jueves, 31 de enero de 2019

ESPERANDO A BECKETT BUSCA Y REBUSCA.Frederick R. Karl.

ESPERANDO A BECKETT
BUSCA Y REBUSCA
A pesar de que Samuel Beckett dramaturgo haya gozado de una decisiva preponderancia sobre Beckett novelista, es en sus seis novelas[1] donde se hace patente su originalidad; sus obras de teatro no aportan más que una acotación marginal a lo que ya las novelas indican con espacio más dilatado y fuerza más intensa. Las obras teatrales en sí —Esperando a Godot, Fin de partida, La última cuita, Acto sin palabras, por ejemplo— no son más que fragmentos de las novelas, episodios inmersos en un contexto más amplio. El auténtico Beckett —arrogándonos la pretensión de definirlo— es el novelista que, de forma casi arbitraria, desmenuzó sus novelas en fragmentos etiquetándolos de tragicomedias, monólogos, mimos, etc.
Las dos primeras novelas de Beckett —Murphy (1938) y Watt (publicada en 1953, pero escrita en 1942-1944)— fueron redactadas en inglés y se desarrollan en un ambiente decididamente inglés, pero aquel novelista, hijo de Irlanda, tendría que asociarse bien pronto a una forma continental de ver las cosas, tanto desde el punto de vista literario como filosófico. En filosofía rechazaría de plano el racionalismo y la lógica ingleses en favor de la división cartesiana entre cuerpo y alma. Y en literatura, se encuentra más próximo a Proust, Céline, Sartre, Camus y Ionesco, así como a escritores experimentalistas como Robbe-Grillet y Nathalie Sarraute, que a los novelistas ingleses de los últimos cien años. Sólo muestra cierta afinidad con Joyce, y tal vez con Dickens, y ello menos por el contenido que por ciertos patrones y técnicas que se repiten en sus obras.
Beckett es un Joyce que se ha avinagrado, un Joyce sepultado después de Ulises. Si Stephen Dedalus hubiera fracasado en todas sus empresas y, en consecuencia, se hubiera convertido en un haragán, un vago o un escritor sin tesis, podría haber encajado en alguna de las novelas de Beckett, en las que casi todos los protagonistas son escritores que hacen la crónica de sus fastidiosas odiseas. Sus narraciones, sin finalidad ninguna —precisamente su misma esencia es la ausencia de todo objetivo— son aventuras egocéntricas que registran todo aquello que mantiene su propio pasado ante ellos, dado que su presente ya no les aporta placeres. Sin embargo, incluso su pasado es penoso: una desabrida sucesión de desventuras y oportunidades perdidas, de relaciones forzadas que jamás desearon, de empleos y familias y gente extraña... todo pululando en derredor suyo para torturarlos. En todos los ejemplos van adquiriendo gradualmente conciencia de la absurda diferencia entre sus menguadas esperanzas y su realización, más menguada todavía.
La utilización del absurdo existencial se convierte para Beckett —al igual que ocurriera con Camus— en un ingenio metafísico que servirá para explorar la existencia, adoptando diversas formas. La «realidad» de una novela de Beckett es un sueño exagerado, una dilatada pesadilla que abarca pasado y futuro, una manifestación fluida de algo aparentemente preconsciente. El mundo de la primera novela de Beckett, Murphy, tiene pocas de aquellas piedras de toque que esperaríamos encontrar incluso en la novela simbolista. Comparadas con Murphy, las obras simbolistas de Conrad, Lawrence y Joyce no parecen otra cosa que proyecciones realistas de problemas cotidianos. Constituyendo en mayor medida la presentación de un problema filosófico que una novela en el sentido corriente. Murphy en algunos aspectos parece realizada a partir de los mismos materiales que El extranjero, cuya primera versión fue concebida por Camus no mucho tiempo después de que fuera publicada la novela de Beckett.
Sin querer forzar el paralelismo, el lector podrá ver en ambas novelas el intento del protagonista de permanecer inocente, de eludir los disparatados contactos que el mundo espera de él. Murphy se mece en el balancín, desnudo, atado (como un héroe griego castigado por los dioses), pero con el espíritu libre. Nadie influirá en su espíritu: «Y la vida en su espíritu le proporcionaba placer, un placer tal, que placer no era la palabra». Ambas novelas contienen una reprobación rousseauniana del mundo: la negativa de Meursault a llorar en el entierro de su madre es la negativa de Murphy frente al trabajo. En las dos circunstancias los protagonistas deben afrontar lo absurdo de la existencia para establecer la trágica intensidad de sus propias vidas. Cada uno vive de forma distinta a lo que de él se espera y, a pesar de ello, los dos abrigan la esperanza de no ser juzgados. Aunque no existan verdades eternas, Murphy trata de encontrar la Verdad en su mecedora; desnudo y atado se esfuerza por dejar tras él un mundo de falsas apariencias, en una contemplación de la realidad que lo hace similar a Buda. Para Murphy el mundo real es como aquella caverna de apariencias de Platón, mientras que su propia «caverna interior» es el verdadero mundo.
Un personaje central en Beckett se encuentra en perpetuo conflicto con los objetos que lo rodean, ya que únicamente él tiene realidad. Al igual que Descartes separaba el cuerpo del alma para tratar, después, de reintegrarlos, Beckett divorcia a las personas de los objetos para tratar, más tarde, de hallar alguna relación entre ellos. La novela francesa de última hora, cuyo arquetipo sería la obra de Alain Robbe-Grillet, Michel Butor y Nathalie Sarraute es, en cierto sentido, una acotación marginal a la producción de los veinte últimos años de Beckett. Robbe-Grillet presenta un mundo en el que «las cosas son las cosas y el hombre sólo es el hombre», es decir, las cosas siguen siendo impenetradas, «objetos duros y secos» ajenos a nosotros.
Un protagonista para Beckett, ya se trate de Murphy, de Watt, de Molloy o de Malone, ha rehusado desde largo tiempo a la complicidad con los objetos. O, de otro modo, los objetos han seguido fuera de su alcance. En cualquier caso, se encuentra aislado del resto del mundo, ajeno a los deseos y necesidades de éste. La dicotomía entre su espíritu y su cuerpo encuentra analogía en el mundo exterior en la dicotomía entre los seres y los objetos. Así pues, el mundo de Beckett opera por mitades, y la dialéctica en cualquier novela dada se producirá siempre que dichas mitades entren en colisión, siempre que se origine la tensión entre el cuerpo y el espíritu, por un lado, y los seres y los objetos, por otro.
Con este esquema básico, no es de extrañar que los personajes de Beckett estén faltos de una clara identidad. En virtud del mismo hecho de encontrarse divididos, no pueden identificar que sean, y en virtud del mismo hecho de encontrarse el mundo dividido, no pueden ser identificados con nada ajeno a sí mismos. En consecuencia, todas sus novelas adoptan la forma de una búsqueda, sobre todo la búsqueda estrecha de un yo que, irónicamente, no se diferenciará jamás de lo que realmente es el personaje. Es, por supuesto, en la acentuación de este motivo simbólico —aquel en que el personaje busca su perdida personalidad, que equivale a un paraíso o a un infierno perdido— donde Beckett se asocia a los escritores de vanguardia de este siglo. No obstante, a pesar de lo familiar del tema, en su desarrollo en Beckett constituye el producto exclusivo de un espíritu original.
En busca de identidad, cósmica en su propósito, un personaje central en Beckett deja muy atrás al mundo cotidiano. Además, para Beckett, la búsqueda no es melodramática ni trágica sino cómica: la búsqueda de un yo que incluso el protagonista sabe no puede rescatarse. Cuando alguien busca con la esperanza de encontrar algo que lo elude constantemente, el resultado será trágico para él; pero cuando busca conociendo que lo que le escapa ahora seguirá escapándole y sigue buscando prescindiendo del éxito, el resultado suele ser gracioso. Una persona así se convierte en un tipo particular de loco, víctima de chistes efectivos, ironías cósmicas, experiencias paradójicas; aunque ninguno de tales contratiempos importe realmente. El que busca no hace otra cosa más que representar simplemente lo que él sabe es un juego. Esto es lo que ocurre con los protagonistas de Beckett: reconocen que las divisiones que los han escindido jamás podrán ser salvadas y que de ellos se espera (¿quién lo espera?) que aguarden, actúen y tengan esperanzas. Todos los personajes de Beckett esperan a Godot, cada uno a su modo, y aquél no llegará jamás. Puesto que Godot aliviaría los males que les aquejan y tal solución es en sí misma una imposibilidad en un mundo absurdo.
En un mundo que ni castiga ni recompensa, las aspiraciones, la esperanza, la ambición, la misma voluntad carecen evidentemente de todo sentido. Nadie conseguirá nada: Murphy muere, resultado indirecto de conseguir empleo. Molloy llega hasta la habitación de su madre, pero, ¿con qué fin? Moran busca a Molloy y cada vez va asemejándose más a su tullida presa. La búsqueda termina en un círculo. Malone espera la muerte, decrépito, desamparado. El Innombrable trata de averiguar qué o quién sea él. Y en un mundo en el que es inasequible la consecución, la tragedia lo es también. Están ausentes intencionadamente la evolución y desenvolvimiento necesarios a la tragedia, puesto que tragedia presupone un sentido coherente dentro del mundo. Viene a indicar que los fines que se persiguen, la voluntad, las aspiraciones actuarán dentro de una estructura social que, cuando menos en potencia, es progresiva, y es del todo evidente que este género de mundo está ausente en Beckett. Tan al margen que son casi inexistentes, los personajes de Beckett actúan, no obstante, con tan intenso ardor que convierte en heroísmo el simple hecho de ensartar un orinal con un bastón o de encontrar un trozo de lápiz. Los personajes de Beckett sufren en su mundo en miniatura, pero en su sufrimiento está ausente el heroísmo. Para Beckett, al contrario de lo que ocurre con Faulkner, el sufrimiento carece de connotaciones heroicas. Por no tener sentido, el sufrimiento resulta más bien cómico. Tal vez por esta razón se haya acusado a Beckett de escribir anti-novelas: novelas que niegan la vida y que encuentran graciosa esta misma negación.
Para Beckett el haragán es una entidad metafísica, una persona tan alejada de la sociedad «normal» que sus actos y comportamiento se producen casi en forma cósmica. Al separar al personaje de los objetos que lo rodean y al escindir, además, al personaje en cuerpo y alma, Beckett es capaz de crear cierto tipo de realidad fragmentada. Poblado por holgazanes, vagabundos, inadaptados y lisiados, este mundo es un collage de imágenes surrealistas prendidas entre sí con alfileres en virtud menos de su fuerza narrativa y más de estados sentimentales en el individuo. Los matices del sentimiento lo van a resolver todo y aquí es donde Beckett apunta el conflicto filosófico central que impregnará toda su obra.
