaba bajo mis rodillas, cubriéndome con sus repugnantes caricias. Si me levantaba para caminar, se metía entre mis piernas y casi me derribaba, o bien clavando sus largas y agudas garras en mi ropa, trepaba por ellas hasta mi pecho. En esos instantes, aun cuando hubiese querido matarle de un golpe, me lo impedía en parte el recuerdo de mi primer crimen; pero sobre todo, me apresuro a confesarlo, el verdadero terror del animal.

Este terror no era precisamente el que produce la perspectiva de un mal físico, y no obstante, me sería muy difícil definirlo de otro modo. Casi me avergüenza confesar, sí, aun en esta celda de criminales, casi me avergüenzo del miedo y el horror que inspiraba al animal y que se habían incrementado por una de las mayores fantasías que es posible imaginar. Mi mujer había llamado mi atención más de una vez con respecto al carácter de la mancha blanca de que he hablado y que constituía la única diferencia perceptible entre el extraño animal y aquel que yo había matado. Seguramente recordará el lector que esta marca, aunque grande, estaba primitivamente indefinida en su forma, pero lentamente, por grados imperceptibles que mi razón se esforzó por largo tiempo en considerar imaginarios, había llegado a adquirir una rigurosa precisión en sus contornos. Representaba ahora algo que no podía nombrar sin temblar, y era esto lo que me hacía mirar al monstruo con horror y repugnancia y lo que, si me hubiera atrevido a ello, me hubiese impulsado a librarme de él. Era, digo, la imagen de una cosa abominable y siniestra: la imagen ¡DE LA HORCA! ¡Oh, lúgubre y terrible máquina, máquina de espanto y de crimen, de agonía y de muerte!

Y héme aquí convertido en un miserable, más allá de la miseria posible de la Humanidad. Pensar que una bestia, una bestia bruta cuyo hermano fue aniquilado por mí con desprecio; una bestia bruta engendrada en mí, en mí, hombre formado a imagen del Altísimo, era capaz de producir tan insoportable angustia. ¡Ay! Ni de día ni de noche conocía yo la paz del descanso. Ni un solo instante durante el día me dejaba el animal. Y de noche, a cada momento, cuando salía de mis sueños llenos de indefinible angustia, era tan solo para sentir el aliento tibio de la cosa sobre mi rostro y su enorme peso, encarnación de una pesadilla que yo no podía separar de mí y que parecía eternamente alojada en mi corazón.

Bajo tales tormentos sucumbió lo poco que había de bueno en mí. Los más infames pensamientos se convirtieron en mis íntimos; los más sombríos, los más infames de todos los pensamientos. La tristeza de mi carácter habitual se acrecentó hasta hacerme aborrecer todas las cosas y la humanidad entera; y no obstante mi mujer, no se quejaba nunca. Ella era mi paño de lágrimas. La más paciente víctima de mis repentinas, frecuentes e indomables explosiones de una cólera a la cual me abandonaba ciegamente.

Ocurrió que un día, al acompañarme para realizar un quehacer doméstico hasta el sótano del viejo edificio donde nuestra pobreza nos obligaba a habitar, el gato me seguía por la pendiente de la escalera, y haciéndome tropezar de cabeza, me exasperó hasta la locura. Apoderándome de un hacha, y olvidando en mi furor ese espanto pueril que había detenido hasta entonces mi mano, dirigí un golpe al animal que habría sido mortal si lo hubiese alcanzado como quería. Pero la mano de mi mujer detuvo el golpe. Una rabia diabólica me produjo esa intervención. Liberé mi brazo del obstáculo que lo detenía y le hundí a ella el hacha en el cráneo.

Mi mujer cayó muerta instantáneamente sin exhalar siquiera un gemido. Consumado el horrible asesinato, inmediata y resueltamente procuré esconder el cuerpo. Me di cuenta de que no podía hacerlo desaparecer de la casa, ni de día ni de noche, sin que se enteraran los vecinos. Asaltaron mi mente varios proyectos. Pensé por un instante en fragmentar el cadáver y arrojar al fuego los pedazos. Resolví después cavar una fosa en el piso del sótano. Luego pensé arrojarlo al pozo del jardín. Cambié de idea y decidí embalarlo en un cajón, como una mercancía, y encargar un mandadero que se lo llevase de casa. Pero, por último, me decidí por un proyecto que consideré más realizable. Resolví emparedarlo en el sótano, como se dice que los monjes de la Edad Media emparedaban a sus víctimas.

En efecto, el sótano parecía estar construido a propósito para semejante proyecto. Los muros estaban terminados muy a la ligera y no hacía mucho tiempo que habían sido cubiertos en toda su extensión por una capa de yeso que no dejó endurecer la

humedad. Por otra parte, había una saliente en uno de los muros, producido por una chimenea o especie de hogar que quedó luego tapado y dispuesto en la misma forma que el resto del sótano. No dudé que me sería fácil quitar los ladrillos de aquel sitio, colocar el cadáver y emparedarlo del mismo modo, de forma que ninguna mirada pudiese descubrir nada sospechoso. No me engañó mi cálculo. Ayudado por una palanca separé sin dificultad los ladrillos, y habiendo luego aplicado el cuerpo contra la pared interior, lo sostuve en esa postura hasta que hube reconstruido, sin gran trabajo, toda la obra primitiva.

Habiéndome procurado argamasa, arena y cerda, preparé una capa que no pudiese distinguirse de la original y cubrí con ella el nuevo tabique. Cuando terminé, vi que todo había resultado perfecto.

La pared no presentaba la más leve señal de arreglo. Con el mayor cuidado barrí el suelo y recogí los escombros, miré triunfalmente en torno mío y me dije: «Por lo menos aquí mi trabajo no ha sido infructuoso».

Mi primera idea entonces, fue buscar al animal que había sido el causante de tan tremenda desgracia, pues, al fin, había decidido matarlo. Si en aquel momento hubiese podido encontrarlo, nada hubiese evitado su destino. Pero parecía que el astuto animal, ante la violencia de mi cólera, se habría alarmado y procuraba no presentarse ante mí, desafiando mi mal humor. Imposible describir o imaginar la intensa, la apacible sensación de alivio que dio a mi corazón la ausencia de tan detestable criatura. En toda la noche no apareció y esa fue la primera que gocé desde su entrada en la casa, durmiendo tranquila y profundamente. Sí; dormí con el peso de aquel tan horrible asesinato en mi alma.

Transcurrieron el segundo y el tercer día, sin que volviera mi verdugo. Como un hombre libre respiré una vez más. En su terror, el monstruo había abandonado para siempre aquellos lugares. Ya no volvería a verle nunca. Mi dicha era infinita. Me inquietaba un poco la criminalidad de aquella, mi tenebrosa acción. Se inició una especie de sumario que apresuró poco las averiguaciones. También se dispuso un reconocimiento, pero, naturalmente, nada podía descubrirse. Yo daba por asegurada mi felicidad futura.

