domingo, 28 de mayo de 2017

Novela. Fragmento. PRINCIPIOS NOCTURNOS.


NOVELA. FRAGMENTO.
Una diva entre demonios

Terminada la conversación solo esperé que llegara el fin de semana para la fiesta y continué la rutina de siempre en el scriptorium.
Como iniciaba mi amistad con María Félix, no me pareció oportuno que apresurara en confirmar mi asistencia, lo haría hasta el último día y lo hice, no llamando a la diva, sino por el contrario, lo hacía por medio de Efraín Villaurrutia. Una decisión que tomaba en consenso con los senescales y pienso que resultó lo más comedida y prudente. ¿Razones? Con María uno no podía saber ni adelantar criterios. Amiga y amante incondicional también todos conocíamos los desplantes y humillaciones que cualquiera podía ser objeto de la diva en su trabajo o en su vida personal. María tenía fama de una soberbia desmedida y de un rencor mucho mayor con algunas personas que ella detestaba. Un odio y rencor recíproco que María profesaba a algunas personas del medio cinematográfico mexicano y de su Época Dorada.
Y sí, la odiaban y la amaron por igual. Algunas personas la llamaron “trepadora” y oportunista, otros le criticaron su ambición enorme solo comparada con su ego y megalomanía. Al inicio de su adolescencia pasó de ser una niña consentida y adorada del cine a convertirse –según sus detractores– en una perfecta “devoradora de hombres”.
Se casaría cuatro veces, sin embargo, sus romances con figuras públicas de antes y después de sus matrimonios, se comentaba en corrillos de los estudios Churubusco fueron por conveniencia. E Igual, se afirmaba por otras personas que la señora Félix ya a temprana edad tenía un romance incestuoso con su hermano mayor y que había tenido una o dos relaciones lésbicas.
Ella decía que su corazón de hombre le ganaba odios y rencores en donde se reflejaba un carácter fuerte que jamás se doblegaría ante nada ni ante nadie. Y en reiteradas conversaciones agregaría justificando su carácter masculino que si es una virtud en una mujer –tener corazón de hombre–, en un hombre tener corazón de mujer o alma de mujer es toda una verdadera catástrofe porque el hombre se convierte en un mujerujo.
Pude –es cierto– por medio de Aamón Príncipe de la Soberbia conocer su vida pasada y hasta el futuro que le depararía su vida como actriz, pero no lo hice por varias razones. La principal: me parecía burdo, vulgar, cerril, utilizar los poderes sobrenaturales de mi “cirineo” para hurgar en secreto acerca de su pasado y de su futuro. Quizá conociendo su pasado me podía librar u obtener ventajas en una futura relación de amistad o sentimental con la Félix, pero no lo quería hacer. Utilizaba a mis fámulos solo para mi creación literaria. Solo deseaba su ayuda en mi oficio de escritor; lo otro, hacer que los Ahrimanes pudieran torcer el “azar” a beneficio propio no lo soporté, lo calificaba como lo grotesco sobre lo grotesco.
Mentiría si dijera que la tentación no llegaría a morder la curiosidad y saber de lo que me depararía el futuro, pero prefería escamotear esa posibilidad “sobrenatural”, sospeché –y como en verdad sucedió– los parámetros en que oscilaría mi vida ya estaban o estarían delimitados con El Pacto. Más allá del “Pacto”, no existía nada para mi persona, solo un abismo tragicómico, furioso de soledad y al final del laberinto: “La Nada”.
Le decía a Efraín que cancelaba algunas charlas y reuniones que tenía fuera del DF y que otras las postergaba por varios días y que esa noche estaría allí con mis asistentes.
No podía hacerlo de otra manera: mis 7 secretarios me aconsejaban que debíamos de arribar una hora después de la hora fijada para la fiesta.
–Usía, debemos de hacernos “rogar”, un “ruego diplomático” para todos los invitados –explicó Adremelech. Agregó–: es cuestión de ética y de etiqueta, jejeje.
–Aunque la pereza me embarga, sire, una hora de retraso es lo óptimo, lo mínimo para que nos esperen... –dijo Belfegor, apartando una mosca zumbante que aparecía en el Salón de las Fuentes.
–Señor, señor, señor, no estoy de acuerdo con mis hermanos... no debemos de hacer esperar a la diva María Félix, la hemos conocido y me parece encantadora. ¿Por qué hacerla esperar por mero capricho? Estoy entusiasmado con la noche de fiesta, deberá de ser una noche en que podré ostentar mis títulos de Gilles II Barón de Rais. Porque esta sí será una fiesta, una verdadera fiesta y no la de Vorkuta, un turno de pueblo –dijo Nergal.
–Entonces, ¿nos vamos? –preguntó Goodfellow.
–Pues, nos vamos... Deseo saborear los platillos de la madame –dijo Malfas.
–¡Sí, nos vamos! –agregué.
Llegamos a Polanco y muchos de los invitados estaban a la expectativa de conocerme a mí y a mis 7 secretarios. La fama de mis excéntricos “senescales” ya se iniciaba como parte de un “dandysmo” al que yo –según mis detractores– propiciaba adrede. Ya para esa época comenzaron a llamarme con burla “el dandy Deford”, no solo por el uso de un séquito personal para mi escritura, sino por mi buen vestir, mis lujos de mis diferentes mansiones como mi vida de constantes viajes de América a Europa. Lo mediático siempre me rodearía hasta mi muerte, jamás me lo propuse sino que fueron meros accidentes en mi vida que yo supe aprovechar, porque “El Pacto” se trataba de que yo alcanzaría ser el más grande de los escritores de mi generación, no el más conocido que son asuntos diferentes. Sin embargo, en mi persona se unirían ambos elementos: el más famoso y el más importante escritor de mi generación.
 Reitero. Lo apoteósico nos esperaba desde que llegamos en las dos limosinas negras a la mansión de la diva en Polanco. Ignoro si la intención de Aamón, quien conoce el pasado y el futuro de las personas, no me advertía adrede de los paparazzis que estarían esperando tanto fuera como dentro de la residencia a nuestra llegada.
–¡Sire, observe qué recibimiento! –dijo Aamón en los instantes en que la primera limusina disminuía su velocidad para estacionarse frente a la entrada de la residencia y  los flashes iniciaron una danza alrededor de los vehículos.
–Cierto es... –aprobó Belfegor bostezando–. ¿Se da cuenta, mi señor? Una hora mínimo de retraso y mire, mi señor: ¡Cuánta gente esperando nuestra llegada, jejeje! ¡Y cuántos flashes! ¡Ya me siento un rock star, jejeje!
–¿Señor, sus lentes wayfarer, los trajo? ¡No importa que sea de noche, no importa... todo es válido para un escritor como su mercé! Le da un aire de expectación y de misterio a su rostro, señor Deford –dijo con soberbia Aamón mientras él se acomodó los wayfarer luego que pisó su pie el asfalto. Yo hice lo mismo: cubrí mis ojos con los lentes apenas mi cabeza salía de la limosina.
Y los flashes iniciaron una danza orgiástica de luces al bajar mi séquito y yo de las limosinas negras... A este punto, sospeché que la Félix confabulaba para crear todo un espectáculo circense, entusiasta, delirante, frenético, en donde la fiesta giraría alrededor, no de la película, ni a favor de mi persona como escritor sino de ella, de la Félix, relegando mi figura a un tercer plano.
En verdad en esa noche se erigían como dos gigantescos monstruos el ego de la Félix y mi propio ego. Advertí la fuerza de convocatoria que tenía la diva y la capacidad de manipulación a los medios de comunicación que poseía.
Con inteligencia, la actriz Félix sacaba provecho a beneficio propio de su leyenda y mito que ya se iniciaba en aquella época.
Pero es cierto, y no lo dudé, razones sobraban para que los invitados de la diva María Félix se reunieran en una especie de mitin improvisado en el salón sin que mi persona se lo propusiera para conocerme y conocer a tan singular y extraño séquito y de quienes la gente no obtenía mayor información.
Ya corría la leyenda de mis “acompañantes” pero muchos periodistas, críticos literarios y lectores no entendían o no podían descifrar el enigma de tan misterioso cortejo. Mis enemigos literarios comentaban con sorna que mi escritura yo la hacía con todo mi personal de trabajo a falta de imaginación. Por el contrario, los críticos literarios y los lectores que apoyaban y apoyarían mi obra afirmaban en respuesta que mi producción era tan abrumadoramente gigantesca que necesitaba tener varias personas atentas a las correcciones y a los múltiples trabajos que realizaba en seguidilla, pues pocas veces se veía a un escritor latinoamericano que produjera cualquiera de los géneros literarios: cuento, poesía, novela.
Nos bajamos de la limusina... –y por supuesto– de uno en uno fuimos entrando a la mansión de la Félix.
Rompiendo el protocolo, al llegar hice la presentación de los secretarios. María Félix estaba espléndida, lucía un pantalón negro de corte varonil que solo ella se atrevía usar en aquella época y unas botas negras un poco más abajo de la rodilla, su blusa igual negra de mangas largas y de lentejuelas hacían del conjunto una verdadera amazona que, en cualquier momento, nos iba a latigar con un fuete.
–Escritor Deford, ¡cómo se hace usted esperar! Pase, escritor Deford, bienvenido, esta es su casa, y veo que trae a sus 7 secretarios, ¿verdad? ¿No me equivoco? ¿Son 7? Ahhh, joven Deford, solo usted puede tener un grupo de trabajo tan grande... ¿asistentes?
–Señora, señora... es un placer. –Y en los instantes en que la diva del cine mexicano me hacía pasar a su mansión, los demonios iban ingresando y le hacían una pequeña genuflexión–. Señora, permítame presentarle a los demás de mi séquito que usted todavía no tiene el placer de conocer... permítame, mi señora. Le presento al señor Fabiano Stirge, quien es mi agregado diplomático y mi promotor publicitario.
–Madame... ¿qué puedo decir? Su señora no se imagina cómo hemos hablado en la Rutland-Hall de su persona –dijo con burla Aamón.
–Mi primer secretario: el señor Sawney Beane, también es el encargado de mi biblioteca particular –dije para interrumpir a Aamón y que no siguiera con sus comentarios sardónicos.
–Señora mía, qué placer más grande es conocerle. Y sí, en verdad, no miente el señor Fabiano Stirge... mucho pero mucho hablamos de su carrera cinematográfica en la Rutland-Hall. Y como puede ver... he acomodado reuniones, citas, charlas, presentaciones de libros, conferencias universitarias y uno que otro convite con editores para estar esta noche con usted. Porque todo es una cadena, una cadena, el dominó de lo intelectual, cae una pieza del dominó y pafff todo se desbarajusta.
–Pero por favor, ayayay... qué comentario, gracias, señor Beane, siéntase cómodo porque esta es su casa –afirmó la Félix con voz gutural.
–El señor Onofre de Dip es otro de mis voceros, señora, es mi ministro sin cartera. Realiza viajes al exterior para programar citas o ampliar plazos para la entrega de libros... y otras actividades que supongo la señora Félix no debe de estar interesada en escuchar. Y también, es mi arquitecto, es el responsable de mis mansiones Rutland-Hall.
–Y el joven Deford, madame, no le confesó de mi gran secreto –dijo Malfas, bajando la voz después del saludo–, mi otra afición es la cocina. Madame... cuando estoy en la Rutland-Hall, y estamos todos reunidos, me dedico a las artes de la cocina, mi señora.
–¿Cierto? Siendo así podríamos, entonces, un día que su persona tenga tiempo y si es que el joven Deford no le importe, pues, se viene para acá y hacemos una cena. ¿Verdad?
–Sería... ¿cómo decirlo? Uno de los mayores placeres que tendría en mucho pero mucho tiempo... –respondió Malfas cc Onofre de Dip.
–Y mi señora, el último que usted no conoce... es el más retozón de todos... imagínese, señora mía, que ha pasado todos estos días pensando en la fiesta, me refiero a mi embajador itinerante el Conde Estruch.
–Madame... es usted más bella en persona que en la pantalla... ¡Y no me corro!, señora mía... ganas enormes en verla, ganas enormes en saludarla... una prisa que me corroía el alma, el estar acá... es cierto, es cierto lo que dice el joven Deford –exclamó bufonesco el demonio. Y la Félix, contrario a lo que pensé, dejó escapar una sonrisa mientras sus ojos negros de inmediato miraron en derredor ante las genuflexiones y las frases de Esfría.
–Pero, qué galán es usted... ayayay, ayayay... me encantan los hombres con una “guapeza” como la suya... –respondió la Félix y el demonio le besaba la mano y los flashes no dejaron de iluminar la escena.
Los demás del séquito, a quienes ya conocía la diva María Félix, esperaron con impaciencia a que yo hiciera las presentaciones. Más, Goodfellow, Ahrimán de la Envidia, diablo de los aquelarres en Inglaterra, no esperó la presentación e interrumpió con galantería el diálogo que tenía Esfría con la Diva Félix.
–Señora, los celos por los cuales... mi pecho ya se inflama segundo a segundo... no deseo pensar que mi colega el Conde Estruch ha robado su corazón y luego la ha invitado con su galantería a vacacionar con nosotros y con el señorito Deford a la isla de Capri, en donde el joven Deford posee una quinta, herencias de un tío abuelo...
–Señora mía, estos mis... pero qué ocurrencias y atrevimiento, señora… –dije.
–¿Cierto, joven Deford? A lo mejor, terminada la película, nos vamos todos a Europa, a la isla de Capri –dijo María. Interrumpió de nuevo Goodfellow:
–Señora y sigo insistiendo como la primera vez que la vi: me encanta esa montura y esa piedra –agregó zalamero el Ahrimán, mientras inclinó su enorme cabeza y besó la mano de la Diva. Y, antes que yo pudiera presentar a Nergal y Adremelech que ya conocían a la Félix en el plató días antes, interrumpieron–: es cierto, señora, es cierto, hemos hablado el Barón de Rais, Gorgus Black y mi persona de esa bella joya que usted ostenta, digo ese anillo con ese rubí... –y mientras hablaba Adremelech cc Lord Ruthven se inclinaba al igual como lo hacían los demás del séquito y besaba la mano de María Félix agregando una vez terminada la genuflexión y levantó la cerviz–: Señora, permítame este humilde obsequio... –y sacó de la bolsa del pantalón un anillo de oro con una piedra de cornalina–. Tome, señora mía, es un simple obsequio... de parte de nosotros, los secretarios del señorito Deford, quien no sabía nada de este obsequio para la madama.
–La cornalina, señora... –empezó diciendo Belfegor el Retórico– y este anillo es de la época romana de una patricia, de una noble, de una mujer de la alta aristocracia... jejeje... no pregunte cómo lo obtuvimos...  disfrútelo... hágalo suyo. Usted no se podría imaginar cómo llegó a nuestras manos. ¡Toda una historia de siglos! Eso sí, ¡tooodooo legal, jejeje! –Y Malfas interrumpió:
–Señora, este anillo, es en efecto de una piedra semipreciosa, el valor no está tanto en la piedra sino en su antigüedad y en lo que representa mi señora... Representa... ¿cómo expresarlo? Poseía en la antigüedad usos mágicos la piedra semipreciosa de la cornalina.
–Ayayay, ayayay... pero qué sorpresa me han dado ustedes señores... ¿de verdad... es para mí... es para mí este obsequio? –preguntó con cursilería la Diva María Félix, quien volvió a mirar en derredor y se colocaba en su dedo anular el anillo romano.
–Poca cosa a tanta belleza –terceó Goodfellow que había iniciado el tema de los anillos–. Lo importante de esta piedrecilla de la cornalina es su poder mágico en contra del “mal de ojo” jejeje y también en contra de la envidia, mi señora. Usted no se podría imaginar cómo la envidia recorre el mundo. Y acá, su mercé no posee ni idea de cómo algunas personas la envidian... –y yo pensé... ¿qué se le podría regalar a una belleza como la actriz María Félix? ¿Qué se le podría obsequiar? Y me dije, perdón, qué digo, nos dijimos todos los secretarios del señorito Deford, pues le habremos de regalar, uhmmm... algo que sea bello pero que también le sirva en su vida de actriz y entonces, yo les dije: –mi señora: ¡Hecho... la cornalina, una piedra de cornalina! ¡Siempre la he conocido como la piedra favorita en contra del mal de ojo! ¡Y le aseguro, mi señora, que pocas personas conocen tanto sobre estos asuntos de la Envidia y del Mal de Ojo como yo!, jejeje. Y aquí la tiene usted mi bella señora –dijo Goodfellow lo anterior en medio de un susurro, en medio de un cuchicheo con la actriz.
–La intención es lo que me place, señor Gorgus Black. Y de esto último que me acaba de comentar pues lo sé, lo sé, mi señor Black. ¡Me envidian! ¡Imposible que no sea así! ¿Verdad? ¡Jaaa!... –respondió la actriz en un murmullo de confidencias al demonio que no dejaba de inclinar con respeto la cabeza en un pequeño bamboleo. Agregó entonces María–: Pero entremos. Y la actriz, enlazando mi antebrazo y el antebrazo de Goodfellow, empezó a caminar hacia el fondo del salón y los paparazzis que estaban dentro de la mansión captaban con sus cámaras la entrega del anillo y nuestra caminata triunfal.

