CARTILLA ELECTRÓNICA DEL ESCRITOR J MÉNDEZ-LIMBRICK. Premio Nacional de Narrativa Alberto Cañas 2020. Premio Nacional Aquileo j. Echeverría novela 2010. Premio Editorial Costa Rica 2009. Premio UNA-Palabra 2004.
jueves, 8 de junio de 2017
JENOFONTE DE EFESO. Julián Mendoza.
INTRODUCCIÓN
1. El autor
Conocemos muy pocos datos sobre el autor de las
Efestacas. Su propio nombre no es quizá más que un
seudónimo frecuente en novelistas, que lo toman en
recuerdo del ateniense Jenofonte que en su Ciropedia
nos ofrece en el siglo v a. C. un precedente de este género
literario.
Son tres los autores de novelas griegas de nombre
Jenofonte de los que nos da noticias el léxico Suda:
Jenofonte de Antioquía, autor de las Babiloníacas; Jenofonte
de Chipre, que escribió las Cípricas, y éste cuya
novela Ef estacas hemos traducido, llamado «de Éfeso»,
quizá por la patria de sus protagonistas.
Además de su nombre, el Suda menciona su obra,
Ef estacas, en diez libros, y una obra sobre la ciudad
de Éfeso. Y éstos son todos los datos que la Antigüedad
nos ha transmitido.
2. Jenofonte y Éfeso
Aparte de ello, pocas cosas más podemos conjeturar
a partir de la obra que ha llegado hasta nosotros. Se
ha dicho que su patria fue indudablemente Éfeso 1 por
1 Pero recientemente J. G. G r i f f i th s , Erotica Antigua, p. 75,
propone que, aunque efesio de nacimiento, el autor de las Ejesíacas
habría vivido principalmente en Alejandría.
2Í8 EFESÍACAS
la cantidad de conocimientos sobre esta ciudad y sus
fiestas de que hace gala en su obra, especialmente en
el libro I, en que narra con todo lujo de detalles las
fiestas de Éfeso en honor de Ártemis y la procesión
ritual, que la protagonista de su novela, Antía, dirige
como sacerdotisa principal.
En el libro de Ch. Picard2 sobre los cultos de Éfeso
y del templo y oráculo de Apolo en la cercana localidad
de Claros se hace una amplísima utilización de los datos
suministrados por Jenofonte, y su examen muestra que
las noticias de este autor coinciden, y a veces complementan,
con lo que sobre los cultos y fiestas de Éfeso
conocemos a partir de las inscripciones del santuario
y de los datos suministrados por otros hallazgos arqueológicos.
El examen de los conocimientos geográficos de que
hace gala el autor de las Efesíacas abona también la
creencia de que la situación de su patria debe localizarse
en el Asia Menor. En efecto, mientras la acción
se desarrolla en esa parte del mundo, los viajes de sus
protagonistas son, si no siempre bien motivados dentro
de la trama dramática (¿por qué se va Habrócomes a
Capadocia, en el final del libro II?), al menos geográficamente
lógicos. Pero en cuanto pasan a otra zona,
especialmente Egipto, da la impresión de que los conocimientos
geográficos del autor se difuminan y ya no
es capaz (¿o simplemente no le interesa?) de elaborar
un itinerario más o menos real. Sus personajes van y
vienen a la deriva por la zona del Delta del Nilo3, sin
que su paso de una ciudad a otra pueda justificarse más
que por un intento del autor de dar «color local» a la
2 C h . P icard, Éphése et Claros, P arís, 1922. 3 Ver, por ejemplo, el itinerario de Hipótoo y sus hombres
en el capítulo 1 del libro IV.
INTRODUCCIÓN 219
narración, acumulando sin orden los nombres de una
serie de ciudades egipcias cuya localización exacta no
conocía evidentemente demasiado bien.
Este rasgo de Jenofonte es bien diferente del cuidado
que pone Garitón en el realismo del entorno geográfico
de sus personajes que nos permite incluso trasladar
sus viajes a un mapa.
3. Efestacas
Hay ya un consenso general entre los estudiosos de
la novela griega en considerar como fecha de composición
de las Ef estacas una no muy posterior al año
100 d. C., es decir, los primeros años del siglo II d. C.
Se basan fundamentalmente para proponer esta fecha
en la mención de algunas instituciones políticas, como
la de un gobernador de Egipto (III 12, 6), cargo instituido
por Augusto después de la conquista de este país
en el año 30 a. C., o la del irenarca de Cilicia (II 13, 3),
del que no tenemos noticias antes de la época del emperador
Adriano.
El terminas ante quem de la composición de la novela
podría ser el año 263 d. C., en que el templo de Ártemis
de Éfeso, que en la novela se nos presenta aún en
todo su esplendor, fue incendiado y destruido completamente
por los godos.
Se sitúa, pues, esta novela en el siglo n d. C., posterior
cronológicamente a la de Caritón de la que es claramente
deudora en su temática: dos amantes, bellísimos
ambos y de la aristocracia de su ciudad, se ven
separados por alguna calamidad después de su boda y
sólo tras múltiples aventuras y vicisitudes lograrán
reunirse al final de la novela, volviendo a su patria más
ricos aún que antes.
Y no sólo se trata de este planteamiento general del
tema, que en el fondo responde a unos presupuestos
220 EFBSÍACAS
generales del género, sino que también en episodios
concretos se observa la influencia de la novela de Caritón:
Antía, como Calírroe, se lamenta de su «funesta
belleza», origen de todos sus males; como ella, es dada
por muerta y enterrada viva en una tumba donde despierta
para ser capturada por unos violadores de tumbas
que la venden en lejanas tierras. Llega incluso Jenofonte
a forzar la acción llevando a Habrócomes a Sicilia,
sin ningún otro motivo, al parecer, que hacerlo ir a los
mismos lugares que Quéreas... Son muchas más las
similitudes entre las dos novelas, y hemos ido señalándolas
en notas en sus respectivos lugares de la traducción.
4. ¿Epítome u obra original?
El Suda dice que la obra de Jenofonte de Éfeso constaba
de diez libros, pero la obra, tal como ha llegado
hasta nosotros, está dividida solamente en cinco.
Hay que advertir que la tai noticia del Suda por sí
sola no nos merecería ninguna credibilidad, ya que no
siempre coinciden sus datos sobre el número de libros
de una obra, o sobre el número de obras de un autor,
con los que conocemos como verdaderos por otras
fuentes. Pero se unen a las evidentes lagunas del texto
la falta de justificación de muchos de sus episodios
(¿por qué el viaje de Habrócomes a Capadocia y luego
a Egipto?, ¿por qué va a Sicilia?, ¿por qué incluso el
primer viaje de los esposos, tras haberles anunciado
un oráculo peligros precisamente en el mar?), y el hecho
de que el autor enuncie simplemente determinados episodios,
sin sacar todo el efecto dramático que con un
tratamiento más amplio conseguiría.
Esta sequedad de estilo, esta aparente inhabilidad
narrativa, que convierte algunas partes de la novela en
una mera enumeración de calamidades y aventuras, ha
INTRODUCCIÓN 221
hecho pensar ya desde Rohde, pero principalmente a
partir del estudio de K. Bürger4, que lo que nosotros
conocemos no es la obra original, sino el resultado de
la actuación de un abreviador posterior, es un epitome
del original. Hay que decir además que estas epitomizaciones
no son raras en la Antigüedad, y que precisamente
el siglo ii d. C., el de nuestra obra, era un siglo
de resúmenes. Y que en el caso de otras novelas ha
habido intervenciones de sentido contrario, ampliaciones
de carácter retórico, como en la obra de Aquiles
Tacio o en el Asno de Oro de Apuleyo5.
La teoría de que el texto transmitido por la tradición
es un resumen del original, especialmente en lo
que se refiere a los últimos libros, más trepidantes en
acontecimientos que el primero, único en que encontramos
descripciones externas a la acción (la procesión,
el vestido de Antía en ella, la cámara nupcial), o el segundo,
con el amplio tratamiento del episodio de Manto,
ha sido admitida por la generalidad de los eruditos
en el campo de la novela griega hasta que un estudio
de T. Hagg6 la ha descartado completamente. Este
autor atribuye las aparentes lagunas e irregularidades
de la obra al propio estilo del autor, y justifica las
aparentes faltas de equilibrio en el tratamiento de algunos
temas a un rasgo característico de la obra, y no al
hecho de ser un resumen.
Un ejemplo puede aclarar quizá mejor la cuestión.
En la novela hay dos episodios con el tema de la mujer
de Putifar: el de Manto en el libro II (3-5) y el de Ciño
en el III (12, 4), el primero extensamente tratado y el
segundo despachado en unas pocas líneas.
4 K. B ü rg e r, «Zu Xenophon von Ephesos», Hermes 37 (1892),
36-67.
5 Cf. C. G arcía G ual, L os orígenes de la novela, Madrid, 1972,
pp. 232-236.
6 T. H agg, Classica et Mediaevatia 37 (1966), 118-161.
222 EFESÍACAS
La interpretación a partir de Bürger (o. c.) es que en
el segundo ha intervenido la mano del abreviador, que
ha reducido la escena a su esqueleto, dejando incluso
determinadas reacciones (la aceptación de Habrócomes,
por ejemplo) sin justificar.
Para Hágg por el contrario esta aparente desproporción
es uno de los rasgos de estilo del autor: cuando
dos episodios tratan de temas similares, el autor trata
extensamente el primero y deja sin elaborar el segundo.
Y muestra que este rasgo, al que considera incluso
el tipo básico de la narración de esta obra, está incluso
en la primera parte de la novela: comparemos la distinta
extensión dada al diálogo Euxino-Habrócomes
(I 16, 3-6) y Corimbo-Antía (I 16, 7), o a la crucifixión
(IV 2, 2-7) y condena a la hoguera (IV 2, 8-9) de Habrócomes.
Se trata, pues, de un rasgo de economía, o quizá
de una falta de habilidad de variación en el doble tratamiento
de un mismo tema, pero en cualquier caso
es obra, según Hágg, del mismo autor y no resto de la
intervención de una mano extraña a la original.
5. Estructura y estilo
La estructura de la obra de Jenofonte, tras la Introducción
inicial en que presenta sus personajes y justifica
sus aventuras, se desarrolla en toda su amplia parte
central mediante una narración que alterna constantemente
entre las dos líneas principales de la historia,
centradas en los protagonistas Habrócomes y Antía,
con sólo ocasionales desviaciones en que se narran historias
laterales de otros personajes secundarios, como
la del bandido Hipótoo (III 2), la de Leucón y Rodé
(V 6, 3-4) o la del pescador Egialeo (V 1, 4-13).
En esta narración el énfasis del autor se centra en
los hechos concretos y las peripecias múltiples, que
acumula a un ritmo trepidante, y en su relación causal
INTRODUCCIÓN 223
o simplemente temporal. Es este gusto por la acumulación
de peripecias, de hechos dramáticos, lo que le
hace descuidar por un lado el estudio profundo de los
caracteres, que da a la obra de Garitón su aspecto de
obra tan elaborada, y por otro, incluso el establecimiento
de una conexión orgánica entre las dos líneas de
acción. Ambas alternan en la narración con un tempo
rapidísimo, y las transiciones entre una y otra línea se
hacen la mayoría de las veces sin consideración alguna
a la conexión entre ellas.
A veces es un personaje secundario el que sirve de
«puente» entre los dos protagonistas, que se mantienen
totalmente separados y sin conexión alguna entre ellos
desde su primera separación. Este parece ser el papel
de Hipótoo, que entra en contacto alternativamente con
uno y otro de los dos amantes. Pero en otras ocasiones
el autor desaprovecha todas las posibilidades que le da
la identidad geográfica para establecer un «puente» de
unión o simplemente un «clímax» dramático.
Esta estructura, magistralmente estudiada por
T. Hágg7, es la que determina sus aparentes fallos de
estilo y su evidente «fisonomía de cuento popular» como
quiere Dalmeyda8. Acumula, en efecto, episodios a veces
sin justificación suficiente, y por supuesto sin sacar de
ellos todo el partido que dramáticamente podían dar,
con un marcado regusto por lo macabro y lo maravilloso,
con un estilo de narración simple y directo, que
resulta en ocasiones francamente telegráfico, y con un
ánimo profundamente diferente del de Caritón: subyace
en toda la novela de Jenofonte todo un espíritu religioso
que está ausente de la de aquél y que es otro de
7 T. Hagg, Narrative technique in ancient greek romances, Estocoímo,
1971.
8 En el prólogo a su edición de Jenofonte de Éfeso editada
en la colección Budé, París, 2.a ed., 1962, pp. XXVII-XXXI.
224 EFESÍACAS
los determinantes principales de las diferencias entre
ellos.
6. La religión de las «Efesíacas»
No se puede decir que la religión esté ausente de la
obra de Caritón y en cambio sea un elemento fundamental
en la de Jenofonte de Éfeso. Los dioses están
presentes en ambos, y en ambos juegan sus templos
un papel de favorecedores de los encuentros. En este
sentido el papel del santuario de Afrodita situado en la
finca de Dionisio, donde Quéreas ve la estatua de Calírroe,
y el del templo de Helios en Rodas al final de las
Efesíacas, que reúne a los dos protagonistas mediante
el reconocimiento de las ofrendas de unos por los otros,
es ciertamente similar.
La diferencia está en que en Caritón es éste un elemento
marginal, en tanto que en Jenofonte se ha señalado
como central a su novela, hasta el punto de que
se habla de la Efesíacas como de una «novela isíaca»9,
de una novela básicamente de propaganda religiosa.
Y ello no sólo porque los dioses toman efectivamente
un papel activo en la trama, con oráculos a veces y
también con milagros en favor de uno de los personajes,
como en el caso de la salvación de Habrócomes por
una intervención directa de Helios.
Subyace a toda la novela de Jenofonte de Éfeso una
intención religiosa, y se desarrolla la acción en todo un
ambiente donde la religión, principalmente la religión
isíaca, es uno de los elementos fundamentales. Jenofonte
nos proporciona en su obra no sólo noticias sobre
cultos concretos, que forman el decorado de determinadas
escenas, como los de Ártemis en el libro I o los de
Apis en Menfis en V 4, 8-11, sino también toda una in9
Cf. R . E . W itt, Isis in the graeco-roman world, Nueva York,
1971, capitulo XVIII.
INTRODUCCIÓN 225
formación sobre el espíritu religioso de su época, caracterizado
por la gran difusión de los cultos egipcios,
principalmente de Isis, y su sincretización con algunas
divinidades griegas que llegan a identificarse con ella.
