Irène Némirovsky
La
dramática vida de Antón Chéjov
Título original: La vie de Tchekov
Irène Némirovsky, 1946
Traducción: Susana López de
Gomara
Prólogo.
Enviada al campo de Pithiviers, fue deportada pocos
días después.
Nadie oyó hablar más de ella.
Cuatro meses después su marido y sus dos cuñados
fueron detenidos. Deportados a su, vez, también desaparecieron.
Irene Nemirovsky deja dos hijas. Su drama es el
reflejo de millares de dramas. Europa está sembrada, de huérfanos… Y sin
embargo hay que decir: feliz Irene, pues por dejar a sus hijos vivos al partir
es una privilegiada para aquellos que sobrevivieron perdiendo a los suyos.
Se necesita un cierto esfuerzo hoy en día para poner
la imaginación al nivel de la realidad. El horror se ha vuelto tan corriente
que muchos lo encuentran trivial; unos, porque instintivamente tratan de huirle
sin mirarlo; otros, porque su sensibilidad ha sido tan castigada que se ha
embotado.
Que una inteligencia tan exquisita, un temperamento
artístico tan refinado, una mujer tan excepcional haya, muerto en Polonia o en
Silesia, es poco más importante que una noticia corriente. ¡Tantos otros han
sido exterminados! Seis millones de víctimas o seis millones más una es
exactamente igual si medimos la profundidad del crimen, abismo sin fondo. Sería
poco delicado llorar esta víctima más que otra: la más modesta equivale a la
más ilustre.
Séanos permitido dedicar a ésta una mirada particular,
un recuerdo suplementario.
Irene Nemirovsky no deja a sus admiradores con las
manos vacías. Trabajó hasta el último día. Su obra no termina con ella.
Valiosos manuscritos, agregados a las obras ya publicadas, afianzarán su
posteridad literaria. En su retiro nivernés preparaba una gran novela cíclica
sobre la vida rusa, de la cual, desgraciadamente, sólo tenemos fragmentos; pero
se publicarán una novela terminada: «Los bienes de este mundo», y dos o tres
volúmenes de cuentos. Y, para empezar, he aquí que en el mundo imaginario de
Irene Nemirovsky entra sorpresivamente, cuando, desaparecida ella, no se lo
esperaba más, un ser real: Antón Chejov.
Él no desentonará, pues, aunque imaginario, el mundo
de Irene Nemirovsky no deja, en verdad, de tener vida. Ella se abstuvo siempre
de utilizar personajes reales, de escribir novelas anecdóticas. Pero si bien
debemos admitir que sus personajes no son reales, ¡cuán verdaderos son en
cambio! Y esto es lo que importa. Ya sean los grandes hombres de negocios, las
mujeres jóvenes desequilibradas o los jóvenes en pugna con la adversidad; ya
sea el vertiginoso David Golder o la inquieta Elena de «Vino de soledad», el
joven Cristóbal de «El león sobre el tablero» o la débil Ada en «Los perros y
los lobos», o aun las heroínas de esos cuentos conmovedores que forman el
compendio de «Películas habladas», todos estos personajes, creaciones de un
cerebro ardiente, se sumergen en pleno corazón humano, se nutren de vida, de
savia, de pasión, son nuestros hermanos y hermanas en la alegría y el dolor.
Esta es la verdadera transposición artística. Irene Nemirovsky, en menos de
quince años dé producción efectiva, habrá dejado una galería llena de figuras
humanas, porque humanas son sus raíces.
Podemos percibir en su obra ciertos leitmotiv: el
exilio, la lucha con la vida en los países de Occidente. Nacida en Kiev, Irene
dejó su tierra natal para venir a Francia. Así, muchos de sus héroes siguen la
misma trayectoria. Como ella, muchos vinieron a vivir, luchar y sufrir en nuestro
país. Están alimentados con su propia experiencia. En cuántas de sus novelas
encontramos la atmósfera de su infancia en las ciudades o aldeas de Ucrania;
luego la de su juventud en nuestra capital…
El drama que existió en el comienzo de su vida humanizó
sus creaciones. He aquí que una vida dramáticamente empezada termina en
tragedia. Nacida en el este, Irene fue a morir en el este. Arrancada de su
tierra natal para vivir, fue arrancada de su tierra de elección para morir.
