martes, 5 de octubre de 2021

Lawrence Norfolk El diccionario de Lemprière Traducción de Javier Calzada. FRAGMENTO.

 



Lawrence Norfolk

El diccionario de Lemprière

Traducción de

Javier Calzada


Índice

Resumen.. 6

CESAREA.. 7

LONDRES. 50

PARÍS. 204

LA ROCHELLE. 428

 

 

 


 A

S B-H


Barbarus hic ego sum, qui non intellegor ulli


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Resumen

 John Lemprière, un erudito joven de Jersey, acude a Londres en 1788, tras la muerte de su padre, para reclamar su herencia. Obsesionado por la manera en que los mitos clásicos parecen irrumpir en su vida (su padre, como Acteón, ha muerto destrozado por los perros que guardaban a la virginal hija del noble del lugar mientras se bañaba desnuda; una prostituta ha sido asesinada con una lluvia de oro fundido, en una clara referencia a la seducción de Dánae por Zeus), consulta a dos sabios doctores que le aconsejan que escriba un diccionario clásico. Pero la vida del joven John en Londres no será sólo la de un estudioso dedicado a la investigación y la escritura de su obra. Sometido a la implacable persecución de los poderosos miembros de la Cábala, un grupo de descendientes de hugonotes, el joven se verá obligado para salvar su vida a desentrañar los misterios de la relación o más bien violento contencioso: todos los hombres de la familia Lemprière han muerto asesinados ¿que une a su familia con el grupo secreto y con la todopoderosa Compañía de las Indias Orientales? Vínculos que nos harán retroceder en el tiempo y viajar por el mundo pues se remontan al sitio de La Rechelle, en 1627, escenario de una de las más sangrientas matanzas que registra la historia.

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CESAREA

 Los vientos soplaban a gran altura sobre Jersey, despejando el firmamento para tender por encima de la isla un manto titilante de estrellas. Pero la sucesión de mansas playas y escarpados cantiles de la costa apenas se distinguía de las negras aguas del mar. Hacía ya horas que la luna había desaparecido bajo el horizonte. Algunas noches era tan brillante, que incluso habría podido leer a su resplandor, pero no ésta. En el escritorio frente al que se sentaba, un quinqué proyectaba una luz suave y amarillenta. Tenía ante sí un libro abierto y se hallaba enfrascado en la lectura, con el rostro a unos pocos centímetros de las letras impresas. Su cabeza seguía el movimiento de las líneas, girando levemente de izquierda a derecha, y retornando para reiniciar el giro un poco más abajo, en un lento descenso hacia el pie de la página. Hasta sus oídos llegaba desde fuera el rumor de las olas al romper y azotar los peñascos de Bouley Bay.

Al cabo de un rato, la figura encorvada sobre el libro alzó la frente y, dejando su tarea, se restregó los ojos con los nudillos. Tenía entumecido el cuerpo, espigado y anguloso, con las piernas engarfiadas alrededor de las patas de la silla y los codos doblados buscando apoyo entre el montón de papeles del escritorio. Cambió de postura torpemente. Y cuando apartó las manos de los ojos para mirar a su alrededor, fue como si la habitación se hubiera esfumado. Aquella mancha rojiza que podía entrever debía de ser su cama, y aquella otra de color más claro que adivinaba detrás era seguramente la puerta. Tenía conciencia del piso porque lo notaba bajo los pies, y de la ventana porque podía sentir en el rostro el roce frío de la brisa que le llegaba de ella en suaves ráfagas. Pero a aquella distancia, que había que contar por metros en lugar de centímetros, todo el resto de objetos se perdía en un flujo de sombras; no eran sino «aire desprovisto de luz», pensó recordando la antigua fórmula. Al buen Lucrecio, tan realista como desalentador. Y mientras los objetos a su alrededor escapaban, desaparecían y se desvanecían unos en otros, John Lemprière experimentó la acostumbrada sensación de pánico en la boca del estómago, no por conocida menos desagradable. Volvió, pues, a inclinarse sobre el libro, tratando de enfocar nuevamente sus ojos en la página.

