viernes, 26 de junio de 2020

2 Enoch Soames Max Beerbohm. ANTOLOGÍA DEL CUENTO EXTRAÑO. TOMO III.



2
Enoch Soames

Max Beerbohm
El tema del diablo ha dado origen a innumerables leyendas e invenciones. Pocas tan afortunadas como ésta de MAX BEERBOHM, ensayista y caricaturista inglés, nacido en 1872, educado en Oxford, sucesor de Bernard Shaw como crítico literario de la Saturday Review, autor de Seven Men, The Happy Hypocrite, Zuleika Dobson.
Uno de los recursos más eficaces de Enoch Soames es el fondo de realidad contra el que se mueven los protagonistas. Existió el Café Royal, existieron Rothenstein y The Yellow Book (y desde luego Whistler y Beardsley), existió ese Londres finisecular con su atmósfera casi parisiense, Chesterton nos asegura que existe el príncipe de las tinieblas, y en cuanto a Enoch Soames sólo en el futuro se dijo (se dirá) que nunca llegó a existir.
Cuando el señor Holbrook Jackson dio al mundo un libro sobre la literatura del 90, busqué ansiosamente en el índice el nombre de SOAMES, ENOCH. Temía que no estuviese. Y no estaba. Sin embargo, figuraban todos los demás. Muchos escritores a quienes yo olvidara por completo o sólo recordaba vagamente, resucitaron ante mí, con sus obras, en las páginas del señor Holbrook Jackson. El libro era tan minucioso como brillante.
De ahí que la omisión descubierta por mí fuese la evidencia más cabal de que el pobre Soames no había dejado huella alguna en la literatura de su década.
Creo que soy la única persona que lo notó… ¡tan lamentable había sido el fracaso de Soames! Y es inútil alegar que, si hubiera conquistado algún mediano éxito, quizá se habría esfumado de mi memoria, como los demás, para retornar tan sólo al llamado del historiador. Es cierto que si las dotes que poseía le hubieran sido reconocidas en vida, jamás habría celebrado el pacto que yo le vi celebrar… ese extraño pacto cuyos resultados le otorgaron para siempre un lugar en el primer plano de mis recuerdos. No obstante, es de esos mismos resultados de donde se desprende en toda su claridad cuánto hubo en él de lamentable.
No es la compasión, sin embargo, lo que me impulsa a escribir sobre él. Si por él fuera, pobre diablo, me sentiría inclinado a no mojar la pluma en el tintero. No está bien burlarse de los muertos. Pero ¿cómo escribir acerca de Enoch Soames sin ridiculizarlo? O más bien, ¿cómo disimular la atroz realidad de que era ridículo? Imposible. Pero tarde o temprano deberé escribir sobre él. Ya se verá, a su debido tiempo, que no me queda otra alternativa. Por consiguiente, será mejor que lo haga ahora.
Durante los cursos del verano de 1893 un prodigio del cielo cayó sobre Oxford. Caló hondo, se incrustó profundamente en el suelo. Profesores y alumnos formaron pálidos corros que no hablaban de otra cosa. ¿De dónde venía aquel meteoro? De París. ¿Cómo se llamaba? Will Rothenstein. ¿Qué se proponía? Pintar una serie de veinticuatro retratos en litografía, que publicaría The Bodley Head de Londres. El asunto era urgente. Ya el Decano de A y el Director de B y el Real Catedrático de C habían «posado» humildemente. Ancianos solemnes y malhumorados que jamás consintieran en dejarse retratar por nadie, no podían resistirse a aquel extranjero menudo y dinámico. Él no suplicaba: invitaba; no invitaba: ordenaba. Tenía veintiún años. Usaba lentes que centelleaban increíblemente. Era un hombre de ingenio. Desbordante de ideas. Conocía a Whistler. Conocía a Edmond de Goncourt. Conocía a todo el mundo en París. Los conocía a todos de memoria. Era París en Oxford. Se murmuraba que apenas despachara su selección de profesores, incluiría a unos pocos alumnos de los últimos cursos. Y me sentí pleno de orgullo el día en que yo —yo— fui incluido. La simpatía que me inspiraba Rothenstein no era menor que el miedo que me infundía; sin embargo, nació entre nosotros una amistad que a medida que transcurrieron los años se hizo cada vez más cálida y más valiosa para mí.
Al término del curso, Rothenstein se estableció o más bien irrumpió meteóricamente en Londres. Gracias a él conocí por primera vez ese pequeño mundo de perdurable encanto que es Chelsea, y trabé relación con Walter Sickert y otros venerables próceres que residían allí. Fue Rothenstein quien me llevó a ver, en la calle Cambridge, de Pimlico, a un joven cuyos dibujos eran ya famosos entre la minoría: Aubrey Beardsley. En compañía de Rothenstein hice mi primera visita a The Bodley Head. Por él me introduje en otro reino de la inteligencia y la audacia, el salón de dominó del Café Royal.
Ahí, aquella tarde de octubre, en una exuberante perspectiva de dorados y de terciopelos carmesíes intercalados entre simétricos espejos y erguidas cariátides, entre el humo del tabaco que se elevaba incesante hacia el pintado cielo raso pagano y el murmullo de conversaciones presumiblemente cínicas, que de tanto en tanto interrumpía el áspero tableteo de las fichas de dominó sobre las mesas de mármol, aspiré hondo y dije para mis adentros:
—Esto, sin duda, es la vida.
Era antes de la cena. Bebimos vermut. Los que conocían personalmente a Rothenstein lo señalaban a quienes sólo lo conocían de nombre. Sin interrupción entraban por las puertas giratorias hombres que ambulaban lentamente en busca de mesas vacías u ocupadas por amigos. Uno de estos errabundos me interesó, porque yo estaba seguro de que pretendía llamar la atención de Rothenstein.
Había pasado dos veces ante nuestra mesa, con expresión vacilante; pero Rothenstein, sumido en lo más denso de una disquisición sobre Puvis de Chavannes, no lo vio. Era un individuo encorvado, de paso inseguro, más bien alto, muy pálido, con largos cabellos parduscos. Tenía una barba rala, o más bien una barbilla que se batía en retirada al abrigo de unos cuantos pelos arracimados y tímidamente rizados. Era un sujeto de extraña catadura; pero en el noventa, las apariciones raras eran más frecuentes, creo, que en la actualidad. Los jóvenes escritores de aquella época —y yo estaba seguro de que éste lo era— trataban de singularizarse por su aspecto. Mas los esfuerzos de este hombre habían sido infructuosos. Usaba un sombrero negro, blando, de corte clerical, pero de intención bohemia, y una capa impermeable de color gris que, acaso porque era impermeable, no llegaba a ser romántica. Arribé a la conclusión de que «borroso» era le mot juste para él. Yo había hecho mis primeras armas en la literatura y buscaba siempre fervorosamente le mot juste, ese Santo Grial de la época.
El hombre borroso se acercaba nuevamente a nuestra mesa, y esta vez resolvió detenerse.
—Usted no me recuerda —dijo con voz inexpresiva.
Rothenstein lo miró vivamente.
—Sí, lo recuerdo —repuso al cabo de un momento, con menos efusión que orgullo: orgullo de su memoria—. Edwin Soames.
—Enoch Soames —dijo Enoch.
—Enoch Soames —repitió Rothenstein, dando a entender por el tono de su voz que ya era bastante haber acertado con el apellido—. Nos encontramos dos o tres veces en París, cuando vivía usted allí. En el Café Groche.
—Y una vez yo fui a su estudio.
—Oh, sí; lamenté haber estado ausente.
—¿Ausente? No. Me mostró algunos de sus cuadros, ¿recuerda?… Tengo entendido que ahora reside en Chelsea.
—Sí.
Me extrañó que después de este monosílabo el señor Soames no siguiera de largo. Se quedó, pacientemente, como un animal obtuso, como un asno que mira por encima de una cerca. Triste figura la suya. Se me ocurrió que hambriento era quizá le mot juste para él. Pero ¿hambriento de qué? No parecía apetecer gran cosa. Le tuve lástima. Y Rothenstein, aunque no lo invitara a Chelsea, le pidió que se sentara y bebiera algo. Una vez sentado, pareció más seguro de sí mismo. Echó atrás las alas de la capa con un gesto que —si la capa no hubiera sido impermeable— podía interpretarse como un desafío lanzado al mundo en general. Y pidió un ajenjo.
Je me bens toujours fidéle —le dijo a Rothenstein— à la sorcière glauque.
—Le hará mal —respondió secamente Rothenstein.
—Nada me hace mal —dijo Soames—. Dans ce monde il n’y a ni de bien ni de mal.
—¿Nada es bueno y nada es malo? ¿Qué quiere decir?
—Lo expliqué todo en el prefacio de Negaciones.
—¿Negaciones?
—Sí. Le di un ejemplar.
—Oh, sí, por supuesto. ¿Pero explicó usted, por ejemplo, que no hay diferencia entre buena y mala gramática?
—No —dijo Soames—. Naturalmente, en el arte existen el bien y el mal. Pero en la Vida… no.
Liaba un cigarrillo. Tenía manos débiles y blancas, no del todo limpias, con las puntas de los dedos manchadas por la nicotina.
—En la Vida existe la ilusión del bien y del mal, pero…
Su voz decreció a un murmullo en que las palabras vieux jeu y rococo fueron apenas perceptibles. Si no me equivoco, pensaba que no se estaba haciendo justicia a sí mismo, y temía que Rothenstein señalara las falacias de su argumentación. Lo cierto es que al fin carraspeó y dijo:
Parlons d’autre chose.
¿Creen ustedes que era un tonto? A mí no me pareció. Yo era joven y me faltaba la claridad de juicio que ya poseía Rothenstein. Soames era cinco o seis años mayor que cualquiera de nosotros. Además, había escrito un libro.
Haber escrito un libro era algo portentoso.
Si Rothenstein no hubiera estado presente, yo habría reverenciado a Soames. Aun así, me infundía respeto. Y estuve a punto de reverenciarlo, en verdad, cuando dijo que pronto publicaría otro libro. Le pregunté si podía saberse qué clase de obra era.
—Mis poemas —respondió.
Rothenstein le preguntó si ése sería el título del libro. El poeta meditó la sugerencia, pero al fin dijo que pensaba no ponerle título alguno.
—Si un libro vale por sí mismo… —murmuró, moviendo el cigarrillo en semicírculo.
Rothenstein objetó que la falta de título podría perjudicar la venta.
—Si yo entro en una librería —explicó— y digo sencillamente: «¿Tienen ustedes…?», o bien: «¿Tienen un ejemplar de…?». ¿Cómo sabrán lo que quiero?
—Oh, desde luego, haré poner mi nombre en la tapa —replicó Soames seriamente—. Y me gustaría —añadió mirando con fijeza a Rothenstein—, me gustaría hacer dibujar mi retrato para la portada.
Rothenstein admitió que era una excelente idea, y agregó que pensaba viajar al campo, donde pasaría una temporada. Después miró su reloj, comprobó, con una exclamación, lo avanzado de la hora, pagó la adición y se marchó conmigo para cenar. Soames permaneció en su puesto, fiel a la hechicera glauca.
—¿Por qué se negó tan resueltamente a dibujar su retrato?
—¿Retratarlo? ¿A él? ¿Cómo puedo retratar a un hombre que no existe?
—Es borroso —admití, pero mi mot juste cayó en el vacío. Rothenstein repitió que Soames era inexistente.
Sin embargo, Soames era autor de un libro. Le pregunté a Rothenstein si había leído Negaciones.
Admitió haberlo hojeado.
—Pero —añadió secamente—, yo no pretendo entender nada de literatura.
Reserva muy característica de la época. Los pintores de entonces se negaban a admitir que alguien, fuera de su propia cofradía, tuviese el derecho de opinar sobre la pintura. Esta ley (grabada en las tablillas que trajo Whistler de la cumbre del Fujiyama) imponía ciertas limitaciones. Si otras artes distintas de la pintura no eran completamente incomprensibles para quienes no las practicaban, la ley se venía abajo; la doctrina Monroe, por decirlo así, perdía su validez. De ahí que ningún pintor arriesgara una opinión sobre un libro sin advertir, por lo menos, que su opinión carecía de valor. Nadie es mejor juez literario que Rothenstein; pero en aquella época habría sido imprudente recordárselo; y yo comprendí que no podía esperar su ayuda para formarme un juicio sobre Negaciones.
En aquellos días, no comprar un libro a cuyo autor acababa de conocer personalmente, habría sido para mí un imposible renunciamiento. Cuando regresé a Oxford para los cursos de Navidad, me había procurado un ejemplar de Negaciones. Solía dejarlo despreocupadamente sobre la mesa de mi cuarto, y cada vez que alguno de mis amigos lo levantaba para preguntarme de qué trataba, le respondía:
—Oh, es un libro bastante notable. Lo ha escrito un hombre a quien conozco.
Pero nunca alcancé a explicar exactamente «de qué trataba». Aquel delgado volumen verde no tenía, para mí, ni pies ni cabeza. En el prefacio no hallé clave alguna para interpretar el exiguo laberinto del texto, y en ese laberinto, nada que explicara el prefacio.
Inclínate hacia la vida. Inclínate, muy cerca… más cerca.
La vida es tela, y en ella ni trama ni urdimbre se encuentran, sino solamente la tela.
Es por esto que soy Católico en la iglesia y en el pensamiento, pero dejo que el veloz Capricho teja lo que la lanzadera del Capricho quiere.

