Resumen
John Lemprière, un erudito joven de
Jersey, acude a Londres en 1788, tras la muerte de su padre, para reclamar su
herencia. Obsesionado por la manera en que los mitos clásicos parecen irrumpir
en su vida (su padre, como Acteón, ha muerto destrozado por los perros que guardaban
a la virginal hija del noble del lugar mientras se bañaba desnuda; una
prostituta ha sido asesinada con una lluvia de oro fundido, en una clara
referencia a la seducción de Dánae por Zeus), consulta a dos sabios doctores
que le aconsejan que escriba un diccionario clásico. Pero la vida del joven
John en Londres no será sólo la de un estudioso dedicado a la investigación y
la escritura de su obra. Sometido a la implacable persecución de los poderosos
miembros de la Cábala, un grupo de descendientes de hugonotes, el joven se verá
obligado para salvar su vida a desentrañar los misterios de la relación o más
bien violento contencioso: todos los hombres de la familia Lemprière han muerto
asesinados ¿que une a su familia con el grupo secreto y con la todopoderosa Compañía
de las Indias Orientales? Vínculos que nos harán retroceder en el tiempo y
viajar por el mundo pues se remontan al sitio de La Rechelle, en 1627,
escenario de una de las más sangrientas matanzas que registra la historia.
CESAREA
Los vientos soplaban a gran altura
sobre Jersey, despejando el firmamento para tender por encima de la isla un
manto titilante de estrellas. Pero la sucesión de mansas playas y escarpados
cantiles de la costa apenas se distinguía de las negras aguas del mar. Hacía ya
horas que la luna había desaparecido bajo el horizonte. Algunas noches era tan
brillante, que incluso habría podido leer a su resplandor, pero no ésta. En el
escritorio frente al que se sentaba, un quinqué proyectaba una luz suave y
amarillenta. Tenía ante sí un libro abierto y se hallaba enfrascado en la
lectura, con el rostro a unos pocos centímetros de las letras impresas. Su
cabeza seguía el movimiento de las líneas, girando levemente de izquierda a
derecha, y retornando para reiniciar el giro un poco más abajo, en un lento
descenso hacia el pie de la página. Hasta sus oídos llegaba desde fuera el
rumor de las olas al romper y azotar los peñascos de Bouley Bay.
Al cabo de un rato, la figura
encorvada sobre el libro alzó la frente y, dejando su tarea, se restregó los
ojos con los nudillos. Tenía entumecido el cuerpo, espigado y anguloso, con las
piernas engarfiadas alrededor de las patas de la silla y los codos doblados
buscando apoyo entre el montón de papeles del escritorio. Cambió de postura
torpemente. Y cuando apartó las manos de los ojos para mirar a su alrededor,
fue como si la habitación se hubiera esfumado. Aquella mancha rojiza que podía
entrever debía de ser su cama, y aquella otra de color más claro que adivinaba
detrás era seguramente la puerta. Tenía conciencia del piso porque lo notaba
bajo los pies, y de la ventana porque podía sentir en el rostro el roce frío de
la brisa que le llegaba de ella en suaves ráfagas. Pero a aquella distancia,
que había que contar por metros en lugar de centímetros, todo el resto de
objetos se perdía en un flujo de sombras; no eran sino «aire desprovisto de
luz», pensó recordando la antigua fórmula. Al buen Lucrecio, tan realista como
desalentador. Y mientras los objetos a su alrededor escapaban, desaparecían y
se desvanecían unos en otros, John Lemprière experimentó la acostumbrada
sensación de pánico en la boca del estómago, no por conocida menos desagradable.
Volvió, pues, a inclinarse sobre el libro, tratando de enfocar nuevamente sus
ojos en la página.
Había comenzado a sufrir aquellos
trastornos de la vista a la edad de catorce años, más o menos, pero su
frecuencia había ido aumentando cada vez más al aproximarse a la veintena.
Hasta que la realidad circundante empezó a ofrecérsele como en esta ocasión.
Objetos empañados y confundidos con otros objetos. Perfiles que se quebraban
para disolverse en su entorno. La miopía transformaba el mundo en una neblina
de posibilidades, en la que la vaguedad de las formas ofrecía ancho campo a sus
especulaciones. El pánico de los comienzos se había trocado luego en
resignación y, más tarde, en algo parecido al placer. Sólo quedaba un levísimo
vestigio de preocupación, pero le permitía dar rienda suelta a sus
divagaciones, visiones y ensueños. La isla entera no podía competir con la
turbamulta de semidioses y héroes, ni con las bulliciosas uniones de ninfas y
animales con que el joven estudiante poblaba los campos de su imaginación. Le
bastaba dejar a un lado las páginas de Cicerón, de Terencio, de Pindaro o
Propercio para ver encarnarse en la indecisa oscuridad de más allá de la
ventana sus descripciones más delicadas o más violentas. En aquella tierra de
visiones, Galatea había retozado con Acis... y Polifemo se las había tenido con
ambos. Allí se había librado la última guerra púnica, perdida por los
cartagineses, cuya ciudad ardió durante diecisiete días antes de que sus
treinta y dos kilómetros de muros se desplomaran para sofocar las llamas.
Escipión el Africano era un granuja, pero consiguió la dignidad consular
ambicionada. Delenda est Carthago. Antiguos reyes cuyas vidas estaban a caballo
entre los mundos natural y sobrenatural, campesinas amadas de pastores, a las
que bastaba tocar un instante con manos para ver transformada su carne en el
tronco de un árbol, dríades y nereidas..., ¿qué clase de visión era aquélla
capaz de ver en las sencillas llamas de un hogar ateniense la sangrienta
tortura de Prometeo, en el canto del ruiseñor la violación de Filomela, un
rostro en cada árbol y una voz murmurando en cada arroyo? Y, tras ellos, unos
designios que lo disponían todo sin razón alguna: la simple certeza de hallarse
cumpliendo un destino. Quizá los dioses eran también víctimas de aquella
salvaje sencillez —se decía—: víctimas de aquella claridad de férrea lógica y
de decretos inmutables. Por la mente del joven erudito desfilaban príncipes y
héroes, ninfas y sátiros, ora entregados al placer de la compañía, ora al de descuartizarse
unos a otros: componiendo y recomponiendo, en suma, las escenas que el muchacho
leía en las páginas de los clásicos.
