lunes, 10 de abril de 2017

Últimas palabras Yukio Mishima (autor/a) Hideo Kobayashi (autor/a) Takashi Furubayashi (autor/a) Carlos Rubio López de la Llave (traductor/a)


INTRODUCCIÓN


INÉDITAS EN ESPAÑOL, las dos entrevistas a Mishima de este libro, una de ellas celebrada pocos días antes de su muerte, arrojan insospechadas luces de comprensión sobre la personalidad, obra y pensamiento de Yukio Mishima: el «mito Mishima» bajo novedosos focos.
Con la salvedad tal vez del haiku, Yukio Mishima ha hecho más que nadie y nada por difundir la literatura japonesa en el extranjero. Con su palabra supo cautivar fuera de sus fronteras, logro extraordinario para un autor japonés. A este Dalí a la japonesa lo privaron del Nobel su juventud, sus excentricidades y sus opiniones políticas ultranacionalistas. Pero alcanzó una notoriedad dentro y fuera de Japón que ningún otro literato de Japón ha conseguido en el siglo XX y que le ha valido estar en la selecta galería de los diez escritores más traducidos de dicho siglo. Tal fama se debió a las 257 obras creadas en su corta vida (1925-1970) —entre las que se incluyen 18 obras de teatro y una película—, a los llamativos claroscuros de su personalidad y a su espectacular salida de escena. Esta última, ritualizada en el harakiri —el suicidio al uso samurái— y reproducida en las portadas de los periódicos de todo el mundo a finales de 1970, grabó el nombre de Mishima en la mente de millones de personas fuera de Japón, hasta entonces sin apenas interés en la literatura japonesa. Muchas obras suyas, algunas ya conocidas antes en Occidente[1], se tradujeron aceleradamente, a veces con portadas que mostraban la fotografía del autor semidesnudo con una katana en la mano. Su suicidio el 25 de noviembre de 1970, fríamente planificado por él mismo, preludiado por los personajes de sus novelas desde hacía dos décadas e insinuado en su galanteo con el pensamiento samurái y el trinomio belleza-erotismo-muerte, si bien catapultó aún más su fama, ha contribuido, por otro lado, a restar ecuanimidad en la valoración de su obra, especialmente en Japón. Tenía cuarenta y cinco años, el momento idóneo, según él, para salirse de escena. Con el fin probable de dar sentido a su autoinmolación de cara a la opinión pública, el suicida Mishima identificó enemigos: la clase política del país, el dominio debilitador de la cultura consumista, el influjo pernicioso de Occidente. ¿Patrañas? En virtud del estilo de muerte elegida, pública y anacrónica, Mishima logró presentarse ante el mundo como el hombre de acción que siempre quiso ser. Abandonó el escenario como un actor brillante con la máscara que muchos años atrás se había puesto y que ya era parte de su piel. Se había convertido en personaje literario y la ficción se había hecho realidad.
El impacto mediático de la muerte de Mishima estaba realzado, además, por ocurrir en un país que llevaba una década en el candelero mundial (Olimpíada de Tokio en el 64, Nobel de Literatura a Yasunari Kawabata en el 68, Expo de Osaka en el 70). Todo, tras haber superado una dura posguerra (1945-1955).
PRECISAMENTE, EL CONTEXTO de la posguerra enmarca el arranque de la primera de las dos entrevistas presentadas en este libro. En el año 1946, cuando un Mishima universitario visita a Kawabata con dos relatos bajo el brazo en busca de la aprobación de quien será su mentor literario, Japón acababa de despertar del sueño de la modernidad. Penurias económicas, un país en ruinas, las principales ciudades arrasadas por los bombardeos, mucha gente desarraigada física y moralmente. El golpe psicológico de dos bombas atómicas y del derrumbe del mito del emperador —dios vivo en la retórica oficial hasta entonces— fue devastador. La humillación de la presencia en calles y caminos del invasor extranjero, hecho inédito en la historia del país, era una llaga abierta con la que había que vivir a diario. Sin embargo, examinadas desde otra perspectiva, la derrota y la progresiva superación del tremendo impacto significaron el fin de siglos de gobiernos autoritarios en Japón, la liquidación de muchas barreras sociales, una sustancial reforma agraria y el establecimiento de un nuevo orden. La promulgación de una constitución democrática extendió libertades civiles e individuales desconocidas para el pueblo japonés, acelerando un intenso proceso de occidentalización.
Para los escritores, amordazados casi dos décadas por gobiernos militaristas, la posguerra significó un nuevo amanecer, y sus logros, una esperanza. Pues bien, esta valoración positiva de la posguerra es la que defiende el entrevistador, Takashi Furubayashi, un reputado crítico literario de formación marxista y coetáneo de Mishima. Este hombre se había destacado como una de las voces más críticas del pensamiento de Mishima. La exaltación de la figura imperial y el militarismo nacionalista del escritor hacían chirriar muchas sensibilidades de japoneses que habían sufrido en carne propia la hecatombe de la guerra. Entre ellas, la del entrevistador. Y, en efecto, en el primer párrafo de la entrevista pone bien claro el abismo ideológico que lo separa de Mishima, al cual dará un verdadero «repaso». Pero lo hará a la japonesa: con sutileza, hasta con simpatía, empleando la técnica argumentativa de relegación (no la de refutación, más común en Occidente), un estilo común en la historia intelectual de Japón. De acuerdo con esta técnica, también utilizada en la segunda entrevista, la posición contraria no se refuta, sino que se acepta como verdadera, pero solamente como parte de una visión más general del tema tratado. Retóricamente tiene el aspecto de ser conciliatoria, y no antagonista, y cuando dos japoneses la usan, en realidad se compite no por anular la posición contraria demostrando su falsedad (como se haría en la argumentación de refutación), sino por qué posición puede relegar más claramente a cuál. Este estilo de argumentar, que a su vez Mishima también utiliza con su entrevistador, suele abocar a una síntesis de posiciones. Además, posee la ventaja de que ensancha el campo de la discusión, como lo demuestra, en este caso, la variedad de temas tocados.
Por un lado, vemos a Furubayashi como representante de una valoración positiva de la posguerra, de la nueva era, en la que los escritores podían expresarse sin miedo y los militares aceptan verse sometidos a gobiernos libremente elegidos. Es el abogado de la democracia, el intelectual realista que, escarmentado de las funestas consecuencias de extremismos pasados, mira con ilusión un futuro. Frente a él, Mishima contempla la posguerra como el camino a la degradación moral de un pueblo, el descendimiento a la sepultura de la práctica de un ideario que glorifica la fuerza, la corrupción de antiguos valores infectados ahora por la democracia, la vileza del sometimiento y la adopción del sistema socioeconómico de Occidente con sus secuelas de consumismo, materialismo y quiebra de virtudes tradicionales. Es el romántico que busca «absolutos» y mira con nostalgia un pasado irremediablemente perdido. Esta feliz disparidad de actitudes entre los dos conversadores favorece un diálogo sumamente revelador para los lectores interesados no solamente en Mishima y Japón, sino en la literatura, el arte y la cultura en general. Más allá de la desigualdad de las dos personas que hablan, especialmente notoria en las respectivas valoraciones que profesan hacia la figura imperial, se detecta una empatía basada tal vez en un común amor por la literatura.
Pero no solamente se habla de posguerra. Se abordan en esta singular entrevista otros muchos temas. Se los puede clasificar en tres órdenes: los inconfundiblemente mishimianos: muerte y erotismo, el culto a la fuerza, la vía de la pluma y de la espada, la naturaleza de lo absoluto (¿o lo Absoluto?), estética y experiencia real; temas sociales: las revueltas estudiantiles de los años sesenta en Japón, la incidencia de una revolución en Japón —posibilidad aireada en ciertos medios de la época—, la guerra de Vietnam, la institución imperial, políticos japoneses, los pilotos kamikaze de la guerra del Pacífico (1938-1945), el amor libre, el feminismo; y temas literarios, algunos candentes en el momento: Solzhenitsyn —que acababa de recibir el Nobel—, el futuro de la novela, el arte en los países socialistas, la libertad del novelista en los llamados «países libres», la influencia de Nietzsche, la situación del teatro. Entre estos últimos, hay algunos muy reveladores de la trayectoria de Mishima como escritor: las primeras influencias recibidas, su definición del «panerotismo» como clave de interpretación de su obra, la génesis de la tetralogía El mar de la fertilidad, recién terminada en el momento de la entrevista.
El antagonismo ideológico entre Mishima y su entrevistador hay que enmarcarlo, además, en el clima de los disturbios estudiantiles del periodo 1968-1970, cuando la posición ultranacionalista de Mishima, en sus celebrados debates con los universitarios, y la creación de su miniejército —la «Sociedad del escudo»— al que se le permitió realizar maniobras militares con las llamadas «Fuerzas de Autodefensa», atrajeron sobre él el foco de atención pública y levantaron ampollas en muchos intelectuales japoneses que, por haber vivido la preguerra, sentían escalofríos al oír su discurso. Kobayashi pone igualmente voz a estas críticas.
Otro interés de esta primera entrevista está en la incidencia en ella de valiosas claves de comprensión de la trágica salida de escena de Mishima ocurrida pocos días después. Frases como «espere y verá lo que hago», «si verdaderamente mi lógica no se sostuviera en una experiencia original, si simplemente flotara en el aire, mi estética sería una gran mentira», «a mi parecer, vivir sin hacer nada, envejecer lentamente, es una agonía, es desgarrarse el propio cuerpo. Todo esto me ha llevado a pensar que como artista que soy debo tomar una decisión», «yo ahora siento que me hallo al borde del momento de mi vida en que todas las patas de la mesa han desaparecido», «estoy agotado». Frases que señalan con funesta claridad la decisión que debía de tener desde hacía tiempo muy meditada: dar sentido a su obra e ideario de hombre de acción con la muerte voluntaria[2].
La segunda entrevista tuvo lugar en 1957. Sin la disparidad en la forma de pensar y sin la variedad temática del diálogo anterior, posee, sin embargo, el interés de estar centrada en el ámbito literario, concretamente en uno de los ejes temáticos más presentes en Mishima, la belleza, y en lo que para el autor significaban el estilo y el proceso de creación novelística. El pretexto es El pabellón de oro, la novela para muchos más lograda del autor desde el punto de vista artístico, el «poema lírico» de 1956, y no novela, como la denomina su entrevistador. Éste, Hideo Kobayashi, fue muchos años el gran patriarca de la crítica literaria de Japón. El tono de la conversación, como advertirá el lector, es totalmente distinto del anterior. Kobayashi tiene cincuenta y cinco años; Mishima, treinta y dos. Una diferencia generacional. A esta diferencia de edad se suma la de estatus: Kobayashi, como el mismo Mishima reconoce, es una figura consagrada en tanto crítico en el mundo de la literatura, la estética y el arte; Mishima, aunque escritor ya formado que goza de celebridad, carece de un estatus comparable en su gremio. Estatus y edad juegan decisivamente en el código de comunicación de los japoneses. La verticalidad del trato, típica en este código, la advertirá el lector en el tratamiento: el crítico Kobayashi tutea al escritor, pero éste no lo hace con aquél. A riesgo de que pueda parecer chocante a algún lector, en la presente versión española hemos preservado tal diferencia en el tratamiento porque documenta una peculiaridad social japonesa que contrasta con la tendencia a la horizontalidad en el tratamiento de los países occidentales. Esta comodidad en la relación vertical y jerárquica es cotidiana en Japón; también hoy. Es probable que, a pesar de la desigualdad de estatus y edad, en Francia los dos interlocutores se hubieran sentido mejor usando ambos la forma «usted»; y en España, tuteándose. Además, en el original, Kobayashi se dirige a Mishima usando el pronombre personal kimi o «tú», utilizado en Japón para inferiores —en la escala social japonesa— o niños. El asomo de paternalismo no inhibe a Kobayashi, muy sobrio en sus críticas a novelistas de su tiempo y profundo conocedor de la literatura de Europa, de profesar una sincera admiración por el joven escritor. Y le prodiga rendidos elogios: «Tal exuberancia de talento se convierte en una especie de fuerza misteriosa, en algo diabólico. Sí, tu talento es tan enorme que se transforma en una especie de poder mágico. Siento que estoy hechizado por esta circunstancia tuya, por la inventiva tuya al crear tal flujo de imágenes que mana sin parar».
HABLEMOS, COMO HACE Kobayashi, con este diamante de mil caras llamado Yukio Mishima. Digámosle, al igual que hace el entrevistador, que, «de verdad, eres un diablo con talento». (Le agradará.) Osemos jugar a preguntarle lo que queramos sobre su obra y personalidad. E imaginemos, razonable o descabelladamente, las respuestas que podría darnos…
Pero, sobre todo, escuchemos las que fueron sus últimas palabras.

