sábado, 5 de agosto de 2017

Jorge Luis Borges.SOBRE LA DESCRIPCIÓN LITERARIA. Sur, Buenos Aires, Año XII, N° 97, octubre de 1942.


SOBRE LA DESCRIPCIÓN LITERARIA

Lessing, De Quincey, Ruskin, Remy de Gourmont, Unamuno, han preocupado y dilucidado el problema que voy a comentar. No me propongo refutar ni corroborar lo que han dicho; más bien indicaré, con acopio de ejemplos ilustrativos, las fallas habituales del género. La primera es de tipo metafísico; en los ejemplos desiguales que siguen el curioso lector la percibirá fácilmente.

Las torres de las iglesias y las chimeneas de las fábricas yerguen sus pirámides agudas y sus tallos rígidos... (Groussac.)

La luna conducía

su albo bajel por la extensión serena... (Oyuela.)

¡Oh luna que diriges como sportswoman sabia

por zodíacos y eclípticas tu lindo cabriolé... (Lugones.)

Al variar mínimamente la acomodación ocular, vemos la alberca habitada por todo un paisaje. El huerto se baña en ella: las manzanas nadan reflejadas en el líquido y la luna de prima noche pasea por el fondo su inspectora faz de buzo. (Ortega y Gasset.)

El puente viejo tiende su arco sobre el río, uniendo las quintas al campo tranquilo. (Güiraldes.)

Si no me engaño, los ilustres fragmentos que he congregado, sufren de una leve incomodidad. A una indivisa imagen sustituyen un sujeto, un verbo y un complemento directo. Para mayor enredo, ese complemento directo resulta ser el mismo sujeto, ligeramente enmascarado. El bajel conducido por la luna es la misma luna; las chimeneas y torres yerguen pirámides agudas y tallos rígidos que son las mismas torres y chimeneas; la luna de prima noche pasea por el fondo de la pileta una inspectora faz, que no difiere de la luna de prima noche. Güiraldes muy superfluamente distingue el arco sobre el río y el puente viejo y deja que dos verbos activos —tender y unir— agiten una sola imagen inmóvil. En el jocoso apostrofe de Lugones, la luna es una sportswoman que dirige "por zodíacos y eclípticas un lindo cabriolé" —que es la misma luna. Los defensores de ese desdoblamiento verbal pueden argumentar que el acto de percibir una cosa —la frecuentada luna, digamos— no es menos complicado que sus metáforas, pues la memoria y la sugestión intervienen; yo les replicaría con el principio taxativo de Occam: No hay que multiplicar en vano las entidades.

Otro método censurable es la enumeración y definición de las partes de un todo. Me limitaré a un solo ejemplo:

Ofrecía sus pies en sandalias de gamuza morada, ceñidas con una escarcha de gemas... sus brazos y su garganta desnudos, sin una luz de joyas; sus pechos firmes, alzados; su vientre, hundido, sin regazo, huyendo de la opulencia nacida en la cintura; las mejillas, doradas; los ojos, de un resplandor enjuto, agrandados por el antimonio: la boca, con el jugoso encendimiento de algunas flores; la frente, interrumpida por una senda de amatistas que se extraviaba en su cabellera de brillos de acero, repartida sobre los hombros en trenzas de una íntima ondulación. (Miró.)

Trece o catorce términos integran la caótica serie; el autor nos invita a concebir esos disjecta membra y a coordinarlos en una sola imagen coherente. Esa operación mental es impracticable: nadie se aviene a imaginar pies del tipo X y añadirles una garganta del tipo Y y mejillas del tipo Z... —Herbert Spencer (Thephilosophy of style, 1852) ha discutido ya este problema.

Lo anterior no quiere vedar toda enumeración. Las de los Salmos, las de Whitman y las de Blake tienen valor interjectivo; otras existen verbalmente, aunque son irrepresentables. Por ejemplo, ésta:

Salió al punto de en medio de la baraja de corchetes y reos un diablo padre, vejancón y potroso, descarriado de piernas, mellado de vista, cavernoso de carrillos, y con la herramienta de arañar tan larga como la de un escribano. Pareció éste tirando por el ramal de una difunta dromedario, con una jornada de cuerpo, tan pesada, terca y perezosa, que conduciéndola al teatro, le faltó poco para reventar el demonio añejo. (Torres Villarroel.)

He denunciado en esta página los dos errores habituales del género. En otras (verbigracia, en Discusión, 1932, págs. 109-114) he razonado el único procedimiento que me parece válido. El procedimiento indirecto, el que maneja con esplendor William Shakespeare en la escena primera del acto quinto del Merchant ofVenice.

Sur, Buenos Aires, Año XII, N° 97, octubre de 1942.


domingo, 30 de julio de 2017

Vladimir Nabokov.Cuento: El duende del bosque.



 El duende del bosque

 Yo trataba, pensativo, de encerrar entre mis trazos la silueta vacilante de la sombra circular del tintero. En un cuarto lejano un reloj dio la hora, mientras que yo, soñador como soy, me imaginé que alguien llamaba a mi puerta, suave al principio, luego más y más fuerte. Llamó doce veces y se detuvo expectante.
 —Sí, aquí estoy, pase...
 El pomo de la puerta crujió tímidamente, la llama de la vela ya gastada se ladeó un tanto, y él entró a saltos desde un rectángulo de sombra, jorobado, gris, cubierto con el polen de la helada noche estrellada.
 Conocía su rostro. ¡Lo conocía desde tanto tiempo atrás!
 Su ojo derecho seguía en la sombra, pero el izquierdo me escrutaba temerosamente, alargado, verde humo. ¡La pupila brillaba como si estuviera oxidada... aquel mechón gris de musgo de su sien, la ceja de pálida plata apenas visible, la cómica arruga junto a su boca sin bigote —todo ello intrigaba y molestaba un punto a mi memoria!
 Me levanté. Él dio un paso adelante.
 Su abriguito raído estaba abotonado al revés, como los de las mujeres. En la mano llevaba una gorra, no, era un fardo mal atado de color oscuro, y no había la más mínima señal de una gorra...
 Sí, claro que lo conocía, incluso le había tenido un cierto aprecio, pero sencillamente no conseguía recordar dónde ni cuándo nos habíamos conocido. Y debíamos habernos visto con frecuencia, de otra manera no tendría aquel firme recuerdo de sus labios de arándano, de aquellas orejas puntiagudas, de aquella nuez tan divertida...
 Con un murmullo de bienvenida estreché su fría mano, tan ligera, y luego la posé en el dorso de un sillón raído. Él se encaramó como un cuervo en el tocón de un árbol y empezó a hablar apresuradamente.
 —Dan tanto miedo las calles. Por eso vine. Vine a visitarte. ¿Me reconoces? En otros tiempos tú y yo solíamos retozar y jugar juntos durante días enteros. En nuestro viejo país. ¿No me dirás que te has olvidado?
 Su voz me cegó, literalmente. Me encontré turbado y aturdido: recordé la felicidad, la felicidad reverberante, interminable, irreemplazable...
 No, no puede ser. Estoy solo... es tan sólo un delirio antojadizo. Y sin embargo había alguien sentado junto a mí, un ser de carne y hueso totalmente inverosímil, con botines alemanes de largas vueltas, y su voz tintineaba, susurraba —dorada, voluptuosamente verde, familiar—, mientras que las palabras que pronunciaba eran tan sencillas, tan humanas...
 —Ya, ya te acuerdas. Sí, soy un duende del bosque, un gnomo travieso. Y aquí estoy, me han obligado a huir, como a todos los demás.
 Suspiró profundamente, y volvieron a mi mente visiones de agitados nimbos y también frondosas sierpes de arrogante follaje, y vivos destellos de corteza de abedul como salpicaduras de espuma marina, contra el fondo de un dulce zumbido perpetuo... Se inclinó hasta mí y me miró con dulzura a los ojos. «¿Recuerdas nuestro bosque, los abetos tan negros, los abedules tan blancos? Lo han talado entero. El dolor fue insoportable, vi cómo caían crepitando mis queridos abedules ¿y qué podía hacer yo? Me empujaron a los pantanos. Lloré y aullé, troné como un avetoro, luego me fui corriendo a un bosque de pinos vecino.
 »Y allí languidecía sin parar de sollozar. Apenas me había acostumbrado al mismo cuando se acabaron los pinos, ya sólo quedaban cenizas azulencas. Me vi obligado a marchar. Me encontré un bosque, un bosque maravilloso, espeso, oscuro, fresco. Pero de alguna manera no era lo mismo. En los viejos tiempos jugueteaba desde el alba hasta que el sol se ponía, silbaba con furia, aplaudía sin cesar, aterrorizaba a los paseantes. Tú te acuerdas bien, en una ocasión te perdiste en un oscuro escondrijo de mis bosques, tú y un vestidito blanco, y yo me divertí anudando los senderos, dando vueltas a los troncos de los árboles, haciendo guiños en el follaje. Me pasé toda la noche disponiendo mis engaños. Pero todo lo que hacía era para divertirme, era un puro juego, por más que me maldijerais. Pero ahora tuve que volverme serio, porque mi nueva residencia no era un lugar divertido. Noche y día crepitaban en mi entorno todo tipo de cosas extrañas. Al principio pensé que otro duende se agazapaba por allí; le llamé, escuché. Algo crepitaba junto a mí, algo había que retumbaba... Pero no, no eran los ruidos que nosotros hacemos. En una ocasión, a la caída de la tarde, salté hasta un claro del bosque ¿y qué vi allí? Gente por el suelo, algunos de espaldas, otros caídos de bruces. Bueno, pensé, los despertaré, ¡voy a ponerlos en movimiento! Y empecé a trabajar batiendo las ramas, bombardeándoles con piñas, ululando, susurrando... Trabajé así durante una hora entera, sin conseguir nada. Luego miré detenidamente y me quedé horrorizado. Un hombre tenía la cabeza separada del cuerpo y sólo los unía un frágil hilo carmesí. El otro tenía una colonia de gusanos por estómago... No pude soportarlo. Di un aullido, salté por los aires, y empecé a correr.
 »Durante mucho tiempo estuve vagando por diferentes bosques, pero no encontraba la paz. O bien era la inmovilidad completa, pura desolación, mortal aburrimiento, o un horror tal que es mejor ni pensar en ello. Finalmente me decidí a transformarme en un rústico, un mendigo con su mochila, y me fui para siempre. ¡Adiós Rusia! Y entonces un espíritu amigo, el duende de las aguas, me ayudó. El pobre tipo también andaba huyendo. No salía de su asombro, no hacía sino decir: "¡Qué tiempos nos han tocado vivir, qué calamidad!". Porque, aunque en los viejos se divirtió tendiendo trampas a las gentes, seduciéndolas hasta sus profundidades de agua (¡y vaya que si era hospitalario!), cuando las tenía allí abajo las mimaba y consentía en el fondo dorado del río. ¡Qué maravillosas canciones les cantaba para embrujarles! Ahora, dice, sólo llegan por el agua hombres muertos, flotando en grupos, muchos, y el agua del río es como la sangre, espesa, caliente, pegajosa y ya no puede respirar... Por eso me llevó consigo.
 »Fue a llamar a la puerta de un mar lejano, y me asentó en una costa nubosa. "Vete, hermano, búscate una espesura amiga." Pero no encontré nada, y acabé en esta espantosa ciudad de piedra extranjera. Y así fue que me convertí en humano, con el atuendo completo, cuello duro y botines, e incluso he aprendido a hablar como vosotros...»
 Se quedó en silencio. Sus ojos relucían como hojas húmedas, tenía los brazos cruzados, y a la luz vacilante de la vela que se ahogaba, le brillaban unos mechones pálidos peinados a la izquierda.
 «Sé que también tú languideces —su voz rielaba de nuevo—, pero tu nostalgia, comparada con la mía, tempestuosa, turbulenta, no es sino la respiración acompasada de quien duerme tranquilo. Piensa en eso: no queda nadie de nuestra tribu en Rusia. Algunos de nosotros nos fuimos en remolinos como espirales de niebla, otros se dispersaron por el mundo. Nuestros ríos maternos están melancólicos, ya no hay manos retozonas que jueguen a chapotear con los rayos de luna. Las campánulas que el azar ha querido conservar, las que han logrado escapar a la guadaña, están silenciosas, los gusli azul pálido que en tiempos servían a mi rival, el duende de los campos, para sus canciones, también permanecen en silencio. El duende del hogar, desaliñado y cariñoso ha abandonado con lágrimas en los ojos tu casa humillada y envilecida y los bosquecillos se han marchitado, aquellas arboledas patéticamente luminosas, mágicamente sombrías...
 »Rusia, nosotros éramos Rusia, ¡tu inspiración, tu belleza insondable, tu magia secular! Y nos hemos ido todos, desaparecidos, empujados al exilio por un agrimensor loco.
 »Amigo mío, moriré pronto, dime algo, dime que me quieres, a mí, un fantasma sin hogar, ven siéntate a mi lado, dame la mano...».
 La vela chisporroteó y se apagó. Unos dedos fríos me tocaron la mano. Oí la vieja risotada de melancolía, tan conocida, que repicó una vez antes de callarse.
 Cuando di la luz no había nadie en el sillón... ¡Nadie!... No quedaba nada en el cuarto sino un aroma maravillosamente sutil de abedul, de húmedo musgo...

