miércoles, 3 de junio de 2020

15 El enfermo J. F. Sullivan. ANTOLOGÍA DEL CUENTO EXTRAÑO. TOMO I.



15
 El enfermo
 J. F. Sullivan
Los mejores cuentos fantásticos no pertenecen a los autores más famosos (recuérdense las tibias incursiones de Dickens o Walter Scott).Donde ellos suelen fracasar, escritores más oscuros consiguen a veces dejar por lo menos un relato memorable. Quizá sea este el caso de J. F. SULLIVAN, de quien no hemos podido obtener datos biográficos. Sabemos solamente que «El Enfermo» se publicó por primera vez en 1894, en la revista londinense «Strand Magazine» —la misma que hizo célebre a Sherlock Holmes— y que Dorothy Sayers lo recogió en su antología Great Short Stories of Detection, Mystery and Horror.            
***
El único que guardaba silencio en nuestra table d’hóte era un hombre muy alto, devorado por la inquietud, que pasaba sin tocarlas la mayoría de las fuentes que se le ofrecían, y jugueteaba con las escasas migajas que comía, como si apenas advirtiera su presencia en el plato. Estaba sentado con el ceño fruncido, dolorosamente preocupado, y a todas luces sumido en sus propios pensamientos. El alemán satisfecho que estaba junto a él, acodado sobre la mesa, mondándose los dientes con una mano y llevándose con la otra a la boca grandes cucharadas de picadillo de carne, se esforzaba, en su bien masticado inglés, por hacerle intervenir en la conversación, pero su flaco interlocutor contestaba solo con monosílabos, o no daba respuesta alguna.
            Pero de pronto, mientras el alemán, con numerosos bufidos y gorgoteos, sorbía de su cuchara el helado, cuyo bol descansaba en la palma de su mano —sus codos, por supuesto, estaban siempre encima de la mesa—, el taciturno se volvió hacia él y le dijo:
            —Creo que será mejor que empiece a preparar su maleta. De lo contrario, le faltará tiempo cuando llegue el telegrama.
            —¿Telegrama? —dijo el alemán, en cuya garganta las palabras, el helado y un traga de vino disputaban la supremacía—. ¿Qué telegrama? ¿Cuál telegrama?
            —¡Oh! Sus almacenes de Hamburgo, usted sabe… el incendio… —Se interrumpió bruscamente y dijo—: ¡Ah, me olvidaba!… estaba pensando en voz alta, eso es todo.
            El alemán se atoró, tragó saliva, resopló y farfulló más que antes aún, pero su apremiante interrogatorio no obtuvo respuesta de su vecino; y por último, engullendo al mismo tiempo un higo, un trozo de queso, un mendrugo de pan y un sorbo de vino, se arrancó la servilleta del cuello y salió del comedor, tosiendo indignado.
            Al día siguiente no vi al hombre delgado. Pero a medianoche me despertaron un ruidoso pataleo y estentóreos gritos que sonaban en los corredores, seguidos de toses y estertores que se apagaron al descender la escalera, y reaparecieron en los escalones del pórtico. Era el alemán, que se marchaba en el tren nocturno. A la mañana siguiente, durante el desayuno, me enteré por el camarero de que el alemán había regresado a Hamburgo después de recibir un telegrama. Al parecer, había mostrado gran inquietud y agitación, y el botones le oyó hablar consigo mismo, muy excitado, de un incendio.
            Aquella noche, como quien cumple un deber, me encaminé al Casino; en el peristilo hallé al hombre delgado, que, con los brazos a la espalda, iba y venía muy lentamente; el cigarro que sostenía entre los dientes estaba irremediablemente apagado sin que él lo notara. Lo tiró de súbito y entró apresuradamente en el teatro; pero no parecía oír el concierto, y al cesar la música se incorporó, murmurando:
            —¡Vamos a ver cómo pierde sus siete mil libras ese pobre diablo!
            Se acercó febril a las mesas y fue rectamente a la segunda de la derecha, donde uno de los jugadores apostaba pequeñas pilas de monedas de oro… veinte pilas en cada tiro. En aquel momento acababa de ganar con la pila más alta, acertando un pleno, y de ese modo había aumentado considerablemente sus anteriores ganancias.
            —Yo le aconsejaría que dejase de jugar ahora —dijo el hombre delgado, parándose junto a la silla del jugador; pero este se limitó a mirarlo fijamente y siguió distribuyendo sus pilas de monedas en toda la mesa.
            —¡Hum! Nadie puede impedírselo, naturalmente —insistió el hombre delgado—. ¡Pero no diga que no le previne!
            Salió el cero; y el jugador —que desdeñaba las apuestas menores— perdió todas sus pequeñas pilas; pero siguió jugando: plenos, calles, cuadros, semiplenos; y nuevamente salió el cero, y allá se fueron sus montones de monedas. Entonces el jugador apostó una pila muy alta al cero… y el cero no salió; y así prosiguió hasta que desapareció todo su rimero de monedas, y cambió luego billete tras billete hasta que no le quedó ninguno. Entonces se incorporó lentamente, contempló con furia al hombre delgado, miró al croupier más próximo con una sonrisa espectral y desapareció (más tarde supe que había perdido siete mil libras).
            El hombre delgado comenzaba a interesarme. Colocó una moneda de cinco francos a manque, y ganó; repitió dos veces la apuesta y ganó; apostó dos veces a passe, y ganó. Quince o veinte veces jugó a color, a par o impar, y nunca dejó de ganar. Después apostó al negro las quince o veinte monedas de cinco francos que había ganado, diciéndole a un croupier:
            —Esta vez perderé —y el negro perdió. Colocó la moneda original en un pleno: el 15. Salió el 15. Dejó sobre la mesa los 175 francos que ganara y apostó su moneda de 5 francos al 9. Salió el 9.
            Los demás jugadores habían comenzado a reparar en él. Apostó discretamente al 1; varios lo siguieron y jugaron al mismo número. Salió el l. Dos veces repitió el procedimiento con otros números —y otros lo imitaron—, y esos números ganaron. Los croupiers cambiaron miradas y murmuraron unas pocas palabras entre sí. Uno de los chefs se levantó de su alta silla y se encaminó hacia el ganador con intención de hablarle; pero el ganador ya no estaba allí. Sus apuestas y ganancias, sin embargo, permanecían sobre la mesa, donde las había dejado. El chef recorrió las salas buscando al hombre delgado, pero en ninguna parte pudo hallarle. Yo lo había visto retirarse sosegadamente cuando el croupier gritó: «¡Uno!», y salir en silencio de la sala.
            A la mañana siguiente, después del desayuno, el hombre delgado estaba fumando un cigarrillo en la terraza del hotel, y una curiosidad irresistible me impulsó a hablarle.
            —Debo felicitarlo por la suerte que tuvo anoche —le dije.
            —¡Suerte, señor! —replicó el enjuto individuo sin apartar la mirada del pavimento. Su voz era sorda y en extremo dolorosa, desprovista de toda esperanza—. No es suerte, sino mala suerte… ¡condenada mala suerte, señor!
            —Ciertamente no pareció dar usted mucha importancia a su éxito, a juzgar por la manera en que abandonó sus apuestas y ganancias. Supongo que sabe usted que ganó una suma considerable, ¿verdad?
            —¿Si lo sé? Oh, perfectamente.
            —¿Y no llama suerte a eso?
            —No le llamo suerte, sencillamente porque no es suerte, y la suerte nada tiene que ver en ello —replicó el hombre delgado, mirándome lúgubremente—. Es certeza, y no otra cosa. Lamento mucho decirlo, pero sé con anticipación qué número va a salir.
            —¿Qué? ¿Siempre?
            —Siempre, sí… ¡maldito sea! ¡Esa es mi cruz, señor! ¿Cree usted que habría abandonado mi cómodo hogar para venir a mezclarme con un montón de extranjeros charlatanes, si el médico —¡un rayo lo parta!— no me lo hubiese ordenado? ¿Es eso lo que sugiere mi aspecto?
            —Bueno, no; debo admitir que no. En todo caso, confío en que su salud se restablecerá rápidamente.
            —No lo creo, señor. Cuando uno es lo bastante necio como para contraer alguna dolencia que los médicos no conocen, es difícil quitársela de encima. No me extrañaría que este malhadado conocimiento del futuro perdurase hasta que…
            —¿Conocimiento del futuro? Pero eso no puede considerarse una enfermedad…
            —¿Ah, no? ¡Ya lo creo que es una enfermedad, señor! Es anormal, ¿verdad? Bueno, lo que es anormal es una enfermedad, ¿cierto?