  NOTA AL TEXTO


En coherencia con el uso general que fuera de Japón tiene la ordenación del nombre de Mishima, primero el nombre y luego el apellido, en todos los nombres de persona que aparecen en este texto hemos adoptado este orden, a pesar de ser contrario al uso en Japón, donde el apellido se antepone al nombre. La excepción son los nombres de autores clásicos unidos por la preposición «no», como Kamo no Chōmei.
Las palabras y nombres japoneses siguen una pronunciación bastante semejante al español: las vocales se pronuncian casi igual que en nuestra lengua. En las consonantes, sin embargo, la transcripción empleada requiere una pronunciación más próxima a la lengua inglesa: la h es aspirada; la j se pronuncia como en inglés o catalán; la g siempre es suave, como en «guerra»; el dígrafo sh es como en inglés; y la z se pronuncia como una s sonora. El signo macrón sobre las vocales indica que éstas se pronuncian largas, como si fueran dobles; por ejemplo, «ōgai» suena como «Oogai».
CARLOS RUBIO.
Fuente:
Título original: Bi no Katachi. Saigo no Kotoba
Yukio Mishima & Hideo Kobayashi & Takashi Furubayashi, 2015
Traducción: Carlos Rubio
Retoque de cubierta: Titivillus
Editor digital: Titivillus
ePub base r1.2

domingo, 9 de abril de 2017

Roberto Bolaño. Cuento. LA COLONIA LINDAVISTA. Libro: EL SECRETO DEL MAL.


LA COLONIA LINDAVISTA


Cuando llegamos a México, en 1968, pasamos los primeros días en casa de un amigo de mi madre y luego alquilamos un departamento en la colonia Lindavista. He olvidado el nombre de la calle, aunque a veces creo que se llamaba Aurora, pero puede que me confunda. En Blanes viví durante unos años en un piso de la calle Aurora, por lo que me parece poco probable que también en México hubiera vivido en otra calle Aurora, si bien es cierto que este nombre es bastante usual y que muchas calles de muchas ciudades lo llevan. La calle Aurora de Blanes, en cualquier caso, no tenía más de veinte metros y se podría decir que más que calle era un callejón. La Aurora de la colonia Lindavista, si realmente se llamó así, era una calle estrecha pero grande, al menos de cuatro cuadras, y allí vivimos durante el primer año de nuestra larga estancia en México.
La mujer que nos alquiló la casa se llamaba Eulalia Martínez. Era viuda y tenía tres hijas y un hijo. Habitaba en la planta baja del edificio, un edificio que entonces me parecía normal, pero que ahora, en el recuerdo, se me aparece como un conjunto de anomalías y de torpezas, pues la segunda planta, a la que se llegaba subiendo una escalera al aire libre, y la tercera, a la que se accedía mediante una escalerilla de metal, habían sido levantadas mucho después y posiblemente sin permiso de obras. Las diferencias eran notorias: la casa de la primera planta tenía el techo alto, un cierto empaque, era fea pero había sido construida siguiendo los planos de un arquitecto; la segunda y la tercera planta eran improvisaciones del gusto estético de doña Eulalia y de la maña de un albañil de confianza. Detrás de esa adiposidad arquitectónica se hallaba una razón no meramente mercantil. La dueña de nuestro departamento tenía cuatro hijos y los cuatro departamentos de las dos plantas adicionales fueron construidos para ellos, para que siguieran cerca de su madre cuando se casaran.
Cuando nosotros llegamos allí, sin embargo, sólo estaba ocupado el departamento que quedaba justo arriba del nuestro. Las tres hijas mayores de doña Eulalia estaban solteras y vivían con su madre en la casa de abajo. El hijo menor, Pepe, era el único que se había casado y vivía encima de nosotros junto a su mujer, Lupita. Ellos fueron nuestros vecinos más cercanos durante aquel tiempo.
De doña Eulalia poco más es lo que puedo decir. Era una mujer voluntariosa y había tenido suerte en la vida y posiblemente era más mala que buena. A sus hijas apenas las conocí. Eran lo que en aquellos lejanos años se conocía como solteronas y arrastraban ese destino tan bien como podían, es decir mal, o en el mejor de los casos de una forma resignada y oscura que iba dejando huellas imperceptibles en las cosas o en los recuerdos de las cosas que uno tiene después, cuando todo se ha desvanecido. Se las veía poco o yo las veía poco, consumían telenovelas y hablaban mal de las otras mujeres del barrio, con quienes se cruzaban en el almacén o en el oscuro zaguán donde una india esquelética vendía tortillas de nixtamal.
Pepe y su mujer, Lupita, eran diferentes.
Mi madre y mi padre, que por entonces eran tres o cuatro años menores de lo que yo soy ahora, se hicieron amigos de ellos casi de inmediato. A mí me interesó Pepe. En el barrio todos los muchachos de mi edad lo llamaban el Piloto porque era piloto de la Fuerza Aérea Mexicana. Su mujer se dedicaba a las labores de la casa. Antes de casarse con Pepe había trabajado de secretaria o de administrativa en una oficina pública. Los dos eran o trataban de ser simpáticos y hospitalarios. A veces mis padres subían a su casa y se estaban un rato allí, escuchando discos y bebiendo. Mis padres eran mayores que Pepe y Lupita, pero eran chilenos y los chilenos en aquella época se veían a sí mismos como el súmmum de la modernidad, al menos en Latinoamérica, y la diferencia de edad quedaba borrada por el talante francamente juvenil que exhibían mis dos progenitores.
En alguna ocasión yo también subí a casa de ellos. Pepe tenía una sala o un living, como le llamábamos nosotros, bastante moderno, y un tocadiscos que parecía recién comprado, y en las paredes y sobre los aparadores del comedor había fotos de él y de Lupita y fotos de los aviones que él pilotaba, aunque de eso, que era lo que a mí más me interesaba, prefería no hablar, como si estuviera permanentemente constreñido por algún secreto militar. Información clasificada, lo llamaban los norteamericanos en sus teleseries. Secretos militares de la Fuerza Aérea Mexicana que en el fondo no le quitaban el sueño a nadie, salvo a Pepe, que tenía un sentido del deber y de la responsabilidad bastante extraño.
Poco a poco, por conversaciones oídas a la hora de la cena o mientras yo estudiaba, me fui haciendo una idea de la situación real de nuestros vecinos. Llevaban cinco años casados y aún no habían tenido hijos. Las visitas al ginecólogo no escaseaban. Según los médicos Lupita era perfectamente capaz de tener hijos. Los exámenes hechos a Pepe revelaban lo mismo. El problema era mental, habían dicho los médicos. La madre de Pepe, a medida que pasaban los años y no la hacían abuela, le fue cogiendo ojeriza a Lupita. Esta una vez le confesó a mi madre que el problema residía en la casa y en la cercanía de su suegra. Si se fueran a otra parte, le dijo, probablemente no tardaría en quedar embarazada.
Creo que Lupita tenía razón.
Un apunte más: Pepe y Lupita eran bajos de estatura. Yo, que en aquella época tenía dieciséis años, era más alto que Pepe. Así que supongo que Pepe no medía más de un metro sesentaicinco y Lupita con suerte andaría por el metro cincuentayocho. Pepe era moreno, con el pelo muy negro y una expresión reflexiva en el rostro, como si constantemente anduviera preocupado por algo. Todas las mañanas salía a trabajar vestido con el uniforme de oficial de la Fuerza Aérea. Su afeitado era perfecto, salvo los fines de semana, en que se ponía una sudadera y unos pantalones vaqueros y no se afeitaba. Lupita tenía la piel blanca, el pelo teñido de rubio, casi siempre con permanente, que se hacía en la peluquería o ella sola, con una maletita en donde había todo lo necesario para el pelo de una mujer y que Pepe le trajo desde Estados Unidos, y solía sonreír cuando saludaba. A veces, desde mi cuarto, los escuchaba hacer el amor. En aquella época empecé a escribir con cierta asiduidad y me quedaba despierto hasta muy tarde. Mi vida no me parecía nada excepcional. De hecho, estaba insatisfecho con todo. Y escribía hasta las dos o las tres de la mañana y era a esa hora cuando de improviso empezaban los gemidos en el departamento de arriba.
Al principio todo me parecía normal. Si Pepe y Lupita querían tener un hijo tenían que coger. Pero luego empecé a hacerme algunas preguntas: ¿por qué empezaban tan tarde?, ¿por qué no oía voces antes de que empezaran los gemidos? De más está decir que todo lo que sabía de sexo en aquella época lo había aprendido en el cine o leyendo revistas pornográficas. Es decir, sabía muy poco. Pero lo suficiente como para presentir que en el departamento de arriba ocurría algo raro. La relación sexual de Pepe y Lupita se me aparecía de improviso ornada de gestos ininteligibles, como si en el departamento de arriba se llevaran a cabo escenas de sadomasoquismo, un sadomasoquismo que no conseguía visualizar del todo y que estaba regido, más que por acciones que provocaran dolor y placer, por movimientos teatralizados que Pepe y Lupita interpretaban contra sí mismos y que paulatinamente los estaban trastornando.
Exteriormente esto apenas era perceptible. De hecho no tardé en llegar a la fatua conclusión de que sólo yo lo sabía. Mi madre, que de alguna manera era amiga de Lupita y receptora de sus confidencias, creía que con mudarse de casa se solucionarían todos los problemas de la pareja. Mi padre no tenía opinión. En realidad, recién llegados a México bastante teníamos con lo que a diario nos deslumbraba como para preocuparnos de los misterios de nuestros vecinos. Cuando recuerdo esa época veo a mis padres y a mi hermana y luego me veo a mí, y el conjunto que aparece ante mis ojos es de una desolación abrumadora.
A seis cuadras de nuestra casa se levantaba un supermercado Gigante adonde mi familia iba los sábados a hacer la compra de toda la semana. Eso lo recuerdo con profusión de detalles. Y también que por aquella época empecé a estudiar en una preparatoria del Opus Dei, aunque en descargo de mis padres debo decir que éstos en su vida habían oído hablar de esta institución. Yo mismo tardé más de un año en enterarme de en qué lugar endemoniado estaba estudiando. Mi maestro de Ética era un nazi confeso, pero lo curioso es que se trataba de un chiapaneco pequeñajo y aindiado que había estudiado becado en Italia, en el fondo un tipo simpático y estúpido al que los nazis de verdad no hubieran dudado en exterminar, y mi maestro de Lógica creía en la voluntad heroica de José Antonio (muchos años después, en España, alcancé a vivir en una avenida José Antonio), pero lo cierto es que yo, como mis padres, no me enteraba de nada.
Los únicos interesantes eran Pepe y Lupita. Y un amigo de Pepe, de hecho el único amigo de Pepe, un tipo rubio, el mejor piloto de su promoción, un tipo alto y delgado que había sufrido un accidente mientras pilotaba su caza y ya no podía volar nunca más. Casi todos los fines de semana aparecía por la casa y después de saludar a la madre y a las hermanas de Pepe, que lo adoraban, subía a la casa de su amigo y se dedicaban a beber y a ver la tele, mientras Lupita preparaba la comida. Otras veces aparecía entre semana y entonces llegaba vestido con el uniforme, un uniforme que me cuesta visualizar, yo diría que era azul, pero es probable que me equivoque, si cierro los ojos y trato de evocar a Pepe y a su amigo rubio, los veo con uniformes verdes, un verde claro, un uniforme bonito para dos pilotos, junto a Lupita que va vestida con una falda azul (ella sí de azul) y una blusa blanca.
A veces el rubio se quedaba a comer. Mis padres se acostaban y arriba seguía la música. En mi casa yo era el único que permanecía despierto porque a esa hora comenzaba a escribir. Y de alguna manera el ruido que venía del piso de arriba me hacía compañía. A eso de las dos de la mañana las voces y la música cesaban y se hacía un silencio extraño en todo el edificio, no sólo en el departamento de Pepe sino también en el nuestro y en la casa de la madre de Pepe que sostenía las ampliaciones y que a esa hora parecía chirriar, como si los pisos que habían crecido encima le pesaran demasiado. Y entonces yo sólo oía el viento, el viento nocturno del DF y las pisadas del rubio que se aproximaban a la puerta, seguido de las pisadas de Pepe que lo acompañaba, y después alguien bajaba las escaleras, las mismas pisadas, pero en nuestro rellano, y luego bajaban las escaleras hasta la primera planta, y alguien abría el portón de hierro y luego las pisadas se perdían en la calle Aurora. Entonces yo dejaba de escribir (no recuerdo qué escribía, algo malo, sin duda, pero algo largo y que me mantenía en vilo) y aguardaba a los ruidos que no se producían en el piso de Pepe, como si tras marcharse el rubio todo allí, incluido Pepe y Lupita, se hubiera de improviso congelado.


sábado, 8 de abril de 2017

Mempo Giardinelli. El género negro:Los apuntes de Chandler sobre la novela de misterio (extractos) .