A este espíritu isíaco corresponde la valorización de la
fidelidad matrimonial y la valoración de la muerte que
hacen frecuentemente los protagonistas como paso a
un nuevo estado, a una nueva vida en la que van a poder
reunirse de nuevo, como Isis con su esposo muerto
Osiris.
En las Efesíacas son tratadas ya las dos diosas lunares,
griega (Ártemis) y egipcia (Isis), como dos aspectos
de una divinidad simple10. Antía, probablemente la sacerdotisa
principal de Ártemis en Éfeso, es arrastrada
en sus peripecias a ciudades que son precisamente centros
famosos del culto de Isis: Rodas, Tarso, Alejandría,
Menfis; y para salvaguardar su fidelidad a su esposo
invoca, aunque sólo desde su llegada a Egipto, a Isis,
en cuyas manos había puesto su salvación el oráculo
de Apolo del principio de la obra. A su regreso a Éfeso
es a Ártemis a quien los esposos ofrecen sacrificios.
Para favorecer esta identificación de las dos diosas,
nuestro autor elimina totalmente las alusiones a los
aspectos fálicos del isiacismo, que no encajan con el
carácter virginal de la Ártemis clásica, y resalta en Isis
su aspecto de protectora de la fidelidad conyugal y,
por tanto, de la castidad, que podía hacerla conectar
más fácilmente con la diosa griega.
Junto a los elementos del culto isíaco, que han sido
estudiados por Merkelbach11 y Kerényi12 además del
ya citado Witt, es también la obra de Jenofonte un ex10
En contra cf. J. G. G r i f f i th s , o. c.
11 R. M brkelbach, Román und Mysterium in der Antike, Munich
& Berlín, 1962.
!2 K. K erén y i, Die griechisch-orientalische Romanliteratur in
religionsgeschichtlicher Beleuchtung, Darmstadt, 1962.
226 EFESÍACAS
ponente de la heliolatría, el culto al Sol, característico
de su época, una época en la que el propio emperador
(Heliogábalo) podía ser también un adorador del Sol.
Isis-Ártemis es la protectora de Antía, en tanto que
Habrócomes está bajo la tutela de Helios, el Sol, que
llega a intervenir en su favor con dos auténticos milagros:
procedimiento de resolución de los problemas de
los protagonistas que es bien poco frecuente en las
novelas que conocemos, y que en ésta se encuadra
dentro de la intención y el espíritu religioso en que
toda ella está sumergida.
7. La sociedad
Jenofonte de Éfeso, a diferencia de Cantón, no saca
sus personajes del archivo histórico, no utiliza como
protagonistas a personas relacionadas con hombres famosos
en la historia griega, sino a individuos sacados
de la vida privada, desconocidos por otros conceptos
y totalmente imaginarios.
Ello es causa de que el nivel social de su novela sea
más bajo que el de la de Caritón. No hay en ella un
ambiente de reyes, sátrapas y potentados, sino que sus
personajes proceden de la clase alta de una ciudad
helenística, una clase rica y ociosa, pero ya fundamentalmente
«burguesa», compuesta de ricos comerciantes
o funcionarios imperiales, cuyo cargo llevaba aparejada
la riqueza además del poder.
Junto a los protagonistas, extraídos de una familia
cualquiera de la clase alta, se desarrolla un mundo de
hombres libres empobrecidos, desempeñando profesiones
liberales (el médico Eudoxo), oficios independientes
(el pescador Egialeo) o trabajos a sueldo (el propio
Habrócomes se emplea en un cierto momento como
picapedrero). Las posibilidades que esta clase tiene de
salir de la extremada pobreza con que la novela nos la
INTRODUCCIÓN 227
pinta son exclusivamente dos: la herencia (Leucón y
Rodé por un lado, Hipótoo por otro) y el bandidaje (los
piratas fenicios e Hipótoo).
Este segundo procedimiento de adquirir riqueza es
especialmente importante en la novela, que nos plantea
como una situación frecuente la existencia de bandas
organizadas de salteadores, y dentro de la trama, porque
Hipótoo actúa frecuentemente de «puente» entre
los dos esposos. Esta figura del bandido generoso ha
sido posteriormente repetida en Heliodoro, ya sin la
ambigüedad que Jenofonte da al carácter de este personaje,
al que atribuye, junto a su desinteresada y profunda
amistad hacia Habrócomes, rasgos de inusitada e
innecesaria crueldad (V 2, 7) y una embarazosa atracción
por los muchachos que el propio autor critica
duramente en otros pasajes de la obra (II 1, 2-4).
En comparación con Caritón aparecen en esta novela
un mayor número de personajes humildes, libres e incluso
esclavos, y éstos son tratados con una cierta
consideración y tienen una importancia en la trama
como nunca alcanzan en la novela de Quéreas y Calírroe.
La figura magnánima del cabrero Lampón, por
ejemplo (II 9-11), contrasta favorablemente con el servilismo
que Caritón atribuye sistemáticamente a sus
personajes de esclavos.
Analizada la estructura social de la novela, surge la
cuestión de hasta qué punto es ésta un trasunto de la
realidad social de la época del autor 13. Evidentemente
la novela griega no tiene en absoluto una intención realista.
La propia descripción de los protagonistas no
puede ser más falsa: ricos, nobles o de alta clase, de
belleza sobrehumana, adornados de todas las cualidades
imaginables. Pero es también lógico que el autor
haya trasladado, al menos en parte, al escenario de su
acción elementos del ambiente real de su época que la
23 A. M. S c arc ella , Erótica Antigua, p p . 76-78.
228 EFESÍACAS
hagan más cercana al lector de las aventuras, y ello en
mayor medida en obras cuyo ambiente no es histórico
como la que nos ocupa.
El ambiente religioso de las Efestacas corresponde,
como hemos visto, al de la época de su composición,
y el mundo en que se desarrolla esta novela tiene bastantes
visos de ser una esquematización del mundo real
del siglo II d. C.: una clase alta sumamente enriquecida
por efecto de la inflación que dominaba la economía
de la época, con la adquisición de importancia, por esta
misma circunstancia, de los cargos oficiales, y el empobrecimiento
del resto de la población, cuyo papel económico
de trabajadores se ve además entorpecido por la
competencia de los esclavos. Estos últimos son los únicos
que aparecen dedicados a faenas agrícolas. El campo,
por otra parte, ha perdido importancia y la población
se acumula en las ciudades, con lo que se produce
la despoblación de amplias zonas, circunstancia que
también se destaca en la novela.
Poco más, sin embargo, se podría sacar de las Ef estacas
en este campo. No es intención de Jenofonte de
Éfeso darnos un cuadro de la realidad de su época ni
se centra su interés en la descripción del mundo circundante
a sus protagonistas, sino en la creación de un
mundo de ficción donde las aventuras extraordinarias
se suceden unas a otras con gran rapidez, y donde la
intervención de fuerzas sobrenaturales quiere ser puesta
tan de manifiesto que ni siquiera se descarta su aparición
como deus ex machina en algunos momentos de
su obra.
8. El texto
El texto de las Ef estacas que conocemos nos ha sido
transmitido por un solo manuscrito, el mismo en que
está la novela de Caritón, el Laurentianus Conventi
INTRODUCCIÓN 229
Soppresi 627, con letra del siglo xm. Además conservamos
una copia de este mismo códice hecha por Salvini
en 1700 (copió las Efesíacas y la novela de Caritón), la
cual pertenece a los fondos Riccardi y está actualmente
en la Biblioteca Laurenciana.
La primera edición de las Efesíacas fue hecha en 1726
por Antonio Cocchi, florentino, en los talleres de C. Bowyer
en Londres. Esta edición se apoya en la copia de
Salvini, y fue contrastada posteriormente con el manuscrito
Laurentianus, anotando el propio editor al margen
las correcciones pertinentes. Uno de estos ejemplares
anotados se encuentra actualmente en la biblioteca
Bodleiana.
Tras esta editio princeps merecen citarse las de Locella
(Viena, 1796), Mitscherlich (Estrasburgo, 1792-4),
Peerlkamp (Harlem, 1818), Passow (1824-33), así como
las de Hirschig para la colección Didot (1856) y la de
Hercher para la Teubner (1858).
Más recientemente nuestro autor ha sido cuidadosamente
estudiado por Dalmeyda (colec. Budé, París, 1926,
2.a ed. 1962), cuyo texto nos ha servido de base principal
para esta traducción. Asimismo, hemos tenido a la vista
los textos de Miralles (Fund. Bernat Metge, Barcelona,
1967) y la edición de Papanikolaou para la colección
Teubner (Leipzig, 1973), la más reciente y cuyo texto
difiere muy escasamente del de Dalmeyda.
En cuanto a traducciones, aparte de la de Dalmeyda
en su edición ya citada, excelente por cierto, y sobre la
que se basa la única traducción al castellano que conocemos,
la de Bergua (Madrid, 1965), debemos destacar
la hecha al catalán por C. Miralles en su edición ya
citada y las de M. Hadas (New York, 1953) al inglés y
B. Kytzler (Frankfurt am Main & Berlín, 1968) al
alemán.
Julia Mendoza
BIBLIOGRAFÍA
Queremos reunir en este apartado un conjunto de obras importantes
para estudiar y comprender a Jenofonte de Éfeso, bien
porque se ocupan directamente de este autor, bien porque abordan
temas que, como el religioso, tienen gran importancia para
el estudio de las Ef estacas. Del mismo modo que no pretendemos
ser exhaustivos, nos sentimos eximidos ya de referenciar obras
que, como las de Rohde, Perry o Merkelbach, han sido ya citadas
en la introducción a la novela de Caritón.
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miércoles, 7 de junio de 2017
CARLOS PELLICER. POESÍA.
Carlos Pellicer Cámara (San Juan Bautista (hoy Villahermosa, Tabasco, México, 16 de enero de 1897 - Ciudad de México, 16 de febrero de 1977) fue un escritor, poeta, museólogo y político mexicano. Cursó estudios en la Escuela Nacional Preparatoria y en Colombia, a donde fue enviado por el gobierno del entonces presidente Venustiano Carranza. Fue cofundador de la revista San-Ev-Ank en 1918, de un nuevo Ateneo de la Juventud en 1919 y secretario privado de José Vasconcelos Calderón. En la Escuela Nacional Preparatoria se relacionó con intelectuales de primera línea. Es nombrado agregado estudiantil para representar a México en Colombia y Venezuela. Desempeña su labor con éxito y regresa sorprendido por la dictadura Venezolana. Al rendir el informe de sus actividades ante la Federación de Estudiantes, pronunció un airado discurso en contra del dictador Juan Vicente Gómez, y causó un gran tumulto.
Como poeta, perteneció a una generación de intelectuales mexicanos que adoptaron el nombre de Los contemporáneos. Corresponde a éstos haber aportado, desde Latinoamérica, un estilo literario de vanguardia. Este hecho adquiere mayor importancia si se tiene en cuenta que México ha adoptado con facilidad influencias extranjeras. En ese sentido, Pellicer no fue sólo un gran poeta, también fue un innovador. La modernidad del siglo XX, que en México fue especialmente notoria hacen que Pellicer busque esta modernidad en la poesía. Carlos Pellicer es el primer poeta realmente moderno que se da en México. No se rebela contra el modernismo: lo incorpora a la vanguardia, toma de ésta y otras corrientes aquello útil para decir lo que quiere decir.
Cuando muchos de los Contemporáneos exploraban los desiertos de la conciencia, Pellicer redescubre la belleza del mundo. Sus palabras quieren reordenar la creación. Y en ese trópico entrañable los elementos se concilian: la tierra, el aire, el agua, el fuego le permiten mirar `en carne viva la belleza de Dios`. Pellicer ve el mundo con otros ojos y al hacerlo modifica la poesía mexicana. Su obra, toda una poesía con su pluralidad de géneros, se resuelve en una luminosa metáfora, en una interminable alabanza del mundo: Pellicer es el mismo de principio a fin.
Compilador: Dr. Enrico Pugliatti.
NOTA INTRODUCTORIA
En esta breve antología, el lector poco avezado en la poesía de Carlos Pellicer, encontrará algo que quiere ser una guía relativa que lo conduzca por los innumerables caminos que trazó la obra del singular poeta tabasqueño durante sesenta años de ininterrumpida labor creativa. Los otros, los afortunados, los que han tocado las aguas de ese mar profundo, iluminado por el estado de la gracia poética, consideren
esta aportación simplemente como un homenaje, tan modesto como entrañado.
Incluyo el poema “Grecia”, escrito en 1914, es decir cuando Pellicer tenía 15 años de edad; todo hace suponer que fue éste el primer poema que publicó (Gladios, México, 1916); y cuatro sonetos, de los cuales fechó el último en octubre de 1976. El resto del material ha sido tomado de Colores en el mar, 6, 7 poemas, Piedra de sacrificios, Hora y 20, Camino, Hora de junio, Exágonos,Recinto, Subordinaciones y Práctica de vuelo, libros que conjuntó la UNAM con el título general de Material poético, bajo el cuidado
de Juan JoséArreola yAlí Chumacero. Este volumen, y la antología que publicó el Fondo de Cultura Económica en su Colección Popular (1969) son –dígase lo que se diga– los únicos esfuerzos que se han hecho, desde 1956, para divulgar la obra de uno de los mayores poetas que ha habido en nuestro país y en nuestro idioma. ¿Cuántos Pelliceres hay?, se preguntaba Luis Rius en su entusiasta ensayo que dio la bienvenida alMaterial poético, reconociendo la gran dificultad de abordar en un ensayo exhaustivo la obra total del genial tabasqueño. Desde luego, existen estudios
que han rozado ya ese intrincado universo, como
4
los realizados por Frank Dauster, JesúsArellano,Octavio
Paz,Grabiel Zaid,Castro Leal, Luis Rius y otros
más que, no obstante la brillantez de algunos carecen
de ese carácter de compleción que exige la obra
entera de Carlos Pellicer.
En esta antología señalo algunas de las distintas
direcciones temáticas de su obra; constantes jamás
debilitadas a lo largo de su vida: la mirada voraz
sobre el paisaje; su cristianismo pagano; la devoción
a los héroes y su tuteo con el ángel poético.
Para el poeta, la muerte es la victoria, decía Luis
Cernuda.Y como siempre sucede, su vasta construcción
iluminada tendrá que afrontar el riesgo de las
miradas e intereses súbitos y la amenaza de las obras
completas.
Quienes conocemos su obra –unos más, otros
menos– sabemos que ahora,más que nunca, la fecha
de su muerte es la de su verdadero nacimiento. Y
pienso en estos momentos en un poema que Francisco
Hernández le dedicó a Pellicer unos días antes
de que éste muriera –antes del alud que veo venir–,
donde, entre otras cosas le decía: eres una
lámpara/de la que sólo se ha salvado/la luz.
