martes, 5 de octubre de 2021

Lawrence Norfolk El diccionario de Lemprière Traducción de Javier Calzada. FRAGMENTO.

 



Lawrence Norfolk

El diccionario de Lemprière

Traducción de

Javier Calzada


Índice

Resumen.. 6

CESAREA.. 7

LONDRES. 50

PARÍS. 204

LA ROCHELLE. 428

 

 

 


 A

S B-H


Barbarus hic ego sum, qui non intellegor ulli


_Índice

Resumen

 John Lemprière, un erudito joven de Jersey, acude a Londres en 1788, tras la muerte de su padre, para reclamar su herencia. Obsesionado por la manera en que los mitos clásicos parecen irrumpir en su vida (su padre, como Acteón, ha muerto destrozado por los perros que guardaban a la virginal hija del noble del lugar mientras se bañaba desnuda; una prostituta ha sido asesinada con una lluvia de oro fundido, en una clara referencia a la seducción de Dánae por Zeus), consulta a dos sabios doctores que le aconsejan que escriba un diccionario clásico. Pero la vida del joven John en Londres no será sólo la de un estudioso dedicado a la investigación y la escritura de su obra. Sometido a la implacable persecución de los poderosos miembros de la Cábala, un grupo de descendientes de hugonotes, el joven se verá obligado para salvar su vida a desentrañar los misterios de la relación o más bien violento contencioso: todos los hombres de la familia Lemprière han muerto asesinados ¿que une a su familia con el grupo secreto y con la todopoderosa Compañía de las Indias Orientales? Vínculos que nos harán retroceder en el tiempo y viajar por el mundo pues se remontan al sitio de La Rechelle, en 1627, escenario de una de las más sangrientas matanzas que registra la historia.

_Índice

CESAREA

 Los vientos soplaban a gran altura sobre Jersey, despejando el firmamento para tender por encima de la isla un manto titilante de estrellas. Pero la sucesión de mansas playas y escarpados cantiles de la costa apenas se distinguía de las negras aguas del mar. Hacía ya horas que la luna había desaparecido bajo el horizonte. Algunas noches era tan brillante, que incluso habría podido leer a su resplandor, pero no ésta. En el escritorio frente al que se sentaba, un quinqué proyectaba una luz suave y amarillenta. Tenía ante sí un libro abierto y se hallaba enfrascado en la lectura, con el rostro a unos pocos centímetros de las letras impresas. Su cabeza seguía el movimiento de las líneas, girando levemente de izquierda a derecha, y retornando para reiniciar el giro un poco más abajo, en un lento descenso hacia el pie de la página. Hasta sus oídos llegaba desde fuera el rumor de las olas al romper y azotar los peñascos de Bouley Bay.

Al cabo de un rato, la figura encorvada sobre el libro alzó la frente y, dejando su tarea, se restregó los ojos con los nudillos. Tenía entumecido el cuerpo, espigado y anguloso, con las piernas engarfiadas alrededor de las patas de la silla y los codos doblados buscando apoyo entre el montón de papeles del escritorio. Cambió de postura torpemente. Y cuando apartó las manos de los ojos para mirar a su alrededor, fue como si la habitación se hubiera esfumado. Aquella mancha rojiza que podía entrever debía de ser su cama, y aquella otra de color más claro que adivinaba detrás era seguramente la puerta. Tenía conciencia del piso porque lo notaba bajo los pies, y de la ventana porque podía sentir en el rostro el roce frío de la brisa que le llegaba de ella en suaves ráfagas. Pero a aquella distancia, que había que contar por metros en lugar de centímetros, todo el resto de objetos se perdía en un flujo de sombras; no eran sino «aire desprovisto de luz», pensó recordando la antigua fórmula. Al buen Lucrecio, tan realista como desalentador. Y mientras los objetos a su alrededor escapaban, desaparecían y se desvanecían unos en otros, John Lemprière experimentó la acostumbrada sensación de pánico en la boca del estómago, no por conocida menos desagradable. Volvió, pues, a inclinarse sobre el libro, tratando de enfocar nuevamente sus ojos en la página.

Había comenzado a sufrir aquellos trastornos de la vista a la edad de catorce años, más o menos, pero su frecuencia había ido aumentando cada vez más al aproximarse a la veintena. Hasta que la realidad circundante empezó a ofrecérsele como en esta ocasión. Objetos empañados y confundidos con otros objetos. Perfiles que se quebraban para disolverse en su entorno. La miopía transformaba el mundo en una neblina de posibilidades, en la que la vaguedad de las formas ofrecía ancho campo a sus especulaciones. El pánico de los comienzos se había trocado luego en resignación y, más tarde, en algo parecido al placer. Sólo quedaba un levísimo vestigio de preocupación, pero le permitía dar rienda suelta a sus divagaciones, visiones y ensueños. La isla entera no podía competir con la turbamulta de semidioses y héroes, ni con las bulliciosas uniones de ninfas y animales con que el joven estudiante poblaba los campos de su imaginación. Le bastaba dejar a un lado las páginas de Cicerón, de Terencio, de Pindaro o Propercio para ver encarnarse en la indecisa oscuridad de más allá de la ventana sus descripciones más delicadas o más violentas. En aquella tierra de visiones, Galatea había retozado con Acis... y Polifemo se las había tenido con ambos. Allí se había librado la última guerra púnica, perdida por los cartagineses, cuya ciudad ardió durante diecisiete días antes de que sus treinta y dos kilómetros de muros se desplomaran para sofocar las llamas. Escipión el Africano era un granuja, pero consiguió la dignidad consular ambicionada. Delenda est Carthago. Antiguos reyes cuyas vidas estaban a caballo entre los mundos natural y sobrenatural, campesinas amadas de pastores, a las que bastaba tocar un instante con manos para ver transformada su carne en el tronco de un árbol, dríades y nereidas..., ¿qué clase de visión era aquélla capaz de ver en las sencillas llamas de un hogar ateniense la sangrienta tortura de Prometeo, en el canto del ruiseñor la violación de Filomela, un rostro en cada árbol y una voz murmurando en cada arroyo? Y, tras ellos, unos designios que lo disponían todo sin razón alguna: la simple certeza de hallarse cumpliendo un destino. Quizá los dioses eran también víctimas de aquella salvaje sencillez —se decía—: víctimas de aquella claridad de férrea lógica y de decretos inmutables. Por la mente del joven erudito desfilaban príncipes y héroes, ninfas y sátiros, ora entregados al placer de la compañía, ora al de descuartizarse unos a otros: componiendo y recomponiendo, en suma, las escenas que el muchacho leía en las páginas de los clásicos.