Al cuarto día después de haberse cometido el asesinato, se presentó inopinadamente un grupo de policías en mi casa y procedió de nuevo a una rigurosa investigación del local. Sin embargo, confiado en lo impenetrable del escondite, no experimenté ninguna turbación. Los agentes quisieron que los acompañase en sus pesquisas. Fue explorado hasta el último rincón. Por tercera o cuarta vez bajaron al sótano. No me alteré en lo más

mínimo. Como el de un hombre que reposa en la inocencia, mi corazón latía pacíficamente. Recorrí el sótano de punta a punta, crucé los brazos sobre el pecho y me pasé indiferente de un lado a otro. La policía, plenamente satisfecha, se disponía a abandonar la casa. Era demasiado intenso el júbilo de mi corazón como para que pudiera reprimirlo. Sentía la viva necesidad de decir una palabra tan solo, en señal de triunfo y hacer doblemente evidente su convicción con respecto a mi inocencia.

—Señores —dije por último, cuando los agentes subían las escaleras— es para mí una gran satisfacción haber desvanecido sus sospechas. Deseo a todos ustedes muy buena salud y un poco de cortesía. Dicho sea de paso, señores, tienen ustedes aquí una casa muy bien construida. —Casi no me daba cuenta de mis palabras en mi ardiente deseo de decir algo tranquilamente—. Puedo asegurar que esta es una casa excelentemente construida. Estos muros… ¿Se van ustedes, señores? Estos muros están construidos sólidamente.

Y entonces, con una audacia frenética, golpée fuertemente con el bastón que tenía en la mano, precisamente sobre el tabique tras el cual estaba el cadáver de la esposa de mi corazón.

¡Ah! Que al menos Dios me proteja y me libre de las garras del demonio. No se había extinguido aún el eco de mis golpes, cuando una voz surgió del fondo de la tumba. Era primero una queja, velada y entrecortada como el sollozo de un niño. Después, enseguida, aumentó en intensidad hasta convertirse en un grito prolongado, sonoro y continuo, completamente anormal e inhumano. Un alarido, un aullido, mitad de horror, mitad de triunfo, como solamente puede brotar del infierno, como si surgiera al unísono de los condenados en sus torturas, y de los demonios que gozaban en la condenación.

Sería insensato relatarles mis pensamientos. Me sentí desfallecer y tambaleándome caí contra la pared opuesta.

Durante un instante los agentes, que estaban ya en la escalera, quedaron paralizados por el horror. Un momento después doce brazos robustos atacaron la pared que cayó a tierra de un golpe. El cadáver muy desfigurado ya y cubierto de sangre coagulada, apareció de pie ante la vista de los circunstantes. Sobre su cabeza, con las rojas fauces dilatadas y llameando el único ojo, se posaba el odioso animal cuya astucia me llevó al asesinato y cuya reveladora voz me entregaba al verdugo.

¡Yo había emparedado al monstruo en la tumba!

jueves, 18 de agosto de 2022

ASESINO DE LA CALLE BELPOGGIO Italo Svevo.


 

ASESINO DE LA CALLE BELPOGGIO

Italo Svevo

I

¿Era tan fácil matar? Detuvo su prisa y miró detrás de sí: en la larga calle iluminada por unos pocos faroles vio yacer el cuerpo de aquel Antonio del que ni siquiera sabía el apellido; lo vio con una exactitud de la cual inmediatamente se asombró. En ese breve instante había podido percibir su fisonomía, esa cara flaca y sufrida, y la posición del cuerpo, una posición natural pero rara. Lo veía en escorzo, allí, en la calle, la cabeza doblada sobre un hombro porque había sufrido un tremendo golpe contra la pared; en toda su figura, sólo las puntas derechas de los pies, que se proyectaban muy largas en la tierra, a la escasa luz de los faroles lejanos, estaban como si el cuerpo al que pertenecían se hubiese colocado voluntariamente; todas las otras partes eran realmente las de un muerto, es más, las de un asesinado.

Caminó por las calles más directas; las conocía a todas y evitaba las callejuelas por las que uno podía perder tiempo.

Era una fuga desenfrenada, como si tuviera a los guardias tras sus talones. Casi derribó a una mujer al suelo, pero aun así no experimentó la menor preocupación por las imprecaciones que ella, airada, le lanzó.

Se detuvo en el Piazzale San Giusto. Sentía que la sangre le corría vertiginosamente por las venas, pero no tenía ninguna ansiedad y, por lo tanto, no lo había cansado la carrera. ¿Tal vez el vino bebido poco antes? El asesinato no, seguramente eso no: no lo había cansado ni asustado.

Antonio le había pedido que le tuviera por un momento el fajo de billetes. Después, cuando le dijo que se lo devolviera, en su mente estalló la idea de que muy poco lo separaba de la propiedad absoluta de ese dinero: ¡la vida de Antonio! No había acabado de concebirla cuando ya la había llevado a cabo; le asombraba que esa idea, que no era todavía una decisión, le hubiese dado la energía necesaria para asestar aquel golpe tan fuerte que los músculos del brazo se le habían resentido. Antes de dejar la plaza rompió el paquete que contenía los billetes, lo arrojó lejos y distribuyó el contenido desordenadamente en los bolsillos; luego caminó con un paso que quería parecer tranquilo, pero que pronto, y aunque trataba de calmarlo, se hizo más rápido porque moderarlo en el llano, tras haber subido corriendo, era difícil. Acabó preso de una gran

ansiedad que lo obligó a detenerse exactamente debajo del castillo, donde los centinelas miraban hacia la ciudad en la que se había cometido el gran crimen.

En la escalinata que llevaba hasta la Plaza de la Legna le resultó más fácil moderar el paso, pero siempre cuidaba de apoyar los dos pies en un escalón antes de descender al próximo. Quería reflexionar, pero no pudo más que adoptar la actitud de pensar. ¡Muy pronto se dijo que no era necesario, dado que cada uno de sus movimientos estaba ahora dictado por la necesidad! Aceleró nuevamente el paso. Sin demora llegaría a la estación de trenes y trataría de partir hacia Udine; desde allí le sería fácil pasar a Suiza.

En ese momento estaba en sus cabales. Se había diluido la ligera niebla producida en su cerebro por la cena que le pagara el pobre Antonio. Aunque no fue la causa del delito, el vino, proporcionado por su propia víctima, le había hecho más fácil ejecutarlo.

Si no hubiera tenido esos vahos en la cabeza, no habría sido capaz de olvidar que, cometido el crimen, mucho le faltaba aún antes de asegurarse el fruto, y con su carácter poco enérgico, inerte, siempre habría buscado el modo y los medios, terminando por no actuar, salvo con seguridad, o sea, nunca.

¿Dónde se podía matar con seguridad? ¿Y si ese lugar hubiera existido, habría ido Antonio? Tuvo ganas de reír; aquel Antonio era un imbécil al que hubiera podido hacer ir expresamente a un lugar incluso más lejano.

Caminaba ahora seguro y calmo por la calle, pero no se le ocultaba que su tranquilidad provenía de saber que ninguno de los transeúntes podía conocer todavía el delito que él había cometido. Para ellos, aún era un hombre honesto, y los miraba francamente a la cara, como para usufructuar por última vez el derecho que estaba por perder.

Pero en la estación volvió a sentirse agitado. Allí debía dar el paso que tanta importancia tendría en su destino. Si lo dejaban partir estaría a salvo. ¡Qué tranquilidad experimentó al comprobar que se alejaba con la vertiginosidad del relámpago!; porque, en un sentido que no conocía en sí, del otro extremo de la ciudad veía avanzar la noticia del homicidio y la persecución, y sabía que si no huía pronto iban a alcanzarlo.

