sábado, 29 de agosto de 2020

5 Primera lección del curso de Poética[5] PAUL VALÉRY. TEORÍA POÉTICA Y ESTÉTICA.


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Primera lección del curso de Poética[5]

SEÑOR MINISTRO,
SEÑOR ADMINISTRADOR,
SEÑORAS, SEÑORES,
Es para mí una sensación bastante extraña y muy conmovedora subir a esta silla y comenzar una carrera completamente nueva a la edad en que todo nos aconseja abandonar la acción y renunciar a la empresa.
Les agradezco, Señores Profesores, el honor que me hacen al acogerme entre ustedes y la confianza que han otorgado, en primer lugar, a la proposición que se les ha sometido de instituir una enseñanza que se intitulara Poética, y en segundo a quien se la sometía.
Quizás hayan pensado que determinadas materias que no son propiamente objeto de ciencia, y que no pueden serlo a causa de su naturaleza casi toda interior y de su estrecha dependencia de las personas mismas que se interesan por ella, podían sin embargo, si no ser enseñadas, al menos, ser de algún modo comunicadas como fruto de una experiencia individual, ya de toda una vida, y que, en consecuencia, la edad era una especie de condición que, en ese caso tan particular, se podía justificar.
Mi gratitud se dirige igualmente a mis colegas de la Academia francesa que han tenido a bien unirse a ustedes para presentar mi candidatura.
Agradezco por último al Sr. Ministro de Educación nacional el haber admitido la transformación de esta silla y también haber propuesto al Sr. Presidente de la República el decreto de mi nombramiento.
Señores, tampoco sabría entregarme a la explicación de mi tarea sin testimoniar primero mis sentimientos de reconocimiento, de respeto y de admiración hacia mi ilustre amigo el Sr. Joseph Bédier. No es este el lugar para recordar la gloria y los insignes méritos del sabio y del escritor, honra de las letras francesas, y no les hablaré de su dulce y persuasiva autoridad de administrador. Pero me resulta difícil callar que fue él, Señores Profesores, quien poniéndose de acuerdo con algunos de ustedes, tuvo la idea que hoy se cumple. Él me sedujo al encanto de su Casa, que él estaba a punto de abandonar, y él quien me persuadió de que podría ocupar este asiento al cual nada me permitía aspirar. Por último, fue en alguna conversación con él en la que la rúbrica de esta silla surgió de nuestro intercambio de preguntas y reflexiones.
Mi primera ocupación ha de ser explicar ese nombre de «Poética», que he restituido en un sentido primitivo, que no es el que está al uso. Me ha venido al espíritu y me ha parecido el único adecuado para designar la clase de estudio que me propongo desarrollar en este curso.
Normalmente se escucha este término para toda exposición o recopilación de reglas, de convenciones o de pretextos relativos a la composición de poemas líricos y dramáticos o bien a la construcción de versos. Pero puede parecemos que en ese sentido ha envejecido con la cosa misma, y atribuirle otra función.
Todas las artes admitían, antaño, estar sometidas, cada una según su naturaleza, a ciertas formas o modos obligatorios que se imponían a todas las obras del mismo género, y que podían y debían aprenderse, lo mismo que se hace la sintaxis de una lengua. No se aceptaba que los efectos que puede producir una obra, por poderosos o acertados que fueran, fuesen prueba suficiente para justificar esta obra y asegurarle un valor universal. El hecho no llevaba consigo el derecho. Se había reconocido, muy pronto, que en cada una de las artes existían prácticas a recomendar, observaciones y restricciones favorables para el mayor éxito del objetivo del artista, y que le interesaba conocerlo y respetarlo.
Pero, poco a poco, y por la autoridad de grandes hombres, la idea de una especie de legalidad se introdujo y sustituyó las recomendaciones de origen empírico del comienzo. Se razonó, y el rigor de la regla se produjo. Se expresó en fórmulas concretas, la crítica se armó, y se llegó a esta paradójica consecuencia: que una disciplina de las artes, que oponía a los impulsos del artista dificultades razonadas, conoció un gran y duradero favor a causa de la extrema facilidad que daba para juzgar y clasificar las obras, por simple referencia a un código o a un canon bien definido.
Para aquellos que pensaban producir derivaba otra facilidad de esas reglas formales. Condiciones muy restringidas, e incluso condiciones muy severas, dispensaban al artista de una cantidad de decisiones sumamente delicadas y le descargaban de muchas responsabilidades en materia de forma, al tiempo que en ocasiones incitaban a invenciones a las que una entera libertad nunca le hubiera conducido.
Pero, lo deploremos o nos alegremos, la era de autoridad en las artes ha pasado hace bastante tiempo, y la palabra «Poética» ya sólo despierta la idea de prescripciones molestas y caducas. Y así he creído poder retomarla en un sentido que concierne a la etiología, sin osar sin embargo pronunciarla Poiética, de la que la etimología se sirve cuando habla de funciones hematopoiéticas o galactopoiéticas. Pero, por esto último, la noción tan simple de hacer es la que quería expresar. El hacer, el poiein, del que me quiero ocupar, es aquel que se acaba en alguna obra y que llegaré pronto a limitar a ese género de obras que se ha dado en llamar obras del espíritu. Son aquellas que el espíritu quiere hacerse para su propio uso, empleando para tal fin todos los medios físicos que pueden servirle.
Como el acto simple del que hablaba, toda obra puede o no inducirnos a meditar sobre esta generación, y dar origen o no a una actitud interrogativa más o menos pronunciada, más o menos exigente, que la constituye en problema.
No se impone un estudio de tales características. Podemos juzgarlo vano, e incluso podemos considerar quimérica tal pretensión. Aún más: ciertas mentes encontrarán no sólo vana sino nociva esta búsqueda; e incluso, quizá, tendrían que encontrarla así. Es concebible, por ejemplo, que un poeta pueda legítimamente temer alterar sus virtudes originales, su poder inmediato de producción, con el análisis que haría. Se niega instintivamente a profundizarlas de no ser con el ejercicio de su arte, y a adueñarse más enteramente mediante razón demostrativa. Parece que nuestro acto más simple, nuestro gesto más familiar, no podría realizarse, y que el menor de nuestros poderes nos obstaculizaría, si tuviéramos que hacérnoslo presente a la mente y conocerlo a fondo para hacer uso de él.
Aquiles no puede vencer a la tortuga si piensa en el espacio y en el tiempo.
No obstante, puede suceder por el contrario que esta curiosidad nos inspire un interés tan vivo y que demos una importancia tan eminente a seguirla, que nos veamos arrastrados a considerar con mayor complacencia, e incluso con mayor pasión, la acción que hace que la cosa hecha.
En este punto, Señores, mi tarea debe necesariamente diferenciarse de la que cumple por una parte la Historia de la Literatura y, por otra parte, la Crítica de los textos y de las obras.
La historia de la Literatura busca las circunstancias exteriormente confirmadas en las que las obras se compusieron, se manifestaron y produjeron sus efectos. Nos informa sobre los autores, sobre las vicisitudes de su vida y de su obra, en tanto que cosas visibles y que han dejado huellas que se pueden recuperar, coordinar, interpretar. Recoge las tradiciones y los documentos.
No necesito recordarles la erudición y la originalidad de planteamientos con las que aquí mismo dispensó esta enseñanza su eminente colega Abel Lefranc. Pero el conocimiento de los autores y de su tiempo y el estudio de la sucesión de los fenómenos literarios solamente puede incitamos a conjeturar lo que pudo suceder en lo íntimo de aquellos que hicieron lo necesario para conseguir ser inscritos en los fastos de la Historia de las Letras. Si lo han conseguido ha sido con la ayuda de dos condiciones que siempre podemos considerar independientes: una es, necesariamente, la producción misma de la obra; la otra es la producción de un determinado valor de la obra, por aquellos que han conocido, gustado de la obra producida, que han impuesto su renombre y atendido a la transmisión, la conservación, la vida ulterior.
Acabo de pronunciar las palabras «valor» y «producción». Me detengo un instante.
Si queremos emprender la exploración del dominio del espíritu creador, no hay que tener miedo a mantenerse ante todo en las consideraciones más generales que son las que nos permitirán avanzar sin sentirnos obligados a volver excesivamente sobre nuestros pasos, y nos ofrecerán también el mayor número de analogías, es decir, el mayor número de expresiones aproximadas para la descripción de hechos y de ideas que escapan generalmente por su misma naturaleza a toda tentativa de definición directa. Por ello señalo esta adopción de algunas palabras de la Economía: tal vez me resulte cómodo reunir bajo los únicos nombres de producción y de productor las diversas actividades y los diversos personajes de los que tendremos que ocuparnos, si queremos tratar de lo que tienen en común, sin escoger entre sus diferentes especies. Será igualmente cómodo, antes de especificar que se habla del lector o del auditor o del espectador, fusionar todos esos supuestos de las obras de todos los géneros, bajo el nombre económico de consumidor.
En cuanto a la noción de valor, sabemos que representa en el universo del espíritu un papel de primer orden, comparable al que representa en el mundo económico, aunque el valor espiritual sea mucho más sutil que el económico, ya que está vinculado a necesidades infinitamente más variadas y no enumerables, como lo son las necesidades de la existencia fisiológica.
Si todavía conocemos la /liada y si el oro sigue siendo, después de tantos siglos, un cuerpo (más o menos simple) bastante relevante y generalmente venerado, es que la rareza, la inimitabilidad y algunas otras propiedades distinguen al oro y a la Ilíada, convirtiéndolos en objetos privilegiados, en patrones de valor.
Sin insistir en mi comparación económica, es evidente que la idea de trabajo, las ideas de creación y de acumulación de riqueza, de oferta y de demanda, se presentan muy naturalmente en el campo que nos interesa.
Tanto por su similitud como por sus diferentes aplicaciones, esas nociones de los mismos nombres nos recuerdan que en dos órdenes de hechos, que parecen muy alejados unos de otros, se plantean los problemas de la relación de las personas con su medio social. Además, así como existe una analogía económica, y por los mismos motivos, existe también una analogía política entre los fenómenos de la vida intelectual organizada y los de la vida pública. Existe toda una política del poder intelectual, una política interior (muy interior, se entiende), y una política exterior, siendo ésta de la incumbencia de la Historia literaria, de la que debería ser uno de los principales objetos.
Generalizadas de esta manera, política y economía son nociones que, desde nuestra primera mirada al universo del espíritu, y cuando podríamos esperar considerarlo como un sistema perfectamente aislable durante la fase de formación de las obras, se imponen y parecen profundamente presentes en la mayor parte de esas creaciones, y siempre instantes en la proximidad de esos actos.
En el corazón mismo del pensamiento del sabio o del artista más absorto en su investigación, y que parece el más encerrado en su esfera propia, en un mano a mano con aquello que es más sí mismo y más impersonal, existe no sé qué fuente de presentimiento de las reacciones exteriores que provocará la obra en formación: el hombre está difícilmente solo.
Esta presencia actuante debe suponerse siempre sin miedo al error, pero se compone tan sutilmente con los otros factores de la obra, a veces se disfraza tan bien, que es casi imposible aislarla.
Sabemos no obstante que el verdadero sentido de tal elección o de tal esfuerzo de un creador se encuentra con frecuencia fuera de la creación misma, y resulta de una preocupación más o menos consciente del efecto que se producirá y de sus consecuencias para el productor. Así, durante su trabajo, el espíritu se dirige y vuelve a dirigir incesantemente de él Mismo al Otro, y modifica lo que produce su ser más interior, mediante esa sensación particular del juicio de terceros. Y así, en nuestras reflexiones sobre una obra, podemos tomar una u otra de esas dos actitudes que se excluyen. Si pretendemos proceder con tanto rigor como admite una materia así, debemos obligarnos a separar muy cuidadosamente nuestra investigación de la génesis de una obra de nuestro estudio de la producción de su valor, es decir, de los efectos que puede engendrar aquí o allá, en esta o aquella cabeza, en una u otra época.