Éstas eran las frases iniciales del prefacio, pero las que seguían eran aún más difíciles de entender. A continuación venía «Stark», un cuento sobre una midinette que, según alcancé a entender, había asesinado o estaba por asesinar a un maniquí. Parecía un cuento de Catulle Mendès en que el traductor hubiera salteado o eliminado una frase de cada dos. Luego, un diálogo entre Pan y Santa Úrsula, que en mi opinión carecía de «chispa». Después, algunos aforismos (titulados αφορισµατα).
En conjunto, a decir verdad, había una gran variedad de formas. Y esas formas habían sido trabajadas con mucho cuidado. Era más bien el contenido lo que se me escapaba. ¿Había, en realidad, me pregunté, algún contenido? Ahora sí pensé: ¡Supón que Enoch Soames sea un necio! Pero enseguida nació una hipótesis contraria: ¡tal vez lo fuese yo! Opté por darle a Soames el beneficio de la duda. Yo había leído L’Après-midi d’un faune sin extraerle una pizca de significado. Y sin embargo Mallarmé —por supuesto— era un Maestro. ¿Cómo sabía yo que Soames no era otro? Su prosa tenía cierta musicalidad, que sin duda no alcanzaba a deslumbrar, pero que tal vez, pensé, tuviera la facultad de persistir en la memoria y, acaso, un significado tan profundo como la del mismo Mallarmé. Por lo tanto, me resolví a esperar sus poemas con ánimo libre de prejuicios.
Y después de encontrármelo por segunda vez, los aguardé con verdadera impaciencia. Esto sucedió una tarde de enero. Al entrar en el salón de dominó, pasé junto a una mesa ante la cual estaba sentado un hombre pálido, con un libro abierto. Alzó la vista, y yo lo miré por encima del hombro, con la vaga sensación de que debía haberlo reconocido. Me volví para saludarlo. Después de cambiar unas palabras, dije echando un vistazo al libro abierto:
—Veo que lo he interrumpido.
Y estaba por seguir mi camino, pero Soames respondió con su voz inexpresiva:
—Prefiero ser interrumpido.
Me indicó con un gesto que me sentara, y yo obedecí.
Le pregunté si a menudo leía en ese lugar.
—Sí. Esta clase de cosas las leo aquí —respondió, señalando el título del libro: Poemas de Shelley.
—¿Es algo que usted realmente…? —Iba a decir ¿«admira»? Pero cautelosamente dejé la frase inconclusa y enseguida me alegré, porque él dijo con inusitado énfasis:
—Es algo de segunda categoría.
Yo había leído poco de Shelley, pero murmuré:
—Desde luego; es muy desigual.
—Yo diría que lo malo es justamente su igualdad. Una igualdad mortal, por eso lo leo aquí. El ruido de este lugar quiebra el ritmo. Aquí es tolerable.
Soames alzó el libro y lo hojeó. Se echó a reír. La risa de Soames era un sonido breve, aislado y desprovisto de alegría que brotaba de la garganta sin que su rostro se moviera o sus ojos se iluminaran.
—¡Qué época! —exclamó, dejando el libro sobre la mesa—. ¡Y qué país! —añadió.
Le pregunté, con cierta nerviosidad, si en su opinión Keats no había superado, más o menos, las limitaciones del tiempo y el espacio. Admitió que «había algunos pasajes en Keats», pero no los mencionó. De «los viejos», como los llamaba, el único que le gustaba era Milton. «Milton —dijo— no era sentimental». Y además: «Milton tenía una oscura visión interior». Y por fin:
—Siempre puedo leer a Milton en la sala de lectura.
—¿La sala de lectura?
—Del Museo Británico. Voy todos los días.
—¿De veras? Yo sólo estuve una vez. Me pareció un lugar más bien deprimente. Se me ocurrió que… que le resta vitalidad a uno.
—Así es. Por eso voy yo. Cuanto menor es la propia vitalidad, tanto más sensitivo se vuelve uno al arte verdaderamente grande. Yo vivo cerca del Museo. Alquilo un departamento en la calle Dyott.
—¿Y va a la sala de lectura para leer a Milton?
—Casi siempre a Milton. —Me miró—. Fue Milton —certificó— quien me convirtió al Diabolismo.
—¿Al Diabolismo? ¿Sí? ¿Realmente? —dije con esa vaga incomodidad y ese intenso deseo de ser cortés que experimenta uno cuando un hombre le habla de su propia religión—. ¿Usted… adora al Demonio?
Soames meneó la cabeza.
—No se trata de adoración —calificó, sorbiendo su ajenjo—, sino más bien de confianza mutua.
—Ah, sí… Pero yo creí entender por el prefacio de Negaciones que usted era… católico.
Je t’étais a cette époque. Quizá lo sea aún. Sí… soy un Diabolista Católico.
Hizo esta profesión de fe con tono casi precipitado. Advertí que lo que prevalecía en su espíritu era el hecho de que yo había leído Negaciones. Sus ojos opacos habían brillado por primera vez. Tuve la impresión de que iba a ser examinado, viva voce, sobre el tema en que me sentía más flojo. Le pregunté apresuradamente cuándo se publicarían sus poemas.
—La semana próxima —me dijo.
—¿Y sin título?
—No, por fin encontré uno. Pero no se lo diré —añadió, como si yo hubiera tenido la impertinencia de preguntárselo—. Aún no sé si me satisface del todo. Pero es el mejor que he podido encontrar. En cierto modo, sugiere la naturaleza de los poemas… Extrañas vegetaciones, naturales y salvajes, y sin embargo exquisitas y multicolores y llenas de ponzoña.
Le pregunté qué pensaba de Baudelaire. Lanzó aquel bufido que era su risa, y dijo que Baudelaire era «un bourgeois malgré lui». Francia sólo tenía un poeta: Villon, «y dos tercios de Villon eran simple periodismo». Verlaine era un «épicier malgré lui». Con cierta sorpresa comprobé que, en conjunto, apreciaba menos la literatura francesa que la inglesa. Había «algunos pasajes» en Villiers de l’Isle Adam.
—Pero yo —resumió— no le debo nada a Francia. Ya verá —predijo con un movimiento afirmativo de la cabeza.
Pero, llegado el momento, no vi tal cosa. Pensé que el autor de Fungoides debía bastante —inconscientemente, desde luego— a los jóvenes decadentes de París, o a los jóvenes ingleses que a su vez debían algo a aquéllos. Aún pienso lo mismo. El librito —que compré en Oxford— está ante mí en este momento, mientras escribo. Su cubierta de bocací gris pálido y sus letras de plata no han sobrellevado muy bien el paso del tiempo. Su contenido tampoco. Lo he examinado nuevamente, con melancólico interés. No es gran cosa. Cuando se publicó, abrigué la vaga sospecha de que lo fuera. Supongo que es mi fe en ella la que se ha debilitado, y no la obra del pobre Soames…
TO A YOUNG WOMAN
Thou art, who hast not been!
Pale tunes irresolute
And traceries of old sounds
Blown from a rotted flute
Mingle with noise of cymbals rouged with rust
Nor not strange forms and epicene
Lie bleeding in the dust,
Being wounded with wounds.
For this it is
That in thy counterpart
Of age-long mockeries
Thou hast not been nor art![1]
Me pareció que había cierta contradicción entre la primera y la última línea. Intenté, con el ceño fruncido, resolver esta discordancia. Pero no consideré mi fracaso como totalmente incompatible con un significado en la mente de Soames. ¿No indicaría, más bien, la profundidad del significado? En cuanto a la técnica, «enrojecidos por la herrumbre» me parecía un hallazgo, y las palabras «nor not» en lugar de «and» eran extrañamente felices. Me pregunté quién era la joven, y qué había sacado en limpio de todo eso. Me asalta la triste sospecha de que Soames no habría sido capaz de encontrarle más sentido que ella. Sin embargo, aún ahora, si no trata uno de comprender el poema, y se conforma con atender al sonido, advierte cierta gracia en el ritmo. ¡Soames era un artista… en la medida en que existía, pobre diablo!
Cuando leí Fungoides por primera vez, me pareció, extrañamente, que su veta diabolista era lo mejor de Soames. El Diabolismo parecía una influencia alegre y aún saludable dentro de su vida.
NOCTURNE
Round and round the shutter’d Square
I stroll’d with the Devil’s arm in mine.
No sound but the scrape of his hoofs was there
And the ring of his laughter and mine.
We had drunk black wine.
I scream’d: «I will race you, Master!».
«What matter», lie shriek’d, «tonight
Which of us runs the faster?
There is nothing to fear tonight
In the foul moon’s light!».
Then I look’d him in the eyes,
And I laugh’d full shrill at the lie he told
And the gnawing fear he would fain disguise.
It was true, what I’d time and again been told:
He was old, old.[2]
Aquella primera estrofa, pensé, tenía mucho ímpetu: un acento retozón y jovial de camaradería. La segunda, quizá, era algo histérica. Pero la tercera me gustaba: ¡era tan vivamente heterodoxa, aún con respecto a los dogmas de la extraña secta de Soames! ¡Nada de «confianza mutua» en esas líneas! Soames, triunfante, desenmascarando al Demonio como a un mentiroso, y riéndose «a gritos», era un personaje muy alentador. Eso fue lo que pensé entonces. Ahora, a la luz de lo que sucedió más tarde, ninguno de sus poemas me deprime tanto como el «Nocturno».
Busqué los comentarios de los periódicos metropolitanos. Se dividían en dos clases: los que decían muy poco, y los que no decían nada. La segunda era mucho más numerosa, y los términos en que se expresaba la primera eran fríos. A tal punto que el mejor elogio que pudo presentar el editor de Soames en sus anuncios publicitarios era éste:
Un acento de modernismo desde el principio hasta el fin… Un ritmo ágil. — Preston Telegraph.