GUILLERMO FERNÁNDEZ
México, D.F., febrero 16 de 1977
***
GRECIA
Ella es la fiesta de las líneas
y de las rosas soñadoras
y las diademas apolíneas
entre la flor de las auroras.
Tropa de dioses pescadores…
Píndaro canta, dicta Aspasia.
Y un atropello de visiones
en los suspiros de la magia…
Solemnidad de columnata.
Y en las mandíbulas de plat
del trípode, alza sus esfuerzos
la lividez de los aromas,
como una ráfaga de versos
en un encanto de palomas…
México, 1914
8
JUGARÉ con las casas de Curazao,
pondré el mar a la izquierda
y haré más puentes movedizos.
¡Lo que diga el poeta!
Estamos en Holanda y en América
y es una isla de juguetería,
con decretos de Reina
y ventanas y puertas de alegría.
Con las cuerdas de la lira
y los pañuelos del viaje
haremos velas para los botes
que no van a ninguna parte.
La casa de Gobierno es demasiado pequeña
para una familia holandesa.
Por la tarde vendrá Claude Monet
a comer cosas azules y eléctricas.
Y por esa callejuela sospechosa
haremos pasar la Ronda de Rembrandt.
…¡Páseme el puerto de Curazao!
Isla de juguetería,
con decretos de Reina
y ventanas y puertas de alegría.
De Colores en el mar, 1921
9
NOCTURNO
No tengo tiempo de mirar las cosas
como yo lo deseo.
Se me escurren sobre la mirada
y todo lo que veo
son esquinas profundas rotuladas con radio
donde leo la ciudad para no perder tiempo.
Esta obligada prisa que inexorablemente
quiere entregarme el mundo con un dato pequeño.
¡Este mirar urgente y esta voz en sonrisa
para un joven que sabe morir por cada sueño!
No tengo tiempo de mirar las cosas,
casi las adivino.
Una sabiduría ingénita y celosa
me da miradas previas y repentinos trinos.
Vivo en doradas márgenes; ignoro el central gozo
de las cosas. Desdoblo siglos de oro en mi ser.
Y acelerando rachas –quilla o ala de oro–,
repongo el dulce tiempo que nunca he de tener.
De 6, 7 poemas, 1924
10
A GERMÁN ARCINIEGAS, EN BOGOTÁ
América mía,
te palpo en el mapa de relieve
que está sobre mi mesa predilecta.
¡Que cosas te diría
si yo fuese tu Profeta!
Aprieta con toda mi mano
tu armónica Geografía.
Mis dedos acarician tus Andes
con una infantil idolatría.
Te conozco toda:
mi corazón ha sido como una alcancía
en la que he echado tus ciudades
como la moneda de todos los días.
Puestas de sol, desde Buenos Aires
llevaron a México el ojo futuro de mis osadías.
Tú eres el tesoro
que un alma genial dejó para mis alegrías.
Tanto como te adoro lo saben solamente
las altísimas noches que he llenado contigo.
Vivo mi juventud en noviazgo impaciente
como el buen labrador esperando su trigo.
Serenata que te he llevado
río arriba del Paraná;
salmo que te he cantado
sobre los Andes o desde el mar.
Rango industrial de Sao Paulo.
Palacios y muelles de Buenos Aires.
Escuelas del Uruguay.
Dulzura caraqueña por las vegas del Guayre.
Y el ritmo colombiano
y la ternura del Perú.
11
Desde una esquina deValparaíso
vi alzarse un astro audaz sobre un triángulo azul.
Y toda tu Amada, y tus islas envilecidas
por un desembarco brutal.
Y tus breves repúblicas raídas
por la extranjera voracidad.
Rondo tu mapa en relieve
con el paso invisible de mis ojos.
Te palpo con mis dos manos,
y cuando voy a decírtelo todo
me vuelvo un cielo de lágrimas
tan ancho y tan hondo,
como la angustia de un buque en la noche
cuyo jefe se ha vuelto loco.
América mía:
mi juventud se ha vuelto trágica
por este amor a ti, terrible, bello, solo.
De Piedra de sacrificios, 1924
12
GRUPOS DE PALOMAS
A la señora Lupe Medina de Ortega
1
Los grupos de palomas,
notas, claves, silencios, alteraciones,
modifican el ritmo de la loma.
La que se sabe tornasol afina
las ruedas luminosas de su cuello
con mirar hacia atrás a su vecina.
Le da al sol la mirada
y escurre en una sola pincelada
plan de vuelos a nubes campesinas.
2
La gris es una joven extranjera
cuyas ropas de viaje
dan aire de sorpresas al paisaje.
3
Hay una casi negra
que bebe astillas de agua en una piedra.
Después se pule el pico,
mira sus uñas, ve las de las otras,
abre una ala y la cierra, tira un brinco
y se para debajo de las rosas.
El fotógrafo dice:
para el jueves, señora.
Un palomo amontona sus erres cabeceadas
y ella busca alfileres
en el suelo que brilla por nada.
13
Los grupos de palomas
–notas, claves, silencios, alteraciones–,
modifican lugares de la loma.
4
La inevitablemente blanca
sabe su perfección. Bebe en la fuente
y se bebe a sí misma y se adelgaza
cual un poco de brisa en una lente
que recoge el paisaje.
Es una simpleza
cerca del agua. Inclina la cabeza
con tal dulzura,
que la escritura desfallece
en una serie de sílabas maduras.
5
Corre un automóvil y las palomas vuelan.
En la aritmética del vuelo
los ocho árabes desbóblanse
y la suma es impar. Se mueve el cielo
y la casa se vuelve redonda.
Un viraje profundo.
Regresan las palomas.
Notas. Claves. Silencios. Alteraciones.
El lápiz se descubre, se inclinan las lomas,
y por 20 centavos se cantan las canciones.
De Hora y 20, 1925
domingo, 4 de junio de 2017
Roberto Ampuero. Novela: Boleros en la Habana.
Roberto Ampuero, nacido en Valparaíso (Chile), ha publicado varias novelas. Entre ellas destacan `Pasiones griegas`, elegida en China como la mejor novela escrita en español en 2006, `Los amantes de Estocolmo`, escogida como libro del año 2003 en Chile, y la ficción autobiográfica `Nuestros años verde olivo` (2000). También es autor de la popular saga protagonizada por el ya legendario investigador privado Cayetano Brulé, un detective cubano afincado en Chile, que se compone de `¿Quién mató a Cristián Kustermann?` (1993, Premio de Novela de Revista de Libros), `Boleros en La Habana` (1994), `El alemán de Atacama` (1996), `Cita en el Azul Profundo` (2003), `Halcones de la noche` (2005) y la excepcional novela, que rompe el orden cronológico de la vida del detective, `El caso Neruda` (2009).
***
«Embárquese en el vuelo a Cuba que indica el pasaje adjunto. Hallará cuarto reservado a su nombre en el hotel Habana Libre? Asumo todos los gastos y le garantizo honorarios generosos. Es un asunto de vida o muerte. Confío en su discreción. Plácido».
Sin pensárselo dos veces, el detective privado Cayetano Brulé decide viajar desde Valparaíso a su Cuba natal para resolver el extraño misterio del cantante de boleros Plácido del Rosal, quien sin motivo aparente encontró en su maleta medio millón de dólares. Desde entonces, unos desconocidos van tras sus pasos con la intención de asesinarlo y recuperar el dinero sucio.
Entre las luces del cabaré Tropicana y las curvas de sus bailarinas, Cayetano Brulé busca esclarecer los interrogantes de este sorprendente caso.
Compilador:
Enrico Pugliatti.
(Fragmento. Novela. Boleros en la Habana).
1
—¿A quién diablos le habrá dado por estorbar a esta hora en un día de lluvia? —se preguntó tras el timbrazo en la estrecha cocina de puntal alto, donde leía el diario de la mañana mientras disfrutaba su acostumbrada tacita de café dulce y cargado.
Sobre el escurridero se apilaban pailas y cacerolas pringosas y, en el mesón, entre una abollada cafeterita de aluminio y un paquete de azúcar, esperando desde hacía días por la plancha, camisas de rayón, un pantalón de poliéster, varias calcetas zurcidas y dos calzoncillos de pierna larga.
Con el primer Lucky Strike de la jornada pendiendo de una comisura y los ojos sumergidos en las profundidades de sus dioptrías, se irguió, extrañado de que lo importunaran temprano en un día tan frío. Redujo el volumen de la radio, por la que una voz solemne elogiaba los precios que ofrecía un cementerio para la incineración de afiliados, y se arrimó a la ventana a espiar entre los visillos.
—¡Parece un monje franciscano en penitencia! —masculló.
Bajo la lluvia, una silueta de impermeable y capuchón oteaba hacia la casa delante de la reja del jardincito. Un cobrador, pensó desalentado, pero luego hizo memoria y tuvo la certeza de que si bien su mora en el pago de tiendas y servicios era dramática, no era terminal. El monje se mantenía allí inmutable como una estatua, ajeno a la lluvia, presintiendo a alguien en casa.
No, se repitió, no esperaba a nadie aquella invernal mañana de Valparaíso que más invitaba a guardar cama acompañado de un guatero caliente y una buena novela policial —cuando no de una mulata sandunguera—, que a salir a enfrentar el mal tiempo. No, a nadie, ni siquiera a Bernardo Suzuki, su fiel auxiliar, atareado seguramente a esa hora con las goteras de la oficina que alquilaban en el entretecho de un vetusto edificio céntrico. El timbre, esta vez prolongado e insistente, volvió a exasperarlo.
Caminó por el pasadizo de madera, que crujió bajo su cuerpo entrado en carnes, y se dirigió a la mampara. Llevaba una bufanda, quizás demasiado larga y colorida, enrollada cual serpiente al cuello, y una chaleca lila en la que faltaban dos botones. Abrió y se asomó al portalito, donde el viento salobre abofeteó su mofletudo rostro cincuentón y su calva incipiente.
—Buenos días, caballero —gritó el encapuchado desenfundando unos papeles del impermeable. Abajo, a su espalda, se extendían la ciudad y el Pacífico, grises y silenciosos como los barcos de guerra—. ¡Vengo de TNT y traigo carta para don Cayetano Brulé!
—Ese soy yo —barruntó el detective y, recordando con simpatía al alemán pelucón y jovial que dirigía aquella agencia de envíos en la ciudad, atravesó el jardincito esquivando pozas.
Un viento macabro le escarchó los huesos antillanos y el negro bigote a lo Pancho Villa antes de alcanzar la reja. Soltó una imprecación inaudible, mientras el cigarrillo se apagaba en el hueco de su mano. Después de veinte años en Chile, aún nadie acertaba a explicarle en forma convincente la razón por la cual los conquistadores españoles, conociendo el clima cálido y la pródiga vegetación de las Antillas, se habían asentado en esta tierra tan fría y agreste del último confín del mundo. ¡Tienen que haber sido unos pobres diablos como yo!, pensó al tiempo que destrababa el pestillo de la reja, que cedió con un chirrido.
—Su autógrafo, por favor —dijo el mensajero pasándole una lista y un lápiz, al tiempo que lo escrutaba con ojitos incisivos, que bailaban en un rostro aguzado recordándole a un hipnotizador de circo pobre de su infancia habanera.
Aunque el documento era ilegible por efecto del agua, estampó su firma junto a un garabato, en el lugar preciso que le indicó el dedo del encapuchado, y recibió a cambio un sobre verde y húmedo como una hoja de otoño. Su nombre estaba escrito en letra de imprenta, pero sin trazas del remitente.
—Mientras no sea otra cuenta —comentó Cayetano, abrumado por la ausencia de casos que afrontaba desde hacía meses, y arrojó la colilla por entre los barrotes hacia el pasaje Gervasoni.
—¡Ojalá que no! —repuso el mensajero y, aprovechando el embate del viento que hacía arreciar la lluvia, desapareció a buen tranco en dirección a la puerta del funicular.
Cayetano regresó a casa y sorbió de pie el café frío. Ya en la salita de estar, se repanchingó en su sillón de tapiz floreado, bajo el cual dormitaba Esperanza, una perrita blanca sin raza que había recogido de la calle años después de que su esposa lo abandonara, y rasgó el sobre. De su interior extrajo un pasaje aéreo y una hoja de papel que desdobló atenazado por la curiosidad. ¿Quién podía enviarle un pasaje? Se acarició con parsimonia una punta del bigote y recorrió las líneas escritas con letra clara y tinta azul:
«Embárquese en el vuelo a Cuba que indica el pasaje adjunto. Hallará cuarto reservado a su nombre en el hotel Habana Libre de La Habana. Asumo todos los gastos y le garantizo honorarios generosos. Es un asunto de vida o muerte. Confío en su discreción. Plácido».
jueves, 1 de junio de 2017
Carlos Droguett. Novela. ELOY. Por: Ricardo Latchman. LITERATURA DE RESCATE.
ANTES DE HABLAR de tan sorpresiva novela, conviene hacer su rápida historia. Fue presentada y resultó finalista con dos votos contra tres en el concurso denominado Premio Biblioteca Breve de 1959, fallado durante el primer Coloquio Internacional de Novela en Formentor. Antes dio a luz, en 1953, el volumen Sesenta Muertos en la Escalera, de menor prolijidad técnica que Eloy. En su segunda obra, Droguett realiza la interpretación novelesca de un hecho real acaecido en Chile, que consiste en la historia de un bandido criollo, el Ñato Eloy. Apartándose de la tentación de referirse a la totalidad de la biografía del delincuente, el escritor ha prefe-rido detenerse en el relato de la extensa noche de espera que precede a su muerte. El procedimiento resulta novedoso, a pesar de los ricos antecedentes que posee en la novelística contemporánea y, sobre todo, en William Faulkner, con cuyos métodos empalma Eloy. Lo anterior no significa, en ningún instante, el menor propósito de restar originalidad y destreza narrativa a la ficción de Droguett.