sábado, 27 de mayo de 2017

Mario Vargas Llosa. Cartas a un joven novelista. Carta XI.


XI

LOS VASOS COMUNICANTES
Querido amigo:
Me gustaría, para que habláramos de este último procedimiento, los «vasos comunicantes» (después le explicaré en qué sentido hay que tomar lo de último), que releyéramos juntos uno de los más memorables episodios de Madame Bovary. Me refiero a los «comicios agrícolas» (Capítulo VIII de la segunda parte), una escena en la que, en verdad, tienen lugar dos (y hasta tres) sucesos diferentes, que, narrados de una manera trenzada, van recíprocamente contaminándose y en cierto modo modificándose. Debido a esa conformación, los distintos sucesos, articulados en un sistema de vasos comunicantes, intercambian vivencias y se establece entre ellos una interacción gracias a la cual los episodios se funden en una unidad que hace de ellos algo distinto de meras anécdotas yuxtapuestas. Hay vasos comunicantes cuando la unidad es algo más que la suma de las partes integradas en ese episodio, como ocurre durante los «comicios agrícolas».
Allí tenemos, entrelazadas por el narrador, la descripción de esa feria o fiesta rural en que los agricultores exhiben productos y animales de sus granjas, celebran festejos, las autoridades pronuncian discursos e implantan medallas, y, al mismo tiempo, en los altos del Ayuntamiento, en la «sala de las deliberaciones» —desde donde se divisa aquella feria— Emma Bovary escucha las encendidas palabras de amor con que Rodolphe, su galán, la enamora. La seducción de Madame Bovary por el noble galán es completamente autosuficiente como anécdota narrativa, pero, entrelazada como está con el discurso del consejero Lieuvain, se establece una connivencia entre ella y los menudos incidentes de la feria. El episodio adquiere otra dimensión, otra textura, y lo mismo se puede decir de esa festividad colectiva que tiene lugar al pie del balcón donde los inminentes amantes intercambian sus amorosas razones, ya que, gracias a este episodio intercalado, resulta menos grotesca y patética de lo que sería sin la presencia de ese filtro sensible, amortiguador del sarcasmo. Estamos, aquí, ponderando una delicadísima materia, que no tiene que ver con los hechos escuetos, sino con las atmósferas sensibles, con la emotividad y los perfumes psicológicos que emanan de la historia, y es en este dominio donde, bien empleado, el sistema de organización de la materia narrativa en vasos comunicantes, resulta más efectivo, como en los «comicios agrícolas» de Madame Bovary.
Toda la descripción de la feria agrícola es de un implacable sarcasmo, que subraya hasta la crueldad aquella estupidez humana (la bêtise) que fascinaba a Flaubert y que en el episodio alcanza su apogeo con la viejecilla Catherine Leroux, a la que han premiado por sus cincuenta y cuatro años de trabajo semianimal, anunciando que entregará todo el dinero del premio al cura para que diga misas por su salud espiritual. Si los pobres granjeros parecen, en esta descripción, hundidos en rutinas embrutecedoras que los despojan de sensibilidad e imaginación y hacen de ellos unas aburridas figuras pedestres y convencionales, todavía peores resultan las autoridades, gárrulos personajillos flamantes de ridículo que presiden los comicios agrícolas y en quienes la hipocresía, la doblez del alma, parece el rasgo primordial, como lo denotan las frases huecas y estereotipadas del discurso del consejero Lieuvain. Ahora bien, este cuadro tan negro y despiadado, que roza la inverosimilitud (es decir, el nulo poder de persuasión del episodio), sólo aparece cuando analizamos los comicios agrícolas disociados de la seducción a la que está visceralmente unido en la novela. En verdad, engarzado en el otro episodio, la ferocidad sarcástica queda considerablemente rebajada por efecto de esa presencia que va como sirviendo de válvula de escape a la ironía vitriólica. Ese elemento sentimental, amoroso, delicado, que introduce en él la escena de la seducción, establece un sutil contrapunto gracias al cual brota la verosimilitud. Y, por su parte, la ironía caricatural y jocosa, el elemento risueño de la fiesta rural, tiene también, de manera recíproca, un efecto moderador, corrector de los excesos de sentimentalismo —sobre todo retórico— que adornan el episodio de la seducción de Emma. Sin la presencia de ese poderoso factor «realista» que es la presencia de esos granjeros con sus vacas y cerdos allí abajo, ese diálogo en el que chisporrotean los clisés y lugares comunes del vocabulario romántico, se disolvería quizás en la irrealidad. Gracias al sistema de vasos comunicantes que los funde, las aristas que podían haber empobrecido el poder de persuasión de cada episodio han sido limadas y la unidad narrativa se ha enriquecido más bien con aquella amalgama que dota al conjunto de rica y original consistencia.
Todavía es posible establecer, en el seno de ese todo así conformado mediante los vasos comunicantes —que une la fiesta rural y la seducción— otro contrapunto sutil, al nivel retórico, entre los discursos del alcalde —allí abajo— y el romántico discurso en el oído de Emma que pronuncia el seductor. El narrador entrelaza ambos con el objetivo (plenamente logrado) de que la trenza de ambos discursos —que despliegan cada cual abundantes estereotipos de orden político o romántico— se amortigüen respectivamente, introduciendo en el relato una perspectiva irónica, sin la cual el poder de persuasión se reduciría al mínimo o desaparecería. Así pues, en los «comicios agrícolas» podemos decir que dentro de los vasos comunicantes generales hay encerrados otros, particulares, que reproducen, en la parte, la estructura global del episodio.
Ahora sí podemos intentar una definición de los vasos comunicantes. Dos o más episodios que ocurren en tiempos, espacios o niveles de realidad distintos, unidos en una totalidad narrativa por decisión del narrador a fin de que esa vecindad o mezcla los modifique recíprocamente, añadiendo a cada uno de ellos una significación, atmósfera, simbolismo, etcétera, distinto del que tendrían narrados por separado. La mera yuxtaposición no es suficiente, claro está, para que el procedimiento funcione. Lo decisivo es que haya «comunicación» entre los dos episodios acercados o fundidos por el narrador en el texto narrativo. En algunos casos, la comunicación puede ser mínima, pero si ella no existe no se puede hablar de vasos comunicantes, pues, como hemos dicho, la unidad que esta técnica narrativa establece hace que el episodio así constituido sea siempre algo más que la mera suma de sus partes.
Quizás el caso más sutil y arriesgado de vasos comunicantes se encuentre en The Wild Palms, de William Faulkner, novela en la que se cuentan, en capítulos alternados, dos historias independientes, la de una trágica historia de amor pasión (unos amores adúlteros, que terminan mal) y la de un prisionero al que una catástrofe natural semi apocalíptica —una inundación que convierte en ruinas una vasta comarca— lleva a realizar una increíble proeza para regresar a la prisión donde las autoridades, como no saben qué hacer con él, lo condenan a más años de cárcel ¡por tentativa de fuga! Estas dos historias no llegan nunca a entremezclarse anecdóticamente, aunque, en la historia de los amantes en algún momento se alude a la inundación y al penado; sin embargo, por su vecindad física, el lenguaje del narrador y un cierto clima desmesurado —en la pasión en un caso, en el desborde de los elementos y la integridad suicida que anima al prisionero en su hazaña por cumplir con su palabra de regresar a la prisión— llegan a establecer entre ambas una suerte de parentesco. Lo dijo Borges, con la inteligencia y precisión que nunca le faltaban cuando ejercitaba la crítica literaria: «Dos historias que nunca se confunden pero de alguna manera se complementan.»
Una variante interesante de vasos comunicantes es la que ensaya Julio Cortázar en Rayuela, novela que, como usted recordará, transcurre en dos lugares, París (Del lado de allá) y Buenos Aires (Del lado de acá), entre los cuales es posible establecer una cierta cronología verista (los episodios parisinos preceden a los porteños). Ahora bien, el autor ha puesto una nota, al principio, dando al lector dos distintas lecturas posibles del libro: una, llamémosla tradicional, empezando por el capítulo uno y así sucesivamente según el orden regular, y otra, saltando entre capítulos según una numeración diferente que aparece indicada al final de cada episodio. Sólo si se opta por esta segunda posibilidad se lee todo el texto de la novela; si se opta por el primero, todo un tercio de Rayuela queda excluido. Este tercio —De otros lados. (Capítulos prescindibles)— no está formado por episodios creados por Cortázar ni narrados por sus narradores; se trata de textos ajenos, de citas, o, cuando son de Cortázar, de textos autónomos, sin relación directa y anecdótica con la historia de Oliveira, la Maga, Rocamadour y demás personajes de la historia «realista» (si no resulta incongruente usar este término para Rayuela), Son collages, que, en esta relación de vasos comunicantes con los episodios propiamente novelescos referidos a ellos, pretenden añadir una dimensión nueva —que podríamos llamar mítica, literaria, un nivel retórico— a la historia de Rayuela. Ésta es, clarísimamente, la intencionalidad del contrapunto entre los episodios «realistas» y los collages. Cortázar ya había utilizado este sistema en su primera novela publicada, Los premios, donde, entremezclados a la aventura de los pasajeros del barco que es escenario de la acción, aparecían unos monólogos de Persio, de extraña factura, reflexiones de índole abstracta, metafísica, a veces algo abstrusos, cuya intención era añadir una dimensión mítica a la historia «realista» (también en este caso, como siempre en Cortázar, hablar de realismo resulta inevitablemente inadecuado).
Pero es sobre todo en algunos cuentos donde Cortázar utiliza con verdadera maestría el procedimiento de los vasos comunicantes. Permítame recordarle esa pequeña maravilla de orfebrería técnica que es «La noche boca arriba». ¿Lo tiene en la memoria? El personaje, que ha sufrido un accidente en su moto en una calle de una gran ciudad moderna —sin duda, Buenos Aires— es operado y en la cama de hospital donde convalece se traslada, en lo que al principio parece una mera pesadilla, a través de una muda temporal, a un México prehispánico, en plena «guerra florida», cuando los guerreros aztecas salían a cazar víctimas humanas para sacrificar a sus dioses. El relato avanza, a partir de allí, mediante un sistema de vasos comunicantes, de manera alternativa, entre la sala del hospital donde el protagonista convalece, y la remota noche prehispánica, en la que, convertido en un moteca, primero huye y, luego, cae en manos de sus perseguidores aztecas, quienes lo llevan a la pirámide (el teocalli) donde, con otros muchos, será sacrificado. El contrapunto se lleva a cabo a través de sutiles mudas temporales en las que, de manera podríamos decir subliminal, ambas realidades —el hospital contemporáneo y la jungla prehispánica— se van acercando y como contaminando. Hasta que, en el cráter del final —otra muda, esta vez no sólo temporal, también de nivel de realidad—, ambos tiempos se funden, y el personaje es, en verdad, no el motociclista operado en una ciudad moderna, sino un primitivo moteca, que, instantes antes de que el sacerdote le arranque el corazón para aplacar a sus dioses sanguinarios, tiene la premonición visionaria de un futuro con ciudades, motos y hospitales.
Un relato muy parecido, aunque estructuralmente mucho más complejo y en el que Cortázar utiliza los vasos comunicantes de manera todavía más original, es esa otra joya narrativa: «El ídolo de las Cícladas.» También en este relato la historia transcurre en dos realidades temporales, una contemporánea y europea —una islita griega, en las Cícladas, y un taller de escultura en las afueras de París— y cinco mil años atrás cuando menos, en esa civilización primitiva del Egeo, hecha de magia, religión, música, sacrificios y ritos que los arqueólogos tratan de reconstruir a partir de los fragmentos —utensilios, estatuas— que han llegado hasta nosotros. Pero, en este relato, esa realidad pasada se infiltra en la presente de manera más insidiosa y discreta, a través, primero, de una estatuilla venida de allí, que dos amigos, el escultor Somoza y el arqueólogo Morand, encontraron en el valle de Skoros. La estatuilla —dos años después— está en el taller de Somoza, quien ha hecho muchas réplicas, no sólo por razones estéticas, sino porque piensa que, de este modo, puede transmigrarse a sí mismo hacia aquel tiempo y aquella cultura que produjo la estatuilla. En el encuentro de Morand y Somoza, en el taller de éste, que es el presente del relato, el narrador parece insinuar que Somoza ha enloquecido y que Morand es el cuerdo. Pero, de pronto, en el prodigioso final, en que éste termina matando a aquél y perpetrando sobre el cadáver los viejos rituales mágicos y disponiéndose a sacrificar del mismo modo a su mujer Thérèse, descubrimos que, en verdad, la estatuilla se ha posesionado de los dos amigos, convirtiéndolos en hombres de la época y cultura que la fabricaron, una época que ha irrumpido violentamente en ese presente moderno que creía haberla enterrado para siempre. En este caso, los vasos comunicantes no tienen el rasgo simétrico que en «La noche boca arriba», de ordenado contrapunto. Aquí, son más bien incrustaciones espasmódicas, pasajeras, de ese remoto pasado en la modernidad, hasta que, en el magnífico cráter final, cuando vemos el cadáver de Somoza desnudo con el hacha clavada en la frente, la estatuilla embadurnada con su sangre, y a Morand, desnudo también, oyendo enloquecida música de las flautas y con el hacha levantada esperando a Thérèse, advertimos que ese pasado ha colonizado enteramente al presente, entronizando en él su barbarie mágica y ceremonial. En ambos relatos, los vasos comunicantes, asociando dos tiempos y culturas diferentes en una unidad narrativa, hacen surgir una realidad nueva, cualitativamente distinta a la mera amalgama de las dos que en ella se funden.
Y, aunque le parezca mentira, creo que con la descripción de los vasos comunicantes podemos poner punto final a los recursos o técnicas principales que sirven a los novelistas para armar sus ficciones. Tal vez haya otros, pero, yo al menos, no los he encontrado. Todos los que me saltan a la vista (la verdad es que tampoco ando buscándolos con una lupa, porque a mí lo que me gusta es leer novelas, no autopsiarlas), me dan la impresión de poder filiarse en alguno de los métodos de composición de las historias que han sido objeto de estas cartas.
Un abrazo.

