sábado, 26 de enero de 2019

Irène Némirovsky La dramática vida de Antón Chéjov. Prólogo de JEAN-JACQUES BERNARD.



Irène Némirovsky

La dramática vida de Antón Chéjov

 Título original: La vie de Tchekov

Irène Némirovsky, 1946
Traducción: Susana López de Gomara
Prólogo.
  Irene Nemirovsky fue detenida en julio de 1942 en Issyy-l’Evêque, Nièvre.
Enviada al campo de Pithiviers, fue deportada pocos días después.
Nadie oyó hablar más de ella.
Cuatro meses después su marido y sus dos cuñados fueron detenidos. Deportados a su, vez, también desaparecieron.
Irene Nemirovsky deja dos hijas. Su drama es el reflejo de millares de dramas. Europa está sembrada, de huérfanos… Y sin embargo hay que decir: feliz Irene, pues por dejar a sus hijos vivos al partir es una privilegiada para aquellos que sobrevivieron perdiendo a los suyos.
Se necesita un cierto esfuerzo hoy en día para poner la imaginación al nivel de la realidad. El horror se ha vuelto tan corriente que muchos lo encuentran trivial; unos, porque instintivamente tratan de huirle sin mirarlo; otros, porque su sensibilidad ha sido tan castigada que se ha embotado.
Que una inteligencia tan exquisita, un temperamento artístico tan refinado, una mujer tan excepcional haya, muerto en Polonia o en Silesia, es poco más importante que una noticia corriente. ¡Tantos otros han sido exterminados! Seis millones de víctimas o seis millones más una es exactamente igual si medimos la profundidad del crimen, abismo sin fondo. Sería poco delicado llorar esta víctima más que otra: la más modesta equivale a la más ilustre.
Séanos permitido dedicar a ésta una mirada particular, un recuerdo suplementario.
Irene Nemirovsky no deja a sus admiradores con las manos vacías. Trabajó hasta el último día. Su obra no termina con ella. Valiosos manuscritos, agregados a las obras ya publicadas, afianzarán su posteridad literaria. En su retiro nivernés preparaba una gran novela cíclica sobre la vida rusa, de la cual, desgraciadamente, sólo tenemos fragmentos; pero se publicarán una novela terminada: «Los bienes de este mundo», y dos o tres volúmenes de cuentos. Y, para empezar, he aquí que en el mundo imaginario de Irene Nemirovsky entra sorpresivamente, cuando, desaparecida ella, no se lo esperaba más, un ser real: Antón Chejov.
Él no desentonará, pues, aunque imaginario, el mundo de Irene Nemirovsky no deja, en verdad, de tener vida. Ella se abstuvo siempre de utilizar personajes reales, de escribir novelas anecdóticas. Pero si bien debemos admitir que sus personajes no son reales, ¡cuán verdaderos son en cambio! Y esto es lo que importa. Ya sean los grandes hombres de negocios, las mujeres jóvenes desequilibradas o los jóvenes en pugna con la adversidad; ya sea el vertiginoso David Golder o la inquieta Elena de «Vino de soledad», el joven Cristóbal de «El león sobre el tablero» o la débil Ada en «Los perros y los lobos», o aun las heroínas de esos cuentos conmovedores que forman el compendio de «Películas habladas», todos estos personajes, creaciones de un cerebro ardiente, se sumergen en pleno corazón humano, se nutren de vida, de savia, de pasión, son nuestros hermanos y hermanas en la alegría y el dolor. Esta es la verdadera transposición artística. Irene Nemirovsky, en menos de quince años dé producción efectiva, habrá dejado una galería llena de figuras humanas, porque humanas son sus raíces.
Podemos percibir en su obra ciertos leitmotiv: el exilio, la lucha con la vida en los países de Occidente. Nacida en Kiev, Irene dejó su tierra natal para venir a Francia. Así, muchos de sus héroes siguen la misma trayectoria. Como ella, muchos vinieron a vivir, luchar y sufrir en nuestro país. Están alimentados con su propia experiencia. En cuántas de sus novelas encontramos la atmósfera de su infancia en las ciudades o aldeas de Ucrania; luego la de su juventud en nuestra capital…