El tren partía a la una y faltaba aún cerca de media hora. No quería entrar al atrio vacío mucho tiempo antes de la partida, pero no fue capaz de quedarse solo en la oscuridad durante mucho tiempo, no por temor, sino por impaciencia. Había mirado largamente el reloj de la estación vigilando en él el avance del tiempo; luego había observado el cielo estrellado y sin nubes.

¿Qué le quedaba por hacer? «¡Si tuviese a alguien con quien hablar!», pensó y estuvo a punto de abordar a un cochero que dormitaba en su pescante. Pero se contuvo, porque corría el peligro de hablarle de su crimen y, desde afuera, desde el enorme miedo al juicio de sus semejantes; para su sorpresa, no sentía ningún remordimiento, sino una especie de soberbia por la férrea resolución tomada imprevistamente, y por la audaz y segura ejecución.

Entró a la sala de espera. Quería ver la cara de los presentes, pensando que en ellas leería el destino que le esperaba.

En el asiento que estaba junto a la puerta había dos mujeres friulanas sentadas al lado de sus cestas, medio adormiladas. Hacia el fondo de la estación, algunos aduaneros cargaban fardos y, a la izquierda, en el bar, un hombre gordo fumaba sentado frente a un vaso de cerveza semivacío.

Se asombró nuevamente por la agudeza de su vista; nunca se había sentido tan fuerte y elástico, pronto a luchar o a huir. Era como si su organismo, advertido del peligro que corría, hubiese recogido todas sus fuerzas para ponerlas a su disposición en aquel difícil momento.

Su paso resonaba fuerte en el andén vacío y despertaba un eco confuso. Las dos friulanas levantaron la cabeza y lo miraron.

Él golpeó la ventanilla del boletero para llamar al empleado y, no sin esfuerzo, logró esperar sin moverse varios minutos antes de que este respondiera.

—Un pasaje para Udine.

—¿Qué clase?

En eso no había pensado.

—Tercera.

No la elegía por economía, sino por prudencia; había que viajar de conformidad con sus ropas muy raídas.

—Ida y vuelta —añadió rápidamente, sorprendido por esa buena idea que había tenido.

Para pagar sacó uno de los billetes del fajo, pero de inmediato lo guardó otra vez en el bolsillo; había treinta mil florines. Encontró un pequeño paquete de diez florines y pagó.

Le pareció que la obra estaba cumplida a medias, ahora que tenía el pasaje en el bolsillo. Más que a medias, porque ya no hacía falta hablar con nadie. Le bastaba con sentarse tranquilamente en el compartimiento, con esas friulanas que no infundían sospechas; el resto sería cuestión de la locomotora.

Tenía que ocupar el tiempo que todavía faltaba para la partida de alguna manera. Introdujo sus manos en todos los bolsillos y alcanzó a palpar los billetes. Eran suaves, muy suaves, como si simbolizaran la vida que podían brindar.

Así, con las manos en los bolsillos, se apoyó en un pilar de la puerta, el lugar más oscuro del atrio, desde donde podía vigilar todo el ambiente sin ser visto. Aun sintiéndose perfectamente seguro no quería dejar de tornar precauciones.

El contacto con los billetes no le producía una gran alegría y se dijo que era porque todavía no se sentía su seguro poseedor. En cambio, aunque no hubiera albergado esa incertidumbre, el recuerdo de su delito no habría dejado lugar en él para otros sentimientos. No era preocupación ni remordimiento, sino esa impresión en el brazo derecho, con el que había asestado el golpe, que ahora parecía haberse extendido a todo su organismo. El acto tan breve y fulminante había dejado en su cuerpo las huellas de lo hecho. Su pensamiento era incapaz de separarse de ello.

—Dame mi dinero —le había dicho Antonio deteniéndose de pronto. Habiendo tomado la decisión de no devolverle el fajo pensó que Antonio lo había adivinado y, por lo pronto, no hizo sino un gesto destinado a quitarle esa sospecha. Extendió la mano izquierda tendiéndole el paquete, aunque sabiendo que estaban tan distantes uno del otro que sus manos no llegarían a tocarse. Antonio se acercó enseguida demasiado y, en parte, la violencia del golpe que recibió derivó de su propio movimiento hacia el hierro. Ya se doblaba y todavía no había entendido lo que le pasaba. Se llevó las manos a la herida y las retiró bañadas en sangre. Lanzó un grito y cayó en tierra, donde inmediatamente se puso rígido. ¡Qué extraño! En ese grito, la voz de Antonio era seria y solemne; ya no era esa voz que hasta entonces balbuceaba las palabras del imbécil y del borracho; «Lo que le pasaba a Antonio era una cosa muy seria», pensó Giorgio con preocupación.

De pronto, algo lo hizo salir de sus sueños. Con paso rápido había entrado un guardia y se había dirigido directamente a la sala de espera. A Giorgio se le heló la

sangre en las venas. ¿Ya lo buscaban? Se quedó quieto, venciendo el movimiento instintivo que lo haría llevado hacia la calle, pero luego, observando la vivacidad con la que el guardia hablaba con el empleado, le pareció que había ido precipitadamente a dar la orden de no dejarlo partir y salió de la estación sin hacer ruido, de modo que ni las dos friulanas que estaban tan cerca de la puerta se dieron cuenta de su partida.

En la oscuridad de la plaza sintió tanta calma que dudó de que su fuga fuese justificada, pero no lo suficientemente como para regresar al vestíbulo. Resolvió detenerse durante cierto tiempo en ese lugar esperando que su suerte le diera algún indicio para orientarse. No era una decisión pequeña o de fácil ejecución la de permanecer allí quieto, porque tranquilo no se hubiera sentido más que obedeciendo a su instinto y corriendo a loco lejos de aquel lugar. La vista de una persona que tal vez tuviera la orden de arrestarlo había bastado para quitarle toda la audacia de la que antes se vanagloriaba. Buscó una posición natural, para llamar menos la atención y se sentó en una escalinata. Se sentía a disgusto, pero sabía que esa era una posición natural porque pocos días antes, luego de haber comido abundantemente por primera vez en cuarenta y ocho horas, se había sentado sobre los escalones de una iglesia y había podido observar que los que pasaban no lo veían.

¿Partir? ¿Jugarla de audaz y partir a ciegas, sin tener el cuidado de saber si en el mismo momento de la partida o en la estación siguiente sería detenido? Más que esta duda lo detuvo el horror de pasar esas horas en medio de una angustia que acababa de conocer.

Cambió su miedo por un razonamiento: partir significaba huir y una fuga era una confesión; si lo atrapaban en la fuga estaría irremediablemente perdido. Se quedaría, y no le faltaron argumentos para darle matiz de razonabilidad a su deseo de no alejarse de la ciudad.

¿Quién podía encontrarlo? Dos o tres personas que no lo conocían lo habían visto con Antonio y exactamente en la parte de la ciudad opuesta a aquella donde habitaba.

Pero luego de esa primera cobardía ya no se sintió capaz de audacias. Su bullente cerebro le aconsejaba una audacia útil, pero, aunque lo entretenía, ni por un instante pensó ponerla en práctica. Lo torturaba una gran curiosidad por saber qué sabía la gente del asesinato y qué hipótesis se barajaban acerca del asesino. Hubiera podido ir nuevamente al lugar del hecho e informarse con cautela. Pero entonces, naturalmente, habría que hablar del asesino y tal vez con policías… Todo eso ponía los pelos de punta.