Basta, para demostrarlo, observar que lo que podemos verdaderamente saber o creer saber en todos los campos, no es otra cosa que lo que podemos observar o hacer nosotros mismos, y que es imposible reunir en un mismo estado y en una misma consideración, la observación del espíritu que produce la obra y la observación del espíritu que produce algún valor de esta obra. No hay mirada capaz de observar a la vez esas dos funciones; productor y consumidor son dos sistemas esencialmente separados. La obra es para uno el término; para el otro el origen de desarrollos que pueden ser tan ajenos como se quiera, uno al otro.
Hay que deducir que todo juicio que anuncia una relación en tres términos, entre el productor, la obra y el consumidor —y los juicios de ese género no escasean en la crítica— es un juicio ilusorio que no puede cobrar ningún sentido y que la reflexión invalida apenas se aplica. Únicamente podemos considerar la relación de la obra con su productor, o bien la relación de la obra con aquel a quien ella modifica una vez realizada. La acción del primero y la reacción del segundo no pueden confundirse nunca. Las ideas que uno y otro se hacen de la obra son incompatibles.
De ello derivan sorpresas muy frecuentes, algunas de las cuales son favorables. Hay malentendidos creadores. Y hay cantidad de efectos —y de los más poderosos— que exigen la ausencia de toda correspondencia directa entre las dos actividades interesadas. Tal obra, por ejemplo, es el fruto de largos cuidados, y reúne una cantidad de ensayos, repeticiones, eliminaciones y selecciones. Ha exigido meses e incluso años de reflexión, y puede también suponer la experiencia y las adquisiciones de toda una vida. Ahora bien, el efecto de esta obra se declarará en unos instantes. Una ojeada bastará para apreciar un monumento considerable, para experimentar el choque. En dos horas, todos los cálculos del poeta trágico, todo el trabajo dedicado a ordenar su pieza y a formar uno a uno cada verso; o bien todas las combinaciones de armonía y de orquesta que ha construido el compositor; o todas las meditaciones del filósofo y los años durante los cuales ha retrasado, retenido sus pensamientos, esperando percibir y aceptar el ordenamiento definitivo, todos esos actos de fe, todos esos actos de elección, todas esas transacciones mentales llegan por fin, en el estado de obra acabada, a golpear, sorprender, deslumbrar o desconcertar la mente del Otro, bruscamente sometido a la excitación de esta carga enorme de trabajo intelectual. Es una acción de desmesura.
Se puede (muy burdamente, se entiende) comparar este efecto al de la caída en unos segundos de una masa que se hubiera subido, fragmento a fragmento, a lo alto de una torre sin tomar en cuenta el tiempo ni el número de viajes.
Se obtiene así la impresión de una potencia sobrehumana. Pero el efecto, ustedes lo saben, no siempre se produce; sucede, en esta mecánica intelectual, que a veces la torre es demasiado alta, la masa demasiado grande y el resultado observable nulo o negativo.
Supongamos, por el contrario, que se produce el gran efecto. Las personas que lo han experimentado, y que se han sentido como abrumadas por la potencia, por las perfecciones, por el número de aciertos, las bellas sorpresas acumuladas, no pueden, ni deben, imaginarse todo el trabajo interno, las posibilidades desgranadas, las largas deducciones de elementos favorables, los razonamientos delicados cuyas conclusiones adquieren el aspecto de adivinaciones, en una palabra, la cantidad de vida interior tratada por el alquimista del espíritu productor o escogido en el caos mental por un demonio tipo Maxwell; y esas personas se ven así llevadas a imaginar un ser con inmensos poderes, capaz de crear esos prodigios sin otro efecto que el necesario para emitir lo que sea.
Lo que entonces nos produce la obra es inconmensurable con nuestras propias facultades de producción instantánea. Además, ciertos elementos de la obra que han llegado al autor por algún azar favorable, se le atribuirán a una virtud singular de su mente. Así es como el consumidor se convierte a su vez en productor: productor, primero, del valor de la obra y después, en virtud de una aplicación inmediata del principio de causalidad (que no es en el fondo sino una expresión ingenua de uno de los modos de producción del espíritu), se convierte en productor del valor del ser imaginario que ha hecho lo que admira.
Quizá, si los grandes hombres fueran tan conscientes como grandes, no habría grandes hombres por sí mismos.
De esta manera, y es a lo que quería llegar, este ejemplo, aunque muy particular, nos hace comprender que la independencia o la ignorancia recíproca de los pensamientos y de las condiciones del productor y del consumidor es casi esencial a efectos de las obras. El secreto y la sorpresa que los tácticos recomiendan a menudo en sus escritos están en este caso naturalmente asegurados.
En resumen, cuando hablamos de obras del espíritu, entendemos, o bien el término de determinada actividad, o bien el origen de otra determinada actividad y eso supone dos órdenes de modificaciones incomunicables en los que cada una nos pide una acomodación especial incompatible con la otra.
Queda la obra misma, en tanto que cosa sensible. Se trata de una tercera consideración, bien diferente de las otras dos.
Miramos entonces la obra como un objeto, puramente objeto, es decir, sin ponerle nada de nosotros mismos salvo lo que se puede aplicar indistintamente a todos los objetos: actitud que se define bastante por la ausencia de toda producción de valor.
¿Qué podemos sobre este objeto que, esta vez, nada puede sobre nosotros? Pero nosotros podemos sobre él. Podemos medirlo según su naturaleza, espacial o temporal, contar las palabras de un texto o las sílabas de un verso; constatar que tal libro ha aparecido en tal época; que tal composición de un cuadro es una copia de tal otra; que hay un hemistiquio en Lamartine que existe en Thomas, y que tal página de Víctor Hugo pertenece desde 1645 a un oscuro Padre François. Podemos poner de manifiesto que tal razonamiento es un paralogismo; que ese soneto es incorrecto; que el dibujo de ese brazo es un desafío a la anatomía, y tal empleo de las palabras, insólito. Todo ello es el resultado de operaciones que pueden asimilarse a operaciones puramente materiales, porque corresponden a maneras de superposición de la obra, o fragmentos de la obra, a algún modelo.
Este tratamiento de las obras del espíritu no las distingue de todas las obras posibles, las sitúa y las retiene en la categoría de las cosas y les impone una existencia definible. Este es el punto a retener:
Todo aquello que podemos definir se distingue de inmediato del espíritu productor y se opone. El espíritu hace al mismo tiempo de esto el equivalente de una materia sobre la cual puede operar o de un instrumento mediante el que operar.
El espíritu sitúa fuera de su alcance aquello que ha definido bien, y es en lo que demuestra que se conoce y que no se fía más que de aquello que no es él.
Estas distinciones que acabo de proponerles en la noción de obra, y que la dividen, no por búsqueda de sutileza, sino por la referencia más fácil a las observaciones inmediatas, tienden a poner en evidencia la idea que me servirá para introducir mi análisis de la producción de las obras del espíritu.
Todo lo que he dicho hasta aquí se encierra en estas pocas palabras: la obra del espíritu sólo existe en acto. Fuera de este acto, lo que permanece no es más que un objeto que no ofrece ninguna relación particular con el espíritu. Transporten la estatua que admiran a un pueblo suficientemente diferente del nuestro: sólo es una piedra insignificante. Un Partenón no es más que una pequeña cantera de mármol. Y cuando un texto de poeta se utiliza como recopilación de dificultades gramaticales o ejemplos, deja inmediatamente de ser una obra del espíritu, puesto que el uso que se hace es enteramente ajeno a las condiciones de su generación, y por otra parte se le rehúsa el valor de consumación que da un valor a esta obra.
Un poema sobre el papel es solamente una escritura sometida a todo aquello que se puede hacer de una escritura. Pero entre todas sus posibilidades, hay una, y solamente una, que coloca por fin el texto en las condiciones en las que adquirirá fuerza y forma de acción. Un poema es un discurso que exige y que causa una relación continua entre la voz que es y la voz que viene y que debe venir. Y esta voz debe ser tal que se imponga, que excite el estado afectivo en el que el texto sea la única expresión verbal. Quiten la voz, y la voz precisa, todo se hace arbitrario. El poema se convierte en una sucesión de signos que sólo tienen relación para estar materialmente indicados unos después de otros.
Por esos motivos, no dejaré de condenar la detestable práctica consistente en abusar de las obras mejor hechas para crear, y para desarrollar el sentimiento de la poesía en los jóvenes, para tratar los poemas como cosas, para cortarlos como si la composición no fuera nada, para sufrir, si no exigir, que sean recitados de la forma que sabemos, empleados como pruebas de memoria o de ortografía; en una palabra, para hacer abstracción de lo esencial de esas obras, de lo que hace que sean lo que son, y no otras, y que les aporta su virtud propia y su necesidad.
La ejecución del poema es el poema. Fuera de ella, esas sucesiones de palabras curiosamente reunidas son fabricaciones inexplicables.
Las obras del espíritu, poemas u otras, se refieren únicamente a aquello que dio origen a lo que les dio origen, y absolutamente a nada más. Sin duda pueden plantearse divergencias entre las impresiones y las significaciones o mejor entre las resonancias que provoca, en una y otra, la acción de la obra. Pero he aquí que esta observación banal ha de adquirir, con la reflexión, una importancia de primera magnitud: esta posible diversidad de los efectos legítimos de una obra, es la marca misma del espíritu. Corresponde, además, a la pluralidad de las vías que se han ofrecido al autor durante su trabajo de producción. Y es que todo acto del espíritu mismo está siempre acompañado de cierta atmósfera de indeterminación más o menos sensible.
Me excuso por esta expresión. No encuentro otra mejor.
Situémonos en el estado al que nos transporta una obra, de esas que nos obligan a desearlas tanto más cuanto más las poseemos, o cuanto más nos poseen. Nos encontramos entonces divididos entre sentimientos nacientes en los que la alternancia y el contraste son relevantes. Sentimos, por una parte, que la obra que actúa sobre nosotros nos agrada tanto que no podemos concebirla diferente. Incluso en ciertos casos de suprema satisfacción, sentimos que nos transformamos de una manera profunda, para convertimos en aquel cuya sensibilidad es capaz de tal plenitud de delicia y de comprensión inmediata. Pero sentimos no menos fuertemente, y por un sentimiento muy distinto, que el fenómeno que causa y desarrolla en nosotros ese estado, que nos inflige la potencia, habría podido no ser, e incluso, habría debido no ser, y se clasifica en lo improbable.
En tanto que nuestro goce o nuestra alegría es fuerte, fuerte como un hecho, la existencia y la formación del medio, de la obra generadora, de nuestra sensación, nos parecen accidentales. Esta existencia se nos presenta como el efecto de un azar extraordinario, de un don suntuoso de la fortuna, y es en lo que (no olvidemos fijarnos en ello) se descubre una analogía particular entre este efecto de una obra de arte y el de ciertos aspectos de la naturaleza: accidente geológico, o combinaciones pasajeras de luz y de vapor en el cielo de la tarde.
En ocasiones, no podemos imaginar que un determinado hombre como nosotros sea el autor de un bien tan extraordinario, y la gloria que le concedemos es la expresión de nuestra impotencia.
Pero cualquiera que sea el pormenor de esos juegos o de esos dramas que tienen lugar en el productor, todo debe acabarse en la obra visible, y encontrar por ese mismo hecho una determinación final absoluta. Este fin es el resultado de una sucesión de modificaciones interiores tan desordenadas como se quiera, pero que deben necesariamente resolverse en el momento en que la mano actúa, en un mandato único, acertado o no. Ahora bien, esta mano, esta acción exterior, resuelve necesariamente bien o mal el estado de indeterminación al que yo aludía. La mente que produce parece por otra parte buscar el imprimir a su obra caracteres completamente opuestos a los suyos propios. Parece huir en una obra la inestabilidad, la incoherencia, la inconsecuencia que se reconoce y que constituyen su régimen más frecuente. Y por lo tanto, actúa contra las intervenciones en todos los sentidos y de todas las clases que tiene que sufrir a cada instante. Suprime la variedad infinita de los incidentes, desecha cualquier sustitución de imágenes, de sensaciones, de impulsiones y de ideas que atraviesan las otras ideas. Lucha contra lo que está obligado a admitir, a producir o a emitir, y, en suma, contra su naturaleza y su actividad accidental e instantánea.