Si los únicos hechos susceptibles de ser investigados son los estados del sentimiento, del espíritu o del pensamiento, entonces, ¿cómo se explica la existencia de las cosas? Si una cosa no es más que lo que resulta evidente para los diversos sentidos, entonces es que, en realidad, no hay objeto que posea sustancia o forma por sí mismo: su forma, evidentemente, dependerá de la apariencia que adopte para los diferentes sentidos en distintos momentos. Por consiguiente, tendremos que mostrarnos escépticos casi radicales frente a las cosas. En el pensamiento cartesiano, al igual que en Beckett, el espíritu importaba más que la materia, lo subjetivo era más significativo que lo objetivo. Según Descartes, el único medio de que pudiera conseguirse que el espíritu pactara con los cuerpos era a través de Dios. El argumento manifestaba lo siguiente: dado que Dios infunde al hombre una intensa inclinación a creer en los cuerpos, de no existir dichos cuerpos indicaría que Dios nos engaña; pero como, dada la naturaleza de Dios, esto es imposible, entonces es que los cuerpos existen.
¿Qué ocurrirá, no obstante, si eliminamos a Dios del universo, tal como hace Beckett? ¿Qué relación podrá haber entre el hombre y los objetos externos que lo circundan, si es eliminada la fuerza conectiva, para llamarla de algún modo? El hecho cierto es que el resultado será una especie de caos, el caos de las novelas de Beckett, donde el único orden impuesto es el que aportan los propios personajes, los cuales enuncian el problema a través de sus mismos escritos. El hecho es que Beckett sustituye a Dios al hacer que el personaje se convierta en un sustituto autor que creará, entonces, su propio mundo y que, por sí mismo, inferirá la conexión necesaria entre alma y cuerpo. La utilización que hace Beckett del autor anatematizado, asumiendo funciones similares a las de Dios, es un recurso familiar a Baudelaire y a Rimbaud. Los escritores de Beckett —Molloy, Moran, Malone, el Innombrable— crean todos sus propios mundos y su problema más importante estriba únicamente en resolver este dilema filosófico: la necesidad de acercarse a los objetos, de apresar los objetos, de hacer las paces con el mundo de los objetos. Su problema más sencillo —o el más difícil— suele ser el de poner las manos en las cosas elementales que les son precisas. No cabe duda de que Beckett minimizó sus necesidades —una piedra, un lápiz, una libreta, un bastón, un paraguas, una bicicleta— al objeto de reducir la relación entre persona y objeto a los primeros principios, en cuyo estadio el problema podrá «resolverse» a través de procedimientos más cómicos que trágicos.
El hacer hincapié en las cosas sirve igualmente para otra función: la de aportar firmes raíces en el mundo de la realidad con el fin de ofrecer consuelo frente a la tortuosa corriente que es la conciencia de los protagonistas. Joyce, por ejemplo, atajó la fuente verbal de Bloom intercalando hábilmente en la narración numerosas referencias a Dublín, de forma que Bloom quedó dotado de sustancia, al mismo tiempo que de espíritu, a través de lo que le rodeaba. Beckett opera de forma parecida. Sin valerse de Dublín como telón de fondo, emplea los puntales corrientes de la vida cotidiana para infundir una dimensión espacial a sus novelas. El hecho de hacer hincapié en los objetos —sin importarle su mediocridad ni su vileza— impide que sus personajes se sutilicen, partiendo de la existencia positiva, camino de estados puros del ser. Ya hemos visto que tal toma de conciencia de la dimensión espacial como contrapunto de los estados sentimentales de los personajes, ha venido a ser la raison d'être de una «nueva ola» de escritores franceses como Robbe-Grillet.
Esta importancia que Beckett, y los escritores franceses, conceden a la dimensión espacial indica un curioso rodeo en torno a la obra de Proust, con su acentuación de la dimensión temporal de la memoria. El propio Beckett vio en las novelas de Proust, y a en 1931, el camino a través del cual el arte descifraría los misterios del universo y halló en la utilización que hace Proust de la memoria involuntaria una herramienta temporal como forma de desguarnecer certeramente de todos los aditamentos para llegar a lo esencial. En una carta dirigida a Antoine Bibesco, Proust había explicado qué entendía él por memoria involuntaria, teoría valiosa para Beckett en dos aspectos: tanto por su influencia inmediata sobre él como en un medio que, más tarde, ha de procurar su reacción a las dimensiones temporales en conjunto.
La memoria involuntaria se ocupa de aquella parte del cerebro que acumula sensaciones pasadas, censuradas —por decirlo así— por la memoria voluntaria, y que podrá evocarse a través de un perfume, un sabor o una sensación momentánea, a cuyas cosas Proust llamaría más tarde momentos privilegiados. La memoria involuntaria, al igual que la conciencia psicoanalítica, contiene un pasado recordado a medias, a medias olvidado, que podrá invocarse en cualquier momento de revelación repentina.
Un viaje a través de la memoria involuntaria es un intento de amalgamar todo el tiempo, penetrando por debajo de la superficie hasta aquellas profundidades que contribuyan a definir la «realidad» de un ser humano. Es un recurso antinaturalista, destinado a un sondeo psicoanalítico del carácter y la personalidad, y esto sería precisamente lo que atraería al joven Beckett. Y, a pesar de que más adelante abandonaría el interés que sintiera por el tiempo en sí mismo, el método habría de infiltrarse de forma curiosa en su propia obra. Al ahondar en la memoria involuntaria, Beckett descubriría un paraíso perdido, de hecho el único paraíso auténtico tanto para Beckett como para Proust precisamente por la razón de ser un paraíso perdido. La memoria es, por supuesto, el único medio de desvelarlo. Por ello Proust trabajaría en sus siete volúmenes. No obstante, para Beckett el paraíso perdido no podrá recuperarse ni siquiera en la memoria porque, por un hecho paradójico, la imposibilidad de recuperar lo perdido es lo que lo convierte en paraíso. Esperar más será esperar en vano, negar lo que es realmente la vida. Para Molly, por ejemplo, el paraíso transmite la reminiscencia de su madre que él trata de recuperar emprendiendo su imposible búsqueda; pero, de dar con ella, la realidad negaría la visión paradisíaca y, en consecuencia, la búsqueda sería infructuosa y una derrota en sí misma. Por tanto, toda la búsqueda que presentan las novelas de Beckett —ya sea en las obras de preguerra, Watt y Murphy, ya en las de postguerra, Molloy, Malone muere y El Innombrable— está predestinada al fracaso. Una vez perdido el propio paraíso personal —y en el mundo de Beckett jamás se podrá ni siquiera tener conciencia de tal pérdida— queda esta realidad que es con la que uno vive. Si el lector acepta esta actitud común a muchos de los protagonistas de Beckett, percibirá algunas de las restricciones bajo las que viven dichos personajes. Estos seres no tienen ilusiones, puesto que cuando no se tiene un paraíso real en el que puedan cifrarse las esperanzas o en el que se pueda soñar, las ilusiones son ilusorias.
Existe en Beckett, tal vez como consecuencia directa de su actitud frente a Proust y frente a todo lo que Proust propugna, un áspero realismo que trata de suavizar por medio de recursos cómicos procedentes de autores tan dispares como Joyce, Sterne y Swift. En las novelas de preguerra, que escribió en inglés, se hace más evidente la influencia de los escritores ingleses y los temas son menos desesperanzados, aun siendo sombríos, pero en las novelas de postguerra, escritas en francés, cuya composición, al decir de Beckett, es fundamental para toda su ideología, los recursos son menos explícitamente atribuibles a Joyce o a Swift, presentando mayor afinidad con elementos grotescos propios de Camus y Sartre. A pesar de todo, en ambos períodos se evidencia la característica de Beckett: un haragán, un vagabundo o un intruso, el necio de la época isabelina reducido, por desintegración, a una sombra de su prístina personalidad. Sin esplendor ninguno, ya intrínseco, ya de tipo vicario arrebatado tal vez a su noble maestro, el intruso de Beckett se convierte en arquetipo de un mundo en declive: el loco universal. Ahora, el vagabundo será el patrón, simplemente por el hecho de que no existe otro modelo. Estragón y Vladimir, esperando al que jamás-ha-de-llegar Godot; Moran en su extraña búsqueda de Molloy para, al hallarlo, salvar una parte de su propio yo; Murphy tratando de eludir el trabajo y torturándose más de lo que le torturaría el mismo trabajo; Watt en su intento de ver a Mr. Knott, a quien sirve fiel y mudo; Malone esforzándose para vivir entre Dish (la comida) y Pot (los excrementos); el Innombrable anhelando el silencio pero forzado a un chorro de palabras, todos ellos son «gladiadores moribundos» —para repetir la feliz frase de Horace Gregory— los cuales ponen a prueba los límites de un mundo insensato, martirizados por su misma integridad.
Aun cuando se encuentren próximos a la no existencia — «A veces, ciertamente, es casi ridículo»— no aceptan sus papeles como seres grotescos y patéticos. Su vitalidad y el hecho de que no se vengan abajo en situaciones destructivas es algo que nos deja atónitos. Los esfuerzos que hace Murphy para no trabajar se convierten en una saga de la ingenuidad y la braveza humanas. Desafía a toda la sociedad para poder ser él mismo, de la misma forma que Moran lo abandonará todo —su hijo, su dignidad, su honorabilidad, su caldeada casa— para buscar a Molloy, al que únicamente conoce por el hecho de que Molloy, mezclado entre todos nosotros, pulsa una cuerda.
Por muy disparatados que puedan ser los personajes de Beckett —se hacen dignos por sus propios méritos, y por el hecho de esperar algo que ya saben no ha de ser nada—, son personajes cómicos en un mundo trágico. Reducidos a Lear en el matorral, éste que fuera noble en otro tiempo y que ahora está mucho menos capacitado que su bufón, se enfurecen y despotrican contra toda restricción y, al hacerlo, se formulan importantísimas preguntas: ¿en qué tiempo hablará una persona cuando su vida, al tiempo que sigue su curso, ha cesado ya, o tal vez ni prosiga ni haya terminado?, ¿qué sentido tiene la carne cuando la experiencia ha negado toda forma de esperanza?, ¿para qué se vive cuando ni la carne ni el espíritu proporcionan placeres y el recuerdo produce sólo dolor?, ¿qué sentido tienen las aspiraciones y los fines que se persiguen para los que no se encaminan a ningún objetivo ni tienen conexión ninguna con nada ajeno a sí mismos?, ¿qué ocurre cuando se deja de creer en Dios y en el hombre, cuando Dios es imposible y el hombre es repugnante?, ¿qué hay que pensar cuando la vida pierde todo su sentido y la muerte es algo que no se tiene la fuerza de buscar?