—Ha tropezado con un cubo, Charles... Y lo tenía bien a la vista.

La quejumbrosa voz de su madre le hizo alzar la frente del texto de Tucídides y los caracteres griegos se desvanecieron mientras sus oídos captaban los retazos de un diálogo nocturno.

—¿Y qué? ¿Se ha hecho daño?

—¿Tendrá que partirse una pierna para que lo comprendas, Charles? Estás tan ciego como él.

Hablaban los dos en el tono quedo reservado para la intimidad y las preocupaciones. El muchacho pasó las yemas de los dedos por la rugosa superficie de la página que tenía delante. A cuatro palmos de distancia, era absolutamente incapaz de leerla; sólo poniéndola a unos cuantos centímetros de sus ojos veía definidos y claros los rasgos de las letras. Sus padres lo ignoraban.

—Será un sabio. Tal vez el mejor de su época. ¿Qué falta le va a hacer aprender a caminar sorteando cubos?

—¡Pero es que la lectura está arruinando su vista! Dañándole a él...

Esta aseveración susurrada tan sólo obtuvo por respuesta un bufido de incredulidad por parte de Charles Lemprière.

—Se está alejando de nosotros, Charles... Tú mismo puedes verlo.

—Lo que pasa es que está absorbido por sus estudios, nada más. A su tiempo recuperará el equilibrio. A mí me pasó igual; lo recuerdo perfectamente.

—¡Oh, sí! Todos los Lemprière están cortados por el mismo patrón. Lo sé muy bien. Nada cambia, ¿verdad, Charles? —Había un tono de amargura en su voz.

Después de esto, el muchacho sólo pudo captar algunas palabras sueltas apagadas y los suaves sollozos de la madre. No era la primera vez que sorprendía una discusión semejante entre sus padres. Permanecía despierto esperándolas, disfrutando del protagonismo que se le daba en ellas, sintiéndose más unido a sus padres cuando éstos, sin saberlo, expresaban lo que sentían por él. En el trato diario, la madre no parecía comprender gran cosa de lo que le decía y el padre mantenía una actitud de reserva, albergando, tras la fachada de severidad, sentimientos que el hijo sólo podía adivinar por conjeturas. Aquélla, sin embargo, iba a ser la última de la serie de discusiones sobre el tema, porque a la mañana siguiente todo dio a entender que se había llegado a un acuerdo: el de que John Lemprière debería usar lentes.

Y así fue como, una semana después, pudo verse a dos caminantes cruzando la isla y recorriendo los seis kilómetros y pico que separan Rozel de Saint Helier. Más alto, y siempre medio paso por delante de su hijo, Charles Lemprière avanzaba esquivando con soltura las rodadas de la carretera. Un vistazo de cuando en cuando al cielo le confirmaba que, aun cuando se salpicarían de barro hasta las rodillas, por lo menos llegarían secos a su destino. Su hijo tropezaba frecuentemente, y a cada tropezón suyo Charles resistía la tentación de volverse, aunque sin poder evitar una mueca y un silencioso respingo. Su mujer estaba en lo cierto, naturalmente, pero la ceguera, tanto la física como la mental, tenía también sus ventajas. Era preferible a ver demasiado. El camino discurría a través de un bosque. Evitó una rama medio desgajada y la mantuvo en alto para que pasara su hijo. Y así siguieron ambos, dejando atrás Five Oaks para alcanzar la cresta de la loma. Desde allí divisó Charles la ciudad de Saint Helier, justo enfrente, y más allá el Elizabeth Castle, precariamente a flote en el puerto. Tan sólo habían pasado cinco años desde que Rullecourt y setecientos hombres sacaran de la cama al gobernador para obligarle a firmar la entrega de la isla. Y el gobernador, restregándose el sueño de los ojos, había firmado. El castillo se alzaba entonces como una verdadera fortaleza. ¡Pobre Moses Corbet, que tuvo que salir por piernas y escapar por la plaza del Mercado mientras las balas de mosquete le acribillaban el sombrero! Ahora había más martellos que casas.

Su hijo oyó la ciudad mucho antes de verla. Saint Helier lo recibió con estrépito, tendiéndole sus brazos abiertos, y el barullo de voces humanas que regateaban, discutían o se saludaban lo envolvió en una bienvenida anónima dispensada por la propia ciudad. Se agarró al brazo de su padre y se sintió arrastrado entre la multitud, mientras la barahúnda crecía y le martilleaba en las sienes. Charles Lemprière, con su hijo a remolque, se abrió paso entre los tratos, los cotilleos y el tumulto de Jersey. La multitud fue haciéndose menos densa al doblar ambos una esquina más allá del Peirson y caminar por unas calles que parecían anormalmente silenciosas en comparación con la algarabía de la plaza. Tras tomar otra bocacalle llegaron, resoplando, al establecimiento de Ichnabod Bonamy, vidriero y pulidor de lentes. Charles estaba ya alargando la mano para hacer sonar la campanilla de la tienda cuando una voz gritó desde dentro.