sábado, 29 de julio de 2017

Vladimir Nabokov. Cuentos Completos.


Cuentos Completos.
A Vera
 Prólogo

 Los relatos de Nabokov fueron apareciendo individualmen-te en distintas revistas y colecciones hasta que finalmente, en vida del autor, se publicó la versión inglesa definitiva de los mismos en cuatro volúmenes que agrupan cincuenta y dos relatos: Nabokov’s Dozen (Trece relatos), A Russian Beauty and Other Stories (Una belleza rusa), Tyrants Destroyed and Other Stories y Details of a Sunset and Other Stories.
 Nabokov había manifestado hacía tiempo la intención de publicar un volumen final pero estaba indeciso sobre la posibili-dad de que existieran suficientes relatos de la calidad requerida por él para integrarse en una nueva «docena» numérica o nabokoviana. Su vida creativa era demasiado intensa y plena y se vio trun-cada tan repentinamente que le impidió realizar la selección final. Había esbozado una breve lista de los relatos que consideraba dig-nos de ser publicados, una lista que denominó el «fondo del ba-rril». Se refería, con ello, según me explicó, no a su calidad, sino al hecho de que, entre el material que pudo consultar en aquel mo-mento, aquellos relatos eran los únicos que merecían publicarse. Sin embargo, después de organizar y comprobar nuestro archivo por completo, Vera Nabokov y yo mismo logramos reunir un total de Trece relatos que, a nuestro modesto juicio, habrían merecido la aprobación de Nabokov frente a una eventual publicación. De ahí que la lista, el «fondo del barril», deba considerarse únicamente co-mo una lista parcial preliminar: sólo incluye ocho de los Trece relatos aquí recogidos por vez primera, y en ella aparece asimismo El hechicero, que no se incluye en esta colección pero que había sido pu-blicada en inglés como novela corta (Nueva York, Putnam, 1986; Nueva York, Vintage International, 1991). Tampoco los títulos pro-visionales se corresponden en todos los casos con los títulos que apa-recen en este libro.
 De la lista que lleva por título «Relatos escritos en inglés», Nabokov omitió «Primer amor» (publicada originalmente en The New Yorker con el título de «Colette»), lo cual pudo deberse a un puro descuido o quizá a su transformación en uno de los capítulos de Habla, memoria (originalmente titulado Conclusive Evidence). Algu-nas notas e instrucciones —en ruso— en el extremo superior iz-quierdo del documento sugieren que esta lista era la copia defini-tiva que pensaba pasar a máquina y que incluso pensaba publicar, aunque no en Trece relatos, pues este libro (1958) es anterior a la lista (que contiene «Las hermanas Vane», escrita en 1959).
 Los cuatro volúmenes «definitivos» mencionados más arriba fueron preparados y organizados por Nabokov tomando como ba-se varios criterios —tema, época, ambiente, uniformidad y variedad—. Parece justo que cada uno de ellos conserve su carácter e identidad como parte de un volumen concreto en lo que se refiere a la futura publicación de los mismos. Los Trece relatos publicados en Francia e Italia, con los respectivos títulos de La Vénitienne y La veneziana, se han ganado probablemente el derecho a aparecer como volúmenes separados en la correspondiente versión inglesa. Estos Trece relatos han tenido asimismo otros estrenos, tanto individuales como colectivos, en otras partes de Europa y las «docenas» previas han visto la luz en todo el mundo, a veces formando constelaciones distintas como es el caso del reciente volumen Russkaya Dyuzbena («Docena rusa») en Israel. No me referiré a lo publicado en la Rusia posperestroika, porque hasta el momento y con honrosas excepciones ha sido una historia de pirateo editorial de derechos de autor a gran escala, aunque hay que decir que se apuntan ya en el horizonte una serie de mejoras.
 La colección completa que ahora presentamos, aunque no trata de eclipsar a las anteriores, sigue deliberadamente un orden cronológico, o la máxima aproximación al mismo. Para ello, el or-den seguido en colecciones anteriores ha tenido que ser alterado en ocasiones, y los relatos que aparecen recogidos aquí por vez prime-ra han sido integrados en su lugar correspondiente. Nuestro crite-rio ha sido la fecha de composición de los mismos. Cuando ésta no estaba disponible o era confusa, hemos apelado a la fecha de publi-cación o a la primera mención de la misma. Once de los Trece relatos nuevos vieron en esta colección su primera traducción al inglés. Cinco de ellos aún no habían sido publicados hasta la reciente apa-rición de los «nuevos» trece en varias lenguas europeas. Se encon-trarán más detalles bibliográficos junto con otra información inte-resante al final del libro.
 Una ventaja evidente de la ordenación que aquí se ha se-guido es que nos permite tener una estimable visión general del desarrollo de Nabokov como escritor de ficción. También es inte-resante comprobar que los vectores no son siempre lineales, y que un relato sorprendentemente maduro se cuela de repente entre una serie de relatos más sencillos de juventud. Aunque es cierto que iluminan la evolución de su proceso creativo y que nos proporcio-nan inestimables claves acerca de los temas y los métodos que uti-lizaría más tarde, los relatos de Vladimir Nabokov constituyen no obstante su obra más accesible. Incluso aquellos que están íntima-mente ligados a alguna de las novelas, tienen entidad y consistencia propia. Y aunque admiten diversos niveles de lectura, no requie-ren demasiado bagaje literario previo. Ofrecen una gratificación inmediata al lector independientemente de que éste se haya aven-turado en la más compleja y procelosa escritura nabokoviana o en la historia personal del autor.
 La responsabilidad de la traducción al inglés de los trece «nuevos» relatos es estrictamente mía. La traducción al inglés de la mayoría de los relatos previamente publicados en ruso fue fruto de una colaboración sin fisuras entre padre e hijo, en la que el pa-dre gozaba, como autor, de licencia para alterar sus propios textos en la traducción en la forma y manera que él considerara conve-niente. Y es concebible que lo hubiera hecho también en los rela-tos que aquí traduje por primera vez al inglés. Ni que decir tiene que, como traductor en solitario, la única libertad que me he per-mitido ha sido la corrección de un error ocasional o errata tipográ-fica, y la rectificación de algún error de bulto editorial; el más evi-dente ha sido la omisión de la última y maravillosa página de «El ayudante de dirección», en todas las ediciones inglesas y america-nas hechas a partir de la primera en esa lengua. Por cierto, en la canción que serpentea un par de veces por el relato, el Don Cossack que arroja a su novia al Volga no es otro que Stenka Razin.
 He de confesar que, en el transcurso de la larga preparación de este volumen, me he beneficiado de los comentarios y adverten-cias de aguzados traductores y editores de colecciones similares en otras lenguas, así como de la visión escrupulosa de quienes han pu-blicado o están publicando algunos de estos relatos, individualmen-te, en inglés. Por más intensa y pedante que sea la revisión, siempre resulta inevitable algún error o desliz imperceptible. No obstante, los futuros editores y traductores deberán tomar en cuenta que es-te volumen refleja la versión más ajustada —en la fecha de su pu-blicación— de los textos ingleses, especialmente en lo que respec-ta a los Trece relatos reunidos aquí por vez primera a partir de los originales rusos (que, en ocasiones, han resultado muy difíciles de descifrar, con deslices posibles o probables de la mano del autor o del copista que han requerido a veces de difíciles decisiones, y que, en algún momento, presentan más de una variante).
 En honor a la justicia debo decir que tengo que agradecer aquí el envío espontáneo del borrador de dos relatos por parte de Charles Nicol y Gene Barabtarlo. Les agradezco a ambos su traba-jo que aprecio en lo que vale, ya que en ambos casos no dejé de en-contrar ciertas trouvailles. No obstante, y con el fin de mantener un estilo homogéneo, he conservado, por regla general, mis propias ex-presiones inglesas. Debo agradecer a Brian Boyd, Dieter Zimmer y Michael Juliar su infatigable trabajo de búsqueda bibliográfica. Y sobre todo agradezco a Vera Nabokov su sabiduría infinita, su excelente juicio y la fuerza de voluntad que le llevó, a pesar de sus problemas de vista y de la debilidad de sus manos, a pergeñar una traducción preliminar de varios pasajes de «Dioses» en los últimos días de su vida.
 Necesitaría mucho más espacio del que brinda un mero prólogo para esbozar las líneas maestras de los temas, métodos e imágenes que se entretejen y desarrollan en estos relatos, así como de los ecos de la juventud de Nabokov en Rusia, sus años universi-tarios en Inglaterra, su período de exilio en Alemania y Francia y la América que se entretenía en inventar, según decía él mismo, después de haber inventado Europa. Daré unos cuantos ejemplos escogidos al azar. «La Veneciana», con su sorprendente giro, cons-tituye un eco o réplica de la pasión de Nabokov por la pintura (a la que pensaba dedicarse cuando era niño) contra un fondo de te-nis que jugaba y describía con un encanto especial. Las otras doce constituyen un abanico que va desde la fábula («El dragón») y la intriga política («Se habla ruso») hasta una suerte de impresionis-mo poético de corte muy personal («Sonidos» y «Dioses»).
 En sus notas (que se incluyen al final de este libro) Nabokov nos ofrece una serie de revelaciones sobre los relatos previamente recogidos en distintos volúmenes. Yo sólo añadiré brevemente el fantástico tema del doble espacio-temporal (en «Terra Incógnita» y «La visita al museo») que prefigura el ambiente de Ada o el ar-dor, Pálido fuego y hasta cierto punto el de Cosas transparentes y Look at the Harlequins! (¡Mirad los arlequines!) La predilección de Nabo-kov por las mariposas es un tema central de «Aureliana» y resplan-dece en otros relatos varios. Pero lo que es más extraño, la música, a la que nunca profesó un amor especial, figura prominentemente en su escritura («Sonidos», «Bachmann», «Música», «El ayudante de dirección»).
 A mí me resulta especialmente conmovedora y cercana la sublimación que lleva a cabo en «Lance» (así me lo confesó mi pa-dre) de las experiencias de mis padres en sus días de montañismo. Pero quizá el tema más profundo y más importante, constituya o no el nudo temático principal o aparezca como motivo subalterno, sea el desprecio absoluto de Nabokov por la crueldad —la cruel-dad de los humanos, la crueldad del destino—, pero con ello entra-mos en un terreno donde existen demasiados ejemplos como para que podamos permitirnos ni siquiera nombrarlos.
 DMITRI NABOKOV
 San Petersburgo (Rusia) y Montreux (Suiza), junio de 1995