Yo abrigaba la esperanza de poder felicitar al poeta (cuando lo viese) por haber conmovido el ambiente, pues se me ocurría que no estaba tan seguro de su grandeza intrínseca como aparentaba. Pero cuando en efecto nos encontramos, sólo atiné a decir con voz ronca: «Espero que Fungoides se venda muy bien». Me miró a través de su vaso de ajenjo y me preguntó si había comprado un ejemplar. Según su editor, sólo se habían vendido tres. Me reí, como si fuese una broma.
—¿No creerá que me importa, verdad? —dijo con algo parecido a un gruñido.
Desestimé la idea. Añadió que no era un comerciante. Dije humildemente que yo tampoco, y murmuré que un artista que daba al mundo cosas realmente nuevas y grandes, siempre debía esperar mucho tiempo a que se le tributara el debido reconocimiento. Contestó que ese reconocimiento no le importaba un sou. Y yo admití que el acto de la creación era su propia recompensa.
Si yo me hubiera considerado un Don Nadie, su mal humor me habría alejado. Pero ¡ah! ¿Acaso John Lane y Aubrey Beardsley no me habían sugerido que escribiera un ensayo para esa grande y nueva empresa que estaba en marcha —The Yellow Book? ¿Y acaso Henry Harland, como jefe de redacción, no había aceptado mi ensayo? ¿Y no aparecía en el mismísimo primer número? En Oxford yo estaba todavía in statu pupillari. Pero en Londres me consideraba con todo derecho un egresado, a quien ningún Soames podía abochornar. En parte con fines de ostentación, y en parte por pura buena voluntad, le dije a Soames que debía colaborar en el Yellow Book. De su garganta brotó un sonido despreciativo destinado a esa publicación.
Uno o dos días más tarde, sin embargo, le pregunté a Harland, para sondear el terreno, si sabía algo de la obra de un tal Enoch Soames. Harland se detuvo en mitad de su característico paseo alrededor de la habitación, alzó las manos al techo y gimió que a menudo había visto a «ese absurdo individuo» en París, y que esa misma mañana había recibido de él algunos poemas manuscritos.
—¿No tiene talento? —pregunté.
—Tiene una renta. No necesita nada.
Harland era el más jovial de los hombres y el más generoso de los críticos, pero detestaba hablar de algo que no lo entusiasmara. Por consiguiente, abandoné el tema. La noticia de que Soames poseía una renta mitigó mi preocupación. Más tarde supe que era hijo de un fracasado y fallecido librero de Preston, que había heredado de una tía casada una renta anual de trescientas libras, y que no le quedaban parientes en este mundo. Materialmente, pues, «no necesitaba nada». Pero aun así, había en él un pathos espiritual, agudizado ahora a mis ojos por la posibilidad de que aún el Preston Telegraph no le hubiese dedicado sus elogios si el padre de Soames no hubiera sido un vecino de Preston. Tenía una especie de débil obstinación que yo no podía menos de admirar. Ni él ni su obra recibían el menor estímulo; pero él insistía en comportarse como un personaje, mantenía siempre al tope su deshilachada banderita. En cualquier lugar donde se congregaran los jeunes féroces de las artes, en cualquier restaurante de Soho que acabaran de descubrir, en cualquier music hall que prefiriesen, ahí estaba Soames entre ellos, o más bien al borde: una figura borrosa pero inevitable. Nunca trataba de captarse la simpatía de sus colegas escritores, jamás deponía un ápice de su arrogancia, cuando se trataba de su propia obra, o de su desprecio, cuando se trataba de los demás. Con los pintores se mostraba respetuoso, y aún humilde; mas para los poetas y prosistas de The Yellow Book, y más tarde del Savoy, jamás tuvo una palabra que no fuera de desdén. Su presencia no molestaba a los demás. A nadie se le habría ocurrido que él o su Diabolismo Católico tuvieran alguna importancia. Cuando en el otoño de 1896 publicó (esta vez por cuenta propia) su tercer libro, su último libro, nadie pronunció una palabra de elogio o de censura. Yo tuve intención de comprarlo, pero me olvidé. No lo vi nunca, y me avergüenza decir que ni siquiera recuerdo cómo se titulaba. Sin embargo, cuando se publicó el libro, le dije a Rothenstein que el pobre viejo Soames me parecía en realidad una figura bastante trágica, y que la falta de resonancia de su obra acabaría realmente por matarlo. Rothenstein se burló. Dijo que yo alardeaba de un buen corazón que en verdad no poseía; y quizá era así. Pero unas semanas más tarde, en la exposición privada del Nuevo Club Inglés de Arte, vi un retrato al pastel de «Enoch Soames, Esq». Se le parecía mucho, y el haberlo ejecutado era característico de Rothenstein. Soames estuvo parado toda la tarde cerca del cuadro, con su sombrero hongo y su capa impermeable. Cualquiera de sus conocidos habría captado en el acto la semejanza del retrato. Pero quien no lo conociera, nunca hubiese identificado el modelo a partir de la imagen; ésta «existía» mucho más que él; era inevitable. Además, no tenía esa expresión de vaga felicidad que ahora se advertía, sí, en el rostro de Soames. El hábito de la fama lo había rozado. En el transcurso de aquel mes fui dos veces más al Club de Arte, y en ambas oportunidades vi a Soames exhibiéndose en persona. Pensándolo bien, creo que la clausura de aquella exposición fue virtualmente el fin de su carrera. Había sentido en la mejilla el aliento de la fama… pero tan tarde y por tan poco tiempo… y al no sentirlo más, cedió, sucumbió, se derrumbó. Él, que nunca había parecido fuerte o saludable, ahora tenía un aspecto espectral, era una sombra de la sombra que antaño había sido. Aún frecuentaba la sala de dominó; pero, habiendo perdido el deseo de provocar curiosidad, ya no leía libros en ella.
—¿Ahora sólo lee en el Museo? —le pregunté, aparentando jovialidad.
Me contestó que ya no iba allí.
—No hay ajenjo en el Museo.
Era una de esas cosas que antaño habría dicho para llamar la atención; ahora la decía convencido. El ajenjo, que antes no fuera más que un factor de la «personalidad» que tan laboriosamente trataba de construirse, se había convertido en solaz y necesidad. Ya no lo llamaba «la sorcière glauque». Había renunciado a todas las expresiones en francés. Se había convertido en un hombre de Preston, sencillo y sin barniz.
El fracaso, aun cuando sea un fracaso total, sencillo y sin barniz, aun cuando sea un fracaso mezquino, lleva siempre consigo cierta dignidad. Yo rehuía a Soames porque a su lado me sentía vulgar. Por aquella época John Lane había publicado dos libritos míos, que tuvieron un agradable éxito de crítica. Yo era una «personalidad»… una personalidad menor, pero bien definida. Frank Harris me había contratado para que «pataleara» en el Saturday Review, Alfred Harmsworth me permitía hacer lo mismo en The Daily Mail. Yo era justamente lo que no era Soames. Él proyectaba una sombra de vergüenza sobre mi triunfo. Si yo hubiera sabido que él creía firme y verdaderamente en la grandeza de lo que realizara como artista, quizá no habría evitado su presencia. No se puede decir que ha fracasado por completo un hombre que no ha perdido su vanidad. La dignidad de Soames era una ilusión mía. Un día de la primera semana de junio de 1897 esa ilusión desapareció. Pero en la noche de ese día también desapareció Soames.
Yo había estado afuera la mayor parte de la mañana, y como se me hizo tarde para almorzar en casa, fui al «Vingtième». Este pequeño local —cuyo nombre completo era «Restaurant du Vingtième Siècle»— había sido descubierto por los escritores y poetas en 1896, pero más tarde fue abandonado, o poco menos, en beneficio de algún hallazgo posterior. Creo que no subsistió lo bastante para justificar su nombre; mas por ese entonces estaba aún en Greek Street, a pocos pasos de Soho Square, y casi enfrente de esa casa donde en los primeros años del siglo una chiquilla, y junto con ella un muchacho llamado De Quincey, pernoctaban hambrientos en la oscuridad, entre el polvo y las ratas y viejos pergaminos legales. El «Vingtième» no era más que un saloncito blanqueado, que por un extremo daba a la calle y por otro a la cocina. El propietario y cocinero era un francés, a quien llamábamos Monsieur Vingtième; las camareras eran sus dos hijas, Rose y Berthe; y la comida, en verdad, era buena. Las mesas eran tan angostas y estaban tan juntas que cabían en número de doce, seis de cada pared.
Cuando entré, sólo las dos más próximas a la puerta estaban ocupadas. Una, por un hombre alto, llamativo, más bien mefistofélico, a quien yo solía ver de tanto en tanto en el salón de dominó y en otros lugares. En la otra estaba Soames. En aquel soleado recinto, formaban un extraño contraste: Soames, demacrado, con aquel sombrero y aquella capa que jamás le viera quitarse, y este otro, este hombre intensamente vital, ante cuya presencia volvía a preguntarme, con más insistencia que nunca, si era un mercader de diamantes, un ilusionista o el jefe de una agencia de detectives privados. Estoy seguro de que Soames no deseaba mi compañía; sin embargo, le pregunté si podía acompañarlo —no hacerlo habría sido una desconsideración atroz— y me senté frente a él. Fumaba un cigarrillo. Había dejado el plato sin probar y tenía a su lado una botella semivacía de Sauterne. Callaba con cierta obstinación. Dije que Londres estaba imposible, con los preparativos del jubileo (a decir verdad, me gustaban). Manifesté mi deseo de marcharme inmediatamente, hasta que todo aquello terminara. En vano traté de ponerme a tono con su melancolía. Él no parecía oírme ni verme. Pensé que su comportamiento me ridiculizaba a los ojos del otro parroquiano. El pasillo entre las dos hileras de mesas del «Vingtième» tenía apenas dos pies de ancho (Rose y Berthe, al servir, se rozaban siempre, riñendo en voz baja), y cualquiera que estuviera sentado a la mesa contigua compartía prácticamente la que uno ocupaba. Pensé que mi fracasada tentativa de interesar a Soames divertía a mi vecino, y como no podía explicarle que mi insistencia era simplemente un acto de caridad, guardé silencio. Podía verlo perfectamente sin necesidad de volver la cabeza. Abrigué la esperanza de que mi aspecto fuese menos vulgar que el suyo, en contraste con el de Soames. Yo estaba seguro de que no era inglés; pero, ¿cuál era realmente su nacionalidad? Aunque tenía el cabello (negro como el azabache) cortado en brosse, no me pareció francés. A Berthe, que lo atendía, le hablaba en francés con soltura, pero sin el acento y los coloquialismos nativos. Supuse que era su primera visita al «Vingtième», pero Berthe lo atendía sin formalidades. Él no le había causado buena impresión. Sus ojos eran atrayentes, pero —como las mesas del «Vingtième»— demasiado angostos y juntos. Tenía una nariz de ave de rapiña, y las guías del bigote, que se prolongaban a ambos lados de las fosas nasales, le estereotipaban la sonrisa. Decididamente, era siniestro. Y el chaleco escarlata —tan fuera de temporada en el mes de junio—, que le ceñía ajustadamente el pecho amplio, intensificaba la sensación de incomodidad que me producía su presencia. Ese chaleco no sólo era inadecuado por el calor. Era, no sé por qué, inadecuado en sí mismo. No se habría justificado en una mañana de Navidad. Habría sido una nota discordante la noche del estreno de Hernani. Yo estaba tratando de explicarme lo que había en él de incongruente, cuando Soames, repentino y extraño, quebró el silencio.
—¡Dentro de cien años…! —murmuró, como si estuviera en trance.
—No estaremos aquí —repuse, pronta y fatuamente.
—Nosotros no estaremos. No —zumbó—, pero el Museo estará en el mismo lugar donde ahora está. Y la sala de lectura, en el mismo lugar de ahora. Y la gente irá a leer.
Aspiró bruscamente el humo, y un espasmo de auténtico dolor le deformó el rostro.
Me pregunté qué encadenamiento de ideas había estado siguiendo el pobre Soames. Pero él mismo aclaró mis dudas cuando dijo, después de una larga pausa:
—Usted cree que no me ha importado.
—¿Que no le ha importado qué, Soames?
—El olvido. El fracaso.
—¿El fracaso? —dije calurosamente—. ¿El fracaso? —repetí vagamente—. El olvido, sí, quizá; pero eso es algo completamente distinto. Desde luego, usted no ha sido… apreciado. Pero ¿qué importa? Cualquier artista que… que da…
Lo que yo quería decir era esto: «Cualquier artista que da al mundo cosas nuevas y grandes, siempre debe esperar mucho tiempo a que se le tribute el debido reconocimiento»; pero el halago se negaba a salir: a la vista de aquella congoja, una congoja tan genuina y desembozada, mis labios no querían pronunciar las palabras.
Y entonces… fue él quien las dijo por mí. Me sonrojé.
—¿Eso es lo que usted iba a decir, verdad? —preguntó.
—¿Cómo lo sabe?
—Es lo que me dijo hace tres años, cuando se publicó Fungoides.
Me sonrojé aún más. Innecesariamente, porque él prosiguió:
—Es lo único importante que le he oído decir. Y nunca lo he olvidado. Es cierto. Es una terrible verdad. Pero ¿recuerda lo que yo le contesté? Le dije: «El reconocimiento no me importa un sou». Y usted me creyó. Usted ha seguido creyendo que estoy por encima de todo eso. Usted es superficial. ¿Qué puede saber de los sentimientos de un hombre como yo? Usted imagina que cuando un gran artista tiene fe en sí mismo y en el veredicto de la posteridad, eso basta para hacerlo feliz… Usted nunca ha adivinado la amargura y la soledad, el… —su voz se quebró; pero luego prosiguió con una fuerza que yo nunca le viera—: ¡La posteridad! ¿De qué me sirve a mí? Un muerto no sabe que la gente visita su tumba, que acuden al lugar donde nació, que le ponen placas conmemorativas, que descubren estatuas suyas. Un muerto no puede leer los libros que se escriben sobre él. ¡Así que pasen cien años! ¡Piense en eso! Si yo pudiera volver a la vida entonces… unas pocas horas, si yo pudiese ir a la sala de lectura y leer! ¡O mejor aún, si ahora, en este momento, pudiera proyectarme a ese futuro, a esa sala de lectura, nada más que por esta tarde! ¡A cambio de eso me vendería en cuerpo y alma al Demonio! Piense: páginas y más páginas del catálogo: «SOAMES, ENOCH», interminablemente… interminables ediciones, comentarios, prolegómenos, biografías… —Al llegar aquí lo interrumpió un brusco y penetrante crujido de la silla colocada ante la mesa contigua. Nuestro vecino se había levantado a medias de su asiento. Se inclinaba hacia nosotros, tratando de disculpar su intromisión.
—Perdonen ustedes… permítanme —dijo suavemente—. Me ha sido imposible no oír. ¿Puedo tomarme esta libertad? En este pequeño restaurant sans-façon —extendió las manos en amplio gesto—, ¿puedo, como suele decirse, meter las narices?
No me quedó más remedio que manifestar nuestra conformidad. Berthe había aparecido en la puerta de la cocina, creyendo que el desconocido quería la cuenta. Pero él la alejó con un movimiento del cigarro, y un instante después se había sentado junto a mí, frente a frente con Soames.
—Aunque no soy inglés —explicó—, conozco a Londres muy bien, señor Soames. Su nombre y su fama (y también los del señor Beerbohm) me son muy conocidos. Ustedes se preguntarán: ¿quién soy yo? —Miró rápidamente por encima del hombro, y añadió en voz baja—: Soy el Diablo.
No pude evitarlo: me reí. Traté de no hacerlo; sabía que no había motivo de risa, pues mi propia descortesía me avergonzaba, pero me reí cada vez más fuerte. La serena dignidad del Diablo, la sorpresa y el fastidio de sus cejas enarcadas sólo aumentaron mi hilaridad. Me reí hasta desternillarme, y al final me apoyé, dolorido, en el respaldo de la silla. Me comporté deplorablemente.
—Soy un caballero —dijo él con intenso énfasis— y creía estar en presencia de caballeros.
—¡Oh! —murmuré, ya sin aliento—. ¡Oh, por favor!
—¿Curioso, nicht war? —oí que le decía a Soames—. Hay cierta clase de personas para quienes la sola mención de mi nombre es… ¡Oh, tan terriblemente graciosa! En vuestros teatros, al más torpe comediante le basta decir: «¡El Diablo!» para provocar enseguida «la risa altisonante que delata a los espíritus vacíos». ¿No es así?
Yo había recobrado el aliento, lo suficiente para ofrecer mis excusas. Él las aceptó, pero fríamente, y volvió a dirigirse a Soames.
—Soy un hombre de negocios —dijo—, y siempre me ha gustado ir derecho al grano, como dicen en los Estados Unidos. Usted es un poeta. Les affaires… usted los detesta. Pero conmigo negociará, ¿verdad? Lo que acaba de decir me infunde furiosas esperanzas.
Soames no se había movido, salvo para encender un nuevo cigarrillo. Estaba agazapado, con los codos sobre la mesa y la cabeza al ras de las manos, mirando fijamente al Demonio.
—Siga —dijo moviendo afirmativamente la cabeza.
A mí ya no me quedaban ganas de reír.
—Nuestro pequeño pacto —prosiguió el Diablo— será tanto más agradable cuanto que usted, si no me equivoco, es un Diabolista.
—Un Diabolista católico —dijo Soames.
El Demonio aceptó de buena gana esta reserva.
—Usted —prosiguió— quiere visitar ahora, esta tarde, la sala De lectura del museo Británico, ¿verdad? Pero tal como será dentro de cien años, ¿eh? Parfaitement. El tiempo… una ilusión. El pasado y el futuro… están siempre tan presentes como el presente, o al menos, por decirlo así, a la vuelta de la esquina. Yo lo sintonizo con cualquier época. Yo lo proyecto… ¡puf! ¿Usted quiere hallarse en la sala de lectura, tal como será en la tarde del 3 de junio de 1997? ¿Quiere encontrarse, de pie, en esa sala, más allá de las puertas giratorias, en este mismo instante, eh? ¿Y quedarse ahí hasta que cierren? ¿No es así?
Soames asintió.
El Diablo miró su reloj.
—Las dos y diez —dijo—. La hora de clausura, en ese entonces, será la misma de ahora: las siete. Tendrá usted casi cinco horas. A las siete, ¡puf!, se encontrará nuevamente aquí, sentado ante esta mesa. Esta noche ceno dans le monde — dans le high life. Con eso termina mi presente visita a vuestra gran ciudad. Vendré a buscarlo aquí, señor Soames, en el camino de regreso a mi hogar.
—¿Su hogar? —repetí.
—¡Aunque no sea tan humilde! —dijo despreocupadamente el Demonio.
—Está bien —dijo Soames.
—¡Soames! —supliqué. Pero a mi amigo no se le movió un músculo.
El Diablo estiraba la mano a través de la mesa para tocar el antebrazo de Soames; pero interrumpió el ademán.
—Dentro de cien años, como ahora —dijo sonriendo—, no se permite fumar en la sala delectura, Por lo tanto será mejor que…
Soames se quitó el cigarrillo de la boca y lo dejó caer en su vaso de Sauterne.
—¡Soames! —exclamé de nuevo—. Usted no puede…
Pero el Diablo ya había estirado la mano a través de la mesa, y la dejó caer lentamente… sobre el mantel. La silla de Soames estaba vacía. Su cigarrillo flotaba, hinchado, en el vino de la copa. No quedaban más rastros de él.
Durante algunos instantes el Diablo dejó descansar la mano en el sitio donde la había apoyado, mirándome con el rabillo del ojo, vulgarmente triunfal.
Me asaltó un escalofrío. Me dominé con esfuerzo y me levanté de la silla.
—Muy ingenioso —dije, condescendiente—. Pero ¿no cree usted que La Máquina del Tiempo es un libro delicioso? ¡Tan original!
—Usted se complace en el sarcasmo —dijo el Diablo, que también se había puesto de pie—, pero una cosa es escribir acerca de una máquina imposible, y otra muy distinta ser una Potencia Sobrenatural.
Sin embargo, comprendí que se sentía ofendido. Berthe se acercó al oír que nos levantábamos. Le expliqué que habían llamado al señor Soames, pero que tanto él como yo cenaríamos allí por la noche. Recién cuando salí al aire libre empecé a sentirme mareado. Sólo tengo un vaguísimo recuerdo de lo que hice, de los lugares por donde ambulé bajo el sol ardiente de aquella tarde interminable. Recuerdo el sonido de los martillos de los carpinteros, a lo largo de Piccadilly, y el aspecto desnudo y caótico de los «stands» a medio construir. ¿Fue en Green Park o en Kensington Gardens, donde me senté en una silla debajo de un árbol y traté de leer un periódico vespertino? El artículo de fondo traía una frase que siguió repitiéndose en mi fatigado cerebro: «Son pocas las cosas que escapan a esta augusta Señora, llena de la sabiduría atesorada en sesenta años de Reinado». Recuerdo haber concebido, en mi desesperación, una carta (que debía ser llevada a Windsor por mensajero expreso, con orden de esperar la respuesta).
SEÑORA: Sabiendo perfectamente que Su Majestad está llena de sabiduría atesorada en sesenta años de Reinado, me atrevo a solicitar su consejo en este delicado asunto. El señor Enoch Soames, cuyos poemas quizá usted conozca…
¿No había manera alguna de ayudarlo, de salvarlo? Un pacto era un pacto, y yo habría sido el último en ayudar o respaldar a alguien que tratara de rehuir una obligación razonable. No habría movido un dedo para salvar a Fausto. ¡Pero el pobre Soames!, condenado a pagar sin tregua un precio eterno por nada más que una infructuosa búsqueda y una amarga desilusión…
Me parecía extraño y siniestro que él, Soames, en carne y hueso, con su capa impermeable, estuviera en aquel momento viviendo en la última década del siguiente siglo, escudriñando libros que aún no se habían escrito, viendo y siendo visto por hombres que aún no habían nacido. Y aún más siniestro y singular que esta noche y para siempre estaría en el infierno. Sí, sin duda la verdad es más extraña que la ficción.
Aquella tarde fue interminable. Casi deseé haber acompañado a Soames; no para permanecer en la sala de lectura, desde luego, sino para salir a dar un excitante paseo por un Londres desconocido. Me alejé, inquieto, del parque donde había descansado. Inútilmente traté de imaginar que yo era un ardiente turista del siglo dieciocho. La tensión de los minutos lentos y vacíos era intolerable. Mucho antes de las siete regresé al «Vingtième».