 Los apuntes de Chandler
 sobre la novela de misterio
 (extractos)


   
    Como otra muestra de las preocupaciones chandlerianas sobre el género negro, hay que anotar que él tenía la costumbre de recopilar notas y observaciones de algunos de sus colegas. En The Notebooks... MacShane rescata las notas de Frank Gruber acerca de las novelas de misterio, que Chandler había recortado y comentado.
    Hay que decir aquí que en los años 40, Gruber era uno de los más famosos escritores del género. Había comenzado como autor de novelas del Far West y era un reconocido guionista en Hollywood, donde creó luego una saga detectivesca con dos personajes: Johnny Fletcher y Simón Lash.
    Entre las notas de Gruber figuraba una breve historia de la novela policial norteamericana, en la que aportaba datos muy interesantes como que las primeras obras del género, en los Estados Unidos y después de Poe, habían sido escritas por mujeres: El caso Leavenworth (1876) de Anna Katherine Green (“Todavía se puede leer hoy en día”, anotó Chandler al margen) y luego la novela El caso de la escalera circular, de Mary Roberts Rinehart, publicada en 1908 y que llevaba vendidos "tres millones de copias a la fecha”, según Chandler. Con esta novela se inició la larga producción de Rinehart, en un tiempo considerada antecesora de Agatha Christie.
    Gruber destacaba a S.S.Van Dine como el autor más importante del género en los años 20 [82], pero subrayaba el surgimiento de Hammett en esa misma década inaugurando la escuela de los tough-writers. También hacía reflexiones sobre los tirajes de las obras de este género. Y es llamativa la información que manejaban, tanto Gruber como Chandler, sobre “la importante producción policial en Sudamérica, Francia y otras democracias europeas. Las dictaduras prohíben los libros policiales desde hace una década”.
    En The notebooks... hay una interesante, irónica clasificación de las novelas policiales, la cual, aunque hoy puede parecer superada, muestra la autoconsciencia de Gruber (y de Chandler) en los años 40: “1) Cuento deductivo o enigmático (se centra en las pistas y la deducción); 2) Escuela dura (tough), violenta y dramática, con uso del sexo y palabras groseras; 3) Escuela ‘si-yo-hubiera-sabido’; 4) La detective vieja y solterona que resuelve casos de calzones de encaje; 5) El método del asesinato en cuarto cerrado; 6) El thriller (fuertes emociones y acción rápida); 7) Historia complicada en la que cualquier cosa puede suceder”.
    Señalan esas notas, además, que antes de la Segunda Guerra Mundial la producción era de aproximadamente 300 títulos al año, pero en 1939 había descendido a 150. Según los apuntes de Gruber, de tono humorístico y por eso mismo cercanos al espíritu de Chandler, la crisis se debía a tres causas: “1) Poca existencia de papel; 2) que las fuerzas armadas han ocupado a muchos escritores del género; 3) que Frank Gruber está dejando de escribir novelas policiales y se marchó a Hollywood”.
    Probablemente Chandler guardaba esas notas porque contenían un motivo de orgullo para él: en una lista en la que clasificaba a los diez mejores escritores del género, Gruber lo ubicaba en el tercer lugar. Para la vanidad de Chandler eso no era poco (aunque él diría más adelante que se consideraba el mejor). He aquí la lista de Gruber: “1º: Frank Gruber (naturalmente); 2º: Erle Stanley Gardner; 3º: Raymond Chandler; 4º: Georges Simenon (traducido del francés); 5º: Arthur W. Upfield (australiano); 6º: Agatha Christie; 7º: Ellery Queen (dos muchachos llamados Fred Dannay y Manfred Lee); 8º: Dorothy B. Hughes; 9º: Mignon Eberhart; 10°: No puedo pensar en un décimo".
    Inmediatamente después de tales notas, y al margen de ellas, figuran algunas anotaciones del propio Chandler que constituyen un material riquísimo porque representan el más profundo pensamiento chandleriano sobre el género negro. He aquí algunos extractos de esos apuntes titulados “Twelve notes on the mystery novels” que traduje para las primeras ediciones de este libro:
   
    DOCE NOTAS ACERCA DE LA NOVELA DE MISTERIO:
    1.-Debe ser una novela con credibilidad, tanto en sus situaciones como en el desenlace; con acciones, personajes y circunstancias plausibles (no se valen los finales tramposos ni las manidas historias de “círculos cerrados”. Nada de elaborar escenarios tan sofisticados como los de Agatha Christie en Asesinato en el tren a Calais).
    2.-Debe ser técnicamente solvente, sólida, tanto en el método de asesinar como en el de detección. Nada de venenos fantásticos ni efectos falsos. Si el detective es un policía, debe proceder como si lo fuera y tener la mentalidad y el físico de uno de ellos. Conan Doyle y Poe fueron primitivos en este arte. Ellos hicieron cosas que hoy no pueden admitirse (también las policías eran rudimentarias en sus tiempos). Conan Doyle mostró que no sabía todo acerca de Scotland Yard y sus hombres. Christie comete la misma estupidez.
    3.-Hay que ser muy honesto con el lector, algo que siempre se dice pero no siempre se hace. Los hechos importantes no solo no hay que ocultarlos; tampoco hay que distorsionarlos con falsos énfasis. Y los hechos no importantes no deben ser proyectados como si lo fueran para engañar al lector. Este debe tener todos los elementos para resolver el problema; tampoco crear tramas que exijan conocimientos especiales en los lectores.
    4.-Debe ser realista, tanto en los personajes, como en escenarios y atmósferas. Debe tratarse de gente real en un mundo real.
    5.-Debe haber una historia convincente y sólida, aparte de los elementos policiacos. La investigación en sí misma debe ser una aventura digna de ser leída.
    6.-Para lograr esto, la historia debe contener algo de suspenso, aunque sea solo intelectual. Esto no quiere decir que deba haber amenazas y menos quiere decir que el detective deba vivir amenazado gravemente. Debe haber conflictos, físicos, éticos o emocionales y solo algunos elementos de peligro en el más amplio sentido de la palabra.
    7.-Debe haber colorido, elevación y cierto brío en la narración.
    8.-Debe tener la suficiente simpleza esencial como para ser explicado todo al final. Posiblemente esta sea una de las reglas más frecuentemente violadas. El desenlace ideal es aquel en el cual todo se revela y explica en un momento de la acción. Pero esto es raro, porque todas las buenas ideas son raras. La explicación debe ser no demasiado breve (excepto en los guiones). Pero debe ser interesante en sí misma; algo que los lectores estén ansiosos por saber y no una nueva larga historia con nuevos ambientes, nuevos personajes y nuevas complicaciones. No es juego limpio hacer que el lector retenga miles de trivialidades para después decirle que dos o tres eran las decisivas. Ni debe hacerse que el lector sepa de química, metalurgia o las costumbres de la Patagonia.
    9.-Debe esperarse que el receptor sea un lector razonablemente inteligente. Aunque esta es una cuestión muy difícil de definir.
    10.-La solución debe verse inevitable una vez revelada. Esta es una regla importante en cualquier ficción. Hay que hacer que el lector no se sienta trampeado ni loco, o en todo caso que sienta que el engaño es honorable.
    11.-No hay que hacer todo a la vez. Si se trata de una obra de enigma, más o menos fría, no puede también incluirse una aventura violenta ni un apasionado romance. Por otra parte, una atmósfera de terror destruye un pensamiento lógico. El detective no puede estar amenazado y ser un héroe al mismo tiempo; ni el asesino puede ser una víctima atormentada por las circunstancias y a la vez un pesado.
    12.-Debe penarse al criminal en un sentido o en otro, pero no necesariamente mediante la acción legal. Contrariamente al criterio popular, este requerimiento no tiene nada que ver con la moralidad. Simplemente, es parte de la lógica de la detección.
    Aunque el título refiere a doce notas o reglas, en realidad son más pues hay una addenda del propio Chandler, con fecha de revisión el 18 de abril de 1948, en la que se incluyen otras trece ideas sobre el género.

jueves, 6 de abril de 2017

Cuento. Roberto Bolaño. EL SECRETO DEL MAL.


Cuento. Roberto Bolaño.
EL SECRETO DEL MAL


Este cuento es muy simple aunque hubiera podido ser muy complicado. También: es un cuento inconcluso, porque este tipo de historias no tienen un final. Es de noche en París y un periodista norteamericano está durmiendo. De pronto suena el teléfono y alguien, en un inglés sin acento de ninguna parte, le pregunta por Joe A. Kelso. El periodista responde que es él y luego mira el reloj. Son las cuatro de la mañana y no ha dormido más de tres horas y está cansado. La voz al otro lado del teléfono le dice que tiene que verlo para transmitirle una información. El periodista pregunta de qué se trata. Como suele suceder con este tipo de llamadas, la voz no suelta prenda. El periodista le pide, al menos, una pista. La voz, en un inglés correctísimo, mucho mejor que el de Kelso, le dice que prefiere verlo personalmente. De inmediato, añade, no hay tiempo que perder. ¿En dónde?, inquiere Kelso. La voz menciona un puente de París. Y añade: En veinte minutos puede llegar caminando. El periodista, que ha tenido cientos de citas semejantes, contesta que en media hora estará allí. Mientras se viste piensa que es una manera bastante torpe de arruinarse la noche, pero al mismo tiempo se da cuenta, con un ligero asombro, de que ya no tiene sueño, que la llamada, pese a su previsibilidad, lo ha desvelado. Cuando llega al puente, cinco minutos más tarde de lo convenido, sólo ve coches. Durante un rato permanece quieto en un extremo, esperando. Luego cruza el puente, que sigue solitario, y tras aguardar unos minutos en el otro extremo finalmente vuelve a cruzarlo y decide dar por concluida la noche y volver a casa y dormir. Mientras camina de regreso a casa piensa en la voz: no era un norteamericano, de eso está seguro, tampoco era un inglés, aunque eso ya no podría asegurarlo. Tal vez un sudafricano o un australiano, piensa, o puede que un holandés, o alguien del norte de Europa que aprendió inglés en la escuela y que luego lo ha ido perfeccionando en distintos países angloparlantes. Cuando cruza una calle oye que alguien lo llama. Señor Kelso. De inmediato se da cuenta de que quien lo ha llamado es la persona que lo ha citado en el puente. La voz sale de un zaguán oscuro. Kelso hace el ademán de detenerse, pero la voz lo conmina a seguir caminando. Cuando llega a la siguiente esquina el periodista se da vuelta y ve que nadie lo sigue. Está tentado a volver sobre sus pasos, pero tras vacilar un instante decide que lo mejor es continuar su camino. De pronto un tipo surge de una bocacalle y lo saluda. Kelso devuelve el saludo. El tipo le tiende una mano. Sacha Pinsky, dice. Kelso estrecha su mano y dice, a su vez, su nombre. El tal Pinsky le palmea la espalda. Le pregunta si le apetece tomar un whisky. En realidad dice: un whiskycito. Le pregunta si tiene hambre. Asegura conocer un bar abierto a esa hora que vende croissants calientes, acabados de hacer. Kelso lo mira a la cara. Pinsky lleva sombrero pero aun así se puede apreciar una jeta blanca, pálida, como si hubiera estado muchos años recluido. ¿Pero en dónde?, piensa Kelso. En una cárcel o en una institución para enfermos mentales. De todas maneras, ya es tarde para echarse atrás y los croissants calientes seducen a Kelso. El local se llama Chez Pain y pese a estar en su barrio, si bien en una calle pequeña y poco frecuentada, es la primera vez que entra y posiblemente la primera vez que lo ve. Los establecimientos a los que suele acudir el periodista están, en su mayoría, en Montparnasse y son lugares aureolados con una cierta ambigua leyenda: el bar donde comió alguna vez Scott Fitzgerald, el bar donde Joyce y Beckett bebieron whisky irlandés, el bar de Hemingway y el bar de John Dos Passos y el bar de Truman Capote y Tennessee Williams. En Chez Pain los croissants son, efectivamente, buenos y están recién hechos y el café no está nada mal. Lo que lleva a Kelso a pensar que el tal Pinsky probablemente sea, posibilidad horrenda, un vecino del barrio. Mientras sopesa esta posibilidad, Kelso se estremece. Un pesado, un paranoico, un loco que observa sin ser, a su vez, observado, alguien a quien le costará sacarse de encima. Bien, dice finalmente, usted dirá. El tipo pálido, que no come y bebe a sorbitos una taza de café, lo mira y sonríe. Su sonrisa es, de alguna manera, una sonrisa en extremo triste, y también cansada, como si sólo con ella se permitiera exteriorizar el cansancio, el agotamiento y la falta de sueño. Cuando deja de sonreír, sin embargo, sus facciones recobran instantáneamente la gelidez.

miércoles, 5 de abril de 2017

Mempo Giardinelli. EL GÉNERO NEGRO.