¡No!, volvería inmediatamente a esa especie de guarida que desde hacía más de un año le servía de habitación y que no abandonaría durante mucho tiempo. Seguiría viviendo como hasta entonces, conociéndose sólo aquellas comodidades que no resultaran imprudentes.

Para ir a su habitación en Barriera Vecchia tenía que pasar por la amplia Calle del Torrente. Un tremendo miedo por la luz se lo impidió y, explicándose a sí mismo que su miedo era cautela, enfrió por una callejuela solitaria que lo llevó hasta la colina adyacente a una calle ancha pero a trasmano, poco frecuentada a esa hora y escasamente iluminada. Después, con una vuelta enorme, siempre prefiriendo las calles más oscuras, llegó al otro lado de la ciudad. Se detuvo frente a una puerta que quedaba un escalón más abajo que la calle. Entró, cerró la puerta tras sí y en la profunda oscuridad se sintió por fin tranquilo. Había cometido un error, ese paseo por la estación, pero al regresar salvo a su casa le pareció haberlo anulado.

Allí nadie podía saber de su intento de fuga; en uno de los rincones de la habitación oía roncar a Giovanni, probablemente borracho.

Buscó a tientas su colchón, se extendió y se desvistió. Tomó la chaqueta en la que estaba el dinero, la puso debajo de la almohada y se durmió, luego de haber tambaleado hacia el sueño en una desordenada fantasía. No le parecía ser el asesino. Esa calle lejana, a la que al huir había mirado una vez más; el asesinato, que por tan breve tiempo había conocido, y esa fuga de la estación, bailaban en su mente, pero sin conmoverlo ni atemorizarlo. En su inmenso cansancio le pareció que la oscuridad en la que se encontraba no iba a despejarse jamás. ¿Quién podía ir a buscarlo allí?

II

En la triste sociedad en la que vivía Giorgio lo llamaban «el señor». No debía este apodo a sus maneras, que de todos modos eran superiores a las de los otros, sino más bien al desprecio que mostraba hacia las costumbres y las diversiones de sus compañeros. Ellos se sentían felices en la hostería, mientras que Giorgio entraba con desgano, permanecía lo más silencioso posible y cuando bebía se ponía más triste aún. El vulgo siente un gran respeto por la gente que no se divierte y Giorgio, dándose cuenta de la impresión que producía, afectaba mayor tristeza de la que realmente sentía.

En el fondo, su historia era muy simple y común y no tenía el pasado espléndido que pretendía dar a entender. Los estudios de los que se jactaba eran dos años de bachillerato que le había costado cinco años cumplir. Después había abandonado la

escuela y en muy breve tiempo dilapidó el escaso peculio de la madre. Hizo varios intentos para mantener el lugar burgués culto al que ella había tratado de llevarlo, pero en vano, porque sólo encontró empleo como obrero. No pudiendo mantenerla, había abandonado a la madre y vivía en esa pocilga con otro obrero llamado Giovanni, trabajando, cuando estaba muy activo, dos o tres días por semana.

Estaba disconforme consigo mismo y con los demás. Trabajaba quejándose, se quejaba cuando recibía la paga y no se calmaba siquiera en sus largas horas de ocio.

Rico no había sido nunca, pero había estado en condiciones de soñar con una mejoría. Muchos a su alrededor, la madre principalmente, habían puesto sus ilusiones en él, y habían sido ciertamente esos sueños y la amargura de ver cada vez más lejana su realización lo que le había costado la vida a Antonio.

Se despertó sobresaltado debido a un ruido. Giovanni se estaba vistiendo y, habiéndose puesto por error una bota de Giorgio, se la había quitado blasfemando y la había arrojado al suelo con violencia.

Giorgio fingió dormir aún y, respirando ruidosamente a propósito, volvió a pensar con sorpresa en su crimen. Si no lo hubiera cometido, probablemente ya no tendría valor para ejecutarlo, pero, dado que era cosa hecha y que con los nervios tranquilos por el largo reposo se hallaba en un lugar olvidado por todos, seguro, apoyando la cabeza sobre su tesoro, no lo lamentó ni sintió remordimiento. Este fue el primer sentimiento de aquella larga jornada.

Giovanni, ya vestido, lo había tomado por un brazo y lo sacudía:

—¿No vas a buscar trabajo, vago?

Giorgio abrió los ojos y, estirándose como quien acaba de despertarse, murmuró:

—Hoy ya dudo de que encuentre. Me quedaré otro poco en la cama.

Giovanni exclamó:

—¡Ah!, ¡el señor! Siga descansando nomás. —Salió dando un portazo.

Así, sin llave, desde afuera no se podía entrar, pero a Giorgio no le bastó. Se levantó y fue a poner el candado. Luego sacó de los bolsillos los billetes y los contó.

Por cierto, la vista de aquel dinero no le producía un sentimiento de alegría: era el recuerdo de su delito y podía convertirse en la prueba. La vista de la calle iluminada por el sol matutino lo había agitado y, en vano, afanosamente, para sentirse de nuevo satisfecho por su acción, calculaba cuantos años podría vivir libre y rico con aquella suma. Su mayor preocupación interrumpía el cálculo y la satisfacción: ¿dónde esconderlo?

El suelo estaba cubierto por tablas que, aparte de alguna ligera soldadura en la extremidad, estaban simplemente apoyadas en la tierra. Buenos escondites había en abundancia, pero ninguno era seguro dado que, habiendo en la habitación un solo armario, y sin llave, los dos inquilinos tenían la costumbre de usar a menudo esos escondrijos. Pero a Giorgio no le faltaban buenas ideas. Escondió todos los billetes debajo de la cama de Giovanni.

Mientras estaba atento a su labor, con una sonrisa complacida entre los labios, un ligero sonido proveniente de un rincón de la habitación lo hizo sobresaltar y, abandonando una tabla que había levantado, esta, al caer, le aplastó una mano produciéndole tal dolor que, para no gritar, tuvo que morderse los labios. Le pareció que aquel alboroto era semejante a una lucha y tan grande fue su susto que, cuando se calmó, tuvo que reconocer, humillado, que si bien no le faltaban buenas ideas, le faltaba algo que hubiera podido serle de una utilidad inmensamente mayor en aquellas circunstancias.

Decidió no salir por el momento. Le resultaba más fácil mantenerse en la semioscuridad que salir al sol, a la calle. Miraba la luz que entraba por la única ventana y calculaba qué impresión le produciría caminar por las calles de día, dado que tan mal se había sentido caminándolas por la noche.

Giovanni le traería noticias, las cosas que se decían sobre el asesino. Tenía la costumbre de leer todos los días el Piccolo Corriere, de modo que estaría muy bien informado.

¡En efecto, posiblemente el hecho más importante de la jornada era su crimen!

¡El más importante! Sintió un malestar, como si algún peso se le posara violentamente sobre el corazón.

Sus compañeros, también debían haberse ocupado de lo ocurrido.