            —Pero —dije yo—, ¿no le parece una enfermedad extraordinariamente inusitada?
            —Por supuesto —replicó el hombre delgado—, y eso empeora las cosas.
            —Pero ¿cuál es su origen?
            —¿Cuál había de ser? Esa dolencia elegante, que hoy está tan de moda: el agotamiento nervioso. Exceso de trabajo, señor, que trae por consecuencia una sobreexcitación de los tejidos cerebrales… esa es la jerga del caso. Le digo que es una enfermedad, señor; supongo que los antiguos profetas la padecieron; de todas maneras, yo la padezco, y le aseguro que no me gusta nada. Vine aquí para ver si el cambio de aire me sanaba.
            —Le ruego que me perdone —dije—, pero su caso es tan peculiar e interesante, que me veo obligado a preguntarle cuáles fueron las primeras manifestaciones del mal.
            —¡Oh! Lo de siempre: me sentía cansado y deprimido… no podía dormir… carecía de energía… me era imposible fijar las ideas. Un día, de pronto, cuando alguien me preguntó si creía que iba a durar el buen tiempo, respondí, con gran sorpresa de mi parte: «No, mañana a las tres de la tarde comenzará a llover y seguirá lloviendo toda la noche». Yo sabía que ocurriría así, señor; y cuando mi pronóstico se cumplió, me asaltaron muy diversos sentimientos.
            »En el primer momento me sentí sorprendido, luego asustado, después satisfecho; pero al fin prevaleció el miedo. No era una sensación agradable, señor; procuré convencerme de que no era más que una fantasía; pero las cosas pasaban como yo las preveía, y me vi obligado a creer.
            »Pues bien, señor, supongo que usted pensará:
            »“¡Qué maravilloso, tener un poder semejante! ¡Qué ventaja magnífica!”. Pero ¿lo es realmente? Créame, señor, su opinión sería otra si estuviera en mi lugar. ¡Ventaja, señor! ¿Le parece una ventaja prever todas las cosas desdichadas y horribles que le van a ocurrir a uno dentro de varios años, quizá, y aguardarlas y pensar continuamente en ellas hasta que ocurran? Es malo recordar una pasada desdicha cuando sus consecuencias aún persisten, pero muchísimo peor es verla anticipadamente, ¡verla crecer y crecer como un tren expreso que avanza desde lejos para aplastarlo a uno como una mosca!
            »¿Cómo? ¿Qué dice usted? ¿Que esa enfermedad tiene ciertas ventajas prácticas? Pero ¿de qué sirven, señor, cuando uno sabe todo lo que va a pasarle? Yo no quiero riquezas, señor; si las tuviera, no sabría qué hacer con ellas. Tengo lo suficiente para satisfacer todas mis necesidades: y tampoco quiero poder, señor, ni influencia; quiero estar tranquilo y vivir la vida, ¿y cómo diablos puede estar tranquilo y vivir la vida un hombre afligido por el don de la profecía? Le aseguro que mi conocimiento del futuro es como una pesadilla; y me torna maligno y vengativo; la única aplicación interesante que hallo a mi dolencia es preocupar a la gente hasta hacerle perder el seso. Usted, señor, por ejemplo, se sentiría muy incómodo —y es poco decir— si yo le contara lo que va a sucederle dentro de unos tres años. Pero de eso le haré gracia; y ya tiene motivo para estarme muy agradecido.
            Traté de sonreír con divertida incredulidad, pero no pude lograrlo. Ladeé levemente mi sombrero e hice dar un alegre brinco a mi cigarro, para demostrar mi indiferencia; pero pronto volví a enderezar aquel, y permití que el cigarro volviera a su seria posición acostumbrada. Di la espalda al hombre delgado y entré en la sala de lectura; tomé un ejemplar del Galignami, y me senté; y tardé cinco minutos en comprender que sostenía el periódico al revés.
            Entonces me levanté abruptamente, me dirigí de nuevo hacia el hombre delgado, y mirándolo con fijeza le dije:
            —Le agradeceré que me diga… —pero al llegar a la última palabra mi voz pareció a punto de extinguirse, y concluí de este modo—:… la hora.
            El hombre delgado sonrió de un modo mefistofélico: sabía perfectamente que yo no había ido a preguntarle la hora. Con súbita y violenta resolución de no hacer el tonto, comencé a hablar una vez más sobre lo ocurrido en la mesa de ruleta.
            —La gente del Casino —dije— estará intrigada.
            —Sí —contestó—. ¡Los administradores se están ocupando en el asunto, y parecen bastante inquietos! Uno de ellos vendrá a visitarme esta tarde para traerme un cheque por el importe de mis ganancias y preguntarme qué pienso hacer. Por supuesto, han comprendido que puedo arruinarlos si me lo propongo; pero mi conducta los ha desconcertado. Anoche, con solo quererlo, habría podido hacer saltar la banca en todas las mesas… pero no es ese mi propósito. Quiero fastidiarlos. Si es usted un hombre curioso, le invito a presenciar la entrevista.
            Acepté ansiosamente… Cualquier cosa, con tal de distraerme. Después del almuerzo acompañé al hombre delgado a su cuarto y quince minutos más tarde vino el camarero para anunciar que un caballero deseaba hablarle.
            —Hágalo subir —dijo. El visitante entró.
            —¿Usted está ansioso… muy ansioso por conversar conmigo? —dijo el hombre delgado sentándose cómodamente en su sillón—. Le escucho, pues; mi amigo, aquí presente, no nos estorba; puede hablar libremente en su presencia.
            El visitante titubeó, y por fin dijo:
            —He traído a Monsieur las ganancias que olvidó anoche en la mesa. Este cheque…
            —¡Ah, muchas gracias! —dijo el hombre delgado—, pero en este momento no lo necesito. Si quiere usted guardármelo… o, mejor aún, destinarlo a beneficio de los pobres de los alrededores… ¿eh?
            El alto empleado del Casino parecía azorado y se pasaba los dedos por la barba. Hubo un silencio, embarazoso para el funcionario; el hombre delgado, en cambio, se esforzaba por reprimir una sonrisa.
            —¿Monsieur se propone quedarse mucho tiempo en Montecarlo? —preguntó el alto empleado, muy incómodo.
            —Pues… Aún no lo he decidido, en realidad —repuso alegremente el hombre delgado.
            —¡Ah! Entonces… ¿Monsieur se propone hacernos el honor de visitar nuevamente nuestras mesas?
            —Bueno, tampoco me he trazado ningún plan sobre ese particular.
            El alto empleado seguía acariciándose la barba con los dedos, desolado; la expresión de ansiedad de su rostro era evidente y dolorosa. Miró primero al hombre delgado y después a mí.
            Monsieur podría… este… ¿quizá estaría dispuesto a aceptar un pequeño convenio con respecto a su partida? —dijo por fin y con voz un tanto ronca—. La administración siempre es liberal y…
            —Oh, no necesito dinero —respondió jovialmente el hombre delgado—. Ya lo habrán adivinado ustedes anoche, cuando abandoné mis ganancias.
            —¡Eso es cierto, a fe mía! —dijo el funcionario—. Pero la verdad es que… Monsieur parece gozar de muy buena estrella… una chance extraordinaria…
            —Suerte, quiere decir usted, por supuesto. Pero no se trata de suerte, mi querido señor; es, simplemente, conocimiento del futuro… Eso es todo. ¿Quiere tener la bondad de clavar la mirada en la esquina de esa casa de la costanera? Yo le diré quiénes van a pasar por ahí antes de que aparezcan. Un hombre gordo con abrigo pardo… ahí lo tiene usted; tres señoras y un perrito… ahí están; un policía y un gendarme, llevando un paquete blanco; un perro blanco; ahora pasará una mujer con una gran cesta.
            No había la menor posibilidad de que el hombre delgado pudiera ver a los peatones antes de que aparecieran por detrás de la casa. El alto empleado del Casino palideció y se rascó la nariz.
            —Ya ve usted —prosiguió el hombre delgado— que no es «suerte». ¡Diablos, ojalá lo fuese! Bueno, quizá se le haya ocurrido a usted que puedo predecir cada uno de los lances de las salas de juego —clavaba los ojos centelleantes en el funcionario (cuyo rostro parecía más alargado por la consternación que reflejaba), y parecía sonreír interiormente mientras hablaba—, que puedo comunicar ese conocimiento a otros… a todos los concurrentes a las salas de juego… ¿no es así? Podría hacer saltar la banca de todas las mesas, todos los días, hasta que ustedes se vieran obligados a cerrar el negocio; piense en eso, mi querido señor… ¡cállese! Podría barrer con todo, sin más trámite; ¡saque usted la cuenta! ¿O ya lo ha hecho?