El relieve poderoso de las escenas en que se plantea la situación de angustia que padece el bandido cuando se siente atrapado, pero a la vez conserva fuerzas suficientes para li-brarse del acoso policial, constituye el factor más tenso y dra-mático del enredo. El contrapunto más atrayente que se ad-vierte en Eloy consiste en la sensación de la muerte, presen-tida por el perseguido, y su arraigo en la vida y la esperanza, a través de recuerdos, añoranzas y evocaciones de amor, sen-sualidad, valentía, brutalidad y ternura primitiva. Todo suce-de en una noche, en una larga noche que empieza en la esce-na del rancho donde es descubierto el Ñato Eloy por la policía y concluye con su agonía y muerte, cuando se desvanecen sus sueños de libertad en medio de una descarga de balas. Tiempo lento, ritmo acucioso, detalles bien perfilados en la recons-trucción mental y, a veces, poética de los azares humanos del salteador. Droguett mantiene lo que se podría llamar el sus-penso en la acción, donde convergen dos planos: uno, que se ubica en un detalle u objeto provocador de un recuerdo, y otro, referido a lo inmediato que se sustenta en el angustioso plano del acosamiento de Eloy. En una noche se hacen revivir los mejores instantes de la vida de Eloy: sus amores, sus aventuras, sus luchas con los carabineros, su sentimiento de la paternidad y del arraigo instintivo y sexual a Rosa. No pierde Droguett el hilo narrativo de su historia y por encima de una aparente dispersión de los detalles sabe acondicionarlos en una severa y lógica unidad. La obra está escrita en períodos largos, adecuados al extenso monólogo interior del protagonista, pero con fluidez y sentido expresivo de fina sensibilidad.
Sobrenadando en el argumento, nada complicado, se en-cuentran materiales de belleza que decoran el relato y lo apartan de lo simplemente pintoresco. Droguett inicia su libro con la reproducción de un párrafo posiblemente tomado de un diario de la época en que murió el Ñato Eloy: »...En los bolsillos de su ropa se encontraron las siguientes especies: un escapulario del Carmen, una medalla chica, un devocionario, un naipe chileno con pez castilla y jabón, dos pañuelos lim-pios, uno de color rosado y otro violeta, un portahojas “Gi-llette” y dos hojas para afeitarse, una peineta, un espejo chico, un cortaplumas de concha de perla, una caja de fósforos, un cordel y una caja de pomada para limpiar la carabina….«.
Lo real, que también se refleja en la portada de Eloy, donde se reproduce una macabra fotografía de su cadáver, no es más que un punto de partida en esta novela. La estili-zación de la biografía del bandido, la fusión admirable de sucesos y sensaciones reflejadas en el extenso monólogo del personaje, la limpidez estilística de ciertos enfoques y el apro-vechamiento de objetos y cosas para intensificar la atmósfera reconstructiva contribuyen a colocar a Eloy entre las mejores novelas chilenas. La identificación del Ñato Eloy con su ca-rabina es admirable y hace de su arma parte de su persona-lidad, como puede palparse en el siguiente párrafo: «Cogió la carabina y alzando el seguro hizo tres disparos hacia el cielo, que resonaron largo rato en lo oscuro y se apagaban dulcemente en las copas de los árboles lejanos. Sabrán que estoy despierto esperándolos, pensaba y pensaba también que ahora irían a dispararle y a arrastrarse en la oscuridad hacía él, pero no sentía ruido alguno. Y también en este otro, muy significativo: «Cargó con sosiego y seguridad la carabina, apre-taba sus manos en ella, con tranquilidad y costumbre y con-fianza, como cuando le ponía los calzoncillos al Toño...«.
El bandido demuestra aquí su presencia con un disparo, y luego siente al cargar su carabina la misma sensación que cuando vestía a su hijo. Droguett asocia a sus protagonistas, con diversos elementos que tienen un valor casi mágico en su memoria: la sangre, las balas, la carabina, el olor de las vio-letas, la imagen apasionante de Rosa, la cobardía del viejo que encontró en el rancho, los zapatos que le evocan su oficio verdadero y el vino, también visible en las imágenes de Eloy.
Siempre en Eloy el presente se proyecta sobre un pasado inmediato o lejano, en un dinámico juego de sensaciones que subrayan el aprovechamiento que hace Droguett de los mo-dernos métodos narrativos. La prosa con que está escrito este libro es variada y plástica y no se puede resistir la tentación de reproducir trozos representativos. Por ejemplo, el siguien-te en que Eloy siente la nostalgia del hogar mientras se ve acorralado por la policía en la inacabable noche en que es descubierto junto al rancho: »Recordaba su casa, el rincón de su mesita de trabajo, el trecho de comedor que alcanzaba a divisar en la penumbra, sentía el gusto dulce del pan, el gusto acre de las lágrimas, un enorme deseo de estar tran-quilo, tendido en la oscuridad, esperando el sueño; sabía que tenía mucho sueño y que no podía dormir, pensarlo sólo le daba cansancio y algo le decía que faltaba mucho, muchas noches, muchos días, demasiados, Eloy, para que disfrutara de esta tranquilidad y de este sosiego; le venía el recuerdo de ensaladas frescas en el campo, cuando todos estaban comien-do bajo las parras y se elevaban las tufaradas gordas, aliñadas, cálidas y un poco insolentes, demasiado robustas, de los gran-des azafates repletos de carnes esponjadas y relucientes y él sintió que adentro de la casa cerrada, completamente cerrada, en la que se descargaba con furia un golpe seco, sonaban gritos, gritos desgarrados y disparos, disparos de revólveres y chocos, y ni siquiera por entre las junturas de la madera que se resecaba al sol salía un rastro de humo, del humo azul y trágico y evi-dente que había esperado; sentía vaciar despaciosamente el vino de los jarros, se reían, se reían, olvidados, olvidándose los ma-las bestias, llegaba galopando un jinete, en medio de una polva-reda ardiente se desmontaban unas botas nuevas, una cara nue-va, una manta insolente, relinchaba el caballo, tornando la cabe-za rojiza y blanca hacia las mesas y, de repente, casi sin dolor y sin trance, un llanto desbordado y poderoso que ahogaba el ruido de las bocas que masticaban y se reían, el ruido de los perros que ladraban al sol al otro lado de las cercas inundaba el cielo y ensombrecía el vino. No había podido comer enton-ces, el llanto lo perseguía, corría por el suelo entre los restos de comida y las cáscaras de fruta, se desbordaba casi con fie-reza por el patio, arrastrando todo, queriendo arrastrarlos a todos, y él, muerto de horror y asco y teniendo sed y hambre, otra sed y otra hambre, se había ido caminando sin que-rer acercarse a la casa, mirando sólo a los jinetes, a los jinetes verdes que ya venían trotando en dirección al pueblo«.
Eloy se encuentra con una mujer en el rancho donde lo ubican sus perseguidores y le pide vino. La campesina no puede satisfacer la exigencia del bandido, pero, en cambio, encuentra que lo atrae y se promete visitarla. En ese instante vuelve a surgir la excitante imagen del vino, que brota en su cerebro con cálida reverberación: »¿Por qué no tendría vino la mujer? se preguntó pensativo. Tenía frío y le habría gustado beber un poco de vino fuerte y grueso, ese vino que lo tapa a uno y ya no sabe dónde está, un vino que te borra y te ablanda y te desmenuza, que te hunde o te trae a la su-perficie como pescado te echa a correr y te deja siempre ahí, despierto y dormido, triste y alegre y con la mente audaz y el brazo tembloroso y tan ligero«.
El olor de las violetas es otra obsesión de Eloy, que lo acompaña hasta el momento en que lo matan sus perseguido-res. En la culminante y admirable escena final de la novela, y mientras empieza la agonía del bandido, lo acompaña su perfume. »El olor de las violetas se le amontonó en la cara, subía por su mano que estaba hundida en el agua y que se agarraba a las flores, nunca había sentido tan fuerte y suave y persistente el perfume de las violetas. Son buenas, son bue-nas, se dijo y él se hundía en ellas, tenía la cara llena de flores y los hombros, la espalda, la mano estirada también esta-ban llenas de flores, qué bueno, decía, qué bueno que esto haya ocurrido ahora, con la leche no habría podido soportar este perfume y sonreía con cansancio porque en realidad esta-ba muy cansado y sabía que, abrigado por las violetas, podría echar un corto sueño, en media hora estaré listo, decía, sin-tiendo al enfermo toser con dulzura a través de las violetas, como apartándolas para acercársele más, ya no podría verlo si seguían cayendo tantas flores, estarán creciendo sobre los árboles, trepando con la neblina, y puso la cara de lado en la tierra para sentir la humedad que lo aliviaba y se le comu-nicaba e impregnaba el olor de la sangre el olor de las vio-letas».
Habría mucho que decir de Eloy, cuyo elogio trazó Miomandre al conocer su texto inédito. También sería oportuno referirse a su sintaxis algo descoyuntada, que sigue una línea de supresiones y otra de copulaciones insólitas en nuestra literatura, pero que sugiere bastante y ratifica la madurez alcan-zada por Droguett en su segunda novela. No cabe aquí más que señalar a la atención de los chilenos lo diversa que es su técnica, su argumento, su atrevido enfoque de la vida de un asesino enraizado en la imaginación popular, pero que surge ahora con vigor y lozanía imaginativas en la pluma de Carlos Droguett. Se explica así también el prestigio con que arriba la edición española de Eloy, y las críticas que ha pro-vocado en Europa.
RICARDO LATCHAM
***
Carlos Droguett (Santiago, 1912 - Berna, Suiza, 1996) fue un prolífico novelista y cuentista chileno vinculado a la Generación Literaria de 1938. Sobre su quehacer, Droguett señaló: «[...] no podría explicar por qué escribo. ¿Por qué bebe el alcohólico? Él diría que porque no lo puede evitar. Yo tampoco, y como él, no lo considero una desgracia. Es más bien una fatalidad, tomando la expresión en su significado esencial». Cursó sus primeros estudios en el Liceo San Agustín donde tuvo contacto con el padre Alfonso Escudero, importante hombre de letras que lo apoyaría en su carrera literaria. En 1933, inicia estudios de Derecho y de Literatura Inglesa en la Universidad de Chile, carreras que abandona por el impacto que le causó la Matanza del Seguro Obrero, ocurrida en Chile el 5 de septiembre de 1938. Pese a que antes de este acontecimiento había publicado algunos cuentos, fue con él que inició su obra literaria y periodística al editar, en 1939, la crónica `Los asesinados del Seguro Obrero`. Entre la publicación de este volumen y de la novela `60 muertos en la escalera` en 1953 `texto en que reelabora literariamente el tema de la matanza y que ganó el primer premio del Concurso Nascimento-, desarrolló un importante trabajo como columnista y publicó una veintena de cuentos en diarios y revistas. El reconocimiento internacional le llegó con la publicación en la prestigiosa editorial Seix Barral de `Eloy` (1960), novela que tuvo un gran éxito y que rápidamente fue traducida a diversas lenguas. Posteriormente publicó `100 gotas de sangre y 200 de sudor` (novela, 1961), `Patas de perro` (novela, 1965), `Los mejores cuentos` (cuentos, 1967), `Supay, el cristiano` (novela, 1968), `El compadre` (novela, 1967), `El hombre que había olvidado` (novela, 1968), `Todas esas muertes `(novela con la que obtuvo el Premio Alfaguara en 1971), `El cementerio de los elefantes` (cuentos, 1971), `Después del diluvio` (novela teatralizada, 1971), `Escrito en el aire` (crónicas, 1972), `El hombre que trasladaba las ciudades` (novela, 1973), `Materiales de construcción` (ensayo, 1980), y `El enano Cocorí` (novela, 1986). En forma póstuma se han publicado las novelas `Matar a los viejos` (2001), `La señorita Lara` (2001) y `Sobre la ausencia` (2009).
Al otorgarle en 1970 el Premio Nacional de Literatura, el jurado destacó que su renovadora técnica narrativa trascendía los límites del país y le equiparaba con los principales novelistas contemporáneos. Droguett se radicó en Suiza en 1976 a causa de la dictadura militar instaurada por Augusto Pinochet en 1973. Nunca regresó a Chile.
Compilador: Enrico Pugliatti.
***
Novela. Fragmento. ELOY.
"In memoriam
ES EN LA NOCHE, hacia la medianoche tal vez, en medio del campo, está despierto, completamente despierto y seguro de sí mismo, tiene una larga vida por delante, le extraña que hayan venido tantos y piensa que eso mismo es de buen augurio. Cuando vengan para matarme, vendrá uno solo, algún ami-go traicionero, un pariente de la Rosa, Sangüesa tal vez, el feroz y cobarde Sangüesa, me buscará cuando yo esté dormido. Se sonreía a solas acordándose, sentado en el suelo, atisbando la noche húmeda y luminosa y acariciando su carabina. La tenía sobre las piernas cruzadas y pasaba la mano despaciosa-mente por el cañón, acariciaba con suavidad, con una firme y casi hiriente suavidad el cuerpo, la ma-dera, la dura y tensa y firme y suave y salvaje made-ra de la carabina, como un pescuezo de caballo siem-pre apegado a sus manos, listo para ir a posarse bajo su brazo, como aquella vez, después, que había sal-tado por la ventana y adentro, muy adentro, más allá de los innumerables pasadizos y de los rincones soli-tarios y extensos y de las arboledas lúgubres y húmedas, impregnadas de viento y del agua de la lagu-na, en la que flotaba ahogado un pantalón de niño y a él se le apegaba el llanto, los gritos, esas lágrimas ribeteadas de sangre que él adivinaba, aunque no había visto, pero es que hay gritos llenos de sangre, horrorosos, desagradables que dan miedo, pensaba mientras había saltado por la ventana y sentía el su-dor frío y la carabina agarrada en su mano izquierda le daba miedo al mismo tiempo un poco de seguridad y miedo, porque siempre se enredaba en alguna parte, en el postigo, en los zapatos del viejo, viejo desgraciado tan cobarde, se afligía corriendo despa-cio bajo los árboles, lloriqueaba como un niño, tenía la cara asustada de un huaina cualquiera, del Toño si estuviera conmigo ahora, del hijo de la Rosa, cuan-do él en las madrugadas estaba limpiando, precisa-mente, la carabina y se bajaba de la cama y se metía bajo ella y arrastraba el cajón y trajinando encon-traba el bolsón con las balas y bostezando, bostezan-do de sueño el pobrecito desparramaba las balas en el suelo y con el ruido que hacían se despertaba la Rosa y encendía la vela y la levantaba en la mano paseando la palmatoria por el aire para buscarlos. Toño, Toño, gritaba asustada y el Toño, asustado también, no contestaba y tenía entre las piernas un montón de balas y él cargaba la carabina en silencio y sonaban como huesitos los fuelles y, entonces, co-mo la Rosa estaba siempre sentada en la cama y había dejado encendida la vela en el suelo y miraba llena de horror de cansancio y miedo y presagios al Toño y lo miraba sobre todo a él, me estás mirando lleno de hoyitos lleno de sangre, Rosa, Rosa, no me mires así, le gritaba y alzaba la carabina para asus-tarla y se reía en lo oscuro y el Toño le pasaba un montón de balas y se reía con miedo y él gritaba llenos de risa los gritos, Rosa, Rosa, te voy a matar la garganta, y ella se quedaba tiesa sentada en la cama y como muerta, me estás mirando lleno de san-gre, crees que los agentes me van a matar, eso crees tú, Rosa, le decía, y el Toño se arrastraba hacia la cama y cogía la palmatoria del suelo y la levantaba, él lo comprendía y se lo agradecía, la levantaba bas-tante como para que él pudiera tener toda la luz que le iluminara los pechos de la Rosa, su bonita cara tostada, sus ojos hundidos en las ojeras que te he hecho pacientemente noche a noche de tanto querer-te y llamarte y meterte miedo labrando mi amor co-mo una tablita. Te voy a matar, le gritaba, y enton-ces, el Toño le decía, riendo de pie en la oscuridad: Mátala, mátala, bonito, Eloy, y él disparaba justo para que la bala se llevara por delante un trozo ilu-minado de la vela y el Toño lloraba asustado en la oscuridad y la Rosa gritaba verdaderamente teme-rosa, no grites tanto por Dios, chillaba él, desilusio-nado ahora, lleno de desencanto y de tristeza y se sentía nervioso y nadie sabría nunca cuánto los que-ría a los dos, al mocoso y a la Rosa, porque ahora mismo se hubiera sentido más seguro si los hubiera tenido a su lado, durmiendo ahí en la cama, tal vez llorando de miedo y mirándolo a él sentado en el suelo, fumando en las tinieblas, atisbando la noche por la ventana abierta.