¿De dónde sacaría el valor para hablarles de su delito, cosa que tarde o temprano debería hacer? ¿Actuar semejante papel, él, que aunque perverso, enrojecía ante la menor emoción? Estudió su papel. Comprendió de inmediato que en aquellas circunstancias, y aunque fuese cosa de gente poco refinada, estaba obligado a demostrar una gran, una inmensa indignación frente al crimen. Ni calma ni indiferencia, porque la ficción sería sumamente difícil. La indignación explicaría el rubor, explicaría el temblor de sus manos y su intensa atención, que no podría rechazar el menor detalle que se le refiriera acerca de su delito.

Se vistió y a las once, hora en la que los obreros todavía no habían llegado, fue hasta el bar cercano. Antes de salir de su guarida, la miró largamente; tenía el aspecto de siempre, luego de haber limpiado un poco de polvo que se había amontonado junto a la cama de Giovanni, debajo de la cual había removido aquellas famosas tablas.

Nadie habría podido suponer que en aquella habitación había un tesoro oculto.

En el bar no vio a nadie, salvo a la camarera. Con ella, una hermosa mujer, aunque entradita en años, le gustaba a veces bromear; ese día le resultó imposible.

Se quedó quieto, sentado en su lugar, muy sensible a cualquier ruido que pudiera anunciar la llegada de otras personas.

¡Todavía no había oído ni una palabra sobre el asesinato! Quiso tratar de oír esa primera palabra.

Ya se dirigía a la salida cuando regresó hacia Teresina, que llevaba platos a la cocina. La tomó por debajo del mentón y, mirándola fijamente a los ojos, le preguntó:

—¿Nada nuevo, Teresina? —le dijo, no hallando una pregunta más hábil, y en su voz vibró una conmoción que le sorprendió.

—¡Oh, menos mal! —exclamó ella alejándose de él, porque estaban demasiado cerca de la puerta—. ¡Temía que estuviese enfermo, viéndolo tan serio!

—¡No, estoy muy bien! —dijo él, y para que le creyera lo repitió varias veces. Ella esperaba recibir algún beso ahora que estaba en una zona más oscura, pero él se le acercó, la tomó amistosamente por la mano y repitió su pregunta:

—¿Nada nuevo?

—¿Eso es lo único que se le ocurre decir en el día de la fecha? —preguntó ella y, haciéndose la melindrosa, se liberó de él y huyó.

Por el trayecto caminó, con un paso que quería ser seguro, hacia su habitación. Se sentía muy débil, sorprendentemente cobarde. Pensar en su crimen le había quitado toda naturalidad. ¿Por qué creía que toda la ciudad estaba preocupada por el asesinato? Le había preguntado a Teresa si había alguna novedad y había esperado que, en respuesta a su vaga pregunta, ella le contara todo lo que había oído decir acerca del crimen.

«¡Oh, hay que cambiar de actitud!», se dijo en una feroz resolución, mordiéndose los labios, «en ello me va el pellejo». Tan estúpidamente se había contenido con Teresa que la podía haber convertido en un testigo en su contra.

«¡Tal vez, en la ciudad todavía nadie sepa nada del asesinato!». Esta esperanza, aunque insensata, mitigó su abatimiento. Era la única hipótesis feliz porque comprendió que, aunque no lo descubrieran, no quedaría impune; ese terror continuo era en sí mismo un grave castigo. ¿Quién podía saberlo? Por un fenómeno cualquiera, el cadáver de Antonio podía haber desaparecido de la faz de la tierra. Probablemente siempre sea la esperanza la que nos lleva a suponer que la naturaleza obra milagros.

Pero esa esperanza muy pronto quedó destruida. A mediodía apareció Giovanni y le dijo que estaba indispuesto, para excusarse por no haber ido a trabajar.

—¡Ah, claro! —dijo Giovanni.

Y hasta que retomó la palabra, Giovanni atribuyó aquella sonrisa irónica que veía errar por sus labios a una sospecha.

—¿Estás enfermo como siempre, eh?

En efecto, no era la primera vez que Giorgio decía estar enfermo para disculpar su molicie.

Luego, súbitamente, sin más transición que un descuidado «¿Entendiste?», Giovanni empezó a hablar del delito de la calle Belpoggio. Comía el pan que había traído para almorzar y esas palabras, esperadas por Giorgio con febril impaciencia, salían de su boca de a una a la vez, con largos intervalos.

—Claro, Antonio Vacci…, parece que se trata de más de treinta mil florines. ¡Un buen golpe! ¡Le hundieron el corazón! Si vivió diez segundos después de haber recibido semejante golpe es mucho.

Giorgio no se agitaba sólo porque su última esperanza se iba a pique. Había sido ese corazón partido en dos lo que le había producido el dolor en el brazo; tal vez en su brazo había sentido las últimas vibraciones de la víscera del moribundo, y la idea de aquel contacto inmediato lo hacía temblar. Todos sabían hasta los detalles del crimen; debía parecer tremendo. En el cuerpo de Antonio no habían quedado rastros de lo instantáneo del hecho, pero sí de la violencia.

No se animaba a abrir la boca. Medía cada palabra que llegaba hasta sus labios y las volvía a engullir, porque todas parecían ofrecer sospechas. ¿No había forma de hacer hablar a ese individuo absolutamente ocupado en su pobre comida y que en medio de tantas reflexiones no había dicho aún qué se rumoreaba en la ciudad sobre el caso?

Finalmente Giorgio halló una frase que le pareció una obra maestra de naturalidad:

—¿Y quién es el asesino?

Para dar con esta frase había tenido que examinar primero cuántos puntos oscuros había en las palabras de Giovanni, porque era peligroso demostrar que había comprendido todo demasiado pronto.

—Sí, ¿quién es el asesino?

Con alegría vio que el otro se impacientaba. Estaba visto que si prestaba atención resultaba bastante hábil para engañar; esta vez no sintió remordimiento alguno. La alegría de haber encontrado esta frase hizo que la repitiera casi inconscientemente.

—¿No te lo dije ya? Todavía no lo encontraron. No se sabe quién es.

Por Giovanni no pudo enterarse de nada más. Para tener esas noticias no necesitaba someterse al suplicio de una conversación. Bien podría buscarlas en un periódico.

Un cuarto de hora después de la partida del obrero, con un valor que a él mismo le admiró, salió no sin haber dudado algún instante. Pero el deseo de noticias que Giovanni había estimulado en él no podía esperar más.

Para llegar hasta el kiosco del Piccolo Corriere más cercano tenía que caminar unos diez minutos. Primero lo hizo pegado a las paredes, luego, por el vulgar razonamiento

de que la actitud de querer ocultarse podía infundir sospechas caminó francamente por la mitad de la calle, con un paso que quería parecer desenvuelto pero que se trababa continuamente. ¿Acaso había olvidado cómo se camina?

Una vez comprado el diario se marchó de inmediato. Se arrojó sobre un colchón, que había arrastrado hasta debajo de la única ventana y empezó a leer. Nunca, en toda su existencia, había leído con tanto interés un papel impreso; jamás había sido capaz de prestar su atención hasta el punto de olvidar el entorno y parecerle, una vez terminada la lectura, que acababa de despertar de un largo sueño.

El asesinato era la noticia más importante de la crónica local y la ocupaba casi por completo. El relato del crimen estaba precedido por algunas consideraciones del diario acerca de la frecuencia con que se verificaban similares hechos de sangre en la ciudad; con un tono de amargura, que ciertamente impresionó más al asesino que a las autoridades a las que estaba destinado, se quejaba por el descuido con que se vigilaba la seguridad pública.