—¡Pase usted, Lemprière!

lunes, 4 de octubre de 2021

PRINCIPIOS NOCTURNOS. NOVELA. EDITORIAL EUNED. COSTA RICA. DE PRONTA PUBLICACIÓN.


 

Aventura incomprensible, pero atestiguada por toda una provincia Marqués de Sade.

 


Aventura incomprensible,
pero atestiguada por toda una provincia
Marqués de Sade

 

 

 

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Todavía no hace cien años, en varios lugares de Francia perduraba aún la absurda creencia de que, entregando el alma al diablo, con ciertas ceremonias tan crueles como fanáticas, se conseguía de ese espíritu infernal todo lo que se deseara, y no ha pasado un siglo desde que la aventura que, relacionada con esto, vamos a narrar, tuvo lugar en una de nuestras provincias meridionales, donde todavía está atestiguada hoy en día por los registros de dos ciudades y respaldada por testimonios muy apropiados para convencer a los incrédulos. El lector puede creerla o no, hablamos solamente después de haberla verificado; por supuesto no le garantizamos el hecho, pero le certificamos que más de cien mil almas lo creyeron y que más de cincuenta mil pueden corroborar en nuestros días la autenticidad con que está consignada en registros solventes. Nos dará permiso para disfrazar la provincia y los nombres.

El Barón de Vaujour combinaba desde su más tierna juventud el más desenfrenado libertinaje con el cultivo de todas las ciencias y muy especialmente el de aquellas que inducen al hombre al error y le hacen perder un tiempo precioso que podría emplear de alguna otra manera infinitamente mejor; era alquimista, astrólogo, brujo, nigromante, astrónomo -bastante notable, por cierto- y físico mediocre; a la edad de veinticinco años, el barón, dueño ya de su patrimonio y de sus actos, descubrió en sus libros -según afirmaba- que inmolando un niño al diablo, empleando determinadas palabras y haciendo determinadas contorsiones durante la execrable ceremonia, se conseguía que el demonio se apareciera y se obtenía de él todo lo que se deseaba, siempre que se le prometiera el alma, y entonces se decidió a perpetrar esa monstruosidad con el único propósito de vivir felizmente su duodécimo lustro, de que nunca le faltara dinero y de conservar asimismo en el más alto grado de potencia sus facultades prolíficas hasta esa edad. Cometida la infamia y firmado el pacto, ocurrió lo siguiente: Hasta la edad de sesenta años, el Barón, que disponía tan sólo de quince mil libras de renta, había gastado regularmente doscientas mil y jamás debió un céntimo. En lo que respecta a sus proezas amorosas, hasta esa misma edad fue capaz de gozar a una mujer quince o veinte veces en una noche, y a los cuarenta y cinco ganó cien luises en una apuesta con unos amigos suyos que habían afirmado que no podría satisfacer a veinticinco mujeres, una después de otra; lo hizo y entregó los cien luises a las mujeres. En otra cena, tras la que se inició un juego de azar, el Barón advirtió al empezar que no podía participar, pues no tenía un céntimo. Le ofrecieron dinero, pero lo rechazó; mientras que jugaban, dio dos o tres vueltas por la sala, volvió, se hizo hacer un sitio y apostó diez mil luises a una carta, luises que fue sacando en diez o doce fajos de su bolsillo; el envite no fue aceptado, el Barón preguntó el motivo y uno de sus amigos le contestó bromeando que la carta no iba lo bastante bien servida y el Barón añadió otros diez mil. Todo esto está registrado en dos ayuntamientos respetables y lo hemos podido leer.

Cuando cumplió cincuenta años, el Barón decidió casarse; lo hizo con una encantadora joven de su provincia con la que siempre ha vivido en los mejores términos, sin que las infidelidades tan propias de su temperamento provocaran nunca el menor roce; tuvo siete hijos de esa esposa y desde hacía algún tiempo los encantos de su mujer habían ido volviéndole más sedentario; habitualmente vivía con su familia en el castillo donde en su juventud había hecho la espantosa promesa que hemos mencionado, invitando a hombres de letras, apreciando su trato y cultivando su amistad. Sin embargo, a medida que se aproximaba al término de los sesenta años, se acordaba de su desdichado pacto y como ignoraba si el diablo iba a contentarse con retirarle sus favores o le quitaría entonces la vida, su humor cambiaba por completo, se ponía triste y meditabundo y ya casi no salía de su casa.

El día señalado, a la hora exacta en que el barón cumplía sesenta años, un criado le anuncia a un desconocido que había oído hablar de sus conocimientos y solicita el honor de entrevistarse con él; el Barón, que en ese momento no estaba pensando en aquello que no había dejado de preocuparle desde hacía varios años, contesta que le haga pasar a su gabinete. Sube allí y encuentra a un forastero que, por su manera de hablar, le parece que es de París, un hombre bien vestido, con una figura hermosísima y que en seguida se pone a discutir con él sobre las ciencias más elevadas; el Barón le va contestando a todo y la conversación se anima. El señor de Vaujour propone a su huésped ir a dar un pequeño paseo, él acepta y nuestros dos filósofos salen del castillo; era época de faenas agrícolas y todos los labradores estaban en el campo; algunos, al ver gesticular a solas al señor de Vaujour, piensan que se ha vuelto loco y corren a avisar a la señora pero nadie contesta en el castillo; aquella buena gente vuelve a su sitio y siguen observando a su señor, que, creyendo que está conversando con alguien animadamente, agitaba las manos como es habitual en esos casos; por fin, nuestros dos sabios llegan a una especie de paseo cerrado al otro extremo y del que no se podía salir más que dando media vuelta. Treinta campesinos pudieron verlo, treinta fueron interrogados y treinta contestaron que el señor de Vaujour había entrado solo, sin dejar de gesticular en aquella especie de alameda cubierta.

