martes, 1 de septiembre de 2020

8 Necesidad de la poesía[8]TEORÍA POÉTICA Y ESTÉTICA. PAUL VALÉRY.



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Necesidad de la poesía[8]

Antes de hablarles de poesía, permítanme decirles unas palabras de un poeta que acaba de morir, gran poeta, y amigo mío desde hace cuarenta años, poeta francés por voluntad propia aunque originario y ciudadano de los Estados Unidos. Se trata de Francis Viélé-Griffin, muerto hace unos días en Bergerac, y cuya desaparición es una gran pérdida. Si hoy les hablo de él es porque hay que rendirle justicia. Este poeta, que desde hacía años vivía retirado, primero en Touraine, después en Périgord, había escogido Francia como patria de elección; figura de la forma más honorable del mundo en la tan honorable lista de los poetas extranjeros que han escrito nuestra lengua y se han distinguido por sus versos.
No ignoran que la poesía francesa, desde Baudelaire, ha ejercido una acción singularmente fuerte y gloriosa sobre la poesía universal, y que esta influencia no se ha limitado a crear lectores y admiradores de nuestros autores, ha engendrado poetas. Francia se ha enriquecido con autores de altos vuelos, algunos de los cuales han ejercido a su vez una influencia real sobre nuestro arte. Swinburne, gran poeta inglés que ha escrito varios poemas en francés, fue uno de los primeros que voy a citar.
De Swinburne a Rainer Maria Rilke, poeta de lengua alemana, la lista de aquellos que han hecho a nuestra lengua el honor de someterle su talento es elevada. Hablo de memoria de hombres tan célebres como Gabriele d’Annunzio, para citar a aquellos que, de forma continuada y casi exclusiva, han escrito en francés y se han convertido en poetas completamente franceses. Junto a los flamencos, los Van Lerberghe, los Maeterlinck y los Verhaeren, citaré a Jean Moréas, a Stuart Merrill, mi viejo camarada, y, por último, a Francis Viélé-Griffin.
Viélé-Griffin nació en los Estados Unidos. Su padre, general del ejército del Norte, durante la guerra de Secesión, se encontraba en el sitio de Charlestown cuando nació. Francis Viélé-Griffin vino a Francia muy pronto para realizar sus estudios; fue íntimo amigo de Henri Regnier y lo conocimos, entre los fieles de Mallarmé, en el ardiente e interesante medio del Simbolismo, persiguiendo la investigación poética que era tan variada en aquellos tiempos. Intentaba entonces combinar ciertas cualidades de la poesía anglosajona, que son raras en la nuestra, con los modos de ésta. Después de haber hecho, como se debe, versos regulares, encontró en el verso libre acentos deliciosos.
El recuerdo que acabo de evocar nos lleva a meditar sobre esta necesidad de la poesía. Debo decirles ante todo el sentido que doy a esta fórmula.
Han escuchado con frecuencia, es una expresión que data del romanticismo, tratar a la gente de burgueses.
Ese término, antaño bastante honorable, se transformó hacia 1830 en epíteto despectivo dirigido a toda persona sospechosa de no entender nada de las artes. Después lo adoptó la política e hizo con él lo que ya saben. Pero eso no es cosa nuestra.
Pues bien, creo que la idea que los románticos se hacían de esos espantosos burgueses no era del todo exacta. El burgués no es en absoluto un hombre insensible a las artes. No se cierra a las letras, ni a la música, ni a ningún valor de la cultura. Hay burgueses sumamente cultos: los hay muy refinados; a la mayoría le gusta la música, la pintura, e incluso los hay asombrosamente avanzados, y que presumen de serlo. No es necesariamente lo que, en la época clásica, llamaban un beocio. Reconocerán fácilmente al burgués (admitiendo que todavía exista, lo que no está demostrado…) por el hecho de que ese hombre (o esa mujer) que puede ser muy instruido, lleno de gusto, que sabe admirar las obras que hay que admirar, no tiene, sin embargo, una necesidad esencial de poesía o de arte… Podría, si fuera necesario, pasar sin ello; puede vivir sin eso. Su vida está perfectamente organizada al margen de esa extraña necesidad. Su espíritu gusta del arte: no vive de él. No tiene por alimento esencial e inmediato ese alimento particular que es la poesía.
Así es el burgués; pero, como ven, no es en absoluto el hombre que se nos decía, el hombre sin ojos y sin oídos. No es más que el hombre al que no atormenta aquello que no existe sino en el olvido de aquello que existe, a quien no le hostiga un deseo lo bastante loco de vivir como si el lujo del espíritu fuera una necesidad de la vida misma.
Al decirles esto, pienso en mi juventud. Viví en un medio de jóvenes para quienes el arte y la poesía eran una especie de sustento esencial del que era imposible prescindir; y también algo más: un alimento sobrenatural. En aquella época tuvimos —algunos, que todavía viven, lo recuerdan— la sensación inmediata de que era necesario muy poco para que naciera una especie de culto, de religión de una nueva clase, y diera forma a ese estado de espíritu, quasi místico, que reinaba en nosotros y que nos había sido inspirado o comunicado por nuestro sentimiento muy intenso del valor universal de las emociones del Arte.
Cuando nos referimos a la juventud de la época, a ese tiempo más cargado de espíritu que el presente y a la manera en que abordamos la vida y el conocimiento de la vida, observamos que entonces todas las condiciones de una formación, de una creación casi religiosa, estaban absolutamente reunidas. En efecto, entonces reinaba una especie de desencantamiento de las teorías filosóficas, desdén hacia las promesas de la ciencia, que habían sido muy mal interpretadas por nuestros mayores y predecesores, los escritores realistas y naturalistas. Las religiones habían sufrido los asaltos de la crítica filológica y filosófica. La metafísica parecía exterminada por los análisis de Kant. Teníamos ante nosotros una especie de página blanca y vacía, y sólo podíamos escribir una única afirmación. Esta nos parecía inquebrantable, al no estar basada ni en una tradición que siempre se puede contestar, ni en una ciencia de la que siempre se pueden criticar las generalizaciones, ni en textos que se interpretan como se quiere, ni en razonamientos filosóficos que sólo viven de hipótesis. Nuestra certidumbre era nuestra emoción y nuestra sensación de la belleza; y, cuando nos encontrábamos, los domingos, en los conciertos Lamoureux, en los que coincidían los jóvenes y sus maestros, cuando escuchábamos toda la serie de sinfonías de Bethoven, los deslumbrantes fragmentos de los dramas de Wagner, se creaba una atmósfera extraordinaria. Salíamos del circo como fanáticos, como devotos, como prosélitos del arte; entonces, ningún subterfugio, ninguna duda, ninguna interposición entre nosotros y nuestra luz. Habíamos sentido; y lo que habíamos sentido nos daba la fuerza para resistir a todas las ocasiones de dispersión y a todas las necedades y maleficios de la vida… Nos encontrábamos con el alma iluminada y la inteligencia cargada de fe, de tal modo lo que habíamos escuchado nos parecía una especie de revelación personal y de verdad esencialmente nuestra.
No sé cómo es hoy. Conozco, claro está, jóvenes; pero nunca se conoce el fondo del ser de los jóvenes, ni siquiera de aquellos que mejor conocemos. No podemos conocer de los hombres más que lo que conocen ellos mismos, y sólo se conocen acabados.
¿Cuál es entonces, ahora, el punto ardiente, el aguijón que irrita la sustancia profunda de nuestros jóvenes y les incita a superar lo que son? No lo sé…
Sin duda las preocupaciones materiales, las divisiones políticas, hoy, desgraciadamente, representan un papel principal en los espíritus, de suerte que lo serio, el valor absoluto que atribuíamos en otro tiempo a los misterios y a las promesas del arte, se trasladan, necesariamente, ¡ay!, a preocupaciones de un orden muy distinto, y, en primerísimo lugar, a los problemas de la vida.
Pero también podemos decir (ya he hablado sobre este tema, en este mismo lugar) que nuestra época manifiesta una reducción innegable del espíritu, una disminución de las necesidades de poesía. ¿Por qué? ¿Por qué se debilitan la necesidad y la potencia de lo bello que han existido hasta en el pueblo, que han existido de tal manera en ese pueblo, que ese pueblo ha producido, a lo largo de los siglos, obras admirables? Los oficios eran creadores.