viernes, 28 de julio de 2017

Jorge Luis Borges. FRAGMENTO SOBRE JOYCE. Sur, Buenos Aires, Año x, N° 77, febrero de 1941.


FRAGMENTO SOBRE JOYCE

Entre las obras que no he escrito ni escribiré (pero que de alguna manera me justifican, siquiera misteriosa y rudimental) hay un relato de unas ocho o diez páginas cuyo profuso borrador se titula Funes el memorioso y que en otras versiones más castigadas se llama Ireneo Funes. El protagonista de esa ficción dos veces quimérica es, hacia 1884, un compadrito normalmente infeliz de Fray Bentos o de Junín. Su madre es planchadora; del padre problemático se refiere que ha sido rastreador. Lo cierto es que el muchacho tiene sangre y silencio de indio. En la niñez, lo han expulsado de la escuela primaria por calcar servilmente un par de capítulos, con sus ilustraciones, mapas, viñetas, letras de molde y hasta con una errata... Muere antes de cumplir los veinte años. Es increíblemente haragán: ha pasado casi toda la vida en un catre, puestos los ojos en la higuera del fondo o en una telaraña. En su velorio, los vecinos recuerdan las pobres fechas de su historia: una visita a los corrales, otra al burdel, otra a la estancia de Fulano... Alguien facilita la explicación. El finado ha sido tal vez el único hombre lúcido de la tierra. Su percepción y su memoria eran infalibles. Nosotros, de un vistazo, percibimos tres copas en una mesa; Funes, todas las hojas y racimos que comprende una parra. Sabía las formas de las nubes australes del amanecer del treinta de abril de mil ochocientos ochenta y dos y podía compararlas en el recuerdo con las vetas de un libro en pasta española que manejó una vez en la infancia. Podía reconstruir todos los sueños, todos los entresueños. Murió de una congestión pulmonar y su vida incomunicable ha sido la más rica del universo.

Del compadrito mágico de mi cuento cabe afirmar que es un precursor de los superhombres, un Zarathustra suburbano y parcial; lo indiscutible es que es un monstruo. Lo he recordado porque la consecutiva y recta lectura de las cuatrocientas mil palabras de Ulises exigiría monstruos análogos. (Nada aventuraré sobre los que exigiría Finnegans Wake: para mí no menos inconcebibles que la cuarta dimensión de C. H. Hinton o que la trinidad de Nicea). Nadie ignora que para los lectores desprevenidos, la vasta novela de Joyce es indescifrablemente caótica. Nadie tampoco ignora que su intérprete oficial, Stuart Gilbert, ha propalado que cada uno de los dieciocho capítulos corresponde a una hora del día, a un órgano corporal, a un arte, a un símbolo, a un color, a una técnica literaria y a una de las aventuras de Ulises hijo de Laertes, de la simiente de Zeus. La mera noticia de esas imperceptibles y laboriosas correspondencias ha bastado para que el mundo venere la severa construcción y la disciplina clásica de la obra. De esos tics voluntarios, el más alabado ha sido el más insignificante; los contactos de James Joyce con Homero, o (simplemente) con el senador por el departamento del Jura, M. Víctor Bérard.

Harto más admirable, sin duda, es la diversidad multitudinaria de estilos. Como Shakespeare, como Quevedo, como Goethe, como ningún otro escritor, Joyce es menos un literato que una literatura. Lo es, increíblemente, en el compás de un solo volumen. Su escritura es intensa; la de Goethe nunca lo fue; es delicada: Quevedo no sospechó esa virtud. Yo (como el resto del universo) no he leído el Ulises, pero leo y releo con felicidad algunas escenas: el diálogo sobre Shakespeare, la Walpurgisnacht en el lupanar, las interrogaciones y respuestas del catecismo:... They drank in jocoserious silence Epp's massproduct, the creature cocoa. Y en otra página: A dark horse riderless, bolts like aphantom past the winningpost, his mane moonfoaming, his eyeballs stars. Y en otra: Bridehed, childhed, hed of death, ghostcandled.

La plenitud y la indigencia convivieron en Joyce. A falta de la capacidad de construir (que sus dioses no le otorgaron y que debió suplir con arduas simetrías y laberintos) gozó de un don verbal, de una feliz omnipotencia de la palabra, que no es exagerado o impreciso equiparar a la de Hamlet o a la de Urn Burial... El Ulises (nadie lo ignora) es la historia de un solo día, en el perímetro de una sola ciudad. En esa voluntaria limitación es lícito percibir algo más que una elegancia aristotélica; es lícito inferir que para Joyce, todos los días fueron de algún modo secreto el día irreparable del Juicio; todos los sitios, el Infierno o el Purgatorio.

Sur, Buenos Aires, Año x, N° 77, febrero de 1941.

jueves, 27 de julio de 2017

Jorge Luis Borges.Letras hispanoamericanas LA AMORTAJADA.Sur, Buenos Aires, Año VIII, N° 47, agosto de 1938.


Letras hispanoamericanas
LA AMORTAJADA

Yo sé que un día entre los días o más bien una tarde entre las tardes, María Luisa Bombal me confió el argumento de una novela que pensaba escribir: el velorio de una mujer sobrenaturalmente lúcida que en esa visitada noche final que precede al entierro, intuye de algún modo —desde la muerte— el sentido de la vida pretérita y vanamente sabe quien ha sido ella y quienes las mujeres y los hombres que poblaron su vida. Uno a uno se inclinan sobre el cajón, hasta el alba confusa, y ella increíblemente los reconoce, los recuerda y los justifica... Yo le dije que ese argumento era de ejecución imposible y que dos riesgos lo acechaban, igualmente mortales: uno, el oscurecimiento de los hechos humanos de la novela por el gran hecho sobrehumano de la muerta sensible y meditabunda; otro, el oscurecimiento de ese gran hecho por los hechos humanos. La zona mágica de la obra invalidaría la psicología, o viceversa; en cualquier caso la obra adolecería de una parte inservible. Creo asimismo que comenté ese fallo condenatorio con una cita de H. G. Wells sobre lo conveniente de no torturar demasiado las historias maravillosas... María Luisa Bombal soportó con firmeza mis prohibiciones, alabó mi recto sentido y mi erudición y me dio unos meses después el manuscrito original de La Amortajada. Lo leí en una sola tarde y pude comprobar con admiración que en esas páginas estaban infaliblemente salvados los disyuntivos riesgos infalibles que yo previ.

Tan bien salvados que el desprevenido lector no llega a sospechar que existieron.

En nuestras desganadas repúblicas (y en España) sigue privando el melancólico parecer de aquel vindicador de Góngora, que a principios del siglo xvii dijo que la poesía "consistía en el conceptuoso y levantado estilo"—o sea en el manejo maquinal de un repertorio de inversiones y de sinónimos. Infieles a esa tibia tradición, los libros de María Luisa Bombal son esencialmente poéticos. Ignoro si esa involuntaria virtud es obra de su sangre germánica o de su amorosa frecuentación de las literaturas de Francia y de Inglaterra: lo cierto es que en este libro no faltan sentencias memorables ("flores de hueso y esqueletos humanos, maravillosamente blancos e intactos, cuyas rodillas se encogían como otrora en el vientre de la madre") ni tampoco páginas memorables (por ejemplo, el incendio furtivo del retrato; por ejemplo, el descubrimiento atroz del placer en una carne detestada) pero que vastamente las supera el conjunto del libro. Libro de triste magia, deliberadamente suranée, libro de oculta organización eficaz, libro que no olvidará nuestra América.

Sur, Buenos Aires, Año VIII, N° 47, agosto de 1938.

miércoles, 26 de julio de 2017

Jorge Luis Borges.Letras españolas INMORTALIDAD DE UNAMUNO.Sur, Buenos Aires, Año VII, N° 28, enero de 1937.


Letras españolas
INMORTALIDAD DE UNAMUNO

No muere un escritor sin la discusión inmediata de dos problemas subalternos: el de conjeturar (o predecir) qué parte quedará de su obra, el de prever el fallo irrevocable de la misteriosa posteridad. El segundo es falso, porque no hay tal posteridad judicial, dedicada a emitir fallos irrevocables. El primero es generoso, ya que postula la inmortalidad de unas páginas, más allá de los hechos y del hombre que las causaron; pero también es ruin, porque parece husmear corrupciones.