El drama que existió en el comienzo de su vida humanizó sus creaciones. He aquí que una vida dramáticamente empezada termina en tragedia. Nacida en el este, Irene fue a morir en el este. Arrancada de su tierra natal para vivir, fue arrancada de su tierra de elección para morir.
Entre estas dos páginas se inscribe una existencia demasiado corta, pero brillante: una joven rusa dejó en el libro de oro de nuestra lengua páginas que lo enriquecen. Por los veinte años que pasó entre nosotros, lloramos en ella a una escritora francesa.
La obra dramática de Chejov es hoy muy conocida en Francia. Pero durante mucho tiempo el suyo sólo fue para nosotros un nombre lejano. Pocas obras ofrecen más sutiles dificultades de realización. Cuando la compañía de Stanislavsky interpretó en París «El jardín de los cerezos», la obra fue una revelación. Después, Georges Pitoëff nos demostró qué ritmo había que darle a obras como «El tío Vania», «La gaviota», «Las tres hermanas». Lección inimitable. Pitoëff poseía el secreto del puntillismo sutil que, acomodándose al puntillismo de Chejov, desentrañaba la humanidad profunda, mediante un lento, metódico e inexpresable hechizo. Para ofrecernos viva una dramaturgia tan delicada y tan personal, a la vez tan rusa y tan humana, este gran artista tenía el privilegio, por su origen, de poder pensar como un ruso en francés. Lo que Pitoëff logró hacer con las piezas de Chejov, Irene Nemirovsky supo hacer con su vida.
Por las mismas razones: rusa de nacimiento, francesa por educación, pertenecía tan profundamente a nuestro país, ahora el suyo, que nada en la redacción de sus obras delata su origen extranjero. Y sin embargo, su profunda sensibilidad continuaba naturalmente ensamblada con su país de origen, con sus hombres y sus obras. Ante la sensibilidad de Chejov, se encontraba en terreno conocido, no necesitaba transponer, le bastaba abrir su corazón. Así como Antón Chejov nos contaba la historia de las tres hermanas o del tío Vania, como Georges y Ludmilla Pitoëff los revivían en escena, así Irene Nemirovsky nos presenta a Antón Chejov.
Los procedimientos son los mismos, si se puede llamar procedimiento a lo que es reflejo de la vida. Los mismos toques sucesivos que contribuyen a crear la impresión de conjunto. Los mismos detalles aparentemente sin importancia, pero todos útiles. Es el ritmo de la vida. Es la lenta y penetrante maraña de la vida. El lector, así como el espectador, se ve suavemente envuelto, levantado por una mano leve, mezclado a la magia cotidiana. Generalmente no se da cuenta. A veces se resiste. Pero el filtro es penetrante. La seducción se manifiesta en toques insensibles. El menor detalle tiene la suavidad de una caricia, pero el efecto de un tentáculo. Así son los dramas burgueses de Chejov. Así es su vida narrada por una mujer que hablaba su lenguaje tan bien como el nuestro y que nos lo restituye por entero, con sus alegrías, sus sufrimientos, sus esperanzas, sus nostalgias, todo su humana y excepcional sensibilidad.
Pitoëff pretendía que una pieza de Chejov nada es superfluo. El menor detalle contribuye a darle vida y Chejov no dejaba nada librado al azar. Un gesto de más traiciona el lento rodeo mediante el cual él hace que la vida sea vida. Tal vez parezca excesiva semejante fidelidad. Es sorprendente, en efecto, que un director no tenga tendencia a deformar un texto. Pero Pitoëff era a veces sorprendente.
Esta perfección detallista que caracteriza las piezas de Chejov la volvemos a encontrar en sus cuentos. Son mucho menos conocidos entre nosotros. Cada uno es un pequeño drama; algunos, en pocas páginas, son dramas en miniatura. Sería deseable que una traducción valedera, hubiera sido hecha por una escritora del talento de Irene Nemirovsky.