Al leer ¡sentía odio por el diario! ¿Por qué tal encarnizamiento? Aunque lo castigaran, lo cierto era que el otro ya no podría despertarse más. ¿No bastaba con el encarnizamiento que pondrían las autoridades en su búsqueda?

Por el artículo parecía, o bien eso querían dar a entender, que el asesinato había provocado conmoción en la ciudad. Se trataba de un crimen, decía el periodista, cometido con una audacia inaudita, en una calle de la ciudad bastante cercana al centro y, si bien a una hora avanzada, no tanto como para suponer que ese barrio podía estar especialmente despoblado. Un transeúnte cualquiera, por la sola razón de tener dinero, había sido muerto a traición.

Se engañaban y Giorgio debió sentirse feliz, porque de ese modo era más difícil que la sospecha cayera sobre él. Nadie había visto a la víctima acompañada por el asesino. Pero, descrito de ese modo, como la obra de un agresor que había matado a un transeúnte sólo por haber supuesto que en sus bolsillos llevaba dinero, el delito parecía mucho más terrible. El malestar de Giorgio había aumentado notoriamente. Los que hablaban de él no sabían a qué tentación lo había sometido la imbecilidad de Antonio.

Era fácil comprender que, descrito de tal manera, el asesinato debía conmover a toda la ciudad. Todos sentían la amenaza contra la propia amada persona y cada uno se convertiría, llegado el caso, en un útil auxiliar de la policía.

Del asesino no decían ni una palabra.

Poco antes del hecho, contaba el diario, habían sido visto rondar por esos lados dos individuos de pésimo aspecto, presumiblemente los autores del homicidio.

Este error era muy tranquilizador para Giorgio y él mismo se asombró por que su corazón no se calmaba.

El artículo lo había conmovido profundamente. Había sospechado persecuciones más acuciantes, pero, aunque mal formuladas, ahora que se encontraba frente a ellas lo agitaban y atemorizaban. Tal vez existe en nuestro organismo una parte sumamente delicada que se resiente ante el solo augurio del mal. Él sentía converger en el suyo un cúmulo tal de odio que, por más impotente que pudiera parecerle por el momento, lo oprimía.

El diario, como no podía decir ni una palabra sobre el asesino, se desahogaba con una biografía pormenorizada del asesinado.

Antonio Vacci estaba casado y era padre de dos niñas. La familia había vivido pobremente hasta hacía unos meses, cuando había recibido una inesperada e importante herencia. Vacci era descrito como una persona de escasa inteligencia que, desde que se había enriquecido, tenía costumbre de llevar consigo una gruesa suma de dinero que mostraba a quien deseara verla.

No era posible centrar las sospechas en aquellas personas que sabían de ese tesoro ambulante: eran demasiadas. «Mientras tanto», añadía el diario, «las autoridades están interrogando a todos los habitantes de la casa donde vivía el pobre Vacci».

«¡Oh, si hubiera huido!», pensó con una amargura consciente el asesino. De todo lo leído resultaba claro que la sospecha todavía no había caído sobre él y, partiendo de Trieste la noche anterior, hubiera podido llegar a Suiza antes de que lo alcanzaran las persecuciones. Consideraba que el profundo malestar que lo hacía tan infeliz no lo habría atrapado de haber estado lejos del lugar donde había matado.

Hacia la noche volvió a salir al aire libre. Caminó con mayor seguridad y se apresuró a atribuir ese valor a la certidumbre de saberse no observado. Pero el miedo reinaba soberano en su organismo. Para hacerla trastabillar bastaba cualquier cosa inmediata e imprevista, por ejemplo, encontrarse de pronto, cara a cara, con un traje militar cualquiera, que tal vez sólo se parecía al de un policía. No era la lectura del diario, ni la seguridad de saber que no se sospechaba de él lo que le daba valor, y terminó por reconocerlo: era el haberse acostumbrado a su nueva situación lo que le permitía

moverse con mayor soltura. Gran parte de lo que llamamos coraje es la experiencia y la costumbre del peligro.

III

Giovanni entró a las siete de la noche y lo miró con el ceño cómicamente serio:

—¿Sabes que se sospecha que tú eres el asesino de Antonio Vaccio? —le dijo a quemarropa.

Giorgio estaba en la oscuridad, sobre su colchón. Sintió que, de no haber sido así, el otro, con sólo mirar su cara, que debía estar horriblemente alterada, habría podido comprender que esa sospecha, de la que hablaba en broma, estaba bien fundada. ¿Dónde habían quedado sus propósitos de frialdad y de desenvoltura?

—¿Quién? —balbuceó.

No se podía pedir una pregunta más tonta, pero ya la había preferido a todas las demás por ser la más breve que se le había ocurrido.

Giovanni le contestó que todos sus amigos lo decían.

Por lo que contaba el Piccolo Corriere, una mujer había visto huir al asesino del lugar del crimen, es más, casi había sido arrojada al suelo por él, y había podido dar sobre su aspecto detalles bastante precisos: cabellos rizados, negros, abundantísimos, y un sombrero blando.

El susto que las primeras palabras de Giovanni habían provocado en Giorgio disminuyó un poco ante estas últimas. Aunque pequeñísima, alguna tranquilidad tenía que derivar de ellas. Él recordaba a aquella mujer, que lo había visto en la oscuridad y apenas un instante tan breve que seguramente no le había permitido observar nada más que su pelo negro y su sombrero blando. Además, ella no lo había visto matar y, aunque lo reencontrara y lo reconociera, no estaba del todo perdido; podía salvarse negándolo. ¡Claro! Su situación era atroz, y era consciente de ello, pero no parecía desesperada. Podría cortarse el pelo y cambiar de sombrero.

—¡Pero qué casualidad! —le dijo de pronto a Giovanni, con una audacia de la que poco antes no se hubiera creído capaz—. Hoy, durante las horas de ocio, había decidido cortarme el pelo, porque ya me molestaba, y también… también cambiar este sombrero que no me gusta.

No estaba mal, pero el susto se traslucía, si no por las palabras, por el sonido de la voz, y un observador más hábil que Giovanni lo hubiera percibido.

Este observó con inteligencia:

—Si no quieres tener molestias con la policía, no te conviene cambiar por ahora ni tu pelo ni tu sombrero.

—Pero si tú puedes declarar que tenía intención de hacer estos cambios antes de que se hablara del pelo o del sombrero del asesino.

¡Oh!, ¡si pudiera atraer a Giovanni hacia su lado, hacerlo su cómplice! De no haber sido por aquel horrible miedo de verlo aparecer como el primer acusador, le habría echado los brazos al cuello y le habría confiado todo ofreciéndole la mitad de su tesoro imponiéndole, claro, la mitad de sus torturas. Tener un cómplice podía ser como una liberación; creía que la naturaleza de su terror habría cambiado si hubiera sido capaz de expresarlo. Pensar continuamente en sus perseguidores le parecía más horrible en la medida en que no podía hablar de ello. Creía que el hecho de no haber podido tomar una resolución enérgica para salvarse se debía a la falta de palabras razonables. Muy mal se razona con las ideas volubles que pasan por la mente sin dejar rastros y resultan inasibles unos pocos instantes después de haber nacido.