Estas son las preguntas que se hacen los gladiadores de Beckett, sin que ninguno de ellos espere respuesta satisfactoria. La calidad de su desesperanza sobrepasa la de todo personaje literario, contando tal vez con el Ferdinand Bardamu de Céline y el Gulliver de Swift. Las dos no-entidades de Fin de partida que han sobrevivido a su tiempo y que ahora buscan la-vida-y-la-muerte en cubos de basura son símbolos aptos del mundo de Beckett; seguir buscando sería buscar la vida, y los seres de Beckett están todos orientados hacia la muerte. Para ellos el dolor y la aflicción son una curiosa forma de salvación en un mundo que intenta, con engaño, hacerles creer que son felices.
¿Cómo, pues, llega a convertir Beckett esta forma de ver las cosas en algo cómico, puesto que es cómico a pesar de que se trate de una comedia restringida? Su recurso más importante es principalmente el uso que hace de la lengua, que se mofa, injuria, hostiga, y exaspera, sin dejar de ser en todas ocasiones la lengua manejada por las manos de un experto. En segundo lugar, emplea la parodia, la comedia grosera, el chiste de efecto retardado, la yuxtaposición de desemejantes, la equiparación de lo familiar con lo no familiar, todo ello encaminado a la creación de una realidad fantástica a la vez que grotescamente real.
En Murphy, el personaje que da título a la obra sigue un plan que obedece a un horóscopo de Ramaswami Krishnaswami Narayanswami Suk para los nacidos bajo el signo de La Cabra. La persona en cuestión que, en este caso, es Murphy, de seguir la profecía de Suk tendrá el éxito asegurado y, por ello, Murphy se asesora con Suk a cada nuevo cambio de su fortuna. Sin embargo, Murphy sabe que sus «perspectivas de conseguir empleo eran las mismas en los dos sitios, en todos los sitios»: él es el último hombre hasta el que puede llegar Suk. Murphy es el hombre que tiene negado el éxito, el hombre orientado hacia la muerte. Las profecías de Suk son para el oportunista, el mundano, el osado, para aquel hombre de condición arrojada dispuesto al sacrificio y a la convivencia con tal de prosperar; y, sin embargo, Suk es el Dios de Murphy. Las mismas cualidades, pues, de la búsqueda de Murphy, atrapado como se encuentra entre lo que le profetiza Suk y su propia ansia de descanso y de silencio, son las de la humorada y del insulto. Naturalmente que Suk es un falso profeta, en pro de un mundo en competencia pero, a pesar de ello, para Murphy no existe nadie más en quien creer. Sin embargo, a pesar de que modifica sus ideas para que encajen con las de Suk, Murphy reconoce también la futilidad de un Dios, cualquiera que éste sea. Porque Murphy admite en sus adentros que él no es del gran mundo: «Yo soy del mundo pequeño». Y se pregunta, a pesar de seguir a Suk: ¿Por qué ha de cultivar «las ocasiones que originan el fracaso, después de haber ya contemplado una vez los ídolos beatíficos de su caverna?». Y Beckett comenta, en palabras de Arnold Geulinex, cartesiano belga del siglo xvii: Ubi nihil vales, ibi nihil velis. ¡Su epitafio a Murphy!
Suk, el trabajo, la industria, el pordiosear por el parque, son cosas todas hostiles a la naturaleza de Murphy y todas ellas engendran la comedia, puesto que Murphy sólo se encuentra a sus anchas en su mecedora, desnudo, en estado contemplativo: Dios budista que contempla la nada. Retrayéndose hasta la oscuridad de su propia existencia cavernícola, purificado casi hasta salirse de la existencia, Murphy pinta su espíritu «como una gran esfera hueca, cerrada herméticamente al Universo exterior. Esto no era un empobrecimiento, puesto que no excluía nada que no contuviera». Un espíritu que anhela el descanso y el silencio postreros se ve obligado a entrar en contacto con una sociedad que va tras la competencia, el trabajo, la ambición. Y el resultado es cómico. Murphy ingresa en el Magdalen Mental Mercyseat Hospital, no como paciente sino como auxiliador general, y encuentra atractivas las celdas acolchadas y su desván, parecido al útero, parecido a una tumba. Bien acogido por los pacientes, sobre todo por uno que juega al ajedrez, encantado de que los esquizofrénicos graves resistan todo tratamiento encaminado a convertirlos en seres «normales», y encontrando que las celdas acolchadas son un retiro perfecto, Murphy disfruta de paz interior en el manicomio durante el día y de reposo en su desván por la noche. Su apartamiento es virtualmente completo y muere como un hombre relativamente feliz, desgajado tal como está del mundo. Quemado por la estufa de gas, será más tarde incinerado y esparcidas sus cenizas en una taberna, las cuales, después, serán barridas para no distinguirse de las colillas, las cerillas, el vómito y los demás desechos que hay por el suelo. Este es el fin de Murphy, y es un fin triunfante, puesto que se extingue en la muerte hasta aquel extremo que anhelara cuando se mecía, como un Buda, en su balancín. Sus esparcidas cenizas, perdidas entre la basura y la inmundicia son un símbolo de su modo de vivir y de lo que fue él: las profecías de Suk son derrotadas en toda la línea.
Watt, escrita cuatro años después de Murphy, se compone de una serie sucesiva de parodias. Watt se presenta a trabajar en casa de una persona desequilibrada: Mr. Knott. De la misma manera que el nombre de Watt indica una perpetua pregunta (What?) sin posibilidad de respuesta, Knott igualmente señala una perpetua respuesta (No-t) sin posibilidad de pregunta. Pero Watt no conocerá jamás a su amo, por lo que Knott no podrá decir No directamente a Watt. Knott es literalmente la negación de la cordura, la negación de la vida. La vida cotidiana en casa de Knott se desarrolla de forma tan atenuada —el ritmo del loco— que toda actividad adquiere cualidades míticas, como, por ejemplo, la enorme preparación de las comidas: conglomerado de alimentos y bebidas necesarios para la supervivencia, sin ninguna concesión al paladar ni a un posible disfrute de las mismas.
La vida en casa de Knott discurre a paso de tortuga, y los servidores se mueven como si el hado les hubiera condenado a su trabajo, y después, se atuvieran a las consecuencias. La impersonalidad conduce a una comedia de enredo: Watt intenta conocer a Knott sin conseguirlo y, en el momento de ser despedido —a través de intermediarios—, todavía no se ha enfrentado con él. Como en El castillo de Kafka, la ausencia de este careo es indicativa de la ausencia de movimiento en toda la narración, y el humor trágico de las cosas que no llegan a producirse se convierte por sí mismo en sustancia de la novela. Beckett detiene el trabajo de Watt en cierto momento del tiempo, dando la impresión de que todos los momentos son el mismo, como en éxtasis, el momento absoluto. En relación con esto, Beckett expone a la consideración interminables y desatinadas preguntas para rebuscar un sentido a partir de las mismas, no encontrando nada a no ser el mismo momento: la pregunta de Watt (¿para qué?) carece de sentido.
Condición del empleo que ofrece Mr. Knott es que la persona que se ocupará de su comida deberá encontrar un perro que comerá cuanto deje Knott. El perro no deberá comer más que lo que deja y, por tanto, no recibirá alimento entre las comidas, aunque bien pudiera ser que nada se le dejase, es decir, deberá tener apetito bastante para dar cuenta de la comida íntegra caso de que Knott no tenga gana de comer. Éste es, pues, un problema que entraña diversas posibilidades que Watt deberá solucionar a fuerza de fatigas; y se aplica al mismo como si su propia supervivencia dependiera en última instancia de surtir de provisiones al perro. Watt elabora con todo detalle las posibles relaciones entré Knott y el perro, creando a partir del disparate un ingenioso sistema de oferta y demanda, una virtual teoría económica. En un mundo de la nada (de Knotts) Beckett apunta que los únicos problemas que tienen sentido son los de la existencia y supervivencia inmediatas; y una idea de este género será fructífera porque no depende de nada a no ser de la propia ingenuidad. El resolver este tipo de problema —en el que aquí intervienen perros y comida y, en otro lugar, piedras que chupan, sombreros, zapatos, lápices y otras cosas insignificantes— forma parte del intento de Watt de distinguir lo real de lo ilusorio. El perro y la comida son reales, pero Knott no lo es. Próximo a Mallarmé en su acercamiento a la nada como esencia de la existencia, Beckett utiliza la casa de Knott precisamente como algo que refleja la nulidad. La casa de Knott es igual que la caverna de Platón o que una sala de espejos mágicos, en la que la imagen reflejada va alejándose más y más de la realidad, hasta el punto de que, en definitiva, no podrá diferenciarse la imagen reflejada del sentido original. Beckett escribe que «el sentido atribuido era ahora el sentido inicial perdido y vuelto a recuperar, y ahora era un sentido completamente distinto del sentido inicial, y ahora era un sentido transformado —después de una demora de duración mudable y de penalidades más o menos grandes— partiendo de su inicial falta de sentido». En una prosa que es seria a la vez que es parodia de lo serio, Beckett apunta que los embrollos y las soluciones de Watt, a la manera de un rompecabezas, no son sino intentos de llenar de sentido el vacío. Incluso el mismo nombrar las cosas resulta difícil, ya que únicamente existe la cosa, no su nombre. «Y Watt, en general, prefería tener que habérselas con cosas cuyo nombre no conocía —aunque ello fuera también doloroso para Watt— que a tener que habérselas con cosas cuyo nombre conocido, el nombre reconocido, no era ya, para él, el nombre».
Todos estos recursos no son sino formas de producir ruido en medio del silencio. Y, a lo menos, el ruido conducirá hasta la comedia. Watt dispone un enorme aparato de labor humana inútil para suministrar a un perro la ración que Knott deja en el plato. Y esta situación está montada y vuelta a montar en una lengua que reitera una y otra vez, repite, reacomoda, reafirma, preocupada constantemente por cosas ridículas. Para no malgastar sustancia carente de valor, Watt pone en marcha una maquinaria que multiplica infinitamente el desgaste original. Como visión simbólica del universo, este problema y su solución constituyen el rasgo característico de Beckett.
La reiteración de nombres, palabras, situaciones, prendas de vestir, elementos del mobiliario —la reiteración en todas sus posibles formas— es absolutamente normal en Beckett y contribuye a dotar de sustancia a novelas carentes de fuerza narrativa. Cuando el lector se tropieza con una larga serie de palabras repetidas en diversos órdenes, podrá preguntarse para qué sirven exactamente ya que no suelen ser sino líneas simplemente tediosas o páginas enteras que podrían omitirse. El movimiento en dirección hacia adelante de la novela se detiene así que se producen las diferentes permutaciones y combinaciones y llega a agotarse toda la disposición. ¿Será éste un chiste particular de Beckett, que éste se permite a costa del lector diligente, atento a la mínima palabra? O acaso sea que, dado que la preocupación de Beckett no se centra en la narración, deberá llegar a la sustancia de diferente manera, y uno de los caminos es a través del mismo idioma: una forma de distraer al lector con palabras, corrientes y poco comunes. Esto equivaldrá a escuchar sílabas, por sí mismas, una vez abandonado todo deseo de comunicación, de forma parecida al efecto que consigue Joyce con sus listas de palabras en su Retrato y en Ulises.