Yo sospecho que el problema de la inmortalidad es de naturaleza dramática. Persiste el hombre general (nuestra imagen del hombre general) o desaparece. En el caso de Miguel de Unamuno hay el riesgo certero de que la imagen empobrezca irreparablemente la obra. No exagero ese riesgo: en muchos siglos de literatura española son pocas las personas imaginables. Quevedo es imaginable: tal vez no mueren dos atardeceres sin que yo piense en él, pero ¿los demás? ¿Cómo sería el diálogo con Cervantes? A Góngora me parece verlo y oírlo—, pero quienes mejor lo conocen, lo juzgan de la familia de Mallarmé, lo cual me desconcierta. A Unamuno... No hay quien no tenga de él una imagen inconfundible, de hombre español conocido "directamente", no a través de palabras acostadas en un papel. El riesgo de esa imagen está en razón directa de su vigor y de su facilidad. Propende a dominar, y a reducir, la obra complejísima, tan rica de posibilidades intelectuales... Jean Cassou, por ejemplo, escribe estas cosas: "Miguel de Unamuno, un luchador que lucha consigo mismo, por su pueblo y contra su pueblo; un hombre de guerra, hostil, fratricida, tribuno sin partido, predicador en el desierto, vanidoso, pesimista, paradojal, despedazado por la vida y la muerte, invencible y siempre vencido". Considerada como definición de Unamuno, esa fórmula (o rapsodia de fórmulas) de Cassou es menos capaz de iluminar al lector que de incomodarlo; considerada como un ejercicio mimético de aquellos en que el crítico fatigado rehusa la tarea interpretativa y remeda la voz y las maneras del escritor, nadie la juzgará muy sutil. Su valor está en su tipicidad. A pesar de alguna omisión verdaderamente asombrosa —no comparan a Miguel de Unamuno con Don Quijote ni con España—, esas líneas resumen lo que todo avisado hombre de letras sabe que tiene que decir, cada vez que oye la palabra "Unamuno". Mi propósito no es contradecir su verdad; no afirmo que sean falsas. Afirmo, sí, que son ejemplo de una manera singularmente inútil de enfrentarse con Unamuno. Este fue, ante todo, un inventor de espléndidas discusiones. Discutió el yo, la inmortalidad, el idioma, el culto de Cervantes, la fe, la regeneración del vocabulario y de la sintaxis, la sobra de individualidad y falta de personalidad de los españoles, el humorismo, el malhumorismo, la ética... Maravillarse de esa abundancia (de esa abundancia que no es sólo erudita) es una mera interjección; dramatizar el destino de Unamuno y sus perplejidades, no me parece menos estéril. Es correr el albur que ya señalé: el albur de que el símbolo, la figura, tape la obra.

El primer escritor de nuestro idioma acaba de morir; no sé de un homenaje mejor que proseguir las ricas discusiones iniciadas por él y que desentrañar las secretas leyes de su alma.

Sur, Buenos Aires, Año VII, N° 28, enero de 1937.

martes, 25 de julio de 2017

Jorge Luis Borges. WELLS, PREVISOR.Sur, Buenos Aires, Año VI, N° 26, noviembre de 1936.


WELLS, PREVISOR

El autor del Hombre invisible, de los Primeros hombres en la Luna, de la Máquina del Tiempo y de la Isla del Doctor Moreau (he mencionado sus mejores novelas, que no son por cierto las últimas) ha publicado en un volumen de ciento cuarenta páginas el texto minucioso de su reciente film Lo que vendrá. ¿Lo ha hecho tal vez para desentenderse un poco del film, para que no lo juzguen responsable de todo el film? La sospecha no es ilegítima. Por lo pronto, hay un capítulo inicial de instrucciones que la justifica o tolera. Ahí está escrito que los hombres del porvenir no se disfrazarán de postes de telégrafos ni parecerán evadidos de una sala de operaciones eléctricas ni corretearán de un lugar a otro, embutidos en trajes luminosos de celofán, en recipientes de cristal o en calderas de aluminio. "Quiero que Oswald Cabal (escribe Wells) parezca un fino caballero, no un gladiador con su panoplia o un demente acolchado... Nada de jazz ni de artefactos de pesadilla. En ese mundo más organizado tiene que haber más tiempo, más dignidad. Que todo sea más amplio, más grande, pero que no sea nunca monstruoso". Desgraciadamente, el grandioso film que hemos visto —grandioso en el sentido peor de esa mala palabra— se parece muy poco a esas intenciones. Es verdad que no abundan las calderas de celofán, las corbatas de aluminio, los gladiadores acolchados y los dementes luminosos con su panoplia; pero la impresión general (harto más importante que los detalles) es "de artefacto de pesadilla". No me refiero a la primera parte, donde lo monstruoso es deliberado; me refiero a la última, cuya disciplina debería contrastar con el fárrago sangriento de la primera y que no sólo no contrasta, sino que la supera en fealdad. Wells empieza mostrándonos los terrores del futuro inmediato, visitado de plagas y bombardeos; esa exposición es eficacísima. (Recuerdo un cielo abierto que ennegrecen y ensucian los aeroplanos, obscenos y dañinos como langostas). Luego —lo diré con palabras del autor— "el film se ensancha para desplegar la visión grandiosa de un mundo reconstruido". El ensanche es poco feliz: el cielo de Alexander Korda y de Wells, como el de tantos otros escatólogos y escenógrafos, no difiere muchísimo de su infierno y es todavía menos encantador.

Otra comprobación: las líneas memorables del libro no corresponden (no pueden corresponder) a los instantes memorables del film. En la página 19, Wells habla "de un entrevero de instantáneas que muestren la confusa eficacia inadecuada de nuestro mundo". Como era de prever, el contraste de las palabras confusión y eficacia (para no mencionar el dictamen que hay en el epíteto inadecuada) no ha sido traducido en imágenes. En la página 56, Wells habla del aviador enmascarado Cabal, "destacándose contra el cielo, un alto prodigio". La frase es bella; su versión fotográfica no lo es. (Aunque lo hubiera sido, no correspondería nunca a la frase, ya que las artes del retórico y del fotógrafo, son ¡oh clásico fantasma de Efraim Lessing! del todo incomparables). Hay acertadas fotografías, en cambio, que nada deben a las indicaciones del texto.

A Wells le desagradan los tiranos pero los laboratorios le gustan; de ahí su previsión de que los hombres de laboratorio se juntarán para zurcir el mundo destrozado por los tiranos. La realidad no se parece aún a su profecía: en 1936, casi toda la fuerza de los tiranos deriva de su posesión de la tecnica. Wells venera los chauffeurs y los aviadores; la ocupación tiránica de Abisinia fue obra de los aviadores y de los cbauffeurs —y del temor, tal vez un poco mitológico, de los perversos laboratorios de Hitler.

He censurado la segunda parte del film; insisto en el elogio de la primera, de operación tan saludable en esas personas que todavía se figuran la guerra como una cabalgata romántica o una oportunidad de picnics gloriosos y de turismo gratis.

Sur, Buenos Aires, Año VI, N° 26, noviembre de 1936.

sábado, 22 de julio de 2017

Jorge Luis Borges. LAWRENCE Y LA ODISEA.Sur, Buenos Aires, Año VI, N° 25, octubre de 1936.

(En la gráfica: doña Victoria Ocampo -directora y fundadora de la Revista Sur- y Jorge Luis Borges).
LAWRENCE Y LA ODISEA

En tiempos de reforma, la esperanza ilimitada y el asco suelen imaginar una operación que linda con Dios: el incendio total de las bibliotecas. Hacia 1910, los futuristas concibieron ese propósito y aprovecharon los diversos servicios de la Unión Postal Universal para que figurase en los diarios. Hacia 1650, se discutió en el Parlamento Inglés la aniquilación de cuanto pudiera recordar el orden antiguo, empezando por los archivos depositados en la Torre de Londres. Dos siglos antes de la era cristiana, el rey de Tsin abolió el sistema feudal, asumió el título de Primer Emperador y decretó la quemazón de todos los libros anteriores a Él... Si un incendio no menos analfabeto consumiera todas las bibliotecas de Londres y no se rescataran sino las traducciones de la Odisea, yo afirmo que éstas bastarían, no a reemplazar a Bernard Shaw o a Sir Thomas Browne, pero sí a presentar la evolución, la diversa y ardiente evolución, de la literatura británica. La amistad de Inglaterra y de la Odisea es larga en el tiempo y numerosa de fatigas y glorias. Hay la efusión isabelina de Chapman, hay el glacial y reluciente edificio de Pope, hay la rapsodia miltónica de Cowper, hay la "saga" de Morris, hay la Authorized Versión de Andrew Lang, hay la novela de costumbres burguesas de Samuel Butler, hay veintiocho versiones. Hay la más reciente de todas ellas, la de Lawrence de Arabia: muerto hace poco en Inglaterra, pero que no necesitó de la muerte para ser mitológico. Fue ejecutada en 1928, en Miramshah, "en un fortín de adobe, cercado por las tribus del Uaziristán". Una edición barata acaba de aparecer en New York (Oxford University Press).

Inútil agregar que la prensa ha abundado en elogios. El New York Herald Tribune ensayó el epigrama y dijo que se trataba de la versión más interesante del más interesante libro del mundo. Harper's declaró con algún candor que la versión de Lawrence era más fiel que la de Chapman —que data de 1614, fecha que ni buscó ni sospechó las virtudes de la precisión literal. La naturaleza homérica del traductor no pasó inadvertida: todos sintieron que una Odisea traducida al inglés por el coronel T. E. Lawrence era no menos prodigiosa que una Odisea traducida al inglés por el hábil Ulises, hijo de Laertes, rey de Itaca, de la simiente de Zeus. El mismo Lawrence alegó en un catálogo conmovedor sus muchas aptitudes. "He cazado jabalíes", dijo, "he acechado leones, he navegado 1 Mar Egeo, he doblado arcos, he vivido con pueblos astoriles, he urdido redes, he construido botes y he muerto a muchos hombres." En esa enumeración de capacidades, nótese el buen contacto de hechos tranquilos y de echos de violencia y de sangre; es rasgo que demuestra la osesión de la aptitud retórica, quizá no menos conveniente en un traductor que las de orden textil, naviero, sagitario, marítimo, leonino y homicida. Por lo demás, la destreza verbal del historiador de Revolt in the Desert —otra coalición eficaz de una palabra tumultuosa y poblada y otra vacía— es harto célebre.