Les aconsejo, cuando paseen por París, perderse por nuestras viejas calles, la calle Mazarine o la calle Dauphine, o bien alguna calle del Marais; allí observarán los pequeños balcones de hierro forjado enganchados a las viejas casas del siglo XVI o del XVIII. Cada uno de esos hierros forma un dibujo simple y original, que no se reproduce nunca; el herrero que sabía hacer esas obras era un creador, y en un género bastante difícil.
Los artesanos se sentían maestros y se hacían originales en su campo, sin pretender salir de él. En aquellos tiempos, no había Exposición; pero había artesanos artistas, lo que bien vale una exposición.
El pueblo producía, algo que ya no produce desde un siglo y medio al menos, poemas, canciones, toda una invención que ha desaparecido enteramente. La poesía y la melodía populares son cosas que ya no se hacen. Por ese lado una esterilidad total.
Y por último, degradación de la creación verbal. Desde luego el pueblo todavía inventa palabras; pero esas palabras son generalmente feas y poco oportunas; toman prestados los términos a las numerosas técnicas de la época. Los hay en ocasiones bastante pintorescos; pero no tienen ese sabor particular del que estaba impregnado el lenguaje de los oficios de antaño.
A ese respecto puedo citarles hechos concretos, que he constatado, y no soy el único, de una manera casi oficial: hay que notar, al lado del nacimiento de términos más o menos afortunados, la muerte de las palabras deliciosas que existían en nuestra lengua y que son de origen completamente popular.
Como saben, la Academia es una especie de oficina de estado civil en la que registramos sin prisa los nacimientos, y con melancolía las defunciones de los vocablos. Sucede a cada instante, en nuestro trabajo del Diccionario, que examinamos palabras que hay que eliminar, sean cuales fueren su forma encantadora y su fisonomía poéticamente popular, ¡pues ninguno de nosotros las ha oído nunca! Ahora bien, la edición en la que recae nuestro examen apenas data de cuarenta o cincuenta años, estaban bien vivas, palabras… parlantes, palabras hechas para la poesía, que están muertas, ¡completamente muertas hoy!
El caso es bastante frecuente. No es el hecho de la desaparición misma y de la sustitución de los términos lo que es grave. Eso es la vida misma de una lengua. Es la calidad de los desaparecidos y la de los recién nacidos que sólo pueden compararse con pena. El año pasado, pese a algunas oposiciones, admitimos la palabra «mentalidad» [mentalité] y que no es muy seductora, y la palabra «mundial» [mondial]. Pero ¿cómo hacer?…
Este ejemplo, entre otros muchos, demuestra que la sustancia de la poesía y de la lengua experimenta una alteración que no es favorable al arte del poeta. Otra observación, más profunda, y más grave tal vez: se constata la creciente desaparición de las leyendas; las leyendas pierden su fuerza, pierden su encanto, e incluso en el campo, donde antaño se encontraban aún vivas, languidecen y se fijan en los herbarios del folklore[9]. ¡Mala señal!… En un libro tan rico, tan curiosamente rico como Las mil y una noches, en el que no existe un texto único, sino un texto y mil textos, según cada narrador, la variación es casi la regla. Cada cuentista aporta su expresión, añade y transforma, introduce alusiones locales, incidentes nuevos, imágenes propias. Es la vida de una obra que evoluciona de boca en boca. Pero aquí, todo se fija; vemos desaparecer el valor poético de las leyendas, pertenecen cada vez más al campo de estudios de la Sorbona, y pasan del vigor de la vida al estado inerte de documentos.
He ahí muchos signos bastante graves. ¿Qué encontramos a cambio de esas creaciones, en compensación por esas pérdidas, ya que la gente ha dejado de saber extraer el encanto de sí misma, gozar de su propio lenguaje, sentir placer hablándolo? Hoy en día, ese placer se somete a la prisa; nuestra palabra apenas consiste en una rápida significación tan desnuda y pronta como sea posible. Por un poco, hablaríamos con iniciales. Por otra parte, el trabajo de redacción de un telegrama es muy instructivo a este respecto, y el teléfono tampoco es un instrumento del buen lenguaje.
Así pues, en ese aspecto, una pérdida evidente. Por último sólo podemos preguntarnos ¿cómo y por qué tanta impotencia ha venido a abolir tantos ornamentos del placer de la vida?
Los oficios de arte apenas son ya otra cosa que lujos, apoyados aquí o allá por los Estados o por generosos mecenas. Ya no aportan al lenguaje esas palabras y esos giros sabrosos que han reemplazado los términos barrocos o feamente abstractos que nos infligen todos los días la política y la técnica. Diría incluso que no es únicamente la poesía la que está en juego; está en entredicho la integridad misma del espíritu; pues todas estas palabras de nuestro tiempo, todas estas abstracciones de calidad inferior (puesto que no están definidas), se conforman a una lógica en ruinas…
Oímos a cada instante razonamientos que no lo son: el espíritu crítico tiende a debilitarse. En la mayoría de, los artículos que leemos, la armazón lógica, la solidez de los razonamientos que se nos dan, el valor de los hechos, todo es apariencia; compriman esos textos y se asombrarán de lo poco que les quedará en la mano… Todo ello concurre a una degradación general del lenguaje; pero, en particular, lo altera en sus funciones poéticas naturales.
Pues bien, hay que buscar aquello que las sustituye. ¿Qué es lo que sustituye a esta poesía innata, natural popular, que estaba en nuestra lengua y en muchos seres hace un siglo y medio? Veamos qué divierte a la gente, cuáles son sus deseos y placeres. Es preciso reconocer que bajo ese punto de vista hemos hecho inmensos progresos. Los medios modernos fabrican en proporciones industriales (viene al caso decirlo), a alta tensión, una especie de poesía que no exige ningún esfuerzo, ninguna creación de valor en quien la recibe; ninguna participación directa, sino un mínimo de él mismo; y esta forma de poesía se reduce a la sensación más o menos fuerte que hoy podemos asestar con los medios que la física y la técnica ponen a la disposición de lo moderno… Tenemos espectáculos extraordinarios, orquestas que no requieren más que un gesto. Cada uno de nosotros es equiparable a un Mefistófeles. Podremos, a partir de mañana, suscitar a voluntad la visión de lo que sucede en los extremos del mundo. La embriaguez de la velocidad arrastra a la excitación intelectual, a la excitación de los sentimientos: la gente va tan rápido que quema a su paso el pensamiento y el placer.
Espero que no haya ningún arquitecto en esta sala, porque no querría que me asesinara, pero hace unos días le decía a uno de mis amigos arquitectos:
«Ustedes tienen medios poderosos, lo que hacen es paradoja. Ustedes tienen cimientos que permiten puertas en falso de cuarenta metros de saliente. Todo eso está muy bien y les felicito. Ustedes edifican rascacielos extraordinarios; pero, querido amigo, yo nunca me detendré ante un rascacielos para bosquejar algún detalle, mientras sí me detengo delante de una casa antigua o delante de una iglesia de pueblo, porque hay allí una piedra que se merece una hora; aquí y allá hay una invención, una idea, una solución, que capta al ojo y al espíritu. Pero yo no me detendré nunca frente a su rascacielos de doscientos metros, porque con un tiralíneas y un compás haría lo mismo en mi habitación, y porque ese rascacielos lo veré en Tokio y en Vancouver, y también en Honolulú y en Marsella, eso no tiene ninguna importancia».
«Sé que hay poesía en ese rascacielos. Todo el mundo admira la llegada a New York. Pero, sabe, los rascacielos, la arquitectura poderosa, están hechos para ser vistos a ciento veinte por hora y, si se detiene al pie de esos monumentos y quiere estudiarlos un poco, con una hora le sobrará para reflexionar».