Entre estas dos páginas se inscribe una existencia
demasiado corta, pero brillante: una joven rusa dejó en el libro de oro de
nuestra lengua páginas que lo enriquecen. Por los veinte años que pasó entre
nosotros, lloramos en ella a una escritora francesa.
La obra dramática de Chejov es hoy muy conocida en
Francia. Pero durante mucho tiempo el suyo sólo fue para nosotros un nombre
lejano. Pocas obras ofrecen más sutiles dificultades de realización. Cuando la
compañía de Stanislavsky interpretó en París «El jardín de los cerezos», la obra
fue una revelación. Después, Georges Pitoëff nos demostró qué ritmo había que
darle a obras como «El tío Vania», «La gaviota», «Las tres hermanas». Lección
inimitable. Pitoëff poseía el secreto del puntillismo sutil que, acomodándose
al puntillismo de Chejov, desentrañaba la humanidad profunda, mediante un
lento, metódico e inexpresable hechizo. Para ofrecernos viva una dramaturgia
tan delicada y tan personal, a la vez tan rusa y tan humana, este gran artista
tenía el privilegio, por su origen, de poder pensar como un ruso en francés. Lo
que Pitoëff logró hacer con las piezas de Chejov, Irene Nemirovsky supo hacer
con su vida.
Por las mismas razones: rusa de nacimiento, francesa
por educación, pertenecía tan profundamente a nuestro país, ahora el suyo, que
nada en la redacción de sus obras delata su origen extranjero. Y sin embargo,
su profunda sensibilidad continuaba naturalmente ensamblada con su país de
origen, con sus hombres y sus obras. Ante la sensibilidad de Chejov, se
encontraba en terreno conocido, no necesitaba transponer, le bastaba abrir su
corazón. Así como Antón Chejov nos contaba la historia de las tres hermanas o
del tío Vania, como Georges y Ludmilla Pitoëff los revivían en escena, así
Irene Nemirovsky nos presenta a Antón Chejov.
Los procedimientos son los mismos, si se puede llamar
procedimiento a lo que es reflejo de la vida. Los mismos toques sucesivos que
contribuyen a crear la impresión de conjunto. Los mismos detalles aparentemente
sin importancia, pero todos útiles. Es el ritmo de la vida. Es la lenta y
penetrante maraña de la vida. El lector, así como el espectador, se ve
suavemente envuelto, levantado por una mano leve, mezclado a la magia
cotidiana. Generalmente no se da cuenta. A veces se resiste. Pero el filtro es
penetrante. La seducción se manifiesta en toques insensibles. El menor detalle
tiene la suavidad de una caricia, pero el efecto de un tentáculo. Así son los
dramas burgueses de Chejov. Así es su vida narrada por una mujer que hablaba su
lenguaje tan bien como el nuestro y que nos lo restituye por entero, con sus
alegrías, sus sufrimientos, sus esperanzas, sus nostalgias, todo su humana y
excepcional sensibilidad.
Pitoëff pretendía que una pieza de Chejov nada es
superfluo. El menor detalle contribuye a darle vida y Chejov no dejaba nada
librado al azar. Un gesto de más traiciona el lento rodeo mediante el cual él
hace que la vida sea vida. Tal vez parezca excesiva semejante fidelidad. Es
sorprendente, en efecto, que un director no tenga tendencia a deformar un
texto. Pero Pitoëff era a veces sorprendente.
Esta perfección detallista que caracteriza las piezas
de Chejov la volvemos a encontrar en sus cuentos. Son mucho menos conocidos
entre nosotros. Cada uno es un pequeño drama; algunos, en pocas páginas, son
dramas en miniatura. Sería deseable que una traducción valedera, hubiera sido
hecha por una escritora del talento de Irene Nemirovsky.