Al cabo de una hora, la persona con la que cree estar, le dice:

-Y bien, Barón, ¿no me reconoces?, ¿has olvidado acaso la promesa de tu juventud?, ¿has olvidado cómo yo la he cumplido?

El Barón se estremece.

-No temas- le dice el espíritu-, no soy dueño de tu vida, pero sí lo soy de retirarte todos mis favores y arrebatarte todo lo que te es querido; vuelve a tu casa y verás en qué estado la encuentras, en ello reconocerás el justo castigo a tu imprudencia y a tus crímenes... A mí me gustan los crímenes, Barón, incluso los deseo, pero mi destino me obliga a castigarlos; vuelve a tu casa, repito, y conviértete, aún te queda un lustro de vida, morirás dentro de cinco años, pero sin que la esperanza de poder estar un día con Dios te haya sido negada... Adiós.

Y el Barón, que sólo entonces se da cuenta de que está solo y que no ha visto que nadie se despidiera de él, vuelve a toda prisa sobre sus pasos y pregunta a todos los campesinos que encuentra si no le han visto entrar en la alameda con un hombre de tales y cuales características; todos le contestan que había entrado solo, que asustados al verle gesticular de aquella manera incluso habían ido a avisar a la señora, pero que no había nadie en el castillo.

-¿Que no hay nadie? -exclama el Barón terriblemente turbado-. ¡Pero si he dejado dentro a diez criados, a siete niños y a mi mujer!

-Pues no hay nadie, señor -le contestan.

Cada vez más asustado corre hacia su casa, llama, nadie le contesta, fuerza una puerta, entra, y la sangre que inunda los escalones le está ya anunciando la catástrofe que se ha abatido sobre él; abre una gran sala y descubre a su mujer, a sus siete hijos y a sus diez sirvientes desparramados por el suelo en diferentes posturas, en medio de un mar de sangre, todos ellos decapitados. Se desmaya, varios campesinos, cuyas declaraciones constan, entran y tienen ocasión de contemplar el mismo espectáculo; ayudan a su señor, que poco a poco va volviendo en sí, les ruega que faciliten los últimos auxilios a la desdichada familia, y sin pérdida de tiempo se encamina hacia la Gran Cartuja, donde falleció al cabo de cinco años en el ejercicio de la más elevada piedad.

No emitimos ningún juicio sobre este incomprensible suceso. Existe, no se puede negar, pero es incomprensible.

Hay que andar con cuidado y no creer sin duda en quimeras, pero cuando una cosa es atestiguada por todo el mundo y pertenece como ésta a un género tan singular, hay que bajar la cabeza, cerrar los ojos y decir: así como no entiendo cómo los orbes flotan en el espacio, así también pueden existir cosas sobre la tierra que no acierte a comprender.

 

 

FIN

 

 

sábado, 2 de octubre de 2021

LAURENCE Y ANTONIO MARQUÉS DE SADE. Fragmento.



LAURENCE Y ANTONIO

MARQUÉS DE SADE

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NOVELA ITALIANA

El desastre de la batalla de Pavía, el espantoso y astuto carácter de Fernando, la

superioridad de Carlos Quinto, el extraño crédito de esos famosos mercaderes de lana, listos a

compartir el trono de Francia, y ya instalados en el de la Iglesia*, la situación de Florencia,

ubicada en el centro de Italia como para dominarla; todas estas causas reunidas tornaban

sumamente codiciable el cetro de esa ciudad, destinándolo sin duda a aquel de los príncipes

de Europa que brillara con mayor esplendor. Carlos Quinto, que así lo comprendía y debió

perseguir tales objetivos, tal vez cometió un error al postergar a Don Felipe que necesitaba

tanto de ese trono para mantener sus posesiones en Italia, dando la preferencia a una de sus

bastardas a quien casó con Alejandro de Médicis. Teniéndolo todo en sus manos para hacer de

su hijo el Duque de Toscana, ¿cómo pudo contentarse con dar tan sólo una princesa a esta

hermosa provincia?

Pero ni estos acontecimientos, ni la importancia que Carlos Quinto concedía a los

florentinos, lograron deslumbrar a los Strozzi. Poderosos rivales de su príncipe, no perdían la

esperanza de derrocar tarde o temprano a los Médicis de un trono, del que se creían más

dignos, y al que pretendían desde tiempo atrás.

En efecto, ninguna casa Toscana tenía mayor rango que la de los Strozzi... que, de haber

observado mejor conducta, pronto hubiese poseído el codiciado cetro de Florencia.

En momentos en que esta familia gozaba de su mayor esplendor**, cuando la más grande

prosperidad reinaba a su alrededor, Charles Strozzi, hermano de quien mantenía el prestigio

del apellido, con menos interés en los asuntos de Estado que en sus fogosas pasiones,

aprovechaba la inmensa fama de su familia para satisfacerlas con mayor impunidad.

Al alentar los deseos de un alma mal nacida, es muy raro que los medios con que cuenta la

grandeza no se conviertan pronto en instrumentos del crimen. ¿Qué es lo que no hará el feliz

malvado a quien su nacimiento coloca por encima de las leyes, cuyos principios ofenden al

Cielo, y que todo lo puede gracias a sus riquezas?

Charles Strozzi era uno de estos peligrosos hombres, para quienes todo es poco con tal de

lograr lo que desean; tenía cuarenta y cinco años, edad en que los crímenes ya no son

producto de una sangre ardiente, sino razonados, premeditados cuidadosamente, y cometidos

con menos remordimientos. Acababa de perder a su segunda mujer, y puesto que la primera

había muerto víctima de los malos tratos de este hombre, en Florencia se creía, casi con

certeza, que la segunda había corrido igual suerte.