Hemos sustituido por lo tanto por medios muy potentes las potencias de acción que en otro tiempo nos exigíamos a nosotros mismos, y sucede, en nuestro campo, lo que sucede en el campo de la vida física. Tal vez haya aquí varias personas que no se sirven nunca de sus piernas con el pretexto de que hay autos y ascensores… Quizá tienen un coche propio, quizá tendrán un instrumento que lleve su paraguas. El músculo se hace inútil, y nos vemos obligados a dedicarnos al deporte, al golf, al tenis, para que no caiga en desuso. Lo mismo sucede con todas las necesidades del espíritu. Lo llenamos de diversiones sin pena, e incluso de enseñanzas sin lágrimas. Le damos una poesía ya hecha, potente, ¡desde luego!, demasiado potente, ¡y que prevalece sobre nuestra poesía del tiempo de las rimas! La cual no disponía de los paisajes, de las cosas mismas, de la vida misma. Pero esta gran potencia, esta posesión del mundo sensible no deja de costamos algo… En ocasiones tengo la impresión de que perdemos… ¿Voy a hablar como en el Fausto? Perdemos nuestra alma, admitiendo que tengamos una, ¡algo de lo que más de uno me hace dudar!
Pues bien, es contra eso contra lo que quizá tengamos que reaccionar… No, reaccionar no es la palabra. Reaccionar es demasiado poco. Hay que actuar. Bastaría con tomar conciencia de en qué nos convertimos y hacer las cuentas de nuestro espíritu, tener un pequeño carnet, y escribir: «Hoy he perdido tanto… Un poco de poesía, un poco de potencia de mi espíritu. He sufrido. ¡Sólo he sufrido!».
Pero volvamos a la vieja poesía para explicar en qué puede todavía servirnos. Ustedes saben que ese nombre: Poesía, tiene dos sentidos. Saben que bajo el nombre de poesía se comprenden dos cosas muy diferentes que, sin embargo, se unen en un cierto punto. Poesía es el primer sentido de la palabra, es un arte particular basado en el lenguaje. Poesía tiene también un sentido más general, más extendido, difícil de definir, porque es más vago; designa un cierto estado, estado que es a la vez receptivo y productivo, como he intentado explicarles anteriormente. Es productivo de ficción, y observen que la ficción es nuestra vida. Vivimos continuamente produciendo ficciones… Ustedes piensan ahora en el ansiado momento en que yo habré acabado de hablar… ¡Es una ficción! Vivimos solamente de ficciones, que son nuestros proyectos, nuestras esperanzas, nuestros recuerdos, nuestras pesadumbres, etc., y nosotros únicamente somos una perpetua invención. Observen (insisto) que todas esas ficciones se refieren necesariamente a lo que no es, y se oponen no menos necesariamente a lo que es; por añadidura, cosa curiosa, es eso que es lo que engendra eso que no es, y es eso que no es lo que responde constantemente a eso que es… Ustedes están aquí, y pronto no lo estarán, y lo saben. Lo que no es responde en su espíritu a lo que es… Es que la potencia sobre ustedes de lo que es, produce en ustedes la potencia de lo que no es; y ésta se convierte en sensación de impotencia al contacto de lo que es. Entonces nos sublevamos contra el hecho; no podemos admitir un hecho como la muerte. Nuestras esperanzas, nuestros rencores, todo eso es una producción inmediata, instantánea, del conflicto de lo que es con lo que no es.
Pero todo ello está en íntima relación con el estado profundo de nuestras fuerzas. No podemos vivir sin esos contrastes y esas variaciones, que dirigen todas las fluctuaciones de la fuente íntima de nuestra energía, y son recíprocamente dirigidas. De ahí nacen o cesan nuestras acciones. Pero entre esas acciones, entre las acciones que resultan de esta producción constante de cosas que no son, o que son su consecuencia, las hay que se distinguen por su interés inmediato y vital: son aquellas que tienden a modificar para nuestras necesidades las cosas que nos rodean. «Tengo sed, cojo un vaso», actúo… Primero he pensado que tenía sed, después actúo cogiendo el agua. Esa es una acción útil, al menos yo lo creo, ¡lo que es bastante! Modifico la situación de mi vaso y la mía. Pero hay, entre esas acciones, acciones que nacen de otra forma de sensibilidad. Hay producciones de ideas, de actos que tienen por objeto, no modificar las cosas a nuestro alrededor, sino modificarnos, a nosotros, disipar una especie de malestar interior, un mal que ningún acto alivia directamente. La risa, las lágrimas, las vociferaciones, son acciones sin objeto exterior… Se sitúan entonces en la categoría de las expresiones. Tales emisiones constituyen un lenguaje elemental, pues son, o contagiosas, como la risa o el bostezo, o simpáticamente sentidas, como las lágrimas y las quejas. El propio lenguaje articulado, cuando es espontáneo, es una explosión que nos libera del peso de alguna impresión. Ahora bien, esas propiedades de las emociones y de las impresiones han sido explotadas por la cultura, y se han inventado medios, se han aplicado actos a alguna materia exterior, para crear un objeto que se conserve y que, como un instrumento, o una máquina, pueda servir para reanimar un estado, para reconstituir una fase de nuestra emoción. Si yo escribo una música o una danza, fijo Una determinada acción que será reproducida a voluntad. El músico escribe actos para un virtuoso que está preparado para reproducirlos. Si yo escribo un poema, una música, si hago un cuadro, tiendo a fijar, a descargar mi emoción, a hacer una cosa duradera, e infinitamente capaz si se pone en acción, de hacerles oír el poema, escuchar la música, encontrar el cuadro; el objeto cumplirá su papel y dará lo que se le ha confiado… ¡si es que está hecho para dar algo!… Pero la emoción final, incluso si ha sido muy potente, extremadamente profunda, esa emoción no será idénticamente restituida, ni siquiera en el caso más favorable: queremos seguir siendo los dueños; queremos padecer por el arte, sentirnos conmovidos, pero hasta un cierto punto; sólo queremos pasar el dedo por la llama de la bujía. Esta es una de las características más curiosas del arte, que nos proporciona un efecto sensible, pero no del mismo orden de sensibilidad que el de la sensación original. El arte nos da, por consiguiente, el medio de explorar a placer la parte de nuestra propia sensibilidad que permanece limitada del lado de lo real. Reaviva nuestras emociones, pero no toda su precisión individual en nosotros. Finalmente, también nos ofrece otra cosa en la búsqueda de ese medio. Hago alusión a muy distintos presentes. El arte, la poesía u otro, es llevado a desarrollar los elementos iniciales que llamaré elementos brutos, que son las producciones espontáneas de la sensibilidad. Intenta atormentar una materia: el lenguaje, si se trata de un poema, los sonidos puros y su organización, si se trata de una obra musical; el barro, la cera, la piedra, los colores en el campo de la vista. Pero entonces todas las técnicas de los oficios, los procedimientos que sirven para las fabricaciones útiles, vienen en ayuda del artista. Él toma de ellos los medios para domar la materia y para que sirva para sus fines no útiles. Pero una vez más la acción pone en juego, ya no las sensibilidades desnudas y simples, ya no la expresión inmediata de las emociones, sino lo que llamamos la inteligencia, es decir, el conocimiento claro y distinto de los medios separados, el cálculo de previsión y combinación. Pasamos a ser los dueños de los actos que operan sobre la materia. Analizamos, clasificamos, definimos, y eso nos permite alcanzar resultados, tales como la composición erudita, que no podíamos esperar únicamente de la sensibilidad. ¿Por qué? Porque la sensibilidad es instantánea; no tiene ni duración utilizable ni posibilidades de construcción continuada; nos vemos pues obligados a pedir a nuestras facultades de decisión y de coordinación que intervengan, no para dominar a la sensibilidad, para hacerle dar todo lo que contiene.
Termino diciéndoles que, en resumen, la poesía y las artes tienen la sensibilidad por origen y por término, pero, entre esos extremos, el intelecto y todos los recursos del pensamiento, incluso el más abstracto, pueden y deben emplearse lo mismo que todos los recursos de las técnicas.
Con frecuencia se le reprochan al poeta las investigaciones y las reflexiones, la meditación de sus medios; ¿pero quién pensaría en reprocharle al músico los años consagrados a estudiar el contrapunto y la orquestación? ¿Por qué queremos que la poesía exija menos preparación, menos cálculo y menos artificio que la música? ¿Podemos reprochar a un pintor sus estudios de anatomía, de dibujo y de perspectiva? A nadie se le ocurre… En cuanto a los poetas, parece que tienen que componer lo mismo que se respira… Se trata de un error, que no es muy antiguo, y que deriva de una confusión entre la facilidad inmediata que nos entrega los productos del instante —lo peor y lo mejor en su estado desordenado—, con esa otra facilidad que se adquiere solamente mediante el ejercicio del espíritu largamente sostenido… Pueden observarlo en La Fontaine lo mismo que en Víctor Hugo.