¿Qué juzgar de la novísima Odisea de Lawrence, hombre sin duda heroico y gran escritor? Digo que es admirable, pero —y el pero es alarmante— no es superior a la que suministraron Butcher y Lang, hombres de letras sedentarios del siglo diecinueve. Daré algunos ejemplos, cuya forzada brevedad, lo prometo, no encierra una perfidia.

No hay ser humano que haya alcanzado el Hades en uno de nuestros barcos negros (Lawrence, página 149).

Ningún hombre, hasta ahora, ha navegado hasta el infierno en un barco negro (Lang, pág. 169).

Con el tiempo, esas yeguas fueron su muerte, porque lo enfrentaron con aquel supremo hombre de acción: Herakles, hijo valeroso de Zeus (Lawrence, página 281).

Esas yeguas le trajeron la muerte y destino en el fin postrero, cuando llegó al hijo de Zeus, valeroso de corazón, el hombre Hércules, que sabía de grandes aventuras (Lang, página 344).

Una cabeza obscena, con tres hileras de poblados colmillos negramente cargados de muerte (Lawrence, página 171).

Una terrible cabeza y en la cabeza tres hileras de dientes apretados, llenas de negra muerte (Lang, página 195).

En medio del vinoso mar está Creta, una hermosa isla rica poblada más allá del cálculo, con noventa ciudades de habla mezclada, donde coexisten varios idiomas (Lawrence, página 260).

Hay una tierra que se llama Creta en el medio del mar vinoso, una tierra fértil y placentera, rodeada de agua, y en ella hay muchos hombres innumerables y noventa ciudades. Y todas no hablan el mismo idioma, sino que hay confusión de lenguas (Lang, página 316).

A través de mi traducción de esas traducciones, algunos rasgos de Andrew Lang se adivinan: el manejo un poco sonriente de modos de decir de la Biblia —confusión de lenguas...—, la preservación graciosa o conmovedora de los pleonasmos y torpezas del griego. Creo que no es menos sensible el método irregular de Lawrence, o su falta de método: el vaivén de locuciones familiares (con el tiempo, esas yeguas fueron su muerte... aquel supremo hombre de acción) y de los epítetos clásicos: el vinoso mar. Lo anterior no quiere decir que no haya en la Odisea de Lawrence, pasajes resueltos ejemplarmente; los hay y muchos. Verbigracia, la apasionada invocación liminar; verbigracia, la breve escena cavernario-amorosa del quinto libro y las altas palabras que la preceden; verbigracia, la ran matanza de los reyes, del libro XXII.

Puestos a imaginar la epopeya, Lawrence —con el caudal de "vivencias" que conocemos— lo supera infinitamente a Andrew Lang. Puestos a traducirla, el sedentario helenista de Oxford no vale mucho menos que el héroe que guerreó en el desierto. Lo cual nos restituye a la casi escandalosa comprobación: La literatura es arte verbal, es rte de palabras.

Sur, Buenos Aires, Año VI, N° 25, octubre de 1936.

jueves, 20 de julio de 2017

Jorge Luis Borges: LAS ÚLTIMAS COMEDIAS DE SHAW.Sur, Buenos Aires, Año VI, N° 24, septiembre de 1936.

(En la gráfica en el orden usual: Victoria Ocampo fundadora de la Revista Sur,Leonor Rita Acevedo Suárez de Borges fue la madre del escritor, y Jorge Luis Borges). 
LAS ÚLTIMAS COMEDIAS DE SHAW

Bernard Shaw ha reunido en dos tomos —Demasiado cierto para ser bueno el uno, El bobalicón de las Islas Inesperadas el otro— sus últimas comedias. Reseñaré los dos; empiezo (cronológicamente) por el primero.

Demasiado cierto para ser bueno

En algún renglón de alguna página de las casi infinitas y ciertamente inagotables 1001 Noches se puede leer que la decrepitud del águila es preferible a la primavera del cuervo. El repetido examen de estas penúltimas comedias de Shaw prueba absolutamente que la decrepitud del águila no es preferible a la primavera del cuervo. Esa inofensiva imagen ornitológica quiere significar que si bien esas comedias de Bernard Shaw son de algún modo superiores a las de quienes no son Bernard Shaw, no es menos cierto que son decididamente inferiores a todo lo demás de su obra —salvo, quizá, Fanny's first play y las incompetentes novelas. No recurramos a la mala palabra "decrepitud": el libro más complejo de Shaw, Vuelta a Matusalén, es de 1921, fecha que nada tiene que ver con su "primavera" fabiana. Más bien pensemos en cuestiones de gloria y comodidad. Bernard Shaw es glorioso; Bernard Shaw tiene la seguridad de ser escuchado; Bernard Shaw tiene la costumbre de pensar en forma dramática —en forma dialogística, al menos. Todo escritor especulativo debe prever continuas objeciones que interrumpen el curso del pensamiento, y que es obligatorio satisfacer; el artificio dramático encuentra en esos vaivenes y perplejidades, no ya un problema, sino un instrumento precioso. De ahí los hábitos dramáticos de Platón y de Berkeley, y aun de los apasionados monólogos de San Agustín; de ahí, tal vez, estas comedias puramente discutidoras de Bernard Shaw.

El mundo que presentan o postulan estas comedias es voluntariamente irreal. Digo "voluntariamente", porque a ello me autoriza la inclusión de ciertos personajes fantásticos: entre ellos, de un microbio indignado que se lamenta a gritos de las enfermedades atroces y sucesivas que le contagia la señorita en que vive. Ya celestiales, ya infernales, los mundos inventados por el arte quieren ser más intensos que la realidad, ya que están obligados a ser más pobres. El de Bernard Shaw —el del penúltimo Bernard Shaw— prescinde de ese anhelo. Es un mundo insípido, opaco, tirando a pesadilla lánguida, hecho de interminables conversaciones sobre temas políticos, sin otra esperanza de interrupción que la operada por algunos "recursos teatrales" conocidísimos, pero al parecer infalibles: presentar un individuo muy harapiento y después hecho un dandy, presentar dos personas que simulan amistad, pero que aprovechan cualquier descuido para agredirse a pellizcones o a puntapiés, presentar sordos o extranjeros que deforman incurablemente lo que oyen, presentar un flirt belicoso con vaivenes de cólera y de ternura, presentar elocuentes discutidores que descubren de golpe que su interlocutor ya se ha ido, presentar caballeros que para disimular un ademán imprudente fingen estar absortos en el rito de la gimnasia sueca...

Los caracteres faltan en las penúltimas comedias de Shaw, pero las situaciones también. Su interés es el de una discusión no muy interesante, puesto que en ella no participan varias personas, sino una sola —que no es del todo Shaw. La necesidad de repartirse en sus personajes, siquiera afantasmados o nominales, le impide serlo. Hay, sin embargo, una excepción. El desesperado predicador de la página 107, el hombre que ha perdido su fe, pero que sigue predicando infinitamente "aunque no tenga nada que decir", con la tenue esperanza de que el Espíritu bajará algún día a su boca, ha sido colocado por el autor para que lo identifiquemos con él. Ciertamente no incurriremos en esa descortesía. Por lo demás, esa página de espléndida retórica basta para justificar todo el libro. Digo lo mismo de cierto extraordinario diálogo prenupcial de las páginas 136-137. Hay además los prólogos, que vindican mi antigua convicción de que Bernard Shaw es uno de los primeros prosistas de Europa —no inferior a Eliot o a Valéry, sino diferente.

El bobalicón de las islas inesperadas

La pieza que da nombre a este volumen trata del Juicio Final. Siempre me ha interesado esa función, ese delicado examen inapelable de todos los destinos humanos y de cada momento de esos destinos. Shaw, en su comedia, prescinde del escénico esplendor de la institución ortodoxa y hasta de la solemnis praeparatio de orden meteorológico-legal que la anunciará. Nada de eclipses de la luna y del sol, nada de aberraciones atmosféricas, nada de las siete redomas de la ira de Dios, nada de espadas y trompetas y tronos. De todo ese copioso attirail de San Juan el Teólogo (que asimismo comprende 7 lámparas, 1 mar de vidrio semejante al cristal, 4 animales con ojos adelante y atrás y 24 ancianos postrados) Shaw apenas retiene unos ángeles. Son ángeles británicos, desde luego, ángeles asistidos de humour. (Ya Soame Jenyns, hacia 1756, pensó con reverencia que parte de la felicidad de los bienaventurados y de los ángeles, derivaría de una percepción exquisita de lo ridículo.) Para Albrecht Ritschl, la ira de Dios no es otra cosa que el olvido de Dios, vale decir la aniquilación anestésica de las almas que definitivamente rechazan la redención; para esta comedia, el Juicio Final es la inmediata desaparición o extinción de todas las personas inútiles. Claro está que una justa definición de la palabra inútil es quizá inalcanzable... (Bernard Shaw, entiendo, ensaya un criterio económico, y vindica las eliminaciones sumarias de la Cheka: "ese cuerpo de amateurs bien intencionados").

No hay quien no reconozca el ingenio de Shaw, la lucidez resplandeciente de Shaw. Otro rasgo habitual —algo menos público al parecer, ya que la crítica se abstiene de señalarlo— es la sentencia heroica, la suficiente y breve definición de un alma varonil. Es común indicar la afinidad de Shaw con Swift y con Voltaire; yo lo creo no menos consanguíneo de hombres como Lutero, como Quevedo, como Lawrence de Arabia. De hombres que no sólo han interrogado las posibilidades retóricas de la burla, sino también las del valeroso estoicismo. De hombres austeros cuya profesión de esa fe mueve mi corazón más que una trompeta, como famosamente dijo Sir Philip Sidney de una antigua balada. Shaw mismo ha declarado su afinidad con Bunyan, con Blake, con Hogarth, con Turner, con Goethe, con Shelley, con Schopenhauer, con Wagner, con Ibsen, con Tolstoi, con Morris y con Nietzsche. Yo no eliminaría de ese generoso catálogo los nombres de Nietzsche y de Bunyan.

Las comedias que forman el volumen Demasiado cierto para ser bueno son irreales de un modo lánguido; éstas lo son con buena premeditación y fervor.

Sur, Buenos Aires, Año VI, N° 24, septiembre de 1936.

lunes, 17 de julio de 2017

Élmer Mendoza nació en Culiacán, México, en 1949. BESAR AL DETECTIIVE.