Poco vivió Charles con esta segunda esposa, mas de la primera tenía un hijo, de veinte

años de edad, cuyas excelentes cualidades compensaban a la familia de los errores cometidos

por su segundón y consolaban a Louis Strozzi, el primogénito, que luchaba contra los

Médicis, por no haber contraído matrimonio ni tenido hijos. Todas las esperanzas de esta

ilustre familia estaban puestas, pues, en el joven Antonio, hijo de Charles y sobrino de Louis.

Se lo miraba habitualmente como al futuro heredero de la fortuna y la fama de los Strozzi, y

hasta como a quien podría reinar en Florencia si el inconstante Destino negaba algún día sus

favores a los Médicis. Se comprenderá fácilmente cuánto se amaba a este joven y que

cuidados se tomaban en su educación.

Era imposible que Antonio respondiera en mejor forma a estas esperanzas. Vivaz, agudo,

pleno de espiritualidad e inteligencia, sin más defectos que un candor, y buena fe algo

excesivos, feliz error de las almas nobles; muy instruido para su edad, de agradable figura, en

absoluto corrompido por los malos ejemplos y peligrosos consejos de su padre, ansioso de

* Nos referimos a León X, de la casa de Médicis.

** Entre 1528 y 1537.

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inmortalizarse, admirador entusiasta de la gloria y el honor, humano, prudente, generoso,

sensible, Antonio, como se ve, tenía que gozar, bajo múltiples aspectos, de la estima general;

y si alguna preocupación sentía su tío con respecto a él, era al ver a un joven colmado de

virtudes bajo la dirección de semejante padre; ya que Louis, siempre en los campos de batalla,

acuciado por su ambición, apenas podía ocuparse de su valioso sobrino y, a pesar de los

peligros, lo había dejado educarse en casa de Charles.

Aunque resulte difícil creerlo el carácter malvado y celoso de este mal padre no dejaba de

ver sin una sombra de envidia tantas bellas cualidades en Antonio y, temiendo verse eclipsado

por él tarde o temprano, en vez de fomentar sus condiciones, trataba de debilitar su carácter.

Afortunadamente esos propósitos no lograron su objetivo, ya que el buen natural de Antonio

lo protegió contra las seducciones de Charles; supo reconocer y detestar los crímenes de su

padre, sin dejar por ello de amar a quien tales vicios mancillaban; mas su exceso de confianza

hizo que, a veces, ese hombre a quien debía querer y menospreciar a la vez, lograra engañarle.

A menudo el corazón puede más que la cabeza, y los malos consejos de un padre tan

peligroso logran seducir el sentimiento dominando a la razón, apoderándose al mismo tiempo

de todas las cualidades del alma y corrompiendo a quien sólo cree amar y obedecer.

viernes, 1 de octubre de 2021

La mojigata o el encuentro imprevisto MARQUÉS DE SADE.


 

La mojigata o el encuentro imprevisto

MARQUÉS DE SADE

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Monsieur de Sernenval, hombre de unos cuarenta años, que tenía doce o quince mil

libras de renta y las gastaba tranquilamente en París, que había dejado el comercio, y que se

contentaba con tener por toda distinción el honorable título de burgués de París con

pretensiones a concejal, se había casado poco tiempo atrás con la hija de uno de sus antiguos

compañeros, que tenía por entonces unos veinticuatro años. Nada tan fresco, tan rollizo, tan

carnoso y blanco como madame de Sernenval; no mostraba el aspecto de las Gracias, pero era

tan apetitosa como la madre de los amores; no tenía el porte de una reina, pero había tanta

voluptuosidad en el conjunto, tenía ojos tan tiernos y llenos de languidez, una boca tan linda,

un pecho tan firme y redondo, y todo el resto tan apropiado para despertar el deseo, que pocas

hermosas parisienses hubieran podido competir con ella. Pero madame de Sernenval, con tantos

atractivos físicos, poseía en su espíritu un defecto fundamental... un puritanismo

insoportable, una beatería fastidiosa y una especie de pudor tan ridículamente excesivo, que

su marido no conseguía decidirla a presentarse ante sus amistades. Llevando la beatería al

extremo, muy pocas veces madame de Sernenval quería pasar una noche entera con su marido,

e incluso cuando se dignaba a darle sus favores, lo hacía siempre con excesivas reservas,

con un camisón que nunca era levantado. Un ojal artísticamente abierto frente al pórtico del

templo del Himeneo, sólo permitía la entrada con la expresa condición de ninguna caricia

deshonesta y de ningún -acoplamiento carnal. Madame de Sernenval se habría puesto furiosa

si hubiera querido traspasar los límites impuestos por su modestia, y el marido que lo hubiera

intentado habría corrido posiblemente el riesgo de no volver a conseguir los favores de esa

hembra púdica y virtuosa. Monsieur de Sernenval se reía de todas esas historias, pero como

adoraba a su mujer, consentía en respetar sus debilidades.

A veces, sin embargo, intentaba sermonearla, le demostraba del modo más claro que no

es pasándose la vida en las iglesias o con los curas como una mujer de bien cumple realmente

con sus deberes; que los primeros que ésta tiene son los de su casa, necesariamente

descuidados por una beata. Viviendo honestamente en el mundo honraría infinitamente mejor

las intenciones del Eterno —le decía—, que yendo a enterrarse en los claustros, y corría

muchísimo más peligro con los padrillos de María que con aquellos amigos de confianza a

los que ridículamente se negaba a ver.