Por otra parte, no es precisamente a las damas a quienes hay que demostrar que la propia belleza exige cierta laboriosa ayuda, cuidados exquisitos, prolongadas consultas delante del espejo.
El poeta contempla su obra sobre la página y retoca, aquí y allá, el primer rostro de su poema…

lunes, 31 de agosto de 2020

7 Palabras sobre la poesía[7] TEORÍA POÉTICA Y ESTÉTICA. PAUL VALÉRY.



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Palabras sobre la poesía[7]

Venimos hoy a hablarles de la poesía. El tema está de moda. Es admirable que en una época que sabe ser a un tiempo práctica y disipada, y que podríamos creer bastante distanciada de las cosas especulativas, se dedique tanto interés no sólo a la poesía misma sino también a la teoría poética.
Por lo tanto hoy voy a permitirme ser un poco abstracto; pero, de ese modo, me será posible ser breve.
Les propondré una determinada idea de la poesía, con la firme intención de no decir nada que no sea pura constatación y que todo el mundo no pueda observar en sí o por sí mismo o, al menos, hallar con un razonamiento fácil.
Comenzaré por el comienzo. El comienzo de esta exposición de ideas sobre la poesía consistirá necesariamente en la consideración de ese nombre, tal y como se emplea en el discurso habitual. Sabemos que esa palabra tiene dos sentidos, es decir, dos funciones bien distintas. Designa en primer lugar un cierto género de emociones, un estado emotivo particular, que puede ser provocado por objetos o circunstancias muy diferentes. Decimos de un paisaje que es poético, lo decimos de una circunstancia de la vida, lo decimos a veces de una persona.
Pero existe una segunda acepción de ese término, un segundo sentido más estricto. Poesía, en ese sentido, nos hace pensar en un arte, en una extraña industria cuyo objeto es reconstituir esa emoción que designa el primer sentido de la palabra.
Restituir la emoción poética a voluntad, fuera de las condiciones naturales en las que se produce espontáneamente y mediante los artificios del lenguaje, tal es el propósito del poeta, y tal es la idea unida al nombre de poesía, tomada en el segundo sentido.
Entre esas dos nociones existen las mismas relaciones y las mismas diferencias que las que se encuentran entre el perfume de una flor y la operación del químico que se aplica para reconstruirlo por completo.
Sin embargo, se confunden a cada instante las dos ideas, y de ello se deduce que un gran número de juicios, de teorías e incluso de obras están viciadas en su principio por el empleo de una sola palabra para dos cosas muy diferentes, aunque relacionadas.
Hablemos primero de la emoción poética, del estado emocional esencial.
Ustedes saben lo que la mayoría de los hombres sienten con mayor o menor fuerza y pureza ante un espectáculo natural que les impone. Las puestas de sol, los claros de luna, los bosques y el mar nos conmueven. Los grandes acontecimientos, los puntos críticos de la vida afectiva, los males del amor y la evocación de la muerte son otras tantas ocasiones o causas inmediatas de resonancias íntimas más o menos intensas y más o menos conscientes.
Esa clase de emociones se distingue de todas las demás emociones humanas. ¿Cómo se distingue? Es lo que a nuestro actual propósito le interesa buscar. Es importante oponer tan claramente como sea posible la emoción poética a la emoción ordinaria. La separación es bastante delicada de realizar, pues nunca se ha cumplido en los hechos. Siempre encontramos mezclados con la emoción poética esencial la ternura o la tristeza, el furor, el temor o la esperanza; y los intereses y los efectos particulares del individuo no dejan de combinarse con esta sensación de universo, que es característica de la poesía.
He dicho: sensación de universo. He querido decir que el estado o emoción poética me parece que consiste en una percepción naciente, en una tendencia a percibir un mundo, o sistema completo de relaciones, en el cual los seres, las cosas, los acontecimientos y los actos, si bien se parecen, todos a todos, a aquellos que pueblan y componen el mundo sensible, el mundo inmediato del que son tomados, están, por otra parte, en una relación indefinible, pero maravillosamente justa, con los modos y las leyes de nuestra sensibilidad general. Entonces esos objetos y esos seres conocidos cambian en alguna medida de valor. Se llaman unos a otros, se asocian de muy distinta manera que en las condiciones ordinarias. Se encuentran —permítanme esta expresión— musicalizados, convertidos en conmensurables, resonantes el uno por el otro. Así definido, el universo poético presenta grandes analogías con el universo de los sueños.
Ya que la palabra sueños se ha introducido en mi discurso, diré de paso que en los tiempos modernos, a partir del Romanticismo, se ha producido una confusión bastante explicable, aunque bastante lamentable, entre la noción de poesía y la de sueño. Ni el sueño ni la ensoñación son necesariamente poéticos. Pueden serlo; pero las figuras formadas al azar sólo por azar son figuras armónicas.
No obstante, el sueño nos hace comprender mediante una experiencia común y frecuente, que nuestra consciencia puede ser invadida, henchida, constituida por un conjunto de producciones notablemente diferente de las reacciones y de las percepciones ordinarias del espíritu. Nos aporta el ejemplo familiar de un mundo cerrado en el que todas las cosas reales pueden estar representadas, pero en el que todas las cosas aparecen y se modifican únicamente por las variaciones de nuestra sensibilidad profunda. Es aproximadamente así como el estado poético se instala, se desarrolla y se disgrega en nosotros. Lo que equivale a decir que es perfectamente irregular, inconstante, involuntario y frágil, y que lo perdemos lo mismo que lo obtenemos, por accidente. Hay períodos de nuestra vida en los que esta emoción y esas formaciones tan preciosas no se manifiestan. Ni siquiera pensamos que sean posibles. El azar nos las da, el azar nos las retira.
Pero el hombre solamente es hombre por la voluntad que tiene de restablecer lo que le interesa sustraer a la disipación natural de las cosas. Así el hombre ha hecho por esta emoción superior lo que ha hecho o ha intentado hacer por todas las cosas perecederas o dignas de añoranza. Ha buscado, ha encontrado medios para fijar y resucitar a voluntad los estados más bellos y más puros de sí mismo, para reproducir, transmitir y guardar durante siglos las fórmulas de su entusiasmo, de su éxtasis, de su vibración personal; y, por una afortunada y admirable consecuencia, la invención de esos procedimientos de conservación le ha dado al mismo tiempo la idea y el poder de desarrollar y enriquecer artificialmente los fragmentos de vida poética de los que su naturaleza le hace por instantes el don. Ha aprendido a extraer del transcurso del tiempo, a separar de las circunstancias, esas formaciones, esas maravillosas percepciones fortuitas que se habrían perdido sin retorno si el ser ingenioso y sagaz no hubiera acudido a ayudar al ser instantáneo, a prestar el socorro de sus invenciones al yo puramente sensible. Todas las artes han sido creadas para perpetuar, cambiar, cada una según su esencia, un momento de efímera delicia en la certidumbre de una infinidad de instantes deliciosos. Una obra no es otra cosa que el instrumento de esta multiplicación o regeneración posible. Música, pintura y arquitectura son los diversos modos correspondientes a la diversidad de los sentidos. Ahora bien, entre esos medios de producir o de reproducir un mundo poético, de organizarlo para la duración y de amplificarlo mediante el trabajo reflexivo, el más antiguo, quizá, el más inmediato, y sin embargo el más complejo, es el lenguaje. Pero el lenguaje, debido a su naturaleza abstracta, a sus efectos más especialmente intelectuales —es decir, indirectos—, y a sus orígenes o a sus funciones prácticas, propone al artista que se ocupa de consagrarlo y ordenarlo para la poesía, una tarea curiosamente complicada. Nunca hubiera habido poetas si se hubiera tenido conciencia de los problemas a resolver. (Nadie podría aprender a andar si para andar hubiera que representarse y poseer en el estado de ideas claras todos los elementos del menor paso).
Pero no estamos aquí para hacer versos. Tratamos por el contrario de considerar los versos como imposibles de hacer, para admirar más lúcidamente los esfuerzos de los poetas, concebir su temeridad y sus fatigas, sus riesgos y sus virtudes, maravillarnos de su instinto.