 
El Chandler menos conocido.
textos y teorías


   
    “El lápiz" no fue, sin embargo, la única sorpresa que aun después de muerto siguió deparando Raymond Chandler. Todavía es posible encontrar, cada tanto, algunas joyas como La Dalia Azul, que es otra de las obras muy poco conocidas de este autor, y que incluso suele no figurar en las bibliografías de su obra por la sencilla razón de que fue una novela trunca, que finalmente él mismo convirtió en guión para cine en marzo de 1945. [76]
    Fue filmada con el mismo título por George Marshall al año siguiente, con producción de John Houseman y con Alan Ladd y Verónica Lake en los papeles estelares. Y fue además, y dicho sea como curiosidad, el único guión que Chandler escribió en Hollywood sobre una obra e idea propia.
    Ese guión contiene, notoriamente, y aunque sin la presencia de Marlowe, todas las características chandlerianas, además de una finesseert la escritura completamente desusada para los guiones cinematográficos. Esto llama la atención porque aunque La dalia azul no es estructuralmente una novela se la lee como si lo fuera. Con el estilo inconfundible de Chandler, con diálogos ásperos y austeros, la tensión crece sin tregua alrededor de la historia de un oficial de la marina norteamericana que regresa de la guerra en el Pacífico y encuentra a su mujer con otro hombre. Este tema clásico fue descrito por Chandler con una sobriedad, un ascetismo y una violencia tal que obligó a que (en ese mismo 1945) el Departamento de Estado interviniera ante las autoridades de los estudios cinematográficos para obligarlos a suavizar el argumento, porque presentaba a un veterano de guerra como un criminal.
    Se trata de una obra estupenda, que en la versión castellana se acompaña de excelentes trabajos del crítico uruguayo Homero Alsina Thevenet, el propio John Houseman y el editor Matthew J. Bruccoli acerca de la obra de Chandler y sus vinculaciones con el cine “duro" de los años 40. No solo es un texto ilustrativo de su versátil talento, sino que reafirma la obsesión de Chandler por la dignificación del género. Le dolía profundamente no ser reconocido como “uno de los tres grandes escritores de este país” (admitía solo a Faulkner y a Hemingway por encima), y no dejaba pasar ocasión de expresarlo. Solía quedarse hasta muy tarde, en las noches, discurriendo sobre el género negro o grabando cartas. Su correspondencia es asombrosamente profusa y fue recogida en un libro delicioso titulado Cartas y escritos inéditos de Chandler. [77]
    Aunque de él se conoce ya prácticamente toda su obra, que en nuestra lengua fue publicada por varias casas editoriales argentinas, españolas y mexicanas entre los años 40 y 80 del siglo pasado, son mucho menos conocidos algunos maravillosos textos chandlerianos producto de las investigaciones de Frank MacShane (1927-1999), de quien es bien conocida en castellano su estupenda biografía: La vida de Raymond Chandler. [78]
    La segunda obra de MacShane aún no ha sido publicada (que sepamos) en español, quizás porque a la hora de su fallecimiento no se había resuelto la cuestión de los derechos de autor. En las tres ocasiones en que lo visité en Nueva York, en los años 80 y cuando todavía enseñaba Escritura Creativa en Columbia University, hablamos sobre esas dificultades.
    El libro original se titula The Notebooks of Raymond Chandler  [79], que en castellano significaría algo así como “Los Cuadernos de R.Ch.”, o bien "Anotaciones de RC”, y ofrece una enorme variedad de aspectos desconocidos de Chandler. Producto de una paciente y exhaustiva búsqueda en papeles sueltos, anotaciones al margen de libros, libretas de apuntes, miles de cartas cuyas copias guardó el autor y otras fuentes insólitas que MacShane investigó, el volumen incluye una perla: English Summer (“Verano inglés”) un relato gótico cuya traducción publiqué en México en los años 80.
    Estos “Cuadernos" constituyen una invalorable contribución al mejor conocimiento de Chandler y al fortalecimiento de la teoría de la novela negra. MacShane fue, como se sabe, la máxima autoridad chandleriana [80] y en este libro devela exactamente cómo trabajaba Chandler, quien guardaba sus ideas en carpetas y además tenía varias libretas de notas.
    En una de ellas llevaba un récord de sus avances diarios, con anotaciones sobre el progreso de su trabajo. En otra escribía, a mano, los pensamientos y comentarios que le merecía su propia evolución. Todo con mucho humor y, a veces, con graciosas sutilezas e ironías como cuando se comparaba con otros escritores.
    Luego de la muerte de su mujer, Cissy, y al final de su propia vida, Chandler decidió radicarse nuevamente en Inglaterra y ordenó que todas sus notas fuesen enviadas a San Diego para su destrucción. Solo dos cuadernos de portadas negras sobrevivieron, dice MacShane. Y fue en ellos en los que descubrió estas acotaciones, comentarios sobre el oficio y misceláneas inéditas que incluyen metáforas e imágenes que alguna vez pensó usar, y también posibles títulos, ideas de cuentos, observaciones, artículos truncos y toda una gama de chistes a utilizar, así como giros del lenguaje popular, notas sobre el lenguaje carcelario y del hampa, descripciones de armas, modalidades de vestimenta y del habla de los gángsters, etcétera.
    Era, como señala MacShane, no sin asombro, “una especie de banco de datos al que él podía recurrir cuando lo necesitara". E incluso, ordenado y meticuloso como era, cuando utilizaba alguno de esos datos inicialaba al margen el título de la obra en la que había usado ese material, para no repetirlo. Esto, dice MacShane, revela el carácter profesional de Chandler, y también su humor, dadas las abundantes anotaciones como “Oh, God" o “Dios ayúdanos”.
    En este libro se aprecian, también, las influencias que reconocía Chandler. Primero, cuando todavía le quedaba la marca de su primera residencia y juventud en Inglaterra, escribía a la manera de Saki y de Henry James, así como en los años 30 y 40, ya en Los Ángeles, fue notable el influjo determinante de la prosa de Hammett primero, y sobre todo de Hemingway, a tal punto que alguna vez, en 1932, escribió una parodia imitándolo.
    Además de todas esas notas, el libro incluye dos trabajos inéditos. Uno es un largo ensayo titulado A qualified farewell, que fue preparado originalmente para su publicación en Screen Writer, la revista de los guionistas de Hollywood, y que a último momento Chandler decidió no publicar debido a un imprevisto cambio de editor en dicha revista.
    El otro es el ya mencionado English summer, cuento gótico que él pensó que sería la base de una novela que no llegó a escribir y cuya trama es la irónica historia de un norteamericano en Gran Bretaña, seducido por una bellísima mujer. En el cuento es notable la burla que hace del estilo gótico y, como siempre, los diálogos son picantes, de extraordinaria dureza y escepticismo.
    Es interesante detenerse en los títulos de las notas y lo medular de sus apuntes, pues son demostrativos de su rigurosidad autoral. En febrero de 1938, por ejemplo, bajo el título de “Grandes pensamientos” escribe: “Hay dos clases de verdades: la verdad que ilumina el camino y la verdad que sobrecoge al corazón. La primera es la ciencia y la segunda es el arte”. [81]
    En mayo de 1937 está fechada esta absurda vestimenta para un personaje (como luego usaría Malloy en Adiós muñeca): zapatos de cocodrilo, pantalones Oxford oscuros, saco blanco cremoso, camisa amarilla de cuello ligeramente almidonado, corbata de moño marrón, pañuelo a cuadros y sombrero de palma de coco. Al final de la descripción estampó: “Oh, my God".
    El libro incluye también unas “Reglas para escribir una novela", que según parece fueron famosas en su época y que se debían a un tal Jack Woodford. Al final de los catorce enunciados Chandler escribió: “No presté atención a ellas cuando escribí El sueño eterno" (su primera novela).
    En un párrafo titulado “Comienzo para un ensayo” escribió este delicioso apunte: “La clave de la civilización americana es una especie de vulgaridad sensiblera. Los americanos carecen de la ironía de los ingleses, de su flema y ni se diga de sus maneras. Pero pueden hacer una amistad. Y donde un británico te daría su tarjeta, un americano te daría gustoso su camisa".
    Este tipo de apreciaciones eran frecuentes en Chandler, quizás porque si bien había vuelto a vivir a Estados Unidos se sentía en cierto modo británico, nacionalidad que adquirió siendo muy joven. Como fuere, solía reflexionar sobre las diferencias de estilo de vida, temperamento, lenguaje y cultura entre norteamericanos e ingleses.
    Era muy agudo al criticar a la sociedad en la que vivía: “El estilo americano no tiene cadencia. Y sin cadencia un estilo no puede ser armónico. Es como un solo de flauta, una cosa incompleta”. O bien: “Estados Unidos es la tierra de la producción masiva, en la cual solo ahora tiene valor el concepto de calidad”. Y más adelante, ya en el plano literario: "Toda la mejor literatura americana ha sido hecha por hombres cosmopolitas. Ellos encontraron aquí una cierta libertad de expresión, cierta riqueza de vocabulario, cierta amplitud en la gama de intereses. Pero debían haber tenido el gusto europeo para usar esos materiales". Y remataba contra la chocante vulgaridad norteamericana: “El escritor inglés es primero un caballero (o no lo es) y secundariamente es un escritor”.
    El sentimentalismo de Chandler también aparece cuando lo respetuoso se le mezcla con lo humorístico. A la mencionada y evidente parodia del estilo de Hemingway, escrita en 1932 y todavía inédita (que sepamos), le puso este título: “Cerveza en el sombrero del Sargento Mayor (o también el sol estornuda)”. Claro que salvó su ironía con esta dedicatoria: “Dedicado sin buenas razones al más grande escritor americano viviente: Ernest Hemingway”. Y cierta vez que las galeras de un artículo para la revista Atlantic Monthly le fueron devueltas para su corrección, descubrió que alguien le había hecho una serie de cambios de estilo. Inmediatamente envió una carta chusca al editor, Edward Weeks, en la que ironizaba alrededor del “purista que leyó las pruebas”.
    También figura en esos “Cuadernos” la idea de un cuento sobre la venganza de “un hombre grandemente equivocado”, que luego fue parte de La dalia azul. Y se incluye la copia de un artículo que publicó en marzo de 1939 en el Saturday Evening Post, acerca de Rinehart y la literatura criminal. Allí habla de las dudas que le produce haber escrito —él mismo— más de quince cuentos sobre asesinatos “con armas normales por gente normal” y al final destila su rabia por no ser considerado “un autor serio".
    Hay otro artículo —publicado en Londres en el Sunday Times del 25 de marzo de 1956— que escribió a propósito de la aparición de Los diamantes son eternos de lan Fleming (1908-1964). Con fina ironía, Chandler hace un análisis de la obra anterior de Fleming (Casino Royale, Vivir y dejar morir y Moonraker) y concluye que se trata de “otra historia de gángsters a la americana, y no demasiado original”. El estilo de Fleming, en su opinión, era “periodístico, limpio y nada pretencioso” y le planteaba dudas: “No me gusta la ideología de James Bond. Sus pensamientos son superfluos. Solo me gusta cuando está en juego con cartas peligrosas”.
    En su libro MacShane organiza también una sección de ocurrencias de Chandler, a las que titula “Chandlerismos”. Se trata de una serie de frases memorables que pintan exactamente el carácter y la génesis de la prosa chandleriana. Por ejemplo: “La única diferencia entre usted y un mono es que usted usa un enorme sombrero”; O: “Si no se va, traeré a alguien que lo hará”; 0: “Buenas noches, adiós y detestaría ser usted".
    También hay frases de lenguaje ferrocarrilero, y observaciones sobre el slang californiano y las formas metafóricas duras: por ejemplo, “luces de Chicago” quiere decir revólver; “gotas en circulación” significa tragos; “estar bajo el vidrio" es estar en prisión; “labios” es un abogado.
    No faltan comentarios sobre el lenguaje de Hollywood: “Una duquesa” es una chica que se consigue con dinero; “tener fiebre en los pies” es estar apurado. También hay apuntes sobre el lenguaje de los narcotraficantes, y son asombrosas sus notas acerca de “Tommy Gun” (nombre que se le daba a la ametralladora Thompson, que era la preferida de los gángsters en los años 30). También se incluye el lenguaje carcelario de la prisión de San Quintín, donde “Cecilia” es la cocaína; “acabar atrás de la puerta” es morir en la cárcel; “un ojo” es un detective; “un salvavidas" es una conmutación de pena; "tener la cruz encima” es estar marcado para morir y “Siberia” es la celda para los incomunicados.
    La precisión chandleriana se observa asimismo en las reglas para el juego de dados, que apuntó en mayo de 1936 y que incluye el valor de los puntos, las combinaciones posibles con ambos dados, el valor del “siete” y del “once”, el modo lunfardo con que delincuentes y fulleros nombran a cada uno de los doce números, y hasta las posibilidades matemáticas más frecuentes cuando ha salido cada uno de ellos. Y respecto del lenguaje de los carteristas, Chandler aclaraba que quizás sería utilizable solo para algún personaje neoyorquino. La enumeración es larguísima, y contiene hallazgos como la frase “besar el perro” que indica toparse cara a cara con la víctima a la que se está robando.
    Si en Chandler una de las modalidades que más llama la atención es la eficacia de sus comparaciones, ahora puede verse que no era un hombre que se manejaba por azar ni por inspiraciones momentáneas. Era un verdadero cultivador de símiles, a punto tal que en este libro MacShane brinda una larga lista de comparaciones que no llegó a utilizar pero que tenía perfectamente clasificadas. Algunas son, también, verdaderas perlas: “Con tanto sex appeal como una tortuga”; “frío como los calzones de una monja”; “tan limpio como el cuello de un ángel”; “raro como un cartero gordo”; “su cara era tan larga que se le hubiera podido enredar dos veces alrededor del cuello”.
    Cuando MacShane evoca a Joseph “Cap” Shaw, el editor de Black Mask y a quien se suele considerar como el descubridor de Hammett, Chandler y muchos otros autores del género, lo hace citando una frase que describe a la perfección la narrativa chandleriana. En palabras de Shaw: “Para mí Chandler es la mente americana: una pesada porción de mucho realismo; una pincelada de buena dureza vulgar; un fuerte sobretono de estridente coraje; una igualmente fuerte dosis de sentimentalismo puro; un océano de lunfardo; y un campo definitivamente inesperado de sensibilidad”.
    Este Raymond Chandler desconocido, que conocemos gracias al trabajo de un investigador meticuloso y obsesivo como MacShane, es un escritor entrañable, caprichoso y completamente profesional. Un escritor para el que la novelística negra no era un mero juego de ingenio, sino una manera cruda, brutal de contemplar su sociedad y su tiempo.