Hizo un ligero intento para obtener ayuda de Giovanni, pero no apelando, tras una confesión, a su amistad, sino confiando en el débil cerebro de aquél.

—Por lo demás —dijo como al descuido—, sabes perfectamente que a la hora en que dicen que se cometió el crimen yo ya estaba en la cama, tanto que me saludaste al entrar.

¡No lo recuerdo! —dijo Giovanni con una excitación que cerró definitivamente la boca de Giorgio, pues se parecía demasiado a una sospecha.

Y calló, aunque Giovanni pareció hablar luego como para darle el coraje que antes le había quitado.

Poco antes de salir dijo:

—He aquí una cuchillada fructífera para ese bravo hombre que la dio. Si yo viviera cien años y trabajara siempre, no ganaría todo lo que él logró en un solo instante. En el fondo, lo que nos impide hacer lo que sea para nuestro interés son los prejuicios. ¡Tac!, un golpe bien dado y tenemos todo cuanto necesitamos.

Mirándolo salir, Giorgio pensaba que tal vez Giovanni habría sido capaz de matarlo en lugar seguro para robarle su tesoro, pero que no hubiera aceptado la complicidad en un asunto peligroso. Sentía que era mucho mejor que él, que predicaba el asesinato a sangre fría. Él lo había cometido, pero en un momento determinado, vencido por la tentación de hacer suyo ese dinero que lo salvaría de una vida muy infeliz. No había razonado y, en ese instante, de haber tenido presente el castigo que le podía tocar por ese acto, la horca, el verdugo, tampoco hubiera podido contenerse. De modo que había arriesgado su propia vida para tomar la de otro, acariciado por la idea de matar impune.

¿O quizá lo había olvidado? El acto cuya instantaneidad recordaba, no había sido producto de una aberración momentánea y lo probaba la satisfacción que había sentido descubriéndose en ese mismo acto fuerte y enérgico. Luego recordó oscuramente que alguna idea similar a la enunciada por Giovanni debía de haber pasado por su mente. ¡Qué extraña debilidad la de la memoria! El asesinato había dividido su vida en dos partes y, más allá de ese hecho, no recordaba sus propias ideas, sus propias sensaciones, su propia individualidad, como si se tratara de cosas no vividas sino oídas muchos, muchos años antes.

Ahora, tenía que resignarse a reconocerlo, la sociedad entera deseaba su muerte.

¿Cómo huir de ese odio, cómo no merecerlo? Si lo llamaran a dar razón de su crimen, ¿qué diría para disminuir la crueldad ante los ojos de los demás, para convencerlos de que era mejor de cuanto pudiera parecer si sólo lo juzgaban por esa acción? Podía contar que un individuo al que apenas conocía le había consignado dinero casi diciéndole «¡si me matas es tuyo!» y que, tras la invitación, lo había matado.

¿No tendría otra cosa que decir? Seguramente eso no bastaba para justificar ni para empequeñecer su culpa y, al descubrir que era imposible convencer a los otros de su propia inocencia, acabó por reconocer que su sentimiento era anormal, irrazonable. Extraño era, en efecto, el sentimiento de inocencia en un individuo que había matado, y no por amor ni por odio, sino tan sólo por avaricia.

Ya no podía engañarse a sí mismo, pero tanto le importaba disminuir el odio y el desprecio de sus futuros jueces que a ello dedicó todos sus pensamientos y, cuando creyó que había descubierto los medios para alcanzarlo, empleó en esa obra un tiempo precioso, durante el cual tal vez habría podido salvarse.

Hacía varios años que no se acordaba de su madre y ahora pensaba en ella para que lo ayudara en una ficción que había proyectado. Si se descubría su delito, cosa que él no podía impedir, juraría que lo había cometido para poder ayudar a su vieja madre.

Al caer la noche emprendió el largo viaje hasta San Giacomo, donde ella vivía. Mientras caminaba, no pensaba en absoluto en el placer de volver a verla; rehacía en su mente la escena que había fantaseado, con la que se justificaría frente a los jueces.

Su delito no había tenido otro motivo que hacer agradables los últimos años de vida de una pobre vieja, su madre. Ya no lo dudaba. Le resultaría fácil obtener indulgencia para el horror que inspiraba su crimen.

Estaba seguro de poder inducir a su madre a declamar la comedia. Era una mujer inteligente, que había dejado de amarlo cuando traicionó las esperanzas que depositara en él, pero que lo acariciaría en cuanto lo supiera rico. Era un enorme consuelo para él aquella esperanza de afecto a la que correspondería con todas las fuerzas de su alma. Ese afecto tranquilizaría su agitación, ahogaría esos sentimientos que impropiamente llamaba remordimientos. La trataría dulcemente, confiaría en ella como en sí mismo, y pondría a su disposición todo el dinero. Ese amor nacía directamente en su violento corazón. Nada semejante había pasado antes en su alma. Siempre había sido egoísta y duro; ahora se complacía con la idea de acariciar a un ser débil y convertirse en su esclavo y en su defensor.

Vio a un muchachito sentado junto a la primera casa pobre; lo reconoció y un sentimiento alegre lo invadió: era Giacomino, el hijo de un vecino de su madre.

En las sombras, el chico fumaba con voluptuosidad; a ver a Giorgio, enrojeciendo, se puso de pie y escondió el cigarrillo en la cavidad de la mano.

Giorgio le sonrió y quiso tranquilizarlo, decirle que de ninguna manera lo delataría al padre.

Pero no tenía tiempo, y entonces se limitó a sonreír.

—¿Dónde está mi madre? —preguntó con prisa, como si tuviera que darle una noticia urgente.

Más sereno por aquella sonrisa que por la triste noticia que debía dar el muchacho dijo:

—¿Su madre? —y usó esas dos únicas palabras para preparar a Giorgio; luego añadió rápidamente—: Su madre murió hace ocho días en el hospital. Papá se pondrá contento de verlo, pues tiene algo que decirle de parte de la señora Annella. ¡Voy a llamarlo!

—No hace falta, no hace falta —dijo Giorgio con voz ronca, y alejándose, de modo que el muchacho tal vez no pudo oírlo, agregó—: Volveré mañana, adiós.

Así perdió la esperanza que en pocas horas había acariciado tanto, hasta la prefería a la esperanza de no ser descubierto. No era el dolor por la muerte de la madre lo que lo hacía tambalear y le ofuscaba la vista. No veía frente a sí el rostro ya lívido de la difunta; no llamaba a su mente la voz que ya nunca más podría oír, o el gesto que tan a menudo había sido afectuoso con él. Aquella vieja se había muerto inoportunamente y su muerte lo convertía otra vez en un vil y rapaz asesino.

Fue esa noticia sorprendente lo que le quitó la capacidad de pensar y lo echó, indemne, en brazos de sus perseguidores. En las horas en las que se había acunado en el sueño de fingir para su delito una causa noble y ganarse, en el caso de que fuera apresado, la compasión de sus semejantes, no había pensado en la difícil tarea de huir de la pena. Perdida esa esperanza, el miedo lo había atrapado una vez más por completo y huía también ahora, cuando al regresar a la ciudad se acercaba al peligro.

En la oscuridad, junto a la Plaza de la Barriera, tuvo una extraña visión.