A menudo Beckett utiliza las palabras al igual que el pintor abstracto usa de las líneas: nada más que para el significado del color y de la forma. Cada elemento, línea o palabra, tienen valor por sí mismos. Beckett podrá atraer directamente la atención hacia las palabras y la sintaxis, comentando el empleo hábil de un modo subjuntivo o de una voz pasiva. Y aun en otro aspecto, palabras repetidas y colocadas una y otra vez en las frases, imponen los objetos al lector. Más adelante, en Watt, las palabras: cómoda, cama, ventana y fuego se ordenan una y otra vez hasta que la estancia, al igual que el propio Mr. Knott, se hace proteiforme a despecho de su misma falta de sentido. Las palabras, en insistente repetición, sustituyen el ojo de la cámara; el autor elabora imágenes a base de introducirlas pulverizadas en el lector hasta que éste se siente forzado a ver para salvarse. Como parodia de la técnica naturalista, esto no es sino Naturalismo llevado hasta su fin lógico.
En la época en que Beckett abandonara el inglés como lengua literaria para abrazar el francés, sus visiones se habían desplazado a imágenes todavía más grotescas, indudablemente influido por la Segunda Guerra Mundial y sus secuelas pero, con todo, la atmósfera general de «chiste cósmico a costa del hombre» subsiste todavía. En la trilogía que se inicia con Molloy (1951) hay cambios evidentes, sobre todo un ahondamiento más acusado del punto de vista y una preocupación por el hombre trágico, mientras que, antes, el que asomaba era el hombre cómico. Ya no volverá a presentarse el «final feliz» que vimos en Murphy, donde el personaje que da título a la obra desaparece entre la basura de los suelos de una taberna y consigue el anonimato por el que siempre había suspirado. Ahora, la desaparición y el anonimato, aun siendo deseables, están fuera del alcance de los personajes que deberán luchar a ciegas contra la vida sin tener siquiera la posibilidad de gozar de una muerte esperanzada. El aislamiento, el enajenamiento, la falta de identidad —ésta llevada hasta un extremo que acaso sólo hayan igualado los personajes de Kafka— constituyen los elementos habituales de la trilogía.
Aquí, el hombre no sólo está aislado de los objetos sino de su propia especie. No presenta una posible identificación con la naturaleza como sucedáneo de sus fallos ni como solaz ante la duda del propio yo. Por consiguiente, los haraganes, vagabundos y parias están más allá de toda esperanza de salvación, ya que sólo pueden sobrevivir como lo que son. Incluso los mismos monólogos a que se entregan sirven para recordarnos que únicamente pueden hablar sobre sí mismos. Al llevar Beckett su mundo cartesiano a su expresión más cabal, se suscita la duda absoluta del mundo exterior con el subjetivismo de los personajes como defensa contra el medio que les rodea. Además, apenas si existe el libre albedrío, asemejándose los protagonistas a monigotes sujetos a leyes físicas que escapan al propio control. Los objetos sólo adquieren su aspecto desde el punto que se observan, dado que el pensamiento es mucho más importante que la materia exterior. Al primero lo vemos transformarse en un flujo de conciencia que mana (¿o gotea?): efusiones de aquellos que deben expresarse a pesar de que, por encima de toda otra cosa, lo que anhelan es el silencio.
Los personajes de Beckett hablan incluso cuando hay poco que decir. Sienten preocupación por lo que pudiera-haber-ocurrido, por el otro mundo que ellos no habitan. Beckett declara: de haber tenido dentadura, habrían masticado; de no haber sido lisiados, podrían haber caminado; de haber experimentado el deseo sexual, se habrían dado al acto con fruición; de haber sido la vida diferente, podrían haber sentido el amor. Todas sus vidas se desarrollan según el condicional de los verbos, puesto que son las condiciones las que limitan las posibilidades de sus reacciones. Molloy habría incluso llegado al suicidio de no atemorizarle el dolor. Y toda su búsqueda se centra en poder establecer contacto con su madre, cuyo paradero constituye un problema, «...me sentía inclinado a situar este asunto entre yo y mi madre, pero jamás lo conseguí.» ¿Estamos seguros de que ella existe? Molloy vive en un estadio intermedio entre las torturas del infierno y las delicias del cielo, sin probabilidad de que se opere un cambio; como sus compañeros, los personajes de las novelas de Beckett, vive en un purgatorio donde todo es dudoso y el mismo recuerdo resulta sofocante.
En el purgatorio, el problema consiste en conseguir o en recuperar la propia identidad. Molloy conseguirá solamente la identidad cuando se enfrente con su madre, a la cual ama y odia a la vez. En plena búsqueda, se vuelve a ella y, cariñosamente, invoca su recuerdo de una forma que es típica de Beckett: «¡ Ah, vieja zorra, buen trago me dio, ella y sus repugnantes invencibles genes!». Los dos permanecen unidos gracias a la afección venérea que comparten, nexo común de enfermedad y de dolor.
Con el fin de fijar su humanidad y completarse a sí mismo, Molloy deberá encontrar a su madre, al igual precisamente que Moran que, en la segunda mitad de la novela, deberá encontrar a Molloy para completarse a sí mismo. La novela se convierte en un círculo que se arrolla y desarrolla en torno a las pesquisas, a los intentos de conseguir la identidad a través de la identificación con otro ser; intento evidente de trazar determinada línea de comunicación, por muy experimental e inútil que pueda ser. El propio Moran juega con la idea de Molloy, reconociendo que un Molloy —hambriento, lisiado, tiritando de frío, desvalido, yendo tras algo que tanto nosotros como él sabemos que jamás ha de encontrar— es parte de todos. Molloy no es ningún extraño para Moran: es su doble. La persona que anda tras otra lo que en realidad busca en ella es una parte de sí misma para, al encontrarla, descubrir lo que ella misma es. Y la persona perseguida, igualmente, debe perseguir y ser perseguida, y a su vez... La madre de Molloy es su compinche asexuada, y el hijo, como la madre, es viejo y decrépito; y Moran, como Molloy, es un lisiado que se arrastra hacia su fatal destino con unas piernas a las que ha abandonado la fuerza y la energía.
No es por azar que los personajes de Beckett sean indeterminados desde el punto de vista sexual. Molloy es, en realidad, impotente, y Moran se masturba a la más mínima ocasión. Moran escribe en su informe: «Finalmente pude conseguir un beneficio del hecho de estar solo, sin otro testigo que Dios al masturbarme. Seguramente que mi hijo habrá tenido la misma idea y se habrá interrumpido al ir a masturbarse. Espero que esto le resultará más placentero que a mí». Y Molloy, engañado por la mujer, que posee un perro que él ha matado por accidente, medita: «No sigas atormentándote, Molloy, hombre o mujer, ¿qué más da?»
Molloy y Moran pueden arreglárselas prescindiendo del amor, a pesar de que también lo busquen; Molloy encuentra su naturaleza insensata mientras que Moran apenas tiene energía suficiente para masturbarse. Los dos han oído hablar de sentimientos sexuales y a Molloy le gustaría experimentarlos antes de morir. La búsqueda del amor se convierte en parodia del amor. Y Molloy descubrirá la gran pasión tras la que va todo el mundo en una vieja, enjuta y lisa no mejor que una cabra.
La interrupción que se produce en plena novela, cuando la línea narrativa se aparta de Molloy —que busca a su madre— para ocuparse de Moran y de su hijo —que buscan a Molloy— es básicamente completa, tanto desde el punto de vista filosófico como psicológico'. Juntos, los cuatro —en realidad tres, porque Molloy y Moran son mitades de una persona— forman una diluida familia de tres generaciones, que abarca a partir de la abuela, pasa por el hijo y llega hasta el nieto. Algo así como un grupo familiar de Henry Moore con el agujero divisorio en el centro. El grupo de Beckett tiene tropiezos al querer establecer contactos entre los individuos. Molloy, por un lado, es el padrastro del hijo de Moran, y Moran quizá sea el hijastro de la madre de Molloy, la cual, a su vez, es la madre de la madrastra del hijo de Moran, y así sucesivamente siguiendo un mecanismo típico de Beckett.
Y, ¿quién es Moran?, ¿qué sabe de Molloy? Moran se identifica a sí mismo al describir al Molloy que jamás ha visto.
«Tenía muy poco espacio. El tiempo lo tenía también limitado. Estaba constantemente con prisas, como presa de la desesperación, tras objetivos extremadamente próximos. Prisionero ahora se lanzaba en pos de yo no sé qué encogidos confines, y perseguido ahora buscaba refugio cerca del centro. Jadeaba. No tenía más que levantarse dentro de mí para que yo me sintiera lleno con su resuello. Incluso a campo abierto, que era como si se franqueara el paso a través de la jungla con fragor inmenso. A pesar de ello, avanzaba aunque lentamente. Se tambaleaba, de uno a otro lado, igual que un oso.»
Moran va tras esta imagen de Molloy, como Ashab tras la ballena blanca, no para sí mismo, sino en «favor de una causa que, aun cuando precisaba de nosotros para ser llevada a cabo, en su esencia era anónima, y subsistiría, rondando los pensamientos de los hombres cuando ya no existieran sus miserables artesanos».
Cuando Moran está entregado a la búsqueda, tiene la ocurrencia de que busca a más de un Molloy, quizá a tres o cuatro: el que vive dentro de él; su caricatura de Molloy; la versión de Molloy que da Gaber (el mensajero) y, finalmente, el hombre real de carne y hueso. A éstas podrían añadirse otras versiones, incluyendo la de la madre de Molloy —de existir ésta— y la del hijo de Moran —de saber lo que anda buscando—. Puesto que si Molloy es una parte de Moran, entonces el hijo de este último, al contribuir a encontrar a Molloy, completará también una parte de sí mismo. Cuando Molloy encuentre a su madre —meta imposible de toda evidencia— el hijo de Moran encontrará indirectamente otra parte de sí mismo, y así sucesivamente. El moverse en círculo forma, naturalmente, parte del esquema, ya que el propio Moran, incapaz de encontrar a Molloy, vuelve en redondo hacia su casa al final de la novela. Y el libro que comenzaba así: «Es medianoche. La lluvia golpea las ventanas», termina de este modo: «No era medianoche. No llovía». Al negar lo que afirmara en un principio, completa la narración.