Voy a intentar en pocas palabras darles una idea de esas dificultades.
Se lo he dicho anteriormente: el lenguaje es un instrumento, una herramienta, o mejor una colección de herramientas y de operaciones formada por la práctica y sojuzgada a ella. Es por lo tanto un medio necesariamente burdo, que cada cual utiliza, acomoda a sus necesidades actuales, deforma de acuerdo con las circunstancias, ajusta a su persona fisiológica y a su historia psicológica.
Ustedes saben a qué pruebas lo sometemos a veces. Los valores, los sentidos de las palabras, las reglas de sus acordes, su emisión, su transcripción son para nosotros juguetes e instrumentos de tortura a un tiempo. Sin duda tenemos en alguna consideración las decisiones de la Academia; y sin duda, el cuerpo docente, los exámenes, principalmente la vanidad, oponen algunos obstáculos al ejercicio de la fantasía individual. En los tiempos modernos, además, la tipografía interviene muy poderosamente en la conservación de esas convenciones de la escritura. De ese modo, se retrasan en cierta medida las alteraciones de origen personal; pero las cualidades del lenguaje más importantes para el poeta, que evidentemente son sus propiedades o posibilidades musicales, por una parte, y sus valores significativos ilimitados (los que dirigen la propagación de las ideas derivadas de una idea), por la otra, son también las menos protegidas del capricho, las iniciativas, las acciones y las disposiciones de los individuos. La pronunciación de cada uno y su «experiencia» psicológica particular introducen en la transmisión mediante el lenguaje, una incertidumbre, posibilidades de error, y un imprevisto, del todo inevitables. Observen bien estos dos puntos: al margen de su aplicación a las necesidades más simples y comunes de la vida, el lenguaje es todo lo contrario de un instrumento de precisión. Y al margen de ciertas coincidencias rarísimas, de determinados aciertos de expresión y de forma sensibles, combinadas, no es para nada un medio poético.
En resumen, el destino amargo y paradójico del poeta le impone utilizar una fabricación del uso corriente y de la práctica para fines excepcionales y no prácticos; tiene que tomar medios de origen estadístico y anónimo para cumplir su propósito de exaltar y de expresar su persona en aquello que tiene de más puro y singular.
Nada hace captar mejor toda la dificultad de su tarea que comparar sus elementos iniciales con aquellos de los que dispone el músico. Observen lo que se le ofrece a uno y a otro en el momento en que van a poner manos a la obra y a pasar de la intención a la ejecución.
¡Afortunado el músico! La evolución de su arte le ha proporcionado una condición sumamente privilegiada. Sus medios están bien definidos, la materia de su composición está completamente elaborada ante él. Podemos compararle a la abeja cuando sólo tiene que inquietarse por su miel. Las secciones regulares y los alveolos de cera ya están hechos. Su tarea es medida y se limita a lo mejor de sí misma. Lo mismo le sucede al compositor. Se puede decir que la música preexiste y le espera. ¡Hace mucho tiempo que está constituida!
¿Cómo tuvo lugar esta institución de la música? Vivimos gracias al oído en el universo de los ruidos. De su conjunto se separa el conjunto de ruidos particularmente simples, es decir, reconocibles por el oído y que le sirven de referencia: son los elementos cuyas relaciones recíprocas son intuitivas; percibimos esas relaciones exactas y extraordinarias tan nítidamente como sus propios elementos. El intervalo entre dos notas nos resulta tan sensible como una nota.
De ese modo, esas unidades sonoras, esos sonidos, son aptos para formar combinaciones continuas, sistemas sucesivos o simultáneos cuya estructura, encadenamientos, implicaciones y entrecruzamientos se nos presentan y se imponen. Distinguimos claramente el sonido del ruido, y percibimos un contraste entre ellos, impresión de gran consecuencia pues ese contraste es el de lo puro y de lo impuro, que se reduce al del orden y el desorden, que está a su vez sujeto, sin duda, a los efectos de ciertas leyes energéticas. Pero no vamos tan lejos.
Así, este análisis de los ruidos, ese discernimiento que ha permitido la constitución de la música como actividad separada y explotación del universo de los sonidos, se ha realizado, o al menos controlado, unificado, codificado, gracias a la intervención de la ciencia física, que se ha descubierto a sí misma en esta ocasión y se ha reconocido como ciencia de las medidas, y que ha sabido, desde la Antigüedad, adaptar la medida a la sensación sonora de manera constante e idéntica, por medio de instrumentos que son, en realidad, instrumentos de medida.
Por lo tanto el músico se encuentra en posesión de un conjunto perfecto de medios bien definidos, que hacen corresponder exactamente sensaciones con actos; todos los elementos de su juego están presentes, enumerados y clasificados, y este conocimiento concreto de sus medios, de los que no sólo está informado sino penetrado e íntimamente armado, le permite prever y construir sin preocupación alguna respecto a la materia y la mecánica general de su arte.
De ello se deduce que la música posee un dominio propio, absolutamente suyo. El mundo del arte musical, mundo de los sonidos, está bien separado del mundo de los ruidos.
Es tanto que un ruido se limita a evocar en nosotros un acontecimiento aislado cualquiera, un sonido que se produce evoca por sí solo todo el universo musical. En esta sala en la que hablo, en la que ustedes perciben el ruido de mi voz y diversos incidentes auditivos, si de golpe se dejara oír una nota, si se pusiera a vibrar un diapasón o un instrumento bien afinado, apenas afectados por ese ruido excepcional, que no puede confundirse con los otros, tendrían de inmediato la sensación de un comienzo. En el acto se crearía una atmósfera completamente distinta, se impondría un estado particular de espera, se anunciaría un orden nuevo, un mundo, y su atención se organizaría para acogerlo. Más aún, tendería de alguna forma a desarrollar por sí misma esas premisas, y a engendrar sensaciones ulteriores de la misma clase, de la misma pureza que la sensación recibida.
Y la contraprueba existe.
Si en una sala de conciertos, mientras resuena y domina la sinfonía, cae una silla, tose una persona, o se cierra una puerta, de inmediato tenemos la impresión de una ruptura. Se ha roto o quebrado algo indefinible, una especie de hechizo o de cristal.
Ahora bien, esa atmósfera, ese hechizo poderoso y frágil, ese universo de los sonidos, se le ofrece a cualquier compositor por la naturaleza de su arte y por las adquisiciones inmediatas de ese arte.
Muy distinta, infinitamente menos afortunada, es la dotación del poeta. Al perseguir un objeto que no difiere excesivamente del del músico, se ve privado de las inmensas ventajas que acabo de indicarles. Ha de crear y recrear a cada instante lo que el otro encuentra hecho y preparado.
¡En qué estado desfavorable o desordenado encuentra las cosas el poeta! Tiene ante sí ese lenguaje ordinario, ese conjunto de medios tan burdos que todo conocimiento que se precisa lo rechaza para crearse sus instrumentos de pensamiento; ha de tomar prestada esa colección de términos y reglas tradicionales e irracionales, modificadas por cualquiera, caprichosamente introducidas, caprichosamente interpretadas, caprichosamente codificadas. Nada menos adecuado a los propósitos del artista que ese desorden esencial del que debe extraer a cada instante los elementos del orden que desea producir. Para el poeta no ha habido físico que haya determinado las propiedades constantes de esos elementos de su arte, sus relaciones, sus condiciones de emisión idéntica. Ni diapasones, ni metrónomos, ni constructores de gamas, ni teóricos de la armonía. Ninguna certidumbre, de no ser la de las fluctuaciones fonéticas y significativas del lenguaje. Ese lenguaje, además, no actúa como el sonido sobre un sentido único, sobre el oído, que es el sentido por excelencia de la espera y de la atención. Constituye, por el contrario, una mezcla de excitaciones sensoriales y físicas perfectamente incoherentes. Cada palabra es una reunión instantánea de efectos sin relación entre sí. Cada palabra reúne un sonido y un sentido. Me equivoco: es a la vez varios sonidos y varios sentidos. Varios sonidos, tantos sonidos como provincias hay en Francia y casi hombres en cada provincia. Es esta una circunstancia muy grave para los poetas, en quienes los efectos musicales que habían previsto quedan corrompidos o desfigurados por el acto de sus lectores. Varios sentidos, pues las imágenes que nos sugiere cada palabra generalmente son bastante diferentes y sus imágenes secundarias infinitamente diferentes.