            Era indudable que el alto empleado lo había hecho; estaba mortalmente pálido, y sus ojos parecían los de un loco; el hombre delgado, entretanto, sonreía alegremente, erguido en su silla, y no le quitaba la mirada de encima.
            —Pero… indudablemente… Monsieur… mon Dieu… ¿Monsieur es tan duro de corazón como para trazarse un plan tan terrible? ¿Hemos ofendido a Monsieur de algún modo? Estamos a las órdenes de Monsieur. Cualquier cosa que podamos hacer para serle gratos… cualquier cosa… ¡estamos a su disposición! ¿Monsieur querría aceptar una participación en la empresa… una participación muy grande? ¿Una cuarta parte… la mitad? ¿Monsieur nos hará el honor de integrar la administración?
            El hombre delgado sonrió suavemente.
            —¡Oh, cielos, no! —dijo, complacido—. No tengo ambiciones en ese sentido. Realmente, aún no tengo un plan definido. Quizá me divierta en las mesas —el alto empleado hizo una mueca, y sus dientes castañetearon—, quizá nunca vuelva a entrar allí. Solo Dios lo sabe.
            —Pero, por lo menos, ¿Monsieur me hará su promesa de abstenerse de comunicar sus terribles predicciones a otras personas… a la multitud? ¿Tendrá la bondad de prometerme que…?
            —Oh, en realidad no puedo prometerle nada. ¿Por qué habría de hacerlo?
            —Pero, reflexione usted… Usted no nos odia, ¿verdad, Monsieur?
            —Oh, no, Dios mío —dijo, muy satisfecho, el hombre delgado—. En absoluto. Ustedes me han entretenido gratuitamente con espléndidos conciertos y cosas parecidas. La administración me inspira simpatía. Cualquier cosa que yo haga, tendrá el único propósito de divertirme… Claro está que las consecuencias pueden ser desastrosas para ustedes, aunque con esto no quiero decir que forzosamente han de serlo, ¿me comprende?
            El alto empleado se levantó, pálido y azorado. Se pasó la mano por la frente, húmeda de transpiración. Se encaminó a la puerta, titubeó, volvióse, después hizo una reverencia y salió lentamente.
            —La cosa atormentará a esta gente, ¿sabe usted? Estarán terriblemente preocupados, ¿verdad? Eso es lo que quiero; los dejaré perplejos… ¿comprende? Seré una espada suspendida sobre su cabeza; ¡estarán siempre temblando de miedo a que yo aparezca, a que organice una empresa para informar a los jugadores, cuáles son los números que van a ganar!
            En su rostro consumido se dibujó una sonrisa. Luego añadió:
            —A decir verdad, me iré esta noche; pero le diré al gerente del hotel que tal vez regrese muy pronto; ¡ellos lo sabrán, y se divertirán mucho!
            Aquella noche no pude cenar; después, no logré mantener mi pipa encendida; tampoco me fue posible oír el concierto del Casino; las palabras del hombre delgado, «De eso le haré gracia, y ya tiene motivo para estarme agradecido», zumbaban en mi cabeza, hasta que al fin me sentí mareado. Tres o cuatro veces me dirigí a su puerta para buscarlo y suplicarle me dijera en seguida qué era lo que me iba a ocurrir; pero no pude juntar valor para oírlo. Lo detestaba; eso, sin embargo, no remediaba nada. Por la noche se iría… ¿y yo lo dejaría ir, llevándose el secreto, para no verlo acaso nunca más? Entonces me dije: «¡No seas necio! ¡Haz de cuenta que todo esto es una estúpida impostura o un sueño!», y me desvestí y acosté; pero inmediatamente torné a levantarme y a vestirme. Él viajaría hacia el oeste, en el tren nocturno. Bajé, pagué la cuenta y ordené que cargaran mi equipaje en el ómnibus que combinaba con aquel tren.
            Sonrió nuevamente cuando me vio subir al ómnibus, y dijo:
            —Ha resuelto partir en forma muy inesperada, ¿verdad? Espero que no haya recibido ninguna mala noticia.
            En el tren abrí veinte veces la boca para preguntarle qué me ocurriría de allí a tres años, y por fin la pregunta brotó tumultuosa de mis labios.
            —Oh… ¿eso? —dijo—. ¿Aún no ha olvidado esas palabras lanzadas al azar? Oh, vamos, hay que olvidarlas; no nos preocupemos por eso. ¡Ya lo sabrá a su debido tiempo, se lo aseguro! —Sonrió y meneó varias veces la cabeza—. Ahora le diré lo que pienso hacer yo. Esto lo divertirá. En París hay un multimillonario norteamericano que se ha embarcado en tremendas operaciones financieras… Ha invertido todo su caudal en cierta especulación.
            »Supe esta noticia por una carta de un amigo mío que vive en París. El conocimiento de lo que sucede alrededor de mí en el presente solo me llega por las vías ordinarias; esta maldita enfermedad mía solo me permite ver el futuro… ¡condenada sea! Pues bien, preveo que esa operación rematará en el más espantoso desastre, a menos que el norteamericano siga determinado curso de acción; y yo le diré esto, pero no le diré cuáles son las providencias que debe adoptar… ¿comprende? ¡Le haré salir canas verdes!
            —¡Realmente es usted muy vengativo! —exclamé a pesar mío.
            Toda su expresión cambió de pronto. Pareció desfigurarse, víctima de un terror invencible.
            —Hace aproximadamente dos meses —dijo— la anticipación de lo que me ocurrirá dentro de siete años entró en mi espíritu por primera vez, como un dardo. Lo que me espera es más terrible de lo que jamás hubiera imaginado… ¡y ocurrirá! Tanto he pensado en ello estos dos últimos meses, que por momentos me pregunto si no estoy loco. Antes de esta terrible enfermedad, yo era un hombre robusto… ¡Míreme ahora!
            »Esta presciencia me ha agriado, me ha corroído. Suelo pasarme despierto la noche entera, meditando en lo que vendrá, hasta que a veces cedo al impulso de gritar.
            »Me he tornado maligno: mi única diversión es hacer sufrir a los demás un poco de lo que yo sufro. Recurro a ese entretenimiento para no pensar en mi propia angustia. Ahí tiene usted su caso, por ejemplo… eso que le ocurrirá a usted dentro de tres años, el 19 de marzo… No lo olvide… ¡el 19 de marzo! No es tan horrible como mi propio destino… ¡pero, en conciencia, mi querido señor, es lo bastante atroz como para estremecerse! No puede usted evitarlo, es indudable que ocurrirá… pero ¡vamos!, es una de esas cosas en las que más vale no insistir; olvidémosla, pues, y pasemos a otro asunto. Vea usted a ese jefe de estación, ahí parado: dentro de tres semanas le sucederá algo muy agradable; en realidad, me gustaría bajar y decírselo todo, pero no hablo muy bien el francés. Bueno, bueno, ahora lamento no saberlo; ¡qué desventaja tan grande es no saber hablar un idioma!
            Dejé que siguiera parloteando, pero sin oír lo que decía. ¿Debía negarme a conocer mi destino, descender en la primera estación y escapar precipitadamente? ¿O suplicarle que me lo dijera por el amor de Dios? ¿O quizá obligarlo a que me lo revelara, amenazando matarlo a menos que…? ¡Bah! Él sabía que yo no podía matarlo; sabía que le quedaban siete años de vida, por lo menos… hasta que le sobreviniera aquella calamidad.
            Decidí, pues, mantenerme en contacto con él; viajar con él a París, y no perderlo nunca de vista; y en Marsella nos alojamos en el mismo hotel. Le oí decir al camarero que pensaba marcharse en el tren de la noche siguiente: pero al otro día descubrí que se había ido en el tren de la mañana. Tomé el primer tren a París, y recurrí a todos los planes imaginables para encontrarlo; durante tres semanas le seguí la pista; después la perdí.
            ¡De manera, pues, que allá estaba ese 19 de marzo, para el que solo faltaban tres años, suspendido sobre mí! Luché duramente por apartar la idea de mi espíritu, ocupándome en toda clase de cosas; pero el recuerdo volvía a intervalos con tanta fuerza que durante semanas enteras no lograba conciliar el sueño por las noches. Comencé a encanecer prematuramente, y mi cara se tornó descolorida y surcada de arrugas.