No existe, evidentemente, una respuesta final, como Beckett indica cuando hace una depuración de los elementos utilizados en Molloy para Malone Muere y El Innombrable, escritos en el año mil novecientos cuarenta y tantos, y publicados en 1952 y 1953 respectivamente. Sin embargo, existen diversas vías de especulación. Es posible que el intento de Beckett fuera discurrir sobre la cualidad cíclica de la experiencia humana, de forma parecida al Finnegans Wake de Joyce, según las teorías de Vico. En el ciclo, el individuo es reducido, desechado, casi resulta sobrante; ¿para qué una sola vida humana irá contra los vastos episodios periódicos de las épocas históricas? Para Beckett, el construir tal ciclo de experiencia humana equivale a destruir al personaje, a eliminar las figuras centrales, a borrar diferencias con el fin de mostrar las similitudes que existen entre los hombres. Cuando la mayoría de sus contemporáneos ingleses se aplicaban en revelar diferencias, Beckett ha demostrado aquello que los iguala: de ahí las indagaciones, tanto hacia el interior como hacia afuera. Parece que Beckett quiera indicar que cuando los hombres suprimen toda dependencia con el exterior lo que queda es el holgazán, el vagabundo, el proscrito. El común denominador es la búsqueda para que sea posible la supervivencia y que todos los hombres participen en ella. En el ciclo, los objetivos del hombre pierden su sentido. ¿Qué son los éxitos personales?, ¿qué es un protagonista?, ¿qué, el carácter propiamente dicho?, ¿qué, la sociedad, con sus restricciones y sus advertencias? Lo que importa es la posibilidad de que el hombre diga, incluso en las peores condiciones imaginables: «Existo y sobrevivo a mi manera». Todos los protagonistas de Beckett hacen esta afirmación, y su capacidad de reconocer únicamente este aspecto de la vida hace que las reglas de la narración corriente pierdan su sentido. En consecuencia, la narración, el argumento, la historia, la estructura realista desaparecen en las novelas de Beckett con la misma rapidez con que desaparece en sus personajes el deseo de llegar a una meta o de ver sus esfuerzos coronados por el éxito.
Malone muere, así como su sucesor, carece de la relativa claridad de Molloy; los dos, Malone y el Innombrable, en aquella novela, se han ido depurando gradualmente de forma que el tiempo y el espacio, e incluso el nombre, se confunden con el caos de sus deseos y frustraciones. Habiendo ido a parar a una casa en la que se acoge a los necesitados, Malone ha vuelto a un «paraíso» parecido al útero que, en diversos aspectos, es parecido al infierno. Minimizado en sus deseos hasta convertirlos en los de un niño —vive en una situación que está entre el plato de la comida y el orinal donde defeca—; no es más que un conducto entre dos agujeros: el de entrada por donde recibe la comida y el de salida por donde elimina los desechos. Ha acudido a tal sitio para morir, siendo su única actividad la de escribir acerca de sí mismo con un lápiz y una libreta, que lo eluden constantemente.
Para crear cierto orden en el caos, Malone se ve obligado a escribir, y su historia se ocupa del hombre, Macmann. Así como Molloy escribió para hablar de la búsqueda que había emprendido y Moran para hablar de la suya —las dos relaciones ocupadas en el hombre— de la misma manera lo hace ahora Malone y, más adelante, el Innombrable, que trata de dar forma a la confusión contando historias acerca de Mahood (¿Manhood?). Los tres escritores intentan conservar las imágenes en algo más sólido que la memoria y todos ellos escriben arte como medio de hacer inmortal el momento. En su largo ensayo sobre Proust, Beckett reconoce este uso tradicional del arte; y aquí lo vemos tratando de retener el momento creando tensiones entre cuatro elementos: el propio escritor como persona, la historia al ser escrita, la capacidad que el escritor tiene de escribir y aquella historia más larga que incluye al escritor desde el punto de vista del autor.
Malone escribe acerca de Sapo —la especie en sí— una historia que tiene sentido universal. Sale Sapo para entrar en el mundo y conoce a los Lamberts; Lambert se ocupa en matar cerdos a cuchilladas, es decir, practica un arte antiguo y mortífero. Después, Sapo se desvanecerá de la historia y aparece Malone, como si aquélla fuera su historia; y, en realidad, ¿cuál es la diferencia?, ¿podrá señalarse una diferencia? Y, conseguido este estadio, ¿entre qué cosas habrá que diferenciar? A Malone lo único que le preocupa son las cosas que necesita: la libreta, el lápiz, el plato y el orinal, cuando, tiene hambre o cuando se apercibe de un urgente espasmo.
Girando en torno a Malone e indistinguibles del mismo, son los Murphys, Merciers, Molloys, Morans y Malones. Este último uso de Malone indica que tal vez éste no sea real o que exista únicamente fuera de sí mismo, sugiriendo además que su presencia como escritor es no-sustancial, simple esparcimiento del autor. Y Malone, ¿existe siquiera él? Y, de ser así, ¿qué es su historia?
En esta trilogía posterior a los horrores de los años de guerra, Beckett se ocupa de los interrogantes acerca de la validez de la misma realidad. En Murphy y Watt, según hemos visto, intentó establecer cierta relación con los objetos reales, a pesar de que éstos permanecían, en su mayor parte, fuera del control del hombre. En la trilogía de postguerra, Beckett ya no separa hombres de objetos, ni lo subjetivo de lo objetivo. Se interroga ahora acerca de si existe siquiera algo llamado existencia y pregunta qué hay dentro y qué fuera. Esta postura, evidentemente acarrea un gambito filosófico tradicional, pero rara vez se ha convertido en materia de la novela hasta tal extremo. Es verdad que Joyce en Finnegans Wake fundió sujeto y objeto, Earwicker con el medio que le rodeaba, pero este acto de fusión indica que el autor cree en las cosas que funde. En cambio Malone pregunta: «¿A cuántos he matado, ya dándoles en la cabeza, ya prendiéndoles fuego? Así de pronto sólo recuerdo cuatro, todos desconocidos, jamás conocí a ninguno». Uno de los que ha matado, reconocemos que bien pudiera ser él mismo, y éste sería el diario de un muerto, la historia de un hipotético Malone escribiendo sobre un Malone muerto.
Malone termina como empezó, siendo su primera línea: «Pronto estaré completamente muerto por fin a pesar de todo». Y su última: «...quiero decir/jamás allí él querrá nunca/nunca nada/allí/ya más...». Malone se desvanece y murmura al salir de la existencia, lloriqueando, declinando camino de la nada. ¿Existió acaso alguna vez? El Innombrable comienza así: «¿Dónde ahora? ¿Cuándo ahora? ¿Quién ahora?»: todas las preguntas temporales y espaciales que hace el hombre sobre sí mismo para poder identificarse. Y el comienzo es típico del conjunto. El Innombrable es incapaz de orientarse, estando todo su monólogo encaminado a adjudicarse nombre, lugar y tiempo. Dice: «...no pediría otra cosa de mí que saber que lo que oigo no es el sonido inocente y necesario de cosas mudas constreñidas a permanecer, sino la palabrería impregnada de terror del condenado a silencio». La palabrería y el silencio forman los nódulos gemelos de su conducta: se ve constreñido a charlar en tanto que lo que desea es silencio, combinándose una cosa con la otra. Tiene que charlar, ya que únicamente a través del habla determinará que existe; dejar de charlar equivaldría a destruirse. Y, sin embargo, reconoce que la palabrería en sí no conduce a nada. «Entretanto sería estúpido discutir de pronombres y otros elementos de la charlatanería. El sujeto no importa, no lo hay». Aquí hay un encuentro de la gramática con el tema. En otro lugar, sus preocupaciones siguen siendo las mismas: «...dime lo que siento y te diré quién soy». Pero no es así de sencillo. Puesto que él no entenderá lo que le diga la gente cuando le hablen de él. Su identidad debe seguir disfrazada, él debe vivir únicamente de y con palabras, «...no hay necesidad de boca, las palabras están por doquier, dentro de mí, fuera de mí, bien, bien, hace un minuto que yo no tenía cuerpo, las oigo, no hay necesidad de oírlas, no hay necesidad de cabeza, imposible pararlas, imposible parar, estoy en las palabras, hecho de palabras, palabras de otros, qué otros, el lugar también...» Palabras descorporeizadas identifican al Innombrable pero, irónicamente, no existe palabra para su nombre.
Cuando el Innombrable afirma que «...dónde estoy, no sé, nunca sabré, en el silencio no sabes, tienes que seguir, no puedo seguir, seguiré», hay la imagen de un ciego sin nombre encaminándose por el mundo en una dirección que no conoce, un mundo de cuya existencia ni siquiera está, seguro. Meursault, comparado con él, tiene valores, comprensión (aun siendo desequilibrada y enigmática) y creencias: sabe hacia dónde va, esto es, hacia toda aquella experiencia que haga que sus sentidos experimenten cierta comezón.
Para un personaje de Beckett no existe este sentido de triunfo, por secundario que sea. No hay conciencia de que exista una abstracción como el triunfo. Las abstracciones denotan un mundo donde es posible el heroísmo, y el heroísmo ha sido barrido por generaciones sucesivas de Malones, Murphys, Merciers, Watts e Innombrables. Ellos y Sapo, Macmann y otros como ellos son todo cuanto queda; y, para ellos, el creer en abstracciones querría decir que creen en su propia corporeidad, en la misma medida que nosotros únicamente podemos calibrar una abstracción contraponiéndola a algo real. Una vez más, Beckett pregunta: ¿Qué es real? ¿Qué no lo es? El Innombrable prosigue sin integridad (¿qué es?), sin creencias (¿en qué?), sin identificación (¿cómo se llama?), (¿dónde está?), sin saber por qué es culpable, sin deseo de vivir, sin ninguno de aquellos puntales en que el hombre suele apoyarse. Sobrevive y seguirá sobreviviendo sólo porque su cuerpo sigue funcionando. En un universo que no tiende a nada, y sin contar ni siquiera con un nombre, no hay salvación, puesto que no hay pecado. Y aunque hubiera pecado tampoco habría salvación. Como expresión de la desesperanza de la postguerra, de desesperación cósmica, y más que ninguna otra obra de nuestro tiempo —exceptuando acaso la de Céline— la trilogía de Beckett capta el nihilismo y el pesimismo del hombre que no cree ni en Dios ni en sí mismo. Sus personajes tienen buenas intenciones y, al contrario de los de Céline, no sienten el odio. Pero su destino todavía es peor. Puesto que, por lo menos, el Bardamu de Céline consigue su identificación gracias a aquello que combate, pero a Malone y a Molloy de Beckett se les niega este placer elemental. Cuando odian su vehemencia sólo puede volverse contra ellos mismos, y su lucha por la supervivencia en el destructivo elemento de la no-vida es su único medio de identificación, por desesperanzado que sea y por muy abandonados que se encuentren. Aquel momentáneo y casi ilusorio fulgor de esperanza que ve Camus en el absurdo trabajo de Sísifo, Beckett lo transforma en la desesperada búsqueda del hombre por encontrar respuestas que le serán negadas por siempre jamás.