Había comenzado a sufrir aquellos trastornos de la vista a la edad de catorce años, más o menos, pero su frecuencia había ido aumentando cada vez más al aproximarse a la veintena. Hasta que la realidad circundante empezó a ofrecérsele como en esta ocasión. Objetos empañados y confundidos con otros objetos. Perfiles que se quebraban para disolverse en su entorno. La miopía transformaba el mundo en una neblina de posibilidades, en la que la vaguedad de las formas ofrecía ancho campo a sus especulaciones. El pánico de los comienzos se había trocado luego en resignación y, más tarde, en algo parecido al placer. Sólo quedaba un levísimo vestigio de preocupación, pero le permitía dar rienda suelta a sus divagaciones, visiones y ensueños. La isla entera no podía competir con la turbamulta de semidioses y héroes, ni con las bulliciosas uniones de ninfas y animales con que el joven estudiante poblaba los campos de su imaginación. Le bastaba dejar a un lado las páginas de Cicerón, de Terencio, de Pindaro o Propercio para ver encarnarse en la indecisa oscuridad de más allá de la ventana sus descripciones más delicadas o más violentas. En aquella tierra de visiones, Galatea había retozado con Acis... y Polifemo se las había tenido con ambos. Allí se había librado la última guerra púnica, perdida por los cartagineses, cuya ciudad ardió durante diecisiete días antes de que sus treinta y dos kilómetros de muros se desplomaran para sofocar las llamas. Escipión el Africano era un granuja, pero consiguió la dignidad consular ambicionada. Delenda est Carthago. Antiguos reyes cuyas vidas estaban a caballo entre los mundos natural y sobrenatural, campesinas amadas de pastores, a las que bastaba tocar un instante con manos para ver transformada su carne en el tronco de un árbol, dríades y nereidas..., ¿qué clase de visión era aquélla capaz de ver en las sencillas llamas de un hogar ateniense la sangrienta tortura de Prometeo, en el canto del ruiseñor la violación de Filomela, un rostro en cada árbol y una voz murmurando en cada arroyo? Y, tras ellos, unos designios que lo disponían todo sin razón alguna: la simple certeza de hallarse cumpliendo un destino. Quizá los dioses eran también víctimas de aquella salvaje sencillez —se decía—: víctimas de aquella claridad de férrea lógica y de decretos inmutables. Por la mente del joven erudito desfilaban príncipes y héroes, ninfas y sátiros, ora entregados al placer de la compañía, ora al de descuartizarse unos a otros: componiendo y recomponiendo, en suma, las escenas que el muchacho leía en las páginas de los clásicos.

—Ha tropezado con un cubo, Charles... Y lo tenía bien a la vista.

La quejumbrosa voz de su madre le hizo alzar la frente del texto de Tucídides y los caracteres griegos se desvanecieron mientras sus oídos captaban los retazos de un diálogo nocturno.

—¿Y qué? ¿Se ha hecho daño?

—¿Tendrá que partirse una pierna para que lo comprendas, Charles? Estás tan ciego como él.

Hablaban los dos en el tono quedo reservado para la intimidad y las preocupaciones. El muchacho pasó las yemas de los dedos por la rugosa superficie de la página que tenía delante. A cuatro palmos de distancia, era absolutamente incapaz de leerla; sólo poniéndola a unos cuantos centímetros de sus ojos veía definidos y claros los rasgos de las letras. Sus padres lo ignoraban.

—Será un sabio. Tal vez el mejor de su época. ¿Qué falta le va a hacer aprender a caminar sorteando cubos?

—¡Pero es que la lectura está arruinando su vista! Dañándole a él...

Esta aseveración susurrada tan sólo obtuvo por respuesta un bufido de incredulidad por parte de Charles Lemprière.