Cuando se quedó solo había arrojado con furia la carabina al suelo y el cinturón con las balas y el bolso de cuero, estaba cansado y amargado y desconfiado, debí matarlos, pensaba, pensaba rápidamen-te en ello porque comprendía y no quería asustarse que había cometido un error al dejarlos ir. Tenían tanto miedo, se decía para disculparse y aún se re-prochaba que les hubiera tenido lástima. Al viejo sobre todo. El viejo lloraba sin pudor y con escán-dalo, sin mirarlo siquiera, lloraba para él solo, revol-cado en su horror, lo había mirado con desprecio cuando recogía temblando la ropa, los zapatos, el sombrero y el canastito con las cosas. Cuando él mi-ró el canasto y le dijo: Déjalo en el suelo, el viejo soltó un sollozo horrible, un sollozo que ya tenía preparado y dejó todo en el suelo, los pantalones, el sombrero, los zapatos, todo encima del canasto y cuan-do él se le acercó el viejo se cubrió la cara con las manos y lo atisbaba con miedo, viejo mariconazo, pensaba, viejo indigno, miroteándolo con asco, y con el cañón de la carabina había ido sacando de ahí los pantalones, el sombrero, los zapatos y con un golpe más firme había destapado el canasto, ¡qué llevas, mierda, aquí!. El viejo lloró con bríos para contes-tarle y fue la mujer la que lo miraba hosca, asusta-da tal vez, pero sin llorar, sin llorar en absoluto, sólo agarrando al chiquillo y apretándolo contra el pe-cho, fue la mujer la que le había dicho: Son cositas para llevar al hospital, don, cositas para la Juana. Había alcanzado a ver unas manzanas bonitas y pequeñitas, unas naranjas tísicas, descoloridas, una bo-tella de leche, un paquete de galletas y una fea mu-ñeca de trapo, grandota y esmirriada, que le daba lástima. La botellita para el viejo pensó con piedad y burla. Déle leche al viejo, vieja, había dicho y co-giendo del suelo el sombrero se lo había incrustado al viejo mirándolo con sarcasmo y viendo que llora-ba más y que su camisa era pobre y rota y descolo-rida y que por entre ella asomaban unos pelos blan-cos sobre el cuerpo rojizo y pálido, le había aconse-jado: Ponte corbata para que te veas estupendo, viejo, y como el viejo lloraba siempre, le dio vuelta de un manotón, empujándolo hacia la puerta y ya en ella de un puntapié lo envió rodando hacia lo oscuro. Lo sentía sollozar y correr por el campo, en-tre el viento. Eso lo había puesto rabioso y pensa-tivo y deseoso de beber un poco de vino. No tenemos licor, le había dicho la mujer, somos pobres, el viejo no bebe. Debiera beber para criar coraje, contestó él para sí, sin mirarla, y la verdad era que tener a un tal cobarde junto a él era ya ponerlo un poco cobarde también, te salpican y carcomen sus llantos y sus gritos y se te olvida quién eres, lo que has he-cho, cómo has vivido, si olvidas quién eres, cómo te llamas, verás qué fácil resulta ser cobarde. Podían haber tenido vino, es bueno el vino, agregó él, mirando con reproche a la mujer. Nadie bebe aquí, contestó ella con miedo y rabia y dando explicacio-nes que eran también un reproche. El vino es una buena compañía, agregó, mirando pensativo su cara-bina. Yo no necesito compañía, yo nunca estoy sola, dijo la mujer llena de reminiscencias, y otro poco que te acercas, Eloy, otro poquito, te suelta el llanto también y te cuenta su historia.
La historia de la mujer era simple, a Eloy le hu-biera gustado, pero ya nunca tendría ocasión de co-nocerla y esto él aun no lo sabía. Ella tampoco lo sabía, ignoraba quién era él, pero presentía que era un perseguido y un solitario por ese olor a viento de las sierras que traía su ropa gastada, su miserable sombrero humilde e insolente, las alas húmedas de su manta, ahí donde soplaba el viento neblinoso, pero luego volará tranquilo y un poco perfumado, ya hue-le bonito la tierra, pensaba y se imaginaba el olor de la manta colgada en el patio, entre la neblina aho-ra y después bajo la luna y ese olor de sangre esos sudores los dejó alguien que pasó por ella por esa manta lo recogieron en ella sólo para ir a mostrár-sela al capitán o al mayor o al coronel o para poner-le un radiograma al general ya lo encontramos ya lo tenemos amarrado sí claro que sí mi general y sona-ban las botas entre cada sílaba sonaban apretándose cada vez más entre sus pulmones entre sus dientes sonaban entre cada letra apretándose sobre sus sesos cómo no mi general lo tenemos aquí mismo en el suelo estirando los pies podemos tocarlo podría ver-lo mi general en el suelo como un paquete de ropa junto al canasto y el escupitín y entre bota y bota y brillo y golpear de botas iban todas sonando por el aire el telegrama estaba lleno de botas las botas estaban llenas de un agradable silencio se sonreían con media sonrisa marcial y disciplinada cómo no mi general esta misma noche parte el furgón. Sus-piró, mirando sus ojos cansados y enormes, vivos, hirientes y codiciosos. Lo había odiado desde un principio, porque él la miraba con descaro y con cinismo, la miraba con una mirada para mucho tiempo, sobre todo desentendiéndose del niño que dormía en sus brazos, apretado a su pecho, y que él, con uno de sus agarrones torpemente expresivos, había despertado con esa mano brusca y suave insolente nada de temerosa que surgió de lo hondo de sus bolsillos no sabía si para despertar más bien su furia o sus sonrojos y ella abría los labios y mostraba los dientes su odio y su fortaleza y donde había odio y fuerza él podía luchar y por lo tanto esperar. El niño sollozaba dormido y ella estaba ahí plantada en me-dio de la pieza, como esperando que la lluvia escu-rriera por las tablas del techo y que pasaran las se-manas o como esperando que el viejo se moviera un poco, que trajera hacia la luz su pobre cuerpo asus-tado. ¡Viejo, viejo! —dijo ella y su voz había sido casi cariñosa, lejanamente sexual, pues el miedo, aunque para ella no era mucho, la hacía ensoñarse un poco y refugiarse en sus antiguos recuerdos. ¿Diez, quince años? suspiró para sí y acarició con su mano libre la cabecita del niño, pero ahora el Eloy le estaba sonriendo desde la oscuridad, veía sus dien-tes y sus pupilas destacarse nítidas en la penumbra y permanecer casi bondadosas y familiares mirándo-la, mirando lo poco de ella que se podía mirar, una guagua, un paquete de ropas de niño, un viejo tem-bloroso remecido por la terciana, que se apegaba al rincón de la puerta, un atado de pobre ropa, de pobre miedo.
Vio cómo se sentaba él en la cama y eso era ex-presarle abiertamente sus deseos, por lo menos un deseo, o para significarle que eso, todo eso era el mundo y que había que aceptarlo o que pelear con él; él había tendido los dos brazos en un gesto de paz, para acoger al niño dormido o para acogerla a ella o para indicarle que le pasara todas las cosas que le estorbaban y no la dejaban caminar ni vivir, que la tapaban a ella a su corazón a sus piernas a sus pechos los tenía tan adentro, tan cubiertos por la vieja ropa y el viejo tiempo estaban diez años lejos por lo menos y por eso no le decía nada y el horrible viento frío el adormecido olor de los pinos venía hacia ellos y los separaba, los dejaba hostiles apartados por un tajo de silencio. Viejo, viejo, dijo ella otra vez, y se quería mover hacia la puerta, pero no se movía, no se atrevía a hacerlo, porque ¿a quién llamaba real-mente?, ¿al viejo viejo o al viejo Eloy al viejo co-razón al antiguo recuerdo recién destapado a los antiguos ensueños y sollozos? Le tuvo lástima mirán-dola, mirando esas ojeras socavadas por el sufrimien-to, deseoso sólo ahora de que tuvieran tiempo de conocerse, pero furioso también porque no estaba sola, porque no le entregaba el niño al viejo y los empujaba por la espalda con un gesto hostil, duro y maternal. Encendió un cigarrillo y demoró la lla-ma junto a su boca para que ella se la mirara y bo-rrara, con esa breve luz, los anticipados lúgubres pensamientos que se estaban formando en su mente, allá adentro de su pelo, de sus peinetas y de sus horquillas.
El niño empezó a llorar con suavidad y el viejo a toser desordenadamente, a moverse y remover su tos, a acercarse desde la oscuridad hacia la mujer, a protegerse y refugiarse siempre. Él aspiraba con ansias el cigarrillo, miraba los pobres muebles y deseaba estar solo para trajinar un poco por esa triste y estrecha vida, abriendo los íntimos cajones, la vieja arca demasiado señorial y cuidada, dema-siado donosa y espléndida para esa miseria, los ves-tidos de antiguos veranos colgados en clavos, las imágenes de calendarios ya desvanecidos, cuando cumplía condena en Casablanca o estaba fugado en la frontera por el lado argentino, cuando estuvo tan enfermo y echaba sangre por la orina. Perdida su mirada en las paredes se tendió un poco en la cama y entonces se sonrojó, se sonrojó porque la mujer se había acercado a él, tal vez para alejarse del viejo, tal vez para estar sola con su odio, con su propio miedo y con el temor de otro, sólo con el niño, que era una poquita cosa, como otro brazo de ella u otro hermoso pecho que está creciendo de un modo bár-baro unos gritos de amor en la alta noche de invier-no y que luego se concretaron en esa carita sucia y esas manitos que podrían ser las del Toño. Se puso de pie y tenía el cigarro en la boca, apretado entre los dientes, no tanto para parecer fiero sino simplemente mundano, no tanto bandolero como aventu-rero, un hombre que vive entre las ropas de las mu-jeres, en los calzones y las enaguas y las camisas de dormir y las zapatillas de levantarse y de acostarse y las medias de seda imperceptible y los encajes y los perfumes y los polvos y coloretes y pinturas al aceite o al petróleo un hombre que ha estado toda su vida barajando revolviendo unos muslos algunos pechos de mujer unas copas vacías de champagne entre sus manos nerviosas y de vez en cuando monedas mu-chas monedas billetes enormes que huelen como las axilas de las hembras; eso es todo, eso era todo, nada más habría ocurrido si no estuvieran los agentes ahí fuera y este viejito desolado junto a ella, prendido a ella, cogido a su pollera, pero yo me quiero coger a su blusa, eso habría querido, eso hubiera podido suceder si hubieran tenido tiempo y tranquilidad. Debió esperarme, debió esperarme antes de ahora, se dijo, y como el viejo estaba agarrado a la hoja de la puerta y vio lo ridículo y lo insolentemente triste que era, lleno de lágrimas y sollozos que lo llenaban hasta arriba y le escurrían por el pescuezo, por ese cuerpo delgado, por ese traje que le queda-ba ancho y enorme y que parecía una bolsa llena y atravesada de suspiros y quejidos quejas bajas hu-mildes insignificantes tampoco gritos gritos salvajes o desesperados no sabes gritar no sabes crecer un po-co más grande de lo que eres, se dijo y vio que los ojos verdes de la mujer se cruzaban con los suyos y se ennegrecían y vio el odio clavado en esa luz espectral y oscura, sólo el odio, nunca el amor, la amistad, el deseo, los deseos de descansar, olvidar o sonreírse, y por eso, echando la manta sobre la cama, había empujado donosamente al viejo hacia afuera, donde sintió el frío duro y tangible como un mue-ble, y vio que la noche estaba luminosa y el viejo se había quedado callado, súbitamente callado y ten-so, como si fuera a estallar en un atroz interminable sollozo, el viento estaba tirante y frío y como expec-tante, como esperando que el viejo sollozara o huye-ra y lo vio correr como un ratón o un perro hambriento y enfermo, ridículo, feamente ridículo, sus ropas se le volaban con descaro, con verdadera mal-dad, y tuvo lástima, lástima de él y de sí mismo, él era también un perseguido, sólo que comía un poco más, sólo que su miedo era más robusto y nutría su coraje y su memoria, se repartía por toda su alma y por su cuerpo, lo hacía erguirse y ser audaz y ac-tuar enloquecido y lúcido, fríamente loco y atrevido, imaginando tramas y formidables mentiras y salva-ciones, hasta maldiciones; el viejo no, su miedo vis-coso, muy usado, escurría por las mangas enormes de su vestón y goteaba en sus pantalones, alzaba la bufanda en su cuello delgado, un poco largo, y se quedaba flotando flojamente con ella en el aire de la noche".
martes, 30 de mayo de 2017
Eduardo Mallea. Novela. En la creciente oscuridad. LITERATURA DE RESCATE.
Nace en Bahía Blanca, provincia de Buenos Aires, en 1903.