Me senté a la misma mesa que había ocupado en el almuerzo. El aire entraba con indiferencia por la puerta abierta a mi espalda. De tanto en tanto, Rose y Berthe aparecían por un instante. Les había dicho que no pediría la cena hasta que no llegara el señor Soames. Empezó a sonar un organillo, ahogando abruptamente el vocerío de unos franceses que disputaban en la calle. Cada vez que terminaba una canción, se oía nuevamente la algarabía de la pelea. En el camino yo había comprado otro periódico vespertino. Lo abrí. Pero mis ojos se apartaban incesantemente de él, para consultar el reloj de pared colocado sobre la puerta de la cocina…
¡Faltaban cinco minutos para la hora! Recordé que en los restaurantes los relojes están cinco minutos adelantados. Concentré mi mirada en el periódico. Juré no volver a levantar los ojos. Alcé el periódico y lo desplegué en todo su ancho, pegándolo a mi rostro, para no ver otra cosa… ¿Temblaba acaso la hoja? Una corriente de aire, me dije.
Una gradual rigidez se apoderaba de mis brazos. Me dolían. Pero no podía bajarlos… ahora. Me asaltó una sospecha, me asaltó una certeza. Y bien, ¿entonces qué?… ¿Para qué otra cosa había venido? Sin embargo, seguí aferrándome enérgicamente a esa barrera del periódico. Sólo el ruido de los ágiles pasos de Berthe, que venía de la cocina, me permitió, me obligó a dejarlo caer y murmurar:
—¿Qué cenaremos, Soames?
II est souffrant, ce pauvre Monsieur Soames? —preguntó Berthe.
—Sólo está… cansado.
Le pedí que trajera vino —Borgoña— y cualquier comida que estuviese lista. Soames estaba agazapado sobre la mesa, exactamente en la misma posición en que lo viera por última vez. Como si no se hubiese movido… él, que había viajado tan inconcebiblemente lejos. Una o dos veces, en el transcurso de la tarde, se me había ocurrido, por un instante, que tal vez su viaje no sería infructuoso, que acaso todos nos habíamos equivocado al juzgar la obra de Enoch Soames. Pero de su aspecto se desprendía con atroz claridad de que estábamos atrozmente en lo cierto.
—No se desanime —balbucí—. Quizá usted no… no eligió un plazo suficiente. Tal vez dentro de dos o tres siglos…
—Sí —respondió su voz—. He pensado en eso.
—Y ahora… ¡ocupémonos ahora del futuro más inmediato! ¿Dónde piensa ocultarse? ¿Qué le parece si toma el expreso de París, en Charing Cross? Tiene casi una hora. Pero no vaya a París. Quédese en Calais. Radíquese en Calais. Jamás se le ocurrirá ir a buscarlo a Calais.
—Es mi destino —dijo— pasar mis últimas horas en la tierra en compañía de un asno. —Pero yo no me sentí ofendido—. Y un asno traidor —añadió extrañamente, lanzando hacia mí un arrugado trozo de papel que tenía en la mano. Eché un vistazo a lo que traía escrito… una especie de jerigonza, al parecer, y lo aparté con impaciencia.
—¡Vamos, Soames! ¡Serénese! Esto no es sólo un asunto de vida o muerte. ¡Recuerde, se trata de un eterno tormento! ¿Se quedará aquí, resignadamente, hasta que el Diablo venga a buscarlo?
—No puedo hacer otra cosa. No me queda otra alternativa.
—¡Vamos! ¡La «confianza mutua» llevada al colmo! ¡Su diabolismo ha perdido el seso! —Llené su vaso de vino—. Seguramente, ahora que usted ha visto a esa bestia…
—Es inútil injuriarlo.
—Pero usted debe admitir, Soames, que no tiene nada de miltoniano.
—No niego que sea algo distinto de lo que yo esperaba.
—Es un hombre vulgar, un plebeyo, de esa clase de individuos que despojan a las damas de sus joyas en los pasillos de los trenes que van a la Riviera. ¡Imagínese el eterno tormento presidido por él!
—No creerá usted que lo espero con ansia, ¿verdad?
—Entonces, ¿por qué no huye silenciosamente?
Una y otra vez llené su vaso, que él vaciaba mecánicamente. Pero el vino no encendía en su interior la más pequeña chispa de iniciativa. No comía, y yo apenas probé bocado. En el fondo de mi corazón, yo no creía que la fuga pudiera salvarlo. La persecución sería instantánea, la captura cierta. Pero todo era preferible a esta espera pasiva, humilde, miserable. Le dije a Soames que el honor de la raza humana le exigía alguna manifestación de resistencia. Preguntó qué había hecho la raza humana por él.
—Además —dijo—, ¿no comprende que estoy en su poder? Usted lo vio tocarme, ¿verdad? Todo ha terminado. No tengo voluntad. Estoy sellado.
Hice un gesto de desesperación. Él siguió repitiendo la palabra sellado. Empecé a comprender que el vino le había nublado el cerebro. ¡No era extraño! Sin alimentarse había viajado al futuro, y aún estaba sin comer. Lo insté a que probara por lo menos un poco de pan. Era enloquecedor pensar que él, que tenía tanto que decir, quizá no dijera nada.
—¿Qué le pareció todo… más allá? —pregunté—. ¡Vamos! Cuénteme sus aventuras.
—Serían un excelente «argumento», ¿verdad?
—Lo siento mucho por usted, Soames, y me hago cargo de lo que le sucede; pero ¿qué derecho tiene a insinuar que yo lo utilizaría como «argumento»?
El pobre se llevó las manos a la frente.
—No sé —dijo—. Sé que he tenido algún motivo… Trataré de recordarlo.
—Perfecto. Trate de recordarlo todo. Coma un poco más de pan. ¿Qué aspecto tenía la sala de lectura?
—Más o menos el de siempre —murmuró por fin.
—¿Mucha gente?
—Como de costumbre.
—¿Cómo eran?
Soames trató de visualizarlos.
—Eran todos muy parecidos —recordó de pronto. Mi espíritu dio un salto atroz.
—¿Todos vestidos con mallas?
—Sí. Creo que sí.
—¿Una especie de uniforme? —Él asintió—. ¿Con un número, quizá? ¿Un número en un gran disco metálico cosido a la manga izquierda? ¿DKF 78.910, por ejemplo? —Era así—. ¿Y todos, hombres y mujeres, parecían muy bien alimentados? ¿Muy utópicos? ¿Con un fuerte olor a ácido fénico? ¿Y todos completamente calvos?
Mis previsiones resultaron exactas. El único punto acerca del cual Soames no estaba muy seguro era si los hombres y las mujeres eran calvos o estaban rapados.
—No tuve tiempo para examinarlos muy detenidamente —explicó.
—No, desde luego. Pero…
—Ellos sí que me miraban. Llamé mucho la atención.
—¡Al fin había llamado la atención! Creo que más bien los atemoricé. Me rehuían cuando me aproximaba. Los hombres que ocupaban el escritorio circular en el centro de la sala parecían asaltados del pánico cada vez que me acercaba para hacer alguna averiguación.
—¿Qué hizo usted cuando llegó?
Desde luego, se había encaminado directamente al catálogo, a los volúmenes marcados con la letra S, y se había detenido largamente ante el SNSOF, incapaz de sacarlo del estante, porque su corazón latía tan apresuradamente… Al principio, dijo, no se sintió defraudado, pensó, simplemente, que estaba en uso un nuevo sistema de clasificación. Se dirigió a la mesa central y preguntó dónde estaba el catálogo de los libros del siglo veinte. Supo que aún no había más que un solo catálogo. Buscó nuevamente su nombre, contempló las tres tirillas engomadas que había conocido tan bien. Después fue a sentarse, y largo rato permaneció sentado…
—Y por fin —dijo con voz parecida al zumbido de un abejorro— consulté el Diccionario Biográfico Nacional y algunas enciclopedias… Regresé a la mesa central y pregunté cuál era el mejor libro moderno sobre la literatura de fines del siglo diecinueve. Me dijeron que el libro del señor T. K. Nupton era considerado el mejor. Lo busqué en el catálogo, y llené el correspondiente formulario. Me lo trajeron. Mi nombre no estaba en el índice, pero… ¡Sí! —dijo cambiando abruptamente de tono—. Eso es lo que había olvidado. ¿Dónde está ese pedacito de papel? Démelo.
Yo también había olvidado aquel jeroglífico. Lo encontré caído en el suelo y se lo alcancé.
Él lo alisó, meneando la cabeza y mirándome con una sonrisa desagradable.
—Eché un vistazo al libro de Nupton —prosiguió—. No es fácil de leer. Usan una especie de escritura fonética. Todos los libros modernos que vi eran fonéticos.
—Entonces no quiero saber más nada, Soames, por favor.
—En cambio, todos los nombres propios parecían escritos a la antigua. De lo contrario, quizá no habría advertido el mío.
—¿Su propio nombre? ¿De veras? ¡Oh, Soames, cuánto me alegro!
—Y el suyo.
—¡No!
—Pensé que esta noche usted me esperaría aquí. Por eso me tomé la molestia de copiar el pasaje. Léalo.
Le arranqué el papel de las manos. La escritura de Soames era característicamente borrosa. Debido a esto, a mi emoción y a la ruidosa ortografía, tardé más en comprender lo que quería decir T. K. Nupton.
El documento se halla ante mis ojos en este momento. Es extraño que las palabras que copio para ustedes el pobre Soames las haya copiado para mí dentro de setenta y ocho años…
De la página 234 de Literatura inglesa 1890-1900, por T. K. Nupton, publicación del Estado, 1992.
«Por ejemplo, un escritor de la época, llamado Max Beerbohm, que aún vivía en el siglo veinte, escribió un cuento en el que retrató a un personaje imaginario llamado “Enoch Soames”, un poeta de tercera categoría, que se cree un gran genio y hace un pacto con el Diablo para saber qué pensaría de él la posteridad. Es una sátira algo artificiosa, pero no carente de valor, en cuanto demuestra hasta qué punto se tomaban en serio los jóvenes de milochonoventa. Ahora que la profesión literaria ha sido organizada como un departamento de servicios públicos, los escritores han encontrado su verdadero nivel y han aprendido a cumplir su deber sin pensar en el mañana. “El obrero gana su salario”, y eso es todo. Felizmente, los Enoch Soames no existen hoy entre nosotros»[3].
Advertí que pronunciando las palabras en alta voz (recurso que recomiendo a mis lectores) alcanzaba a comprenderlas, poco a poco. Cuanto más inteligibles se volvían, tanto más crecían mi azoramiento, mi congoja y mi horror. Era una pesadilla. Por un lado, a lo lejos, el vasto y siniestro panorama de lo que aguardaba a las infortunadas letras; por el otro, aquí, sentado a la mesa, mirándome con una mirada que parecía quemarme, el pobre hombre a quien, a quien evidentemente… pero no: por mucho que se envileciera mi carácter en los años venideros, yo jamás sería tan bestia como para…
Examiné nuevamente el manuscrito. «Imaginario»… pero allí estaba Soames, y no era más imaginario —¡ay!— que yo. Y «labud»… ¿qué diablos era eso? (Hasta el día de hoy no he descifrado esa palabra).
—Todo esto es muy… desconcertante —balbucí por fin.
Soames nada dijo; pero, cruelmente, no dejó de mirarme.
—¿Está usted seguro —contemporicé—, completamente seguro de que copió bien el párrafo?
—Completamente.
—Bueno, entonces es este maldito Nupton que debe de haber cometido (que cometerá) un estúpido error… ¡Escúcheme, Soames! Usted me conoce demasiado para suponer que yo… Al fin y al cabo, el nombre «Max Beerbohm» no es tan raro, y seguramente habrá varios Enoch Soames por ahí… o, más bien, Enoch Soames es un nombre que podría ocurrírsele a cualquiera que escribiese un cuento. Además, yo no escribo cuentos: soy un ensayista, un observador, un cronista… Admito que es una coincidencia extraordinaria. Pero usted debe comprender…
—Lo comprendo todo —dijo Soames quedamente. Y añadió, en un resabio de sus viejas actitudes, pero con una dignidad que yo nunca le había conocido—: Parlons d’autre chose.
Acepté de prisa esta sugestión. Y volví directamente al futuro inmediato. Pasé la mayor parte de aquella larga tarde en renovadas súplicas a Soames para que huyese y se refugiara en cualquier parte. Recuerdo haberle dicho, por último, que si en verdad yo estaba llamado a escribir sobre él, aquel presunto «cuento» podría, por lo menos, tener un epílogo feliz. Soames repitió esas tres palabras finales con expresión de intenso desprecio.
—En la Vida y en el Arte —dijo—, lo único que importa es un epílogo inevitable.
—Pero —insistí, fingiendo mayores esperanzas de las que en realidad abrigaba— un final que puede rehuirse, no es inevitable.
—Usted no es un artista —dijo con voz áspera—. Y su incapacidad artística es tan irremediable que, no pudiendo imaginar algo y darle realidad, logrará que una cosa verdadera parezca inventada. Es un miserable chapucero. ¡Maldita suerte la mía!
Protesté que el miserable chapucero no era yo —no iba a ser yo— sino T. K. Nupton, y sostuvimos una discusión bastante acalorada. En lo mejor de ella, me pareció de pronto que Soames admitía su error: lo vi físicamente anonadado. Pero me pregunté por qué —y lo adiviné enseguida, con un escalofrío—, por qué miraba de esa manera algo que estaba a mi espalda. El portador de aquel «final inevitable» llenaba el vano de la puerta.
Logré girar en mi asiento y decir, con cierta despreocupación:
—¿Ah, adelante?
En verdad, su absurdo aspecto de villano de melodrama apaciguaba en algo mi temor. El lustre de su sombrero ladeado y su pechera, la forma en que se retorcía el bigote, y en particular la magnificencia de su sonrisa, todo parecía atestiguar que sólo estaba allí para ser burlado.
De una zancada llegó a nuestra mesa.
—Lamento —dijo con feroz ironía— interrumpir esta pequeña reunión…
—No la interrumpe, la completa —le aseguré—. El señor Soames y yo deseamos conversar con usted. ¿Quiere sentarse? El señor Soames no ha obtenido nada, absolutamente nada, con su viaje de esta tarde. No pretendemos insinuar que todo este negocio no ha sido más que una estafa… una vulgar estafa. Por el contrario, creemos que usted ha procedido de buena fe. Pero, desde luego, en tales circunstancias, el pacto queda rescindido.
El Diablo no contestó verbalmente. Se limitó a mirar a Soames y señalarle la puerta con el índice rígido. Soames se levantaba penosamente de la silla cuando yo, en un rápido y desesperado ademán, me apoderé de dos cuchillos que descansaban sobre la mesa y puse las hojas en cruz.
El Diablo retrocedió abruptamente contra la mesa que tenía a su espalda, desviando el rostro y estremeciéndose.
—¡Usted no es supersticioso! —dijo con voz sibilante.
—Yo no —repuse sonriendo.
—¡Soames! —ordenó, como si hablara con un lacayo, pero sin volver el rostro—. ¡Enderece esos cuchillos!
—El señor Soames —dije enfáticamente, al tiempo que intentaba refrenar a mi amigo con un gesto imperativo— es un Diabolista católico.
Pero mi pobre amigo cumplió el mandato del Diablo y no el mío; y cuando los ojos del maestro volvieron a clavarse en él, se levantó y salió arrastrando los pies. Traté de hablar. Pero fue él quien habló.
—Haga lo posible —fue la plegaria que me dirigió en el preciso instante en que el Diablo lo sacaba bruscamente por la puerta—, haga lo posible por hacerles saber que yo he existido.
Un segundo después salí yo también. Me quedé mirando a todos lados, a derecha, a izquierda, adelante. Vi la luz de la luna, vi la luz de los faroles, pero Soames y el otro habían desaparecido.
Aturdido, me quedé allí. Aturdido, volví por fin al reducido local: y supongo que pagué a Rose y Berthe mi cena y mi almuerzo, y también los de Soames; espero que así haya sido, porque nunca volví al «Vingtième». Desde aquella noche no me he acercado a Greek Street. Y pasaron muchos años antes de que volviera a poner el pie en Soho Square, porque fue allí, esa misma noche, donde ambulé horas y horas con esa vaga sensación de esperanza que incita a un hombre a no alejarse del lugar donde ha perdido algo… «En torno a la plaza de cerrados postigos anduve y anduve…». Aquella línea me volvía a la memoria, en mi solitaria ronda, y junto con ella toda la estrofa, repicando en mi cerebro y haciéndome ver cuán trágicamente distinto de lo imaginado por él había sido el encuentro del poeta con ese príncipe de quien, más que de todos los príncipes, debemos desconfiar.
Sin embargo —es extraño cómo ambula y divaga la mente de un ensayista, por conmovida que esté—, recuerdo haberme detenido ante un amplio portal preguntándome si acaso era el mismo en que el joven de Quincey yacía enfermo y débil mientras la pobre Ann corría a todo lo que daban sus piernas en dirección a Oxford Street, esa «madrastra de corazón de piedra», y regresaba con el «vaso de oporto y especias» sin el cual, según él, quizá habría muerto. ¿Era éste el mismo portal que de Quincey solía visitar en su ancianidad a manera de homenaje? Medité sobre el destino de Ann y la causa de su repentina desaparición de la guarida de su amigo; y luego me reproché amargamente por dejar que el pasado desplazara al presente. ¡Pobre Soames, desaparecido!
Y también empecé a sentirme preocupado por mí mismo. ¿Qué debía hacer?
¿Se produciría acaso un gran escándalo? ¿«La Misteriosa Desaparición de un Escritor», etc.? Había sido visto, por última vez, almorzando y cenando en mi compañía. ¿No sería mejor que yo tomara un coche y fuera inmediatamente a Scotland Yard? Me creerían un lunático. Al fin y al cabo, dije para tranquilizarme, Londres es una ciudad muy grande, y un solo ser humano, muy oscuro por añadidura, puede fácilmente desaparecer sin que nadie lo advierta… especialmente ahora, en el deslumbramiento del próximo jubileo. Lo mejor, pensé, era no decir nada.
Y estaba en lo cierto. La desaparición de Soames no produjo el menor ruido. Fue olvidado por completo antes que nadie —que yo sepa— observara que ya no se lo veía. Quizá de tanto en tanto, algún poeta, algún prosista, haya preguntado a otro: ¿Qué ha sido de ese hombre Soames?, pero yo no oí jamás esa pregunta. Cabe suponer que el procurador que le entregaba su renta anual realizara averiguaciones, pero no trascendió ningún eco de las mismas. Había algo atroz, para mí, en ese desconocimiento general del hecho de que Soames había existido, y más de una vez me sorprendí preguntándome si Nupton —ese nonato— tendría razón al suponer que Soames era fruto de mi fantasía.
En ese extracto del repulsivo libro de Nupton hay un detalle que quizá os ha intrigado. ¿Cómo es que el autor, aunque yo lo he mencionado aquí por su nombre y he citado las mismas palabras que él ha de escribir, no advertirá el evidente corolario de que yo no he inventado nada? La respuesta sólo puede ser la siguiente: Nupton no habrá leído los últimos pasajes de esa crónica. Semejante falta de escrupulosidad es un pecado grave en quien emprende un trabajo de investigación. Y espero que estas palabras sean descubiertas por algún rival contemporáneo de Nupton y lo lleven a la ruina.
Me agrada pensar que en algún momento dado, entre los años 1992 y 1997, alguien habrá leído esta memoria, y habrá impuesto al mundo las inevitables y sorprendentes conclusiones que extraiga de ellas. Y tengo motivos para creer que así ocurrirá. Ustedes comprenden que la sala de lectura adonde Soames fue proyectado por el Diablo era, en todos sus aspectos, tal como será en la tarde del 3 de junio de 1997. Comprenderán, por lo tanto, que esa tarde, cuando el tiempo la traiga, estará allí la misma gente, y estará allí, puntual, el mismo Soames, y tanto él como ellos harán exactamente lo que antes hicieron. Recuerden ahora que, según Soames, su arribo produjo sensación. Alegarán ustedes que la sola peculiaridad de su atuendo bastaba para causar sensación en aquella multitud uniformada. Pero no dirían tal cosa si alguna vez lo hubieran visto. Les aseguro que en ninguna época Soames podría dejar de ser oscuro. El hecho de que ellos lo mirarán con fijeza, y lo seguirán de un lado a otro, y aparentemente le tendrán miedo, sólo puede explicarse suponiendo que, de algún modo, estarán preparados para su espectral aparición. Habrán estado aguardando con ansia para comprobar si realmente aparecía. Y cuando llegue de verdad, el efecto, por supuesto, será… terrible.
Un fantasma auténtico, garantizado, demostrado, pero —¡ay!— nada más que un fantasma. Nada más. En su primera visita, Soames era un ser de carne y hueso, mientras que los seres en cuyo ámbito fue proyectado no eran, según creo, más que fantasmas… fantasmas sólidos, palpables y parlantes, pero inconscientes y automáticos fantasmas en un edificio que era apenas una ilusión. La próxima vez ese edificio y esos seres serán verdaderos. Soames será la aparición. Ojalá pudiera creerlo destinado a regresar al mundo, verdadera, física, conscientemente. Ojalá le estuviera reservada esta breve y única fuga, este único y pequeño placer. Nunca lo olvido mucho tiempo. Está donde está, y para siempre. Los moralistas rígidos podrán decir que es el único culpable de su suerte. Por mi parte, creo que ha sido tratado con excesivo rigor. Está bien que la vanidad sea castigada; y admito que la vanidad de Enoch Soames era superior a lo corriente y merecía un tratamiento especial. Pero no había necesidad de ensañarse. Dirán ustedes que él se comprometió a pagar el precio que está pagando. Sí; pero yo sostengo que fue inducido por medios fraudulentos. Bien informado de todas las cosas, el Diablo debía saber que mi amigo nada ganaría con su visita al futuro. Todo este asunto no ha sido más que una vilísima treta. Cuanto más pienso en ello, tanto más detestable me parece el Diablo.
Lo he visto varias veces, en distintos lugares, después de aquella tarde en el «Vingtième». Pero sólo en una oportunidad se puede decir que nos encontramos. Fue en París. Caminaba yo una tarde por la rue d’Antin cuando advertí que se acercaba desde opuesta dirección… llamativamente vestido, como de costumbre, balanceando un bastón de ébano y comportándose, en suma, como si toda la calle le perteneciera. Al pensar en Enoch Soames y en los millares de seres que sufren eternamente bajo el dominio de esta bestia, me llenó una fría cólera y me erguí en toda mi estatura. Pero… en fin, uno está tan acostumbrado a saludar y a sonreír en la calle a cualquier conocido, que esos gestos se vuelven casi independientes de uno mismo; para evitarlos, es menester un esfuerzo muy intenso y una gran presencia de ánimo. Y así, al pasar frente al Diablo, advertí con zozobra que yo lo saludaba y le sonreía. Y mi vergüenza se hizo luego más profunda y candente porque él —sí, señor— me miró con la mayor altivez y no me devolvió el saludo.
Ser desairado —deliberadamente— ¡y por él! ¡Es para sacar de sus casillas a cualquiera!