viernes, 26 de mayo de 2017

El diálogo con la sombra. Por Guillermo Fernández.


El diálogo con la sombra
Guillermo Fernández
El nuevo libro de Víctor Hugo Fernández, “Genealogía de la sombra” (WG, 2017), propone una poética en la que muchos podríamos percibir resonancias generacionales y existenciales que nos unen. Es un poemario escrito con cierto tono febril, despojado, en abierta puja de intereses con la sombra, que a muchos no nos gusta mirar de frente.
La poesía aquí no es juego, sino testimonio que no intenta encubrir los eclipses de las pasiones y la convicción de que no se puede dejar de ser un espíritu abierto y dolido en las circunstancias.
Víctor Hugo forma parte de una generación que ha visto el mundo desde una gran utopía y que se ha desmoronado con los avatares del error humano. Ha vivido el engaño de las creencias y las ideologías. Forma parte de los que ya han experimentado el ácido de los escapismos, así como de las crisis de valores y el derrumbamiento de las esperanzas sociales.
La poesía de Fernández es de redención. Se busca en ella el amparo ante la verdad de los hechos, luego de que se sabe por descontado que el futuro se ha reducido al fulgor de una penumbra. Sin embargo, la redención la notamos nosotros en la persistencia de la palabra, en el trabajo sobre ella, no en otro asunto. No en la posibilidad salvífica. Al poeta solo le queda el esfuerzo en la vía de la expresión, la cual puede ser todo lo impotente que se quiera, pero al fin de cuentas es un desquite, la única prueba de que fue testigo.
El poemario empieza con la necesidad de la expresión poética: “Podrá haber pan en nuestra mesa, / leche y miel derramarse en abundancia, / sin un poema hirviendo / sobre la memoria de las horas / no habrá día, ni noche / capaz de conjurar la vida y sus misterios”.
Sin el poema, la vida es menos vida. El poeta sería solo un hombre gris, movido por las circunstancias, sin la oportunidad de ofrecer su testimonio, única arma y fortaleza ante el mundo.
Consideramos el conjunto de los poemas de este libro un maduro intento por ofrecer un discurso poético con indudable unidad estilística. Se inclina Fernández por la sencillez, antes que por el ornamento casuístico –un mal de la poesía nacional en ciertos reductos–. El acento testimonial le confiere a sus versos apreciaciones que sus contemporáneos consideramos experiencia genuina, el pago de alcanzar nuestra edad después de irremediables avatares. No es extraño, también, en la poesía de Fernández, un ritmo coloquial, llano, que deriva de sus contactos con creadores norteamericanos, de los que el poeta ha declarado ser admirador.
Nos han parecido muy buenos poemas, “Genealogía de mi sombra”, que es, a nuestro parecer, una genealogía muy común: “He aquí el bastardo, / el apátrida / concebido en el pecado / hijo de concubina / castigado por la jerarquía / sin apellido cierto / sin cuna de oro…”, poemas como “Elegías al hermano”, el desolado y hermoso “Invierno en Georgia”, “Filosofía”: “Hay un Dios que no convence, / soy el creyente infiel / que duda y niega tres veces / antes de que cante el gallo”…, “La verdadera historia de Narciso” o una imagen de la posmodernidad, donde todo es farsa o implante; el duro “Autorretrato”; el sincero “Hacer un pacto”, el disimulo de una soledad, la del poeta, la de cualquiera; “Despedida”, poemas que no son de amor y que parecen; un poema que uno puede releer porque parece un enigma que interroga, “Esa canción que nos encanta”; “Negar tres veces”, “Busco tu imagen”, entre otros trabajos importantes.
Con el poeta Fernández se llega a la claridad de las cosas ensombrecidas, de lo que no fue posible, de lo que es realmente nuestra imagen en el espejo. El mismo amor, perfume del vivo, irradia solo amenaza o decepción, no sin cierta añoranza. Se conoce finalmente el mundo y lo que es peor, nuestras limitaciones. Pero aún se tienen flaquezas amadas, irrenunciables.
“Genealogía de la sombra” es el currículum cierto de cualquier hombre de nuestra generación y está escrito con autenticidad, sin un ápice de gloria falsa. Sus mejores poemas ubican a Fernández como un vocero necesario de los escritores del extinto “Grupo sin Nombre”, del que algunos conocimos la estela. Quiere decir que la travesía de sus miembros aún no ha terminado. En este caso, Víctor Hugo, despojado de las improntas ideológicas de aquellos años setenta, ofrece el rigor de lo vivido mediante un total desenfado estilístico y una perspectiva personal, que no necesariamente es intimista.

jueves, 25 de mayo de 2017

Mario Vargas Llosa. Cartas a un joven novelista. Carta X.