Eduardo Mallea conforma, a través de su obra, la más poderosa expresión de una superior y avanzada novelística argentina. De padre médico y escritor, Eduardo Mallea se radicó con su familia en Buenos Aires en 1916, ingresando poco después a la Facultad de Derecho, carrera que abandonó para responder a su vocación. Se hizo periodista en La Nación. Y ya escritor, respaldado por el prestigio creciente de sus primeros libros, fue durante muchos años director del Suplemento Literario de ese diario. Desde 1935 `cuando recibe el Primer Premio Municipal de prosa- su vida literaria es jalonada por importantes distinciones nacionales y mundiales. En 1955 fue designado Embajador de la Argentina en la UNESCO `con sede en París-, cargo que este brillante Doctor Honoris Causa de la Universidad de Michigan, desempeñó hasta 1958. En casi todas sus obras `sorprendentes, valiosas, perdurables-, el ambiente humano jugó para Mallea como parte de un significado latente, mezcla de ese crecimiento monstruoso de la urbe y del `quietismo- fijado a su imagen como condición de frustración.
Su obra forma parte de la literatura y ensayística de los años `30, en la que un grupo de intelectuales argentinos se preocuparon por responder a la pregunta por la identidad nacional. De esta inquietud surgió su novela más relevante: Historia de una pasión argentina.
Estaba casado con la escritora Helena Muñoz de Larreta.
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Mallea, profundo humanista y `argentino universal-, muere el 12 de noviembre de 1982.
Sobrecogedora y fascinante, esta última novela de Eduardo Mallea penetra muy hondo en el misterio que es toda existencia humana. Barboza, el héroe de ""En la creciente oscuridad"", vive amurallado tras un silencio inexpugnable y, a la vez, acosado por la urgencia de proyectarse fuera de él.
Fuente;
https://www.uniliber.com/titulo/En la creciente oscuridad/
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(Novela. Fragmento. EN LA CRECIENTE OSCURIDAD).
I
Barboza, de golpe, se levantó de la silla. Tenía ante él la gran puerta. La franqueó, dio seis pasos, estuvo en la calle. El sol matinal doraba los olmos. La zapatería estaba enfrente y el francés Louis Rogoul conversaba con otro hombre. La calle tenía algo de trágica con su estrechez sin aceras, su aire pobre, la irregularidad de su pavimento de piedra. Barboza miró a Rogoul sin saludarlo. Su intención lo obsedía, y hubiera pasado ante un pontífice sin saber de quién se trataba.
Aquel golpeteo de sus suelas con clavos —vaya a saber por qué de alpinista, tal vez por prolongar su duración o quizás por admirar a algún suizo— lo había oído él siempre. Desde niño se habituó al bárbaro calzado, y sin él no se hubiera sentido a sí mismo. ¡Ah, aquel ruido a la vez monótono y férreo de los botines que parecían de madera formaba ya parte de su persona, tanto como las manos de agricultor o la cabeza virilmente despeinada, cabeza de empecinado!
No vio el sol de la mañana. Llevaba, colgándole de la mano desgarrada cierta vez por un alambre de púa, la valija de papeles, en la que había puesto ahora una muda de ropa, junto a la navaja, a lo que sabía y a una cédula de identidad hecha pedazos. Ni siquiera pensó que no volvería al pueblo, a Insaurralde, sin la misión consumada. La misión era por el momento su ley, y la había pensado durante todo el año hasta el día de junio en que la afrontaba. Ya no le importaba pensarla más; la tenía adentro, como su entraña, y adelante, como su vida.
Igual a aquel que va y viene por un corredor cerrado en ambos extremos, la obsesión se le paseaba por la mente, o la mente le recorría la obsesión. Por fin vivía aquella mañana su activo derrotero y no el mero pensamiento de afrontarlo.
Cuando llegara a la salida del pueblo, debería esperar en el cruce de las rutas el lento ómnibus en cuyo punto de destino había pensado la última semana con ira, más que con amargura. Sobre la amargura ha echado al fin ese golpe de cólera que ahora lo desborda, lo impulsa. Por fin es él; no el pensamiento en sí mismo. El año casi entero de rumia es ya camino, meta, objetivo. Y lo que había aprendido bien es lo que un táctico llamaría el campo de operaciones. Nada ignoraba de los puntos en que debería actuar, proceder.
Después de media hora de marcha, Barboza distinguió los caminos entrecruzados, la flecha indicadora de la localidad adonde iba. Vio el dedo de madera del poste, fatal como una orden de guerra. Dejó por un instante en el piso —¡ah, la aridez de aquel año sin lluvias, de aquella tierra blanca, mordida!— la valija improvisada en el cartapacio de cuero. El viento de otoño se le metía en el pelo, levantándole un poco aquella mecha negra que tenía la calidad aceitosa del pelo de los cetrinos. Su pensamiento había cesado de errar: no aceptaba, después de doce meses de cálculos, más que la monotonía de la idea única.
La posesión del mando, en él ya estaba cedida. Nada de él pertenecía ya al pensamiento, sino a la idea fija organizada como arma. Él era el ordenado, no el que ordena: la orden incumbía a la llamada fatalidad.
Inmensos e iguales a sí mismos, los dos caminos formaban, al encontrarse y recíprocamente desecharse, la rectitud de la cruz, escapada hacia el este y el oeste, hacia el norte y el sur. Poco había andado él por ellos, en ómnibus: su hábito era el propio automóvil, en el que había recorrido leguas y leguas, sirviendo de experto a los agrimensores porteños, que lo ignoraban todo de la zona, excepto el terapéutico olor a tomillo o la coloración de la alfalfa. Pero, esta vez, el auto no le conviene.
Barboza piensa en lo que ha vivido —solitario— aquel año. ¡Sin la llegada de Tino Rivera su vida habría sido tan opuesta! No estaría ahí, por lo pronto, sino en el sopor matrimonial.
No estaría, por lo pronto, pensándose. Desde la adolescencia su parecido mayor fue con la espiga. Alto y flaco como era, le gustaba andar sin compañía, y pensaba verticalmente las cosas. En el casco de la estancia donde había crecido ya huérfano de madre, quedó huérfano de padre a los doce años, y pronto lo recogió y educó por caridad el propietario francés llamado Bidou, criador de ovejas y comerciante de lanas. El adolescente, con excepción de las horas de colegio, en que alternaba con muchachos más grandes, cultivaba la soledad de los guachos: hablaba poco, preguntaba algunas cosas vinculadas con su afición a la agrimensura, cuyos rudimentos, en su faz práctica, le tenía enseñados Bidou desde que lo adoptó. Con sus primeros pesos propios, el muchacho, después de abandonar los estudios y frecuentar los boliches, compró alguna oveja, con el espejismo del rebaño visitándole los ojos día y noche. Lacónico, oía a los conversadores. Pronto aprendió a negociar, a hacerse ahorrativo, a callar ante los que regatean. Su silencio era el de la estaca, que se acompaña a sí misma. Y sin duda aquel pensar cauto y lento lo llevó a la independencia con que a los veintitrés años hacía sus negocios. A los veintiséis compró en Insaurralde, pueblo viejo, una casa con jardín, comedor, dormitorio y cuatro ventanas a la última calle empedrada. El zapatero Rogoul había abierto poco tiempo después —pocos pasos enfrente— su zapatería de pueblo pobre. Y él, el joven Barboza, empezó a hacer su idea única de la esperanza que en dos años el pueblo extendiera su pavimento y sus calles, valorizando la zona.
No era hombre, naturalmente, de muchas pulgas, y ventilaba en sus ideas de experto, acompañando a quienes querían comprar tierras, una idea vanidosa de sí mismo. Sin apenas hablar, se consideraba la encarnación de un silencio archisabio, hecho de afirmaciones o negaciones expresadas de sobra con un mero signo de cabeza. Que no lo entendieran, o bien que lo discutieran, le causaba un malestar impaciente o una incomodidad desdeñosa. Ante su sí o su no, la gente debía decidirse, optar, asentir a comprar aquellos campos de otros, que él aconsejaba lacónico. Si bien las operaciones eran siempre menores, las muchas hechas pronto le aseguraban —también pronto— la jugosa comisión. A la larga había llenado de pesos sucios y viejos una caja de hierro de segunda mano construida al fin del otro siglo, cuya marca borrosa, un águila de oro semidesteñido, presidía frente al aparador el cuarto de comer.
Ahora, esperando el ómnibus en el cruce de las dos rutas aparentemente sin fin, piensa en su primera pobreza y en el principio de cuanto después pasó. Sabía que era hijo de un corredor de productos químicos, un hombre agriado por la úlcera gástrica, propenso a despotricar y jurar, eternamente cansado y eternamente violento. Incrédulo de alma, al enviudar ya maduro, el corredor de productos pidió licencia al lanero para dormir un mes en su estancia, y al fin se quedó allí por siete años, con aquel hijo huérfano de madre que se llamaba como él y arrastraba como maldición. “Si yo hubiera sido solo —contaban que decía— me habría empleado en la enfermería de algún barco. Habría visto gentes. Habría visto mundos. Pero con este apéndice filial, me desplazo como un mancarrón cansado, al que ni le dan las fuerzas para llevar al jinete.” Al morir el viejo de una bronquitis, fue cuando pasó el hijo —“este que soy”, piensa Barboza— a ser el adoptado del comerciante de lanas.
El padre, del que se acordaba tan poco, le había puesto aquel nombre de pila —al parecer, de un abuelo—. Aquellas cuatro sílabas que combinaban con Barboza. Cuando tenía que dar su nombre, subrayaba con convicción las dos partes. Decía: “Riguroso Barboza”, como quien acentúa un poder doble.
Barboza hijo había aprendido a leer en una cartilla del capataz Torbelloni, en cuyas páginas sucias apenas sobrevivían borrosamente las sílabas: “d-o-r = dor; m-i-r = mir. Dormir”. En el colegio del pueblo cercano, adonde iban también hijos de estancieros muy ricos estudió lo que su sagacidad y su malhumor elegían. No tuvo más que compañeros de su sexo, y con las muchachitas de trenzas, que acompañaban a los puesteros visitantes, no cambiaba más que aquellos monosílabos, aquellos avergonzados sonrojos.
¡Con qué vigor aprendió todo de la nada! Su curiosidad se le hizo instinto. Miraba y preguntaba; al cabo de los días, el muchachito moreno que era podía a su vez enseñar, frente al fogón, en la rueda de peones, a quienes desdeñaba violento. “¿Qué quiere decir esto de conflagración?”, interrogaba alguno, leyendo el diario en cuclillas. Barboza decía seco: “Guerra.” El peón insistía malhumorado : “¿Por qué conflagración ?... ¡Cha que hay ganas...” y buscaba en vano los términos para cerrar el predicado.
Allá lejos apareció al fin como un punto el ómnibus que llegaba del Este. A aquellos ómnibus, después de haberlos visto venir durante años, Barboza los conocía a la distancia, distinguiendo el que doblaba hacia el Norte del que viajaría a Buenos Aires. ¿Qué irrisión había hecho que el que doblaba hacia el Norte fuera ahora su esperado, siendo que lo lógico o común habría sido seguir hacia la capital? ¡La capital! ¡Cuánto la había resentido, o se había resentido hacia ella, siendo sin embargo poderosamente llamado por las promesas de aquel mundo!
Pero, este ómnibus, habría dado su vida por no tener que tomarlo. Habría dado su vida por haber podido quedarse en su casa según el cuadro de dos años antes. Habría preferido ser el hombre monótono que aconsejaba a los miopes, antes que el hombre que ahora se dirige hacia una población que no conoce, con semejante peso en el alma o un designio como el que lleva.
Aunque un hombre no es solamente su ser. Un hombre es el ser de su historia. Y él, Barboza, está canalizado por los hechos; en los hechos. Nadie, aunque quiera, puede caminar hacia atrás. El tiempo es el gran empujador. Y nos empuja y arrastra hacia adelante. Una vez que lo que no es nosotros se apodera de nosotros, nos torna en otros nosotros, en los seguidores castigados del primer paso que cedimos.
Si no hubiera conocido a la que fue su mujer, ¿cuál sería ahora su historia? ¿Por qué canales se hubiera deslizado, qué hechos habría afrontado, emprendido?
Hacia la época de aquella fiesta en el club de Arrayanes, a unos kilómetros de la casa donde vegetaba soltero, todavía era tan huraño como el peor de los rústicos. Había ido mandado —pensaba mucho después— vaya a saber por qué enigma, por qué fuerza. No le gustaban los bailes y aquella vez, no bien llegó, en el galpón adornado con guirnaldas y aquel gran lujo de luces, se ubicó junto a una fila de padres y madres vestidos naturalmente de fiesta. ¡Cuánto tiempo hacía de eso! Siete años; casi ocho. Toda la vida recordará aquella atmósfera: el humo vuelto luminoso debido al fulgor de las luces, las serpentinas arrojadas —que quedaban colgando de las vigas más altas—, las risas gritadas, el temblor de las lágrimas en los ojos de los reblandecidos. La noche era de los jóvenes. Él recibió los saludos, las bromas, las maliciosas preguntas inquiriendo por qué no bailaba. “Es que no sé”, respondía serio, turbado.
Lo raro fue que aquella muchacha se le acercara. La ve —ahora— plantada ante él, aquella noche, riendo bajo el farol que le ilumina la cara, mostrando la dentadura tan joven entre los labios tan jóvenes.
—Usted, ¿por qué no baila? —le había preguntado ella a él, sin poner casi pausa a su risa.
—Porque no sé.
En ese ómnibus al que sube, en el que responde abstraído al saludo del conductor, la ve, en imagen; la recuerda; la ve ahí: mostrando aquellos dientes tan puros y brillándole aquellos ojos tan nuevos, incitándolo con su juventud a ser tan joven como ella o tan joven como debería.
—Venga. Dé conmigo unos pasos —le dice la muchacha.
Al sentarse junto a la ventanilla del ómnibus, recuerda él ahora la resistencia que le opuso, la casi vergüenza que tuvo de sentir ganas de llorar, por primera vez en su vida. Ella se apartó, cedió a otro su cuerpo; bailaron, esos dos. Y todavía, por encima de los hombros del otro hombre, ella seguía mirándolo y riéndose como si lo perdonara o como si lo invitara, al tomar el ritmo del vals.
Él, Barboza, acaba de abrir el cenicero adosado a la ventanilla cuando le viene a la vista, sobre el campo en que ya el ómnibus cobra velocidad en dirección a su meta, aquella imagen conjunta del salón, las luces, el vértigo de tanta gente bailando, gritando, volviéndose bromas, incitaciones, ironías, celos, llamados. Recuerda haber sonreído francamente por única vez en su vida, cuando ella, fingiendo la mayor distracción, encontró en el intervalo entre dos piezas bailables hallarse de nuevo ante él y le dijo de golpe, como quien suelta una frase atrevida, que el próximo vals sería el oportuno para darle la fácil lección que necesitaba. Recuerda que no pudo ya negarse. Y bailaron un vals.