            Mis amigos me dijeron que presentaba un aspecto lamentable; y mi invencible melancolía los apartaba de mi lado.
            Un día viajaba en el Ferrocarril del Distrito, frente a frente con el único ocupante del coche. Era un hombre regordete, de aspecto satisfecho; tenía un aire que me pareció familiar. De pronto comenzó a mirarme con fijeza; después una expresión de gran angustia mental pasó por su rostro.
            —¿Estuvo usted alguna vez en Montecarlo? —preguntó.
            Una convicción crecía en mi espíritu.
            —Sí —repliqué—, ¡infortunadamente para mí!
            Colocó nerviosamente su mano sobre la mía; parecía muy apiadado.
            —¿En marzo… hace dos años? —preguntó.
            —Sí… ¡maldito sea el día!
            —¿Me conoce usted? —preguntó con voz temblorosa.
            —Sí —respondí, casi a gritos, incorporándome—. Usted es el monstruo que… ¿Me dirá ahora lo que va a ocurrirme dentro de un año… el 19 de marzo?
            Guardó silencio; se pasó la mano por la frente, como esforzándose ahincadamente por recordar; y después me miró de un modo tan indefenso, tan lleno de remordimiento, tan suplicante, que sentí que mi expresión de odio mortal se mitigaba y mis puños cerrados se abrían. Volvió a poner su mano sobre la mía, y dijo con voz desfalleciente:
            —No puedo recordar nada, ninguna de las cosas que preví durante mi enfermedad. Al regresar a Londres, mi mente curó de su estado anormal, y todo el futuro se desvaneció. Recuerdo que predije algo que le ocurriría a usted en alguna fecha dada, pero eso es todo.
            Me miró y se estremeció; no era necesario que me dijese cuán cambiado me encontraba.
            —¡Haga la prueba! —dije roncamente.
            Una vez más trató de recordar… pero en vano. De pronto se me ocurrió que ahora había llegado mi oportunidad de vengarme; evidentemente había olvidado que a él también le aguardaba un horrible destino de allí a cinco años. Sonreí interiormente, con demoníaco placer, y comencé a elegir las palabras con que le recordaría la futura catástrofe… pero él seguía mirándome con aquel derrotado gesto de arrepentimiento y piedad; y me fue imposible decírselo. Se cubrió el rostro con las manos, y las lágrimas corrieron por entre sus dedos. Yo guardaba silencio.
            —¿Por qué no me mata? —dijo.
            Más tarde, animándose súbitamente, añadió:
            —Quizá esa visión del futuro no era más que una fantasía… ¡una simple alucinación mental! Seguramente… ¡es imposible que haya sido otra cosa!
            —¿Recuerda usted los números de la mesa de ruleta? —dije—. ¿Y la gente que pasaba por la rambla? ¿Y el telegrama del alemán?
            —Haré lo posible por recordar —dijo—. Día y noche trataré de recordar. Aquí tiene mi dirección… Venga a quedarse conmigo; de ese modo, si en algún momento surge el recuerdo, estará usted cerca para oírlo. ¡Qué demonio debo de haber sido por aquella época…! Quisiera saber por qué. ¿Qué pudo cambiarme de ese modo? ¡Eso era ajeno a mi naturaleza!
            Aquella era mi oportunidad para iluminarlo; pero guardé silencio.
            Hace un año que trata de recordar, incesantemente. Está otra vez devorado por la inquietud, casi tanto como cuando lo conocí.
            Los tres últimos meses he permanecido constantemente a su lado, escrutando su rostro para descubrir la primera vislumbre del recuerdo; pero en vano. Una y otra vez, en mis momentos de horror, he estado a punto de decirle cuál es el destino que a él le aguarda, dentro de cuatro años… pero no lo he hecho. A veces me siento medio loco. Estoy muy enfermo y me he convertido en un anciano de treinta y cuatro años. Él está sentado, junto a mí, sosteniéndome la mano, y me lee un libro.
            De tanto en tanto lo recorre un estremecimiento, deja de leer, se pasa la mano por el entrecejo fruncido. El sol se pone en un banco de nubes. Hoy es el 18 de marzo.






lunes, 1 de junio de 2020

13 El cuento del padre Meuron R. H. B aNTOLOGÍA DEL CUENTO EXTRAÑO. TOMO Ienson



13
 El cuento del padre Meuron
 R. H. Benson
Clérigo anglicano convertido al catolicismo, ordenado como tal, predicador de cierto renombre, R. H. BENSON nació en Inglaterra en 1871. Murió en 1914.Escribió relatos de tendencia mística y novelas históricas y modernas.       

El padre Meuron estuvo muy voluble durante la cena del sábado. Soltaba exclamaciones; hacía ademanes; sus vivos ojos negros centelleaban sobre sus rosadas mejillas; y yo nunca había visto sus cabellos tan erizados.
            Estaba sentado en el lugar más alejado de la mesa, que tenía forma de herradura, y yo pude, sin temor de ser oído, hacer notar su regocijo al sacerdote inglés que estaba a mi lado.
            El padre Brent sonrió.
            —Está ebrio de gloire —dijo—. A él le toca referir un cuento esta noche.
            Eso lo explicaba todo.
            Sin embargó, yo no tenía gran interés en oír su relato. Abrigaba la convicción de que estaría lleno de oropel y de doncellas que se desmayaban y terminaban sus días en un convento, bajo la dirección espiritual del padre Meuron; y cuando él ascendió a la tribuna, yo busqué un rincón penumbroso, un tanto apartado del semicírculo, donde podría quedarme dormido, con solo desearlo, sin provocar comentarios.
            En realidad, la narración me tomó totalmente desprevenido.
            Cuando todos hubimos ocupado nuestros sitios, y la pipa de Monseñor estuvo encendida, y el propio Monseñor estirado en su silla plegadiza, el francés comenzó su historia. La relató en su propio idioma, pero yo trataré de daros una versión tan fiel como sea posible.
            —Mi contribución a la serie de relatos —comenzó, sentado en el sillón de respaldo recto, en el centro del círculo, un tanto apartado de mí—, mi contribución a los relatos que van a referir estos buenos padres, es una historia de exorcismo. He aquí una cuestión con la que no estamos muy familiarizados actualmente los que vivimos en Europa. Diríase, y yo así lo creo, que la gracia tiene cierta facultad, acumulada en el transcurso de los siglos, de saturar con su fuerza aun a los objetos del mundo físico. Por numerosas que sean las rebeldías de los hombres, los sacrificios ofrecidos y las oraciones elevadas poseen la facultad de refrenar a Satanás e impedir sus más formidables manifestaciones. Aun en mi infortunado país, en este momento, a pesar de la apostasía que se ha extendido ampliamente y del culto deliberado de Satanás, la gracia palpita en el aire; y en efecto, rara vez sucede que un sacerdote tenga que lidiar con un caso de posesión demoníaca. En vuestra respetable Inglaterra también ocurre lo mismo; la piedad sencilla de los protestantes ha mantenido vivo, en cierta medida, el vigor del Evangelio. Aquí, en Italia, las cosas son un tanto distintas. Las viejas potestades han sobrevivido al asalto cristiano, y si bien no pueden vivir en la santa Roma, hay rincones donde perduran.
            Desde mi lugar vi que el padre Bianchi miraba furtivamente al narrador, y creí leer en esa mirada un involuntario asentimiento.
            —Sin embargo —prosiguió el francés, desdeñando majestuosamente encauzar por ahí su relato—, mi historia no acaece en este continente, sino en la islita de La Souffrière. Allá las circunstancias no son las de aquí. Cuando yo estuve en la isla, el año 1891, era un baluarte de las tinieblas. La gracia, si bien se había apoderado del corazón de los hombres, aún no había penetrado en la creación inferior. ¿Comprenden? Había muchas santas personas a quienes yo conocía, que frecuentaban los sacramentos y vivían devotamente, pero no todos eran de esa índole. Los antiguos ritos sobrevivían secretamente entre los negros, y las tinieblas… ¿Cómo diré?… la oscuridad se corporizaba.
            »No obstante, para los fines de mi relato… —El sacerdote buscó posición más cómoda en su asiento y juntó los dedos como si fueran instrumentos preciosos. Se divertía enormemente, y yo comprendí que estaba preparándose para una revelación.