Durante su meditación, zumba alrededor de su propio punto de referencia. Todo le sirve para distraerse. San Bernardo observaba: «Odoratus impedit cogitationem». Hasta en la cabeza más sólida la contradicción es la regla; la consecuencia correcta es la excepción. Y esta corrección misma es un artificio de lógico, artificio que consiste, como todos los que inventa el espíritu contra sí mismo, en materializar los elementos de pensamiento, lo que llama los «conceptos», bajo forma de círculos o de campos, en dar una duración independiente de las vicisitudes del espíritu a esos objetos intelectuales, pues, después de todo, la lógica no es sino una especulación sobre la permanencia de las notaciones.
Pero he aquí una circunstancia sorprendente: esta dispersión, siempre inminente, es importante y concurre a la producción de la obra casi tanto como la concentración misma. El espíritu en acción, que lucha contra su movilidad, contra su inquietud constitucional y su diversidad propia, contra la disipación o la degradación natural de toda actitud especializada, encuentra, por otra parte, en esa misma condición, recursos incomparables. La inestabilidad, la incoherencia, la inconsecuencia de las que hablaba, que suponen molestias y límites en su empresa de construcción o de composición bien ordenada, son igualmente tesoros de posibilidades cuya riqueza presiente en la cercanía del momento mismo en que se consulta. Estas son reservas de las que puede esperar todo, razones para esperar que la solución, la señal, la imagen, la palabra que le falta están más cerca de lo que le parece. Siempre puede presentir en su penumbra, la verdad o la decisión buscada, que sabe están a merced de una nadería, de esa misma perturbación insignificante que parecía distraerle y alejarle indefinidamente.
A veces aquello que deseamos ver aparecer en nuestro pensamiento (hasta un simple recuerdo), nos es como un objeto precioso que sujetaríamos y palparíamos a través de un paño que lo envuelve y lo oculta a nuestros ojos. Está, y no nos pertenece. Y el menor incidente lo revela. A veces invocamos lo que debería ser, habiéndolo definido por condiciones. Lo solicitamos, detenidos ante no sé qué conjunto de elementos que nos resultan igualmente inminentes, y de los que todavía ninguno se separa para satisfacer nuestra exigencia. Imploramos de nuestro espíritu una manifestación de desigualdad. Nos presentamos nuestro deseo lo mismo que oponemos un imán a la confusión de un polvo compuesto, en el que de repente se distingue un grano de hierro. Parece que en este orden de las cosas mentales haya algunas relaciones misteriosas entre el deseo y el acontecimiento. No quiero decir que el deseo del espíritu cree una especie de campo, bastante más complejo que un campo magnético y que tenga el poder de atraer al espíritu a lo que nos conviene. Esta imagen es únicamente una manera de expresar un hecho observado, sobre el que volveré más adelante. Pero, sean cuales fueren la nitidez, la evidencia, la fuerza o la belleza del acontecimiento espiritual que termina nuestra espera, que acaba nuestro pensamiento o hace desaparecer nuestra duda, nada es irrevocable todavía. El instante siguiente tiene aquí poder absoluto sobre el producto del instante precedente. Es que el espíritu reducido a su única sustancia no dispone de finitud y es del todo imposible que se enlace a sí mismo.
Cuando decimos que nuestra opinión sobre tal cosa es definitiva, lo decimos para hacer que lo sea: recurrimos a los otros. El sonido de nuestra voz nos cerciora mucho más que ese firme propósito interior que ella pretende en voz bien alta que nos formemos. Cuando consideramos que hemos acabado algún pensamiento, nunca nos sentimos seguros de que podremos volver a empezar sin completar o estropear lo que hemos detenido. Razón por la cual la vida del espíritu se divide contra sí misma tan pronto como se aplica a una obra. Toda obra exige acciones voluntarias (aunque incluya cantidad de constituyentes en los cuales lo que llamamos voluntad no participe). Pero nuestra voluntad, nuestro poder expresado, cuando intenta volverse hacia nuestro espíritu mismo, y hacerse obedecer, se reducen siempre a una simple interrupción, al mantenimiento o bien la renovación de algunas condiciones.
En efecto, sólo podemos actuar directamente sobre la libertad del sistema de nuestro espíritu. Rebajamos el grado de esta libertad, pero en cuanto al resto, quiero decir en cuanto a las modificaciones y a las sustituciones que esta coacción hace posibles, esperamos simplemente que lo que deseamos se produzca, pues solamente podemos esperarlo. No tenemos ningún medio para alcanzar en nosotros lo que esperamos obtener.
Pues esta exactitud, ese resultado que esperamos y nuestro deseo, son de la misma sustancia mental y quizá se molestan el uno al otro por su actividad simultánea. Sabemos que con bastante frecuencia sucede que la solución deseada nos llega tras un tiempo de desinterés del problema, y como recompensa de la libertad dada a nuestro espíritu.
Esto que acabo de decir y que se aplica más especialmente al productor, es también cierto en el consumidor de la obra. En éste, la producción de valor, que será, por ejemplo, la comprehensión, el interés excitado, el esfuerzo que gastará para una posesión más entera de la obra, daría lugar a observaciones análogas.
Me encadene a la página que debo escribir o a la que quiero oír, en ambos casos entro en una fase de mínima libertad. Pero en ambos casos, esta restricción de mi libertad puede presentarse bajo dos modos opuestos. Unas veces mi propia tarea me incita a proseguirla, y, lejos de sentirla como una molestia, como un desvío del curso natural de mi espíritu, me dedico, y adelanto con tanta vida por la vía que se traza mi propósito que la sensación de fatiga disminuye, hasta el momento en que repentinamente obnubila verdaderamente el pensamiento, y enturbia el juego de las ideas para reconstituir el desorden de los intercambios normales a corto plazo, el estado de indiferencia dispersa y reposante.
Otras veces, la coacción está en primer plano, mantener la dirección es cada vez más penoso, el trabajo se hace más sensible que su efecto, el medio se opone al fin, y la tensión del espíritu ha de ser alimentada por recursos cada vez más precarios y cada vez más ajenos al objeto ideal del cual hay que mantener la potencia y la acción, al precio de un cansancio rápidamente insoportable. Ese es un gran contraste entre dos aplicaciones de nuestro espíritu. Va a servirme para mostrarles que el cuidado que he puesto en especificar que sólo había que considerar las obras en acto o bien de producción o bien de consumación, no tenía nada que no fuera conforme a lo que podemos observar; mientras que, por otra parte, nos procura el medio de hacer una distinción muy importante entre las obras del espíritu.
Entre esas obras, el uso ha creado una categoría llamada de las obras de arte. No es demasiado fácil precisar ese término, si es que hay necesidad de precisarlo. En primer lugar, en la producción de las obras no distingo nada que me obligue nítidamente a crear una categoría de la obra de arte. Encuentro un poco por todas partes, en los espíritus, atención, tanteos, inesperada claridad y noches oscuras, improvisaciones y ensayos, o recuperaciones muy apresuradas. En todos los hogares del espíritu hay fuego y cenizas, prudencia e imprudencia; método y su contrario, el azar bajo mil formas. Artistas y sabios, todos se identifican en el detalle de esta extraña vida del pensamiento. Puede decirse que a cada instante la diferencia funcional de los espíritus trabajando es indiscernible. Pero si dirigimos la mirada sobre los efectos de las obras hechas, descubrimos en algunas una particularidad que las agrupa y que las opone a todas las demás. Determinada obra que habíamos puesto aparte, se divide en partes enteras, de las que cada una tiene con qué crear un deseo y con qué satisfacerlo. La obra nos ofrece en cada una de sus partes el alimento y el excitante a la vez. Despierta continuamente en nosotros una sed y una fuente. En recompensa de lo que le cedemos de nuestra libertad, nos da el amor de la cautividad que nos impone y el sentimiento de una especie deliciosa de conocimiento inmediato; y todo ello, gastando, para gran contento nuestro, nuestra propia energía que ella evoca de un modo tan conforme al rendimiento más favorable de nuestros recursos orgánicos, que la sensación del esfuerzo se hace en sí misma embriagadora, y nos sentimos posesores para ser magníficamente poseídos.
Entonces, cuanto más damos, más queremos dar, creyendo recibir. La ilusión de actuar, de expresar, de descubrir, de comprender, de resolver, de vencer, nos anima.
Todos esos efectos, que en ocasiones llegan al prodigio, son instantáneos, como todo aquello que dispone de sensibilidad; atacan de la forma más rápida los puntos estratégicos que dominan nuestra vida afectiva, mediante ella fuerzan nuestra disponibilidad intelectual, aceleran, suspenden, e incluso regulan las diversas funciones, cuyo acuerdo o desacuerdo nos da por fin todas las modulaciones de la sensación de vivir, desde la calma chicha a la tempestad.
El simple timbre del violoncelo ejerce sobre muchas personas un auténtico dominio visceral. Hay palabras cuya frecuencia, en un autor, nos revela que en él están muy distintamente dotadas de resonancia, y, por consiguiente, de potencia positivamente creadora, de lo que generalmente lo están. Ahí tenemos un ejemplo de esas evaluaciones personales, de esos grandes valores-para-uno-solo, que desde luego representan un muy buen papel en una producción del espíritu en la que la singularidad es un elemento de primera importancia.
Estas consideraciones nos servirán para ilustrar un poco la constitución de la poesía, que es bastante misteriosa. Es extraño que uno se afane en formar un discurso que debe observar condiciones simultáneas perfectamente heteróclitas: musicales, racionales, significativas, sugestivas, y que exigen una relación continuada o mantenida entre un ritmo y una sintaxis, entre el sonido y el sentido.
Estas partes no tienen relaciones concebibles entre sí. Hemos de dar la ilusión de su profunda intimidad.
¿Para qué todo esto? La observancia de los ritmos, de las rimas, de la melodía verbal entorpece los movimientos directos de mi pensamiento, y resulta que yo ya no puedo decir lo que quiero… ¿Pero qué es lo que quiero? He ahí la cuestión.
Llegamos a la conclusión de que hay que querer lo que se debe querer para que el pensamiento, el lenguaje y sus convenciones, que están tomados de la vida exterior, el ritmo y los acentos de la voz que son directamente cosas del ser, concuerden, y ese acuerdo exige sacrificios recíprocos siendo el más notable aquel que debe consentir el pensamiento.
Algún día explicaré cómo se marca esta alteración en el lenguaje de los poetas y que hay un lenguaje poético en el que las palabras ya no son las palabras del uso práctico y libre. Ya no se asocian según las mismas atracciones, están cargadas de dos valores que participan simultáneamente y de importancia equivalente: su sonido y su efecto psíquico instantáneo. Entonces hacen pensar en esos nombres complejos de los geómetras, y el acoplamiento de la variable fonética con la variable semántica engendra problemas de prolongación y de convergencia que los poetas resuelven con los ojos vendados, pero lo resuelven (y eso es lo esencial), de vez en cuando… De Vez en Cuando, ¡he ahí la clave! He ahí la incertidumbre, he ahí la desigualdad de los momentos y de los individuos. Ese es nuestro hecho principal. Habrá que volver largamente sobre ello, pues todo el arte, poético o no, consiste en defenderse de esta desigualdad del momento.
Todo lo que acabo de esbozar en este examen sumario de la noción general de la obra debe conducirme a indicar por fin mi punto de partida con vistas a explorar el inmenso dominio de la producción de las obras del espíritu. En unos instantes, hemos intentado, darles una idea de la complejidad de estas cuestiones, en las que podemos decir que todo interviene a un tiempo, y en las cuales se combina lo más profundo que hay en el hombre con cantidad de factores exteriores.