Él había sentido entonces los pies —calzados con sus borceguíes de alpinista— más adictos al suelo que al cielo: tropezó, casi cayó, risueña y enérgicamente sostenido por ella, lo cual era como la brisa ayudando al brutal golpe de viento. Ella reía, reía. ¡Reía! Pero él, Barboza, no; él, apenas sonreía; porque él, Barboza, no sabía reír.
—¿No ve qué fácil es? —le dijo ella, de pie ante él, al desprenderse de aquellos brazos tan rígidos.
—¡Ah no! ¡Tan difícil! Imposible para mí. Soy nada más que hombre de suelo.
Nunca olvidaría la solitaria amargura con que volvió a su sitio en el galpón hecho sala de baile. Y si sus ojos estaban brillantes, su joven alma estaba opaca. De aquel baile regresó a su casa tal vez más viejo y tal vez más solitario.
Ahora, en ese ómnibus donde van cuatro hombres, en medio de la trepidación del vehículo, Barboza puede reconstruir todo aquello, extraer el hilo de la madeja. Recuerda, por ejemplo, que al volver la noche de aquella fiesta en Arrayanes a la soledad de Insaurralde, por primera vez sintió su casa, y la halló igual a lo que era: la caja sin el objeto que la hace útil. Nunca había pensado que entre las cuatro paredes aquellos muebles fueran inútiles sin la mano feliz que los vitalizara. Los olió secos, los sintió secos, los miró mudos, los halló broncos y feos en la suciedad de su vejez. Y él, ante el espejo, parado ahí con sus pantalones de campesino y los zapatos pesados, parecía el autor de aquella sequedad, la pura causa determinante de aquel sordo concierto.
El ómnibus que lo sacude al franquear la cuneta, le sacude el otro lado del alma: el actual más acá de aquel río. ¡Ah, toda la historia! ¡Cuánto tiempo pasó hasta que vio nuevamente a la señorita del baile! Enseguida había preguntado, sabía cómo se llamaba, no ignoraba ya que su nombre era Silvia Garzanti. Su padre —supo— era un honesto agricultor de Palmiras, un viejo que tomaba Fernet Branca recordando en la plaza a su dios Mitre. Pero sólo la vio, aquella segunda vez, en un mes de julio, durante un concierto de la banda de Arrayanes. Pasó junto a ella y la saludó. Todo el pueblo estaba en la plaza. Él, después del saludo, siguió su camino y no quiso pasar de nuevo ante ella por temor de que un saludo más frío anulara la virtud del primero. Después, de noche y de día, por los campos o en las poblaciones, sobrio o ligeramente achispado, la representación de esa figura de mujer encontró su fiel en el ánimo de aquel hombre tan serio, tan dramático y tan callado.
Empezó por no faltar de Arrayanes a la hora del vermut. Primero se sentaba en la confitería Primitiva, y al iniciarse la vuelta de siempre alrededor de la plaza —aquel rito llamado “la vuelta del perro”—, echaba a andar lento y solo a fin de encontrar discretamente a la que debía venir con el grupo de amigas en sentido contrario. Algunas veces ella faltó, y otras cambiaron aquel saludo por parte de ella sonriente y por parte de él nervioso e intimidado.
¡Ah, en este ómnibus que le parece tan lento, cómo le duele ahora todo aquello! Ahora va con un designio, pero entonces iba con otro, ¡tan diferente y opuesto! Hay ciertos seres misteriosamente elegidos llamados a planear sobre nuestras vidas. Aparecen y desaparecen, pero son sentidos aun en su ausencia como presencias puestas ahí por alguna razón inviolable, a la vez fatal y misteriosamente reviniente. Sí. Más de una vez se preguntó él por qué principios están regidas esas aproximaciones circulares. Por la ventanilla del ómnibus miró a ambos lados el campo. A la izquierda partía hasta perderse de vista un alfalfar florecido; a la derecha podía abarcar la azul inmensidad de los cardos. Nada tenía sentido ya para él.
No la festejó según los hábitos. La primera vez que —mientras sus amigas habían corrido tras alguien para ofrecerle alguna rifa benéfica— la halló sola en el banco de aquel crepúsculo de plaza, Barboza le comunicó torpemente, en menos de cuatro palabras, que quería casarse con ella. A ella la asombró aquel asalto galante. Roja de golpe, lo miró sin contestarle. Entonces él adujo las causas, tan precipitada y torpemente como podía actuar un bisoño en semejantes empresas. “Tenemos que tratarnos”, dijo ella. Y aquellos dos inexpertos parecieron desamparados, desprovistos de voz o movimiento durante el tiempo que duró su soledad en el banco de la plaza. Al instante volvieron, proclamando a gritos su triunfo, las vendedoras de rifas, que habían agotado hasta la última, y que de sólo ver allí la intimidación de Barboza y la demudación de su amiga, estallaron en aquel aplauso jocoso.
Él se retiró casi en el acto, sin saber si se había despedido. Recorrió el camino de la plaza sin saber menos aún por dónde iba. Cruzó maquinalmente hacia la confitería que daba el frente a la bocacalle, para pedir un vermut. Había estado allí media hora cuando advirtió su propia permanencia en un mundo que ya habitaba raptado. Y el mundo era aquella mujer.
Pasó una semana de angustia, pensando, desde Insaurralde, en qué iba a parar todo aquello. A él, que le había gustado prever, el mundo acababa de descomponérsele en perspectivas riesgosas, imposibles de ser calculadas. ¿Cómo había dado aquel paso? No se le parecía. No era cosa de él. Parecía más bien algo dictado, bajado de quién sabe dónde, a imponérsele, a someterlo. Y a aquel futuro inseguro se encontraba repentinamente ofrecido. Ya no podía volver atrás. Otra voluntad que la de él, otra fuerza, otra suerte de imperativo, estaban puestos en marcha, y él no era ya más que el sirviente de su vida, después de haber vivido como su agrio comandante.
“No me pregunte nada. Haga su trabajo y déjeme en paz”, contestó una mañana al peluquero que lo interrogaba sonriente. Paró, en el café, cualquier clase de bromas. ¿No le estaban diciendo ya “que andaba pensativo”? Dispuesto a vivir más en secreto todavía, se encerró en un malhumor inventado. Alguno creería que estaba enfermo: en pleno poder de la furia o de la misantropía.
Durante varias semanas se abstuvo de ir a Arrayanes. Sufrió su propia sentencia, la cárcel que sintió necesario prescribirse. Él mismo abarcó y después pulverizó el volumen de su malhumor. Se acusó inútil para todo mientras no volviera a Arrayanes. Y así, a los treinta días de mutismo, después de haber hecho llenar el tanque del auto en la estación de servicio, imprimió al coche una velocidad moderada, calculando llegar en poco menos de media hora. Iba con sus eternos zapatos claveteados, con su negro traje de sarga, un traje de pueblero elegante que contrastaba con los zapatos de caminador, que él decía parecidos a él por la férrea reciedumbre, y a los que obligaba despótico a una duración casi heroica.
Pero, aquel día, la temperatura cobraba el primer acento otoñal, y la plaza del pueblo vecino estaba desierta. ¿Qué hacer? Se acordó de la confitería, que tenía fama y estaba de moda, y después de dirigirse allí y dejar el auto, ya ante los ventanales —sobre los que brillaba en medio de un derroche de luces el título de Confitería Jockey Club— abarcó con la vista el salón, lleno de risas y humo. No habiendo divisado a la mujer que le importaba, iba ya a retirarse, sin otro plan que consumir la derrota, cuando vio, en la mesa mayor, entre muchachas y muchachos, a la hija del agricultor de Palmiras, que cruzaba los domingos el puente para ver a las amigas de Arrayanes.
Más que por fuera en un espejo, se vio por dentro blanco. (¡Cómo lo recuerda en ese ómnibus frío!) Y de nuevo estuvo por irse. Pero, pálido, reaccionó, y entró virilmente por la puerta lateral de la confitería.
Ella lo vio, de pronto, cohibido, inseguro en su seguridad, sin atreverse siquiera a acercarse, a saludar. Entonces se levantó, retirando la silla de Viena, y fue a dar a aquel hombre la mano como se saluda a un amigo de siempre. “¡Hola!” Y él contestó con su silencio, puesto que era un silencio expresivo.
En el acto se vio sentado entre todos, y le asombró que supieran su nombre y le hicieran ya bromas con ella. Le alegró advertir que lo habían comentado, y habría dado las gracias si hubiera sabido la forma. Se demudó, y Silvia tuvo que decirle que dejara el sombrero negro en cualquier parte. Entonces él se levantó y colgó en la percha dos veces —pues se le cayó al piso en la primera— aquel chambergo aparentemente flamante que tenía tantos años.
Todo empezó, pues, así. Después el hilo de agua se hizo torrente: él, Barboza, no dejó domingo de ir a Arrayanes a la salida de misa, aun siendo ya invierno y verse la plaza desierta. Un grupo grande se sentaba con ellos en el temprano anochecer que hacía más brillante en la confitería la precoz luminosidad, la luz de las lámparas sostenidas por las columnas de bronce, iguales a centinelas manteniendo monótona una antorcha.
En el ómnibus, ahora, todo eso le parece extrañísimo, lejano, tan ajeno a él en el recuerdo como lo es en la actualidad. Ya, ahora, lo ve como proyectado, no en un telón exterior, sino en la claridad del campo que atraviesa dando tumbos en el ómnibus semidesierto. Advierte tarde que el conductor le había estado preguntando algo y él había dejado la pregunta sin contestación.
“¿Qué me preguntaba?” “No, nada”, le ha respondido con desabrimiento el conductor. ¿Por qué será tan inevitable que vivamos todos a recíproco destiempo, hiriéndonos o agraviándonos, aun sin ser esa nuestra intención? Pero lo que él lleva en ese ómnibus no es precisamente cortesía, a los siete años de aquel encuentro que evoca, que rememora. ¡Siete años! ¡Cuánto tiempo para vivirlo; qué poco tiempo para contarlo!
Ese campo que ve sembrado, dará su fruto por unos meses. Ese cielo será pronto noche. Aquel molino lejano, en algunas horas ya no se verá. Aquel ganado que pace, se retirará a sus refugios. Y él, viajero sin compañía, llegará a su meta en plena tiniebla, cuando en el pueblo ya mucha gente esté acostada, durmiendo. Lo malo de vivir a destiempo es encontrarse siempre sin compañía, o a una inmensa distancia de su prójimo, como los orbes en el infinito. Y los que se quejan de la soledad son los que eligieron ser solitarios.
¿Dónde estaría la sentencia diciendo que iba a ser así? Somos ciegos a la lectura de nuestra vida, nosotros que nos ufanamos en leer y comentar las ajenas. Barboza piensa el momento en que pidió aquella mano. Nunca había dicho nada que no se relacionara con lo material, y la idea de proponerse a sí mismo para acompañar sin término a otro ser viviente, le quitó el sueño dos meses, antes de que se decidiera a hablar con el viejo que tomaba su Fernet en la confitería de Palmiras. Cuando se presentó a visitarlo, Barboza parecía el huérfano que era, no el orgulloso que prosperaba en Insaurralde. Recuerda aquel cuarto donde los dos viejos temblaban más que él porque les estaba pidiendo su única hija. Lloraron sin decir palabra: esa fue su aceptación. Silvia y él tomaron un té servido por la madre. (Barboza recordaría siempre la inseguridad de la mano que le ponía la taza y se la llenaba del té y de la leche antes de hacerlo con su hija. Sólo que la mano de él, donde el jabón había borrado la tierra sin borrar los surcos ya eternos, vacilaba a su turno al tener que mostrarse educada. ) La novia y él tenían el aire de niños, y él pensó que en efecto iban a ser los dos, y no sólo ella, hijos de aquellos dos viejos. Un llanto contenido le llenaba el silencio. Bebió su té y vio sobre la pobre suya la mano más blanca que había visto. Al recordarlo, ahora que el ómnibus trepida, lo siente más que entonces. Pues ahora está destrozado y entonces estaba construyéndose.
A través del campo con olor a alfalfa, que el ómnibus va encontrando y dejando atrás, el purísimo aire —aquella eternidad hecha transparente— le trajo a la vista de adentro la ceremonia, el “enlace”. Ocurrió un mes de marzo en el pueblo inmediato, Arrayanes, donde, por la cercanía —estando sólo separado por un pueblo— habían vivido los Garzanti casi al mismo tiempo que en Palmiras. Y tuvo que escuchar junto a ella virgen en su vestido blanco y en su tul las palabras sacramentales de un culto que él había ignorado del todo. En la dura soledad de sí mismo, al fondo de su castidad viril, no había tenido ante la religión más que frío. Al arrodillarse con su traje negro en el momento oportuno, era su alma la que se arrodillaba. No sabía lo que le costaría más adelante desprenderse de aquel minuto. Y lo que ahora está viendo en espíritu no es el preludio del bien, sino del mal. La vida nos forja como el fuego al hierro, y después seremos ese solo hierro que tantas veces hubiéramos necesitado dúctil, flexible.
Los Cavirón, después de la ceremonia, les dieron un baile que se inició con el módico vals y luego se quebró, bajo las luces, en ciertas danzas modernas, algún tango, algún chotis pedido por octogenarios, y una gritería de achispados. Pero afuera los esperaba un refulgente Sedán, que alguien prestó como si prestara su alma. Y cuando se fueron, tuvieron que sufrir todavía las bromas habituales o del caso, las cuchufletas, los gritos, antes de que el coche arrancara y corriera al fin por el campo nocturno.
Él ha arreglado ya entonces su casa para que aquella mujer entre. En el cuarto donde él dormía solo, estará, una semana después, el retrato de los dos en el día del casamiento. En la imagen, no distinguirán del orgullo ese aire de candor que a ambos les ha impuesto la emoción de la ceremonia. (Más de una vez él se miraría allí años más tarde para interrogar en silencio a ese hombre que en él no encontraba.)
¡Ah, cómo tuvo que forzar su aspereza para darle el contenido de lo que le era contrario: la suavidad, la ternura, los modos dóciles, la cortesía! Silvia reía de verlo atrapado en el doméstico disfraz: cediendo, cuidándose del frío, de la intemperie; haciéndose el gato manso que él se presta a hacer porque la quiere, porque le causa aquella admiración y aquella timidez.
Se encontró como un tigre casado con una gata. Pero ¡qué gata! Aquella armazón masculina de gigante de malas pulgas, enfático y malhumorado, declinaba su aspereza ante los requerimientos sutiles de una mujer tan bonita como no la había visto nunca. Él, que antes había recibido a los amigos en su casa, no les franqueó ya la entrada: tuvo que multiplicar las horas de su presencia en el bar de Insaurralde para atender los asuntos y partir con los interesados en su pericia a recorrer los terrenos. Una suerte de orgullo, vanidad o insolencia se le había instalado en la cara al sentirse dueño de la hija del viejo Garzanti. Le parecía haber dado su medida, abonado su prestigio, repartido en los pueblos del circuito el valor contante y sonante de su persona. “A ver, che —gritaba al dueño del bar—, traeme una caña doble. Hoy no estoy para hesperidinas.”