Élmer Mendoza nació en Culiacán, México, en 1949.
BESAR AL DETECTIIVE.
Los pobres resultados de la investigación sobre el sangriento homicidio de un adivinador, obligan al Zurdo Mendieta a echar mano de sus contactos dentro del oscuro mundo del narcotráfico. Pero, como todos los favores, ninguno es gratuito. Esta búsqueda lo pone de nuevo en la mira y al reencuentro de su vieja amiga Samantha Valdés, jefa del Cártel del Pacífico, quien tras sufrir un atentado se halla convaleciente en un hospital, rodeada de inútiles agentes especiales y un desconfiado ejército mexicano.
Como pago por la información sobre el homicida del adivino, al Zurdo no le queda más remedio que ayudar a la jefa a escapar. Lo consiguen mediante un plan descabellado y mucha adrenalina, aunque el rostro del detective es identificado y su misión queda truncada.
En la clandestinidad y con un futuro incierto, el Zurdo revive un traumático evento que remueve su miedo y lo regresa a la calle: su hijo ha sido secuestrado en Los Ángeles. Con ayuda del cártel viaja a Estados Unidos, donde descubre una enmarañada situación en la que reina la confusión operada por el FBI, que esconde intereses de gran alcance que Mendieta no alcanza a vislumbrar.

Éste es el regreso del Zurdo Mendieta, en una vibrante novela que explora el entramado de traiciones, pactos y conspiraciones de una sociedad en la que el crimen organizado forma parte indisoluble de la realidad cotidiana. Una vez más, de la mano del Zurdo y su inconfundible carácter, el lector se enfrentará a un complejo rompecabezas donde la frontera que divide la ley del crimen pierde su definición.

Fuente:

Compilador Dr: Enrico Pugliatti.

***

BESAR AL DETECTIVE.
(Fragmento).
  Título original: Besar al detective

  Élmer Mendoza, 2015

  Editor digital: orhi-Meddle

  ePub base r1.2

 


  Para Leonor



    Así se abre la puerta de las versiones.
  LUIS JORGE BOONE,
  Por boca de las sombras

  La venganza es un plato que se come frío.
  Dicho popular


  1


  Nadie se lo aconsejó. Simplemente decidió que había que reunirse en Tijuana y pidió a Max Garcés que hiciera los arreglos. Sólo a los del norte, Max, necesitamos reforzar algunos puntos y en Tijuana siempre hay un clima acogedor. A Garcés le extrañó pero igual telefoneó a los implicados, pensó que quizá quería ver a su hijo que por esas fechas cumplía once años, o ir de compras en algunas tiendas que le gustaban. La Hiena Wong se opuso de inmediato. Max, Tijuana no es confiable, es un pinche hervidero, mejor en Mexicali, aquí tenemos todo bajo control. Se lo comentaré; por lo pronto, prepárate, ya la conoces. En Tijuana, Frank Monge se tardó en responder: ¿estás seguro? Para mí que el lugar más apropiado para ella es Culiacán, si recuerdas, su padre jamás se movió más allá de Bachigualato. Son otros tiempos, Frank, ni modo, además es nuestro territorio, o qué, ¿tan jodidos estamos que no podemos encerrar al chamuco unas cuantas horas para tener una reunión tranquila? Aquí es difícil saberlo, mejor manda gente de confianza; como dices tú, tiempos traen tiempos y más vale prevenir que lamentar. Los de San Luis Río Colorado, Nogales y Agua Prieta no hicieron comentarios. Los de San Francisco, Los Ángeles, San diego y Phoenix, tampoco. Hacía más de un año que había terminado la guerra contra el narco y el negocio marchaba como cuchillo en mantequilla, aunque la reducción de muertos era minúscula.
  El diablo Urquídez, que tenía un hijo pequeño, y el Chóper Tarriba, que salía con la más reciente miss Sinaloa, se hallaban listos para acompañar a su jefa, que apareció con un entallado traje rojo y una mascada negra. Guapísima. Si sus preocupaciones eran muchas no se le notaba. Era media tarde. Una avioneta la esperaba en una pista clandestina por el rumbo de El Salado, en las afueras de la ciudad. Cerca del golfo de Santa Clara, en el mar de Cortés, bajarían en la carretera que cruzaba el Gran desierto de Altar y de allí seguiría por tierra hasta Rosarito, donde disponía de una casa discreta. Sin embargo, alguien tenía otros planes.
  Justo en la cima del puente que se alza donde termina la Costerita para tomar la carretera libre a Mazatlán, contiguo al panteón Jardines del Humaya, los estaban esperando. Un bazucazo en el motor de la hummer negra que transportaba a la capisa los detuvo en seco. Incendio expedito. Chirridos. Frenadas. Qué onda, mi Chóper, el Diablo era el conductor. Nada, mi Diablo, hay fiesta y somos los invitados. Llamas en el frente de la camioneta. Disparos por todos lados. Es una emboscada, exclamó Samantha Valdés, adrenalizada al cien. Pásenme un fierro, plebes. El Chóper le acercó un Cuerno, a su vez bajó el cristal blindado y disparó el suyo, ella procedió igual. Señora, espere, sugirió el Diablo. Hay que salir de aquí antes de que nos llegue la lumbre. Al lado, desde una camioneta, que también acribillaron pero que no ardía, Max Garcés envió un bazucazo que voló por los aires un vehículo de los muchos que bloqueaban el paso. Ratatatat. Pum pum. Intenso tiroteo sobre la hummer en llamas. Black black. Pum. Los conductores que no tenían que ver, los que no pudieron huir, se acomodaron en el piso de sus autos transpirando y rezando. El Chóper y el Diablo pusieron pie a tierra sin dejar de disparar, resguardándose tras las portezuelas. La balacera se incrementó de tal manera que pronto los blindajes de los vehículos cedieron. Vamos, señora, gritó el Diablo abriendo la portezuela trasera. Tenemos que borrarnos. Vayan la señora y tú, yo los cubro; el Chóper Tarriba disfrutaba rafagueando el amplio campo enemigo; el Diablo miró adentro y encontró que Samantha Valdés estaba herida y se estaba ahogando en su propia sangre. Ah, cabrón, pálida y temblorosa. Hirieron a la jefa, mi Chóper, desmadejada y religiosa. Voy a sacarla de aquí. El vestido manchado. Muévele que estos están bien cabrones.
  La cargó en brazos y corrió con ella mientras la camioneta le servía de escudo. Max, que vio la acción, ordenó fuego graneado y siguió al joven pistolero con su AK vomitando lumbre. Los autos que se detuvieron detrás de ellos se veían desocupados y algunos lo estaban. Fue hasta que bajaron el puente que encontraron uno que era posible sacar de la aglomeración. Apearon al aterrado conductor y se marcharon rápido. La balacera era incesante. La jefa sangraba por nariz y boca, maldecía y no había tiempo que perder. Max consiguió el número de la clínica Virgen Purísima y hacia allá se lanzaron.
  Todavía los persiguieron dos camionetas que salieron del panteón. Para su fortuna, el carro que habían tomado era del año y pronto las perdieron. Encontraron dos patrullas de la división de narcóticos que iban tendidas al lugar de los hechos. Sabían que las balaceras de este tipo les concernían.
  Al llegar los esperaba un médico alto y pelirrojo que acompañó a la herida hasta el quirófano. ¿Cómo la ve, doctor? El Diablo lo miró acucioso. Muy grave, no la garantizo. Samantha había perdido mucha sangre, estaba desmayada, el vestido hecho un asco y sin mascada. El Diablo tuvo ganas de amenazarlo pero la premura con que el doctor conducía a la paciente no le dio tiempo. Max fue atendido de una herida leve en un hombro. ¿Cómo se llama el pelirrojo? Doctor Jiménez, es el mejor, manifestó la enfermera que le hacía el trabajo. ¿Y sus hombres? Se aferró a la posibilidad de que hubieran salido poco afectados, cuando los dejó sólo había dos muertos. Desde luego que tres asuntos ocupaban su mente, ¿por qué no envió una vanguardia?, ¿por qué su camioneta no iba delante de la señora?, ¿quién estaba detrás de esto? Más le valía a Samantha Valdés salir con bien; su hijo estaba muy pequeño para ponerse al frente del negocio y les habían enviado un aviso difícil de ignorar.
  Al rato todo el cártel tenía la información de que la jefa estaba levemente herida, recibiendo primeros auxilios, conversando tranquilamente con su madre y con el médico que la atendía. Todo muy bien, pero en el fondo Max Garcés comprendía que había cometido un error, y que ahí se vislumbraba un enemigo, que por lo que intentó, nada tenía de pequeño.
  Meditaba en la calle, recargado en una ambulancia. Frente a él, circuló despacio una patrulla de la Policía Ministerial con las luces encendidas pero sin sirena. Acarició su pistola pero ellos siguieron de largo como si nada. Más les valía largarse, aún no llegaban a un acuerdo con las nuevas autoridades y eso complicaba las cosas. ¿A quién se le ocurrió esta madre? Lo voy a colgar de los huevos al cabrón. ¿Quién tiene o puede contratar tanta gente como para bloquear un puente? No muchos. En el quirófano, Jiménez sabía que sólo tenía una oportunidad.
  En la ciudad de México, en una oficina elegante por cuya ventana se veía un jardín iluminado por el atardecer de abril, un celular y un teléfono fijo sonaron a la vez. Una mano con tres dedos eligió.