Por lo menos tenemos ahora una imagen de su vida que
nos faltaba. Sólo puedo aconsejar al lector que entre en esta vida como yo
mismo entré: como se entra en la casa de un ser extraño al que se amaba sin
conocer su intimidad. No hay nada indiscreto en lo que se va a descubrir. El
contacto con su vida cotidiana no rebajará en nada al hombre que se va a
encontrar. Hay en muchas biografías, en muchas memorias, una parte de
indiscreción y hasta de mal gusto. Como si el escritor sintiera un placer
oculto en destruir el ídolo, en mostrar el pobre hombre que a menudo se esconde
bajo el manto del genio. Fácil juego. El genio oculta mil debilidades. Son su
rescate; y su sufrimiento. Pero él se nutre con esas debilidades. Es abono del
cual extrae sus mejores frutos. El biógrafo, que generalmente es un pobre
hombre, tiende a mostrar el abono antes que los frutos. ¿Acaso, más o menos
conscientemente, no piensa que al lector le gusta el chisme y el escándalo?
Visto en la intimidad, el gran hombre tiene todos nuestros problemas y los
propios, por añadidura. Maligna alegría la de ponerse al nivel común; buena
publicidad; he aquí los recursos de la mayor parte de las vidas noveladas.
Aquí no sucede nada de eso. El hombre que se nos
muestra no está disminuido por la narración de sus miserias. Pobre, miembro de
una numerosa familia, enfermo, Antón Chejov conoció todas las dificultades de
la vida, que nos son contadas sencillamente, sin grandes frases. Sale
magnificado de la prueba. Lo amábamos y admirábamos sólo por su obra. Ahora lo
amaremos y admiraremos más aún. Agradezcámosle a Irene Nemirovsky. Inscribe un
capítulo emocionante en la historia de la literatura universal. Por medio de
Irene Nemirovsky, Chejov estará un poca más entre nosotros, y nos sentiremos
más en contacto con él.
Si nos sirve de ejemplo, no será ya únicamente por su
obra, sino también por su vida: ejemplo de coraje, de perseverancia, de trabajo.
Tuvo, por cierto, a pesar de las dificultades materiales, comienzos
relativamente fáciles. A los veintiséis años ya era conocido. Rápidamente se
hizo célebre. Escribía sus primeros cuentos como en broma. Pero cuántos
escrúpulos, cuántas dudas de sí mismo… Vacila hasta para firmar con su nombre.
Necesitó que lo alentaran para llegar a creer en sí mismo. Pensemos en la bella
caria que recibió de Grigorovich en 1886 y en su respuesta emocionada.
Semejante gesto tubo ciertamente influencia sobre el joven escritor, le dio
mayor conciencia de su valor, lo ayudó probablemente a disciplinarse.
Grigorovich tenía 65 años cumplidos. Un cuento de Chejov, leído por casualidad,
lo impresionó; sintió la singular calidad de este talento nuevo, sus promesas,
peino también el peligro, para un escritor novel, de producir cualquier cosa y
a cualquier precio. Le escribía a su joven colega con la doble misión de
alentarlo y serle útil. A sus elogios, a las flores con que lo cubre, se
mezclan dos pequeñas frases que no siempre se tiene el valor de decir a los
principiantes demasiado apresurados, pero que me parecen la mayor muestra de
confianza, de admiración y de amistad que un viejo escritor pueda dar a un
joven colega: «Interrumpa todo trabajo apresurado… Más bien pase hambre».
La pantalla que se interponía entre nosotros,
franceses, y Chejov como hombre fue retirada por Irene Nemirovsky. Pero ella
nos ofrece esta imagen desde el más allá. Esta circunstancia se agrega a la
emoción de nuestro descubrimiento.
La vida de Chejov fue corta: la enfermedad lo llevó
prematuramente. Irene también partió demasiado pronto y la enfermedad que se la
llevó no tenía sus raíces en ella sino en el mundo. Nos preguntamos cuál de
estos destinos fue el más trágico. La tuberculosis, con sus momentos de calma,
sus intervalos, y hasta sus alegrías, o, por lo menos, ilusiones, ¿no tiene
acaso la humanidad que les faltaba a los verdugos de Irene?
JEAN-JACQUES BERNARD
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