Frederick R. Karl

El innombrable

Samuel Beckett






Título original: L'INNOMMABLE
Traducción de R. Santos Torroella
© Les Editions de Minuit, París, 1953
© Editorial Lumen, Barcelona, 1966
© Por la presente edición, Ediciones Orbis, S.A.

Traducción cedida por Editorial Lumen

ISBN: 84-7530-164-9
D.L.B. 9930-1983

Impreso y encuadernado por
Primer industria gráfica, s.a.   Provenza, 388   Barcelona
Sant Vicenc dels Horts

Printed in Spain

Edición digital: Octubre 2007
Scan: Adrastea. Corrección: Unamas



[1]              Murphy (1938), Watt (1953), Molloy (1951), Malone meurt (1952), L'Innommable (1953), -Comment cest (1961).

miércoles, 30 de enero de 2019

LITERATURA DE RESCATE. Honoré de Balzac. Novela. EL CENTENARIO.


LITERATURA DE RESCATE.
Honoré de Balzac nació el 20 de mayo de 1799 en Tours (Francia). Honoré de Balzac falleció el 18 de agosto de 1850. Fue enterrado en el camposanto Pére Lachaise, donde Victor Hugo pronunció el discurso fúnebre.
***
De su primera época de escritor —en la que se dice era mantenido por una casada— data este terrorífico novelón, que no firmó con su nombre- Hoy lo rescatamos, considerándolo un excelente relato, loco, apasionante, aunque sin duda descuidado en su redacción, dadas las condiciones en que fue escrito. Casi podríamos decir que publicamos un Balzac inédito, firmado en su día por su «alter ego», Horace de Saint-Aubin. 
La tenebrosa historia de un hombre cuya vida no tenía fin, que necesitaba alimentarse de juventud, como un vampiro, para continuar su larga fatiga, que conocía todas las ciencias, que sabía todos los secretos, y cuya centenaria experiencia influyó en las decisiones del mismísimo Napoleón. 
Ideas contenidas en este caudaloso y fantástico libro pueden considerarse precedentes de «La semilla del diablo» y su satánica gestación, y de la escenografía de «El fantasma de la Opera». Balzac insistió en este asunto de la vida eterna escribiendo «Melmoth reconciliado» donde utiliza el personaje Melmoth (pariente próximo de su Centenario) de Charles R. Maturin.