Por lo menos tenemos ahora una imagen de su vida que nos faltaba. Sólo puedo aconsejar al lector que entre en esta vida como yo mismo entré: como se entra en la casa de un ser extraño al que se amaba sin conocer su intimidad. No hay nada indiscreto en lo que se va a descubrir. El contacto con su vida cotidiana no rebajará en nada al hombre que se va a encontrar. Hay en muchas biografías, en muchas memorias, una parte de indiscreción y hasta de mal gusto. Como si el escritor sintiera un placer oculto en destruir el ídolo, en mostrar el pobre hombre que a menudo se esconde bajo el manto del genio. Fácil juego. El genio oculta mil debilidades. Son su rescate; y su sufrimiento. Pero él se nutre con esas debilidades. Es abono del cual extrae sus mejores frutos. El biógrafo, que generalmente es un pobre hombre, tiende a mostrar el abono antes que los frutos. ¿Acaso, más o menos conscientemente, no piensa que al lector le gusta el chisme y el escándalo? Visto en la intimidad, el gran hombre tiene todos nuestros problemas y los propios, por añadidura. Maligna alegría la de ponerse al nivel común; buena publicidad; he aquí los recursos de la mayor parte de las vidas noveladas.
Aquí no sucede nada de eso. El hombre que se nos muestra no está disminuido por la narración de sus miserias. Pobre, miembro de una numerosa familia, enfermo, Antón Chejov conoció todas las dificultades de la vida, que nos son contadas sencillamente, sin grandes frases. Sale magnificado de la prueba. Lo amábamos y admirábamos sólo por su obra. Ahora lo amaremos y admiraremos más aún. Agradezcámosle a Irene Nemirovsky. Inscribe un capítulo emocionante en la historia de la literatura universal. Por medio de Irene Nemirovsky, Chejov estará un poca más entre nosotros, y nos sentiremos más en contacto con él.
Si nos sirve de ejemplo, no será ya únicamente por su obra, sino también por su vida: ejemplo de coraje, de perseverancia, de trabajo. Tuvo, por cierto, a pesar de las dificultades materiales, comienzos relativamente fáciles. A los veintiséis años ya era conocido. Rápidamente se hizo célebre. Escribía sus primeros cuentos como en broma. Pero cuántos escrúpulos, cuántas dudas de sí mismo… Vacila hasta para firmar con su nombre. Necesitó que lo alentaran para llegar a creer en sí mismo. Pensemos en la bella caria que recibió de Grigorovich en 1886 y en su respuesta emocionada. Semejante gesto tubo ciertamente influencia sobre el joven escritor, le dio mayor conciencia de su valor, lo ayudó probablemente a disciplinarse. Grigorovich tenía 65 años cumplidos. Un cuento de Chejov, leído por casualidad, lo impresionó; sintió la singular calidad de este talento nuevo, sus promesas, peino también el peligro, para un escritor novel, de producir cualquier cosa y a cualquier precio. Le escribía a su joven colega con la doble misión de alentarlo y serle útil. A sus elogios, a las flores con que lo cubre, se mezclan dos pequeñas frases que no siempre se tiene el valor de decir a los principiantes demasiado apresurados, pero que me parecen la mayor muestra de confianza, de admiración y de amistad que un viejo escritor pueda dar a un joven colega: «Interrumpa todo trabajo apresurado… Más bien pase hambre».
La pantalla que se interponía entre nosotros, franceses, y Chejov como hombre fue retirada por Irene Nemirovsky. Pero ella nos ofrece esta imagen desde el más allá. Esta circunstancia se agrega a la emoción de nuestro descubrimiento.
La vida de Chejov fue corta: la enfermedad lo llevó prematuramente. Irene también partió demasiado pronto y la enfermedad que se la llevó no tenía sus raíces en ella sino en el mundo. Nos preguntamos cuál de estos destinos fue el más trágico. La tuberculosis, con sus momentos de calma, sus intervalos, y hasta sus alegrías, o, por lo menos, ilusiones, ¿no tiene acaso la humanidad que les faltaba a los verdugos de Irene?

JEAN-JACQUES BERNARD

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