X

EL DATO ESCONDIDO

Querido amigo:
En alguna parte, Ernest Hemingway cuenta que, en sus comienzos literarios, se le ocurrió de pronto, en una historia que estaba escribiendo, suprimir el hecho principal: que su protagonista se ahorcaba. Y dice que, de este modo, descubrió un recurso narrativo que utilizaría con frecuencia en sus futuros cuentos y novelas. En efecto, no es exagerado decir que las mejores historias de Hemingway están llenas de silencios significativos, datos escamoteados por un astuto narrador que se las arregla para que las informaciones que calla sean sin embargo locuaces y azucen la imaginación del lector, de modo que éste tenga que llenar aquellos blancos de la historia con hipótesis y conjeturas de su propia cosecha. Llamemos a este procedimiento «el dato escondido» y digamos rápidamente que, aunque Hemingway le dio un uso personal y múltiple (algunas veces, magistral), estuvo lejos de inventarlo, pues es una técnica vieja como la novela.
Pero, es verdad que pocos autores modernos se sirvieron de él con la audacia que el autor de El viejo y el mar. ¿Recuerda usted ese cuento magistral, acaso el más célebre de Hemingway, llamado «The killers» («Los asesinos»)? Lo más importante de la historia es un gran signo de interrogación: ¿por qué quieren matar al sueco Ole Andreson ese par de forajidos que entran con fusiles de cañones recortados al pequeño restaurante Henry's de esa localidad innominada? ¿Y por qué este misterioso Ole Andreson, cuando el joven Nick Adams le previene que hay un par de asesinos buscándolo para acabar con él, rehúsa huir o dar parte a la policía y se resigna con fatalismo a su suerte? Nunca lo sabremos. Si queremos una respuesta para estas dos preguntas cruciales de la historia, tenemos que inventarla nosotros, los lectores, a partir de los escasos datos que el narrador-omnisciente e impersonal nos proporciona: que, antes de avecindarse en el lugar, el sueco Ole Andreson parece haber sido boxeador, en Chicago, donde algo hizo (algo errado, dice él) que selló su suerte.
El dato escondido o narrar por omisión no puede ser gratuito y arbitrario. Es preciso que el silencio del narrador sea significativo, que ejerza una influencia inequívoca sobre la parte explícita de la historia, que esa ausencia se haga sentir y active la curiosidad, la expectativa y la fantasía del lector. Hemingway fue un eximio maestro en el uso de esta técnica narrativa, como se advierte en «The killers», ejemplo de economía narrativa, texto que es como la punta de un iceberg, una pequeña prominencia visible que deja entrever en su brillantez relampagueante toda la compleja masa anecdótica sobre la que reposa y que ha sido birlada al lector. Narrar callando, mediante alusiones que convierten el escamoteo en expectativa y fuerzan al lector a intervenir activamente en la elaboración de la historia con conjeturas y suposiciones es una de las más frecuentes maneras que tienen los narradores para hacer brotar vivencias en sus historias, es decir, dotarlas de poder de persuasión.
¿Recuerda usted el gran dato escondido de la (a mi juicio) mejor novela de Hemingway, The sun also rises? Sí, esa misma: la impotencia de Jake Barnes, el narrador de la novela. No está nunca explícitamente referida; ella va surgiendo —casi me atrevería a decir que el lector, espoleado por lo que lee, la va imponiendo al personaje— de un silencio comunicativo, esa extraña distancia física, la casta relación corporal que lo une a la bella Brett, mujer a la que transparentemente ama y que sin duda también lo ama o podría haberlo amado si no fuera por algún obstáculo o impedimento del que nunca tenemos información precisa. La impotencia de Jake Barnes es un silencio extraordinariamente explícito, una ausencia que se va haciendo muy llamativa, a medida que el lector se sorprende con el comportamiento inusitado y contradictorio de Jake Barnes para con Brett, hasta que la única manera de explicárselo es descubriendo (¿inventando?) su impotencia. Aunque silenciado, o, tal vez, precisamente por la manera en que lo está, ese dato escondido baña la historia de The sun also rises con una luz muy particular.
La celosía, de Robbe-Grillet (La Jalousie, en francés) es otra novela donde un ingrediente esencial de la historia —nada menos que el personaje central— ha sido exiliado de la narración, pero de tal modo que su ausencia se proyecta en ella de manera que se hace sentir a cada instante. Como en casi todas las novelas de Robbe-Grillet, en La Jalousie no hay propiamente una historia, no por lo menos como se entendía a la manera tradicional —un argumento con principio, desarrollo y conclusión—, sino, más bien, los indicios o síntomas de una historia que desconocemos y que estamos obligados a reconstituir como los arqueólogos reconstruyen los palacios babilónicos a partir de un puñado de piedras enterradas por los siglos, o los zoólogos reedifican a los dinosaurios y pterodáctilos de la prehistoria valiéndose de una clavícula o un metacarpo. De manera que podemos decir que las novelas de Robbe-Grillet están, todas, concebidas a partir de datos escondidos. Ahora bien, en La Jalousie este procedimiento es particularmente funcional, pues, para que lo que en ella se cuenta tenga sentido, es imprescindible que esa ausencia, ese ser abolido, se haga presente, tome forma en la conciencia del lector. ¿Quién es ese ser invisible? Un marido celoso, como lo sugiere el título del libro con su ambivalente significado, alguien que, poseído por el demonio de la desconfianza, espía minuciosamente todos los movimientos de la mujer a la que cela sin ser advertido por ella. Esto no lo sabe con certeza el lector; lo deduce o lo inventa, inducido por la naturaleza de la descripción, que es la de una mirada obsesiva, enfermiza, dedicada al escrutinio detallado, enloquecido, de los más ínfimos desplazamientos, gestos e iniciativas de la esposa. ¿Quién es el matemático observador? ¿Por qué somete a esa mujer a este asedio visual? Esos datos escondidos no tienen respuesta dentro del discurso novelesco y el
propio lector debe esclarecerlos a partir de las pocas pistas que la novela le ofrece. A esos datos escondidos definitivos, abolidos para siempre de una novela, podemos llamarlos elípticos, para diferenciarlos
de los que sólo han sido temporalmente ocultados al lector, desplazados en la cronología novelesca para crear expectativa, suspenso, como ocurre en las novelas policiales, donde sólo al final se descubre al
asesino. A esos datos escondidos sólo momentáneos —descolocados— podemos llamarlos datos escondidos en hipérbaton, figura poética que, como usted recordará, consiste en descolocar una palabra en el
verso por razones de eufonía o rima («Era del año la estación florida...» en vez del orden regular: «Era la estación florida del año...»).
Quizás el dato escondido más notable en una novela moderna sea el que tiene lugar en la tremebunda Santuario (Sanctuary), de Faulkner, donde el cráter de la historia —la desfloración de la juvenil y frívola Temple Drake por Popeye, un gángster impotente y psicópata, valiéndose de una mazorca de maíz— está desplazado y disuelto en hilachas de información que permiten al lector, poco a poco y retroactivamente, tomar conciencia del horrendo suceso. De este abominable silencio irradia la atmósfera en que transcurre Santuario: una atmósfera de salvajismo, represión sexual, miedo, prejuicio y primitivismo que da a Jefferson, Memphis y los otros escenarios de la historia, un carácter simbólico, de mundo del mal, de la perdición y caída del hombre, en el sentido bíblico del término. Más que una transgresión de las leyes humanas, la sensación que tenemos ante los horrores de esta novela —la violación de Temple es apenas uno de ellos; hay, además, un ahorcamiento, un linchamiento por fuego, varios asesinatos y un variado abanico de degradaciones morales— es la de una victoria de los poderes infernales, de una derrota del bien por un espíritu de perdición, que ha logrado enseñorearse de la tierra.
Todo Santuario está armado con datos escondidos. Además de la violación de Temple Drake, hechos tan importantes como el asesinato de Tommy y de Red o la impotencia de Popeye son, primero, silencios,
omisiones que sólo retroactivamente se van revelando al lector, quien, de este modo, gracias a esos datos escondidos en hipérbaton va comprendiendo cabalmente lo sucedido y estableciendo la cronología real de los sucesos. No sólo en ésta, en todas sus historias, Faulkner fue también un consumado maestro en el uso del dato escondido.
Quisiera ahora, para terminar con un último ejemplo de dato escondido, dar un salto atrás de quinientos años, hasta una de las mejores novelas de caballerías medievales, el Tirant Lo Blanc, de Joanot Martorell, una de mis novelas de cabecera. En ella el dato escondido —como hipérbaton o como elipsis— es utilizado con la destreza de los mejores novelistas modernos. Veamos cómo está estructurada la materia narrativa de uno de los cráteres activos de la novela: las bodas sordas que celebran Tirant y Carmesina y Diafebus y Estefanía (episodio que abarca desde mediados del capítulo CLXII hasta mediados del CLXIII). Éste es el contenido del episodio. Carmesina y Estefanía introducen a Tirant y Diafebus en una cámara del palacio. Allí, sin saber que Plaerdemavida los espía por el ojo de la cerradura, las dos parejas pasan la noche entregadas a juegos amorosos, benignos en el caso de Tirant y Carmesina, radicales en el de Diafebus y Estefanía. Los amantes se separan al alba y, horas más tarde, Plaerdemavida revela a Estefanía y Carmesina que ha sido testigo ocular de las bodas sordas.
En la novela esta secuencia no aparece en el orden cronológico «real», sino de manera discontinua, mediante mudas temporales y un dato escondido en hipérbaton, gracias a lo cual el episodio se enriquece extraordinariamente de vivencias. El relato refiere los preliminares, la decisión de Carmesina y Estefanía de introducir a Tirant y Diafebus en la cámara y explica cómo Carmesina, maliciando que iba a haber «celebración de bodas sordas», simula dormir. El narrador impersonal y omnisciente prosigue, dentro del orden «real» de la cronología, mostrando el deslumbramiento de Tirant cuando ve a la bella princesa y cómo cae de rodillas y le besa las manos. Aquí se produce la primera muda temporal o ruptura de la cronología: «Y cambiaron muchas amorosas razones. Cuando les pareció que era hora de irse, se separaron uno del otro y regresaron a su cuarto.» El relato da un salto al futuro, dejando en ese hiato, en ese abismo de silencio, una sabia interrogación: «¿Quién pudo dormir esa noche, unos por amor, otros por dolor?» La narración conduce luego al lector a la mañana siguiente. Plaerdemavida se levanta, entra a la cámara de la princesa Carmesina y encuentra a Estefanía «toda llena de déjame estar». ¿Qué ocurrió? ¿Por qué ese abandono voluptuoso de Estefanía? Las insinuaciones, preguntas, burlas y picardías de la deliciosa Plaerdemavida van dirigidas, en verdad, al lector, cuya curiosidad y malicia atizan. Y, por fin, luego de este largo y astuto preámbulo, la bella Plaerdemavida revela que la noche anterior ha tenido un sueño, en el que vio a Estefanía introduciendo a Tirant y Diafebus en la cámara. Aquí se produce la segunda muda temporal o salto cronológico en el episodio. Éste retrocede a la víspera y, a través del supuesto sueño de Plaerdemavida, el lector descubre lo ocurrido en el curso de las bodas sordas. El dato escondido sale a la luz, restaurando la integridad del episodio. ¿La integridad cabal? No del todo. Pues, además de esta muda temporal, como usted habrá observado, se ha producido también una muda espacial, un cambio de punto de vista espacial, pues quien narra lo que sucede en las bodas sordas ya no es el narrador impersonal y excéntrico del principio, sino Plaerdemavida, un narrador-personaje, que no aspira a dar un testimonio objetivo sino cargado de subjetividad (sus comentarios jocosos, desenfadados, no sólo subjetivizan el episodio; sobre todo, lo descargan de la violencia que tendría narrada de otro modo la desfloración de Estefanía por Diafebus). Esta muda doble —temporal y espacial— introduce pues una caja china en el episodio de las bodas sordas, es decir una narración autónoma (la de Plaerdemavida) contenida dentro de la narración general del narrador-omnisciente. (Entre paréntesis, diré que Tirant Lo Blanc utiliza muchas veces también el procedimiento de las cajas chinas o muñecas rusas. Las proezas de Tirant a lo largo del año y un día que duran las fiestas en la corte de Inglaterra no son reveladas al lector por el narrador-omnisciente, sino a través del relato que hace Diafebus al conde de Vàroic; la toma de Rodas por los genoveses transparece a través de un relato que hacen a Tirant y al duque de Bretaña dos caballeros de la corte de Francia y la aventura del mercader Gaubedi surge de una historia que Tirant cuenta a la Viuda Reposada.) De este modo, pues, con el examen de un solo episodio de este libro clásico, comprobamos que los recursos y procedimientos que muchas veces parecen invenciones modernas por el uso vistoso que hacen de ellos los escritores contemporáneos, en verdad forman parte del acervo novelesco, pues los usaban ya con desenvoltura los narradores clásicos. Lo que los modernos han hecho, en la mayoría de los casos, es pulir, refinar o experimentar con nuevas posibilidades implícitas en unos sistemas de narrar que surgieron a menudo con las más antiguas manifestaciones escritas de la ficción.
Quizás valdría la pena, antes de terminar esta carta, hacer una reflexión general, válida para todas las novelas, respecto a una característica innata del género de la cual se deriva el procedimiento de la caja china. La parte escrita de toda novela es sólo una sección o fragmento de la historia que cuenta: ésta, desarrollada a cabalidad, con la acumulación de todos sus ingredientes sin excepción —pensamientos, gestos, objetos, coordenadas culturales, materiales históricos, psicológicos, ideológicos, etcétera, que presupone y contiene la historia total— abarca un material infinitamente más amplio que el explícito en el texto y que novelista alguno, ni aun el más profuso y caudaloso y con menos sentido de la economía narrativa, estaría en condiciones de explayar en su texto.
Para subrayar este carácter inevitablemente parcial de todo discurso narrativo, el novelista Claude Simon —quien de este modo quería ridiculizar las pretensiones de la literatura «realista» de reproducir la realidad— se valía de un ejemplo: la descripción de una cajetilla de cigarrillos Gitanes. ¿Qué elementos debía incluir aquella descripción para ser realista?, se preguntaba. El tamaño, color, contenido, inscripciones, materiales de que esa envoltura consta, desde luego. ¿Sería eso suficiente? En un sentido totalizador, de ninguna manera. Haría falta, también, para no dejar ningún dato importante fuera, que la descripción incluyera un minucioso informe sobre los procesos industriales que están detrás de la confección de ese paquete y de los cigarrillos que contiene, y, por qué no, de los sistemas de distribución y comercialización que los trasladan del productor hasta el consumidor. ¿Se habría agotado de este modo la descripción total de la cajetilla de Gitanes? Por supuesto que no. El consumo de cigarrillos no es un hecho aislado, resulta de la evolución de las costumbres y la implantación de las modas, está entrañablemente conectado con la historia social, las mitologías, las políticas, los modos de vida de la sociedad; y, de otro lado, se trata de una práctica —hábito o vicio— sobre la que la publicidad y la vida económica ejercen una influencia decisiva, y que tiene unos efectos determinados sobre la salud del fumador. De donde no es difícil concluir, por este camino de la demostración llevada a extremos absurdos, que la descripción de cualquier objeto, aun el más insignificante, alargada con un sentido totalizador, conduce pura y simplemente a esa pretensión utópica: la descripción del universo.
De las ficciones podría decirse, sin duda, una cosa parecida. Que si un novelista, a la hora de contar una historia, no se impone ciertos límites (es decir, si no se resigna a esconder ciertos datos), la historia que cuenta no tendría principio ni fin, de alguna manera llegaría a conectarse con todas las historias, ser aquella quimérica totalidad, el infinito universo imaginario donde coexisten visceralmente emparentadas todas las ficciones.
Ahora bien. Si se acepta este supuesto, que una novela —o, mejor, una ficción escrita— es sólo un segmento de la historia total, de la que el novelista se ve fatalmente obligado a eliminar innumerables datos por ser superfluos, prescindibles y por estar implicados en los que sí hace explícitos, hay de todas maneras que diferenciar aquellos datos excluidos por obvios o inútiles, de los datos escondidos a que me refiero en esta carta. En efecto, mis datos escondidos no son obvios ni inútiles. Por el contrario, tienen funcionalidad, desempeñan un papel en la trama narrativa, y es por eso que su abolición o desplazamiento tienen efectos en la historia, provocando reverberaciones en la anécdota o los puntos de vista.
Finalmente, me gustaría repetirle una comparación que hice alguna vez comentando Santuario de Faulkner. Digamos que la historia completa de una novela (aquella hecha de datos consignados y omitidos) es un cubo. Y que cada novela particular, una vez eliminados de ella los datos superfluos y los omitidos deliberadamente para obtener un determinado efecto, desprendida de ese cubo adopta una forma determinada: ese objeto, esa escultura, reflejan la originalidad del novelista. Su forma ha sido esculpida gracias a la ayuda de distintos instrumentos, pero no hay duda de que uno de los más usados y valiosos para esta tarea de eliminar ingredientes hasta que se delinea la bella y persuasiva figura que queremos, es la del dato escondido (si no tiene usted un nombre más bonito que darle a este procedimiento).
Un abrazo y hasta la próxima.

miércoles, 24 de mayo de 2017

Mario Vargas Llosa. Cartas a un joven novelista. Carta IX.