 Recopilador: Dr. Enrico Pugliatti.
(Fragmento. Novela. EL CENTENARIO).
Traducción de Mercedes Juste, Portada: «Collage» original de Emma Cohen
Una colección dirigida por Juan Tébar
Título original: «Le centenaire»
© De esta traducción para Biblioteca del Terror, Ediciones Forum
Córcega, 273-277. Barcelona-8
Diseño de interiores: Mauricio d'Ors
Retrato de Balzac: «Photo Lapi Viollet»
I.S.B.N.: 84-85604-71-7 (obra completa)
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El peñasco de Grammont — El general La joven — Un juramento
Hay noches cuyo espectáculo es  imponente, y su contemplación nos abisma en un recogimiento lleno de encanto. Me atrevo a decir que son pocas las personas que no han sentido en su alma esa nostalgia osiánica producida por la visión nocturna de la inmensidad de los cielos.
Esta forma de sueño del alma se impregna del carácter de aquel que lo experimenta, y causa entonces pacer o pena, o incluso una especie de sentimiento que participa de estos dos extremos sin ser ninguno de ellos.
Nunca se encontrará, creo, un paraje más propicio a los efectos de esta meditación que el encantador paisaje que se descubre desde el pico de la montaña de Grammont, ni una noche tan adecuada para tales ideas como la del 15 de junio de mil ochocientos diez y... En efecto, unas nubes de formas extrañas formaban mágicas y móviles estructuras aéreas, que empujadas por un viento rápido, dejaban en el firmamento espacios sin velo. La luna irradiaba una luz pálida y a menudo eclipsada que sólo iluminaba las extremidades y las hojas exteriores de los árboles, sin penetrar en las sombrías masas de follaje que se alzaban en la campiña como negros fantasmas.
Había llovido durante la mañana, y el suelo reblandecido sofocaba el ruido de los pasos. El viento se levantaba por rachas y su violencia sólo se desataba por completo en la alta región de las nubes. La noche era, pues, tranquila y majestuosa.
Se destacaban en este escenario la risueñas llanuras de Turena y los verdes prados que, del lado del Cher, preceden a la capital de esta provincia.
El follaje sonoro de los álamos desperdigados por el campo parecía quejarse bajo el esfuerzo de la brisa. La lechuza fúnebre y el buarillo dejaban oír sus chillidos lentos y lastimeros. La luna plateaba la extensa capa de agua del Cher. Algunas estrellas centelleaban acá y allá entre las nubes y a través de un vapor blanco. En fin, la naturaleza, adormecida, parecía soñar. En ese momento una división completa del ejército de España volvía a París para ponerse a las órdenes de su soberano.
Las tropas alcanzaban Tours, cuyo silencio iban a romper con su llegada.
Aquellos viejos soldados de tez curtida caminaban día y noche y atravesaban su patria sacudiéndose el polvo recogido en el suelo indómito de España. Se les oía silbar sus canciones favoritas. El ruido fugitivo de sus pasos resonaba a los lejos, y a los lejos destellaban en el campo las bayonetas de sus fusiles.
El general Béringheld (Tulio), abandonando su división, se había detenido en la cima del Grammont, y este joven ambicioso, desengañado de sus sueños de gloria, contemplaba la escena que se había ofrecido súbitamente a su mirada.
A fin de poder entregarse en paz al hechizo que le había prendido, echó pie a tierra, despidió a los dos edecanes que le acompañaban, y reteniendo solamente a Jacques Butmel, apodado Lagloria, antiguo guardia consular y devoto servidor suyo, se sentó sobre un montículo de hierba, buscando un tema nuevo para su vida futura y pensando en todos los acontecimientos que habían colmado su vida pasada. Apoyó su cabeza en la mano derecha colocando el codo sobre sus rodillas, y en esta postura posó la mirada en el delicioso pueblo de Saint-Avertin, volviéndola, sin embargo, algunas veces hacia el cielo, como si hubiera buscada un consejo en aquel libro misterioso.
El viejo soldado se había sentado y, con la cabeza en la hierba, parecía no pensar en nada que no fuera dormir un momento. Los motivos del general para detenerse en plena noche en la montaña de Grammont no le preocupaban.
Daremos una perfecta idea del carácter de este buen hombre si decimos que los menores deseos de su amo representaban para él lo que un decreto del Gran Señor para un verdadero creyente.
—¡Ah, Marianina! ¿Me has sido fiel? —exclamó Béringheld después de un momento de meditación.
Estas palabras se escaparon involuntariamente del corazón entristecido del general, que nuevamente se hundió en la profunda reflexión que se había apoderado de él.
Tulio contemplaba la pradera desde hacía más o menos diez minutos, cuando divisó a una joven muchacha, vestida de blanco, que avanzaba con preocupación campo a través. Tan pronto caminaba precipitadamente, como disminuía su marcha dirigiéndose siempre hacia el pie de la montaña sobre cuya cima se hallaba sentado Béringheld.
Estudiando con atención todos los movimientos de esta joven, el general creyó al principio que la demencia la arrastraba a este paseo nocturno. Pero cuando percibió una débil luz que iluminaba el flanco del peñasco, cambió de opinión. Su curiosidad se vio excitada en sumo grado, pues el porte y la actitud de la joven indicaban su pertenencia a una familia posiblemente acomodada.
Sus andares y su cintura eran gráciles. Un chal colocado con arte protegía su cabeza del fresco de la noche. Su cinturón, de color rojo, destacaba sobre la blancura de su vestido. Aquel trayecto solitario y nocturno, aquel paso desigual y la luz que iluminaba el pie del peñasco de Grammont, formaban un conjunto de circunstancias creadas para justificar la curiosidad de Béringheld y lo que siguió.
Abandonó su sitio y comenzó a descender la colina para alcanzar a la muchacha que se hallaba ya en el terraplén del Cher[1] . Su intención era hablarle antes de que llegase al pie de la roca.
El general había dado apenas tres pasos, cuando un rayo de luz, al caer sobre una sepecit de soto que adorna el flanco de la montaña, le permitió distinguir un vapor blanco y muy móvil que reconoció como un humo espeso que se escapaba del seno de aquella roca.
Esta circunstancia le sorprendió tanto más, cuanto que la estación en que se hallaban en aquel momento explicaba mal la presencia de una lumbre en el lugar al que la joven se dirigía.
Béringheld poseía una energía, una fuerza de deseo que no le permitían moderar sus sentimientos. Su corazón estaba repleto de un ardor irresistible que volcaba en todo. Así, pues, empezó a correr, y bajó por la montaña más como un lobo que se lanza tras su presa que como un joven que se apresura a dar consejo a la imprudencia o a proteger la debilidad.
La joven lo descubrió y, al ver brillar los adornos del uniforme del general, concibió un temor muy natural. Creyendo poder hurtar su maniobra a la aguda mirada de Béringheld, abandonó el terraplén y avanzó con mayor lentitud por en medio de los árboles de los prados e intentó esconderse cuidadosamente detrás de los troncos de los olmos, en los salientes del terraplén o debajo de los arbustos.
Sin embargo, por muchas precauciones que tomó, le fue imposible engañar al general, que muy pronto se halló a poca distancia del montículo donde se había refugiado. Ella se detuvo al darse cuenta de que no podía evitar al extranjero que la perseguía.
Béringheld por su lado, movido por algún impulso inexplicable, permaneció en su lugar y estudió con mayor atención a la joven desconocida.
Existen fisonomías que traicionan instantáneamente los sentimientos anímicos por medio de signos certeros que, a su vez, reconocen de una ojeada aquellos que han observado la naturaleza.
En un momento, el general adivinó el carácter de la joven. Sus ojos grandes, redondos y brillantes, revelaban por. su movilidad un alma inclinada a la exaltación. Su frente amplia y sus labios bastante gruesos parecían proclamar qué grande era su corazón, qué generoso y orgulloso, pero de ese orgullo que no excluye la confianza ni la bondad.
No hay que pensar, sin embargo, que esta joven fuera bella. Tenía eso que llaman una fisonomía, un semblante distinguido, y lo que aún gustó más a Béringheld, un semblante inspirado.
Todo lo que en el rostro del hombre expresa exaltación se hallaba tan concentrado en los rasgos de la muchacha solitaria, que el general dedujo sin vacilar que una pasión violenta guiaba a la joven.
Todo en ella indicaba más tristeza y sufrimiento que melancolía. Por lo demás, era fácil intuir que el origen de aquel dolor no era una enfermedad física, sino que su negra preocupación se debía a circunstancias, por así decirlo, externas.
El general cesó de observarla y avanzó hacia el montículo desde el cual la desconocida, de pie y atenta, miraba a Béringheld con un sentimiento en el que se mezclaban la inquietud, el temor y la curiosidad.
Aquí debo hacer notar que Tulio llevaba su sombrero de general de tal manera, que la proyección del cuerno cubría de sombra su cara.
La joven no pudo distinguir el rostro del oficial hasta que éste puso el pie sobre el montículo de césped. En cuanto pudo observarlo retrocedió algunos pasos, dejando escapar un gesto de sorpresa que Béringheld tomó por temor.
—Espero, señorita —dijo el general—, que no se sorprenda de que me haya apresurado a venir a ofrecerle mi ayuda, al verla sola, de noche en medio de estos prados, cuando los militares pasan a cada instante por esta ruta. Si mi presencia la importuna y si mi ofrecimiento le parece una indiscreción, hable... Soy el general Béringheld. Este título y este nombre quizá la persuadan de que no tiene nada que temer de mí.
Al oír el nombre de Béringheld, la joven se acercó al general y, sin proferir una sola palabra, con la mirada clavada aún en el rostro del célebre guerrero, se inclinó respetuosamente. Pero su reverencia estaba impregnada del mismo asombro e indecisión que se reflejaban en su rostro. Siguió contemplando con fijeza y estupor los rasgos de Tulio después de enderezarse.
El general, ante la actitud extática de la joven desconocida, se convenció definitivamente de que sufría una enajenación mental. La miró dolorosamente y exclamó:
—¡Pobre desgraciada!..., aunque no tenga razones para estar satisfecho de la constancia y la sensatez de tu sexo, no tengo más remedio que compadecerte. Tu estado prueba que al menos tus sentimientos no eran débiles y que has amado con delirio.
—¡Eh, general!, ¿qué le hace pensar así de mí?... Mi sorpresa es muy natural, y puedo explicársela fácilmente sin faltar a lo que he prometido. Voy a una cita...
—¿Una cita, señorita?
—Una cita, general —replicó la joven con un tono y un acento que bastaron para desconcertar a Béringheld—, una cita de la que me vanaglorio. Pero el hombre que espero se parece tanto a usted, que la visión de su cara me ha sorprendido profundamente.
Apenas hubo pronunciado la joven estas palabras, cuando el estupor que se había apoderado de ella pasó al alma intrépida del general. Palideció, se tambaleó, y a su vez miró a la desconocida con ojos extraviados.
Hubo un momento de silencio durante el cual la extranjera examinó la transformación del rostro del general, y fue ella quien habló primero.
—¿Puedo preguntar yo ahora qué razón hay para que mis palabras hayan desconcertado al general Béringheld?
El general, invadido por mil recuerdos penosos, exclamó:
—¿Se trata de un hombre joven?
—General, no puedo responder a su pregunta.
—Si mis sospechas tienen alguna base, señorita, corre usted los peores peligros, y no sé por qué medios hacérselo ver.
—Caballero —prosiguió ella con una ligera sonrisa—, no corro el menor riesgo. No es la primera vez que acudo a esta cita.
El general hizo el gesto de un hombre al que le han quitado un enorme peso de encima.
—Hija mía —dijo con tono paternal—, quizá permanezca en Tours. No cabe duda de que volveré a verla en sociedad. Sus gestos, su tono, me indican que es usted una joven dama, esperanza de una familia distinguida. Por su honor, acepte mi brazo... y vuelva a la ciudad. Un presentimiento secreto me dice que es usted el juguete del que espera, y... tarde o temprano, le ocurrirá una desgracia... Aún está a tiempo, venga...
La muchacha dejó escapar un gesto de altivez que demostraba que esa sospecha la hería.
—¡Ah, perdóneme, señorita! —Prosiguió Tulio—. Si no me inspirase ningún interés no le hablaría de esta manera. Y... por poco que los motivos de esta cita se apoyen en un sentimiento profundo, me ve usted dispuesto a servirla con toda la diligencia de una antigua amistad.
Al terminar estas palabras dieron las once en Saint-Gatien. Las campanadas traídas por el viento fueron escrupulosamente contadas por la desconocida.
—General —dijo—, he venido bastante deprisa y tengo tiempo de explicarle por qué circunstancias una joven de mi edad, mi porte, mi cuna, se encuentra, en medio de la noche y en las praderas del Cher, esperando una señal extraña, mientras los míos me creen entregada a un sueño pacífico. Me debo a mí misma aclarar unas sospechas que no dejarían de convertirme mañana en la fábula de la ciudad. Pues usted no podría resistirse a hablar de ello.
Estas últimas palabras fueron acompañadas de una sonrisa ligeramente irónica, que dio a su fisonomía una gracia mordaz.
—¡Ay!, señorita, se lo suplico por lo que más quiera. Por su madre, por usted misma, dígame si el hombre que la ha hecho venir a este lugar es joven o viejo... ¡Si es cierto que se me parece!... También, yo, soldado acostumbrado a todo lo que la guerra tiene de peligros y horrores, tiemblo por usted... ¡Si fuera él!... ¡Pobre niña!...
—General —dijo ella tomando una actitud severa que la luz de la luna resaltaba, impresionando a la imaginación—, general, no me pregunte... Es más, cuando yo haya terminado mi sencillo relato, cuando oiga la señal, no siga mis pasos, no me retenga, júremelo.
—Se lo juro —dijo el general con tono grave.
—¿Por su honor? —prosiguió ella con expresión de temor.
—Por mi honor —repitió el general.
En aquel momento, Béringheld miró hacia la colina. Vio al humo, más negruzco, más abundante, formar una nube espesa.
La muchacha también se volvió hacia aquel lado con una ansiedad visible. Luego posó su mirada durante algún tiempo sobre la luz vacilante y débil que se escapaba del pie de la montaña.
Ella y Béringheld se observaron después de haber contemplado juntos la roca, y por un momento se sumieron en unas reflexiones que, a juzgar por la expresión de sus rostros, parecían coincidir.
Finalmente, la joven dijo aún al general:
—Júreme que no irá al Agujero de Grammont, es decir, al lugar donde brilla esa luz. Júremelo, general.
Esta petición fue acompañada por una expresión suplicante y asustada que revelaba cuánto temía la muchacha un rechazo.
—Se lo prometo —contestó el general.
La alegría inocente que manifestó la desconocida probaba el candor virginal de su alma. Se sentó arreglando su chal sobre la hierba y, mostrando con el dedo al general una piedra que le servía de asiento, esperó que acabaran de pasar algunos militares, así como un médico que, volviendo a caballo de alguna visita urgente, se había detenido en el camino para intentar reconocer a las personas que distinguía vagamente.
Pareció mirar al general y a la muchacha con sorpresa, pero en seguida partió al galope.
Entonces la bonita turonense comenzó su relato más o menos en estos términos...



[1] Las orillas del Loira y afluentes están bordeadas de terraplenes para evitar las inundaciones. (N. de la T.)

domingo, 27 de enero de 2019

Isaac Felipe Azofeifa. (Fragmento).100 años de literatura costarricense Margarita Rojas * Flora Ovares Tomo II P. 877.






Varios han sido los libros de poesía amorosa publicados en Costa Rica dentro de los distintos movimientos de la lírica. Oculto muchas veces por la crítica y las historias de la literatura, el tema erótico ha sido fuertemente reprimido. Desde la sensualidad típica de los poemas modernistas,  hasta el canto al amor físico en CIMA DEL GOZO (1974)  de Isaac Felipe Azofeifa, la poesía erótica  atenta contra el orden racional de la ideología patriarcal.
100 años de literatura costarricense
Margarita Rojas * Flora Ovares
Tomo II
P. 877.
Editorial Costa Rica
Editorial UCR

2018

sábado, 26 de enero de 2019

Irène Némirovsky La dramática vida de Antón Chéjov. Prólogo de JEAN-JACQUES BERNARD.