—Hay que conocerla y quererla tanto como yo —agregaba monsieur de Sernenval—

para no inquietarse demasiado por usted con todas esas prácticas religiosas. ¿Quién me

asegura que a veces no cae usted en éxtasis en la blanda cama de los levitas, más bien que al

pie de los altares del dios? No hay nada tan peligroso como los sinvergüenzas de los curas;

siempre es hablando de Dios como seducen a nuestras mujeres y a nuestras hijas, y en su

nombre es como siempre nos deshonran y engañan. Créame, mi querida, se puede ser virtuoso

en cualquier parte; ni en la celda del bonzo ni en el nicho del ídolo es donde la virtud levanta

su templo: es en el corazón de una mujer prudente. Y las decentes compañías que le ofrezco

yo no tienen nada que no condiga con el culto que usted le debe... La fama que usted tiene

entre la gente es la de una de sus más fieles secretarias, y yo la creo..., ¿pero qué prueba,

tengo de que merece usted realmente esa reputación? La creería mucho más fácilmente si la

viera resistir a astutos ataques. La virtud de la mujer que nunca se arriesga a la seducción 'no

es la que está mejor probada, sino la de la que está bastante segura de sí misma como para

exponerse a todo sin ningún temor.

Madame de Sernenval no le contestaba nada, porque en realidad no podía contestar

nada a ese argumento, pero se ponía a llorar, recurso habitual de las mujeres débiles, corruptas

o falsas, y su marido no se atrevía a llevar adelante la lección.

En ese punto estaban las cosas, cuando un antiguo amigo de Sernenval, un tal

Desportes, llegó de Nancy para verlo y cerrar al mismo tiempo algunos negocios que tenía en

la capital. Desportes era un hombre alegre de la misma edad, más o menos, que su amigo, y

no odiaba ninguno de los placeres de los que la benéfica naturaleza permitió servirse al

hombre para olvidar los males con que ella lo abruma. No opone ninguna resistencia a la

oferta que le hace Sernenval de vivir en su casa, se alegra de verlo y al mismo tiempo se

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extraña de la austeridad de su mujer quien, al saber que ese extraño está en la casa, se niega en

redondo a hacerse presente y no baja ni siquiera para las comidas. Desportes cree que molesta,

y quiere alojarse en otra parte, Sernenval se lo impide, y finalmente le confía todas las

ridiculeces de su dulce mujercita.

—Perdonémosla —decía crédulamente el marido—, compensa esos defectos con tantas

virtudes que logró obtener mi indulgencia, y me atrevo a pedirte la tuya.

—Con el mayor gusto —contesta Desportes—; desde el momento en que no hay nada

personal contra mí, lo paso todo por alto, y los defectos de la mujer de quien quiero serán a

mis ojos tan sólo respetables cualidades.

Sernenval abraza a su amigo, y desde ese momento no se ocupan más que de divertirse.

Si a la idiotez de dos o tres patanes que desde hace cincuenta años legislan en París el

trabajo de las mujeres públicas, y en especial la de un español ladrón, que durante el último

reinado ganaba cien mil escudos por año con la clase de inquisición de que vamos a hablar; si

a la estrecha mentalidad de esa gente no se le hubiera ocurrido estúpidamente que una de las

formas más ilustres de conducir el Estado, uno de los apoyos más seguros del gobierno, en

fin, que una de las bases de la virtud era ordenar a esas criaturas que dieran cuenta exacta de

la parte de su cuerpo que más honra cada uno de sus cortejantes, si no se les hubiera ocurrido

que entre un hombre que mira un seno, por ejemplo, y uno que pone su atención en un trasero,

existe evidentemente la misma diferencia que entre un buen hombre y un sinvergüenza, y que

aquel que haya caído en una u otra de esas aventuras (según la moda) debe ser

inevitablemente el mayor enemigo del Estado; sin esas despreciables bajezas, digo, no cabe

duda de que dos honrados burgueses, uno con una mujer beata y el otro soltero, podrían con

todo derecho ir a pasar una hora o dos con esas señoritas. Pero como esas absurdas infamias

paralizaban el placer de los ciudadanos ni se le pasó por la cabeza a Sernenval mencionarle

siquiera a Desportes semejante clase de disipación. Este dándose cuenta y sin imaginar los

motivos, le preguntó a su amigo por qué, cuando ya le había propuesto todas las diversiones

de la capital, no le había hablado en absoluto de aquélla. Sernenval alude a la estúpida

inquisición, Desportes la toma a broma, y a pesar de las listas de m..., los informes de los

comisarios, las declaraciones de los oficiales de policía y todas las demás trampas puestas por

la autoridad contra esa parte de los placeres del ambiente de Lutecia, dice a su amigo que de

cualquier modo quiere cenar con rameras.

—Escucha —dijo Sernenval—, acepto; incluso te serviré de introductor, como prueba

de mi forma, filosófica de pensar sobre el asunto; pero por una delicadeza que espero que

comprendas, por los sentimientos que, con todo, debo a mi mujer y que no está en mí dejar de

lado, me permitirás que no comparta tus placeres. Me limitaré a procurártelos.

Desportes lo trata de ridículo por un momento, pero al verlo decidido a no dejarse

convencer de ningún modo, consiente en todo y se van.

La famosa S.J. fue la sacerdotisa a cuyo templo pensó encaminar Sernenval los

sacrificios de su amigo.

—Lo que necesitamos es una mujer de confianza —le dijo Sernenval—, una mujer

honrada. Este amigo mío para quien pido sus atenciones está en París tan sólo por un momento;

no quisiera llevarse a su provincia un mal regalo y arruinarle a usted la reputación.

Díganos francamente si tiene lo que necesita y cuánto pide usted para hacer que se divierta.