IX

LA CAJA CHINA
Querido amigo:
Otro recurso del que se valen los narradores para dotar a sus historias de poder persuasivo es el que podríamos llamar «la caja china» o la «muñeca rusa» (la matriuska). ¿En qué consiste? En construir una historia como aquellos objetos folclóricos en los que se hallan contenidos objetos similares de menor tamaño, en una sucesión que se prolonga a veces hasta lo infinitesimal. Sin embargo, una estructura de esta índole, en la que una historia principal genera otra u otras historias derivadas, no puede ser algo mecánico (aunque muchas veces lo sea) para que el procedimiento funcione. Este tiene un efecto creativo cuando una construcción así introduce en la ficción una consecuencia significativa —el misterio, la ambigüedad, la complejidad— en el contenido de la historia y aparece por consiguiente como necesaria, no como mera yuxtaposición sino como simbiosis o alianza de elementos que tiene efectos trastornadores y recíprocos sobre todos ellos. Por ejemplo, aunque se puede decir que en Las mil y una noches la estructura de cajas chinas del conjunto de las célebres historias árabes que, desde que fueran descubiertas y traducidas al inglés y al francés, harían las delicias de Europa, es muchas veces mecánica, es evidente que en una novela moderna como La vida breve, de Onetti, la caja china que tiene lugar en ella es enormemente eficaz pues de ella resultan, en buena medida, la extraordinaria sutileza de la historia y las astutas sorpresas que ella depara a sus lectores.
Pero voy demasiado de prisa. Sería conveniente empezar desde el principio, describiendo con más calma esta técnica o recurso narrativo, para pasar luego a examinar sus variantes, aplicaciones, posibilidades y riesgos.
Creo que el mejor ejemplo para granearlo está en la obra ya citada, clásico del género narrativo que los españoles pudieron leer en una versión de Blasco Ibáñez, quien la tradujo a su vez de la traducción francesa del Dr. J. C. Mardrus: Las mil y una noches. Permítame que le refresque la memoria sobre la articulación de las historias entre sí. Para librarse de ser degollada como les ocurre a las esposas del terrible Sultán, Scheherazade le cuenta historias y se las arregla para que, cada noche, la historia se interrumpa de tal modo que la curiosidad de aquél por lo que va a suceder —el suspenso— le prolongue la vida un día más. Así sobrevive mil y una noches, al cabo de las cuales el Sultán perdona la vida (ganado para la ficción hasta extremos adictivos) a la eximia narradora. ¿Cómo se las ingenia la hábil Scheherazade para contar de manera enlazada, sin cesuras, esa interminable historia hecha de historias de la que pende su vida? Mediante el recurso de la caja china: insertando historias dentro de historias a través de mudas de narrador (que son temporales, espaciales y de nivel de realidad). Así: dentro de la historia del derviche ciego que está contando Scheherazade al Sultán hay cuatro mercaderes, uno de los cuales cuenta a los otros tres la historia del mendigo leproso de Bagdad, historia dentro de la cual aparece un pescador aventurero que, ni corto ni perezoso, deleita a un grupo de compradores en un mercado de Alejandría con sus proezas marineras. Como en una caja china o una muñeca rusa cada historia contiene otra historia, subordinada, en primero, segundo o tercer grado. De este modo, gracias a esas cajas chinas, las historias quedan articuladas dentro de un sistema en el que el todo se enriquece con la suma de las partes y en las que cada parte —cada historia particular— es enriquecida también (al menos afectada) por su carácter dependiente o generador respecto de las otras historias.
Usted debe de haber inventariado ya, en su memoria, un buen número de sus ficciones preferidas, clásicas o modernas, en las que hay historias dentro de historias, ya que se trata de un recurso antiquísimo y generalizado, que, sin embargo, pese a tanto uso, en manos de un buen narrador resulta siempre original. A veces, y sin duda en el caso de Las mil y una noches, la caja china se aplica de manera un tanto mecánica, sin que aquella generación de historias por las historias tenga reverberaciones significativas sobre las historias-madres (llamémoslas así). Estas reverberaciones se dan, por ejemplo, en el Quijote cuando Sancho cuenta —intercalada de comentarios e interrupciones del Quijote sobre su manera de contar— el cuento de la pastora Torralba (caja china en la que hay una interacción entre la historia-madre y la historia-hija), pero no ocurre así con otras cajas chinas, por ejemplo la novela El curioso impertinente, que el cura lee en la venta mientras don Quijote está durmiendo. Más que de una caja china en este caso cabría hablar de un collage, pues (como ocurre con muchas historias-hijas, o historias-nietas de Las mil y una noches), esta historia tiene una existencia autónoma y no provoca efectos temáticos ni psicológicos sobre la historia en la que está contenida (las aventuras de don Quijote y Sancho). Algo similar puede decirse, desde luego, de otra caja china del gran clásico: El capitán cautivo.
La verdad es que se podría escribir un voluminoso ensayo sobre la diversidad y variedad de cajas chinas que aparecen en el Quijote, ya que el genio de Cervantes dio una funcionalidad formidable a este recurso, desde la invención del supuesto manuscrito de Cide Hamete Benengeli del que el Quijote sería versión o transcripción (esto queda dentro de una sabia ambigüedad). Puede decirse que se trataba de un tópico, desde luego, usado hasta el cansancio por las novelas de caballerías, todas las cuales fingían ser (o proceder de) manuscritos misteriosos hallados en exóticos lugares. Pero ni siquiera el uso de tópicos en una novela es gratuito: tiene consecuencias en la ficción, a veces positivas, a veces negativas. Si tomamos en serio aquello del manuscrito de Cide Hamete Benengeli, la construcción del Quijote sería una matriuska de por lo menos cuatro pisos de historias derivadas:
1) El manuscrito de Cide Hamete Benengeli, que desconocemos en su totalidad e integridad sería la primera caja. La inmediatamente derivada de ella, o primera historia-hija es
2) La historia de don Quijote y Sancho que llega a nuestros ojos, una historia-hija en la que hay contenidas numerosas historias-nietas (tercera caja china) aunque de índole diferente:
3) Historias contadas por los propios personajes entre sí como la ya mencionada de la pastora Torralba que cuenta Sancho, e
4) Historias incorporadas como collages que leen los personajes y que son historias autónomas y escritas, no visceralmente unidas a la historia que las contiene, como El curioso impertinente o El capitán cautivo.
Ahora bien, la verdad es que, tal como aparece Cide Hamete Benengeli en el Quijote, es decir, citado y mencionado por el narrador-omnisciente y excéntrico a la historia narrada (aunque entrometido en ella, como vimos hablando del punto de vista espacial) cabe retroceder todavía más y establecer que, puesto que Cide Hamete Benengeli es citado, no se puede hablar de su manuscrito como de la primera instancia, la realidad fundacional —la madre de todas las historias— de la novela. Si Cide Hamete Benengeli habla y opina en primera persona en su manuscrito (según las citas que hace de él el narrador-omnisciente) es obvio que se trata de un narrador-personaje y que, por lo tanto, está inmerso en una historia que sólo en términos retóricos puede ser autogenerada (se trata, claro está, de una ficción estructural). Todas las historias que tienen ese punto de vista en las que el espacio narrado y el espacio del narrador coinciden tienen, además, fuera de la realidad de la literatura, una primera caja china que las contiene: la mano que las escribe, inventando (antes que nada) a sus narradores. Si llegamos hasta esa mano primera (y solitaria, pues ya sabemos que Cervantes era manco) debemos aceptar que las cajas chinas del Quijote constan hasta de cuatro realidades superpuestas.
El paso de una a otra de esas realidades —de una historia-madre a una historia-hija— consiste en una muda, lo habrá advertido. Digo «una» muda y me desdigo de inmediato, pues lo cierto es que en muchos casos la caja china resulta de varias mudas simultáneas: de espacio, tiempo y nivel de realidad. Veamos, como ejemplo, la admirable caja china sobre la que discurre La vida breve de Juan Carlos Onetti.
Esta magnífica novela, una de las más sutiles y hábiles que se hayan escrito en nuestra lengua, está montada enteramente, desde el punto de vista técnico, sobre el procedimiento de la caja china, que Onetti utiliza con mano maestra para crear un mundo de delicados planos superpuestos y entreverados en los que se disuelven las fronteras entre ficción y realidad (entre la vida y el sueño o los deseos). La novela está narrada por un narrador-personaje, Juan María Brausen, quien, en Buenos Aires, se tortura con la idea de la ablación de un pecho de su amante Gertrudis (víctima del cáncer), espía y fantasea a una vecina, Queca, y debe escribir un argumento de cine. Todo esto constituye la realidad básica o primera caja de la historia. Ésta se desliza, sin embargo, de manera subrepticia, hacia una colonia a orillas del río de la Plata, Santa María, donde un médico cuarentón de dudosa moral vende morfina a una de sus pacientes. Pronto descubriremos que Santa María, el médico Díaz Grey y la misteriosa morfinómana son una fantasía de Brausen, una realidad segunda de la historia, y que, en verdad, Díaz Grey es algo así como un alter ego del propio Brausen y que su paciente morfinómana es una proyección de Gertrudis. La novela va transcurriendo, de este modo, mediante mudas (de espacio y nivel de realidad) entre estos dos mundos o cajas chinas, trasladando al lector pendularmente de Buenos Aires a Santa María y de allí a Buenos Aires, en un ir y venir que, disimulado por la apariencia realista de la prosa y la eficacia de la técnica, es un viaje entre la realidad y la fantasía, o, si se prefiere, entre el mundo objetivo y el subjetivo (la vida de Brausen y las ficciones que elucubra). Esta caja china no es la única de la novela. Hay otra, paralela. Brausen espía a su vecina, una prostituta llamada Queca, que recibe clientes en el departamento vecino al suyo en Buenos Aires. Esta historia de Queca transcurre —eso parece al principio— en un plano objetivo, como la de Brausen, aunque nos llega a los lectores mediatizada por el testimonio del narrador, un Brausen que debe conjeturar mucho de lo que hace la Queca (a la que oye pero no ve). Ahora bien, en un momento dado —uno de los cráteres de la novela y una de las mudas más eficaces— el lector descubre que el criminoso Arce, cafiche de Queca, quien terminará asesinando a ésta, es, en realidad, también —ni más ni menos que como el médico Díaz Grey— otro alter ego de Brausen, un personaje (parcial o totalmente, esto no está claro) creado por Brausen, es decir alguien que viviría en un distinto plano de realidad. Esta segunda caja china, paralela a la de Santa María, coexiste con aquélla, aunque no es idéntica, pues, a diferencia de ella que es enteramente imaginaria —Santa María y sus personajes sólo existen en la fantasía de Brausen— está como a caballo entre la realidad y la ficción, entre la objetividad y la subjetividad, pues Brausen en este caso ha añadido elementos inventados a un personaje real (la Queca) y a su entorno. La maestría formal de Onetti —su escritura y la arquitectura de la historia— hace que aquella novela aparezca al lector como un todo homogéneo, sin cesuras internas, pese a estar conformada, como hemos dicho, de planos o niveles de realidad diferentes. Las cajas chinas de La vida breve no son mecánicas. Gracias a ellas descubrimos que el verdadero tema de la novela no es la historia del publicista Brausen, sino algo más vasto y compartido por la experiencia humana: el recurso a la fantasía, a la ficción, para enriquecer la vida de las gentes y la manera en que las ficciones que la mente fabula se sirven, como materiales de trabajo, de las menudas experiencias de la vida cotidiana. La ficción no es la vida vivida, sino otra vida, fantaseada con los materiales que aquélla le suministra y sin la cual la vida verdadera sería más sórdida y pobre de lo que es.
Hasta pronto.

martes, 23 de mayo de 2017

Mario Vargas Llosa. Cartas a un joven novelista. Carta VIII.