Todo ello se resume en esta fórmula: en la producción de la obra, la acción llega con el contacto de lo indefinible.
Una acción voluntaria que, en cada una de las artes, está muy formada, que puede exigir un largo trabajo, las atenciones más abstractas, los conocimientos más precisos, viene a adaptarse en la operación del arte a un estado del ser que es del todo irreductible en sí, a una expresión finita, que no se corresponde a ningún objeto localizable, que podamos determinar y alcanzar mediante un sistema de actos uniformemente determinados; y esto acabando en esta obra, cuyo efecto debe ser reconstituir en alguien un estado análogo; no digo parecido (pues nunca sabremos nada), sino análogo al estado inicial del productor.
Así, por una parte, tenemos lo indefinible, por otra, una acción necesariamente finita; por una parte un estado, en ocasiones una sola sensación productora de valor y de impulso, estado cuyo único carácter es el de no corresponder a ningún término finito de nuestra experiencia; por otra, el acto, es decir la determinación esencial, pues un acto es una escapatoria milagrosa fuera del mundo cerrado de lo posible y una introducción en el universo del hecho; y este acto, frecuentemente producido contra el espíritu, con todas sus precisiones; salido de lo inestable, como Minerva completamente armada producida por el espíritu de Júpiter, ¡vieja imagen todavía llena de sentido!
Al artista le sucede, en efecto —es el caso más favorable—, que el propio movimiento interno de producción le da, a la vez e indistintamente, el impulso, el fin exterior inmediato y los medios o los dispositivos técnicos de la acción. Por lo general se establece un régimen de ejecución durante el cual hay un intercambio más o menos vivo entre las exigencias, los conocimientos, las intenciones, los medios, todo lo mental y lo instrumental, todos los elementos de acción de una acción en la que el excitante no está situado en el mundo en el que están situados los fines de la acción ordinaria, y por consiguiente no puede dar pie a una previsión que determine la fórmula de los actos que deben realizarse para alcanzarlo con toda seguridad.
Y, por último, al representarme este hecho tan notable (aunque, me parece, tan poco notado), la ejecución de un acto, como fin, desenlace, determinación final de un estado que es inexpresable en términos finitos (es decir, que anula exactamente la sensación causa) fue cuando tomé la resolución de aceptar por forma general de ese curso el tipo más general posible de la acción humana. Pensé que era indispensable establecer una línea simple, una especie de vía geodésica a través de las observaciones y de las ideas de una materia innumerable, sabiendo que en un estudio que no ha sido, que yo sepa, abordado hasta ahora en su conjunto, es ilusorio buscar un orden intrínseco, un desarrollo sin repetición que permita enumerar los problemas según el progreso de una variable, pues esa variable no existe.

Cuando el espíritu está en juego, todo está en juego; todo es desorden, y toda reacción contra el desorden es de la misma especie que éste. Y es que ese desorden es también la condición de su fecundidad: contiene la promesa, pues esa fecundidad depende de lo inesperado antes que de lo esperado, y antes que de lo que ignoramos, y porque lo ignoramos, de aquello que sabemos. ¿Cómo podría ser de otra manera? El campo • que intento recorrer es ilimitado, pero todo se reduce a las proporciones humanas tan pronto como tenemos cuidado de atenernos a nuestra propia experiencia, a las observaciones que nosotros mismos hemos hecho, a los medios experimentados. Me esfuerzo por no olvidar nunca que cada uno es la medida de las cosas.

viernes, 28 de agosto de 2020

Fragmento. Del asesinato considerado como una de las bellas artes. Thomas De Quincey.


"Pero, por otra parte, la tendencia a una valoración critica o estética de incendios y asesinatos es universal. Si por lo que sea somos testigos del espectáculo de un gran incendio, es indudable que nuestro primer impulso nos llevará a ayudar a apagarlo. Pero ese campo de ejercicio es muy limitado, y pronto se ve ocupado por los profesionales, entrenados y equipados para realizar ese trabajo. En el caso del incendio de una propiedad privada, la compasión por la calamidad que le ha ocurrido al vecino es lo que, en un principio, nos impide tratar el asunto como un espectáculo escénico. Pero quizá el fuego quede confinado a edificios públicos. En cualquier caso, después de haber pagado nuestro tributo lamentándonos por lo sucedido, considerado una calamidad, inevitablemente, y sin restricción de ninguna clase, pasamos a considerarlo Como un espectáculo escénico. Exclamaciones Como «¡formidable!, ¡magnifico!», surgen de la multitud arrebatada por el cuadro. Por ejemplo, cuando Drury Lane ardió hasta los cimientos en el primer decenio de este siglo, la caída del tejado fue anunciada por el ficticio suicidio del Apolo protector que dominaba y coronaba el centro de ese tejado[125]. El dios estaba inmóvil con su lira y parecía mirar hacia abajo, hacia las llamas que tan rápidamente se aproximaban a él. De repente cedieron las vigas que lo sostenían, la estatua pareció emerger entre unas Convulsivas lenguas de fuego; y entonces, como impulsada por la desesperación, la deidad dominante no pareció caer, sino arrojarse ella misma al fiero mar de fuego, pues cayo de cabeza y, con todos los respetos, su caída tenia el aire de ser un acto voluntario. ¿Que sucedió después? Desde todos los puentes sobre el río y desde las zonas abiertas desde las que se vela el espectáculo, se elevo un sostenido grito de admiración y simpatía".

Poesía y pensamiento abstracto[4]. PAUL VALÉRY. TEORÍA POÉTICA Y ESTÉTICA.



 4

Poesía y pensamiento abstracto[4]

Con frecuencia se opone la idea de Poesía a la de Pensamiento, en particular de «Pensamiento abstracto», Se dice «Poesía y Pensamiento abstracto» como se dice el Bien y el Mal, el Vicio y la Virtud, lo Caliente y lo Frío. La mayoría cree, sin otra reflexión, que los análisis y el trabajo del intelecto, los esfuerzos de voluntad y de precisión en los que compromete al espíritu, no concuerdan con esa ingenuidad de origen, esa superabundancia de expresiones, esa gracia y esa fantasía que distinguen a la poesía, y que hacen reconocerla desde sus primeras palabras. Si se encuentra profundidad en un poeta, tal profundidad parece de una naturaleza muy distinta a la de un filósofo o un sabio. Algunos llegan a pensar que incluso la meditación sobre su arte, el rigor del razonamiento aplicado a la cultura de las rosas, sólo pueden perder a un poeta, puesto que el principal y más encantador objeto de su deseo ha de ser el de comunicar la impresión de un estado naciente (y felizmente naciente) de emoción creadora, que, mediante la virtud de la sorpresa y del placer, pueda sustraer indefinidamente el poema a toda reflexión crítica ulterior.
Es posible que esta opinión contenga una parte de verdad, aunque su simplicidad me haga sospechar que es de origen escolar. Tengo la impresión de que hemos aprendido y adoptado esta antítesis antes de toda reflexión, y que la encontramos asentada en nosotros, en el estado de contraste verbal, como si representara una relación neta y real entre dos nociones bien definidas. Hay que reconocer que el personaje siempre acuciado por terminar que llamamos nuestro espíritu siente debilidad por las simplificaciones de esa clase, que le dan todas las facilidades para formar una gran cantidad de combinaciones y de juicios, para desplegar su lógica y para desarrollar sus recursos teóricos, en resumen, para cumplir con su oficio de espíritu tan brillantemente como sea posible.
Sin embargo, ese contraste clásico, y como cristalizado por el lenguaje, siempre me ha parecido demasiado brutal, al mismo tiempo que demasiado cómodo, para no incitarme a examinar más de cerca las cosas mismas.
Poesía, Pensamiento abstracto. Se dice rápido, y enseguida creemos haber dicho algo lo bastante claro y lo suficientemente preciso para avanzar sin reparos, sin necesidad de volver sobre nuestras experiencias, para construir una teoría o establecer una discusión, eh la que esta oposición, tan seductora por su simplicidad, será el pretexto, el argumento y la sustancia. Podremos incluso edificar toda una metafísica —o al menos una «psicología»— sobre esta base y elaborar un sistema de la vida mental, del conocimiento, de la invención y de la producción de las obras del espíritu, que necesariamente deberá encontrar como consecuencia la misma disonancia lógica que le ha servido de germen…
En cuanto a mí, tengo la extraña y peligrosa manía de querer, en cualquier materia, comenzar por el principio (es decir, por mi principio individual), lo que equivale a recomenzar, a rehacer todo un camino, como si tantos otros no lo hubieran trazado y recorrido ya…
Este camino es el que nos ofrece o el que nos impone el lenguaje.
En todo tema, y antes de todo examen de fondo, considero el lenguaje; tengo la costumbre de proceder a la manera de los cirujanos que primero purifican sus manos y preparan el campo operatorio. Es lo que llamo la limpieza de la situación verbal. Perdónenme esta expresión que asimila las palabras y las formas del discurso a las manos y a los instrumentos de un operador.
Pretendo que hay que ponerse en guardia ante los primeros contactos de un problema con nuestro espíritu. Hay que ponerse en guardia ante las primeras palabras que pronuncian una pregunta en nuestro espíritu. Una pregunta nueva primero está en estado de infancia en nosotros; balbucea: no encuentra más que términos extraños, completamente cargados de valores y de asociaciones accidentales; está obligada a tomarlos. Pero con ello altera insensiblemente nuestra verdadera necesidad. Renunciamos sin saberlo a nuestro problema original, y finalmente creeríamos haber elegido una opinión completamente nuestra, olvidando que esa elección sólo se ha ejercido sobre una colección de opiniones que es la obra, más o menos ciega, del resto de los hombres y del azar. Así sucede con los programas de los partidos políticos, en los que ninguno es (ni puede ser) el que respondería exactamente a nuestra sensibilidad y a nuestros intereses. Si elegimos uno, nos convertimos poco a poco en el hombre que hace falta a ese programa y a ese partido.
Las cuestiones de filosofía y de estética están tan ricamente oscurecidas por la cantidad, la diversidad, la antigüedad de las investigaciones, las disputas, las soluciones dadas en el recinto de un vocabulario muy restringido, en el que cada autor explota las palabras según sus tendencias, que el conjunto de esos trabajos me produce la impresión de un barrio, especialmente reservado a los espíritus profundos, en los Infiernos de los antiguos. Allí hay Danaidas, Ixiones, Sísifos que trabajan eternamente para llenar toneles sin fondo, para remontar la roca derrumbada, es decir, para redefinir la misma docena de palabras cuyas combinaciones constituyen el tesoro del Conocimiento Especulativo.
Permítanme añadir una última observación y una imagen a estas consideraciones preliminares. Esta es la observación: habrán observado sin duda este hecho curioso, que determinada palabra, que es perfectamente clara cuando la utilizan en el lenguaje corriente, y que no da lugar a ninguna dificultad cuando está enganchada en el tren rápido de una frase ordinaria, se convierte en mágicamente embarazosa, introduce una resistencia extraña, desbarata todos los esfuerzos de definición tan pronto como la retiran de la circulación para examinarla aparte y le buscan un sentido después de haberla sustraído a su función momentánea. Es casi cómico preguntarse qué significa exactamente un término que se utiliza a cada instante con plena satisfacción. Por ejemplo: cojo al vuelo la palabra Tiempo. Esa palabra era absolutamente límpida, precisa, honesta y fiel en su oficio, mientras representaba su parte en una conversación y era pronunciada por alguien que quería decir algo. Pero aquí está completamente sola, cogida por las alas. Se venga. Nos hace creer que tiene más sentidos que funciones. No era más que un medio, y hela aquí convertida en fin, convertida en el objeto de un horroroso deseo filosófico. Pasa a ser enigma, abismo, tormento del pensamiento…
Lo mismo sucede con la palabra Vida, y con todas las demás.
Este fenómeno fácilmente observable ha adquirido para mí un gran valor crítico. He elaborado además una imagen que me representa bastante bien esta extraña condición de nuestro material verbal.