La palabra es cosa compleja, es combinación de propiedades a un tiempo vinculadas en el hecho e independientes por su naturaleza y su función. Un discurso puede ser lógico y cargado de sentido, pero sin ritmo y sin compás alguno; puede ser agradable al oído y perfectamente absurdo o insignificante; puede ser claro y vano, vago y delicioso… Pero basta, para hacer imaginar su extraña multiplicidad, con nombrar todas las ciencias creadas para ocuparse de esta diversidad y explotar cada uno de sus elementos. Puede estudiarse un texto de muchas maneras independientes, pues es sucesivamente justiciable por la fonética, por la semántica, por la sintaxis, por la lógica y por la retórica, sin omitir la métrica, ni la etimología.
He ahí al poeta enfrentado con esa materia moviente y demasiado impura; obligado a especular por turno sobre el sonido y sobre el sentido, a satisfacer no sólo a la armonía, al período musical, sino también a condiciones intelectuales variadas: lógica, gramática, sujeto del poema, figuras y ornamentos de todos los órdenes, sin contar con las reglas convencionales. Observen el esfuerzo que supone la empresa de llevar a buen fin un discurso en el que tantas exigencias han de satisfacerse milagrosamente al mismo tiempo.
Aquí comienzan las inciertas y minuciosas operaciones del arte literario. Pero este arte nos ofrece dos aspectos, hay dos grandes modos que, en su estado extremo, se oponen, pero que, sin embargo, se reúnen y encadenan por una multitud de grados intermedios. Existe la prosa y existe el verso. Entre ellos, todos los tipos de su mezcla; pero hoy los consideraré en sus estados extremos. Podría ilustrarse esta oposición de los extremos exagerando un poco: decirse que el lenguaje tiene por límites la música, por un lado, el álgebra, por el otro.
Recurriré a una comparación que me es familiar para que sea más fácil captar lo que tengo que decir sobre este tema. Hablando un día de todo esto en una ciudad extranjera, y habiéndome servido de esta misma comparación, uno de mis oyentes me hizo una cita notable que me descubrió que la idea no era nueva. No lo era al menos nada más que para mí.
Esta es la cita. Se trata de un extracto de una carta de Racan a Chapelain, en la que Racan nos cuenta que Malherbe asimilaba la prosa a la marcha, la poesía a la danza, como voy a hacerlo yo enseguida:
«Den, dice Racan, el nombre que gusten a mi prosa, el de galante, ingenua o festiva. Estoy decidido a mantenerme en los preceptos de mi primer maestro Malherbe y no buscar nunca ni número, ni cadencia a mis períodos, ni otro ornamento que la nitidez que puede expresar mis pensamientos. Ese buen hombre (Malherbe) comparaba la prosa al andar ordinario y la poesía a la danza, y decía que debemos tolerar alguna negligencia a las cosas que nos vemos obligados a hacer pero que es ser ridículo el ser mediocres en las que hacemos por vanidad. Los cojos y los gotosos no pueden dejar de andar, pero nada les obliga a bailar el vals o los cinco pasos».
La comparación que Racan adjudica a Malherbe, y que yo por mi parte había advertido fácilmente, es inmediata. Les demostraré que es fecunda. Se desarrolla muy lejos con una curiosa precisión. Es quizá algo más que una similitud de apariencias.
La marcha lo mismo que la prosa tiene siempre un objeto concreto. Es un acto dirigido hacia un objeto y nuestra finalidad es alcanzarlo. Las circunstancias actuales, la naturaleza del objeto, la necesidad que tengo, el impulso de mi deseo, el estado de mi cuerpo, el del terreno, son los que imponen el paso a la marcha, le prescriben su dirección, su velocidad y su término. Todas las propiedades de la marcha se deducen de esas condiciones instantáneas que se combinan singularmente en cada ocasión, de tal manera que no hay dos desplazamientos de esta clase que sean idénticos, que hay cada vez creación especial, pero, cada vez, es abolida y como absorbida en el acto realizado.
La danza es algo muy distinto. Es, sin duda, un sistema de actos, pero que tienen un fin en sí mismos. No va a ninguna parte. Si persigue alguna cosa, no es más que un objeto ideal, un estado, una voluptuosidad, un fantasma de flor, o algún encantamiento de sí misma, un extremo de vida, una cima, un punto supremo del ser… Pero por diferente que sea del movimiento utilitario, tomen nota de esta advertencia esencial aunque infinitamente simple, que usa los mismos miembros, los mismos órganos, huesos, músculos y nervios que la marcha misma.
Exactamente lo mismo sucede con la poesía que usa las mismas palabras, las mismas formas y los mismos timbres que la prosa.
Por consiguiente la poesía y la prosa se distinguen por la diferencia de ciertas leyes o convenciones momentáneas de movimiento y de funcionamiento aplicadas a elementos y a mecanismos idénticos. Razón por la cual hay que evitar razonar sobre la poesía como se hace con la prosa. Lo que es verdad de una deja de tener sentido, en muchos casos, si se quiere encontrar en la otra. Y es por lo que (por elegir un ejemplo), es fácil justificar inmediatamente el uso de las inversiones; pues esas alteraciones del orden acostumbrado y, en cierto modo, elemental de las palabras en francés, fueron criticadas en diversas épocas, a mi entender muy ligeramente, por motivos que se reducen a esta fórmula inaceptable: la poesía es prosa.
Llevemos un poco más lejos nuestra comparación, que soporta ser profundizada. Un hombre anda. Se mueve de un lugar a otro, conforme a un camino que es siempre un camino de mínima acción. Observemos que la poesía sería imposible si estuviera sujeta al régimen de la línea recta. Nos enseñan: ¡digan que llueve si quieren decir que llueve! Pero el objeto de un poeta no es nunca ni puede serlo el enseñarnos que llueve. No es necesario un poeta para persuadirnos de coger nuestro paraguas. Observen en qué se convierte Ronsard, en qué se convierte Hugo, en qué se convierten la rima, las imágenes, las consonancias, los versos más hermosos del mundo, si someten la poesía al sistema ¡Digan que llueve! Solamente por una burda confusión de los géneros y de los momentos se le pueden reprochar al poeta sus expresiones indirectas y sus formas complejas. No vemos que la poesía implica una decisión de cambiar la función del lenguaje.
Vuelvo al hombre que anda. Cuando ese hombre ha realizado su movimiento, cuando ha alcanzado el lugar, el libro, el fruto, el objeto que deseaba, la posesión anula de inmediato todo su acto, el efecto devora la causa, el fin absorbe el medio, y cualesquiera que hayan sido las modalidades de su acto y de su paso, sólo queda el resultado. Los cojos, los gotosos de los que hablaba Malherbe, una vez que han alcanzado penosamente la butaca a la que se dirigían, no están menos sentados que el hombre más alerta que hubiera llegado a ese asiento con un paso vivo y ligero. Lo mismo sucede con el uso de la prosa. El lenguaje del que me acabo de servir, que expresa mi propósito, mi deseo, mi mandato, mi opinión, mi pregunta o mi respuesta, ese lenguaje que ha cumplido su función, se desvanece apenas llega. Lo he emitido para que perezca, para que irrevocablemente se transforme en ustedes, y sabré que fui comprendido por el hecho relevante de que mi discurso ha dejado de existir. Es reemplazado enteramente y definitivamente por su sentido, o al menos por un cierto sentido, es decir, por imágenes, impulsos, reacciones o actos de la persona a quien se habla; en suma, por una modificación o reorganización interior de ésta. Pero quien no ha comprendido, conserva y repite las palabras. El experimento es fácil…
Verán que la perfección de ese discurso, cuyo único destino es la comprensión, consiste en la facilidad con la que se transforma en algo muy distinto, en no-lenguaje. Si han comprendido mis palabras, mis mismas palabras ya no les sirven de nada, han desaparecido de sus mentes, mientras que poseen su contrapartida, ustedes poseen bajo forma de ideas y de relaciones, con qué restituir el significado de esas palabras, bajo una forma que puede ser muy diferente.
Dicho de otro modo, en los empleos prácticos o abstractos del lenguaje que es específicamente prosa, la forma no se conserva, no sobrevive a la comprensión, se disuelve en la claridad, ha actuado, ha hecho comprender, ha vivido.