—Escuchen —contestó la S. J., veo perfectamente con quiénes tengo el honor de tratar,

y no es a gente como ustedes a quien engaño; por eso voy a hablarles como mujer honesta, y

mis actos les probarán que lo soy. Tengo lo que buscan, solamente hay que fijar el precio. Es

una mujer maravillosa, una criatura que les encantará en cuanto la oigan... en fin, es lo que

llamamos un bocado sacerdotal, y ya saben ustedes que como ellos son mis practicantes más

probados, no les doy precisamente lo peor que tengo... Hace tres días que el obispo de M. me

dio por ella veinte luises, el arzobispo de R. le hizo ganar cincuenta ayer, y esta mañana

todavía treinta del coadjutor de ... Se la ofrezco por diez, y eso, señores, sólo para merecer el

Librodot La mojigata o el encuentro imprevisto Marqués de Sade

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honor de su precio; pero hay que ser muy precisos en cuanto a día y hora; tiene marido, y un

marido celoso que no posee ojos más que para ella; como puede gozar únicamente de

momentos furtivos, no hay que perder ni un minuto de los que hayamos convenido.

Desportes regateó un poco; nunca por ramera alguna se había pagado diez luises en

toda Lorena, y cuanto más trataba de hacer bajar el precio, más le hacían el artículo; al final

aceptó, y las diez de la mañana del día siguiente fue el momento elegido para la cita. Como

Sernenval no quería ser de la partida, ya no se pensó en una cena, y Des-portes fijó esa hora,

contento de terminar temprano con el asunto, para poder dedicar el resto del día a otras

cuestiones más importantes que debía atender. Suena la hora, nuestros dos amigos llegan a lo

de la encantadora alcahueta; un boudoir en el que reina una luz voluptuosa, tenue, encierra a

la diosa a quien Desportes va a ofrecer sus sacrificios.

—Hijo dichoso del amor —le dice Sernenval, empujándolo al santuario—, vuela hacia

los brazos voluptuosos que te tienden, y después, sólo después, ven a dar cuenta de tus placeres;

me alegraré de tu felicidad, y mi alegría será bien pura, porque no estaré celoso en

absoluto.

Nuestro catecúmeno entra, tres horas 'completas bastan apenas para su ofrenda, y al fin

vuelve, para asegurar a su amigo que en su vida no vio nada semejante y que la misma madre

de los amores no le habría hecho gozar tanto.

—Deliciosa, entonces —dice Sernenval, bastante entusiasmado ya.

—¿Deliciosa? Ah, no podría encontrar una expresión justa para describirte lo que es; y

en este mismo instante, en que la ilusión debe derrumbarse, siento que ningún pincel sería capaz

de pintar los torrentes de delicias en que me hundió. A los encantos que recibió de la

naturaleza une un arte tan sensual para realzarlos, pone una sal, una pimienta tan real en su

goce que todavía estoy como borracho... Oh, querido amigo no te lo pierdas, te lo ruego; por

acostumbrado que puedas estar a las beldades de París, estoy completamente seguro de que

vas a reconocer que ninguna te pareció nunca comparable a ésta.

Sernenval, siempre firme, pero sin embargo conmovido por un principio de curiosidad,

le pide a S. J. que haga pasar a esa mujer delante de él cuando salga de la habitación... Ella

acepta, los dos amigos se quedan de pie para observarla mejor, y la princesa pasa orgullosa...

Santo cielo, cómo se pone Sernenval cuando reconoce a su mujer, es ella, esa mojigata

que por pudor no se atreve a presentarse delante de un amigo de su marido, y tiene la desvergüenza

de venir a prostituirse a una casa semejante.

—¡Miserable! —grita enfurecido.

Pero es inútil que quiera abalanzarse sobre esa pérfida criatura; también ella. lo había

reconocido en cuanto él la vio, y ya estaba lejos de la casa. Sernenval, en un estado indescriptible,

quiere descargarse con la S. J.; ésta pide disculpas por su desconocimiento del asunto y

le asegura a Sernenval que hace más de diez años, es decir mucho antes del casamiento del

desdichado, que esa joven acepta reuniones en su casa.

—¡La muy perdida! —exclama el desgraciado marido, a quien su amigo trata

inútilmente de consolar—. Pero no, se acabó, desprecio es lo único que merece, y el mío la va

a cubrir para siempre. Y la lección que saco de esta cruel experiencia, es que nunca hay que

arriesgarse a juzgar a las mujeres por su máscara hipócrita, nunca.

Sernenval volvió a su casa, pero ya no encontró a su ramera, ya se había ido, y él no se

preocupó más por ella. Su amigo, que no se atrevía a quedarse con él después de lo que había

pasado, se fue al día siguiente, y el infortunado Sernenval, solo, lleno de vergüenza y de

dolor, escribió un incuarto contra las esposas hipócritas, que no corrigió en nada a las mujeres

y que los hombres no leyeron jamás.

jueves, 30 de septiembre de 2021

Ernestina o un cuento sueco Donatien A. F. Marqués De Sade. FRAGMENTO.