Cada palabra, cada una de las palabras que nos permiten franquear tan rápidamente el espacio de un pensamiento, y seguir el impulso de la idea que se construye ella misma su expresión, me parece una de esas planchas ligeras que se arrojan sobre una zanja o sobre una grieta de montaña, y que soportan el paso del hombre en rápido movimiento. Pero que pase sin pesar, que pase sin detenerse —y sobre todo, ¡que no se divierta bailando sobre la delgada plancha para probar su resistencia!…—. El frágil puente enseguida bascula o se rompe, y todo se va a las profundidades. Consulten su experiencia, y encontrarán que no comprendemos a los otros, y que no nos comprendemos a nosotros mismos si no es gracias a la velocidad de nuestro paso sobre las palabras. No hay que insistir sobre ellas, a riesgo de ver el discurso más claro descomponerse en enigmas, en ilusiones más o menos cultas.
Pero ¿cómo hacer para pensar —quiero decir: para repensar, para profundizar lo que parece merecer que se profundice— si consideramos el lenguaje esencialmente provisorio, como es provisorio el billete de banco o el cheque, en el que lo que llamamos el «valor» exige el olvido de su verdadera naturaleza, que es la de un trozo de papel generalmente sucio? Ese papel ha pasado por tantas manos… Pero las palabras han pasado por tantas bocas, por tantas frases, por tantos usos y abusos que las precauciones más exquisitas se imponen para evitar una confusión demasiado grande en nuestras mentes, entre lo que pensamos y tratamos de pensar, y lo que el diccionario, los autores y, por lo demás, todo el género humano, desde los orígenes del lenguaje, quieren que pensemos…
Evitaré por lo tanto fiarme de lo que esos términos de Poesía y de Pensamiento abstracto me sugieren, apenas pronunciados. Pero me volveré hacia mí mismo. Buscaré mis auténticas dificultades y mis observaciones reales de mis verdaderos estados; encontraré mi racional y mi irracional; veré si la oposición alegada existe, y cómo existe en estado vivo. Confieso que tengo la costumbre de distinguir en los problemas del espíritu aquellos que yo habría inventado y que expresan una necesidad que realmente siente mi pensamiento, y los otros, que son los problemas de otro. Entre estos hay más de uno (pongamos 40 por ciento) que me parecen no existir, no ser sino apariencias de problemas: yo no los siento. Y en cuanto al resto, hay más de uno que me parece mal enunciado… No digo que tenga razón. Digo que veo en mí lo que pasa cuando intento reemplazar las fórmulas verbales por valores y significaciones no verbales, que sean independientes del lenguaje adoptado. Encuentro impulsiones e imágenes ingenuas, productos brutos de mis necesidades y de mis experiencias personales. Es mi propia vida la que se sorprende, y es ella, si puede, la que debe darme mis respuestas, pues solo en las reacciones de nuestra vida puede residir toda la fuerza, y casi la necesidad, de nuestra verdad. El pensamiento que emana de esta vida no se sirve nunca con ella misma de ciertas palabras, que solamente le parecen buenas para el uso exterior: ni de algunas otras, de las que no ve el fondo, y que solamente pueden engañarla sobre su poder y su valor reales.
Así pues he observado en mí mismo tales estados que puedo llamar Poéticos, puesto que algunos de ellos han acabado finalmente en poemas. Se han producido sin causa aparente, a partir de un accidente cualquiera; se han desarrollado de acuerdo con su naturaleza, y de ese modo, me he encontrado durante algún tiempo separado de mi régimen mental más frecuente. Después he vuelto a ese régimen de intercambios ordinarios entre mi vida y mis pensamientos, una vez concluido mi ciclo. Pero había sucedido que se había hecho un poema, y que el ciclo, en su realización, dejaba algo tras sí. Ese ciclo cerrado es el ciclo de un acto que así ha ocasionado y restituido exteriormente una potencia de poesía…
Otras veces he observado que un incidente no menos insignificante causaba —o parecía causar— una excursión muy diferente, una desviación de naturaleza y de resultado muy distinto. Por ejemplo, una brusca aproximación de ideas, una analogía se apoderaba de mí, como una llamada de cuerno en un bosque hace aguzar el oído, y virtualmente orienta todos nuestros músculos que se sienten coordinados hacia algún punto del espacio y de la profundidad del follaje. Pero, esta vez, en lugar de un poema, se trataba de un análisis de esta súbita sensación intelectual que se apoderaba de mí. No se trataba de versos que se apartaban con mayor o menor facilidad de mi duración en esta fase; sino de alguna proposición que se destinaba a incorporarse a mis hábitos de pensamiento, alguna fórmula que debía en lo sucesivo servir de instrumento a ulteriores investigaciones…
Me disculpo por exponerme de esta manera ante ustedes; pero considero más útil contar lo que uno ha sentido que simular un conocimiento independiente de cualquier persona y una observación sin observador. En realidad, no existe teoría que no sea un fragmento, cuidadosamente preparado, de alguna autobiografía.
No es mi pretensión aquí enseñarles lo que fuere. No les diría nada que no sepan, pero quizá se lo diga en otro orden. No les enteraría de que un poeta no siempre es incapaz de razonar una regla de tres, ni que un lógico no siempre es incapaz de considerar en las palabras otra cosa que los conceptos, las clases y los simples pretextos para silogismos.
Sobre este punto llegaría a añadir esta opinión paradójica: que si el lógico nunca pudiera ser más que lógico, no sería y no podría ser lógico; y que si el otro únicamente fuera poeta, sin la menor esperanza de abstraer y de razonar, no dejaría tras él ninguna huella poética. Pienso con toda sinceridad que si cada hombre no pudiera vivir una cantidad de vidas que no fueran la suya, no podría vivir la suya.
Así pues, mi experiencia me ha demostrado que el mismo yo hace papeles muy diferentes, que se hace abstractor o poeta, mediante sucesivas especializaciones, de la que cada una es una desviación del estado puramente disponible y superficialmente concertado con el medio exterior, que es el estado medio de nuestro ser, el estado de indiferencia de los cambios.
Veamos en primer lugar en qué puede consistir la sacudida inicial y siempre accidental que va a construir en nosotros el instrumento poético, y sobre todo cuáles son sus efectos. Al problema se le puede dar esta forma: la Poesía es un arte del Lenguaje; ciertas combinaciones de palabras pueden producir una emoción que otras no producen, y que llamaremos poética. ¿Cuál es esta especie de emoción?
La conozco en mí por ese carácter de todos los objetos posibles del mundo ordinario, exterior o interior, los seres, los acontecimientos, los sentimientos y los actos que, permaneciendo como son comúnmente en cuanto a sus apariencias, se encuentran repentinamente en una relación indefinible, pero maravillosamente afinada con los modos de nuestra sensibilidad general. Es decir que esas cosas y esos seres conocidos —o mejor las ideas que los representan— cambian en alguna medida de valor. Se llaman los unos a los otros, se asocian muy diferentemente a como lo hacen en las formas ordinarias; se encuentran (permítanme esta expresión) musicalizados, convertidos en resonantes el uno por el otro, y casi armónicamente correspondientes. El universo poético así definido presenta grandes analogías con lo que podemos suponer del universo del sueño.
Puesto que la palabra sueño se ha introducido en este discurso, diré de paso que, en los tiempos modernos, a partir del romanticismo, se ha producido una confusión bastante explicable entre la noción de sueño y la de poesía. Ni el sueño ni la ensoñación son necesariamente poéticos, pueden serlo, pero las figuras formadas al azar sólo por azar son figuras armónicas.
Sin embargo, nuestros recuerdos de sueños nos enseñan, por una experiencia común y frecuente, que nuestra consciencia puede ser invadida, henchida, enteramente saturada por la producción de una existencia en la que los objetos y los seres parecen los mismos que aquellos que están en la vigilia; pero sus significaciones, sus relaciones y sus modos de variación y de sustitución son muy distintos y nos representan, indudablemente, como símbolos o alegorías, las fluctuaciones inmediatas de nuestra sensibilidad general, no controlada por las sensibilidades de nuestros sentidos especializados. Es más o menos así como el estado poético se instala, se desarrolla, y por último se disgrega en nosotros.
Es decir, que este estado de poesía es perfectamente irregular, inconstante, involuntario, frágil, y que lo perdemos, lo mismo que lo obtenemos, por accidente. Pero ese estado no basta para hacer un poeta, como tampoco basta ver un tesoro en sueños para encontrarlo, al despertar, centelleando al pie de la cama.
Un poeta —no les choquen mis palabras— no tiene coma función sentir el estado poético: eso es un asunto privado. Tiene como función crearlo en los otros. Se reconoce al poeta —o al menos cada uno reconoce al suyo— por el simple hecho de que convierte al lector en «inspirado». La inspiración es, positivamente hablando, una graciosa atribución que el lector concede a su poeta: el lector nos ofrece los méritos transcendentes de las potencias y las gracias que se desarrollan en él. Busca y encuentra en nosotros la causa maravillosa de su admiración.
Pero el efecto de la poesía, y la síntesis artificial de este estado por alguna obra, son cosas muy distintas; tan diferentes como puedan serlo una sensación y una acción. Una acción continua es bastante más compleja que una producción instantánea, sobre todo cuando tiene que manifestarse en un dominio tan convencional como el del lenguaje. Aquí ven despuntar en mis explicaciones ese famoso PENSAMIENTO ABSTRACTO que el uso opone a la POESÍA. Volveremos sobre ello. Mientras tanto quiero contarles una historia verdadera, para hacerles sentir como lo he sentido yo, y de la manera más curiosamente nítida, toda la diferencia que existe entre el estado o la emoción poética, incluso creadora y original, y la producción de una obra. Es una observación bastante sorprendente que he hecho sobre mí mismo, hace aproximadamente un año.
Había salido de casa para distraerme, con el paseo y las variadas miradas que genera, de alguna tarea molesta. Mientras seguía la calle en que vivo, me sentí de repente embargado por un ritmo que se me imponía y que pronto me dio la impresión de un funcionamiento extraño. Como si alguien se sirviera de mi máquina para vivir. Otro ritmo vino entonces a doblar el primero y a combinarse con él, y se establecieron no sé qué relaciones transversales entre esas dos leyes (me explico como puedo). Esto combinaba el movimiento de mis piernas andantes y no sé qué canto que yo murmuraba, o mejor que se murmuraba por medio de mí. Esta composición se hizo cada vez más complicada, y pronto superó en complejidad a todo aquello que yo podía razonablemente producir de acuerdo con mis facultades rítmicas ordinarias y utilizables. Entonces, la sensación de extrañeza de la que he hablado se hizo casi penosa, casi inquietante. No soy músico, ignoro enteramente la técnica musical, y he aquí que era presa de un desarrollo en varias partes, de una complicación en la cual nunca pudo soñar un poeta. Me dije entonces que había una equivocación de persona, que esa gracia se equivocaba de cabeza, puesto que yo nada podía hacer de tal don, que en un músico, sin duda, hubiera adquirido valor, forma y duración, mientras que esas partes que se mezclaban y deslizaban me ofrecían vanamente una producción cuya continuación culta y organizada maravillaba y desesperaba mi ignorancia.
Al cabo de una veintena de minutos el prestigio se desvaneció bruscamente dejándome al borde del Sena, tan perplejo como la pata de la Fábula que ve nacer un cisne del huevo que había empollado. El cisne voló y mi sorpresa se convirtió en reflexión. Sabía que pasear me lleva a menudo a una viva emisión de ideas, y que se crea cierta reciprocidad entre mi paso y mis pensamientos, modificando mis pensamientos mi paso; algo notable, pero relativamente comprensible. Se crea, sin duda, una armonización de nuestros diversos «tiempos de reacción», y es bastante interesante tener que admitir que hay una modificación recíproca posible entre un régimen de acción que es puramente muscular y una producción variada de imágenes, de juicios y de razonamientos.