[1] A UNA JOVEN. ¡Tú, que no has sido, eres! — Pálidas melodías irresueltas — y encajes de viejos sonidos — tocados con una flauta podrida — se mezclan con el ruido de los címbalos enrojecidos por la herrumbre — y extrañas y ambiguas formas — yacen sangrando en el polvo — heridas con heridas. — Por eso es — que en tu imitación — de antiguas burlas, — ¡tú no has sido ni eres!».
[2] NOCTURNO. «En torno a la plaza desierta — anduve y anduve del brazo del Diablo. — Otro ruido no había que el son de sus cascos — y el metal de su risa y la mía. — Habíamos bebido vino tinto. — “¡Te corro, Maestro!”, grité — “¿Qué importa esta noche”, chilló — “quién corra más rápido?”. — “¡Nada podemos temer esta noche” — “a la sucia luz de la luna!”. — Entonces lo miré a los ojos, — y me reí a gritos de su mentira — y del miedo oculto que lo roía. — Era cierto lo que tantas veces me dijeran: — Estaba viejo, viejo».
[3] El «idioma fonético» de Soames no tiene equivalente en castellano. En inglés el párrafo transcripto reza así: «Fr egzarmpl, a riter ov th time, naimd Max Beerbohm, hoo woz stil alive in th twentieth cenchri, rote a stauri in with e pautraid an immajnari karrakter kauld “Enoch Soames” — a thurd-rait poit hoo beleevz imself a grate jeneus an maix a bargin with th Devvl in auder ter no wot posterriti thinxs ov mi. It iz a sumwot labud sattire but not without vallu as showing hou seriusli the yung men ov th aiteen-ninetiz took themselvz. Nou that th littreri profeshn haz bin auganized az a departmnt of publik servis, our riters hav found their levvl an hav lernt ter doo their duti without thort ov th morro. “Th laibrer iz werthi ov hiz hire”, an that iz aul. Thank hevvn we hav no Enoch Soameses amung us todai!».