VIII

LAS MUDAS Y EL SALTO CUALITATIVO
Querido amigo:
Tiene razón, a lo largo de esta correspondencia, mientras comentaba con usted los tres puntos de vista que hay en toda novela, he usado varias veces la expresión las mudas para referirme a ciertos tránsitos que experimenta una narración, sin haberme detenido nunca a explicar con el detalle debido este recurso tan frecuente en las ficciones. Voy a hacerlo ahora, describiendo este procedimiento, uno de los más antiguos de que se valen los escribidores en la organización de sus historias.
Una «muda» es toda alteración que experimenta cualquiera de los puntos de vista reseñados. Puede haber, pues, mudas espaciales, temporales o de nivel de realidad, según los cambios ocurran en esos tres órdenes: el espacio, el tiempo y el plano de realidad. Es frecuente en la novela, sobre todo en la del siglo XX, que haya varios narradores; a veces, varios narradores-personajes, como en Mientras agonizo de Faulkner, a veces un narrador-omnisciente y excéntrico a lo narrado y uno o varios narradores-personajes como en el Ulises de Joyce. Pues bien, cada vez que cambia la perspectiva espacial del relato, porque el narrador se mueve de lugar (lo advertimos en el traslado de la persona gramatical de «él» a «yo», de «yo» a «él» u otras mudanzas) tiene lugar una muda espacial. En ciertas novelas son numerosas y en otras escasas y si ello es útil o perjudicial es algo que sólo indican los resultados, el efecto que esas mudas tienen sobre el poder de persuasión de la historia, reforzándolo o socavándolo. Cuando las mudas espaciales son eficaces, consiguen dar una perspectiva variada, diversa, incluso esférica y totalizadora de una historia (algo que determina esa ilusión de independencia del mundo real que, ya vimos, es la secreta aspiración de todo mundo ficticio). Si no lo son, el resultado puede ser la confusión: el lector se siente extraviado con esos saltos súbitos y arbitrarios de la perspectiva desde la cual se le cuenta la historia.
Quizás menos frecuentes que las espaciales sean las mudas temporales, esos movimientos del narrador en el tiempo de una historia, el que, gracias a ellos, se despliega ante nuestros ojos, simultáneamente, en el pasado, el presente o el futuro, consiguiendo también, si la técnica está bien aprovechada, una ilusión de totalidad cronológica, de autosuficiencia temporal para la historia. Hay escritores obsesionados por el tema del tiempo —vimos algunos casos— y ello se manifiesta no sólo en los temas de sus novelas; también, en la estructuración de unos sistemas cronológicos inusuales, y, a veces, de gran complejidad. Un ejemplo, entre mil. El de una novela inglesa, que dio mucho que hablar en su momento: The White Hotel, de D. M. Thomas. Esta novela narra una terrible matanza de judíos efectuada en Ucrania y tiene como delgada columna vertebral las confesiones que hace a su analista vienés —Sigmund Freud— la protagonista, la cantante Lisa Erdman. La novela está dividida desde el punto de vista temporal en tres partes, que corresponden al pasado, presente y futuro de aquel escalofriante crimen colectivo, su cráter. Así, pues, en ella, el punto de vista temporal experimenta tres mudas: del pasado al presente (la matanza) y al futuro de este hecho central de la historia. Ahora bien, esta última muda al futuro, no es sólo temporal; es también de nivel de realidad. La historia, que hasta entonces había transcurrido en un plano «realista», histórico, objetivo, a partir de la matanza, en el capítulo final, «The Camp», muda a una realidad fantástica, a un plano puramente imaginario, un territorio espiritual, inasible, en el que habitan unos seres desasidos de carnalidad, sombras o fantasmas de las víctimas humanas de aquella matanza. En este caso, la muda temporal es, también, un salto cualitativo que hace cambiar de esencia a la narración. Ésta ha sido disparada, gracias a esa muda, de un mundo realista a uno puramente fantástico. Algo parecido ocurre en El lobo estepario, de Hermann Hesse, cuando se le aparecen al narrador-personaje los espíritus inmarcesibles de grandes creadores del pasado.
Las mudas en el nivel de realidad son las que ofrecen mayores posibilidades a los escritores para organizar sus materiales narrativos de manera compleja y original. Con esto no subestimo las mudas en
el espacio y el tiempo, cuyas posibilidades son, por razones obvias, más limitadas; sólo subrayo que, dados los incontables niveles de que consta la realidad, la posibilidad de mudas es también inmensa y los escritores de todos los tiempos han sabido sacar partido a este recurso tan versátil.
Pero, quizás, antes de adentrarnos en el riquísimo territorio de las mudas, convenga hacer una distinción. Las mudas se diferencian, de un lado, por los puntos de vista en que ellas ocurren —espaciales, temporales y de nivel de realidad—, y, de otro, por su carácter adjetivo o sustantivo (accidental o esencial). Un mero cambio temporal o espacial es importante, pero no renueva la sustancia de una historia, sea ésta realista o fantástica. Sí la cambia, por el contrario, aquella muda que, como en el caso de The White Hotel, la novela sobre el holocausto a la que acabo de referirme, transforma la naturaleza de la historia, desplazándola de un mundo objetivo («realista») a otro de pura fantasía. Las mudas que provocan ese cataclismo ontológico —pues cambian el ser del orden narrativo— podemos llamarlas saltos cualitativos, prestándonos esta fórmula de la dialéctica hegeliana según la cual la acumulación cuantitativa provoca «un salto de cualidad» (como el agua que, cuando hierve indefinidamente, se transforma en vapor, o, si se enfría demasiado, se vuelve hielo). Una transformación parecida experimenta una narración cuando en ella tiene lugar una de esas mudas radicales en el punto de vista de nivel de realidad que constituyen un salto cualitativo.
Veamos algunos casos vistosos, en el rico arsenal de la literatura contemporánea. Por ejemplo, en dos novelas contemporáneas, escritas una en Brasil y otra en Inglaterra, con un buen número de años de
intervalo —me refiero a Grande Sertão: Veredas de João Guimarães Rosa y a Orlando, de Virginia Woolf— el súbito cambio de sexo del personaje principal (de hombre a mujer en ambos casos) provoca
una mudanza cualitativa en el todo narrativo, moviendo a éste de un plano que parecía hasta entonces «realista» a otro, imaginario y aun fantástico. En ambos casos, la muda es un cráter, un hecho central del
cuerpo narrativo, un episodio de máxima concentración de vivencias que contagia todo el entorno de un atributo que no parecía tener. No es el caso de La metamorfosis de Kafka, donde el hecho prodigioso,
la transformación del pobre Gregorio Samsa en una horrible cucaracha, tiene lugar en la primera frase de la historia, lo que instala a ésta, desde el principio, en lo fantástico.
Éstos son ejemplos de mudas súbitas y veloces, hechos instantáneos que por su carácter milagroso o extraordinario, rasgan las coordenadas del mundo «real» y le añaden una dimensión nueva, un orden secreto y maravilloso que no obedece a las leyes racionales y físicas sino a unas fuerzas oscuras, innatas, a las que sólo es posible conocer (y en algunos casos hasta gobernar) gracias a la mediación divina, la hechicería o magia. Pero en las novelas más célebres de Kafka, El castillo y El proceso, la muda es un procedimiento lento, sinuoso, discreto, que se produce a consecuencia de una acumulación o intensificación en el tiempo de un cierto estado de cosas, hasta que, a causa de ello, el mundo narrado se emancipa diríamos de la realidad objetiva —del «realismo»— a la que simulaba imitar, para mostrarse como una realidad otra, de signo diferente. El agrimensor anónimo de El castillo, el misterioso señor K., intenta, en repetidas oportunidades, llegar hasta esa imponente construcción que preside la comarca donde ha venido a prestar servicios y donde se halla la autoridad suprema. Los obstáculos que encuentra son baladíes, al principio; por un buen trecho de la historia, el lector tiene la sensación de estar sumergido en un mundo de minucioso realismo, que parece duplicar el mundo real en lo que éste tiene de más cotidiano y rutinario. Pero, a medida que la historia avanza y el desventurado señor K. aparece cada vez más indefenso y vulnerable, a merced de unos obstáculos que, vamos comprendiendo, no son casuales ni derivados de una mera inercia administrativa, sino las manifestaciones de una siniestra maquinaria secreta que controla las acciones humanas y destruye a los individuos, surge en nosotros, los lectores, junto con la angustia por esa impotencia en la que se debate la humanidad de la ficción, la conciencia de que el nivel de realidad en que ésta transcurre no es, aquél, objetivo e histórico, equivalente al de los lectores, sino una realidad de otra índole, simbólica o alegórica —o simplemente fantástica— de naturaleza imaginaria (lo cual, por cierto, no quiere decir que esa realidad de la novela por ser «fantástica» deje de suministrarnos enseñanzas luminosas sobre el ser humano y nuestra propia realidad). La muda tiene lugar, pues, entre dos órdenes o niveles de realidad de una manera mucho más demorada y tortuosa que en Orlando o Grande Sertão: Veredas.
Lo mismo ocurre en El proceso, donde el anónimo señor K. se ve atrapado en el pesadillesco dédalo de un sistema policial y judicial que, en un principio, nos parece «realista», una visión algo paranoica de la ineficiencia y absurdos a que conduce la excesiva burocratización de la justicia. Pero, luego, en un momento dado, a raíz de esa acumulación e intensificación de episodios absurdos, vamos advirtiendo, que, en verdad, por debajo del embrollo administrativo que priva de libertad al protagonista y va progresivamente destruyéndolo, existe algo más siniestro e inhumano: un sistema fatídico y de índole acaso metafísica ante el cual desaparece el libre albedrío y la capacidad de reacción del ciudadano, que usa y abusa de los individuos como el titiritero de las marionetas de su teatro, un orden contra el que no es posible rebelarse, omnipotente, invisible e instalado en el meollo mismo de la condición humana. Simbólico, metafísico o fantástico, este nivel de realidad de El proceso aparece también, como en El castillo, de manera gradual, progresiva, sin que sea posible determinar el instante preciso en que la metamorfosis se produce. ¿No cree usted que lo mismo ocurre, también, en Moby Dick? Esa cacería interminable por los mares del mundo de esa ballena blanca que, por su ausencia misma, adquiere una aureola legendaria, diabólica, de animal mítico ¿no piensa usted que experimenta también una muda o salto cualitativo que va transformando la novela, tan «realista» al principio, en una historia de estirpe imaginaria —simbólica, alegórica, metafísica— o simplemente fantástica?
A estas alturas, tendrá usted la cabeza llena de mudas y saltos cualitativos memorables en sus novelas favoritas. En efecto, éste es un recurso muy utilizado por los escritores de todos los tiempos, y, sobre todo, en las ficciones de tipo fantástico. Recordemos algunas de esas mudas que quedan vívidas en la memoria como símbolo del placer que nos produjo aquella lectura. ¡Ya sé! Apuesto que adiviné: ¡Comala! ¿No es esa aldea mexicana el primer nombre que se le vino a la memoria en relación con las mudas? Una asociación justificadísima, pues es difícil que quien haya leído Pedro Páramo, de Juan Rulfo, olvide nunca la impresión que le causa descubrir, ya bien avanzado el libro, que todos los personajes de aquella historia están muertos, y que la Comala de la ficción no pertenece a la «realidad», no, por lo menos, a aquella donde vivimos los lectores, sino a otra, literaria, donde los muertos, en vez de desaparecer, siguen viviendo. Esta es una de las mudas (del tipo radical, las del salto cualitativo) más eficaces de la literatura latinoamericana contemporánea. La maestría con que se lleva a cabo es tal que, si usted se pone a tratar de establecer —en el espacio o en el tiempo de la historia— cuándo ocurre, se verá ante un verdadero dilema. Porque no hay un episodio preciso —un hecho y un momento— donde y cuando la muda tiene lugar. Ocurre a pocos, gradualmente, a través de insinuaciones, vagos indicios, huellas desvaídas que apenas retienen nuestra atención cuando nos damos con ellas. Sólo más tarde, retroactivamente, la secuencia de pistas y la acumulación de hechos sospechosos y de incongruencias, nos permite tomar conciencia de que Comala no es un pueblo de seres vivos sino de fantasmas.
Pero, tal vez sería bueno pasar a otras mudas literarias menos macabras que esta de Rulfo. La más simpática, alegre y divertida que se me viene a la memoria es la de la «Carta a una señorita en París», de Julio Cortázar. Allí hay también una estupenda muda de nivel de realidad, cuando el narrador-personaje, autor de la carta del título, nos hace saber que tiene la incómoda costumbre de vomitar conejitos. He aquí un formidable salto cualitativo de esa amena historia que, sin embargo, podría tener un final bastante trágico, si, abrumado por esa segregación de conejitos, su protagonista termina suicidándose al final del relato, como lo insinúan las últimas frases de la carta.
Este es un procedimiento muy usado por Cortázar, en sus cuentos y novelas. Se valía de él para trastornar esencialmente la naturaleza de su mundo inventado, haciéndolo pasar de una realidad un poco cotidiana, sencilla, hecha de cosas predecibles, banales, rutinarias, a otra, de carácter fantástico, donde suceden cosas extraordinarias como esos conejitos que vomita una garganta humana, y en la que a veces ronda la violencia. Estoy seguro que usted ha leído «Las ménades», otro de los grandes relatos de Cortázar, donde, en este caso de manera progresiva, por acumulación numérica, se produce una transformación anímica del mundo narrado. Aquello que parece un inofensivo concierto en el teatro Corona genera al principio un entusiasmo más bien excesivo del público ante la performance de los músicos, y, por fin, degenera en una verdadera explosión de violencia salvaje, instintiva, incomprensible y animal, en un linchamiento colectivo o guerra sin cuartel. Al final de esa inesperada hecatombe nos quedamos desconcertados, preguntándonos si todo aquello en verdad ha ocurrido, si ha sido una horrenda pesadilla o si esa absurda ocurrencia ha tenido lugar en «otro mundo», armado con una insólita mezcla de fantasía, terrores recónditos y oscuros instintos del espíritu humano.
Cortázar es uno de los escritores que mejor supo utilizar este recurso de las mudas —graduales o súbitas, de espacio, tiempo y nivel de realidad— y a ello se debe en buena parte el perfil inconfundible de su mundo, en el que se alían de manera inseparable la poesía y la imaginación, un sentido infalible de lo que los surrealistas llamaban lo maravilloso-cotidiano y una prosa fluida y limpia, sin el menor amaneramiento, cuya aparente sencillez y oralidad disimulaban en verdad una compleja problemática y una gran audacia inventiva.
Y, puesto a recordar por asociación de ideas algunas mudas literarias que se me han quedado en la memoria, no puedo dejar de citar aquella que ocurre —es uno de los cráteres de la novela— en Muerte a crédito (Mort à crédit), de Céline, un autor por el que no tengo ninguna simpatía personal, más bien una clara antipatía y repugnancia por su racismo y antisemitismo, que escribió, sin embargo, dos grandes novelas (la otra es El viaje al final de la noche). En Muerte a crédito hay un episodio inolvidable: el cruce del Canal de la Mancha, que lleva a cabo el protagonista, en un ferry repleto de pasajeros. El mar está picado y con el movimiento que las aguas imponen al barquito todo el mundo a bordo —tripulación y pasajeros— se marea. Y, por supuesto, muy dentro de ese clima de sordidez y truculencia que fascinaba a Céline, todo el mundo comienza a vomitar. Hasta aquí, estamos en un mundo naturalista, de una tremenda vulgaridad y pequeñez de vida y de costumbres, pero con los pies bien hundidos en la realidad objetiva. Sin embargo, ese vómito que literalmente cae sobre nosotros, los lectores, embarrándonos con todas las porquerías y excrecencias imaginables expulsadas de esos organismos, ese vómito va, por la lentitud y eficacia de la descripción, despegando del realismo y convirtiéndose en algo esperpéntico, apocalíptico, con lo que, en un momento dado, ya no sólo ese puñado de hombres y mujeres mareados sino el universo humano parece estar botando las entrañas. Gracias a esa muda la historia cambia de nivel de realidad, alcanza una categoría visionaria y simbólica, incluso fantástica, y todo el contorno queda contagiado por la extraordinaria mudanza.
Podríamos seguir indefinidamente desarrollando este tema de las mudas, pero sería llover sobre mojado, pues los ejemplos citados ilustran de sobra la manera en que funciona el procedimiento —con sus distintas variantes— y los efectos que tiene en la novela. Quizás valga la pena insistir en algo que no me he cansado de decirle desde mi primera carta: la muda, por sí misma, nada prejuzga ni indica, y su éxito o fracaso respecto del poder de persuasión depende en cada caso de la manera concreta en que un narrador la utiliza dentro de una historia específica: el mismo procedimiento puede funcionar potenciando el poder de persuasión de una novela o destruyéndolo.
Para terminar, me gustaría recordarle una teoría sobre la literatura fantástica, que desarrolló un gran crítico y ensayista belga-francés, Roger Caillois (en el prólogo de su Anthologie du fantastique / Antología de la literatura fantástica). Según él, la verdadera literatura fantástica no es la deliberada, aquella que nace por un acto lúcido de su autor, que ha decidido escribir una historia de carácter fantástico. Para Caillois, la verdadera literatura fantástica es aquella donde el hecho extraordinario, prodigioso, fabuloso, racionalmente inexplicable, se produce de manera espontánea, sin la premeditación e incluso sin que el propio autor lo advierta. Es decir, aquellas ficciones donde lo fantástico comparece, diríamos, motu proprio. En otras palabras, esas ficciones no cuentan historias fantásticas; ellas mismas son fantásticas. Es una teoría muy discutible, sin duda, pero original y multicolor, y una buena manera de terminar esta reflexión sobre las mudas, una de cuyas versiones sería —si Caillois no fantasea demasiado— la de la muda autogenerada, que, con total prescindencia del autor, tomaría posesión de un texto y lo encaminaría por una dirección que aquél no pudo prever.
Un fuerte abrazo.