Con el mismo paso veloz caminaba delante de él un hombre encorvado, pequeño, miserable, las manos obstinadamente metidas en los bolsillos, Antonio Vacci, en suma. Lo veía claramente, notaba todos los detalles de la miserable persona, hasta los escasos pelos grises cuidadosamente aislados en las sienes; por un instante no tuvo dudas. ¡Antonio estaba vivo!

No se detuvo a reflexionar cómo podía ser, dado que lo había visto yacer por tierra inanimado. Antonio estaba vivo y él no lo había matado. Se adelantó con un grito. Quería ofrecerle la restitución de todo su dinero, quizás obligándose a darle más en el futuro, y a no pedirle nada a cambio, salvo que, viviendo, testimoniase que él no lo había matado.

Estupefacto, se encontró frente a una cara miserable, de piel apergaminada pero completamente desconocida, no era la de Antonio, y con eso recayó en su desesperación, sobre todo porque, habiendo deseado la vida de Antonio con enorme

intensidad, se juzgó por ello menos digno del odio y de la persecución. Tan fuerte fue la compasión hacia sí mismo que hasta se le llenaron los ojos de lágrimas.

Se veía como un hombre que, habiendo caído por su propia culpa en una abrupta pendiente, se precipita, resultando inútiles todos sus esfuerzos por detenerse, porque el terreno se desmorona bajo sus pies y los arbustos a los que se aferra no resisten. ¡Ese viaje en busca de su madre y la esperanza de reencontrar a Antonio vivo eran esfuerzos por detener la caída!

En cambio, sólo entonces, en la agitación en la que se hallaba, hizo el único esfuerzo por salvarse, pero tan estúpidamente, que fue el que lo perdió. El hombre en la pendiente, para salvarse, no había encontrado nada mejor que precipitarse por sí mismo al valle. Tenía que librarse de ese sombrero blando, que le pesaba sobre la cabeza como su mismo delito. No recordó la inteligente observación de Giovanni y entró resueltamente a una sombrerería. Era una buena hora, ya que estaban cerrando el negocio, y eso le permitía sentirse menos observado, pero no pensó que, empapado en sudor por la corrida y agitado por tantas emociones, bastaría una sola sospecha para descubrir en él al delincuente que huye.

Una joven, ya lista para abandonar el negocio, con los guantes puestos, elegante, con unos ojos negros chispeantes por la impaciencia, le preguntó qué deseaba y, al oír que quería un sombrero, pasó detrás del mostrador con una mueca. El patrón, un joven alto y delgado, se levantó de una pequeña mesa situada en el fondo de la tienda.

Antes de que se levantara, Giorgio no lo había visto y ahora no lo miraba, pero se sentía observado por él, lo que terminó por desconcertarlo.

—Rápido —murmuró con un acento suplicante que a la joven debió parecerle fuera de lugar.

Ella le ofreció un sombrero blando.

—¡No! —dijo él con cierta vivacidad.

Ella le ofreció otro que tomó en sus manos, decidido a no permanecer más tiempo bajo aquella luz, observado por la curiosidad de la muchacha, del patrón y del cadete, que había dejado de retirar los sombreros expuestos, evidentemente, sólo para mirarlo.

Con gusto hubiera obviado probarse el sombrero nuevo antes de pagarlo, pero comprendió que estaba obligado a hacerlo por la más elemental prudencia. Se descubrió la cabeza. Y la cara se le inundó de un abundante sudor.

—¿Calor? —preguntó la joven en tono de burla.

Él dudó un instante antes de responder. Le pareció que esa pregunta le brindaba una buena ocasión para explicar que se encontraba en tal estado por el largo trayecto que había recorrido y no por otra causa. Pero no fue capaz de tanta audacia.

—¡Sí, mucho calor! —dijo enjugándose la frente. Pagó y salió, olvidando llevarse el sombrero viejo. El nuevo, demasiado pequeño apenas hacía equilibrio sobre su cabeza y le producía un inmenso fastidio.

En la Plaza de la Barriera, por la que tuvo que volver a pasar, vio a Giovanni con otros tres obreros. Se les acercó dudando, pues sabía por experiencia que cada palabra suya, cada gesto, podían inspirar sospechas.

Lo recibieron con un saludo glacial y lo miraron con desconfianza. No era su miedo que lo engañaba; nunca lo habían tratado así. Lo observaban con curiosidad y ninguno le dirigió la palabra.

Medio borracho por el terror hizo un último intento de mostrarse desenvuelto:

—¿Vamos al bar? Esta noche pago yo.

Giovanni dijo:

—¡Ellos sospechan que tú eres el asesino de la calle Belpoggio y hasta que no te hayas limpiado de esa sospecha no quieren estar contigo!

Comprendió que, de haber sido inocente habría debido dar por tierra con el primero que se hubiera animado a levantar semejante sospecha. Pero, ¿qué podía hacer con ese temblor que le invadía los miembros y hasta le impedía hablar?

Los cuatro obreros se alejaron horrorizados de él. La sospecha se había convertido en certidumbre.

Trastabillando se alejó.

Apenas había dado unos pasos cuando se sintió violentamente tomado por los brazos y oyó que alguien, muy cerca de su oído, le gritaba:

—En nombre de la ley.

Tuvo una violenta alucinación, aunque le quedaba bastante conciencia como para entender que no era más que una alucinación. Oyó un enorme fragor, el ruido de cosas que se derrumbaban, las imprecaciones de una multitud armada y vio, delante de sí, a Antonio, que se reía a carcajadas, con las manos en los bolsillos, en los que ciertamente había repuesto su tesoro reconquistado. Luego, nada más. Se reencontró acostado en su cama. En la habitación había un solo guardia.

Dos hombres de civil, de los cuales el pequeño y robusto, de cara regordeta y dulce, parecía ser el jefe, contaban el dinero que ya habían encontrado debajo de la cama de Giovanni. Él los había ayudado y estaba respetuosamente parado en un rincón del cuarto. En la puerta había otro guardia, que contenía a la multitud que trataba de adelantarse.

—¡Asesino! —le gritó una vieja que había logrado llegar hasta la puerta, y le escupió.

¡Estaba perdido! No podía negar los hechos, pero lo que era peor, jamás hallaría las palabras necesarias para describir las torturas que había sufrido y que atenuarían su culpa. Para toda esa gente era una máquina malvada de la que cada movimiento era una mala acción o el deseo de cometerla, mientras que él se sentía como un mísero juguete abandonado en una mano caprichosa.

Con voz dulcísima, el hombre de la cara dulce le preguntó si se sentía mejor; luego dijo su nombre. En esa cara no había señales de odio ni de desprecio y Giorgio, diciendo su nombre, lo miró fijo para no ver a la multitud en la puerta. Luego la misma persona le ordenó al guardia que hiciera entrar a aquella mujer y al sombrerero para el reconocimiento.

—¡No! —rogó Giorgio, y abundantes lágrimas mojaron su rostro—. Usted parece una persona buena y no me torturará inútilmente; ¡le diré toda la verdad!

Luego titubeó un poco, como esperando la inspiración que lo llevara a callar, a salvarse, pero bastó un pequeño movimiento de impaciencia de su interlocutor para que cesara su duda.

—Yo soy el asesino de Antonio —dijo con una voz semiapagada.

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