jueves, 25 de junio de 2020

1 El monstruo verde Gérard de Nerval. ANTOLOGÍA DEL CUENTO EXTRAÑO. TOMO III.







1
El monstruo verde

Gérard de Nerval
GÉRARD DE NERVAL nació en París en 1808.
Espíritu de fuertes tendencias religiosas, que no lo logra encauzar y a las que en cierto modo sucumbe, se interesa sucesivamente por las leyendas orientales, la mística, el pitagorismo, el ocultismo. De esas raíces se nutre su obra. A partir de 1851 tiene repetidas crisis de desequilibrio mental, de las que hay amargo testimonio en Aurelia. Termina por ahorcarse de una viga del techo, en 1855.
Otros títulos: Voyage en Orient, Les Filles de Feu.

I
El castillo del diablo

Hablaré de uno de los más antiguos habitantes de París; antaño lo llamaban el diablo Vauvert.
De ahí nació el proverbio: «Eso queda en lo del diablo Vauvert. ¡Váyase al diablo Vauvert!». Es decir: «Vaya a… tomar el fresco en los Campos Elíseos».
Los porteros suelen decir: «Eso queda en lo del diablo de los gusanos», cuando quieren designar un sitio muy alejado[1]. Y la expresión significa que habrá que pagarles en buen dinero la comisión que se les encarga. Pero se trata además de una locución viciosa y corrupta, como muchas otras con las que están familiarizados los parisienses.
El diablo Vauvert es esencialmente un habitante de París, donde vive desde hace muchos siglos, si hemos de creer a los historiadores. Sauval, Félibien, Sainte-Foix y Dulaure han referido extensamente sus hazañas.
Parece que en los primeros tiempos habitó el castillo de Vauvert, que estaba situado en el lugar ocupado actualmente por el alegre salón de baile de la Chartreuse, al extremo del Luxemburgo y frente a las avenidas del Observatorio, en la Rue d’Enfer.
Ese castillo, de triste celebridad, fue demolido en parte, y las ruinas se convirtieron en una dependencia de un convento de cartujos, donde murió en 1313 Jean de la Lune, sobrino del antipapa Benedicto XIII.
Jean de la Lune había sido sospechado de tener relaciones con cierto demonio, que quizá fuese el espíritu familiar del antiguo castillo de Vauvert, pues, como se sabe, cada uno de esos edificios feudales tenía el suyo.
El diablo Vauvert dio que hablar nuevamente en la época de Luis XIII.
Durante muchísimo tiempo se había oído, todas las noches, un gran ruido en una casa construida con escombros del antiguo convento y cuyos propietarios estaban ausentes desde hacía varios años. Y esto aterrorizaba bastante a los vecinos.
Fueron a prevenir al teniente de policía, quien envió algunos de sus arqueros. ¡Cuál habrá sido el asombro de estos militares al oír un tintineo de vasos, mezclado de risas estridentes!
Se creyó en el primer momento que eran falsificadores entregados a una orgía, y juzgándoselos numerosos por la intensidad del ruido, se ordenó ir en busca de refuerzos.
Pero después se estimó que el pelotón no era suficiente; ningún sargento se mostraba ansioso por conducir sus hombres al interior de esa guarida, donde parecía oírse el fragor de todo un ejército.
Por fin, al amanecer, llegaron tropas suficientes. Entraron en la casa. No encontraron nada.
El sol disipó las sombras.
Durante todo el día prosiguieron las búsquedas; después se conjeturó que el ruido procedía de las catacumbas que, como se sabe, están situadas bajo ese distrito.
Se dispusieron a entrar; pero mientras la policía tomaba las precauciones necesarias, cayó nuevamente la noche y recomenzó el ruido, más fuerte que nunca.
Esta vez, nadie se atrevió a bajar, pues siendo evidente que en el subsuelo no había más que botellas, debía ser el mismo diablo quien las hacía bailar.
Se contentaron con ocupar los alrededores de la calle y pedir rogativas al clero.
Los clérigos elevaron sinnúmero de oraciones e incluso echaron agua bendita, por medio de jeringas, a través del tragaluz de la bodega.
El ruido persistió.

II
El sargento

Durante una semana una muchedumbre de parisienses no dejó de obstruir las inmediaciones, espantándose y pidiendo noticias.
Al fin un sargento de la guardia civil, más audaz que los otros, se ofreció a penetrar en la bodega maldita, a cambio de una pensión que, en caso de fallecimiento, beneficiaría a una costurera llamada Margot.
Era un hombre valiente y más enamorado que crédulo. Adoraba a esa costurera, bastante elegante y muy económica (inclusive un poco avara), que no había querido casarse con un simple sargento desprovisto de toda fortuna.
Claro está que, al obtener una pensión, el sargento se convertía en otro hombre.
Alentado por esa perspectiva, el sargento exclamó que «él no creía ni en Dios ni en el diablo, y que daría razón de ese ruido».
—¿En qué crees, entonces? —le preguntó uno de sus compañeros.
—Creo —respondió— en el señor teniente de lo criminal y en el señor preboste de París.
Era mucho decir en pocas palabras.
Aferró el sable entre los dientes y una pistola en cada mano y se aventuró por la escalera. Cuando llegó al piso de la bodega, presenció el espectáculo más extraordinario.
Todas las botellas se entregaban a una frenética zarabanda, formando las más graciosas figuras. Los sellos verdes representaban a los hombres; los sellos rojos, a las mujeres.
E inclusive se había formado una orquesta sobre los estantes.
Las botellas vacías resonaban como instrumentos de viento, las rotas como címbalos y triángulos, y las que estaban cascadas imitaban la penetrante armonía de los violines.
El sargento, que había bebido varios cuartillos antes de iniciar la expedición, al no ver allí otra cosa que botellas, se sintió muy tranquilizado y empezó a bailar también por espíritu de imitación.
Cada vez más animado por la alegría y el hechizo del espectáculo, tomó una hermosa botella de largo cuello, cuidadosamente sellada de rojo, que al parecer contenía un burdeos blanco, y la estrechó amorosamente contra su corazón.
De los cuatro costados partieron risas frenéticas; el sargento, intrigado, dejó caer la botella, que se rompió en mil pedazos.
Cesó la danza, se oyeron en los rincones de la bodega gritos de espanto y el sargento sintió que se le ponían los pelos de punta al ver que el vino derramado parecía formar un charco de sangre.
Entre sus pies, yacía extendido el cadáver de una mujer desnuda, cuyos rubios cabellos se esparcían por tierra, empapándose en la sangre.
El sargento no habría tenido miedo del diablo en persona, pero ese espectáculo lo llenó de horror. Mas pensando que al fin y al cabo debía dar cuenta de su misión, se apoderó de una botella de sello verde que parecía reírsele en las narices, y exclamó:
—¡Por lo menos, me llevaré una!
Una carcajada inmensa le respondió.
Pero ya él había subido la escalera, y mostrando la botella a sus camaradas, gritó:
—¡Aquí está el duende! ¡Sois bastante cobardes (pronunció otra palabra mucho más fuerte), ya que no os atrevéis a bajar!
Su ironía era amarga. Los arqueros se precipitaron a la bodega, donde sólo encontraron una botella de burdeos, rota. Todo lo demás estaba en orden.
Los arqueros deploraron la suerte de la botella rota; pero, sintiéndose valientes ahora, se empeñaron en subir todos con una botella en la mano.
Y se les permitió beber.
El sargento, por su parte, afirmó:
—Yo guardaré la mía para el día de mi casamiento.
Y no le pudieron negar la pensión prometida, y se casó con la costurera y…
¿Creeréis que tuvieron muchos hijos?
Sólo tuvieron uno.

III
Lo que pasó después

La noche de sus bodas, que se celebró en la Rapée, el sargento puso entre él y su esposa la famosa botella de sello verde, e insistió en que sólo ella y él bebieran de ese vino.
La botella era verde como la hiel, el vino era rojo como la sangre.
Nueve meses más tarde la costurera dio a luz un pequeño monstruo, enteramente verde, con cuernos rojos en la frente.
¡Y ahora ir, mozuelas, ir a bailar en la Chartreuse, donde antes estuvo el castillo de Vauvert!
Sin embargo, el niño creció, si no en virtud, por lo menos en tamaño. Dos cosas contrariaban a sus padres: su color verde y un apéndice caudal que al principio pareció simplemente una prolongación del coxis, pero que poco a poco tomó el aspecto de una verdadera cola.
Se consultó a los sabios, quienes declararon que era imposible extirparla sin comprometer la vida del niño. Agregaron que era un caso bastante raro, pero que había ejemplos citados en Herodoto y en Plinio el joven. En esa época aún no se preveía el sistema de Fourier.
En cuanto al color, fue atribuido a un predominio del sistema bilioso. Sin embargo, se ensayaron varios cáusticos para atenuar el matiz demasiado pronunciado de la epidermis, y se consiguió, merced a innumerables lociones y fricciones, rebajarlo primero a un tono verde botella, después verde agua y por fin; verde manzana. En cierta oportunidad pareció que toda la piel se volvía blanca; mas por la noche recobró su color.
El sargento y la costurera no podían consolarse de los disgustos que les daba ese pequeño monstruo, que se volvía cada vez más testarudo, colérico y perverso.
La melancolía que experimentaban los condujo a un vicio más común entre gente de parecida suerte. Se entregaron a la bebida.
Pero el sargento se empeñó en no beber nunca otra cosa que vino de sello rojo, y su mujer vino de sello verde.
Cada vez que el sargento estaba ebrio como una cuba, veía en sueños a la mujer ensangrentada cuya aparición lo había aterrado en la bodega, después de romper la botella.
Esta mujer le decía:
—¿Por qué me apretaste contra tu corazón y después me inmolaste… si yo te amaba tanto?
Y cada vez que la esposa del sargento empinaba demasiado la botella de sello verde, se le aparecía en sueños un gran demonio, de espantoso aspecto, que le decía:
—¿Por qué te asombras de verme… puesto que has bebido de la botella? ¿No soy el padre de tu hijo?
¡Oh, misterio!
Al llegar a la edad de trece años, el chico desapareció.
Sus padres, inconsolables, siguieron bebiendo, pero no volvieron a ver las terribles apariciones que habían atormentado su sueño.