Desde el ómnibus, por la ventanilla abierta, al tiempo que respira el olor de los trigales sin fin, ve los campos conocidos: los establecimientos de El Cardo, las estancias de Viduela, Martínez, Molina y Ocalinato. ¡Ah si se pudiera ver él como veía lo objetivo: los pastos, los montes, las praderas como tableros de un ajedrez para dioses! ¿Dioses? ¿Qué quiere decir ese término? Él, Barboza, no ha hablado nunca más que en singular: “Quiero esto” o “quiero aquello”; “No se me da la gana”; “Vea, amigo, búsquese más bien otro experto: yo no tolero tanta vuelta”.
Llegar cada tarde a su casa era como llegar a un escenario donde corriera la cortina —que era la puerta— y lo llevaran sus pasos al temblor que lo licuaba, a la delicia que lo deshacía. Sin espera, caían en la cama; y él reclamaba a su mujer toda desnuda, sin tiempo de despojarse él del pantalón, de puro apetito, pura gula, pura hambre o sed de aquella carne, a la que cubría una piel como seda de tersa, o como miel y leche de color y sabor. Con desesperación, con violencia, ve ahora aquella locura, los excesos de aquellas tardes en que ella, desde la cama, sonreía aún exhausta, viéndolo todavía enardecido, con la cabeza despeinada y el pelo negro formándole dos arcos sobre la frente que le transpiraba. Ella —¿no lo sentía él desde el primer abrazo?— atendía solícita a sus caprichos, con más asombro que admiración hacia ese hombre demasiado común que no gozaba como un ser común, a quien nada bastaba en la posesión de las cosas, y nada le sugería nada excepto aquellas dos gulas gemelas: el dinero y la carne, el predominio del interés y la posesión de lo posible.
En el fondo —pensó el hombre que viajaba en el ómnibus— ¿de qué le habían servido aquellas fuerzas? Ahora lleva en ese vehículo el precio que había pagado y la mercadería que había perdido. Y si viaja —mirando obseso por la ventanilla, sacudido con la marcha del coche— es por necesitar su ganancia, su revancha, después de haber extraviado lo que obtuvo.
Silvia, ¡qué mujer tan extraña, tan secreta! ¡Qué terreno cerrado! No se adosaba a él por partes: se adosaba a él totalmente, de modo que no le quedara a ella visible esa fisura en la intimidad por la que los demás podemos ver la especie, el secreto, la condición de nuestros semejantes. Aplicada a toda hora y con todo su cuerpo a la voluntad del marido, nada quedaba de su enigma, si existía ese enigma. Más bien parecía una esclava inhumanamente ofrecida, una servidora, a quien él no tenía que confesarle el llamado: ella estaba siempre más adelante en el camino recorrido por su deseo para expresarse. Sólo al cerrar los ojos con aquella fuerza, pensó alguna vez él que ella aplastaba algo, algo más sutil que la voluntad de entregarse: quizás obtenía el silenciamiento, la mordaza aplicados a los pensamientos secretos.
¡Ah, vista retrospectivamente desde ese instante en que viaja, cuánto habría deseado él que gritara un cansancio, una fatiga, un gusto dispar, una disidencia! Sólo la había visto por entonces querer leer el único libro del que no se separó: una enorme novela descuajaringada, La guerra y la paz, que ella, por haberla concluido, releía sin tener cerca otro texto. Cuando sólo al año de casamiento le pidió que le comprara cualquier otra en el quiosco de la estación, ahora recuerda cómo le contestó, pues él era de una raza de unívocos: “Los libros envenenan la mente.”
Sí, eso le había dicho, celoso de la letra, tanto como de los hombres. Si la encerraba en la casa, ¿no cabía encerrarle también a oscuras el juicio? Sólo una vez volvieron a Arrayanes; y, demasiado enfermos, sus padres no les devolvieron la visita. Él, Barboza, pensó siempre que era “gente inferior”, como “gente inferior” era todo ser humano con excepción de él y ella.
Ahora recuerda cómo después del placer conyugal entraron sin hijos en el mutismo que él —lo ve claro— instauró. Visitaron a aquel médico de Robles, el cual pronosticó: “Amigo, no tendrá nunca hijos. En realidad, ella ya está cerrada por dentro.” ¿Cerrada por dentro? ¿Qué quería decir eso? Lo rumió, sin confesárselo a ella. ¿Se habría él excedido hasta agotarla o saciarla, hasta hastiarla? Pronto había desertado esa idea. La bestia del médico diría lo contrario en cualquier otro momento, al ser consultado de nuevo, olvidado ya sin duda de su primer diagnóstico o pronóstico.
Como la rectitud de los álamos que ahora ve, siguió él enhiesta su conducta hacia ella. ¡Ah, cómo se había servido de aquel cuerpo que dejaba yerto, abusado! Cómo se había servido de aquel cuerpo diciéndose para su coleto: “Este es mi dominio. Y yo le doy mi sangre hasta el fondo. ¡Si ya no me quedara más que una sola gota, ella la recibiría como mi última ofrenda!” Sólo que no había pensado en la ofrenda de ella. Los hombres usan a sus mujeres como las hetairas a los inocentes: si supieran que los van a agotar se apresurarían a agotarlos.
Barboza recuerda que después de la consulta al médico de Robles, él se retiró de Silvia moralmente. Sus tareas de experto decrecieron: iba por la mañana a la confitería, vuelta despacho o sala de recibo para los amigotes o los clientes. En su casa de casado no había entrado un hombre a no ser él; y todo lo que se compraba era llevado a la casa en las afueras por proveedores infantiles. De tanto en tanto, él llevaba a Silvia, en el auto que había comprado al vecino, hasta la plaza donde ella bajaría a ver las tiendas. Ella entraba y compraba algo, sin insistir en un deseo o en otro, y salía callada hasta llegar al coche y estar de nuevo dispuesta a ser dejada en la casa de dos cuartos, una cocina y el jardín de seis metros por seis donde crecían las tumbergias. Se miraba al espejo, se hallaba despeinada; y ya rara vez persistía ante aquellas imágenes arreglándose como antes esa onda de pelo caída que el espejo acusaba. Solía echarse en la cama mientras él estaba en el centro del pueblo; y luego, necesitada otra vez de nutrir su soledad, miraba por la ventana durante una o dos horas, ocupando siempre la misma silla y viendo el mismo camino y la misma loma verde. Más tarde, sin mayor gana, en una actitud laxa y lenta, regresaba al comedor, y después de haberse hecho un té, se sentaba en el jardín junto a la puerta de calle, con La guerra y la paz entre las manos, a fin de releer un fragmento y encontrarse así con algo familiar que le era adicto y le era agradable. En el fondo se sentía —no lo ignoraba él— quieta y apacible, porque lo quería y ella importaba poco al lado de él. Se sentía menos importante y no se dolía de tal condición, así como no le importaba no tener hijos porque en el marido imaginaba fundidas todas las formas posibles de relación suficiente. Él, Barboza, conocía a su vez todas esas formas de la soledad de Silvia, de su intimidad. Partía tranquilo a sus negocios sin repensar más las cosas. No pensar nada era su modo de existir.
Se conocía fatuo; no se toleraba dudar de cuanto peroraba o pensaba, hablando con sus clientes y amigos en la plaza del pueblo o frente a la redacción del Correo. Recuerda que decía: “La vida es una disciplina”, sin saber bien lo que tal frase quería significar. Sabía que el farmacéutico de la plaza tenía razón respecto de él: miraba a los demás como un emperador. Pero como no tenía más que un súbdito —aquella mujer que lo acompañaba paciente—, se sentía más viril y poderoso; y el desprecio era como su modo de llevar el pañuelo: saliéndosele demasiado por el bolsillo de la campera.
¡Con qué celeridad se produjo la congelación de ese amor tan aceleradamente inflamado! No es que, a los tres años de matrimonio, hubiera él cesado de admirarla, de desearla: es que la causa de la admiración o el deseo se transformó; resultó fatigante. Desalterado de la primera pasión o de su virulencia, él, Barboza, navegó pronto hacia el acomodamiento de sus sentidos y el apaciguamiento gradual de su transporte; no se trataba ya de que sólo debiera convivir con la belleza visible: pronto importó concederle aquello cuyo poder de concesión no le pertenecía. Se produjo en el marido un vacío de poder y, por tanto, un resentimiento. La que salía de aquellas noches de pasión, de aquel préstamo de belleza, de aquel fulgor físico violentamente participado al marido, tenía además que vivir —a partir de la salida del sol— la ausencia moral del otro participante: él, Barboza, la escuchaba en los temas sin salir de su asombro; pero a la vez sin salir de sí mismo. Aquel hombre hecho de fuerza y vigor caía disminuido en cuanto la mujer desplegaba su curiosidad o la exposición de otras riquezas menos inteligibles que aquél par de senos perfectos y estupendas facciones. Trastabillaba, caía moralmente, se aburría ante aquel mundo de gustos y conocimientos que durante el día ella manejaba excediéndose porque le importaba brillar. La hacía a ella visiblemente feliz el contar a aquel marido durante los almuerzos y las comidas, los mínimos fragmentos de la jornada que no pasaban juntos, las mil cosas del alma más que del cuerpo. No se detenía ante la perplejidad confusa de aquel mudo, un mudo casi eterno. Y él odió entonces esa riqueza de ella, ese lujo de ideas dulcemente pensadas y sabidurías de conciencia en los que no podía ni quería penetrar, que lo reducían al silencio resentido, y que hallaba presuntuoso e inútil, así en una mujer como en un hombre. Sentado en el sofá que los enfrentaba después del almuerzo y después de la comida, movía con nerviosidad de macho el extremo de la pierna cruzada y sonreía su puro e hiriente tedio, preguntándose —sin disimular el asombro— para qué podía servir a una mujer o a un hombre semejante aprendizaje de esencias o relación sutil con las ideas. Él estaba hecho de substancia; y substancia era lo que en ella lo enardecía en los abrazos. Lo demás era bostezo y tedio. A veces trataba de disimular. Entonces ella se callaba, secreta, defraudada.
Él mismo se había hecho del todo aquel silencioso de antes, el callado de la adolescencia; y ya adentro de la casa, iba de aquí allá sin una sola palabra. Parecía culpar a aquella mujer —con semejante belleza— de no haberlo dejado estar solo, al haberse él distraído de sí mismo, confundiéndose y desapareciendo en el dúo eterno.
“Yo he nacido para soltero”, le gritaba a veces en una suerte de histeria. Y una hora después erraba por el jardín y por los dos cuartos, hasta ir al fin a pedirle perdón.
Los dos permanecían luego besándose o llorando, como si lo que los castigaba no fuera de ellos, sino vaya a saber qué tercera fuerza interpuesta. Qué fuerza abstracta de contextura maligna.
En esos momentos los dos se sentían culpables de una culpa ignorada, misteriosa.
Estuvieron mucho tiempo sin tocarse, ¡cómo lo piensa él ahora!, y los dos lloraban paralelamente, sin advertirlo, en la oscuridad del cuarto y en la cama donde se daban la espalda.
En el asiento del ómnibus, ante una arboleda imponente, Barboza recogió el recuerdo de todo aquello. Aquel vacío de atención, en las épocas que recordaba, reducían a Silvia al silencio.
Fue un mes de abril cuando llegó Tino Rivera; y él, Barboza —¡cómo lo recuerda!—, lo distinguió, al entrar en el café de la plaza, bebiendo un té junto a los cristales, solo, como lo había visto andar en la adolescencia.
lunes, 29 de mayo de 2017
Mario Vargas Llosa. Cartas a un joven novelista. Carta XII.
XII
A MANERA DE POSTDATA
Querido amigo:
Unas cuantas líneas solamente, para reiterarle, a modo de despedida, algo que le he dicho ya tantas veces en el curso de esta correspondencia, en la que, banderillado por sus estimulantes misivas, he intentado describir algunos recursos de que se valen los buenos novelistas para dotar a sus ficciones de ese hechizo al que caemos rendidos los lectores. Y es que la técnica, la forma, el discurso, el texto, o como quiera llamársele —los pedantes han inventado numerosas denominaciones para algo que cualquier lector identifica sin el menor problema— es un todo irrompible, en el que separar el tema, el estilo, el orden, los puntos de vista, etcétera, equivale a realizar una disección en un cuerpo viviente. El resultado es, siempre, aun en los mejores casos, una forma de homicidio. Y un cadáver es una pálida y tramposa reminiscencia del ser vivo, en movimiento y plena creatividad, no invadido por la rigidez ni indefenso ante el avance de los gusanos.
¿Qué quiero decirle con esto? No, desde luego, que la crítica sea inútil y prescindible. Nada de eso. Por el contrario, la crítica puede ser una guía valiosísima para adentrarse en el mundo y las maneras de un autor, y, a veces, un ensayo crítico constituye en sí mismo una obra de creación, ni más ni menos que una gran novela o un gran poema. (Sin más, le cito estos ejemplos: Estudios y ensayos gongorinos, de Dámaso Alonso; To the Finland Station, de Edmund Wilson; Port Royal, de Sainte-Beuve y The Road to Xanadu, de John Livingston Lowes: cuatro tipos de crítica muy distinta pero igualmente valiosa, iluminadora y creativa.) Pero, al mismo tiempo, me parece importantísimo dejar en claro que la crítica por sí sola, aun en los casos en que es más rigurosa y acertada, no consigue agotar el fenómeno de la creación, explicarlo en su totalidad. Siempre habrá en una ficción o un poema logrados un elemento o dimensión que el análisis crítico racional no logra apresar. Porque la crítica es un ejercicio de la razón y de la inteligencia, y en la creación literaria, además de estos factores, intervienen, y a veces de manera determinante, la intuición, la sensibilidad, la adivinación, incluso el azar, que escapan siempre a las redes de la más fina malla de la investigación crítica. Por eso, nadie puede enseñar a otro a crear; a lo más, a escribir y leer. El resto, se lo enseña uno a sí mismo tropezando, cayéndose y levantándose, sin cesar.
Querido amigo: estoy tratando de decirle que se olvide de todo lo que ha leído en mis cartas sobre la forma novelesca y de que se ponga a escribir novelas de una vez.
Mucha suerte.
Lima, 10 de mayo de 1997.
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