—Ha tropezado con un cubo, Charles...
Y lo tenía bien a la vista.
La quejumbrosa voz de su madre le
hizo alzar la frente del texto de Tucídides y los caracteres griegos se
desvanecieron mientras sus oídos captaban los retazos de un diálogo nocturno.
—¿Y qué? ¿Se ha hecho daño?
—¿Tendrá que partirse una pierna para
que lo comprendas, Charles? Estás tan ciego como él.
Hablaban los dos en el tono quedo
reservado para la intimidad y las preocupaciones. El muchacho pasó las yemas de
los dedos por la rugosa superficie de la página que tenía delante. A cuatro
palmos de distancia, era absolutamente incapaz de leerla; sólo poniéndola a unos
cuantos centímetros de sus ojos veía definidos y claros los rasgos de las
letras. Sus padres lo ignoraban.
—Será un sabio. Tal vez el mejor de
su época. ¿Qué falta le va a hacer aprender a caminar sorteando cubos?
—¡Pero es que la lectura está
arruinando su vista! Dañándole a él...
Esta aseveración susurrada tan sólo
obtuvo por respuesta un bufido de incredulidad por parte de Charles Lemprière.
—Se está alejando de nosotros,
Charles... Tú mismo puedes verlo.
—Lo que pasa es que está absorbido por
sus estudios, nada más. A su tiempo recuperará el equilibrio. A mí me pasó
igual; lo recuerdo perfectamente.
—¡Oh, sí! Todos los Lemprière están
cortados por el mismo patrón. Lo sé muy bien. Nada cambia, ¿verdad, Charles?
—Había un tono de amargura en su voz.
Después de esto, el muchacho sólo
pudo captar algunas palabras sueltas apagadas y los suaves sollozos de la
madre. No era la primera vez que sorprendía una discusión semejante entre sus
padres. Permanecía despierto esperándolas, disfrutando del protagonismo que se
le daba en ellas, sintiéndose más unido a sus padres cuando éstos, sin saberlo,
expresaban lo que sentían por él. En el trato diario, la madre no parecía
comprender gran cosa de lo que le decía y el padre mantenía una actitud de
reserva, albergando, tras la fachada de severidad, sentimientos que el hijo
sólo podía adivinar por conjeturas. Aquélla, sin embargo, iba a ser la última
de la serie de discusiones sobre el tema, porque a la mañana siguiente todo dio
a entender que se había llegado a un acuerdo: el de que John Lemprière debería
usar lentes.
Y así fue como, una semana después,
pudo verse a dos caminantes cruzando la isla y recorriendo los seis kilómetros
y pico que separan Rozel de Saint Helier. Más alto, y siempre medio paso por
delante de su hijo, Charles Lemprière avanzaba esquivando con soltura las
rodadas de la carretera. Un vistazo de cuando en cuando al cielo le confirmaba
que, aun cuando se salpicarían de barro hasta las rodillas, por lo menos
llegarían secos a su destino. Su hijo tropezaba frecuentemente, y a cada
tropezón suyo Charles resistía la tentación de volverse, aunque sin poder
evitar una mueca y un silencioso respingo. Su mujer estaba en lo cierto,
naturalmente, pero la ceguera, tanto la física como la mental, tenía también
sus ventajas. Era preferible a ver demasiado. El camino discurría a través de
un bosque. Evitó una rama medio desgajada y la mantuvo en alto para que pasara
su hijo. Y así siguieron ambos, dejando atrás Five Oaks para alcanzar la cresta
de la loma. Desde allí divisó Charles la ciudad de Saint Helier, justo
enfrente, y más allá el Elizabeth Castle, precariamente a flote en el puerto.
Tan sólo habían pasado cinco años desde que Rullecourt y setecientos hombres
sacaran de la cama al gobernador para obligarle a firmar la entrega de la isla.
Y el gobernador, restregándose el sueño de los ojos, había firmado. El castillo
se alzaba entonces como una verdadera fortaleza. ¡Pobre Moses Corbet, que tuvo
que salir por piernas y escapar por la plaza del Mercado mientras las balas de
mosquete le acribillaban el sombrero! Ahora había más martellos que casas.
Su hijo oyó la ciudad mucho antes de
verla. Saint Helier lo recibió con estrépito, tendiéndole sus brazos abiertos,
y el barullo de voces humanas que regateaban, discutían o se saludaban lo
envolvió en una bienvenida anónima dispensada por la propia ciudad. Se agarró
al brazo de su padre y se sintió arrastrado entre la multitud, mientras la
barahúnda crecía y le martilleaba en las sienes. Charles Lemprière, con su hijo
a remolque, se abrió paso entre los tratos, los cotilleos y el tumulto de
Jersey. La multitud fue haciéndose menos densa al doblar ambos una esquina más
allá del Peirson y caminar por unas calles que parecían anormalmente
silenciosas en comparación con la algarabía de la plaza. Tras tomar otra
bocacalle llegaron, resoplando, al establecimiento de Ichnabod Bonamy, vidriero
y pulidor de lentes. Charles estaba ya alargando la mano para hacer sonar la
campanilla de la tienda cuando una voz gritó desde dentro.
—¡Pase usted, Lemprière!
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