martes, 4 de abril de 2017

Truman Capote. Cuentos completos



INTRODUCCIÓN:
RESPUESTAS UTILIZABLES


Estados Unidos no ha sido nunca un país de lectores, no, en todo caso, de lo que se llama narrativa literaria. Y en el siglo XX sólo dos narradores de calidad consiguieron ser nombres conocidos: Ernest Hemingway y Truman Capote. Los dos obtuvieron esta dudosa distinción por medios entre los que apenas figuraban sus libros, a menudo excelentes. Hemingway —fornido, barbudo y risueño— llegó a la mayoría de los hogares en las páginas de las revistas Life, Look y Esquive, con una escopeta o una caña de pescar en la mano o un desventurado toro bravo cerca de él y a punto de que lo mataran. Tras la publicación de su relato de no ficción sobre un asesinato múltiple en la Kansas rural, Capote (con su cuerpo endeble y su voz aguda) se convirtió al instante en la estrella de numerosos programas televisivos de entrevistas, una fama que conservó aun después de que el consumo de alcohol y drogas le transformara en una abotagada sombra de sí mismo. E, incluso hoy —muerto ya Hemingway en 1961 de la herida causada por un arma disparada por él mismo, y muerto Capote en 1984 a causa de sus excesos implacables—, la mejor obra de ambos sigue siendo gravemente denigrada por críticos y lectores sin duda desafectos. Sin embargo, muchos de los lúcidos cuentos de Hemingway y como mínimo tres de sus novelas rozan el máximo nivel de perfección que la prosa puede alcanzar, y Capote nos legó no sólo un fascinante relato criminal, sino una obra de ficción temprana (tres novelas breves y un puñado de cuentos) que aguarda la atención detenida y la justa admiración que desde hace mucho merece.
Están reunidos en este volumen los cuentos de Capote; abarcan la mayor parte de su vida creativa hasta el éxito devastador de A sangre fría, publicada en 1965, cuando el autor tenía poco más de cuarenta años. Gracias al filón de publicidad, brillantemente gestionada por él mismo, que le proporcionó aquella apasionante crónica de un crimen, Capote no sólo aterrizó en millones de mesas de hogares norteamericanos y en todas las pantallas de televisión, sino que además se granjeó el afecto de los asiduos de la sociedad mundana y las desnutridas reinas de la moda a las que con tanta frustración él había perseguido años antes.
No tardaría en anunciar su intención de publicar una novela larga que exploraría la sociedad de los americanos ricos tan despiadadamente como Marcel Proust había retratado la alta sociedad francesa de fines del siglo XIX y principios del XX. Y quizás empezó a trabajar en este proyecto. Pero existía una consideración crucial (de la que Capote parece no haber hablado nunca, o sobre la cual nunca le interrogaron en público) en el fracaso final de su visión (si alguna vez tuvo alguna). La sociedad de Proust estaba unida por lazos de sangre, se cimentaba en posiciones inquebrantables de prominencia social francesa, labradas desde hacía siglos con dinero, patrimonio y poder real sobre la vida de otros seres humanos. La sociedad de Capote se limitaba a tambalearse sobre los cimientos insustanciales y a la larga intrascendentes de la riqueza económica; ropa elegante, casas, yates y alguna que otra vez belleza física (las mujeres eran a menudo hermosas, los hombres muy rara vez). Todo estudio narrativo extenso de un mundo semejante tenía posibilidades de desplomarse por culpa de la trivialidad intrínseca del tema.
Cuando emergió de agotadores períodos de actividad social y sexual frenética y empezó a publicar fragmentos de su novela —menos de doscientas páginas—, Capote descubrió que prácticamente todos sus amigos ricos le abandonaban de la noche a la mañana, y se refugió en un túnel de pesadilla hecho de drogas, alcohol y sexo que le causaron graves daños físicos. A pesar de numerosos intentos de rehabilitarse, sus adicciones fueron agravándose, y cuando murió, como un alma desdichada, al borde de la vejez, dejó sólo unas páginas del alto rimero de manuscrito que afirmaba haber escrito de su gran novela. Si existió algo más de este texto, él debió de destruir las páginas antes de su muerte (y sus amigos más íntimos consideraban muy poco probable que existiera un número de páginas significativo).
Este arco trágico tienta a cualquier observador a conjeturar sobre su causa, y lo que sabemos de los primeros años de Capote nos ofrece un gráfico casi perfecto para cualquier discípulo de Freud que vaticine que una madurez desastrosa es el resultado casi inevitable de una infancia desgraciada. Y la meticulosa biografía de Gerald Clarke rastrea precisamente la niñez desplazada, solitaria y emocionalmente desvalida de Capote, su juventud y su primera madurez. Truman fue, en esencia, un niño desamparado por una madre demasiado joven y sexualmente aventurera y un padre canalla que le abandonó en una pequeña ciudad de Alabama, en una casa llena de primas solteras (primas y vecinos que al menos le recompensaron con un útil material de buenos cuentos).
Cuando su madre volvió a casarse y llamó al Truman adolescente para que se reuniera con ella en sus casas de Connecticut y Nueva York, cambió su apellido de casada, Parsons, por el de su segundo marido, Joe Capote, un cubano de notable encanto pero fidelidad exigua. El chico, físicamente raro —su voz y gestos, obvia y alarmantemente afeminados, consternaban a su madre—, asistió a buenas escuelas del Norte donde sacaba notas muy bajas en casi todas las asignaturas menos en redacción y lectura. Resuelto a emprender una carrera de escritor, descartó matricularse en la universidad, consiguió un pequeño empleo en la sección de arte del New Yorker, se zambulló en algunos de los círculos sociales, mutuamente excluyentes, de la literatura y las juergas nocturnas de la gran ciudad y empezó a trabajar de firme en los relatos que le darían una fama prematura.
Los cuentos más antiguos recopilados aquí reflejan claramente sus lecturas de la obra de sus contemporáneos, en especial de la narrativa muy reciente de sus paisanas sureñas, Carson McCullers, de Georgia, y Eudora Welty, de Mississippi. La «Miriam» de Capote, con su atmósfera de misterio, quizás un tanto facilona, y «La botella de plata», con su cariñoso ingenio de ciudad pequeña, tal vez recuerden los primeros relatos de McCullers. Y «La forma de las cosas», «Mi versión del asunto» y «Niños en sus cumpleaños» pueden muy bien leerse como historias de Welty no del todo acabadas, en particular «Mi versión del asunto», tan parecido al famoso «Por qué vivo en la Oficina de Correos», de Welty.
Con todo, la infancia de Capote, transcurrida en un mundo blanco de clase media, tan similar al de Welty y McCullers —y en un hogar increíble, como el que describe Welty en sus monólogos cómicos—, bien podría haber extraído tales relatos de un joven escritor con talento, aun cuando nunca hubiese leído un cuento de Welty o McCullers (Welty me dijo que en 1972, cuando la estaban entrevistando para París Review, George Plimpton le propuso que el entrevistador formulara una pregunta sobre la influencia que ella habría ejercido en la obra temprana de Capote, y ella se negó a hablar de este tema porque no quería fomentar ninguna hipótesis de una dependencia de ella por parte de otro escritor).
En general, sin embargo, hacia los últimos años de 1940 Capote tenía ya una voz claramente suya. Su primera novela, extrañamente poderosa —Otras voces, otros ámbitos, de 1948—, construida como está sobre las bases convencionales de la moderna escuela gótica sureña, acaba poseyendo una estructura indudablemente original que, incluso hoy, es una contundente afirmación de su dolorosa soledad infantil y su desconcierto ante los misterios sexuales y familiares que habían empezado a socavar su confianza y que a la larga contribuirían en gran medida a su hundimiento final en una angustiosa vergüenza, aun en medio del gran éxito posterior artístico, social y económico. Los mismos dilemas se exponen parcialmente en cuentos como «El halcón decapitado», «Cierra la última puerta» y «Un árbol de noche».
Pero dado que la homosexualidad era por entonces una realidad cotidiana y problemática para Capote, y dado que las revistas norteamericanas eran todavía reacias a ofrecer un retrato sincero del problema, quizás comprendamos ahora por qué esos cuentos precoces carecen de un claro centro emocional. Si hubiera escrito cuentos tan francos sobre la homosexualidad como lo era su primera novela, casi con certeza no se los habrían publicado, al menos no en las revistas femeninas que contaban con un gran número de lectores y que contenían gran parte de la mejor narrativa breve de la época. Ya en su segunda novela —El arpa de hierba, de 1951—, descubrió un medio maduro de utilizar áreas importantes de su pasado para enriquecer una ficción investida de una convincente verdad personal. Esas áreas no se centraban en la sexualidad, sino en la atención profundamente alentadora que recibió en la infancia de una prima en particular y de los lugares que frecuentaban en sus juegos y aficiones. La prima se llamaba Sook Faulk y era una mujer de afectos y preocupaciones tan contados que muchos la juzgaban simplona, aunque sólo era (y admirablemente) simple; y en los años en que ella y Truman compartieron un hogar, ella le hizo el enorme obsequio de un amor lleno de dignidad: un regalo que no había recibido de ningún pariente próximo.
Entre esas historias, donde más visibles resultan esa hondura de sentimiento y su expresión magistral en la prosa memorablemente clara que sellaría la restante obra de Capote, es en su lamoso relato «Un recuerdo navideño» y en los menos conocidos «El invitado del día de Acción de Gracias» y «Una Navidad»: puede que este último resulte algo dulzón para los gustos contemporáneos, pero, aun así, es igual de conmovedor en su revelación de otra herida temprana, infligida esta vez por un padre irresponsable y lejano. Es probable que la mayoría de sus compatriotas conozca «Un recuerdo navideño» a través de un excelente telefilme magníficamente interpretado por Geraldine Page; pero quienquiera que lea el cuento original descubre una hazaña, más difícil que cualquier actuación ante las cámaras. Por medio de su prosa cristalina y una brillante economía del ritmo narrativo, Capote elimina todo posible sentimentalismo de un pequeño elenco de personajes, acciones y emociones que podrían haber sido empalagosos en manos menos vigilantes y diestras. Sólo Chéjov nos viene a la memoria como un escritor igualmente dotado para el tratamiento de un asunto parecido.
Pero una vez en posesión de los recursos para expresar la amplitud de emociones que buscaba, Capote no se limitó a referir un recuerdo de la infancia, más o menos real o inventado. Al igual que muchos otros narradores, con el paso del tiempo escribió cada vez menos relatos: la vida se vuelve a menudo mucho más intrincada de lo que puedan abarcar las formas breves. Pero una historia, «Mojave», encarna de una manera brillante y terrible las intuiciones adquiridas en los años que pasó entre ricos. De haber vivido para escribir más vislumbres rápidos y sesgados de ese mundo aborrecible, nunca nos habría dejado con esa sensación de algo incompleto que nos produjeron los rumores frustrados de una extensa novela.
Y si los decenios que pasó alejado de la fuente sureña de toda su mejor narrativa —larga y corta— no le hubieran privado del interés o incapacitado para escribir más sobre aquel mundo primordial, habríamos tenido más motivos de gratitud por su obra. De hecho, sin embargo, si colocamos la ficción de Capote encima de la pila que incluye A sangre fría y un sólido puñado de artículos no narrativos, habremos reunido un corpus diverso que igualan muy pocos de sus contemporáneos norteamericanos de la segunda mitad del siglo XX.
Este hombre que adoptó el papel de exótico payaso en los años tempranos y más privados de su carrera y que luego —presionado por la pesada carga de su pasado— se convirtió en el payaso público y enloquecido de sus últimos años, nos legó, pese a todo, una obra tan extraordinaria que ahora podemos situarle —decenios de frialdad después de su muerte— mucho más arriba de lo que presagiaba su cuerpo menudo y menospreciado. En 1966, cuando había empezado a anunciar que estaba trabajando en una novela larga —y a recibir por ella pingües anticipos de su editor—, dijo que la titularía Plegarias atendidas. Y afirmó que este título era una expresión que había encontrado entre los escritos de Santa Teresa de Ávila: Se derraman más lágrimas por las plegarias atendidas que por las no atendidas. Hay pocos indicios de que las oraciones a Dios o a algún santo intercesor —pongamos, una mística española proclive a los trances o Sook, la prima simple— fuesen en algún momento una preocupación constante en la vida de Truman Capote, pero su empeño vitalicio en alcanzar la riqueza y una amplia atención tuvo un éxito atroz. Antes de cumplir cuarenta años, había conseguido ambas cosas, con una abundancia de marea y un desencanto absoluto. En su naufragio final, esta escasa colección de cuentos podría haberle parecido a Capote el menor de sus logros; pero, en el terreno de la expresión del sentimiento humano, representan su victoria más admirable. Del tormento de una vida que heredó, primero, de un padre tremendamente negligente y de una madre que nunca debería haberlo sido y, segundo, de su propia negativa a vencer sus obsesiones personales, extrajo estas historias que, en el campo de batalla de la prosa inglesa, constituirán durante muchos años tanto plegarias serenas y perdurables como gracias obtenidas: a la libre disposición de todos los lectores.
REYNOLDS PRICE
 [Traducción de Jaime Zulaika]

lunes, 3 de abril de 2017

Samuel Dashiell Hammett. Antología.