            —Fue en 1891 —repitió— cuando fui allí, a ocupar, con otro de nuestros Padres, la casa misional. No les fastidiaré, caballeros, con el relato de nuestra llegada o de lo sucedido en los meses siguientes, aunque muchas de las cosas que vi me causaron asombro. Hasta aquel momento nunca me había parecido tan evidente el poder de los Sacramentos. En los países civilizados, como ya he sugerido, el aire está cargado de gracia. Cada ser no es más que una ola del profundo mar. Al que carece del favor de Dios no le falta Su gracia, presente en cada bocanada de aire que respira. En torno a él, hay templos, hay personas piadosas y religiosas; hay, a sus espaldas, siglos enteros de plegarias. Los edificios mismos en que entra, como nos ha explicado M. Huysmans, tienen la pátina de las oraciones. Aunque sea una criatura malvada, está aún en la casa de su Padre: y el retorno de la muerte a la vida no es, al fin y al cabo, un cruce del abismo. Pero allá, en La Souffriére no hay términos medios: todo es divino o satánico, negro o blanco, cristiano o infernal. Uno está, por decirlo así, en la ribera del mar, observando las rompientes de la gracia, y cada una de ellas es un milagro. Les digo que he visto a santos catecúmenos echar espumarajos por la boca, con los ojos en blanco, al caer sobre ellos el agua salvadora y salir de ellos lo que tenían en su interior. Como dice el Evangelio: “Spiritus conturbavit illum: et elisus in terram, volutabatur spumans”.
            El padre Meuron hizo una nueva pausa.
            Me interesó escuchar esta corroboración de evidencias llegadas a mis oídos en otras ocasiones. Más de un misionero me había contado lo mismo; y en sus relatos, yo había vislumbrado un paralelo de aquellos que nos dejaron los primeros predicadores de la fe cristiana en los primitivos tiempos de la Iglesia.
            —Yo era incrédulo, al principio —continuó el clérigo—, hasta que vi esas cosas con mis propios ojos. Un viejo sacerdote de la misión reprendió mi incredulidad. «Eres ignorante», me dijo; «aún tienes las ínfulas de los recién salidos del seminario». Y sus palabras, amigos míos, eran justas.
            »Un lunes por la mañana, estando reunidos en consejo, advertí que aquel viejo sacerdote tenía algo que decir. Se llamaba M. Lasserre. Guardó el más absoluto silencio hasta que quedaron resueltos todos los asuntos de poca monta, y entonces se encaró con el Padre Rector.
            »“Monseñor ha escrito”, dijo, “y me ha otorgado el permiso necesario para realizar esa diligencia que usted conoce, padre mío. Y me ordena llevar conmigo otro sacerdote. Solicito que sea el padre Meuron quien me acompañe. Este joven y celoso misionero necesita una lección”.
            »El padre Rector me miró con una sonrisa (yo estaba alelado), y luego miró al padre Lasserre y asintió con la cabeza, dándole su venia.
            »“El padre Lasserre le explicará todo”, dijo, incorporándose para rezar las oraciones.
            »El buen padre me explicó todo, como había dicho el Padre Rector.
            »Al parecer, se trataba de un exorcismo. Una mujer que vivía con su madre y con su esposo, dijo el padre Lasserre, había sido afligida por el demonio. Era una catecúmena, y durante varios meses se mostró muy devota y todo marchó perfectamente hasta que el demonio lanzó ese… ese asalto contra su alma. El padre Lasserre visitó a la mujer, la examinó y envió su informe al obispo, solicitándole permiso para exorcizarla; y ese permiso había llegado por la mañana.
            »No me atreví a decir al sacerdote que estaba errado, y que se trataba de un ataque de epilepsia. Yo había leído algunos libros, para adquirir conocimientos médicos, y todo lo que entonces oí pareció confirmar mi diagnóstico. Los síntomas estaban ahí, fáciles de descifrar. ¿Qué quieren ustedes? —El padre Meuron hizo nuevamente aquel pequeño gesto de que hablé antes—. En mi juventud, yo sabía más que todos los Padres de la Iglesia. ¡Aquellos achaques de endemoniados no eran más que afección al cerebro, sueños y fantasías!
            »Y si los exorcismos parecían dar resultado en esas gentes, ello era el efecto que ejercía en su imaginación la solemnidad del rito. Nada más.
            Rio con feroz ironía.
            —¡Ustedes lo saben todo, caballeros!
            Mis deseos de dormir se habían esfumado por completo. El sacerdote francés era más interesante de lo que yo pensara. Su aparatosidad se había disipado. Su voz temblaba un poco, mientras denunciaba su propio engreimiento, y empecé a preguntarme cómo se había producido ese cambio en su estado de ánimo.
            —Salimos aquella tarde —dijo, retomando el hilo de su relato—. La mujer vivía en el extremo más lejano de la isla, a un par de horas de viaje, quizá, porque el terreno era accidentado; y mientras caminábamos por el sendero, el padre Lasserre me contó algo más del caso.
            »Al parecer, la mujer blasfemaba. “El yo inconsciente”, pensé para mis adentros, “tal como lo ha explicado M. Charcot. Una reafirmación del antiguo hábito de la mujer”.
            »Echaba espuma por la boca, y ponía los ojos en blanco. “Una afección cerebral”, me dije.
            »Le inspiraba terror el agua bendita; y tan fieramente se debatía, que nadie osaba echársela. “Porque le han enseñado a tenerle miedo”, argüí.
            »Y el buen padre hablaba, mirándome de reojo a las veces, y yo sonreía para mis adentros, convencido de que era un viejo simple, que no había estudiado los nuevos libros.
            »Se tranquilizaba después del anochecer, me dijo, y consentía en comer un poco. Casi todos sus ataques se producían al mediodía.
            »Al oírlo, sonreí nuevamente. Yo conocía el motivo. El calor la afectaba. Era natural (lo afirmaba la ciencia) que al caer la tarde se sosegara. Si fuese el poder de Satanás el que la dominaba, seguramente se pondría más furiosa en la oscuridad que en la luz. Así lo declaran las Escrituras.
            »Algo de esto dije al Padre Lasserre, como si se tratara de una pregunta, y él me miró.
            »“Tal vez, hermano”, dijo, “ella esté más cómoda en la oscuridad y tema la luz, y por eso se apacigua cuando se pone el sol”.
            »Yo torné a sonreír para mis adentros. “¡Cuánta piedad!”, me dije. “¡Y cuánta simpleza!”.
            »La casa donde vivían aquellos tres seres estaba un poco apartada de las demás. Era una vieja barraca a la que se habían mudado una semana antes, porque los vecinos ya no podían soportar los gritos de la mujer. Y nosotros llegamos antes de que anocheciera.
            »Era una tarde opaca, pesada y agobiante, y al avanzar por el sendero vi, a la izquierda, entre la maraña de árboles, la montaña humeante. Nos rodeaba un gran silencio, no se agitaba el viento, y cada hoja se recortaba en acero contra el cielo colérico.
            »Luego vimos el techo del cobertizo, allá abajo, y una nubecita de humo que escapaba por un agujero, pues no había chimenea.
            »“Nos sentaremos un rato aquí, hermano”, dijo mi amigo. “No entraremos en la casa hasta que anochezca”.
            »Sacó su breviario y empezó a rezar sus maitines y laudes, sentado en un tronco caído, al costado del sendero.
            »Todo estaba muy silencioso en torno. Yo experimentaba terribles distracciones, porque era hombre joven y me sentía muy excitado; y aunque estaba convencido de que no vería otra cosa que un ataque de epilepsia, no es esta cosa agradable de ver. Pero finalizaba mi primer nocturno cuando vi que el Padre Lasserre desviaba la vista del libro.
            »Estábamos sentados a unas treinta yardas del techo de la cabaña, construida en una depresión del terreno, de suerte que el techo de la misma quedaba al nivel del terreno en que nos hallábamos sentados. Debajo, había un pequeño espacio abierto, liso, de unas veinte yardas de ancho, y más allá se extendía nuevamente el bosque, y luego el humo de la aldea contra el cielo. Vi, también, el brocal de un pozo, junto al cual había un cubo; y parado junto a este un hombre, un negro, muy erguido, con una vasija en la mano.