lunes, 22 de mayo de 2017

Mario Vargas Llosa. Cartas a un joven novelista. Carta VII.


VII

EL NIVEL DE REALIDAD
Estimado amigo:
Mucho le agradezco su pronta respuesta y su deseo de que continuemos explorando la anatomía novelesca. También es una satisfacción saber que no tiene muchas objeciones que oponer a los puntos de vista espacial y temporal en una novela.
Me temo, sin embargo, que el punto de vista que vamos a investigar ahora, igualmente importante que aquéllos, no le resulte de tan fácil reconocimiento. Porque ahora entraremos en un terreno infinitamente más escurridizo que los del espacio y el tiempo. Pero, no perdamos tiempo en preámbulos.
Para empezar por lo más fácil, una definición general, digamos que el punto de vista del nivel de realidad es la relación que existe entre el nivel o plano de realidad en que se sitúa el narrador para narrar la novela y el nivel o plano de realidad en que transcurre lo narrado. En este caso, también, como en el espacio y el tiempo, los planos del narrador y de lo narrado pueden coincidir o ser diferentes, y esa relación determinará ficciones distintas.
Adivino su primera objeción. «Si, en lo relativo al espacio, es fácil determinar las tres únicas posibilidades de este punto de vista —narrador dentro de lo narrado, fuera de él o incierto—, y lo mismo respecto al tiempo —dado los marcos convencionales de toda cronología: presente, pasado o futuro— ¿no nos enfrentamos a un infinito inabarcable en lo que concierne a la realidad?» Sin duda. Desde un punto de vista teórico, la realidad puede dividirse y subdividirse en una multitud inconmensurable de planos, y, por lo mismo, dar lugar en la realidad novelesca a infinitos puntos de vista. Pero, querido amigo, no se deje usted abrumar por esa vertiginosa hipótesis. Afortunadamente, cuando pasamos de la teoría a la práctica (he aquí dos planos de realidad bien diferenciados) comprobamos que, en verdad, la ficción se mueve sólo dentro de un número limitado de niveles de realidad, y que, por lo tanto, sin pretender agotarlos todos, podemos llegar a reconocer los casos más frecuentes de este punto de vista (a mí tampoco me gusta esta fórmula, pero no he encontrado una mejor) de nivel de realidad.
Quizás los planos más claramente autónomos y adversarios que puedan darse sean los de un mundo «real» y un mundo «fantástico». (Uso las comillas para subrayar lo relativo de estos conceptos, sin los cuales, sin embargo, no llegaríamos a entendernos y, acaso, ni siquiera a poder usar el lenguaje.) Estoy seguro de que, aunque no le guste mucho (a mí tampoco), aceptará que llamemos real o realista (como
opuesto a fantástico) a toda persona, cosa o suceso reconocible y verificable por nuestra propia experiencia del mundo y fantástico a lo que no lo es. La noción de fantástico comprende, pues, multitud de
escalones diferentes: lo mágico, lo milagroso, lo legendario, lo mítico, etcétera.
Provisionalmente de acuerdo sobre este asunto, le diré que ésta es una de las relaciones de planos contradictorios o idénticos que puede darse en una novela entre el narrador y lo narrado. Y, para que ello se vea más claro, vayamos a un ejemplo concreto, valiéndonos otra vez de la brevísima obra maestra de Augusto Monterroso, «El dinosaurio»:
«Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí.»
¿Cuál es el punto de vista de nivel de realidad en este relato? Estará de acuerdo conmigo en que lo narrado se sitúa en un plano fantástico, pues en el mundo real, que usted y yo conocemos a través de nuestra experiencia, es improbable que los animales prehistóricos que se nos aparecen en el sueño —en las pesadillas— pasen a la realidad objetiva y nos los encontremos corporizados al pie de nuestra cama al abrir los ojos. Es evidente, pues, que el nivel de realidad de lo narrado es lo imaginario o fantástico. ¿Es también ése el plano en el que está situado el narrador (omnisciente e impersonal) que nos lo narra? Me atrevo a decir que no, que este narrador se ha situado más bien en un plano real o realista, es decir, opuesto y contradictorio en esencia al de aquello que narra. ¿Cómo lo sé? Por una brevísima pero inequívoca indicación, un santo y seña al lector, diríamos, que nos hace el parco narrador al contarnos esta apretada historia: el adverbio todavía. No es sólo una circunstancia temporal objetiva la que encierra esa palabra, indicándonos el milagro (el paso del dinosaurio de la irrealidad soñada a la realidad objetiva). Es, también, una llamada de atención, una manifestación de sorpresa o maravillamiento ante el extraordinario suceso. Ese todavía lleva unos invisibles signos de admiración a sus flancos y está implícitamente urgiéndonos a sorprendernos con el prodigioso acontecimiento. («Fíjense ustedes la notable ocurrencia: el dinosaurio está todavía allí, cuando es obvio que no debería estarlo, pues en la realidad real no ocurren estas cosas, ellas sólo son posibles en la realidad fantástica.») Así, ese narrador está narrando desde una realidad objetiva; si no, no nos induciría mediante la sabia utilización de un adverbio anfibológico a tomar conciencia de la transición del dinosaurio del sueño a la vida, de lo imaginario a lo tangible.
He aquí, pues, el punto de vista de nivel de realidad de «El dinosaurio»: un narrador que, situado en un mundo realista, refiere un hecho fantástico. ¿Recuerda usted otros ejemplos semejantes de este punto de vista? ¿Qué ocurre, por ejemplo, en el relato largo —o novela corta— de Henry James, Una vuelta de tuerca o La vuelta del tornillo (The turn of the screw) ya mencionado? La terrible mansión campestre que sirve de escenario a la historia, Bly, hospeda a fantasmas que se les aparecen a los pobres niños-personajes y a su gobernanta, cuyo testimonio —que nos transmite otro narrador-personaje— es el sustento de todo lo que sucede. Así, no hay duda de que lo narrado —el tema, la anécdota— se sitúa en el relato de James en un plano fantástico. ¿Y el narrador, en qué plano está? Las cosas comienzan a complicarse un poco, como siempre en Henry James, un mago de ingentes recursos en la combinación y manejo de los puntos de vista, gracias a lo cual sus historias tienen siempre una aureola sutil, ambigua, y se prestan a interpretaciones tan diversas. Recordemos que en la historia no hay uno, sino dos narradores (¿o serán tres, si añadimos al narrador invisible y omnisciente que antecede en todos los casos, desde la total invisibilidad, al narrador-personaje?) Hay un narrador primero o principal, innominado, que nos refiere haber escuchado leer a su amigo Douglas una historia, escrita por la misma gobernanta que nos cuenta la historia de los fantasmas. Aquel primer narrador se sitúa, visiblemente, en un plano «real» o «realista» para transmitir esa historia fantástica, que lo desconcierta y pasma a él tanto como a nosotros los lectores. Ahora bien, el otro narrador, esa narradora en segunda instancia, narradora derivada, que es la gobernanta y que «ve» al fantasma, es claro que no está en el mismo plano de realidad, sino más bien en uno fantástico, en el que —a diferencia de este mundo que conocemos por nuestra propia experiencia— los muertos vuelven a la tierra a «penar» en las casas que habitaron cuando estaban vivos, a fin de atormentar a los nuevos moradores. Hasta ahí, podríamos decir que el punto de vista de nivel de realidad de esta historia es el de una narración de hechos fantásticos, que consta de dos narradores, uno situado en un plano realista u objetivo y otro —la gobernanta— que más bien narra desde una perspectiva fantástica. Pero, cuando examinamos todavía más de cerca, con lupa, esta historia, percibimos una nueva complicación en este punto de vista de nivel de realidad. Y es que, a lo mejor, la gobernanta no ha visto a los celebérrimos fantasmas, que sólo ha creído verlos, o los ha inventado. Esta interpretación —que es la de algunos críticos—, si es cierta (es decir, si la elegimos los lectores como cierta), convierte a The turn of the screw en una historia realista, sólo que narrada desde un plano de pura subjetividad —el de la histeria o neurosis— de una solterona reprimida y sin duda con una innata propensión a ver cosas que no están ni son en el mundo real. Los críticos que proponen esta lectura de Una vuelta de tuerca leen este relato como una obra realista, ya que el mundo real abarca también el plano subjetivo, donde tienen lugar las visiones, ilusiones y fantasías. Lo que daría apariencia fantástica a este relato no sería su contenido sino la sutileza con que está contado; su punto de vista de nivel de realidad sería el de la pura subjetividad de un ser psíquicamente alterado que ve cosas que no existen y toma por realidades objetivas sus miedos y fantasías.
Bueno, he aquí dos ejemplos de las variantes que puede tener el punto de vista de nivel de realidad en uno de sus casos específicos, cuando hay en él una relación entre lo real y lo fantástico, el tipo de oposición radical que caracteriza a esa corriente literaria que llamamos fantástica (aglutinando en ella, le repito, materiales bastante diferentes entre sí). Le aseguro que si nos pusiéramos a examinar este punto de vista entre los más destacados escritores de literatura fantástica de nuestro tiempo —he aquí una rápida enumeración: Borges, Cortázar, Calvino, Rulfo, Pierre de Mandiargues, Kafka, García Márquez, Alejo Carpentier— encontraríamos que ese punto de vista —es decir, esa relación entre esos dos universos diferenciados que son los de lo real y lo irreal o fantástico tal como los encarnan o representan el narrador y lo narrado— da lugar a infinidad de matices y variantes, al punto de que, tal vez, no sea una exageración sostener que la originalidad de un escritor de literatura fantástica reside sobre todo en la manera como en sus ficciones aparece el punto de vista de nivel de realidad.
Ahora bien, la oposición (o coincidencia) de planos que hasta ahora hemos visto —lo real y lo irreal, lo realista y lo fantástico— es una oposición esencial, entre universos de naturaleza diferente. Pero la ficción real o realista consta también de planos diferenciados entre sí, aunque todos ellos existan y sean reconocibles por los lectores a través de su experiencia objetiva del mundo, y los escritores realistas puedan, por lo tanto, valerse de muchas opciones posibles en lo que concierne al punto de vista de nivel de realidad en las ficciones que inventan.
Quizás, sin salir de este mundo del realismo, la diferencia más saltante sea la de un mundo objetivo —de cosas, hechos, personas, que existen de por sí, en sí mismos— y un mundo subjetivo, el de la interioridad humana, que es el de las emociones, sentimientos, fantasías, sueños y motivaciones psicológicas de muchas conductas. Si usted se lo propone, su memoria le va a ofrecer de inmediato entre sus escritores preferidos a buen número que puede usted situar —en esta clasificación arbitraria— en el bando de escritores objetivos y a otros tantos en la de los subjetivos, según sus mundos novelescos tiendan principal o exclusivamente a situarse en una de estas dos caras de la realidad. ¿No es clarísimo que pondría usted entre los objetivos a un Hemingway y entre los subjetivos a un Faulkner? ¿Que merece figurar entre estos últimos una Virginia Woolf y entre aquéllos un Graham Greene? Pero, ya lo sé, no se enoje, estamos de acuerdo en que esa división entre objetivos y subjetivos es demasiado general, y que aparecen muchas diferencias entre los escritores afiliados en uno u otro de estos dos grandes modelos genéricos. (Ya veo que coincidimos en considerar que, en literatura, lo que importa es siempre el caso individual, pues el genérico es siempre insuficiente para decirnos todo lo que quisiéramos saber sobre la naturaleza particular de una novela concreta.)