 


Ernestina o un cuento sueco

 

Donatien A. F. Marqués De Sade

 Después de Italia, Inglaterra y Rusia, pocos países de Europa me parecen tan intrigantes como Suecia. Pero si mi imaginación ardía por ver al célebre país del cual vinieron, en el pasado, héroes legendarios tales como Alarico, Atila y Teodorico —en resumen, todos los héroes que, secundados por cifras interminables de soldados, rindieron el culto de la obediencia al águila imperial cuyas alas aspiraban al dominio del mundo, aquellos héroes que hicieron temblar a los romanos ante las puertas mismas de la poderosa capital— sí, realmente, mi alma se consumía en el ardiente deseo de visitar el país de Gustavo Vasa, de Cristina y de Carlos XII... quienes deben su fama a motivos muy diferentes, puesto que el primero es famoso por la cualidad —para mi francamente deseable en un soberano— de una mentalidad filosófica, por la estimable prudencia que domina los sistemas religiosos siempre que violen la autoridad del gobierno al cual se presume que deben servir, y la felicidad del pueblo, que es el único objeto de la legislación*; la segunda por la nobleza que hace que una persona prefiera la soledad y el amor a la literatura, a la vanagloria del trono; y el tercero por las heroicas virtudes que le hicieron merecedor, para siempre, del nombre de Alejandro —sí, insisto, me veía incitado por estos objetos de mi admiración, imaginad entonces cuanto más grande era mi deseo de conocer y admirar este pueblo sabio, virtuoso, sobrio y magnánimo, al que podemos mencionar con justa razón como el modelo del norte.

Con estas ideas partí de París el 20 de julio de 1774, y después de viajar a través de Holanda, Westfalia y Dinamarca, llegué a Suecia a dos del año siguiente.

Después de pasar alrededor de tres meses en Estocolmo, mi curiosidad se dirigió hacia las famosas minas acerca de las cuales tanto había leído, y en las cuales creía poder encontrar algunas aventuras similares a las relatadas por el Abate Prevost[1] en el primer volumen de sus anécdotas. Y así ocurrió... ¡pero cuán diferentes fueron las aventuras que allí encontré!...

De acuerdo con mi decisión, me dirigí a Upsala, ciudad emplazada a orillas del río Fyris, que divide la ciudad en dos partes. Durante mucho tiempo fue capital de Suecia, y todavía sigue siendo la ciudad más importante del país, después de Estocolmo. Pasé allí tres semanas y seguí hacia Falún, vieja cuna de los escitas[2] cuyas costumbres y vestimentas, los habitantes actuales de Dalecarlia[3] todavía conservan hoy en día. Al salir a las afueras de Falún, llegué a la mina Taperg, una de las más importantes de Suecia.

Estas minas, durante mucho tiempo la fuente natural de recursos más preciosa del Estado, cayó hace muy poco bajo el yugo de los ingleses, debido a deudas contraídas por los propietarios de las minas con Inglaterra, nación siempre pronta para ayudar a aquellos que imagina poder dominar y sumir algún día, después de desordenar su balanza de pago o cercenar su poderío a fuerza de préstamos usureros.

Una vez que estuve en Taperg, mi imaginación se colmó con estos pensamientos antes de descender a las profundidades subterráneas, donde el lujo y la avaricia de un puñado de hombres fue capaz de dominar a muchos otros.

Como hacía poco que había vuelto de Italia, tenía la impresión que aquellas canteras debían parecerse sin duda a las catacumbas de Roma o Nápoles. Me equivocaba. A pesar de estar situadas mucho más profundamente en las entrañas de la tierra, descubrí en ellas una soledad menos aterradora.

En Upsala me había relacionado con un hombre muy cultivado que iba a servirme de guía; un hombre versado en las letras y con un conocimiento tan profundo como extenso. Por fortuna, Falkeneim (ese era su nombre) hablaba un alemán y un inglés impecables, únicas lenguas que se usan en el norte con las cuales yo pudiera comunicarme con él. Ambos descubrimos que preferíamos la primera, y una vez que llegamos a un acuerdo, ya no fueron problemas las conversaciones sobre todos los temas, y ello me facilitó conocer de sus propios labios el cuento que voy a narrar dentro de muy poco.

Por medio de un gran canasto, una polea y soga —aparato diseñado para que el descenso se haga sin el menor peligro— llegamos al fondo de la mina, y en un instante nos encontramos a unas ciento veinte brazas debajo de la superficie de la tierra. Con sorpresa descubrí en aquellas profundidades una verdadera ciudad subterránea: calles, casas, iglesias, posadas, mucho movimiento, gente que trabajaba, policías, jueces: en resumen; todo lo que puede ofrecer una ciudad europea civilizada.

Después de observar aquellas singulares moradas, entramos en una taberna, donde Falkeneim pudo pedir al posadero todo lo que necesitábamos para apagar nuestra sed y satisfacer nuestro apetito: una cerveza de excelente calidad, pescado seco, y una especie de pan sueco de uso común en las zonas rurales, hecho con corteza de pinos y abedules, mezclada con paja, raíces salvajes y amasada con harina de avena. ¿Acaso verdaderas? El filósofo que recorre los caminos y senderos del mundo a la búsqueda de conocimientos, debe aprender a adaptarse a todos los tiempos y climas, todas las costumbres y religiones, todos los tipos de viviendas y comida, y dejar al indolente voluptuoso de las capitales sus prejuicios... su lujuria... esa vergonzosa lujuria que, al no satisfacerse con las necesidades reales, engendra a diario otras artificiales, en detrimento de nuestra salud y fortuna.



* Gustavo Vasa, al ver que el clero romano, despótico y sedicioso por naturaleza, pasaba por encima de los límites de la autoridad real, y que mediante sus ordinarias provocaciones arruinaba al pueblo cuando no se le imponían límites definidos, introdujo el protestantismo en Suecia, después de devolver al pueblo las riquezas y tierras que el clero les había quitado.

[1] Abate Prevost. Novelista francés (1697-1763), autor de novelas  largas y difusas,  donde  acumula tramas  sombrías y  melodramáticas y aventuras románticas.

[2] Escitas. Habitantes de Escitia, nombre con que los griegos designaban a las regiones que se extendían al noreste de Europa y el norte de Asia.    Sus  últimas  tribus  ocupaban  Escandinavia

[3] Dalecarlia. Actualmente Kopparberg, patria de Gustavo Vasa.

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