Samuel Dashiell Hammett    2
La décima pista.- The tenth clew, 1924    2
Un relato de El Agente de la Continental    2
La muerte de Main.- The Main death, 1927    2
Un relato de El Agente de la Continental    2
La casa de la calle Turk.-  The house on Turk Street, 1924    2
Un relato de El Agente de la Continental    2
La herradura dorada.- The Golden Horseshoe, 1924    2
Un relato de El Agente de la Continental    2
El gran golpe.- The big Knockover, 1927    2
Un relato de El gran golpe    2
El Rapto.- The Gatewood caper, 1923    2
Un relato de El gran golpe    2
Un hombre llamado Spade.- A man named Spade, 1932    2
Un relato de Un hombre llamado Spade y otras historias    2
Sólo se ahorca una vez .- They can only hang you once, 1932    2
Un relato de Un hombre llamado Spade y otras historias    2
Demasiados han vivido.- Too many have lived, 1932    2
Un relato de Un hombre llamado Spade y otras historias    2
El Ayudante del asesino.- The assistant murderer    2
Un relato de Ciudad de pesadilla    2
El guardián de su hermano.-  His brothers's keeper    2
Un relato de Ciudad de pesadilla    2
Sombra en la noche.- Night Shots, 1924    2
Un relato de Hammett Homicidios    2
El camino de regreso.- The Road Home, 1922    2
Primera publicación en Black Mask    2


Samuel Dashiell Hammett

Escritor estadounidense de relatos policíacos. También escribió bajo los seudónimos de Peter Collinson, Daghull Hammett, Samuel Dashiell y Mary Jane Hammett.
Nació el 27 de mayo de 1894 en el condado de St. Mary's (Maryland, Estados Unidos). Hammett creció en las calles de Filadelfia y Baltimore. Sin una educación formal (dejó la escuela a los 13 años), trabajó en diversos oficios y en diferentes lugares del país: como mensajero para los ferrocarriles de Baltimore y Ohio, fue dependiente, fue mozo de estación y trabajador en una fábrica de conservas entre otros oficios.
En 1915, entró en la «Pinkerton's National Detective Agency» de Baltimore como detective privado, experiencia que le proporcionaría material para sus novelas. Hammett no solo contaba la historia, sino que también había vivido los hechos. Aprendió el oficio de detective de James Wright, un agente bajo, rechoncho y de lenguaje duro, que se convirtió en un ídolo para Hammett (y que más tarde serviría, supuestamente, como inspiración para El agente de la Continental). En Junio de 1918, abandonó Pinkerton y se alistó en la Armada, pero la tuberculosis que contrajo provocó su licencia médica en menos de un año. De hecho, Hammett sufriría de mala salud por sus brotes de tuberculosis y alcoholismo durante el resto de su vida.
Hammett fue un tipo enigmático y contradictorio. Mientras fue empleado de la famosa agencia de detectives Pinkerton entre sus tareas estaba la de romper huelgas de vez en cuando, aunque después se decantaría por una postura ideológica claramente de izquierdas. Su carrera literaria se produjo en poco más de una docena de años, en los que consiguió hacer respetable la nueva narrativa norteamericana de detectives.
Consiguió prestigio literario rápidamente con sus novelas entre 1929 y 1931. Las dos primeras, Cosecha roja (1929) y La maldición de los Dain (1929), le llevaron de inmediato a la fama y en El halcón maltés (1930), su novela más famosa, aunque se discute si la mejor, en la que dio vida a su personaje más conocido, Sam Spade, fue la pionera del estilo de novela negra policíaca. Gran parte del éxito de la novela se puede atribuir a la adaptación para el cine de 1941 dirigida por John Houston y protagonizada por Humphrey Bogart.
También fue el responsable de la creación de El agente de la Continental (1924) y El hombre delgado (1934), la novela que presentó el matrimonio de detectives Nick y Nora Charles al mundo, personajes que se convirtieron en la base para una serie de famosas películas. Fue el inventor de la figura del detective cínico y desencantado de todo. El agente de la Continental de Hammett apareció en unas tres docenas de relatos, algunos de los cuales fueron la base de las novelas Cosecha roja (Red Harvest, 1929) y La maldición de los Dain (The Dain curse, 1929).
Corrían los tiempos del nacimiento de la novela negra, un movimiento literario en que se adoptaba el enfoque realista y testimonial para tratar los hechos delictivos. Fue el fundador de tal corriente y su más egregio representante y destacó sobre todo por su realismo, por la franqueza con que dibuja a sus personajes y escribe su diálogo, así como por el impacto con que se desarrolla el argumento, que supone la descripción gráfica de actos brutales, y por las actitudes sociales hipócritas y cínicas. Demostró asimismo que también en este género se pueden denunciar las corrupciones políticas y económicas, aunque nada de todo esto está reñido con el humor, y su novela El hombre delgado (The thin man, 1934) es un ejemplo de ello. En el escritor español Manuel Vázquez Montalbán pueden seguirse sus huellas. No sólo gozó del reconocimiento popular, también críticos serios elogiaron su trabajo. Varias de sus novelas fueron más tarde adaptadas a programas populares de radio y al cine, y también escribió guiones en Hollywood y su nombre apareció en los créditos de una serie de shows de radio que utilizaron sus personajes, como el de Alex Raymond, detective privado-espía que apareció en la tira de cómics Secret Agent X—9 (1934).
Pero en 1934, con la publicación de El hombre delgado, su última novela, la carrera de Hammett como escritor estaba casi acabada y se puede afirmar que no escribió nada verdaderamente importante después de esa fecha (no volvió a escribir novelas, sólo relatos cortos). El anterior otoño había conocido a Lillian Hellman, lectora de guiones que tenía la ambición de convertirse en dramaturga, y se embarcaron en una larga y tumultuosa relación, que duraría casi treinta años.
Reconocido como izquierdista, en 1951 pasó seis meses en la cárcel por «actividades antiamericanas» (en realidad por rechazar atestiguar en el Civil Rights Congress contra cuatro comunistas acusados de conspirar en contra del gobierno de los Estados Unidos). En 1953, volvió a rechazar contestar a preguntas del comité del senador José McCarthy's.
Murió el 10 de enero de 1961 en Nueva York.
Fuente:
NN.
Recopilador: Enrico Pugliatti.

viernes, 31 de marzo de 2017

La máscara de Dimitrios (en inglés The Mask of Dimitrios). Eric Ambler.


Eric Ambler (Londres, Reino Unido, 28 de junio de 1909 - 22 de octubre de 1998), fue un escritor británico de novela negra. También fue guionista y productor cinematográfico
Eric Ambler tuvo una infancia feliz, según su propia autobiografía (Here Lies: An Autobiography, 1985) en donde narra con humor y modestia la primera parte de la vida del que llegará a ser maestro de la nueva novela de espionaje. En 1928 obtiene su título de ingeniero, pero prefiere dedicarse a la publicidad, profesión que ejercerá hasta finales de la Segunda Guerra Mundial y que alternará con la novela. Entre 1936 y 1940, escribe seis novelas de espionaje que se convertirán en clásicos.
Una vez enrolado, permanecerá en el ejército británico durante seis años, sirviendo en los batallones de propaganda cinematográfica, escribiendo guiones y realizando filmaciones en los lugares de batalla, en donde conoce a John Huston. Tras la guerra prueba sin éxito la aventura americana en Hollywood. Escribe algunos guiones, pero al cabo de poco tiempo regresa a la novela.
Decide volver a Europa en 1958. Siguió escribiendo numerosas novelas hasta 1981.
La contribución de Eric Ambler será fundamental para elevar el thriller a la categoría de literatura noble. La novela negra será el género preferido por Ambler, ya que le permitía expresar sus opiniones políticas, aunque nunca caerá en las ilusiones de las utopías. Sus personajes son personas normales, en muchas ocasiones llegadas a espías sin pretenderlo, anti-héroes vapuleados por fuerzas que les superan con mucho. A menudo Ambler utiliza su experiencia en los negocios y su formación como ingeniero para dar verosimilitud a sus relatos, sirviéndose de un muy británico sentido del humor y de un estilo de escritura inimitable.
Bibliografía

1936 - Fronteras sombrías (`The dark frontier`)
1937 - Uncommon Danger
1938
Epitafio para un espía (`Epitaph for a spy`)
Motivo de alarma (`Cause for alarm`)
1939
La máscara de Dimitrios (`The mask of Dimitrios`). Película homónima de Jean Negulesco en 1944
The Army of the Shadows
1940 - Viaje al miedo (`Journey into fear`). Película Estambul de Norman Foster en 1943.
1950 - Skytip
1951
El proceso Delchev (`Judgment on Deltchev`)
Tender to Danger
1953
El caso Schirmer (`The Schimer inheritance`)
The Maras Affair
1954 - Charter to Danger
1956 - Los visitantes del crepúsculo (`The night-comers`)
1958 - Passport to Panic
1959 - Traficantes de armas (`Passage of arms`)
1962 - La luz del día (`The Light of Day`). Película Topkapi de Jules Dassin en 1964
1963 - Saber matar (`The Ability to Kill: And Other Pieces`)
1964 - Una rabia nueva (`A Kind of Anger)
1967 - Una historia sucia (`Dirty story`)
1969 - La conspiración Intercom (`The Intercom conspiracy`)
1972 - Chantaje en Oriente (`The Levanter`)
1974 - Doctor Frigo
1976 - No enviéis más rosas (`Send no more roses`)
1981 - Tiempo transcurrido (`The care of time`)
1985 - Memorias (`Here Lies: An Autobiography`)
***
La máscara de Dimitrios (en inglés The Mask of Dimitrios) es una novela de espionaje escrita por el británico Eric Ambler y publicada en 1939. Eric Ambler marcó un hito con esta obra dentro de lo que es la novela de espías, eliminando de ella los personajes heroicos e introduciendo esos personajes mixtos en los que se mezclan caracteres encomiables junto a miserias. De un marcado cinismo, que probablemente se origine en sus experiencias en las trincheras durante la Primera Guerra Mundial, Amblera añade el exotismo de unos escenarios orientales que conocía perfectamente. Ambler es el creador de la persona corriente convertida en espía casi contra su voluntad, y sometido a peligros que no imagina por su propia ingenuidad.Su protagonista es un escritor británico, Charles Latimer, que se encuentra en la ciudad de Estambul, donde conoce casualmente a un miembro de la policía secreta turca por quién descubre que un peligroso criminal internacional
conocido entre otros nombres por el de Dimitrios ha sido hallado muerto, ahogado en el puerto. Intrigado por la figura de este personaje, traficante de armas, conspirador, espía internacional, Latimer se desplazará por los Balcanes tras una sombra. Latimer recorrerá los vericuetos del recientemente fraccionado Imperio otomano (Turquía, Bulgaria, Grecia, Serbia...) y de allí se trasladará a París y Suiza para hablar con espías y ex espías internacionales. Y a lo largo de toda esta investigación se va imponiendo la figura de Dimitrios, símbolo de la decadencia de una época.
Fuente:
N.N.
Recopilador: Enrico Pugliatti.

(Fragmento). Editorial Bruguera.

Eric Ambler


La Máscara de Dimitrios
A Alan y Félice Harvey


Pero la iniquidad del olvido expande a ciegas su esencia soporífera, jugando con el recuerdo que cada hombre ha dejado de sí mismo, sin consideración alguna hacia los méritos que hiciere para alcanzar la inmortalidad... Si no fuera por esta huella imborrable, el primer hombre hubiese sido tan desconocido como el último, y la larga vida de Matusalén hubiese sido su única Crónica.»