IV
Moraleja

Así fue castigado el sargento por su impiedad, y la costurera por su avaricia.

V
Qué fue del demonio verde

Nunca más se supo.


[1] «C’est au diable Vauvert» y «C’est au diable aux vers» son las dos expresiones del texto original, que se pronuncian en forma más o menos parecida.
fUENTE:
Título original: Antología del cuento extraño 3
AA. VV., 1976
Traducción: Rodolfo Walsh

sábado, 20 de junio de 2020

11 La promesa Lafcadio Hearn . ANTOLOGÍA DEL CUENTO EXTRAÑO. TOMO II.


 

11
 La promesa
 Lafcadio Hearn

 

 

            Patricio Lafcadio Tessima Carlos Hearn —que es el nombre multitudinario con que vino al mundo—, o más simplemente LAFCADIO HEARN —con que lo conoce la desatenta posteridad—, o también Yakumo Koizumi —que él mismo asumió al término de su fantástica peregrinación terrestre— nació en 1850 en la isla griega de Santa Maura. Griego pues por su nacimiento, irlandés por su ascendencia, inglés por su educación, norteamericano por su largo afincamiento en los Estados Unidos, algo tendría también de español a juzgar por sus nombres de Patricio y Carlos…
            Resolvió bellamente el problema haciéndose japonés.
            Se radicó en Japón en 1890, casóse con una japonesa, y se convirtió al budismo. De esa época data lo mejor de su producción literaria: «Kwaidan», «Kokoro», «Glimpses of Unfamiliar Japan», donde recogió y trabajó artísticamente las hermosas leyendas de su país adoptivo.

 I

 

 

            —No temo la muerte —dijo la moribunda esposa—; sólo tengo una preocupación en este momento. Quisiera saber quién ocupará mi lugar en esta casa.
            —Querida mía —repuso el afligido esposo—, nadie ocupará jamás tu lugar en mi casa. Nunca, nunca volveré a casarme.
            Al decir esto, hablaba con el corazón; porque amaba a la mujer que estaba a punto de perder−. ¿Lo juras por la fe del samurai? —preguntó ella con apagada sonrisa.
            —Por la fe del samurai —contestó él, acariciando su rostro consumido y pálido.
            —Entonces, amado mío —dijo ella—, me sepultarás en el jardín, ¿verdad?, cerca de aquellos ciruelos que plantamos en un extremo. Hacía mucho que quería pedirte esto; pero pensé que, si volvías a desposarte, no te gustaría tener mi tumba tan cerca. Ahora que prometiste que ninguna mujer ocupará mi lugar; no es necesario, pues, que titubee en formular mi ruego… ¡Tengo tantos deseos de ser sepultada en el jardín! Imagino que allí aun oiré a veces tu voz, y que podré ver las flores en la primavera.
            —Se hará como deseas —contestó él—, pero no hables ahora de eso; no es tan grave tu mal que hayamos perdido toda esperanza.
            —Yo la he perdido —replicó ella—; moriré esta mañana… Pero, ¿me sepultarás en el jardín?
            —Sí —dijo él—, a la sombra de los ciruelos que plantamos; y tendrás un hermoso sepulcro.
            —¿Me darás una campanilla?
            —¿Una campanilla?…
            —Sí; quiero que en el ataúd pongas una campanilla como esas que llevan los peregrinos budistas. ¿Lo harás?
            —Tendrás la campanilla… y cuanto desees.
            —Nada más deseo… Amado mío, siempre has sido muy bueno conmigo. Ahora puedo morir feliz.
            Cerró los ojos y expiró con esa facilidad con que se duerme un niño cansado. Aun muerta, parecía hermosa, y había una sonrisa en su semblante. La enterraron en el jardín, a la vera de los árboles que amaba; y junto con ella enterraron una campanilla. Sobre la sepultura se erigió un hermoso monumento, ornado con el escudo de la familia y ostentando el siguiente Kaymio: Gran Hermana Mayor, Sombra Luminosa de la Cámara de la Flor del Ciruelo, moras en la Casa del Gran Mar de la Compasión.
            Pero, antes que transcurriera un año de la muerte de su esposa, los parientes y amigos del samurai comenzaron a instarlo a que contrajese nuevo matrimonio.
            —Aún eres joven —le decían—; eres hijo único y no tienes descendencia. Un samurai tiene el deber de tomar esposa. Si mueres sin hijos, ¿quién hará las ofrendas, quién recordará a los antepasados?
            Con muchos argumentos de esta índole persuadiéronle por fin a casarse nuevamente. La esposa sólo tenía diecisiete años; y el samurai la amó tiernamente, a pesar del mudo reproche de la tumba del jardín.

 II

 

 

            En los seis días siguientes a la boda, nada turbó la felicidad de la joven esposa. Al séptimo, el samurai recibió orden de cumplir ciertos deberes que requerían su presencia, de noche en el castillo. La primera noche en que se vio obligado a dejar sola s su esposa, ella se sintió intranquila, sin poder explicarlo; vagamente atemorizada, sin saber por qué. Se acostó pero no pudo dormir. Había una extraña opresión en el ambiente, una pesadez indefinible, como la que suele preceder al estallido de una tormenta.
            A la Hora del Buey oyó, en el silencio nocturno, una campanilla… una campanilla de peregrino budista; y se preguntó quién sería el peregrino que atravesaba las posesiones del samurai a semejante hora. Después de una pausa, la campanilla se oyó mucho más próxima. Evidentemente, el peregrino se acercaba a la casa; pero ¿porqué se aproximaba por el fondo, donde no había camino alguno…? De pronto los perros comenzaron a gemir y aullar de un modo extraño y horrible; y un temor como el que se experimenta en ciertas pesadillas asaltó a la joven… Era indudable que la campanilla sonaba en el jardín… Trató de levantarse para llamar a un sirviente, pero advirtió que no podía incorporarse, no podía moverse, no podía llamar… Y el son de la campanilla se oía cada vez más cerca, cada vez más cerca… ¡y cómo ladraban los perros!… De pronto, con la ligereza con que se desliza una sombra, entró en el aposento una mujer —aunque todas las puertas estaban cerradas, y todas las cortinas inmóviles—, una mujer envuelta en un sudario, que traía una campanilla de peregrino. No tenía ojos… porque hacía mucho que había muerto; y sus cabellos sueltos caían en una cascada sobre su rostro; y miraba sin ojos a través de la maraña de sus cabellos, y hablaba sin lengua:
            —¡En esta casa no, en esta casa no te quedarás! Aquí aún soy yo el ama. ¡Te irás! Y a nadie le dirás el motivo de tu partida. Si se lo dices a él, te haré pedazos.
            Así diciendo, la estantigua desapareció. La esposa se desmayó de terror, y hasta el alba no recobró el sentido.
            A la alegre luz del día, dudó de la realidad de lo que había visto y oído. Y aunque el recuerdo de la advertencia pesaba tanto en su corazón que no se atrevió a hablar a su esposo ni a persona alguna de la visión que había tenido, estuvo a punto de convencerse de que había sido víctima de una pesadilla que la había enfermado.
            La noche siguiente, sin embargo, sus dudas se disiparon. Una vez más, a la Hora del Buey, los perros comenzaron a aullar y gemir; una vez más se oyó el son de la campanilla que se aproximaba lentamente por el jardín; una vez más la joven intentó en vano levantarse y llamar; una vez más entró la muerta en el aposento, y dijo con voz sibilante:
            —¡Te irás! ¡Y a nadie le dirás por qué debes irte! ¡Si se lo dices a él, aun en un susurro, te haré pedazos!
            Esta vez la aparición se acercó al lecho, y se inclinó sobre la muchacha, murmurando y haciendo muecas…
            A la mañana siguiente, cuando el samurai regresó del castillo, su joven consorte se postró ante él, implorante:
            —Te suplico —dijo— que perdones mi ingratitud y mi gran descortesía al hablarte de este modo: pero quiero irme a casa; quiero irme inmediatamente.
            —¿No eres feliz aquí? —preguntó él, sinceramente sorprendido—. ¿Alguien se ha atrevido a ser poco amable contigo durante mi ausencia?
            —No se trata de eso —repuso ella sollozando. Todos han sido muy buenos conmigo… Pero no puedo seguir siendo tu mujer… Debo irme.
            —Querida mía —exclamó él, muy asombrado—, es sumamente doloroso saber que has hallado en esta casa motivo de infelicidad. Pero no puedo siquiera imaginarme por qué quieres irte… a menos que alguien haya sido muy descortés contigo… Seguramente no quieres decir que deseas el divorcio, ¿verdad?
            Ella respondió, temblorosa y llorando:
            —¡Si no me concedes el divorcio, moriré!
            Él permaneció un instante silencioso, tratando en vano de adivinar el motivo de aquella asombrosa declaración. Por fin, sin revelar emoción alguna, contestó:
            —Devolverte a tu hogar, sin que hayas cometido falta alguna, sería un acto vergonzoso. Si me revelas el motivo de tu deseo, cualquier motivo que me permita explicar las cosas honorablemente, te otorgaré el divorcio. Pero si no me das un motivo, un motivo razonable, no te lo otorgaré, porque el honor de nuestra casa debe mantenerse invulnerable a cualquier reproche.
            Entonces ella se sintió obligada a hablar, y le contó todo, añadiendo en el colmo del terror:
            —Ahora que te lo he dicho todo, ¡ella me matará! ¡Me matará!
            Aunque hombre valiente y poco propenso a creer en fantasmas, el samurai se sintió, en el primer instante, considerablemente alarmado. Pero pronto acudió a su espíritu una explicación sencilla y natural del caso.
            —Querida mía —dijo—, estás muy nerviosa, y temo que alguien haya estado contándote historias tontas. No puedo concederte el divorcio por el solo hecho de que hayas tenido un mal sueño en esta casa. Pero lamento mucho, en verdad, que hayas sufrido tanto durante mi ausencia. Esta noche también deberé ir al castillo; pero no te dejaré sola. Ordenaré a dos de mis soldados monten guardia en tu aposento, y así podrás dormir en paz. Son buenos hombres, y sabrán cuidarte.
            Y le habló tan consideradamente y con tanto afecto, que ella casi se avergonzó de sus terrores, y resolvió permanecer en la casa.

 III

 

 

            Los dos soldados encargados de cuidar a la joven esposa eran hombres robustos, valientes y simples, experimentados guardianes de mujeres y niños. Contaron a la joven agradables historias para mantenerla alegre. Habló con ellos largo rato, festejando sus chanzas exentas de malicia, y casi olvidó sus temores. Cuando por fin se recogió para dormir, ellos se apostaron en un rincón del aposento, detrás de un biombo, y comenzaron a jugar una partida de go[1], hablando sólo en murmullos, para no despertar a la joven, que dormía como una criatura.
            Pero una vez más, a la Hora del Buey, despertó con un gemido de terror… ¡Había oído la campanilla!… Ya estaba próxima, y se acercaba cada vez más. Se incorporó; lanzó un grito, pero en el cuarto no se oyó nada… sólo un silencio de muerte, un silencio que crecía, un silencio que se espesaba. Se precipitó hacia los soldados: estaban sentados ante su tablero; inmóviles, mirándose con los ojos fijos. Les gritó, los sacudió: estaban como helados…
            Después dijeron que habían oído la campanilla. y el grito de la joven, y que aun la habían sentido cuando los sacudió para tratar de despertarlos, y que, sin embargo, no habían podido moverse ni hablar. A partir de ese momento dejaron de oír y de ver: un sueño negro se había apoderado de ellos.
            Al alba, al entrar en la cámara nupcial, el samurai vio a la mortecina luz de una lámpara el cadáver decapitado de su joven esposa, que yacía en un charco de sangre. Los dos guerreros dormían aún, acuclillados ante la partida inconclusa. Al oír el grito de su amo, se incorporaron de golpe y se quedaron mirando estúpidamente aquel horror que yacía a sus pies.
            La cabeza no aparecía; y la espantosa herida mostraba que no había sido cortada de un tajo, sino arrancada. Un reguero de sangre iba desde la cámara hasta un ángulo de la galería exterior, donde las guardapuertas parecían haber sido rasgadas. Los tres hombres siguieron el rastro, se internaron en el jardín, atravesaron cuadros de césped y espacios enarenados, contornearon un estanque bordeado de lirios, pasaron bajo densos ramajes de cedros y bambúes. Y de pronto, en un recodo, se hallaron cara a cara con una cosa de pesadilla, que chirriaba como un murciélago: la figura de una mujer sepultada mucho tiempo atrás, erguida ante su tumba; en una mano una campanilla, en la otra la cabeza ensangrentada. Por un instante permanecieron los tres aturdidos. Después, uno de los soldados desenvainó la espada, pronunciando una invocación budista, y asestó un golpe a la aparición, que se desplomó instantáneamente, en desarticulado montón de trozos de sudario, cabellos y huesos, al tiempo que de esa ruina se desprendía la campanilla, rodando y tintineando. Pero la descarnada mano izquierda, aun después de cercenada la muñeca, seguía retorciéndose, y sus dedos aferraban aún la cabeza sangrante, desgarrando y lacerando, como las pinzas de un cangrejo amarillo tenazmente clavada en una fruta caída…
            —Ésa es una historia perversa —dije al amigo que me la había contado—. La venganza de la muerta, en caso de cumplirse, debió recaer sobre el hombre.
            —Eso creen los hombres —repuso él—. Pero no es lo que siente una mujer.
            Y tenía razón.