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  Dentro del perímetro precintado, el zurdo Mendieta y Gris Toledo observaron brevemente el cuerpo desmadejado de un hombre joven. Tenía el tiro de gracia y cocido el pecho a balazos. Rictus horrible. Debió caer como una pinche marioneta loca, reflexionó el detective. Afeitado, vestido de azul rey, ropa de marca, camisa ensangrentada. Los técnicos trabajaban en un pequeño espacio del parque ecológico al lado del Centro de Ciencias de Sinaloa, sobre el zacate, entre árboles jóvenes y a la vera de una pista de curvas caprichosas que los corredores disfrutaban. Eran las siete y treinta y cuatro de la tarde y a principios de mayo la oscuridad es leve. Varias personas de todas las edades caminaban o corrían lo más lejos posible de donde laboraba la policía. ¿Por qué matan a tipos como él?, ¿cuál fue su culpa?, ¿quién se lo echó? No les interesó ocultar su obra, ¿en qué caso un asesino hace eso? Los periodistas tomaron fotos, datos y se marcharon a escribir su nota, menos Daniel Quiroz, a quien le gustaba provocar al Zurdo con agudos cuestionamientos. ¿Crees que esto sea un indicador de que la ciudad está condenada a sufrir violencia en los próximos años? ¿Por qué no consultas mis bolas? Son de cristal y ahí está todo, papá. Dame tu teoría, pues. Cagatinta, soy placa, no soy adivino y menos político. Gris observaba la escena con sumo cuidado, rumiando, haciendo fotos y dictándole a su celular: martes, veintiocho de abril, hay pequeñas plantas pisoteadas: quizá se resistió o son las huellas del asesino. Estoy seguro de que tienes una idea. Eso sí: por la forma, tantos balazos y eso, estoy entre que fue al Capone o Escobar Gaviria. Pinche Zurdo, si no fueras mi compa te despedazaba. Y yo te metía preso, te acusaba de estupro y te entregaba a los reclusos más jariosos. Te desprestigiaría machín. Y por si te gustaba, te pondría una habitación especial para que hicieras tus cochinadas. No te la ibas a acabar con la prensa encima, ya sabes cómo nos las gastamos cuando vamos sobre algún funcionario. Interrumpió Ortega con cara de agobio. Zurdo, su cartera contiene una credencial del IFE, se llama Leopoldo Gámez, treinta y seis años, mil ochocientos pesos en billetes de doscientos, un dólar de la suerte, una tarjeta de crédito, una de ahorro y un cachito de lotería; encontramos ocho cascajos, podría ser una Sig Sauer 9 mm. ¿Estás seguro? Tanto como que el comandante es el mejor policía del mundo. Sonrieron. Deja anotar la dirección, el detective sacó una pequeña libreta azul. Esa raza que anda caminando, ¿vería algo? No creo, y si a alguien le tocó seguro se quedará callado, la gente no quiere bronca. Anotó: celular no. Tiene entre dos y tres horas de muerto, expresó Montaño acercándose, el cuerpo aún es dúctil, una bala le atravesó la cabeza y catorce le destrozaron el tórax. O sea que andaba de suerte el bato. Al menos no sufrió. ¿Encontraste ocho cascajos? Quizá le pegaron siete en algún lugar y el resto aquí. No sabía que supieras contar. Queridos amigos, los tengo que dejar, hay un capullito esperándome, en cuanto a éste ya ordené que lo lleven a la Unidad, los muchachos le harán la autopsia y si no tienen inconveniente y aparecen los familiares, en la mañana entregamos el cuerpo. Vas a morir arriba, pinche Montaño. Mientras eso llega pienso disfrutar al máximo, me quedan unos treinta y nueve años de loco placer, después tendré que administrarme; agente Toledo, como siempre fue un gusto saludarla. Igualmente, doctor. Admiro la perfección de su cuerpo, su pelo tan hermoso. Deje de decir tonterías, doctor, y como ya hizo su trabajo, puede largarse por donde vino. El forense se alejó sonriendo, pensando: Vas a caer, palomita, ya verás, y te gustará tanto que te arrepentirás del tiempo perdido. Ortega dio las últimas instrucciones y se marchó, arguyó que necesitaba un abrazo de su mujer. Quiroz hizo unas fotos y se despidió; si encontraba a Pineda, a quien perseguía desde hacía tres horas, cuando ocurrió un tiroteo en el panteón Jardines del Humaya, podría tener la de ocho. Oye, Zurdo, ¿sabes algo sobre una balacera en el puente donde termina la Costerita? Nada. Levantaron el cadáver y tres minutos después sólo quedó el precintado amarillo, un poli que cuidaría que nadie violara la zona y los agentes Terminator y Camello, que observaban sin saber cómo comportarse.
  Gris, aquí tienes la dirección, manda a Termi y al Camello que notifiquen a la familia, que lo identifiquen ahora, aunque hasta mañana podrán recoger el cuerpo en el Semefo. ¿Les damos esa tarea? Para que se despabilen esos cabrones; ¿sabes por qué los prefiero al resto? Usted dirá. Por honrados. Es cierto: los consideran tontos pero no se les sabe nada. Aunque, como dicen, quién sabe quién sea más peligroso: un honrado o un corrupto. De los pendejos no hay duda, ¿verdad? Parece que no.
  A pocos metros, el Centro de Ciencias resplandecía; al otro extremo, el jardín botánico era una mancha oscura. Gris dio la orden y tomó un taxi a Forum, quería comprar un regalo para el día de las madres y ropa íntima para ella; el zurdo subió a su Jetta, encendió el estéreo y se escuchó Have You Ever Seen the Rain? Versión de Rod Stewart. Bajó el volumen, revisó sus notas, le marcó al comandante Briseño que no respondió y restableció el sonido.
  Veinte minutos después llegó a su casa. Mientras contemplaba la reja de su cochera sin moverse, escuchando Something Stupid con Nicole Kidman y Robbie Williams, pensó que debía electrificarla, que una mano de pintura no le vendría mal; pero eso le ocurría cada noche cuando le daba flojera bajar a abrir. ¿Por qué matar a un hombre como Gámez, aparentemente correcto?, ¿había una lección que dar a alguien o algo que recordarle? Hay quienes mandan mensajes con cadáveres; también tenemos gente que mata por matar pero, ¿así, con esa saña? Asesinar es protagónico, sin duda, ¿pero a ese grado? Debe haber un engendro detrás de esto. Advirtió que se acercaba un tipo por su izquierda, sacó la Walther P99 de la guantera y se la puso entre las piernas. ¿Qué onda? Recordó a su hermano, la lejana tarde en que se encontraron en su cuarto, cuando Enrique era un jovencito y él un niño. ¿Qué haces, morro? Aquí nomás, escuchando a los Beatles. Por un pelo y lo pilla con la Playboy.
  Eh, Zurdo, ¿te acuerdas de mí? Delgado y de baja estatura, gorra de los Tomateros, playera oscura, tenis, jeans holgados. Lo observó con la leve luz de la cochera. La verdad no. Soy Ignacio Daut. El Zurdo lo miró de pies a cabeza sin conectar. Pues sigo sin completarte, qué onda. Cabrón, soy el Piojo, hijo de doña Pina, de la Séptima, pinche calle ya ni se llama así. Mendieta lo contempló y lo recordó perfectamente. Pinche Piojo, estás cabrón, ¿cómo te voy a reconocer? Vienes disfrazado de gente decente. Apagó el carro y se bajó. Es lo que soy ahora, mi Zurdo, cubro mis impuestos, voy a misa los domingos y celebro el día de la Independencia por partida doble: el cuatro de julio por donde vivo y el dieciséis de septiembre por México lindo y querido. Se abrazaron. Eso quiere decir que los milagros existen. De que existen, existen, mi zurdo, a poco no. ¿Qué onda? El Foreman Castelo me dio tus señas. ¿Ese maricón? Hace más de un año que no lo wacho. Está bien, es gente decente también, te manda saludos. Órale. Aquí vivías de niño, ¿verdad? Iz barniz, mi Piojo, es mi cantón de toda la vida. ¿Llegas de la chamba? Si le puedo llamar así. Me dijo el Foreman que eras placa, pero ya lo sabía, hace como cuatro años me encontré a tu carnal en Oakland y me contó. Ese enrique es un pinche chismoso, y tú, ¿qué onda? A Mendieta le ganó la ansiedad, la última vez que vio al Piojo vestía botas de piel de avestruz y una camisa de seda. ¿Podemos platicar? Si no es mucha molestia. Claro que no, quieres aquí en la casa o te invito con el Meño. Esa taquería ya no existe, mi Piojo. Lástima, los de perro eran insuperables. ¿Habría de otros? Francamente, no.
  Fueron a los Tacos Sonora. El zurdo ordenó tres de carne asada, Daut, cuatro, dos vampiros y una quesadilla, además de una jarra de agua de cebada para los dos.
  En el camino le contó que tenía tres días en Culiacán, que había vivido diecisiete años en Los Ángeles donde seguía su familia: esposa y dos hijos, varón y mujer. A la gringa, mi Zurdo. Preguntó si sabía por qué había desaparecido del barrio. Mendieta lo tenía presente pero lo negó. Quiso saber si recordaba al Cacarizo Long. El Zurdo sabía que estaba muerto pero dijo que no. ¿Qué clase de poli eres, pinche Zurdo? Uno bien cabrón pero muy desmemoriado. Mendieta sabía además que Daut había matado al Cacarizo porque violó a su hermana de catorce años y que por eso había perdido la tierra. El Piojo le contó varias cosas intrascendentes hasta que llegaron al restaurante.
  Me va bien allá, mi zurdo, tenemos una fábrica de tortillas; mis hijos ya crecieron, no quisieron estudiar así que le entraron al negocio. El zurdo se acordó de Jason, tenían una semana sin hablarse. Mendieta sabía que lo había buscado para algo y no quiso esperar. ¿Estás de vacaciones? No, regresé a vivir aquí, y solo; mi familia se quedó en Los Ángeles. No entiendo, si estás tan bien, ¿por qué te viniste, cabrón?, ¿acaso no te echabas tus güilos con Pamela Anderson? Daut sonrió, terminó de masticar. Pronto voy a morir, mi zurdo. Qué novedad, pensó el detective, esperó un momento y preguntó. ¿Qué padeces? Nada, estoy muy sano. ¿Entonces? Me van a dar cran, y prefiero que sea aquí, en mi tierra. Ah, cabrón, ¿y se puede saber quién? La gente del Cacarizo, han madurado y por buena fuente sé que desde el año pasado están cobrando facturas; quizá sepas que yo le di pabajo al bato antes de largarme pal otro lado. Pasó un minuto. No comprendo por qué debía yo saber lo que te espera. Bueno, siempre me caíste bien y quería contártelo. ¿Quién lo hará? Quizá su hijo, ya cumplió diecinueve y es igual de chino que su pinche padre. ¿Vive aquí? No, pero vendrá a buscarme. Te le estás poniendo de pechito, ¿verdad? No, sólo quiero que sepa que no le tengo miedo y que va a matar a un hombre. Órale. Pensó que llegado el caso se lo comentaría a Pineda, que era el jefe de narcóticos, aunque estaba seguro de que de nada serviría. Si puedes, defiéndete. Mi Zurdo, gracias por la autorización, no esperaba menos de ti. Sonrieron. ¿Dejó varios hijos? Sólo ése, las demás son morritas y ellas, mientras no se casen no pintan en este enredo, ¿te echas otros dos? Estoy bien, gracias. Daut pagó, le pidió al Zurdo que lo dejara en el templo de la Santa Cruz, quería caminar, y quedaron de verse otro día. Mendieta no terminaba de entender por qué le había confiado lo del chino Long, que había sido gente cruel y sin escrúpulos, y la amenaza del hijo. Tenían diecisiete años sin verse y sólo quería conversar, ¿sería posible? Cambió el cedé: Brown Eyed Girls con Van Morrison. Quizá sí, a veces uno necesita sacar sus trapos al tendedero para no enloquecer.
  En su casa abrió rápidamente la cochera: con una cena era suficiente. Le marcó a Jason. Respondió somnoliento. Soy Edgar, ¿cómo estás? Papá, qué tal; bien, estuve haciendo un trabajo toda la tarde y me quedé dormido. Los ángeles también duermen, eh. Me hace falta un viaje a Culiacán para cargar la pila. En vacaciones de verano le caes, tengo ganas de verte; ¿arreglaste lo del maestro que te molestaba? ¿El señor Salinger? Renunció y se mudó a Boston. No dejes que te afecte y tampoco dejes cabos sueltos; si vas a ser poli aprende eso de una vez. Estoy entrenando de nuevo para correr la milla, en dos meses estaré a punto para una competencia entre academias de policías. Pobres cabrones, van a morder el polvo machín. También estoy escuchando tu música, nada mal, eh. Los buenos gustos ayudan a tener buena vida, mijo. Algunos menos cool pero agradables. A pesar de los años resisten críticas tan severas como la tuya. Bob Dylan es otra cosa. Canta feo, pero es jefe indiscutible. Charlaron de cantantes hasta despedirse. El Zurdo quedó con una sensación reconfortante: tenía a Jason y esa emoción no la cambiaba por nada. Pinche muchacho, es más cabrón que bonito, pensó marcarle a la madre, Susana Luján, mas desistió con un ligero temblor. Pinche vieja, no vuelvo a caer en sus garras ni aunque me vuelvan a parir, año y medio antes se habían comprometido y el Zurdo se enamoró de nuevo, pero ella se esfumó sin explicar nada. Bebió su whisky de una y se sirvió otro. Pues sí, ni modo que qué: hay heridas que nunca se curan. Se recostó en la cama, encendió la tele, pasaban Notting Hill, con Hugh Grant y Julia roberts, corría la escena de la librería, cuando ella le dice que no es más que una chica pidiéndole a un chico que la ame. Qué belleza, se clavó. Pasaron dos minutos de comerciales y justo al final, cuando Grant entra a la rueda de prensa, sonó el celular con el Séptimo de caballería. No, por favor. Respondió porque era Gris Toledo. Habla rápido o calla para siempre. Jefe, Leopoldo Gámez era adivino. ¿Y? Según los muchachos, su madre y un hermano lo reconocieron y les dijeron eso, ella soltó que fue víctima de un narquillo que apodan el Gavilán. Le llamaré a Pineda por la mañana, ahora debe andar muy ocupado con la balacera del sur, ¿escuchaste algo? Dicen que estuvo macabra. Quizá fueron más los vivos que los muertos; bueno, relájate que te veo algo tensa. Buenas noches, jefe, que sueñe con los angelitos. En la tele pasaban los créditos. Se levantó, se lavó los dientes, se bebió otro whisky doble y se fue a la cama. Empezó Back to the Future, pero se quedó dormido.