Pero, en el caso del que les hablo, sucedió que mi movimiento de marcha se propagó a mi consciencia por un sistema de ritmos bastante hábil, en vez de provocar en mí ese nacimiento de imágenes, de palabras interiores y de actos virtuales que llamamos ideas. En cuanto a las ideas son cosas de una especie que me es familiar, son cosas que sé notar, provocar, maniobrar… Pero no puedo decir lo mismo de mis ritmos inesperados.
¿Qué pensar? Pensé que la producción mental durante la marcha debía responder a una excitación general que se prodigaba del lado de mi cerebro; esta excitación se satisfacía, se descargaba como podía, y, con tal que derrochara la energía, le importaba poco que fueran ideas, o recuerdos, o ritmos canturreados distraídamente. Ese día se prodigó en intuición rítmica que se desarrolló, antes de despertar, en mi conciencia, a la persona que sabe que no sabe música. Creo que es lo mismo que la persona que sabe que no puede robar todavía no está vigente en aquel que sueña que roba.
Les pido perdón por esta larga historia verdadera —al menos tan verdadera como una historia de este género puede serlo—. Observen que todo lo que he dicho o creído decir sucede entre lo que llamamos el Mundo exterior, lo que llamamos Nuestro Cuerpo y lo que llamamos Nuestro Espíritu, y requiere cierta colaboración confusa de esas tres grandes potencias.
¿Por qué les he contado esto? Para evidenciar la diferencia profunda que existe entre la producción impulsada por el espíritu, o mejor por el conjunto de nuestra sensibilidad, y la fabricación de las obras. En mi historia, la sustancia de una obra musical me fue libremente dada; pero la organización que la hubiera captado, fijado, rehecho, me faltaba. El gran pintor Degas me ha referido a menudo esa frase de Mallarmé tan justa y tan simple. Degas en ocasiones hacía versos y ha dejado algunos deliciosos. Pero con frecuencia encontraba grandes dificultades en ese trabajo accesorio de su pintura. (Por otra parte él era un hombre para introducir en cualquier arte toda la dificultad posible). Dijo un día a Mallarmé: «Su oficio es infernal. No consigo hacer lo que quiero y sin embargo estoy lleno de ideas…». Y Mallarmé le respondió: «No es con las ideas, mi querido Degas, con lo que se hacen los versos. Es con las palabras».
Mallarmé tenía razón. Pero cuando Degas hablaba de ideas, pensaba en los discursos interiores o en las imágenes, que, después de todo, hubieran podido expresarse en palabras. Pero esas palabras, esas frases íntimas que llamaba sus ideas, todas esas intenciones y esas percepciones del espíritu, todo eso hace los versos. Hay entonces otra cosa, una modificación, una transformación, brusca o no, espontánea o no, laboriosa o no, que se interpone necesariamente entre ese pensamiento productor de ideas, esa actividad y esa multiplicidad de preguntas y de resoluciones interiores; y luego, esos discursos tan diferentes de los discursos ordinarios que son los versos, que están extrañamente ordenados, que no responden a ninguna necesidad, si no es la necesidad que deben crear ellos mismos; que nunca hablan más que de cosas ausentes o de cosas profundamente y secretamente sentidas; extraños discursos, que parecen hechos por otro personaje que el que los dice, y dirigirse a otro que el que los escucha. En suma, es un lenguaje dentro de un lenguaje.
Consideremos estos misterios.
La poesía es un arte del lenguaje. El lenguaje, sin embargo, es una creación de la práctica. Observemos primero que toda comunicación entre los hombres sólo tiene alguna certidumbre en la práctica, y mediante la verificación que nos da la práctica. Le pido fuego. Me da fuego: me ha entendido.
Pero, al pedirme fuego, ha pronunciado algunas palabras sin importancia, con un determinado tono, y con un determinado timbre de voz —con una determinada inflexión y una determinada lentitud o una determinada precipitación que yo he podido notar—. He comprendido sus palabras, pues, sin pensarlo, le he tendido lo que me pedía, ese fuego. Pero he aquí que sin embargo la cuestión no ha terminado. Cosa rara: el sonido, y casi la figura de su pequeña frase, vuelve a mí, se repite en mí; como si se complaciera en mí; y a mí, a mí me gusta volver a oírla, esa pequeña frase que casi ha perdido su sentido, que ha dejado de servir, y que sin embargo quiere vivir todavía, pero una vida muy distinta. Ha adquirido un valor, y lo ha adquirido a expensas de su significación finita. Ha creado la necesidad de volver a ser escuchada… Henos aquí al borde mismo del estado de poesía. Esta experiencia minúscula va a bastarnos para descubrir más de una verdad.
Nos ha mostrado que el lenguaje puede producir dos espacios de efectos completamente diferentes. Unos, cuya tendencia es provocar lo necesario para anular enteramente el lenguaje mismo. Les hablo, y si han entendido mis palabras, esas mismas palabras están abolidas. Si han entendido, eso quiere decir que esas palabras han desaparecido de sus mentes, han sido sustituidas por una contrapartida, por imágenes, relaciones, impulsiones, y ustedes poseerán entonces con qué retransmitir esas ideas y esas imágenes a un lenguaje que puede ser muy diferente del que han recibido. Comprender consiste en la sustitución más o menos rápida de un sistema de sonidos, de duraciones y de signos por una cosa muy distinta, que es en suma una modificación o una reorganización interior de la persona a la que se habla. Y he aquí la contraprueba de esta proposición: la persona que no ha comprendido repite, o se hace repetir las palabras.
Por consiguiente, la perfección de un discurso cuyo único objeto es la comprensión consiste evidentemente en la facilidad con la que la palabra que lo constituye se transforma en algo muy distinto, y el lenguaje, ante todo en un no lenguaje; y a continuación, si así lo queremos, en una forma de lenguaje diferente de la forma primitiva.
En otros términos, en los empleos prácticos o abstractos del lenguaje, la forma, es decir, lo físico o lo sensible, y el acto mismo del discurso no se conserva; no sobrevive a la comprehensión; se disuelve en la claridad; ha actuado; ha cumplido su función; ha hecho comprender: ha vivido.
Pero, por el contrario, tan pronto como esta forma sensible adquiere por su propio efecto una importancia tal que se impone, y se hace, de alguna manera, respetar; y no sólo notar y respetar, sino también desear y por lo tanto recuperar —cuando algo nuevo se declara: estamos insensiblemente transformados, y dispuestos a vivir, a respirar, a pensar de acuerdo con un régimen y bajo leyes que ya no son del orden práctico—, es decir que nada de lo que suceda en ese estado se resolverá, acabará o abolirá por un acto determinado. Entramos en el universo poético.
Permítanme fortalecer esta noción de universo poético recurriendo a una noción equivalente, pero todavía mucho más fácil de explicar por ser mucho más simple, la noción de universo musical. Les pido que hagan un pequeño sacrificio: redúzcanse por un instante a su facultad de entender. Un simple sentido, como el del oído, nos ofrecerá todo lo que necesitamos para nuestra definición, y nos dispensará de entrar en todas las dificultades y sutilezas a las que nos conducirían la estructura convencional del lenguaje ordinario y sus complicaciones históricas. Vivimos a través del oído en el mundo de los ruidos. Es un conjunto generalmente incoherente e irregularmente alimentado por todos los incidentes mecánicos que ese oído puede interpretar a su manera. Pero el oído mismo separa de ese caos otro conjunto de ruidos particularmente relevantes y simples, es decir, bien reconocibles por nuestro sentido, y que le sirven de referencia. Son elementos que tienen relaciones entre sí y que nos resultan tan sensibles como esos mismos elementos. El intervalo de dos de esos ruidos privilegiados nos resulta tan nítido como cada uno de ellos. Son los sonidos, y esas unidades sonoras están capacitadas para formar combinaciones claras, implicaciones sucesivas o simultáneas, encadenamientos y crecimientos que podemos llamar inteligibles: es la razón por la que en música existen las posibilidades abstractas. Pero vuelvo a mi propósito.
Me limito a señalar que el contraste entre el ruido y el sonido es el de lo puro y de lo impuro, del orden y del desorden; que ese discernimiento entre las sensaciones puras y las otras ha permitido la constitución de la música; que esa constitución ha podido ser controlada, unificada y codificada gracias a la intervención de la ciencia física, que ha sabido adaptar la medida a la sensación y obtener el resultado capital de enseñarnos a producir esa sensación sonora de manera constante e idéntica por medio de instrumentos que son, en realidad, instrumentos de medida.
De este modo el músico se encuentra en posesión de un sistema perfecto de medios bien definidos que hacen corresponder exactamente las sensaciones a actos. De todo ello resulta que la música se ha hecho un campo propio absolutamente suyo. El mundo del arte musical, mundo de los sonidos, está bien separado del mundo de los ruidos. Mientras un ruido se limita a despertar en nosotros un acontecimiento aislado cualquiera —un perro, una puerta, un coche—, un sonido que se produce evoca, por sí solo, el universo musical. En esta sala en la que les hablo, donde oyen el ruido de mi voz, si un diapasón o un instrumento bien afinado se pusiera a vibrar, de inmediato, apenas afectados por ese ruido excepcional y puro, que no puede mezclarse con los otros, tendrían la sensación de un comienzo, el comienzo del mundo, al instante se crearía una atmósfera muy distinta, se anunciaría un nuevo orden, y ustedes mismos se organizarían inconscientemente para acogerlo. El universo musical estaba en ustedes, con todas sus relaciones y proporciones —como en un líquido saturado de sal, un universo cristalino espera el choque molecular de un pequeñísimo cristal para afirmarse. No oso decir: la idea cristalina de tal sistema…
Y he aquí la contraprueba de nuestra pequeña experiencia: si en una sala de conciertos, mientras resuena y domina la sinfonía, cae una silla, una persona tose o se cierra una puerta, sucede que enseguida tenemos la impresión de una ruptura. Algo indefinible, una especie de hechizo o de cristal de Venecia, se ha roto o resquebrajado…
El Universo poético no se crea tan poderosa y fácilmente. Existe, pero el poeta está privado de las inmensas ventajas que posee el músico. No tiene ante sí, dispuesto para un disfrute de belleza, un conjunto de medios hechos expresamente para su arte. Tiene que tomar el lenguaje: la voz pública, esa colección de términos y de reglas tradicionales e irracionales, caprichosamente creadas y transformadas, caprichosamente codificadas, y muy diversamente entendidas y pronunciadas. Aquí, ni físico que haya determinado las relaciones de esos elementos, ni diapasones, ni metrónomos, ni constructores de gamas o teóricos de la armonía. Por el contrario, las fluctuaciones fonéticas y semánticas del vocabulario. Nada puro, sino una mezcla de excitaciones auditivas y psíquicas perfectamente incoherentes. Cada palabra es una reunión instantánea de un sonido y de un sentido que no tienen relación entre sí. Cada frase es un acto tan complejo que nadie, creo, ha podido hasta ahora dar una definición que resista. En cuanto a la utilización de ese medio, en cuanto a las modalidades de esa acción, ustedes conocen cuál es la diversidad de sus usos, y la confusión resultante en ocasiones. Un discurso puede ser lógico, puede estar cargado de sentido, pero sin ritmo y sin medida alguna. Puede ser agradable al oído, y perfectamente absurdo e insignificante; puede ser claro y vano; vago y delicioso. Pero basta para hacer concebir su extraña multiplicidad, que no es sino la multiplicidad de la vida misma, enumerar todas las ciencias creadas para ocuparse de esta diversidad y estudiar cada una alguno de sus aspectos. Se puede analizar un texto de muchas maneras diferentes, pues está por turno sometido a la jurisdicción de la fonética, de la semántica, de la sintaxis, de la lógica, de la retórica y de la filología, sin omitir la métrica, la prosodia y la etimología…
He ahí al poeta enfrentado con esta materia verbal, obligado a especular a un tiempo sobre el sonido y el sentido, a satisfacer no solamente a la armonía, al período musical, sino también a condiciones intelectuales y estéticas variadas, sin contar las reglas convencionales…
Observen el esfuerzo que exigiría la acción del poeta si tuviera que resolver conscientemente todos esos problemas…
Siempre es de interés intentar reconstituir una de nuestras actividades complejas, una de nuestras acciones complejas que exigen de nosotros una especialización a la vez mental, sensorial y motriz, suponiendo que estemos obligados, para realizar esa acción, a conocer y organizar todas las funciones de las que sabemos que tienen que hacer lo que les toca. Pero aun cuando esta tentativa imaginativa y analítica a un tiempo es burda, siempre nos enseña algo. En cuanto a mí, que estoy, lo confieso, mucho más atento a la formación o a la fabricación de las obras que a las obras mismas, tengo la costumbre o la manía de no apreciar las obras más que como acciones. Un poeta es, a mis ojos, un hombre que, a partir de tal incidente, sufre una oculta transformación. Se aparta de su estado ordinario de disponibilidad general, y veo que se construye en él un agente, un sistema viviente productor de versos. Del mismo modo que en los animales vemos de repente revelarse un cazador hábil, un constructor de nidos, un edificador de puentes, un perforador de túneles y de galerías, vemos declararse en el hombre ésta o aquella organización creada, que aplica sus funciones a alguna obra determinada. Piensen en un niño muy pequeño: ese niño que hemos sido llevaba en sí muchas posibilidades. Al cabo de unos meses de vida, ha aprendido al mismo tiempo, o casi al mismo tiempo, a hablar y a andar. Ha adquirido dos tipos de acción. Lo que equivale a decir que ahora posee dos clases de posibilidades de las que las circunstancias accidentales de cada instante sacarán lo que puedan, en respuesta a sus necesidades o a sus distintas figuraciones.