 Notas

 

 

            [1] Juego semejante al de damas pero mucho más complicado. <<

viernes, 19 de junio de 2020

10 Médium Pío Baroja. ANTOLOGÍA DEL CUENTO EXTRAÑO. TOMO II


 

10
 Médium
 Pío Baroja

 

 

            El irascible y penetrante don PÍO BAROJA, para muchos el mejor novelista contemporáneo, nació en San Sebastián en 1872.
            Se doctoró en medicina y ejerció brevemente su profesión. Después puso una panadería en Madrid. En cuanto a su obra literaria, la exacta observación de la realidad, el estilo agresivo y la facultad de suscitar incondicionales adhesiones o terminantes rechazos son algunas de sus características más aparentes. Ha escrito numerosas novelas, entre las que recordaremos: «Zalacaín el Aventurero», «Paradox Rey», «La Busca», «Las Tragedias Grotescas», «El Mundo es Ansí», «Las Inquietudes de Shanti Andía», etc. Cabe mencionar también una biografía: «Aviraneta», y un libro de acento autobiográfico: «Juventud, Egolatría».
            Este breve cuento fantástico procede de su libro «Vidas Sombrías».

***
            Soy un hombre intranquilo, nervioso, muy nervioso; pero no estoy loco, como dicen los médicos que me han reconocido. He analizado todo, he profundizado todo, y vivo intranquilo. ¿Por qué? No lo he sabido todavía.
            Desde hace tiempo duermo mucho, con un sueño sin sueños; al menos, cuando despierto, no recuerdo si he soñado; pero debo soñar; no comprendo por qué se me figura que debo soñar. A no ser que esté soñando ahora cuando hablo; pero duermo mucho; una prueba clara de que no estoy loco.
            La médula mía está vibrando siempre, y los ojos de mi espíritu no hacen más que contemplar una cosa desconocida, una cosa gris que se agita con ritmo al compás de las pulsaciones de las arterias en mi cerebro.
            Pero mi cerebro no piensa, y sin embargo está en tensión; podría pensar, pero no piensa… Ah, os sonreís, ¿dudáis de mi palabra? Pues bien, sí. Lo habéis adivinado. Hay un espíritu que vibra dentro de mi alma. Os lo contaré:
            ¿Es hermosa la infancia, verdad? Para mí el tiempo más horroroso de la vida. Yo tenía, cuando era niño, un amigo; se llamaba Román Hudson, su padre era inglés y su madre española.
            Le conocí en el Instituto. Era un buen chico; sí, seguramente era un buen chico, muy amable, muy bueno; yo era huraño y brusco.
            A pesar de estas diferencias, llegamos a hacer amistades, y andábamos siempre juntos. Él era un buen estudiante, y yo díscolo y desaplicado; pero como Román siempre fue un buen muchacho, no tuvo inconveniente en llevarme a su casa y enseñarme sus colecciones de sellos.
            La casa de Román era muy grande y estaba junto a la plaza de las Barcas, en una callejuela estrecha, cerca de una casa en donde se cometió un crimen, del cual se habló mucho en Valencia. No he dicho que pasé mi niñez en Valencia. La casa era triste, muy triste, todo lo triste que puede ser una casa, y tenía en la parte de atrás un huerto muy grande, con las paredes llenas de enredaderas de campanillas blancas y moradas.
            Mi amigo y yo jugábamos en el jardín, en el jardín de las enredaderas, y en un techado ancho con losas que tenía sobre la cerca enormes tiestos de pitas.
            Un día se nos ocurrió a los dos hacer una expedición por los tejados, y acercarnos a la casa del crimen, que nos atraía por su misterio. Cuando volvimos a la azotea, una muchacha nos dijo que la madre de Román nos llamaba. Bajamos del terrado, y nos hicieron entrar en una sala grande y triste. Junto a un balcón, estaban sentadas la madre y la hermana de mi amigo. La madre leía; la hija bordaba. No sé por qué, me dieron miedo.
            La madre, con voz severa, nos sermoneó por la correría nuestra, y luego comenzó a hacerme un sinnúmero de preguntas acerca de mi familia y de mis estudios. Mientras hablaba la madre, la hija sonreía; pero de una manera tan rara, tan rara…
            —Hay que estudiar —dijo a modo de conclusión la madre.
            Salimos del cuarto, me marché a casa, y toda la tarde y toda la noche no hice más que pensar en las dos mujeres.
            Desde aquel día esquivé como pude el ir a casa de Román. Un día vi a su madre y a su hermana que salían de una iglesia, las dos enlutadas, y me miraron y sentí frío al verlas.
            Cuando concluimos el curso, ya no veía a Román; estaba tranquilo; pero un día me avisaron de su casa, diciéndome que mi amigo estaba enfermo. Fui y le encontré en la cama llorando, y en voz baja me dijo que odiaba a su hermana. Sin embargo, la hermana, que se llamaba Ángeles, le cuidaba con esmero y le atendía con cariño; pero tenía una sonrisa tan rara, tan rara…
            Una vez, al agarrar de un brazo a Román, hizo una mueca de dolor.
            —¿Qué tienes? —le pregunté, y me enseñó un cardenal inmenso, que rodeaba su brazo como un anillo. Luego, en voz baja, murmuró:
            —Ha sido mi hermana. ¡Ah! Ella… No sabes la fuerza que tiene, rompe un cristal con los dedos, y hay una cosa más extraña: que mueve un objeto cualquiera de un lado a otro sin tocarlo.
            Días después me contó, temblando de terror, que a las doce de la noche, hacía ya cerca de una semana, que sonaba la campanilla de la escalera, se abría la puerta y no se veía a nadie.
            Román y yo hicimos un gran número de pruebas. Nos apostábamos junto a la puerta… llamaban… abríamos… nadie. Dejamos la puerta entreabierta, para poder abrir en seguida… llamaban… nadie. Por fin quitamos el llamador a la campanilla, y la campanilla sonó, sonó… y los dos nos miramos estremecidos de terror.
            —Es mi hermana, mi hermana —dijo Román, y convencidos de esto buscamos los dos amuletos por todas partes y pusimos en su cuarto una herradura, un pentágono, y varias inscripciones triangulares con la palabra Abrakadabra.
            Inútil, todo inútil; las cosas saltaban de sus sitios, y en las paredes se dibujaban sombras sin contornos y sin rostro.
            Román languidecía, y para distraerle, su madre le compró una hermosa máquina fotográfica. Todos los días íbamos a pasear juntos, y llevábamos la máquina en nuestras expediciones.
            Un día se le ocurrió a la madre que los retratara yo a los tres en grupo, para mandar el retrato a sus parientes de Inglaterra. Román y yo colocamos un toldo de lona en la azotea, y bajo él se pusieron la madre y sus dos hijos. Enfoqué, y por si acaso me salía mal, impresioné dos placas. En seguida Román y yo fuimos a revelarlas. Habían salido bien; pero sobre la cabeza de la hermana de mi amigo se veía una mancha oscura.
            Dejamos a secar las placas, y al día siguiente las pusimos en la prensa, al sol, para sacar las positivas.
            Ángeles, la hermana de Román, vino con nosotros a la azotea. Al mirar la primera prueba, Román y yo nos contemplamos sin decirnos una palabra. Sobre la cabeza de Ángeles se veía una sombra blanca de mujer de facciones parecidas a las suyas. En la segunda prueba se veía la misma sombra; pero en distinta actitud, inclinándose sobre Ángeles, como hablándole al oído.
            Nuestro terror fue tan grande, que Román y yo nos quedamos mudos, paralizados. Ángeles miró la fotografía, y sonrió, sonrió. Esto era lo grave.
            Yo salí de la azotea y bajé las escaleras de la casa tropezando, cayéndome, y al llegar a la calle eché a correr, perseguido por la sonrisa de Ángeles. Al entrar en casa, al pasar junto a un espejo, la vi en el fondo de la luna, sonriendo, sonriendo siempre…
            ¿Quién ha dicho que estoy loco? ¡Miente!, porque los locos no duermen, y yo duermo… ¡Ah! ¿Creíais que yo no sabía eso? Los locos no duermen, y yo duermo. Desde que nací todavía no he despertado.

jueves, 18 de junio de 2020

Segundo paseo al acantilado rojo Su Che. ANTOLOGÍA DEL CUENTO EXTRAÑO. TOMO II.


 

Segundo paseo al acantilado rojo
 Su Che

 

 

            SU CHE, literato chino de la dinastía de los Song (siglo XI), pertenece a los llamados «ocho grandes autores» de la época clásica.
            Como la mayoría de los letrados de su tiempo, prestó servicios en la administración del imperio, pero sin complicarse demasiado en las intrigas políticas. Espíritu despreocupado y contemplativo, lo mejor de su obra está en su poesía y sus descripciones de la naturaleza. También cultivó la pintura.
            El día quince del décimo mes salí a pie de mi casa para encaminarme al pabellón Lin-kao. Me acompañaban dos amigos. El rocío se había convertido ya en escarcha y los árboles estaban desnudos. Se percibía en el suelo la sombra de los hombres y, alzando la cabeza, se veía la luna brillante. Mirábamos a nuestro alrededor gozando del paisaje, mientras avanzábamos cantando y llamándonos unos a otros.
            Por fin dije con un suspiro:
            —Tengo amigos que me acompañan, mas no tenemos vino. Y aun cuando lo tuviésemos, carecemos de viandas para acompañarlo. La luna es blanca, la brisa es suave. ¿Qué haremos en una noche tan bella?
            Uno de mis amigos dijo:
            —Hoy, al atardecer, levanté la red y cogí peces de grandes bocas y finas escamas. Parecen percas. ¿Mas dónde hallaremos vino?
            Volvimos a la casa para consultar a mi esposa quien dijo:
            —Tengo un celemín de vino que hace mucho tiempo puse aparte, por si me lo pedías de improviso—. Entonces llevamos el vino y los peces, y fuimos a pasearnos nuevamente bajo el acantilado rojo.
            El río se deslizaba tumultuoso; sus orillas escarpadas ascendían a mil pies de altura. Las montañas eran altas y la luna parecía muy pequeña; el río había bajado, asomaban las rocas de su lecho. Pero, ¿cuántos días y meses habían transcurrido desde que visité por última vez el río y las montañas?
            Recogiéndome la túnica, comencé a trepar la rocosa orilla. Avancé sobre abruptos peñascos, apartando a mi paso los matorrales; me senté sobre piedras con forma de tigres; atravesé montecillos de plantas semejantes a dragones con cuernos. Encaramándome, intenté alcanzar las inestables guaridas de los buitres, posados para pasar la noche; descendiendo, traté de vislumbrar el palacio solitario del dios de las aguas.
            Mis dos amigos no pudieron seguirme. Entonces lancé un grito prolongado y penetrante. Las hierbas y los árboles se conmovieron y temblaron; resonó la montaña y el valle devolvió el eco. Levantóse el viento, haciendo ondular el agua. Me asaltó la inquietud, me sentí triste y temeroso. Me estremecí, no atreviéndome a permanecer en la orilla.
            Volví sobre mis pasos, subí a nuestra barca y la dejé seguir el centro de la corriente, para que se detuviese donde ella quisiera.
            Era casi medianoche. Todo estaba silencioso y calmo. Una grulla solitaria, que venía del este, rayó el cielo sobrevolando el río. Sus alas eran anchas como las ruedas de un carro. Blanca por arriba, negra por debajo, lanzaba largos gritos discordantes. Pasó sobre la barca, casi rozándola, y se dirigió al oeste.
            Poco más tarde se marcharon mis amigos, y en seguida me quedé dormido. Soñé que un monje taoísta, vestido con una ondulante túnica de plumas, pasaba bajo el pabellón. Me saludó y me dijo:
            —¿Ha sido agradable tu paseo al Acantilado Rojo?
            Le pregunté cómo se llamaba. Tornó a saludarme, sin responder.
            —¡Ah! —exclamé—. ¡Ahora te reconozco! ¿No eres tú quien sobrevoló anoche mi barca?
            El monje me miró riendo. Tuve miedo y me desperté. Al abrir la puerta miré hacia afuera, pero ya el paisaje era otro.
            (Traducido de la Anthologie raisowièe de la littérature chinoise, de G. Margoulies).

Archivo del blog

POESÍA CLÁSICA JAPONESA [KOKINWAKASHÜ] Traducción del japonés y edición de T orq uil D uthie

   NOTA SOBRE LA TRADUCCIÓN   El idioma japonés de la corte Heian, si bien tiene una relación histórica con el japonés moderno, tenía una es...

Páginas