Pero, por el contrario, el poema no muere por haber servido; está expresamente hecho para renacer de sus cenizas y volver a ser indefinidamente lo que acaba de ser.
En este sentido la poesía se reconoce por este efecto notable por el que podríamos definirla: que tiende a reproducirse en su forma, que provoca a nuestras mentes para reconstituirla tal cual. Si me permitiera una palabra sacada de la tecnología industrial, diría que la forma poética se recupera automáticamente.
Esta es una propiedad admirable y característica entre todas. Me gustaría ofrecerles una imagen simple. Imaginen un péndulo que oscila entre dos puntos simétricos. Asocien a uno de esos puntos la idea de la forma poética, de la potencia del ritmo, de la sonoridad de las sílabas, de la acción física de la declamación, de las sorpresas psicológicas elementales que les producen las aproximaciones insólitas de las palabras. Asocien al otro punto, al punto conjugado del primero, el efecto intelectual, las visiones y los sentimientos que para ustedes constituyen el «fondo», el «sentido» del poema en cuestión, y observen entonces que el movimiento de su alma, o de su atención, cuando está sometida a la poesía, completamente sumisa y dócil a los impulsos sucesivos del lenguaje de los dioses, va del sonido hacia el sentido, del continente hacia el contenido, ocurriendo todo primero como en la costumbre habitual de hablar; pero a continuación, a cada verso, sucede que el péndulo viviente es llevado a su punto de partida verbal y musical. El sentido que se propone encuentra como única salida, como única forma, la forma misma de la que procedía. De este modo, se dibuja una oscilación, una simetría, una igualdad de valor y de poderes entre la forma y el fondo, entre el sonido y el sentido, entre el poema y el estado de poesía.
Este intercambio armónico entre la impresión y la expresión es a mi modo de ver el principio esencial de la mecánica poética, es decir, de la producción del estado poético mediante la palabra. El poeta hace profesión de encontrar por suerte y de buscar por industria esas formas singulares del lenguaje cuya práctica he intentado analizarles.
La poesía así entendida es radicalmente distinta a cualquier prosa: en particular, se opone nítidamente a la descripción y a la narración de acontecimientos que tienden a producir la ilusión de la realidad, es decir, a la novela y al cuento cuando su objeto es dar verosimilitud a los relatos, retratos, escenas y otras representaciones de la vida real. Diferencia que tiene incluso marcas físicas fácilmente observables. Consideren las actitudes comparadas del lector de novelas y del lector de poemas. Puede ser el mismo hombre, pero difiere excesivamente de sí mismo cuando lee una u otra obra. Observen al lector de novela cuando se sumerge en la vida imaginaria que le provoca su lectura. Su cuerpo deja de existir. Se sostiene la frente con las dos manos. Únicamente es, se mueve, actúa y padece con el espíritu. Está absorbido por lo que devora; no puede contenerse pues una especie de demonio le presiona para avanzar. Quiere la continuación, y el fin, es presa de una especie de alienación: toma partido, triunfa, se entristece, ya no es él mismo, ya no es más que un cerebro separado de sus fuerzas exteriores, es decir, librado a sus imágenes, atravesando una especie de crisis de credulidad.
Muy distinto es el lector de poemas.
Si la poesía actúa verdaderamente sobre alguien no es dividiéndolo en su naturaleza, comunicándole las ilusiones de una vida de ficción y puramente mental. No le impone una falsa realidad que exige la docilidad del alma y la abstención del cuerpo. La poesía debe extenderse a todo el ser; excita su organización muscular con los ritmos, libera o desencadena sus facultades verbales de las que exalta el juego total, le ordena en profundidad, pues trata de provocar o reproducir la unidad y la armonía de la persona viviente, unidad extraordinaria, que se manifiesta cuando el hombre es poseído por un sentimiento intenso que no deja de lado ninguna de sus potencias.
En suma, entre la acción del poema y la del relato ordinario la diferencia es de orden psicológico. El poema se despliega en un campo más rico de nuestras funciones de movimiento, exige de nosotros una participación que está más próxima a la acción completa, en tanto que el cuento y la novela nos transforman más bien en sujetos del sueño y de nuestra facultad para ser alucinados.
Pero repito que existen grados, innumerables formas de paso entre esos términos extremos de la expresión literaria.
Tras intentar definir el dominio de la poesía, debería ahora tratar de considerar la operación misma del poeta, los problemas de la factura y de la composición. Pero sería entrar en una vía muy espinosa. Encontramos tormentos infinitos, disputas que no pueden tener fin, adversidades, enigmas, preocupaciones e incluso desesperaciones que convierten el oficio del poeta en uno de los más inseguros y de los más cansados que existen. El propio Malherbe al que ya he citado, decía que después de acabar un buen soneto el autor tiene derecho a tomarse diez años de descanso. Admitía con ello que esas palabras: un soneto acabado significan algo… En cuanto a mí, yo no las entiendo… Las traduzco por soneto abandonado.
Tratemos superficialmente esta difícil cuestión:
Hacer versos…
Pero todos ustedes saben que hay un medio sumamente simple de hacer versos.
Basta con estar inspirado y las cosas van por sí solas. Me gustaría que fuera así. La vida sería soportable. Aceptemos, no obstante, esta ingenua respuesta, pero examinemos las consecuencias.
Aquel que se contenta tiene que admitir o bien que la producción poética es un puro efecto del azar o bien que procede de una especie de comunicación sobrenatural; una y otra hipótesis reducen al poeta a un papel miserablemente pasivo. Hacen de él o una especie de urna en la que se agitan millones de bolas o una tabla parlante en la que se aloja un espíritu. Tabla o cubeta, en resumen, pero no un dios; lo contrario de un dios, lo contrario de un Yo.
Y el infortunado autor, que ya no es autor, sino signatario, y responsable como un gerente de periódico, se ve obligado a decirse:
«En tus obras, querido poeta, lo que es bueno no es tuyo, lo que es malo te pertenece sin ningún género de duda».
Resulta extraño que más de un poeta se haya contentado —si es que no se ha enorgullecido— con no ser más que un instrumento, un momentáneo médium.
Ahora bien, la experiencia lo mismo que la reflexión nos demuestran, por el contrario, que los poemas cuya compleja perfección y afortunado desarrollo impondrían con mayor fuerza a sus maravillados lectores la idea de milagro, del golpe de suerte, de realización sobrehumana (debido a una conjunción extraordinaria de las virtudes que se pueden desear pero no esperar encontrar reunidas en una obra), son también obras maestras de trabajo, son, además, monumentos de inteligencia y de trabajo continuado, productos de la voluntad y del análisis, que exigen cualidades demasiado múltiples para poder reducirse a las de un aparato registrador de entusiasmos o de éxtasis. Ante un bello poema de alguna longitud percibimos que hay ínfimas posibilidades de que un hombre haya podido improvisar de una vez, sin otro cansancio que el de escribir o emitir lo que le viene a la mente, un discurso singularmente seguro de sí, provisto de continuos recursos, de una armonía constante y de ideas siempre acertadas, un discurso que no cesa de encantar, en el que no se encuentran accidentes, señales de debilidad y de impotencia, en el que faltan esos molestos incidentes que rompen el encantamiento y arruinan el verso poético del que les hablaba anteriormente.
No es que no haga falta, para hacer un poeta, algo más, alguna virtud que no se descompone, que no se analiza en actos definibles y en horas de trabajo. El Pegaso-Vapor, el Pegaso-Hora todavía no son unidades legales de potencia poética.
Hay una cualidad especial, una especie de energía individual propia del poeta. Aparece en él y se le revela a sí mismo en ciertos instantes de infinito valor.
Pero no son más que instantes, y esta energía superior (es decir, es tal que todas las otras energías del hombre no la pueden componer y reemplazar), no existe o no puede actuar más que mediante manifestaciones breves y fortuitas.
Es preciso añadir —esto es bastante importante— que los tesoros que ilumina a los ojos de nuestra mente, las ideas o las formas que nos produce a nosotros mismos están bien lejos de tener igual valor para las miradas extrañas.