—Se está alejando de nosotros, Charles... Tú mismo puedes verlo.

—Lo que pasa es que está absorbido por sus estudios, nada más. A su tiempo recuperará el equilibrio. A mí me pasó igual; lo recuerdo perfectamente.

—¡Oh, sí! Todos los Lemprière están cortados por el mismo patrón. Lo sé muy bien. Nada cambia, ¿verdad, Charles? —Había un tono de amargura en su voz.

Después de esto, el muchacho sólo pudo captar algunas palabras sueltas apagadas y los suaves sollozos de la madre. No era la primera vez que sorprendía una discusión semejante entre sus padres. Permanecía despierto esperándolas, disfrutando del protagonismo que se le daba en ellas, sintiéndose más unido a sus padres cuando éstos, sin saberlo, expresaban lo que sentían por él. En el trato diario, la madre no parecía comprender gran cosa de lo que le decía y el padre mantenía una actitud de reserva, albergando, tras la fachada de severidad, sentimientos que el hijo sólo podía adivinar por conjeturas. Aquélla, sin embargo, iba a ser la última de la serie de discusiones sobre el tema, porque a la mañana siguiente todo dio a entender que se había llegado a un acuerdo: el de que John Lemprière debería usar lentes.

Y así fue como, una semana después, pudo verse a dos caminantes cruzando la isla y recorriendo los seis kilómetros y pico que separan Rozel de Saint Helier. Más alto, y siempre medio paso por delante de su hijo, Charles Lemprière avanzaba esquivando con soltura las rodadas de la carretera. Un vistazo de cuando en cuando al cielo le confirmaba que, aun cuando se salpicarían de barro hasta las rodillas, por lo menos llegarían secos a su destino. Su hijo tropezaba frecuentemente, y a cada tropezón suyo Charles resistía la tentación de volverse, aunque sin poder evitar una mueca y un silencioso respingo. Su mujer estaba en lo cierto, naturalmente, pero la ceguera, tanto la física como la mental, tenía también sus ventajas. Era preferible a ver demasiado. El camino discurría a través de un bosque. Evitó una rama medio desgajada y la mantuvo en alto para que pasara su hijo. Y así siguieron ambos, dejando atrás Five Oaks para alcanzar la cresta de la loma. Desde allí divisó Charles la ciudad de Saint Helier, justo enfrente, y más allá el Elizabeth Castle, precariamente a flote en el puerto. Tan sólo habían pasado cinco años desde que Rullecourt y setecientos hombres sacaran de la cama al gobernador para obligarle a firmar la entrega de la isla. Y el gobernador, restregándose el sueño de los ojos, había firmado. El castillo se alzaba entonces como una verdadera fortaleza. ¡Pobre Moses Corbet, que tuvo que salir por piernas y escapar por la plaza del Mercado mientras las balas de mosquete le acribillaban el sombrero! Ahora había más martellos que casas.

Su hijo oyó la ciudad mucho antes de verla. Saint Helier lo recibió con estrépito, tendiéndole sus brazos abiertos, y el barullo de voces humanas que regateaban, discutían o se saludaban lo envolvió en una bienvenida anónima dispensada por la propia ciudad. Se agarró al brazo de su padre y se sintió arrastrado entre la multitud, mientras la barahúnda crecía y le martilleaba en las sienes. Charles Lemprière, con su hijo a remolque, se abrió paso entre los tratos, los cotilleos y el tumulto de Jersey. La multitud fue haciéndose menos densa al doblar ambos una esquina más allá del Peirson y caminar por unas calles que parecían anormalmente silenciosas en comparación con la algarabía de la plaza. Tras tomar otra bocacalle llegaron, resoplando, al establecimiento de Ichnabod Bonamy, vidriero y pulidor de lentes. Charles estaba ya alargando la mano para hacer sonar la campanilla de la tienda cuando una voz gritó desde dentro.

—¡Pase usted, Lemprière!

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