            »Aquel sujeto se volvió en el instante en que yo miraba en su dirección; nos vio, y dejó caer la vasija, y yo alcancé a ver sus dientes blancos. El Padre Lasserre se incorporó y se llevó el dedo a los labios, asintió una o dos veces con la cabeza, señaló al oeste, donde el sol iba tocando el horizonte, y el individuo respondió, a su vez, con un movimiento de cabeza, y se inclinó para recoger la vasija.
            »La llenó con el agua del balde y regresó a la casa.
            »Miré al Padre Lasserre, y él devolvió mi mirada. “Dentro de cinco minutos”, dijo. “Ese es el marido. ¿No le ha visto las heridas?”.
            »Sólo le había visto los dientes, repuse, y mi amigo meneó nuevamente la cabeza y se dispuso a concluir su nocturno.
            El Padre Meuron hizo una nueva pausa dramática. Su rostro rubicundo parecía un poco más pálido que de costumbre a la luz de las bujías, aunque no había contado aún nada capaz de justificar su aparente horror. Evidentemente, algo se avecinaba.
            El Rector se inclinó hacia mí y susurró, poniendo la mano a modo de pantalla, y en relación con lo que el francés había referido minutos antes, que ningún sacerdote está autorizado a pronunciar un exorcismo sin especial consentimiento de su obispo. Yo asentí y le di las gracias.
            Los ojos del Padre Meuron recorrieron el círculo de oyentes con un fulgor terrible. Entrelazó las manos y prosiguió:
            —Cuando no se veía del sol más que el rojo borde sobre el mar, bajamos a la casa. El sendero llegaba a la altura del techo del cobertizo; después se replegaba y descendía, pasaba ante la ventana y desembocaba frente al cobertizo.
            »Al pasar frente a aquella ventana, en pos del Padre Lasserre, que llevaba su bolsa con el oficionario y el agua bendita, miré furtivamente, pero no vi otra cosa que el resplandor del fuego. Y no se oía ruido alguno. Eso me pareció terrible.
            »La puerta estaba cerrada cuando llegamos, y al alzar la mano el Padre Lasserre, oyóse en el interior un aullido de bestia.
            »Llamó a la puerta, y me miró.
            »“No es más que epilepsia”, dijo, y al decirlo sus labios se arrugaron.
            El Padre Meuron se interrumpió nuevamente y nos miró a todos con sonrisa irónica. Después entrelazó las manos por debajo de la barbilla, como un hombre aterrorizado.
            —No les diré todo lo que vi —prosiguió— cuando encendimos la vela y la pusimos sobre la mesa; apenas les contaré una pequeña parte. De lo contrario, queridos amigos, no tendrían buenos sueños… como no los tuve yo aquella noche.
            »Pero la mujer estaba sentada en un rincón, junto al fuego; los brazos atados con cuerdas al respaldo de una silla, y las piernas amarradas, también, a las patas de la misma silla.
            »Caballeros, esa criatura ya no parecía una mujer. El aullido del lobo brotaba de sus labios, pero en ese aullido había palabras. Al principio no comprendí, hasta que empezó a hablar en francés… y entonces sí comprendí… ¡Dios mío!
            »La espuma le caía de la boca como si fuera agua, y sus ojos… Pero ¡vamos! Yo me eché a temblar cuando le vi los ojos, empecé a volcar el agua bendita y tuve que ponerla sobre la mesa, junto a las velas. Había un plato de carne sobre la mesa, carnero asado según creo, y una hogaza de pan. ¡Recuerden eso, caballeros! ¡Esa carne y ese pan! Y parado allí, torné a decirme, como quien hace una profesión de fe, que no era más que un caso de epilepsia, o en el peor de los casos, de locura.
            »Amigos míos, probablemente pocos de entre ustedes conozcan la fórmula del exorcismo. No figura en el Ritual ni en el Pontifical, y yo mismo no puedo recordarla. Pero empezaba así.
            El francés se incorporó y quedó de espaldas al fuego, con el rostro en sombra.
            —El Padre Lasserre estaba aquí, donde yo estoy, con su sobrepelliz y su estola, y yo a su lado. Ahí, donde está mi sillón, estaba la mesa cuadrada, al alcance de la mano, con el pan, la carne, el agua bendita y la vela. Detrás de la mesa estaba la mujer; su esposo al lado de ella, a la izquierda, y la anciana madre ahí —señaló a la derecha con la mano—, ¡sobre el piso! Rezando su rosario y llorando… ¡llorando!
            »Cuando el Padre estuvo dispuesto, después de decir unas palabras a los otros, me indicó por señas que alzara nuevamente el agua bendita (en aquel instante la posesa estaba tranquila), y la roció.
            »Cuando levantó la mano, ella alzó los ojos, y había en ellos una expresión de terror, como si fueran a golpearla, y al caer las gotas saltó hacia adelante, y la silla saltó también. Su marido se abalanzó sobre ella y arrastró la silla al punto de partida. Pero ¡oh, Dios mío!, era terrible verlo: sus dientes brillaban como si estuviera sonriendo, pero las lágrimas corrían por su cara.
            »Entonces ella gimió como un niño dolorido. Como si el agua bendita la abrasara; alzó los ojos y clavó la mirada en su hombre, como rogándole que enjugara las gotas.
            »Y mientras sucedía todo esto, yo seguía diciéndome que no era otra cosa que el terror de su mente por el agua bendita… que era imposible que estuviese poseída por Satanás… que no era más que locura… ¡locura y epilepsia!
            »El Padre Lasserre siguió rezando sus oraciones, y yo dije “Amén”, y después recitó un salmo (Deus in nomine tuo salvum me fac) y después vino la primera exhortación al espíritu impuro, ordenándole que saliera, en nombre de los Misterios de la Encarnación y la Pasión.
            »Caballeros, puedo jurarles que entonces sucedió algo, aunque no sé exactamente qué. La confusión se apoderó de mí, y una especie de oscuridad. No vi nada… Era como si estuviese muerto.
            El sacerdote alzó una mano temblorosa para enjugarse la traspiración de la frente. Un profundo silencio reinaba en el aposento. Miré a Monseñor, y vi que tenía la pipa a dos centímetros de la boca, que sus labios colgaban flojos y laxos, y que tenía los ojos fijos.
            —Cuando recuperé la noción de las cosas, el Padre Lasserre leía, en los Evangelios, cómo Nuestro Señor dio autoridad a Su Iglesia para echar a los espíritus malignos; y su voz no tembló una sola vez.
            —¿Y la mujer? —exclamó la voz ronca del Padre Brent.
            —¡Ah! ¡La mujer! ¡Dios mío! No lo sé. No la miré. Yo miraba el plato que estaba sobre la mesa; pero, por lo menos, ella había dejado de gritar.
            »Terminada la lectura de los Evangelios, el Padre Lasserre me dio el libro.
            »“¡Bah! ¡Padre!”, dijo. “No es más que epilepsia, ¿verdad?”.
            »Luego me llamó con la mano, y lo seguí, llevando el libro, hasta que estuvimos a un paso de la mujer. Pero yo no podía tener quieto el libro, temblaba, temblaba…
            El Padre Meuron extendió la mano.
            —Temblaba así, caballeros.
            »Él me arrebató el libro, brusco y colérico.
            »“Retírese”, dijo, poniendo el libro en la mano del esposo.
            »“Eso es”, dijo.
            »Me refugié tras la mesa y me apoyé en ella.
            »Entonces el Padre Lasserre… ¡Dios mío! ¡Qué coraje el de ese hombre!, colocó sus manos sobre la cabeza de la mujer. Ella alzó los dientes para morder, pero él era demasiado fuerte, y luego él leyó en el libro la segunda exhortación al espíritu impuro.
            »“¡Ecce crucum Domini! ¡He aquí la Cruz del Señor! ¡Huid, huestes adversas! ¡El león de la tribu de Judá ha prevalecido!”.
            »Caballeros —aquí el francés extendió las manos—, yo que estoy aquí puedo decirles que algo ocurrió, aunque solo Dios sabe qué. Yo, solo sé esto: que cuando la mujer gritó y se arrastró por el piso, la llama de la vela tomó por un instante el color del humo. Me dije que era el polvo levantado por el forcejeo, el sucio aliento de la enferma. Sí, caballeros, yo pensé lo mismo que ustedes piensan ahora. ¡Bah! No es más que un ataque de epilepsia, ¿verdad, señores?
            El viejo Rector se inclinó hacia adelante con gesto reprobatorio, pero el francés gesticulaba y echaba fuego por los ojos; hubo un murmullo en la sala, y el anciano sacerdote tornó a reclinarse en su asiento, y apoyó la barbilla en la mano.