Veamos algunos casos concretos, entonces. ¿Ha leído usted La Jalousie, de Alain Robbe-Grillet? No creo que sea una obra maestra, pero sí una novela muy interesante, acaso la mejor de su autor y una de las mejores que produjo ese movimiento —de poca duración— que conmovió el panorama literario francés en los años sesenta, le nouveau roman (o la nueva novela) y del que Robbe-Grillet fue portaestandarte y teorizador. En su libro de ensayos (Pour un nouveau roman / Por una novela nueva), Robbe-Grillet explica que su pretensión es depurar la novela de todo psicologismo, más todavía, de subjetivismo e interioridad, concentrando su visión en la superficie exterior, física, de ese mundo objetalizado, cuya irreductible realidad reside en las cosas, «duras, tercas, inmediatamente presentes, irreductibles». Bueno, con esta (pobrísima) teoría, Robbe-Grillet escribió algunos libros soberanamente aburridos, si usted me permite la descortesía, pero también algunos textos cuyo interés innegable reside en lo que llamaríamos su destreza técnica. Por ejemplo, La Jalousie. Es una palabra muy poco objetiva —¡vaya paradoja!— pues en francés ella quiere decir simultáneamente «la celosía» y los «celos», una anfibología que en español desaparece. La novela es, me atrevo a decir, la descripción de una mirada glacial, objetiva, cuyo anónimo e invisible ser es presumiblemente un marido celoso, espiando a la mujer a la que cela. La originalidad (la acción diríamos, en tono risueño) de esa novela no está en el tema, pues no ocurre nada, o mejor dicho nada digno de memoria, salvo esa mirada incansable, desconfiada, insomne, que asedia a la mujer. Toda ella reside en el punto de vista de nivel de realidad. Se trata de una historia realista (ya que no hay en ella nada que no podamos reconocer a través de nuestra experiencia), relatada por un narrador excéntrico al mundo narrado, pero tan próximo de ese observador que a ratos tendemos a confundir la voz de éste con la suya. Ello se debe a la rigurosa coherencia con que se respeta en la novela el punto de vista de nivel de realidad, que es sensorial, el de unos ojos encarnizados, que observan, registran y no dejan escapar nada de lo que hace y rodea a quien acechan, y que, por lo tanto, sólo pueden capturar (y transmitirnos) una percepción exterior, sensorial, física, visual del mundo, un mundo que es pura superficie —una realidad plástica—, sin trasfondo anímico, emocional o psicológico. Bueno, se trata de un punto de vista de nivel de realidad bastante original. Entre todos los planos o niveles de que consta la realidad, se ha confinado en uno solo —el visual— para contarnos una historia, que, por ello mismo, parece transcurrir exclusivamente en ese plano de total objetividad.
No hay duda de que este plano o nivel de realidad en el que Robbe-Grillet sitúa sus novelas (sobre todo La Jalousie) es totalmente diferente de aquel en el que solía situar las suyas Virginia Woolf, otra de las grandes revolucionarias de la novela moderna. Virginia Woolf escribió una novela fantástica, claro está —Orlando—, donde asistimos a la imposible transformación de un hombre en mujer, pero sus otras novelas pueden ser llamadas realistas, porque ellas están desprovistas de maravillas de esta índole. La «maravilla» que se da en ellas consiste en la delicadeza y finísima textura con que en ellas aparece «la realidad». Ello se debe, por supuesto, a la naturaleza de su escritura, a su estilo refinado, sutil, de una evanescente levedad y al mismo tiempo un poderosísimo poder de sugerencia y evocación. ¿En qué plano de realidad transcurre, por ejemplo, Mrs. Dalloway (La señora Dalloway), una de sus novelas más originales? ¿En el de las acciones o comportamientos humanos, como las historias de Hemingway, por ejemplo? No; en un plano interior y subjetivo, en el de las sensaciones y emociones que la vivencia del mundo deja en el espíritu humano, esa realidad no tangible pero sí verificable, que registra lo que ocurre a nuestro alrededor, lo que vemos y hacemos, y lo celebra o lamenta, se conmueve o irrita con ello y lo va calificando. Ese punto de vista de nivel de realidad es otra de las originalidades de esta gran escritora, que consiguió, gracias a su prosa y a la preciosa y finísima perspectiva desde la que describió su mundo ficticio, espiritualizar toda la realidad, desmaterializarla, impregnarle un alma. Exactamente en las antípodas de un Robbe-Grillet, quien desarrolló una técnica narrativa encaminada a codificar la realidad, a describir todo lo que ella contiene —incluidos los sentimientos y emociones— como si fueran objetos.
Espero que, a través de estos pocos ejemplos, haya usted llegado a la misma conclusión que llegué yo hace ya tiempo en lo que concierne al punto de vista de nivel de realidad. Que en él reside, en muchos casos, la originalidad del novelista. Es decir, en haber encontrado (o destacado, al menos, por encima o con exclusión de los otros) un aspecto o función de la vida, de la experiencia humana, de lo existente, hasta entonces olvidado, discriminado o suprimido en la ficción, y cuyo surgimiento, como perspectiva dominante, en una novela, nos brinda una visión inédita, renovadora, desconocida de la vida. ¿No es esto lo que ocurrió, por ejemplo, con un Proust o un Joyce? Para aquél, lo importante no está en lo que ocurre en el mundo real, sino en la manera como la memoria retiene y reproduce la experiencia vivida, en esa labor de selección y rescate del pasado que opera la mente humana. No se puede pedir, pues, una realidad más subjetiva que aquella en la que transcurren los episodios y evolucionan los personajes de En busca del tiempo perdido. ¿Y, en lo que concierne a Joyce, no fue acaso una innovación cataclísmica el Ulises, donde la realidad aparecía «reproducida» a partir del movimiento mismo de la conciencia humana que toma nota, discrimina, reacciona emotiva e intelectualmente, valora y atesora o desecha lo que va viviendo? Privilegiando planos o niveles de realidad que, antes, se desconocían o apenas se mencionaban, sobre los más convencionales, ciertos escritores aumentan nuestra visión de lo humano. No sólo en un sentido cuantitativo, también en el de la cualidad. Gracias a novelistas como Virginia Woolf o Joyce o Kafka o Proust, podemos decir que se ha enriquecido nuestro intelecto y nuestra sensibilidad para poder identificar, dentro del vértigo infinito que es la realidad, planos o niveles —los mecanismos de la memoria, el absurdo, el discurrir de la conciencia, las sutilezas de las emociones y percepciones— que antes ignorábamos o sobre los que teníamos una idea insuficiente o estereotipada.
Todos estos ejemplos muestran el amplísimo abanico de matices que pueden diferenciar entre sí a los autores realistas. Ocurre lo mismo con los fantásticos, desde luego. Me gustaría, pese a que esta carta amenaza también con dilatarse más de lo prudente, que examináramos el nivel de realidad que predomina en El reino de este mundo de Alejo Carpentier.
Si tratamos de situar a esta novela en uno de los dos campos literarios en que hemos dividido a la ficción según su naturaleza realista o fantástica, no hay duda de que le corresponde este último, pues en la historia que ella narra —y que se confunde con la historia del haitiano Henri Christophe, el constructor de la célebre Citadelle— ocurren hechos extraordinarios, inconcebibles en el mundo que conocemos a través de nuestra experiencia. Sin embargo, cualquiera que haya leído ese hermoso relato no se sentiría satisfecho con su mera asimilación a la literatura fantástica. Ante todo, porque lo fantástico que sucede en él no tiene ese semblante explícito y manifiesto con que aparece en autores fantásticos como Edgar Allan Poe, el Robert Louis Stevenson de Dr. Jekyll and Mr. Hyde o Jorge Luis Borges, en cuyas historias la ruptura con la realidad es flagrante. En El reino de este mundo, las ocurrencias insólitas lo parecen menos porque su cercanía de lo vivido, de lo histórico —de hecho, el libro sigue muy de cerca episodios y personajes del pasado de Haití—, contamina aquellas ocurrencias de un relente realista. ¿A qué se debe ello? A que el plano de irrealidad en que se sitúa a menudo lo narrado en aquella novela es el mítico o legendario, aquél que consiste en una transformación «irreal» del hecho o personaje «real» histórico, en razón de una fe o creencia que, en cierto modo, lo legitima objetivamente. El mito es una explicación de la realidad determinada por ciertas convicciones religiosas o filosóficas, de modo que en todo mito hay, siempre, junto al elemento imaginario o fantástico, un contexto histórico objetivo; su asiento en una subjetividad colectiva que existe y pretende (en muchos casos, lo consigue) imponerlo en la realidad, como imponen en el mundo real ese planeta fantástico, los sabios conspiradores del relato de Borges, «Tlön, Uqbar, Orbis Tertius». La formidable hazaña técnica de El reino de este mundo es el punto de vista de nivel de realidad diseñado por Carpentier. La historia transcurre a menudo en ese plano mítico o legendario —el primer peldaño de lo fantástico o el último del realismo—, y va siendo narrada por un narrador impersonal que, sin instalarse totalmente en ese mismo nivel, está muy cerca de él, rozándolo, de modo que la distancia que toma con lo que narra es lo suficientemente pequeña como para hacemos vivir casi desde adentro los mitos y leyendas de que su historia se compone, y lo bastante inequívoca, sin embargo, para hacernos saber que aquello no es la realidad objetiva de la historia que cuenta, sino una realidad desrealizada por la credulidad de un pueblo que no ha renunciado a la magia, a la hechicería, a las prácticas irracionales, aunque exteriormente parezca haber abrazado el racionalismo de los colonizadores de los que se ha emancipado.
Podríamos seguir indefinidamente tratando de identificar puntos de vista de nivel de realidad originales e insólitos en el mundo de la ficción, pero creo que estos ejemplos bastan y sobran para mostrar lo diversa que puede ser la relación entre el nivel de realidad en que se hallan lo narrado y el narrador y cómo este punto de vista nos permite hablar, si somos propensos a la manía de las clasificaciones y catalogaciones, algo que yo no lo soy y espero que usted tampoco lo sea, de novelas realistas o fantásticas, míticas o religiosas, psicológicas o poéticas, de acción o de análisis, filosóficas o históricas, surrealistas o experimentales, etcétera, etcétera. (Establecer nomenclaturas es un vicio que nada aplaca.)
Lo importante no es en qué compartimento de esas escuetas o infinitas tablas clasificatorias se encuentra la novela que analizamos. Lo importante es saber que en toda novela hay un punto de vista espacial, otro temporal y otro de nivel de realidad, y que, aunque muchas veces no sea muy notorio, los tres son esencialmente autónomos, diferentes uno del otro, y que de la manera como ellos se armonizan y combinan resulta aquella coherencia interna que es el poder de persuasión de una novela. Esa capacidad de persuadirnos de su «verdad», de su «autenticidad», de su «sinceridad», no viene nunca de su parecido o identidad con el mundo real en el que estamos los lectores. Viene, exclusivamente, de su propio ser, hecho de palabras y de la organización del espacio, tiempo y nivel de realidad de que ella consta. Si las palabras y el orden de una novela son eficientes, adecuados a la historia que ella pretende hacer persuasiva a los lectores, quiere decir que hay en su texto un ajuste tan perfecto, una fusión tan cabal del tema, el estilo y los puntos de vista, que el lector, al leerla, quedará tan sugestionado y absorbido por lo que ella le cuenta, que olvidará por completo la manera como se lo cuenta, y tendrá la sensación de que aquella novela carece de técnica, de forma, que es la vida misma manifestándose a través de unos personajes, unos paisajes y unos hechos que le parecen nada menos que la realidad encarnada, la vida leída. Ese es el gran triunfo de la técnica novelesca: alcanzar la invisibilidad, ser tan eficaz en la construcción de la historia a la que ha dotado de color, dramatismo, sutileza, belleza, sugestión, que ya ningún lector se percate siquiera de su existencia, pues, ganado por el hechizo de aquella artesanía, no tiene la sensación de estar leyendo, sino viviendo una ficción que, por un rato al menos, ha conseguido, en lo que a ese lector concierne, suplantar a la vida.
Un abrazo.

Archivo del blog

DE SOBREMESA Rayuela: los yerros del salto En colaboración: Dr. Enrico Pugliatti y J. Méndez-Limbrick

  Rayuela : los yerros del salto 1. El culto al caos disfrazado de libertad Cortázar propone una lectura no lineal, pero el “tablero de dire...

Páginas