Irène Némirovsky

La dramática vida de Antón Chéjov

 Título original: La vie de Tchekov

Irène Némirovsky, 1946
Traducción: Susana López de Gomara
Prólogo.
  Irene Nemirovsky fue detenida en julio de 1942 en Issyy-l’Evêque, Nièvre.
Enviada al campo de Pithiviers, fue deportada pocos días después.
Nadie oyó hablar más de ella.
Cuatro meses después su marido y sus dos cuñados fueron detenidos. Deportados a su, vez, también desaparecieron.
Irene Nemirovsky deja dos hijas. Su drama es el reflejo de millares de dramas. Europa está sembrada, de huérfanos… Y sin embargo hay que decir: feliz Irene, pues por dejar a sus hijos vivos al partir es una privilegiada para aquellos que sobrevivieron perdiendo a los suyos.
Se necesita un cierto esfuerzo hoy en día para poner la imaginación al nivel de la realidad. El horror se ha vuelto tan corriente que muchos lo encuentran trivial; unos, porque instintivamente tratan de huirle sin mirarlo; otros, porque su sensibilidad ha sido tan castigada que se ha embotado.
Que una inteligencia tan exquisita, un temperamento artístico tan refinado, una mujer tan excepcional haya, muerto en Polonia o en Silesia, es poco más importante que una noticia corriente. ¡Tantos otros han sido exterminados! Seis millones de víctimas o seis millones más una es exactamente igual si medimos la profundidad del crimen, abismo sin fondo. Sería poco delicado llorar esta víctima más que otra: la más modesta equivale a la más ilustre.
Séanos permitido dedicar a ésta una mirada particular, un recuerdo suplementario.
Irene Nemirovsky no deja a sus admiradores con las manos vacías. Trabajó hasta el último día. Su obra no termina con ella. Valiosos manuscritos, agregados a las obras ya publicadas, afianzarán su posteridad literaria. En su retiro nivernés preparaba una gran novela cíclica sobre la vida rusa, de la cual, desgraciadamente, sólo tenemos fragmentos; pero se publicarán una novela terminada: «Los bienes de este mundo», y dos o tres volúmenes de cuentos. Y, para empezar, he aquí que en el mundo imaginario de Irene Nemirovsky entra sorpresivamente, cuando, desaparecida ella, no se lo esperaba más, un ser real: Antón Chejov.
Él no desentonará, pues, aunque imaginario, el mundo de Irene Nemirovsky no deja, en verdad, de tener vida. Ella se abstuvo siempre de utilizar personajes reales, de escribir novelas anecdóticas. Pero si bien debemos admitir que sus personajes no son reales, ¡cuán verdaderos son en cambio! Y esto es lo que importa. Ya sean los grandes hombres de negocios, las mujeres jóvenes desequilibradas o los jóvenes en pugna con la adversidad; ya sea el vertiginoso David Golder o la inquieta Elena de «Vino de soledad», el joven Cristóbal de «El león sobre el tablero» o la débil Ada en «Los perros y los lobos», o aun las heroínas de esos cuentos conmovedores que forman el compendio de «Películas habladas», todos estos personajes, creaciones de un cerebro ardiente, se sumergen en pleno corazón humano, se nutren de vida, de savia, de pasión, son nuestros hermanos y hermanas en la alegría y el dolor. Esta es la verdadera transposición artística. Irene Nemirovsky, en menos de quince años dé producción efectiva, habrá dejado una galería llena de figuras humanas, porque humanas son sus raíces.
Podemos percibir en su obra ciertos leitmotiv: el exilio, la lucha con la vida en los países de Occidente. Nacida en Kiev, Irene dejó su tierra natal para venir a Francia. Así, muchos de sus héroes siguen la misma trayectoria. Como ella, muchos vinieron a vivir, luchar y sufrir en nuestro país. Están alimentados con su propia experiencia. En cuántas de sus novelas encontramos la atmósfera de su infancia en las ciudades o aldeas de Ucrania; luego la de su juventud en nuestra capital…
El drama que existió en el comienzo de su vida humanizó sus creaciones. He aquí que una vida dramáticamente empezada termina en tragedia. Nacida en el este, Irene fue a morir en el este. Arrancada de su tierra natal para vivir, fue arrancada de su tierra de elección para morir.
Entre estas dos páginas se inscribe una existencia demasiado corta, pero brillante: una joven rusa dejó en el libro de oro de nuestra lengua páginas que lo enriquecen. Por los veinte años que pasó entre nosotros, lloramos en ella a una escritora francesa.
La obra dramática de Chejov es hoy muy conocida en Francia. Pero durante mucho tiempo el suyo sólo fue para nosotros un nombre lejano. Pocas obras ofrecen más sutiles dificultades de realización. Cuando la compañía de Stanislavsky interpretó en París «El jardín de los cerezos», la obra fue una revelación. Después, Georges Pitoëff nos demostró qué ritmo había que darle a obras como «El tío Vania», «La gaviota», «Las tres hermanas». Lección inimitable. Pitoëff poseía el secreto del puntillismo sutil que, acomodándose al puntillismo de Chejov, desentrañaba la humanidad profunda, mediante un lento, metódico e inexpresable hechizo. Para ofrecernos viva una dramaturgia tan delicada y tan personal, a la vez tan rusa y tan humana, este gran artista tenía el privilegio, por su origen, de poder pensar como un ruso en francés. Lo que Pitoëff logró hacer con las piezas de Chejov, Irene Nemirovsky supo hacer con su vida.
Por las mismas razones: rusa de nacimiento, francesa por educación, pertenecía tan profundamente a nuestro país, ahora el suyo, que nada en la redacción de sus obras delata su origen extranjero. Y sin embargo, su profunda sensibilidad continuaba naturalmente ensamblada con su país de origen, con sus hombres y sus obras. Ante la sensibilidad de Chejov, se encontraba en terreno conocido, no necesitaba transponer, le bastaba abrir su corazón. Así como Antón Chejov nos contaba la historia de las tres hermanas o del tío Vania, como Georges y Ludmilla Pitoëff los revivían en escena, así Irene Nemirovsky nos presenta a Antón Chejov.
Los procedimientos son los mismos, si se puede llamar procedimiento a lo que es reflejo de la vida. Los mismos toques sucesivos que contribuyen a crear la impresión de conjunto. Los mismos detalles aparentemente sin importancia, pero todos útiles. Es el ritmo de la vida. Es la lenta y penetrante maraña de la vida. El lector, así como el espectador, se ve suavemente envuelto, levantado por una mano leve, mezclado a la magia cotidiana. Generalmente no se da cuenta. A veces se resiste. Pero el filtro es penetrante. La seducción se manifiesta en toques insensibles. El menor detalle tiene la suavidad de una caricia, pero el efecto de un tentáculo. Así son los dramas burgueses de Chejov. Así es su vida narrada por una mujer que hablaba su lenguaje tan bien como el nuestro y que nos lo restituye por entero, con sus alegrías, sus sufrimientos, sus esperanzas, sus nostalgias, todo su humana y excepcional sensibilidad.
Pitoëff pretendía que una pieza de Chejov nada es superfluo. El menor detalle contribuye a darle vida y Chejov no dejaba nada librado al azar. Un gesto de más traiciona el lento rodeo mediante el cual él hace que la vida sea vida. Tal vez parezca excesiva semejante fidelidad. Es sorprendente, en efecto, que un director no tenga tendencia a deformar un texto. Pero Pitoëff era a veces sorprendente.
Esta perfección detallista que caracteriza las piezas de Chejov la volvemos a encontrar en sus cuentos. Son mucho menos conocidos entre nosotros. Cada uno es un pequeño drama; algunos, en pocas páginas, son dramas en miniatura. Sería deseable que una traducción valedera, hubiera sido hecha por una escritora del talento de Irene Nemirovsky.
Por lo menos tenemos ahora una imagen de su vida que nos faltaba. Sólo puedo aconsejar al lector que entre en esta vida como yo mismo entré: como se entra en la casa de un ser extraño al que se amaba sin conocer su intimidad. No hay nada indiscreto en lo que se va a descubrir. El contacto con su vida cotidiana no rebajará en nada al hombre que se va a encontrar. Hay en muchas biografías, en muchas memorias, una parte de indiscreción y hasta de mal gusto. Como si el escritor sintiera un placer oculto en destruir el ídolo, en mostrar el pobre hombre que a menudo se esconde bajo el manto del genio. Fácil juego. El genio oculta mil debilidades. Son su rescate; y su sufrimiento. Pero él se nutre con esas debilidades. Es abono del cual extrae sus mejores frutos. El biógrafo, que generalmente es un pobre hombre, tiende a mostrar el abono antes que los frutos. ¿Acaso, más o menos conscientemente, no piensa que al lector le gusta el chisme y el escándalo? Visto en la intimidad, el gran hombre tiene todos nuestros problemas y los propios, por añadidura. Maligna alegría la de ponerse al nivel común; buena publicidad; he aquí los recursos de la mayor parte de las vidas noveladas.
Aquí no sucede nada de eso. El hombre que se nos muestra no está disminuido por la narración de sus miserias. Pobre, miembro de una numerosa familia, enfermo, Antón Chejov conoció todas las dificultades de la vida, que nos son contadas sencillamente, sin grandes frases. Sale magnificado de la prueba. Lo amábamos y admirábamos sólo por su obra. Ahora lo amaremos y admiraremos más aún. Agradezcámosle a Irene Nemirovsky. Inscribe un capítulo emocionante en la historia de la literatura universal. Por medio de Irene Nemirovsky, Chejov estará un poca más entre nosotros, y nos sentiremos más en contacto con él.
Si nos sirve de ejemplo, no será ya únicamente por su obra, sino también por su vida: ejemplo de coraje, de perseverancia, de trabajo. Tuvo, por cierto, a pesar de las dificultades materiales, comienzos relativamente fáciles. A los veintiséis años ya era conocido. Rápidamente se hizo célebre. Escribía sus primeros cuentos como en broma. Pero cuántos escrúpulos, cuántas dudas de sí mismo… Vacila hasta para firmar con su nombre. Necesitó que lo alentaran para llegar a creer en sí mismo. Pensemos en la bella caria que recibió de Grigorovich en 1886 y en su respuesta emocionada. Semejante gesto tubo ciertamente influencia sobre el joven escritor, le dio mayor conciencia de su valor, lo ayudó probablemente a disciplinarse. Grigorovich tenía 65 años cumplidos. Un cuento de Chejov, leído por casualidad, lo impresionó; sintió la singular calidad de este talento nuevo, sus promesas, peino también el peligro, para un escritor novel, de producir cualquier cosa y a cualquier precio. Le escribía a su joven colega con la doble misión de alentarlo y serle útil. A sus elogios, a las flores con que lo cubre, se mezclan dos pequeñas frases que no siempre se tiene el valor de decir a los principiantes demasiado apresurados, pero que me parecen la mayor muestra de confianza, de admiración y de amistad que un viejo escritor pueda dar a un joven colega: «Interrumpa todo trabajo apresurado… Más bien pase hambre».
La pantalla que se interponía entre nosotros, franceses, y Chejov como hombre fue retirada por Irene Nemirovsky. Pero ella nos ofrece esta imagen desde el más allá. Esta circunstancia se agrega a la emoción de nuestro descubrimiento.
La vida de Chejov fue corta: la enfermedad lo llevó prematuramente. Irene también partió demasiado pronto y la enfermedad que se la llevó no tenía sus raíces en ella sino en el mundo. Nos preguntamos cuál de estos destinos fue el más trágico. La tuberculosis, con sus momentos de calma, sus intervalos, y hasta sus alegrías, o, por lo menos, ilusiones, ¿no tiene acaso la humanidad que les faltaba a los verdugos de Irene?

JEAN-JACQUES BERNARD

viernes, 25 de enero de 2019

NOVELA. MARIPOSAS NEGRAS PARA UN ASESINO.

GRACIAS A LA EUNA POR APOYAR MI LITERATURA CON ESTA NUEVA DIVULGACIÓN DE MI NOVELA: Descargar MARIPOSAS NEGRAS PARA UN ASESINO epub mobi pdf version Kindle libro escrito por JORGE MENDEZ LIMBRICK de la editorial EUNA.-


https://www.sigueleyendo.es/descargar-mariposas-negras-para-un-asesino.htm

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POESÍA CLÁSICA JAPONESA [KOKINWAKASHÜ] Traducción del japonés y edición de T orq uil D uthie

   NOTA SOBRE LA TRADUCCIÓN   El idioma japonés de la corte Heian, si bien tiene una relación histórica con el japonés moderno, tenía una es...

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