            —Luego hubo una oración. Escuché: “Oremus”, pero no me atreví a mirar a la mujer. Yo tenía los ojos clavados en el pan y la carne; eran la única cosa limpia en aquella habitación terrible. Susurré para mis adentros: “Pan y carne, pan y carne”. Pensé en el refectorio de la casa misional.
            Vi que las manos del francés subían y bajaban, contraídas, y que apretaba los labios contra los dientes para impedir que temblaran. Tragó saliva una o dos veces.
            —Señores, juro por el Dios Todopoderoso que esto es lo que vi. Yo tenía los ojos clavados en el pan y la carne. Estaban ahí, bajo mis ojos, y sin embargo, vi también al buen Padre Lasserre inclinarse nuevamente hacia la mujer, y comenzar: “Exorciso te…”.
            »Y entonces ocurrió eso… eso…
            »El pan y la carne se corrompieron en gusanos ante mis ojos…
            El Padre Meuron se lanzó hacia adelante, giró sobre sus talones y se desplomó en su asiento, mientras los dos sacerdotes ingleses que estaban más cerca se incorporaban de un salto.
            Pocos minutos más tarde pudo decir que todo había terminado bien; que después de uno o dos incidentes que me tomo la libertad de omitir, se advirtió que la mujer había recobrado el dominio de su persona; y que el aparente paroxismo de la naturaleza que acompañara las palabras del tercer exorcismo se desvaneció tan pronto como había venido.
            Luego fuimos a rezar las oraciones nocturnas y fortalecernos contra el poder de las tinieblas.

domingo, 31 de mayo de 2020

12 El milagro secreto Jorge Luis Borges



12
 El milagro secreto
 Jorge Luis Borges
De la obra de JORGE LUIS BORGES —nacido en Buenos Aires en 1899— se ha dicho que constituye una literatura aparte. En el extranjero es el autor argentino más apreciado. Entre nosotros, moviliza una corriente cada vez más amplia de comentarios, elogios y censuras. Se le ha acusado de practicar un juego erudito e intrascendente, olvidando que sus temas son los que atañen en forma permanente al destino humano: el tiempo y la eternidad, Dios, el misterio de la identidad personal, la creación literaria. También se le adjudica la obligación de interpretar el «espíritu nacional» y se le reprocha que no lo haga. Cierto nihilismo burlón, propio de muchos argentinos, constituye sin embargo un rasgo evidente de sus narraciones: la eternidad, si existe para las almas, es un dilatado período de aburrimiento; Dios, si acaso existe, es un reflejo de otro reflejo, infinitamente inalcanzable; uno mismo puede llegar a descubrir que es otro, y ese otro el enemigo más odiado; la identidad personal es quizá una ilusión; el autor del Quijote es un oscuro escritor francés de principios de este siglo; el verdadero Cristo es Judas.Sólo una actividad humana —la creación literaria— le parece digna, quizá, de la atención y la piedad de un dios. Es el tema de este espléndido relato.The story is well known of the monk who, going out into the wood to meditate, was detained there by the song of a bird for three hundred years, which to his consciousness passed as only one hour.NEWMAN: A grammar of assent, note 3 La noche del catorce de marzo de 1939, en un departamento de la Zeltnergasse de Praga, Jaromir Hladík, autor de la inconclusa tragedia Los enemigos, de una Vindicación de la eternidad y de un examen de las indirectas fuentes judías de Jakob Boehme, soñó con un largo ajedrez. No lo disputaban dos individuos sino dos familias ilustres; la partida había sido entablada hace muchos siglos; nadie era capaz de nombrar el olvidado premio, pero se murmuraba que era enorme y quizá infinito; las piezas y el tablero estaban en una torre secreta; Jaromir —en el sueño— era el primogénito de una de las familias hostiles; en los relojes resonaba la hora de la impostergable jugada; el soñador corría por las arenas de un desierto lluvioso y no lograba recordar las figuras ni las leyes del ajedrez. En ese punto, se despertó. Cesaron los estruendos de la lluvia y de los terribles relojes. Un ruido acompasado y unánime, cortado por algunas voces de mando, subía de la Zeltnergasse. Era el amanecer; las blindadas vanguardias del Tercer Reich entraban en Praga.
            El diecinueve las autoridades recibieron una denuncia; el mismo diecinueve, al atardecer, Jaromir Hladík fue arrestado. Lo condujeron a un cuartel aséptico y blanco, en la ribera opuesta del Moldau. No pudo levantar uno solo de los cargos de la Gestapo: su apellido materno era Jaroslavski, su sangre era judía, su estudio sobre Boehme era judaizante, su firma dilataba el censo final de una protesta contra el Anschlus. En 1928, había traducido el Sepher Yezirah para la editorial Hermann Barsdorf; el efusivo catálogo de esa casa había exagerado comercialmente el renombre del traductor; ese catálogo fue ojeado por Julius Rothe, uno de los jefes en cuyas manos estaba la suerte de Hladík. No hay hombre que, fuera de su especialidad, no sea crédulo; dos o tres adjetivos en letra gótica bastaron para que Julius Rothe admitiera la preeminencia de Hladík y dispusiera que lo condenaran a muerte, pour encourager les autres. Se fijó el día veintinueve de marzo, a las nueve a. m. Esa demora (cuya importancia apreciará después el lector) se debía al deseo administrativo de obrar impersonal y pausadamente, como los vegetales y los planetas.
            El primer sentimiento de Hladík fue de mero terror. Pensó que no lo hubieran arredrado la horca, la decapitación o el degüello, pero que morir fusilado era intolerable. En vano se redijo que el acto puro y general de morir era lo temible, no las circunstancias concretas. No se cansaba de imaginar esas circunstancias: absurdamente procuraba agotar todas las variaciones. Anticipaba infinitamente el proceso, desde el insomne amanecer hasta la misteriosa descarga. Antes del día prefijado por Julius Rothe, murió centenares de muertes, en patios cuyas formas y cuyos ángulos fatigaban la geometría, ametrallado por soldados variables, en número cambiante, que a veces lo ultimaban desde lejos; otras, desde muy cerca. Afrontaba con verdadero temor —quizá con verdadero coraje— esas ejecuciones imaginarias; cada simulacro duraba unos pocos segundos; cerrado el círculo, Jaromir interminablemente volvía a las trémulas vísperas de su muerte. Luego reflexionó que la realidad no suele coincidir con las previsiones; con lógica perversa infirió que prever un detalle circunstancial es impedir que este suceda. Fiel a esa débil magia, inventaba, para que no sucedieran, rasgos atroces; naturalmente, acabó por temer que esos rasgos fueran proféticos. Miserable en la noche, procuraba afirmarse de algún modo en la sustancia fugitiva del tiempo. Sabía que este se precipitaba hacia el alba del día veintinueve; razonaba en voz alta: «Ahora estoy en la noche del veintidós; mientras dure esta noche —y seis noches más— soy invulnerable, inmortal». Pensaba que las noches de sueño eran piletas hondas y oscuras en las que podía sumergirse. A veces anhelaba con impaciencia la definitiva descarga, que lo redimiría, mal o bien, de su vana tarea de imaginar. El veintiocho, cuando el último ocaso reverberaba en los altos barrotes, lo desvió de esas consideraciones abyectas la imagen de su drama Los enemigos.
            Hladík había rebasado los cuarenta años. Fuera de algunas amistades y de muchas costumbres, el problemático ejercicio de la literatura constituía su vida; como todo escritor, medía las virtudes de los otros por lo ejecutado por ellos y pedía que los otros lo midieran por lo que vislumbraba o planeaba. Todos los libros que había dado a la estampa le infundían un complejo arrepentimiento. En sus exámenes de la obra de Boehme, de Abenesra y de Fludd, había intervenido esencialmente la mera aplicación; en su traducción del Sepher Yezirah, la negligencia, la fatiga y la conjetura. Juzgaba menos deficiente, tal vez, la Vindicación de la eternidad: el primer volumen historia las diversas eternidades que han ideado los hombres, desde el inmóvil Ser de Parménides hasta el pasado modificable de Hinton; el segundo niega —con Francis Bradley— que todos los hechos del universo integran una serie temporal. Arguye que no es infinita la serie de las posibles experiencias del hombre y que basta una sola «repetición» para demostrar que el tiempo es una falacia… Desdichadamente, no son menos falaces los argumentos que demuestran esa falacia; Hladík solía recorrerlos con cierta desdeñosa perplejidad. También había redactado una serie de poemas expresionistas; estos, para confusión del poeta, figuraron en una antología de 1924 y no hubo antología posterior que no los heredara. De todo ese pasado equívoco y lánguido quería redimirse Hladík con el drama en verso Los enemigos. (Hladík preconizaba el verso, porque impide que los espectadores olviden la irrealidad, que es condición del arte).