domingo, 16 de julio de 2017

LAS CUATRO EDADES DE LA VIDA HUMANA* (Fragmento). DANTE ALIGHIERI (1265-1321)


LAS CUATRO EDADES DE LA VIDA HUMANA* (Fragmento).

DANTE ALIGHIERI (1265-1321)
Digo que una vida humana se divide en cuatro edades. La primera se llama adolescencia, es decir, «crecimiento de vida»; la segunda se llama juventud, o sea, «edad que puede aprovechar», esto es, dar perfección, y por eso se le llama edad perfecta —-porque nadie puede dar sino lo que tiene—-; la tercera se llama senectud; la cuarta se llama senilidad.
* Et Convite. Tratados XXrV-XXVIII
De la primera nadie duda; todos los sabios están de acuerdo en que su duración se prolonga hasta los veinticinco años, y como hasta este tiempo nuestras almas se dedican al crecimiento y embellecimiento del cuerpo, de donde se siguen muchas y grandes transformaciones en la persona, la parte racional no puede discernir con perfección. Por esto ordena la razón que antes de esa edad no pueda el hombre realizar ciertas coas sin un tutor mayor de edad.
La duración de la segunda edad, que constituye la cima de nuestra vida, es determinada de diversas maneras por muchos. Pero, dejando a un lado lo que acerca de aquella escriben los filósofos y los médicos y volviendo a la razón propia, digo que en la mayoría de los hombres capaces para formar un juicio natural esa edad dura unos veinte años. Y la razón de esta afirmación es que, si el punto más alto de nuestro arco esta en los treinta y cinco, la curva de descenso de la vida ha de ser igual a la curva de ascenso, pues estas dos curvas de subida y de bajada constituyen los apoyos del arco, en el cual se advierte poca flexión. Tenemos, por tanto, que la juventud se acaba a los cuarenta y cinco años. Y así como la adolescencia se termina con la subida a los veinticinco años que preceden a la juventud, así también el descenso, es decir, la senectud, consiste [en] un tiempo de igual duración al de la juventud, y por eso la senectud concluye a los setenta años. Sin embargo, como la adolescencia no comienza al principio de la vida, considerándole del modo dicho, sino solamente ocho meses después, y como nuestra naturaleza apresura la subida y suele frenar el descenso, porque el calor natural ha venido a menos y puede ya poco, y el húmedo, en cambio ha crecido (no en cantidad, sino en calidad, de modo que es menos vaporoso y consumible), sucede por todo esto que después de la senectud queda de nuestra vida un número de años igual a diez, poco más o menos, y este tiempo se llama senilidad. Tenemos un ejemplo de esto en Platón, del cual se puede decir que estaba óptimamente constituido, tanto por su perfección como por su fisonomía (que de él tomó Sócrates cuando por primera vez le vio), y vivió ochenta y un años, como atestigua Tulio en el De senectute 1. Y yo creo que, si Cristo no hubiese sido crucificado y hubiese vivido en el tiempo que su vida, de acuerdo con su naturaleza, podía haber tenido, a los ochenta y un años hubiese pasado de cuerpo mortal a cuerpo eternal.
En realidad, como hemos dicho antes, estas edades pueden ser más largas o más cortas según nuestro temperamento y constitución; pero, sean como fueren, en esta proporción que hemos dicho [se encuentran las edades de todos los hombres, y esto] es lo que en todos me parece procurar, es decir, hacer en cada persona las edades más o menos largas según la integridad del tiempo total de la vida natural. Durante estas diferentes edades, la nobleza de que hablamos muestra sus efectos de modo distinto en el alma ennoblecida, y este es el objeto de la parte que ahora explicamos. Acerca de esto hay que advertir que nuestra buena y recta naturaleza procede de un modo razonable en el hombre, como vemos que sucede con la naturaleza de las plantas en las diferentes edades de estas; y por eso son diferentes las costumbres y el comportamiento que según razón conviene a unas edades y a otras; costumbres con las que el alma noble procede ordenadamente por camino simple, ejercitando sus actos a su edad y a su tiempo conforme la ordenación de estos a su último fruto. Y de este parecer es Tulio en su De senectute. Y dejando a un lado la ficción de que este diverso proceso de las edades expone Virgilio en la Eneida2, y dejando también lo que el ermitaño Gil3 dice en 1a primera parte de su Regimiento de príncipes, y dejando lo que expone Tulio en el De ios oficios4 y siguiendo únicamente lo que la razón puede ver por sí misma, digo que esta primera edad es la puerta y el camino por los cuales se entra en nuestra buena vida. Y esta entrada tiene necesariamente algunas cosas que proporciona la recta naturaleza, que nunca desfallece en las cosas necesarias; de modo semejante al que tiene dando hojas a 1a vid para defensa del fruto, y vásta-gos para la defensa y sostenimiento de su debilidad, manteniendo así el peso de su fruto.
La buena naturaleza da, por tanto, a esta edad cuatro cosas necesarias para penetrar en la ciudad del buen vivir. La primera es la obediencia; la segunda, la suavidad; la tercera, el pudor; la cuarta, la belleza corporal, como dice el texto en la primera parte. Y hay que notar que de la misma manera que el que no ha estado nunca en una ciudad no sabría seguir el camino si no se lo enseña quien lo ha recorrido, así también el adolescente que entra en la selva engañosa de esta vida no sabría seguir el buen camino si sus mayores no le enseñasen. Ni bastaría la enseñanza de estos si el adolescente no fuese obediente a sus mandatos, y por esta razón es necesaria en esta edad la obediencia. Pero podría decir alguno: «¿es que acaso llamaremos igualmente obediente al que escucha los malos consejos que al que escucha los buenos?». Respondo que esto no sería obediencia, sino transgresión; porque si el rey manda un camino y el siervo manda otro, no hay que obedecer al siervo, pues esto sería desobedecer al rey, y habría, por tanto, transgresión. Y por eso dice Salomón cuando quiere corregir a su hijo (y este es su primer consejo): «Oye, hijo mío, el consejo de tu padre»5. Y a continuación le aparta inmediatamente del mal consejo y de la enseñanza mala, diciendo: «Que no te puedan echar [hechizo] con lisonjas ni deleites los pecadores para que vayas con ellos»6. Por esto, del mismo modo que el hijo, apenas nacido se cuelga al pecho de su madre, así, apenas se muestra en el joven algún destello de razón, debe atender a la corrección de su padre, y debe el padre, por su parte, enseñarle. Y guárdese de darle ejemplo contrario con sus obras a las palabras con que le corrige, porque, naturalmente, los hijos miran más las pisadas de los pies paternos que las huellas de los demás. Y por eso dice y prescribe la ley7, de acuerdo con esta tendencia, que la persona del padre debe mostrarse siempre a sus hijos santa y proba. Y así aparece la necesidad de la obediencia en esta edad. Y por eso escribe Salomón en los Proverbios que aquel que con humildad y obediencia recibe las justas [correcciones y] represiones del que corrige, «será glorificado»8; y dice «será» para dar a entender que habla al adolescente, que en la primera edad no puede ser glorificado. Y si alguno objeta: «Lo que se ha dicho se refiere al padre solamente y no a los demás», le respondo que al padre se debe reducir toda otra obediencia. Por lo cual dice el Apóstol a los colosenses: «Hijos, obedeced a vuestros padres en todo, que esto es grato a Dios»9. Y, si el padre ha muerto, debe prestarse la obediencia a quien el padre designó en su Última voluntad; y, si el padre muere intestado, debe prestarse obediencia al tutor a quien la razón encomienda el gobierno del menor. Y además deben ser obedecidos los maestros y mayores, [quienes] en cierto modo han recibido una delegación del padre o de quien hace las veces de padre. Pero como el capítulo presente ha resultado largo por las útiles digresiones que contiene, en otro capítulo explicaremos los restantes puntos.

Fuente:
LAS CUATRO EDADES DE LA VIDA HUMANA
EL CONVITE. TRATADOS XXIV-XXVIII
Editor e Impresor:
Fundación de Estudios Tradicionales, A. C. Camino a Lagunillas s/n Llanos de la Fragua 36220, Guanajuato, Gto., México.
Primera Edición 2012 ISBN en trámite Código Fundación: 73
Fundación de Estudios Tradicionales, A. C.

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