Habiendo aprendido a servirse de sus piernas, descubrirá no sólo que puede andar, sino también correr, y no solamente andar y correr, sino también bailar. Eso es un gran acontecimiento. Ha inventado y descubierto simultáneamente una especie de utilidad de segundo orden para sus miembros, una generalización de su fórmula de movimiento. En efecto, mientras que el andar es en resumidas cuentas una actividad bastante monótona y poco perfectible, esta nueva forma de acción, la Danza, permite una infinidad de creaciones y de variaciones o de figuras.
Pero, en lo que se refiere a la palabra, ¿encontrará un desarrollo análogo? Progresará en las posibilidades de su facultad de hablar, descubrirá que tiene bastante más que hacer con ella que pedir mermelada o negar los pequeños crímenes que ha cometido. Se apoderará del poder del razonamiento, elaborará ficciones que le divertirán cuando está solo, se repetirá palabras que amará por su extrañeza y misterio.
Así, paralelamente a la Marcha y a la Danza, se instalarán y se distinguirán en él los tipos divergentes de la Prosa y de la Poesía.
Ese paralelismo me ha impresionado y seducido desde hace mucho tiempo, pero alguien lo había visto antes que yo. Malherbe, según Racan, lo utilizaba. Esto, en mi opinión, es más que una simple comparación. Veo una analogía sustancial y tan fecunda como las que se encuentran en la física cuando se señala la identidad de las fórmulas que representan la medida de fenómenos muy diferentes en apariencia. He aquí, en efecto, cómo se desarrolla nuestra comparación.
La marcha, lo mismo que la prosa, apunta a un objeto concreto. Es un acto dirigido hacia algo que es nuestro fin alcanzar. Son circunstancias actuales, como la necesidad de un objeto, el impulso de mi deseo, el estado de mi cuerpo, de mi vista, del terreno, etc., los que ordenan su paso a la marcha, le prescriben su dirección, su velocidad, y le dan un término finito. Todas las características de la marcha se deducen de esas condiciones instantáneas y que se combinan singularmente cada vez. No hay desplazamientos mediante la marcha que no sean adaptaciones especiales, pero que cada vez son abolidas y como absorbidas por la realización del acto, por la meta alcanzada.
La danza es algo muy distinto. Es, sin duda, un sistema de actos; pero que tienen su fin en sí mismos. No va a ninguna parte. Si persigue un objeto, no es más que un objeto ideal, un estado, un encantamiento, un fantasma de flor, un extremo de vida, una sonrisa, que se forma finalmente en el rostro de quien la solicitaba al espacio vacío.
No se trata por lo tanto de efectuar una operación acabada, cuyo fin está situado en alguna parte en el medio que nos rodea; sino de crear, y de entretener exaltándolo, un cierto estado, mediante un movimiento periódico que puede ejecutarse en el lugar; movimiento que se desinteresa casi enteramente de la vista, pero que se excita y se regula por los ritmos auditivos.
Pero, por diferente que sea esta danza de la marcha y de los movimientos utilitarios, tengan a bien observar esta advertencia infinitamente simple, que se sirve de los mismos órganos, de los mismos huesos, de los mismos músculos que ésta, coordinados y excitados de otro modo.
Es aquí donde nos acercamos a la prosa y a la poesía en su contraste. Prosa y poesía se sirven de las mismas palabras, de la misma sintaxis, de las mismas formas y de los mismos sonidos o timbres, pero coordinados y excitados de otro modo. La prosa y la poesía se distinguen entonces por la diferencia de ciertas relaciones y asociaciones que se hacen y se deshacen en nuestro organismo psíquico y nervioso, si bien los elementos de esos modos de funcionamiento son idénticos. Es la razón por la que hay que abstenerse de razonar sobre la poesía como se hace sobre la prosa. Lo que es cierto sobre una deja de tener sentido, en muchos casos, cuando se quiere encontrar en la otra. Pero ésta es la gran y decisiva diferencia. Cuando el hombre que marcha alcanza su meta —se lo he dicho—, cuando alcanza el lugar, el libro, el fruto, el objeto de su deseo y deseo que le ha sacado de su reposo, inmediatamente esta posesión anula definitivamente todo su acto; el efecto devora la causa, el fin ha absorbido el medio; y cualquiera que fuera el acto, sólo queda el resultado. Exactamente lo mismo sucede con el lenguaje útil: el lenguaje que acaba de servirme para expresar mi designio, mi deseo, mi mandato o mi opinión, ese lenguaje que ha cumplido su cometido, se desvanece apenas llega. Lo he emitido para que perezca, para que se transforme radicalmente en otra cosa en la mente de ustedes; y sabré que fui comprendido por el hecho sorprendente de que mi discurso ha dejado de existir: es reemplazado enteramente por su sentido, es decir, por imágenes, impulsos, reacciones o actos que les pertenecen: en suma, por una modificación interior de ustedes.
De ello se deduce que la perfección de esa especie de lenguaje, cuyo único destino es ser comprendido, consiste evidentemente en la facilidad con la que se transforma en otra cosa muy distinta.
Por el contrario, el poema no muere por haber vivido: está hecho expresamente para renacer de sus cenizas y ser de nuevo indefinidamente lo que acaba de ser. La poesía se reconoce en esta propiedad de hacerse reproducir en su forma: nos excita a reconstituirla idénticamente.
Esta es una propiedad admirable y característica entre todas.
Me gustaría darles una imagen simple. Piensen en un péndulo que oscila entre dos puntos simétricos. Supongan que uno de esos puntos extremos representa la forma, los caracteres sensibles del lenguaje, el sonido, el ritmo, los acentos, el timbre, el movimiento; en una palabra, la Voz en acción. Asocien por otra parte, al otro punto, al punto conjugado del primero, todos los valores significativos, las imágenes, las ideas, las excitaciones del sentimiento y de la memoria, las impulsiones virtuales y las formaciones de comprehensión; en una palabra, todo aquello que constituye el fondo, el sentido del discurso. Observen entonces los efectos de la poesía en ustedes mismos. Encontrarán que, en cada verso, el significado que se da a conocer en ustedes, lejos de destruir la forma musical que les ha sido comunicada, pide otra vez esa forma. El péndulo viviente que ha descendido del sonido hacia el sentido tiende a ascender hacia su punto de partida sensible, como si el sentido mismo que se le propone a su espíritu no encontrara otra salida, otra expresión, otra respuesta que esa música misma que le ha dado origen.
Así, entre la forma y el fondo, entre el sonido y el sentido, entre el poema y el estado de poesía, se manifiesta una simetría, una igualdad de importancia, de valor y de poder que no hay en la prosa; que se opone a la ley de la prosa —la cual decreta la desigualdad de los dos constituyentes del lenguaje—. El principio esencial de la mecánica poética —es decir, de las condiciones de producción del estado poético mediante la palabra— es a mis ojos ese intercambio armónico entre la expresión y la impresión.
Introduzcamos aquí una pequeña observación que llamaré «filosófica», lo que simplemente quiere decir que podríamos pasarnos sin ella.
Nuestro péndulo poético va desde nuestra sensación hacia alguna idea o sentimiento, y vuelve hacia algún recuerdo de la sensación y hacia la acción virtual que reproduciría esa sensación. Ahora bien, lo que es sensación es esencialmente presente. No hay otra definición del presente que la sensación misma, quizá completada por el impulso de acción que modificaría esa sensación. Pero por el contrario, lo que es propiamente pensamiento, imagen, sentimiento, es siempre, de alguna manera, producción de cosas ausentes. La memoria es la sustancia de todo pensamiento. La previsión y sus tanteos, el deseo, el proyecto, el esbozo de nuestras esperanzas, de nuestros temores, son la principal actividad interior de nuestros seres.
El pensamiento es, en suma, el trabajo que hace vivir en nosotros lo que no existe, que le presta, lo queramos o no, nuestras fuerzas actuales, que nos hace tomar la parte por el todo, la imagen por la realidad y que nos produce la ilusión de ver, de actuar, de sentir, de poseer independientemente de nuestro querido viejo cuerpo, que dejamos, con su cigarrillo, en su sillón, a la espera de recuperarlo bruscamente, a la llamada del teléfono o a la orden, no menos ajena, de nuestro estómago que reclama algún subsidio…
Entre la Voz y el Pensamiento, entre el Pensamiento y la Voz, entre la Presencia y la Ausencia, oscila el péndulo poético.
Se deduce de ese análisis que el valor de un poema reside en la indisolubilidad del sonido y del sentido. Ahora bien, esta es una condición que parece exigir lo imposible. No hay ninguna relación entre el sonido y el sentido de una palabra. La misma cosa se llama HORSE en inglés, IPPOS en griego, EQUUS en latín y CHEVAL en francés; pero ninguna operación sobre cualquiera de esos términos me dará la idea del animal en cuestión; ninguna operación sobre esa idea me revelará ninguna de esas palabras —sin lo cual sabríamos fácilmente todas las lenguas empezando por la nuestra.
Y sin embargo es quehacer del poeta darnos la sensación de la unión íntima entre la palabra y la mente.
Hay que considerar que el resultado es realmente maravilloso. Digo maravilloso, aunque no sea excesivamente raro. Digo: maravilloso en el sentido que damos a ese término cuando pensamos en los prestigios y en los prodigios de la antigua magia. No hay que olvidar que la forma poética ha estado destinada durante siglos al servicio de los encantamientos. Los que se dedicaban a esas extrañas operaciones debían necesariamente creer en el poder de la palabra, y bastante más en la eficacia del sonido de esta palabra que en su significado. Las fórmulas mágicas están con frecuencia privadas de sentido; pero no se pensaba que su poder dependiera de su contenido intelectual.