SIR THOMAS BROWNE, Hydriotaphia




1. Orígenes de una obsesión


Un francés llamado Chamfort dijo cierta vez, a sabiendas de que estaba equivocado, que la palabra azar era un atributo de la Providencia.
Se trata de uno de esos aforismos convenientes, que no son más que falacias, acuñados para desacreditar la desagradable pero verdadera idea de que el azar juega un papel de importancia —si no decisivo— en los asuntos humanos. Sin embargo, no se trata de una expresión del todo imperdonable. Porque es inevitable que, en ciertas ocasiones, el azar actúe con una suerte de desmañada coherencia, que bien puede confundirse con las acciones de una Providencia consciente de sí misma.
La historia de Dimitrios Makropoulos es un buen ejemplo de esto.
El solo hecho de que un hombre como Latimer llegara a tener alguna noticia, siquiera, de la existencia de un hombre como Dimitrios, es, en sí, grotesco. Y constituye un tipo de situación que le corta a uno el aliento el hecho de que, de verdad, llegara a ver el cadáver de Dimitrios, que durante semanas —careciendo como carecía del dinero necesario— viviera entregado a la tarea de hurgar en la oscura historia de aquel hombre y que, por último, se hallara él mismo en la posición de adeudarle su vida al estrambótico gusto, en materia de decoración de interiores, de un criminal.
No obstante, al considerar estos hechos en relación a los demás del caso, resulta difícil no dejarse dominar por su terror supersticioso. El carácter completamente absurdo de todo esto parece no aconsejar el uso de las palabras «azar» y «coincidencia».
En este caso, el escéptico tiene la posibilidad de un único consuelo: si existiera algo así como una ley sobrehumana, estaría administrada con una ineficacia infrahumana. La elección de Latimer como instrumento de esa Ley sólo pudo haber sido realizada por un idiota.
Durante los primeros quince años de su vida adulta, Charles Latimer se había convertido en profesor agregado de economía política en una universidad inglesa de segunda fila. Además, a la edad de treinta y cinco años, había escrito tres libros. El primero era un estudio sobre la influencia de Proudhon en el pensamiento político italiano del siglo XIX. El segundo se titulaba El Programa de Gotha de 1875. El tercero era una valoración de las proyecciones económicas de Der Mythus des zwanzigsten Jahrhunderts, de Rosenberg.
Tan pronto como hubo dado fin a la corrección de las pruebas de esta consistente obra, con la esperanza de ahuyentar el negro estado depresivo en que le había hundido ese período de contacto temporal con la filosofía del nacionalsocialismo y con su profeta, el doctor Rosenberg, Latimer escribió su primera novela policíaca.
Una pala sangrienta tuvo un éxito inmediato. A este título le siguió «Yo», dijo la mosca y, más tarde, Los brazos del asesino. Del muy nutrido ejército de profesores universitarios que escriben novelas policíacas en sus ratos de ocio, Latimer descolló muy pronto como uno de los pocos que, con gran rubor, hacían dinero gracias a ese pasatiempo. Tal vez resultara inevitable que; más tarde o más temprano, se convirtiera en un escritor profesional, tanto de nombre como de hecho. Tres circunstancias aceleraron el proceso de transición. La primera fue el desacuerdo con las autoridades universitarias acerca de lo que Latimer considerara como una cuestión de principios. La segunda fue una enfermedad. La tercera, el hecho de que fuese .soltero.
No mucho tiempo después de la publicación de No cegar esta puerta, y tras su enfermedad, que desgastó muy seriamente sus reservas orgánicas, redactó una carta de renuncia a su cátedra, con apenas una ligera resistencia intima. Luego emprendió un viaje para ir a terminar su quinta novela policíaca bajo los rayos del sol.
Una semana después de haber dado con el título que debía seguir a aquel libro, Latimer partió hacia Turquía. Había vivido un año en Atenas y en sus alrededores y estaba ansioso por cambiar de escena. Su salud había mejorado considerablemente, pero la idea de afrontar un otoño inglés le resultaba poco atractiva. Hizo caso, pues, a la sugerencia de un amigo y cogió el vapor que cubría el trayecto entre el Pireo y Estambul.
Fue en Estambul y de boca del coronel Haki, donde Latimer oyó por primera vez el nombre de Dimitrios.
Una carta de presentación es un documento incómodo. En la mayoría de los casos, su portador sólo está relacionado de manera casual con quien se la ha proporcionado, y éste, a su vez, a menudo conoce bien poco al destinatario. Las posibilidades de que estas presentaciones logren un resultado satisfactorio para los tres son muy escasas.
Entre las cartas de presentación que Latimer llevaba consigo a Estambul, había una dirigida a madame Chávez quien, tal como le habían dicho, vivía en una villa a orillas del Bósforo. A los tres días de su llegada, Latimer le escribió y como respuesta, recibió una invitación para pasar cuatro días de reunión en la villa. Con un oscuro sentimiento de aprensión, Latimer aceptó.
Para madame Chávez tanto el camino de ida hacia Buenos Aires como el de regreso habían estado pavimentados de oro, con la mayor de las liberalidades. Turca de nacimiento, poseedora de una notable belleza, se había casado y divorciado con éxito de un rico argentino, negociante de carnes; con parte de las ganancias obtenidas en tales transacciones, madame Chávez había comprado un pequeño palacio que en otros tiempos había sido la residencia de una rama menor de la realeza turca. Remoto, aislado por un camino de acceso poco frecuentado y difícil, el palacete dominaba una bahía de fantástica hermosura, y fuera del hecho de que el abastecimiento de agua limpia resultaba insuficiente para servir incluso a uno .solo de los nueve baños con que contaba, estaba exquisitamente equipado.
Tanto los demás huéspedes como su anfitriona turca tenían la desagradable costumbre de golpear con gran violencia en la cara a los criados, cada vez que alguno de éstos desagradaba a los señores —cosa que ocurría a menudo—, pero a no ser por la incomodidad que le provocaba tan insólita situación, Latimer habría disfrutado de su estadía en aquel lugar.
Los restantes invitados eran una pareja muy ruidosa de marselleses, tres italianos, dos jóvenes oficiales de la marina turca y sus ocasionales fiancées , más un grupo de hombres de negocios residentes en Estambul, acompañados por sus mujeres. Pasaban todos ellos la mayor parte de su tiempo bebiendo las, al parecer, inagotables existencias de ginebra holandesa que poseía madame Chávez y bailando con la música de fondo de un gramófono atendido por uno de los sirvientes, cuya tarea consistía en cambiar constantemente los discos, estuvieran bailando o no los invitados. Con la excusa de su precaria salud, Latimer se mantenía apartado de la bebida y del baile. En general todos le ignoraban.
La tarde de su último día de estancia en aquel lugar estaba ya avanzada; estaba sentado en un extremo de la terraza cubierta por emparrado frondoso, lejos del alcance del gramófono, cuando Latimer advirtió que, por el largo y polvoriento camino que llevaba hasta la villa, subía no sin cierta dificultad un grande y lujoso coche conducido por un chófer.
Cuando el coche dejó oír el ronquido de su motor en el patio de la casa, el ocupante del asiento trasero abrió la portezuela y saltó fuera antes de que el coche se hubiera parado.
Era un hombre alto, de mejillas finas y pómulos salientes, cuya piel de pálido color broncíneo contrastaba con una cabeza cubierta por cabellos grises cortados a la prusiana. Una frente huesuda y estrecha, una nariz que parecía el pico de un ave y unos labios muy delgados le daban un cierto aire depredador. No puede tener menos de cincuenta años, pensó Latimer mientras observaba su cintura, por debajo del uniforme de oficial, de impecable corte, con la esperanza de detectar la presencia de algún corsé.
Vio que el oficial se sacaba un pañuelo de seda de la manga, con el que limpió alguna invisible mota de polvo de sus inmaculadas botas de montar de charol, antes de encasquetarse, como al desgaire, la gorra, y le vio desaparecer del campo de su visión. En algún lugar, dentro de la villa, resonó la campanilla de la entrada.
El coronel Haki, éste era el nombre del oficial, fue inmediatamente muy bien acogido en la reunión. Al cabo de un cuarto de hora de la llegada de aquel hombre, madame Chávez, con un aire de timidez y confusión, intentaba mostrarles a las claras a sus huéspedes que se sentía comprometida irremediablemente por la inesperada aparición del coronel. Después de conducirle hasta la terraza, inició las presentaciones. Todo sonrisas y galanterías, el coronel hizo sonar sus tacones, besó manos, se inclinó en estudiadas reverencias, intercambió saludos militares con los oficiales de la marina y devoró con los ojos a las mujeres de los hombres de negocios.
Toda aquella actuación le fascinó tanto a Latimer que, cuando le tocó el turno de ser presentado, el simple hecho de oír su propio nombre le sobresaltó. El coronel le sacudió el brazo con un cálido gesto.
—Tengo mucho gusto en conocerle, mi buen amigo —dijo.
—Monsieur le Colonel parle bien anglais  —explicó madame Chávez.
—Quelques mots   —aseguró el coronel Haki.
Latimer dirigió una mirada amistosa a aquel par de ojos de un pálido color gris.
—¿Qué hay?
—Aquí todo estupendamente bien —replicó el coronel con grave cortesía, antes de continuar con su presentación y de besar la mano de una joven, sobre cuyo bañador deslizó una apreciativa mirada de avezado experto.
Muy avanzada la noche, Latimer volvió a hablar con el coronel. Haki había inyectado una buena dosis de bulliciosa animación a la reunión: chistes contados con gracia, carcajadas contagiosas, desvergonzados y humorísticos ataques a las mujeres casadas y otros, bastante más subrepticios, dirigidos contra las mujeres solteras.
De cuando en cuando la mirada del coronel Haki buscaba los ojos de Latimer y esbozaba una sonrisa de disculpa. «Debo representar el papel de tonto... eso es lo que esperan de mí», venía a decir aquella sonrisa. «Pero no piense que me hace ninguna gracia.»
Más tarde, después de la cena, cuando los huéspedes comenzaban a mostrar menos interés en bailar que en entretenerse con la posibilidad de una partida combinada de póquer descubierto, el coronel cogió a Latimer del brazo y le condujo hacia la terraza.
—Debe perdonarme, mister Latimer —le dijo en francés—, pero tengo gran interés en hablar con usted. Estas mujeres... psé —Haki abrió una cigarrera casi debajo mismo de las narices de Latimer—: ¿Un cigarrillo?
—Gracias.
El coronel Haki echó un vistazo por encima de su hombro.
—En el otro extremo de la terraza se está más tranquilo —dijo y añadió, cuando se dispusieron a dirigirse hacia allí—: Sabe usted, hoy he venido especialmente para verle. Madame me dijo que usted estaba aquí y, en verdad, no he podido resistir la tentación de hablar con el escritor cuya obra tanto admiro.
Latimer murmuró un obligado agradecimiento a aquel cumplido: se encontraba en un aprieto, porque le resultaba imposible saber si el coronel se estaba refiriendo a sus obras de economía política o a sus novelas policíacas. En cierta ocasión ya había asombrado e irritado a un amable rector universitario que se había mostrado interesado por su «último libro»; Latimer le había preguntado al anciano si prefería que el asesino matara a sus víctimas a tiros o a golpes de porra.
Por otra parte, le parecía una pedantería preguntar qué parte de su obra era la preferida.
No obstante, el coronel Haki no aguardó a que hiciera la pregunta.
—He ordenado que me envíen desde París todas las novedades de romans policiers  —explicó—. No leo otra cosa que no sean romans policiers. Me gustaría que usted viera mi colección. Sobre todo me gustan las novelas inglesas y las americanas. Todas las mejores están traducidas al francés. Los mismos escritores franceses no me parecen demasiado interesantes; la cultura francesa carece de los elementos necesarios para que surja un roman policier de primera calidad. Estos días he añadido su Une Pelle Ensanglantée a mi biblioteca. ¡Formidable! Pero no he llegado a comprender del todo lo que el título significa.
Le llevó no poco tiempo a Latimer tratar de explicarle en francés el significado de «denominar a una laya, pala ensangrentada», y tratar de traducir el juego de palabras en una expresión que pudiera proporcionar (a los lectores de mente ágil) la clave esencial de la identidad del asesino, a partir del título mismo de la obra.
El coronel Haki escuchaba con interés, asintiendo con movimientos de cabeza; en un par de ocasiones, antes de que Latimer llegara al nudo de la explicación, le interrumpió para exclamar:
—Sí, ya entiendo, ahora lo veo con claridad.
—Monsieur —dijo Haki, cuando Latimer ya era presa de una desesperada impotencia—, me pregunto si usted me concedería el honor de comer conmigo algún día de esta semana. Creo —agregó con un aire de misterio— que tal vez pueda proporcionarle una ayuda interesante.
Latimer no comprendía en qué sentido podía ser ayudado por el coronel Haki, pero dijo que se sentiría muy honrado. De modo que acordaron encontrarse en el Pera Palace Hotel tres días después.
Latimer no volvió a pensar en aquella cita hasta la misma noche de la víspera del día fijado. Estaba sentado en un salón de su hotel, junto con el gerente de la sucursal de su banco de Estambul.
«Collinson —pensaba Latimer— es una buena persona, pero un compañero tedioso.» Su conversación consistía, casi de forma exclusiva, en referir las habladurías acerca de lo que hacían los integrantes de las colonias inglesa y americana en Estambul.
—¿Conoce usted a los Fitzwilliam?—podía comenzar la charla—. Es una lástima: le resultarían agradables. Pues bien, hace unos días...
Pero como fuente de información sobre las reformas económicas proyectadas por Kemal Ataturk se había revelado como un verdadero inútil.
—A propósito —dijo Latimer, después de escuchar un minucioso informe acerca de la conducta de aquella mujer turca y de su marido, un vendedor de coches americano—, ¿conoce usted a un hombre que se llama coronel Haki?
—¿Haki?¿Por qué ha pensado en él?
—Porque mañana comeré con él.
Las cejas de Collinson se arquearon en su frente.
—¡Por Júpiter, comerá con él! —exclamó mientras se rascaba el mentón—. Pues, sí, he oído muchas cosas acerca de él —Collinson se detuvo, como si dudara—. Haki es uno de esos tíos de los que se oye hablar a menudo pero a los que jamás se les puede echar una mirada. De esa clase de personas que siempre está entre bastidores, ¿me comprende usted? En Ankara tiene más influencias que muchos de los hombres que se supone que están en la cúspide. En Anatolia fue uno de los hombres de Gazi; en 1919 desempeñó el cargo de diputado en el gobierno provisional. En esa época eran muchas las historias que me contaban sobre él. Era un demonio sediento de sangre, en todos los sentidos. Se decía algo sobre el modo como torturaba a los prisioneros. Pero después, ambas partes han hecho lo mismo y casi me atrevería a asegurar que han sido los soldados del Sultán quienes dieron peor ejemplo en este aspecto. También he oído decir que es un hombre capaz de beberse un par de botellas de whisky en poco rato y mantenerse tan sobrio como una rosa. De todos modos, esto no me lo creo. ¿Cómo ha sido que se ha topado usted con él?
Latimer se lo explicó.
—¿Cuál es su profesión?—preguntó—. No sé qué quieren decir estos uniformes.
Collinson se encogió de hombros.
—Bueno... he oído decir, a personas bien enteradas, que Haki es el jefe de la policía secreta, pero quizá eso no sea más que otro cuento. Esto es lo peor de este lugar: no puedes creer ni una palabra de todo lo que digan en el Club. Mire usted, precisamente el otro día...
Con algo más de entusiasmo que el que había abrigado días antes, Latimer se encaminó al día siguiente hacia la cita. Había juzgado al coronel Haki una especie de rufián y la vaga información de Collinson parecía confirmar ese juicio.
El coronel llegó con veinte minutos de retraso, y deshaciéndose en excusas, remolcó, de inmediato, a su invitado hasta el restaurante.
—Tomémonos un whisky con soda ahora mismo —anunció antes de pedir en voz alta una botella de «Johnnie».
Durante la mayor parte de la comida, Haki habló de las novelas policíacas que había leído, de la impresión que le habían producido, de sus opiniones acerca de los personajes y de su preferencia por los asesinos que mataban a sus víctimas a tiros.
Por último, con una botella de whisky casi vacía pegada a su codo y con un helado de fresas ante sí, Haki se inclinó hacia adelante, por encima de la mesa.
—Mister Latimer —volvió a decir—, creo que puedo ayudarle.
Por un segundo asaltó a Latimer la descabellada idea de que tal vez el coronel estaba a punto de ofrecerle un cargo en el servicio secreto de Turquía. A pesar de todo, consiguió responder:
—Oh, es usted muy amable.
—Ambicioné —prosiguió el coronel Haki— escribir yo mismo una buena novela policíaca. A menudo pienso que podría hacerlo de disponer del tiempo necesario. Este es el problema... el tiempo. Yo lo veo así. Pero... —el coronel hizo una solemne pausa.
Latimer aguardaba. Siempre se había encontrado con personas que estaban convencidas de ser capaces de escribir una novela detectivesca, en el caso de disponer del tiempo necesario.
—Sin embargo —repitió el coronel—, ya tengo planeado el argumento. Y me agradaría regalárselo a usted.
Latimer le aseguró que ese gesto era verdaderamente generoso.
El coronel rechazó con un ademán las palabras de agradecimiento.
—Sus libros me han colmado de placer, mister Latimer. Me hace feliz ofrecerle una idea para otro libro. No tengo tiempo para elaborarla yo mismo, y en cualquier caso —añadió con tono magnánimo—, estoy seguro de que usted la aprovechará mejor de lo que yo podría hacerlo.
Latimer farfulló alguna incoherencia.
—El escenario del relato —prosiguió el coronel, sus ojos grises clavados en el rostro de Latimer— es una casa de campo inglesa que pertenece a lord Robinson, un hombre de gran riqueza. En esa casa se desarrolla una típica reunión inglesa de fin de semana. Una noche, es descubierto el cadáver de lord Robinson, sentado en la biblioteca, ante su escritorio, con un disparo en la sien. La herida tiene los bordes chamuscados. Se ha formado un charco de sangre sobre el escritorio y ha empapado un papel. El papel es el nuevo testamento que lord Robinson estaba a punto de firmar. En el testamento anterior había dividido sus riquezas, en partes iguales, entre las seis personas, parientes y amigos, que están presentes en la casa. El nuevo testamento que no ha sido firmado porque lo ha impedido el disparo, lega todos sus bienes a uno solo de sus familiares. Por lo tanto —Haki apuntó con la cucharilla del helado, con gesto acusador, a su invitado antes de proseguir—, uno de los cinco invitados restantes ha de ser el culpable. Es lo lógico, ¿verdad?
Latimer abrió la boca, volvió a cerrarla y asintió con un movimiento de cabeza.
El coronel Haki abrió sus facciones a una sonrisa de triunfo:
—Allí está la trampa.
—¿La trampa?
—Lord Robinson no ha sido asesinado por ninguno de los sospechosos, sino por el mayordomo, cuya esposa había sido seducida por el lord. ¿Qué le parece? Buena, ¿verdad?
—Una idea muy ingeniosa.
Haki se echó hacia atrás en la silla y estiró los pliegues de su guerrera.
—Oh, no es más que una pequeña trampa, pero me alegra que le guste. Por supuesto, he elaborado cada una de las partes de la trama con el mayor detalle posible. El poli es un importante inspector de Scotland Yard, que se enamora de una de las sospechosas, una mujer guapísima, y para ahuyentar de ella las sospechas se decide a esclarecer el caso. Tiene gran valor literario. En fin, de todos modos, como ya le he dicho, tengo todo el argumento y los detalles escritos.
—Me interesaría muchísimo —dijo Latimer sinceramente— leer sus apuntes.
—Esperaba que me dijera eso. ¿Tiene prisa?
—No, ninguna.
—Pues entonces iremos a mi despacho y le enseñaré lo que tengo hecho. Lo he escrito en francés.
Latimer dudó tan sólo durante una fracción de segundo. En realidad no tenía ninguna otra cosa más interesante que hacer y podía ser una excelente experiencia ver el despacho del coronel Haki.
—Me encantará acompañarle —dijo, por último.
El despacho del coronel estaba situado en la parte superior de lo que quizá alguna vez fuera un hotel de segunda o tercera categoría; pero el edificio, por dentro, era una inconfundible oficina pública de Gálata. La puerta del despacho —una habitación grande— se abría en el extremo de un pasillo. Cuando entraron, un hombre vestido de uniforme se hallaba sentado ante el escritorio. Al ver al coronel, se puso en pie, hizo resonar sus tacones y dijo algo en turco. Haki le respondió y con un gesto le ordenó salir.
El coronel le señaló una silla a Latimer, le ofreció un cigarrillo y comenzó a rebuscar dentro de un cajón. Por fin, extrajo un par de folios mecanografiados y se los alargó a su visitante.
—Aquí está, mister Latimer. La clave del testamento ensangrentado. Este es el título que le he puesto, aunque aún no estoy seguro de que sea el mejor. Todos los títulos más sugerentes ya han sido utilizados, según creo haber descubierto. Pero ya pensaré en otras posibilidades. Léalo y no vacile en decirme con toda franqueza qué opina del tema y de la trama. Si estima necesario modificar algunos detalles, lo haré.
Latimer cogió los folios y empezó a leer, mientras el coronel, sentado en una esquina del escritorio, balanceaba una de sus piernas, larga y reluciente.
Latimer leyó los folios dos veces antes de dejarlos a un lado. No podía evitar un sentimiento de vergüenza: varias veces, durante la lectura, había sentido unas enormes ganas de echarse a reír. Pensó que había cometido un error al ir al despacho de Haki; pero ya que estaba allí, lo mejor sería marcharse lo antes posible.
—De momento no puedo sugerirle ningún cambio —dijo pausadamente—. Por supuesto que habrá que pensarlo todo con calma; es muy fácil cometer errores en este tipo de problemas. Hay mucho material que requiere cierta investigación. Las cuestiones que plantea el procedimiento legal británico, por ejemplo...
—Sí, sí, comprendo —El coronel Haki se escabulló del escritorio y ocupó su silla—. Pero, ¿cree usted que podrá servirle esta historia?
—De veras le estoy profundamente agradecido por su generosidad —afirmó Latimer, con intención evasiva.
—Oh, de nada. Ya me enviará un ejemplar de la novela cuando la publiquen. —Hizo girar su silla y cogió el teléfono—. Haré que le preparen una copia para usted.
Latimer se arrellanó en una silla. ¡Muy bien! No llevaría mucho tiempo hacer una copia de ese texto. Oyó que el coronel hablaba con alguien por teléfono y le vio arrugar el ceño. Haki depositó el auricular en su sitio y se volvió hacia su huésped.
—¿Me permite que me ocupe un instante de un asunto, ahora mismo?
—Por supuesto.
El coronel cogió un grueso sobre de papel manila y comenzó a sacar de él algunos documentos en los que se detenía atentamente. Por fin, eligió uno de aquellos documentos y se entregó a una lectura atenta. El silencio en la habitación se había hecho profundo.
Latimer, fingiendo un interés, que no sentía, por su cigarrillo, Observó al hombre sentado detrás del escritorio.
El coronel Haki pasaba con lentitud los folios del documento y en su rostro se advertía una expresión que Latimer no había visto antes. Era el aire de un experto que examina un asunto que conoce a fondo. En sus facciones se dibujaba una especie de reposo expectante que le hizo pensar a Latimer en un viejo y experimentado gato que estuviera observando a un joven e inexperto ratón.
En ese instante el escritor volvió a reconsiderar sus opiniones sobre el coronel Haki. Momentos antes había sentido una vaga compasión hacia él, tal como uno se compadece de una persona que, de manera inconsciente, hace el papel de tonto. Pero ahora comprendía que el coronel de ningún modo necesitaba esa compasión.
Mientras los largos y amarillos dedos de Haki volvían los folios de aquel documento, Latimer recordó las palabras de Collinson: «Se decía algo sobre el modo como torturaba a los prisioneros.»
Y entonces comprendió que sólo en ese momento comenzaba a ver, por primera vez, al verdadero y real coronel Haki. En ese instante, el coronel alzó sus pálidos ojos para posarlos, con una mirada pensativa, sobre el nudo de la corbata de Latimer.
Durante un segundo al ex catedrático le alarmó la sospecha de que aquel hombre sentado tras el escritorio, aun cuando al parecer observaba el nudo de su corbata, pudiera estar leyendo en su mente.
Al cabo de un minuto, los ojos del coronel se apartaron de su objetivo; una débil sonrisa le entreabría los labios y Latimer se sintió como quien ha sido sorprendido mientras comete un robo.
Haki dijo:
—Me pregunto, mister Latimer, si usted sentirá interés o no por verdaderos asesinos.