            Este drama observaba las unidades de tiempo, de lugar y de acción; transcurría en Hradcany, en la biblioteca del barón de Roemerstadt, en una de las últimas tardes del siglo diecinueve.
            En la primera escena del primer acto, un desconocido visita a Roemerstadt. (Un reloj da las siete, una vehemencia de último sol exalta los cristales, el aire trae una apasionada y reconocible música húngara). A esta visita siguen otras; Roemerstadt no conoce las personas que lo importunan, pero tiene la incómoda impresión de haberlos visto ya, tal vez en un sueño. Todos exageradamente lo halagan, pero es notorio —primero para los espectadores del drama, luego para el mismo barón— que son enemigos secretos, conjurados para perderlo. Roemerstadt logra detener o burlar sus complejas intrigas; en el diálogo, aluden a su novia, Julia de Weidenau, y a un tal Jaroslav Kubin, que alguna vez la importunó con su amor. Este, ahora, se ha enloquecido y cree ser Roemerstadt… Los peligros arrecian; Roemerstadt, al cabo del segundo acto, se ve en la obligación de matar a un conspirador. Empieza el tercer acto, el último. Crecen gradualmente las incoherencias: vuelven actores que parecían descartados ya de la trama; vuelve, por un instante, el hombre matado por Roemerstadt. Alguien hace notar que no ha atardecido: el reloj da las siete, en los altos cristales reverbera el sol occidental, el aire trae una apasionada música húngara. Aparece el primer interlocutor y repite las palabras que pronunció en la primera escena del primer acto. Roemerstadt le habla sin asombro; el espectador entiende que Roemerstadt es el miserable Jaroslav Kubin. El drama no ha ocurrido: es el delirio circular que interminablemente vive y revive Kubin.
            Nunca se había preguntado Hladík si esa tragicomedia de errores era baladí o admirable, rigurosa o casual. En el argumento que he bosquejado intuía la invención más apta para disimular sus defectos y para ejercitar sus felicidades, la posibilidad de rescatar —de manera simbólica— lo fundamental de su vida. Había terminado ya el primer acto y alguna escena del tercero; el carácter métrico de la obra le permitía examinarla continuamente, rectificando los hexámetros, sin el manuscrito a la vista. Pensó que aún le faltaban dos actos y que muy pronto iba a morir. Habló con Dios en la oscuridad: «Si de algún modo existo, si no soy una de tus repeticiones y erratas, existo como autor de Los enemigos. Para llevar a término ese drama, que puede justificarme y justificarte, requiero un año más. Otórgame esos días, Tú de quien son los siglos y el tiempo». Era la última noche, la más atroz, pero diez minutos después el sueño lo anegó como un agua oscura.
            Hacia el alba, soñó que se había ocultado en una de las naves de la biblioteca del Clementinum. Un bibliotecario de gafas negras le preguntó: «¿Qué busca?» Hladík le replicó: «Busco a Dios». El bibliotecario le dijo: «Dios está en una de las letras de una de las páginas de uno de los cuatrocientos mil tomos del Clementinum. Mis padres y los padres de mis padres han buscado esa letra; yo me he quedado ciego buscándola». Se quitó las gafas y Hladík vio los ojos, que estaban muertos. Un lector entró a devolver un atlas. «Este atlas es inútil», dijo, y se lo dio a Hladík. Este lo abrió al azar. Vio un mapa de la India, vertiginoso. Bruscamente seguro, tocó una de las mínimas letras. Una voz ubicua le dijo: «El tiempo de tu labor ha sido otorgado. Aquí». Hladík despertó.
            Recordó que los sueños de los hombres pertenecen a Dios y que Maimónides ha escrito que son divinas las palabras de un sueño, cuando son distintas y claras y no se puede ver quién las dijo. Se vistió; dos soldados entraron en la celda y le ordenaron que los siguiera.
            Del otro lado de la puerta, Hladík había previsto un laberinto de galerías, escaleras y pabellones. La realidad fue menos rica: bajaron a un traspatio por una sola escalera de fierro. Varios soldados —algunos de uniforme desabrochado— revisaban una motocicleta y la discutían. El sargento miró el reloj: eran las ocho y cuarenta y cuatro minutos. Había que esperar que dieran las nueve. Hladík, más insignificante que desdichado, se sentó en un montón de leña. Advirtió que los ojos de los soldados rehuían los suyos. Para aliviar la espera, el sargento le entregó un cigarrillo. Hladík no fumaba; lo aceptó por cortesía o por humildad. Al encenderlo, vio que le temblaban las manos. El día se nubló; los soldados hablaban en voz baja como si él ya estuviera muerto. Vanamente, procuró recordar a la mujer cuyo símbolo era Julia de Weidenau…
            El piquete se formó, se cuadró. Hladík, de pie contra la pared del cuartel, esperó la descarga. Alguien temió que la pared quedara maculada de sangre; entonces le ordenaron al reo que avanzara unos pasos. Hladík, absurdamente, recordó las vacilaciones preliminares de los fotógrafos. Una pesada gota de lluvia rozó una de las sienes de Hladík y rodó lentamente por su mejilla; el sargento vociferó la orden final.
            El universo físico se detuvo.
            Las armas convergían sobre Hladík, pero los hombres que iban a matarlo estaban inmóviles. El brazo del sargento eternizaba un ademán inconcluso. En una baldosa del patio una abeja proyectaba una sombra fija. El viento había cesado, como en un cuadro. Hladík ensayó un grito, una sílaba, la torsión de una mano. Comprendió que estaba paralizado. No le llegaba ni el más tenue rumor del impedido mundo. Pensó, «estoy en el infierno, estoy muerto». Pensó, «estoy loco». Pensó, «el tiempo se ha detenido». Luego reflexionó que en tal caso, también se hubiera detenido su pensamiento. Quiso ponerlo a prueba: repitió —sin mover los labios— la misteriosa cuarta égloga de Virgilio. Imaginó que los ya remotos soldados compartían su angustia; anheló comunicarse con ellos. Le asombró no sentir ninguna fatiga, ni siquiera el vértigo de su larga inmovilidad. Durmió, al cabo de un plazo indeterminado. Al despertar, el mundo seguía inmóvil y sordo. En su mejilla perduraba la gota de agua; en el patio, la sombra de la abeja; el humo del cigarrillo que había tirado no acababa nunca de dispersarse. Otro «día» pasó, antes que Hladík entendiera.
            Un año entero había solicitado de Dios para terminar su labor: un año le otorgaba su omnipotencia. Dios operaba para él un milagro secreto: lo mataría el plomo germánico, en la hora determinada, pero en su mente un año transcurriría entre la orden y la ejecución de la orden. De la perplejidad pasó al estupor, del estupor a la resignación, de la resignación a la súbita gratitud.
            No disponía de otro documento que la memoria; el aprendizaje de cada hexámetro que agregaba le impuso un afortunado rigor que no sospechan quienes aventuran y olvidan párrafos interinos y vagos. No trabajó para la posteridad ni aun para Dios, de cuyas preferencias literarias poco sabía. Minucioso, inmóvil, secreto, urdió en el tiempo su alto laberinto invisible. Rehizo el tercer acto dos veces. Borró algún símbolo demasiado evidente: las repetidas campanadas, la música. Ninguna circunstancia lo importunaba. Omitió, abrevió, amplificó; en algún caso, optó por la versión primitiva. Llegó a querer el patio, el cuartel; uno de los rostros que lo enfrentaban modificó su concepción del carácter de Roemerstadt. Descubrió que las arduas cacofonías que alarmaron tanto a Flaubert son meras supersticiones visuales: debilidades y molestias de la palabra escrita, no de la palabra sonora… dio término a su drama: no le faltaba ya resolver sino un solo epíteto. Lo encontró; la gota de agua resbaló en su mejilla. Inició un grito enloquecido, movió la cara, la cuádruple descarga lo derribó.
            Jaromir Hladík murió el veintinueve de marzo, a las nueve y dos minutos de la mañana.

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POESÍA CLÁSICA JAPONESA [KOKINWAKASHÜ] Traducción del japonés y edición de T orq uil D uthie

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