Escuchemos ahora versos como estos:
Madre de los Recuerdos, Amante de las amantes…

o bien:
Sé sensato, oh dolor mío, y mantente más tranquilo…

Estas palabras actúan sobre nosotros (al menos sobre algunos de nosotros) sin enseñarnos gran cosa. Nos enseñan quizá que no tienen nada que enseñarnos; que ejercen, con los mismos medios que, en general, nos enseñan algo, una función muy distinta. Actúan sobre nosotros a la manera de un acorde musical. La impresión producida depende ampliamente de la resonancia, del ritmo, del número de las sílabas; pero resulta también de la simple aproximación de los significados. En el segundo de estos versos, el acorde de las vagas ideas de Sensatez y de Dolor, y la tierna solemnidad del tono producen el inestimable valor de un hechizo: el ser momentáneo que ha hecho este verso, no habría podido hacerlo si se hubiera encontrado en un estado en el que la forma y el fondo se hubieran propuesto separadamente a su mente. Se hallaba por el contrario en una fase especial de su campo de existencia psíquica, fase durante la cual el sonido y el sentido de la palabra adquieren o guardan una importancia igual —lo que está excluido de los hábitos del lenguaje práctico lo mismo que de las necesidades del lenguaje abstracto—. El estado en el que la indivisibilidad del sonido y del sentido, el deseo, la espera, la posibilidad de su combinación íntima e indisoluble son requeridos y pedidos y en ocasiones ansiosamente esperados, es un estado relativamente raro. Es raro ante todo porque tiene contra él todas las exigencias de la vida; a continuación, porque se opone a la simplificación burda y a la especialización creciente de las notaciones verbales.
Pero este estado de modificación íntima, en el que todas las propiedades de nuestro lenguaje se encuentran indistintamente pero armónicamente llamadas, no basta para producir ese objeto completo, esa composición de bellezas, esa recopilación de aventuras galantes para el espíritu que nos ofrece un noble poema.
Así solamente obtenemos fragmentos. Todas las cosas preciosas que se encuentran en la tierra, el oro, los diamantes, las piedras que serán talladas, se encuentran diseminadas, sembradas, avaramente ocultas en una porción de roca o de arena, donde a veces las descubre el azar. Esas riquezas no serían nada sin el trabajo humano que las retira de la noche tosca en la que dormían, que las reúne, las modifica y las organiza en aderezos. Esas parcelas de metal retenidas en una materia informe, esos cristales de curioso aspecto, han adquirido todo su esplendor por un trabajo inteligente. Un trabajo de esta clase es el que realiza el auténtico poeta. Notamos ante un bello poema que hay pocas posibilidades para que un hombre, por muy bien dotado que esté, pueda improvisar de una vez, sin otro cansancio que el de escribir o dictar, un sistema continuo y completo de afortunados aciertos. Al igual que los rastros del esfuerzo, las repeticiones, los arrepentimientos, las cantidades de tiempo, los malos días y los disgustos han desaparecido, borrados por el supremo examen del espíritu sobre su obra, algunos, que sólo ven la perfección del resultado, lo contemplarán como una especie de prodigio que llaman INSPIRACIÓN. Hacen del poeta una especie de médium momentáneo. Si uno se complaciera en desarrollar rigurosamente la doctrina de la inspiración pura, se deducirían consecuencias bien extrañas. Se encontraría, por ejemplo, que ese poeta que se limita a transmitir lo que recibe, a entregar a desconocidos lo que posee de lo desconocido, no tiene ninguna necesidad de comprender lo que escribe, dictado por una voz misteriosa. Podría escribir poemas en una lengua que ignorara…
En realidad, en el poeta hay una clase de energía espiritual de naturaleza especial: se manifiesta en él y se le revela en algunos minutos de un infinito valor. Infinito para él… Digo: infinito para él; pues la experiencia, ay, nos enseña que esos instantes que nos parecen de valor universal a veces no tienen porvenir, y por último nos hacen meditar esta sentencia: lo que vale para uno solo no vale nada. Es la ley de bronce de la Literatura.
Pero todo poeta verdadero es necesariamente un crítico de primer orden. Para figurárselo, es necesario no concebir en absoluto lo que es el trabajo de la mente, esa lucha contra la desigualdad de los momentos, el azar de las asociaciones, los desfallecimientos de la atención, los entretenimientos exteriores. La mente es terriblemente variable, engañosa y engañándose, fértil en problemas insolubles y en soluciones ilusorias. ¿Cómo saldría una obra notable de ese caos, si ese caos que contiene todo no contuviera también algunas oportunidades serias de conocerse a sí mismo y de elegir en sí lo que merece ser retirado del instante mismo y cuidadosamente empleado?
No es todo. Todo verdadero poeta es bastante más capaz de lo que en general se sabe, de razonamiento justo y de pensamiento abstracto.
Pero no hay que buscar su filosofía real en aquello que dice más o menos filosófico. En mi opinión, la filosofía más auténtica no se encuentra tanto en los objetos de nuestra reflexión, como en el acto mismo del pensamiento y en su ejercicio. Quiten a la metafísica todos sus términos favoritos o especiales, todo su vocabulario tradicional, y quizá constatarán que no han empobrecido el pensamiento. Quizá lo hayan aligerado, rejuvenecido, y se habrán desembarazado de los problemas de los otros, para no tener otra ocupación que sus propias dificultades, sus asombros que no deben nada a nadie, de los que sienten verdaderamente e inmediatamente el aguijón intelectual.
Sin embargo ha sucedido muchas veces, como la historia literaria nos enseña, que la poesía se ha dedicado a enunciar tesis o hipótesis, y que el lenguaje completo que es el suyo, el lenguaje cuya forma, es decir la acción y la sensación de la Voz, tiene la misma potencia que el fondo, es decir, la modificación final de una mente ha sido utilizada para comunicar ideas «abstractas», que son por el contrario ideas independientes de su forma —o las creíamos tales—. Grandes poetas lo han intentado en ocasiones. Pero, sea cual sea el talento prodigado en estas muy nobles empresas, no puede evitar que la atención dedicada a seguir las ideas no entre en competición con la que sigue el canto. El DE NATVRA RERVM está aquí en conflicto con la naturaleza de las cosas. El estado del lector de poemas no es el estado del lector de puros pensamientos. El estado del hombre que danza no es el mismo que el del hombre que se adentra en una tierra difícil de la que hace el levantamiento topográfico y la prospección geológica.
He dicho sin embargo que el poeta tiene su pensamiento abstracto, y, si se quiere, su filosofía; y he dicho que se manifestaba en su acto mismo de poeta. Lo he dicho porque lo he observado, en mí y en algunos otros. No tengo, ni aquí ni en otra parte, otra referencia, otra pretensión u otra excusa que el recurso a mi propia experiencia, o bien a la observación más común.
Pues bien, he observado, siempre que he trabajado como poeta, que mi trabajo exigía de mí no solamente esa presencia del universo poético de la que les he hablado, sino cantidad de reflexiones, de decisiones, de elecciones y de combinaciones, sin las cuales todos los dones posibles de la Musa o del Azar se mantenían como materiales preciosos en una cantera sin arquitecto. Ahora bien, un arquitecto no está necesariamente construido con materiales preciosos. Un poeta, en tanto que arquitecto de poemas, es bastante diferente de lo que es como productor de esos elementos preciosos de los que toda poesía debe estar compuesta, pero cuya composición se distingue y exige un trabajo mental muy distinto.
Alguien me enseñó un día que el lirismo es entusiasmo, y que las odas de los grandes líricos fueron escritas de una vez a la velocidad de la voz del delirio o del viento del espíritu soplando en tempestad…
Le respondí que estaba en lo cierto; pero que no se trataba de privilegio de la poesía, y que todo el mundo sabía que para construir una locomotora, es indispensable que el constructor coja la marcha de noventa millas por hora para ejecutar su trabajo.
En realidad, un poema es una especie de máquina de producción del estado poético por medio de las palabras. El efecto de esta máquina es incierto, pues nada es seguro, en materia de acción sobre los espíritus. Pero, cualquiera que sea el resultado y su incertidumbre, la construcción de la máquina exige la solución de cantidad de problemas. Si el término máquina les choca, si mi comparación mecánica les parece burda, sírvanse observar que si el tiempo de composición de un poema incluso muy corto puede consumir años, la acción del poema sobre un lector se realizará en unos minutos. En unos minutos recibirá ese lector el choque de hallazgos, comparaciones, vislumbres de expresión acumulados durante meses de investigación, de espera, de paciencia y de impaciencia. Podrá atribuir a la inspiración mucho más de lo que puede dar. Imaginará al personaje que se necesitaría para crear sin interrupciones, sin dudas, sin retoques, esta obra poderosa y perfecta que le transporta a un mundo en el que las cosas y los seres, las pasiones y los pensamientos, los sonidos y las significaciones proceden de la misma energía, se intercambian y se responden de acuerdo con leyes de resonancia excepcionales, pues eso solamente puede ser una forma excepcional de excitación que realiza la exaltación simultánea de nuestra sensibilidad, de nuestro intelecto, de nuestra memoria y de nuestro poder de acción verbal, tan raramente conciliados en el tren ordinario de nuestra vida.
Quizá debiera señalar aquí que la ejecución de una obra poética —si se considera como el ingeniero de antes puede considerar una locomotora, es decir, haciendo explícitos los problemas a resolver— nos parecería imposible. En ningún arte es mayor el número de condiciones y funciones independientes a coordinar. No les infligiré una demostración minuciosa de esta proposición. Me limito a recordarles lo que he dicho respecto al sonido y el sentido, que únicamente tienen entre sí una relación de pura convención, y se trata por tanto de hacerlos colaborar tan eficazmente como sea posible. A menudo las palabras me hacen pensar, debido a su doble naturaleza, en esas cantidades complejas que los geómetras manejan con tanto amor.
Por suerte, no sé cuál es la virtud que reside en ciertos momentos de ciertos seres que simplifica las cosas y reduce las insuperables dificultades a las que me refería a la medida de las fuerzas humanas.
El poeta se despierta en el hombre por un acontecimiento inesperado, un incidente exterior o interior: un árbol, un rostro, un «sujeto», una emoción, una palabra. Y unas veces es una voluntad de expresión la que comienza la partida, una necesidad de traducir lo que se siente; pero otras veces es, por el contrario, un elemento de forma, un esbozo de expresión que busca su causa, que se busca un sentido en el espacio de mi alma… Observen bien esta posible dualidad de entrada en el juego: de vez en cuando una cosa quiere expresarse, de vez en cuando algún medio de expresión quiere servir a alguna cosa.
Mi poema El Cementerio marino se inició en mí por un cierto ritmo, el de los versos franceses de diez sílabas, cortado en cuatro y seis. Yo todavía no tenía ninguna idea que pudiera llenar esta forma. Poco a poco las palabras flotantes se fijaron, determinando progresivamente el tema, y el trabajo (un trabajo muy largo) se impuso. Otro poema, La pitonisa, surgió primeramente por un verso de ocho sílabas cuya sonoridad se compuso por sí misma. Pero ese verso suponía una frase, de la que era una parte, y esa frase suponía, si había existido, muchas otras frases. Un problema de esa clase admite una infinidad de soluciones. Pero en poesía las condiciones métricas y musicales limitan mucho la indeterminación. Esto es lo que sucedió: mi fragmento se condujo como un fragmento vivo, porque, sumergido en el medio (sin duda nutritivo) que le ofrecían el deseo y la espera de mi pensamiento, proliferó y engendró todo aquello que le faltaba; algunos versos por encima de él, y muchos versos por debajo.
Me disculpo por haber elegido mis ejemplos en mi pequeña historia, pero no podía cogerlos en otra parte.
¿Encuentran quizá bastante singular mi concepción del poeta y del poema? Intenten imaginar lo que supone el menor de nuestros actos. Piensen en todo lo que debe suceder en el hombre que emite una pequeña frase inteligible, y evalúen todo lo que hace falta para que un poema de Keats o de Baudelaire llegue a formarse sobre una página vacía, ante el poeta.
Piensen también que entre todas las artes, la nuestra es posiblemente la que coordina la mayor cantidad de partes o de factores independientes: el sonido, el sentido, lo real y lo imaginario, la lógica, la sintaxis y la doble invención del fondo y de la forma… y todo ello por medio de ese medio esencialmente práctico, perpetuamente alterado, mancillado, que realiza todos los oficios, el lenguaje común, del que nosotros tenemos que sacar una Voz pura, ideal, capaz de comunicar sin debilidades, sin esfuerzo aparente, sin herir el oído y sin romper la esfera instantánea del universo poético, una idea de algún yo maravillosamente superior a Mí.

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