jueves, 30 de marzo de 2017

UN MILLÓN DE VISITAS AL BLOG.

UN MILLÓN DE VISITAS AL BLOG: EL LABERINTO DEL VERDUGO.
Hemos llegado al millón de visitas en el blog. Me siento sumamente complacido, creo que la labor de investigación y la  posibilidad de mostrar al público lector – en algunos momentos- autores poco conocidos es lo que me llena de mayor satisfacción.
La labor no ha sido fácil: tomarse el tiempo día a día e invertir una o dos horas diarias para buscar autores y fragmentos de novelas requiere cierta disciplina y obsesión pero, lo hemos logrado.
También deseo aclarar que los autores allí escogidos – en el blog- conforman mi universo literario, que son mis autores, son mis referentes  y eso es importante señalarlo. No soy partidario de las políticas del gurú: que cada uno busque lo que mejor le parezca en estéticas y escritores. Lo que realmente siempre me ha gustado es “compartir”  con los demás “mis”  preferencias y gustos literarios.
Por último, deseo dar las gracias a todas las personas de diferentes países que visitan el blog: es un agrado servirles y saber que están ahí.
J. Méndez-Limbrick.
Escritor.

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MANUAL DE CREATIVIDAD LITERARIA DE LA MANO DE LOS GRANDES AUTORES FRAGMENTO

  Literatura y vida Prólogo de Alicia Mariño Espuelas   Leer para vivir, como decía Gustave Flaubert, y como reza al comienzo de este libr...

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