Esos momentos de un valor infinito, esos instantes que dan una especie de dignidad universal a las relaciones y a las intuiciones que engendran, son no menos fecundos en valores ilusorios o incomunicables. Lo que vale solo para nosotros no vale nada. Es la ley de la Literatura. Esos estados sublimes son en realidad ausencias en las que se encuentran maravillas naturales que solamente se hallan allí, pero tales maravillas son siempre impuras, quiero decir mezcladas con cosas viles o vanas, insignificantes o incapaces de resistir la luz exterior, o si no imposibles de retener, de conservar. En el resplandor de la exaltación no es oro todo lo que reluce.
En suma, ciertos instantes nos descubren profundidades en las que reside lo mejor de nosotros mismos, pero en parcelas introducidas en una materia informe, en fragmentos de figura rara o burda. Hay pues que separar esos elementos de metal noble de la masa y preocuparse por fundirlos juntos y dar forma a alguna joya.
Si nos entretuviéramos en desarrollar con rigor la doctrina de la inspiración pura, deduciríamos consecuencias bien extrañas. Por ejemplo, encontraríamos necesariamente que ese poeta que se limita a transmitir lo que recibe, a entregar a desconocidos lo que retiene de lo desconocido, no tiene ninguna necesidad de comprender lo que escribe bajo el misterioso dictado.
No actúa sobre ese poema del que él no es la fuente. Puede ser completamente ajeno a lo que fluye a través suyo. Esta consecuencia inevitable me hace pensar en lo que, antaño, era creencia general sobre el tema de la posesión diabólica. Leemos en los documentos de otro tiempo que relatan los interrogatorios en materia de brujería, que con frecuencia se convenció a personas de estar habitadas por el demonio, y se las condenó sobre esa base por, siendo ignorantes e incultas, haber discutido, argumentado y blasfemado durante sus crisis en griego, en latín e incluso en hebreo ante los horrorizados inquisidores (no era latín sin lágrimas, pienso).
¿Es eso lo que se le exige al poeta? Sin duda, una emoción caracterizada por la potencia expresiva espontánea que desencadena es la esencia de la poesía. Pero la tarea del poeta no puede consistir en contentarse con experimentarla. Esas expresiones, salidas de la emoción, sólo son puras accidentalmente, llevan consigo muchas escorias, contienen cantidad de defectos cuyo efecto sería obstaculizar el desarrollo poético e interrumpir la resonancia prolongada que finalmente se trata de provocar en un alma extraña. Pues el deseo del poeta, si el poeta apunta a lo más elevado de su arte, no puede ser otro que introducir algún alma extraña en la divina duración de su vida armónica, durante la cual se componen y se miden todas las formas y durante la cual se intercambian las respuestas de todas sus potencias sensitivas y rítmicas.
Pero es al lector a quien corresponde y a quien está destinada la inspiración, lo mismo que corresponde al poeta hacer pensar, hacer creer, hacer lo necesario para que solamente podamos atribuir a los dioses una obra demasiado perfecta o demasiado conmovedora para salir de las inseguras manos de un hombre. Precisamente el objeto mismo del arte y el principio de sus artificios es comunicar la impresión de un estado ideal en el que el hombre que lo lograra sería capaz de producir espontáneamente, sin esfuerzo, sin debilidad, una expresión magnífica y maravillosamente ordenada de su naturaleza y de nuestros destinos.

domingo, 30 de agosto de 2020

6 Discurso en el Pen Club[6]. PAUL VALÉRY. TEORÍA POÉTICA Y ESTÉTICA-.


 6

Discurso en el Pen Club[6]

No es más que un invitado quien se levanta… Ignoraba, hace unos días, incluso la existencia del Pen Club. Admiro esta magnífica reunión en la que veo hombres como Galsworthy, Pirandello, Unamuno, Kouprine y a tantos escritores de todas las naciones, entre tantos escritores dé la nuestra.
Pero déjenme decirles la extraña impresión que siento, la curiosa idea que se me ocurre al considerar esta asamblea.
Encuentro casi inexplicable esta reunión. Hay en ella un algo de paradójico.
La literatura es el arte del lenguaje, es un arte de los medios de la comprensión mutua.
Es concebible que geómetras, economistas, fabricantes de todas las razas puedan reunirse útilmente, pues están dedicados a estudios, vinculados a intereses cuyo objeto es único e idéntico.
¡Pero los escritores!… ¡Los hombres cuya profesión se basa directamente en su lenguaje natal, cuyo arte consiste en consecuencia en desarrollar lo que separa más nítidamente —quizá más cruelmente— a un pueblo de otro pueblo!… ¿Qué significa esta reunión de aquellos que, en cada nación, trabajan necesariamente en mantener, en perfeccionar los obstáculos más sensibles, las diferencias más relevantes y más claras que aíslan a esta nación de todas las demás? ¿Cómo es posible esta reunión?
En este caso, Señores, hay que invocar el milagro. Un milagro de amor, naturalmente.
Las distintas literaturas se han enamorado unas de otras. Y este milagro no es de ahora. Virgilio se inclinaba hacia Homero. Y nosotros, franceses, ¿qué no habremos amado? Italia con Ronsard, España con Corneille, Inglaterra con Voltaire, Alemania y el Próximo Oriente con los Románticos, América con Baudelaire… y, de siglo en siglo, como las amantes saboreadas con mayor constancia, Grecia y Roma. Considero Grecia y Roma naciones simplemente un poco más alejadas de nosotros que las otras. Homero sólo está todavía a unos billones de kilómetros de aquí. Debemos excusarle, debido a la distancia, por no encontrarse esta tarde entre nosotros.
Esas literaturas enamoradas se han buscado y deseado violentamente; pero, ustedes lo saben, Señores, los amantes abrazan siempre lo que ignoran, y quizá no existiera el amor sin esa ignorancia esencial que atribuye, e incluso que sólo ella puede atribuir, un precio infinito al objeto amado.
Por perfectamente que conozcamos una lengua extranjera, por profundamente que penetremos en la intimidad de un pueblo que no es el nuestro, creo imposible que podamos preciamos de percibir el lenguaje y las obras literarias como un hombre del propio país.
Hay siempre alguna fracción de sentido, alguna resonancia delicada o extrema que se nos escapa: nunca podemos tener la garantía de una posesión entera e incontestable.
Entre esas literaturas que se abrazan permanece siempre un tejido inviolable. Podemos hacerlo infinitamente delgado, reducirlo a una finura extrema; no podemos rasgarlo. Pero, prodigiosamente, las caricias de esas literaturas impenetrables no son menos fecundas. Son, por el contrario, mucho más fecundas que si nos comprendiéramos de maravilla. El malentendido creador actúa, y se convierte en un engendrar ilimitado de valores imprevistos… Nuestro Shakespeare no es el de los ingleses; e incluso el Shakespeare de Voltaire no es el de Victor Hugo… Hay veinte Shakespeare en el mundo que multiplican al Shakespeare inicial, que desarrollan tesoros de gloria inesperados.
He ahí una consecuencia bastante admirable de la imperfecta comprensión…
Pero he ahí, por otra parte, la razón para justificar lo bastante esta reunión que tan sorprendente me parecía hace poco.
Podemos igualmente considerarla desde un punto de vista muy distinto que es sin duda más elevado.
Una asamblea de escritores de todas las razas, mantenida esta vez en París, me hace pensar en la estructura misma de Francia. No hay nación más heterogénea en el mundo que la nuestra, y sin embargo se ha consumado nuestra unidad.
¿No es Francia una especie de prefiguración de lo que podría ser una Europa unida?
Permítanme, Señores, para terminar, recordarles el parecer de un hombre al que he amado infinitamente y admirado apasionadamente. Mallarmé, del cual ustedes conocen la profundidad con la que consideró las cosas de la literatura, se había hecho toda una metafísica de nuestro arte.
No podía decidirse a considerarlo como un simple divertimento que los escritores proporcionan al público. Pero pensaba con toda su alma que el universo no podía tener otro objeto que presentarse finalmente una completa expresión de sí mismo. El mundo, decía, está hecho para desembocar en un hermoso libro… No le encontraba ningún otro sentido, y pensaba que todo tenía que acabar siendo expresado, todos los que expresan, todos los que viven por el incremento de los poderes del lenguaje, trabajan en esa gran obra y ejecutan cada uno una pequeña parte…
Ese libro, Señores míos, pertenece a todas las lenguas.

Brindo por ese hermoso libro.

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