sábado, 4 de marzo de 2017

MEMPO GIARDINELLLI. EL GÉNERO NEGRO. (El género desde los otros géneros).


El género desde los otros géneros

Aunque educado en Inglaterra y de formación posvictoriana, Raymond Chandler estudió profundamente toda la literatura norteamericana del siglo XIX y principios del XX. Agudísimo lector del género policial (así lo prueban sus ensayos, y sobre todo su epistolario) fue uno de los primeros en precisar las distintas corrientes del género y se preocupó, siempre, por definir el lugar que él mismo ocupaba. Si bien nunca se incluyó en el realismo social, sostuvo que era el realismo crítico lo que le daba trascendencia a lo policial. Su admiración por Hammett se basaba en que “sacó al asesinato del búcaro de cristal veneciano y lo tiró al callejón, que es donde sucede”. Decía que Hammett devolvió el crimen “a la gente que lo comete por alguna razón, no solo para suministrar un cadáver. Trasladó esas gentes al papel tal como eran, y las hizo hablar y pensar en la lengua que usan corrientemente para tales fines”.
    Sobre Chandler habrá que volver más adelante, pero aquí es pertinente evocarlo porque esas ideas, sin duda, contribuyeron a la identificación de millones de lectores con esta literatura. El escritor argentino Rodolfo J. Walsh, uno de los más autorizados conocedores del género en Sudamérica, escribió al respecto que “hay dos clases de lectores de novelas policiales: lectores activos y lectores pasivos. Los primeros tratan de hallar la solución antes que la dé el autor; los segundos se conforman con seguir desinteresadamente el relato”. [34] Si bien podría cuestionarse lo de “desinteresado” (ya que el interés depende del rigor del texto y de la intensidad de la trama) es cierto que hubo y hay todavía un tipo de lector universal bastante más inclinado a “seguir el relato” que a jugar al detective que procura anticiparse a la develación. Y es que el tradicional relato de enigma cae en la repetición mientras que el relato realista, el del "crimen en el callejón”, tiene posibilidades infinitas. Este es el tipo de lector de novelas negras más codiciado en nuestros días: el que no toma a la literatura como un crucigrama sino como una fuente de conocimientos, incluso de la realidad, y que a la vez que recoge enseñanzas y comparte o discute reflexiones, se entretiene. Porque la literatura ha de ser también —como quería Cervantes— un entretenimiento.
    Cervantes propuso que la literatura debe deleitar y enseñar al mismo tiempo, “y por supuesto promover el ejercicio de la razón”, como explica Marcos Morínigo en su estudio preliminar a la preciosa edición de Don Quijote de la Mancha que hizo la Universidad de Buenos Aires en 1969. Dice Morínigo: “Antes de Cervantes todas las literaturas poseían relatos en que en forma narrativa los autores personalmente ponen en conocimiento del lector lo que sus personajes hacen o dicen. La realidad presentada ocurría en el mundo sin conexión con nuestra vida diaria. Al poner en contacto los dos mundos, el de los personajes y el nuestro, Cervantes crea la novela moderna”. [35] Y Luis Cernuda, en su prólogo de 1961 a la edición española de Cosecha roja lo ratifica: “La obra de Dashiell Hammett posee siempre la facultad de entretener poderosamente al lector... Los tiempos cambian y las diversidades humanas también; lo único que no cambia es la sempiterna necesidad humana de entretenimiento. Cervantes lo sabía”. [36]
    Desde esta idea es posible entender a la novela negra como la novela policial que “pone los pies sobre la tierra”, a partir de los años 20 y en los Estados Unidos. Por eso mismo, por la conjunción entre calidad literaria y capacidad de entretenimiento, entre jerarquía de los textos y popularización, es que el género negro está indisolublemente vinculado a, y en gran medida deriva de, la literatura del Oeste, género que también fue menospreciado y recibió un injusto tratamiento solo porque entretuvo a millones de personas a la vez que paría legiones de escritores y guionistas de cine que lo abarataron. Pero también es verdad que por mucho que se alegue en favor de este género lo más probable es que todavía pase un largo tiempo hasta que se lo acepte sin prejuicios en la literatura universal.
    Chandler padecía esa desconsideración, esa casi unánime desaprobación académica del género. Muchas veces se lamentó de ello en su profusa correspondencia porque él quería ser considerado un escritor, y no un autor de un género menor. En marzo de 1954 escribió: "Yo puedo ser el mejor escritor de esta nación, y salvo dos excepciones es muy probable que lo sea, pero seguiría siendo un autor de obras de misterio”. Tuvo razón; y desdichadamente todavía la tiene. Quizás por eso fue tan duro con los que malquerían a este género: “Muéstrame un hombre o una mujer que no puedan soportar las obras policiales y me mostrarás a un tonto; un tonto inteligente —quizás— pero tonto al fin”, lapidó en sus “Apuntes sobre la novela policial” (1949). [37]
    Por cierto, y a propósito de este ensayo de Chandler, cabe destacar que en el ya bien nutrido cuerpo teórico del género es notable la pluralidad de ideas que enriquecen la discusión del género policiaco. Y entre ellas, hay algunas curiosidades como un trabajo de Antonio Gramsci: “Sobre la novela policiaca" [38] y el de quien quizás fue el más importante cineasta de todos los tiempos: Serguei Eisenstein ("¿Por qué gusta el género policiaco?”, artículo publicado en 1968 en la revista moscovita Voprosy Literatury). Ambos textos fueron publicados en La novela criminal, antología organizada por Román Gubern, en la que incluyó otros textos de reconocidos autores: de Poe tomó como ensayo su introducción a Los crímenes de la calle Morgue—, de Chesterton su bastante conocida conferencia: “Sobre las novelas policiales”; y finalmente "La novela policial”, un sensacional trabajo de Thomas Narcejac (1908-1998), novelista contemporáneo de la escuela negra francesa. [39]
    El agrupamiento no es caprichoso, si se toma en cuenta que la voluntad del compilador fue precisamente la de mostrar diversas tendencias. Así, apuntó sobre todo a la concepción que ubica los orígenes del género en el desarrollo de la “filosofía de la inseguridad”, coetánea con el surgimiento de las grandes concentraciones urbanas, las primeras policías secretas y el nacimiento de la prensa sensacionalista.
    Pero si la inseguridad va de la mano, en su origen, de la codicia económica y la sacralización de la propiedad privada, eso mismo torna más interesantes los trabajos de Gramsci y de Eisenstein. El primero porque hace un abordaje desde una perspectiva clasista, en la que campea el descreimiento de que lo policiaco sea realmente un género literario, si bien analiza solo la literatura clásica británica de los años 20 y 30. Y en cuanto a Eisenstein, aunque adopta la misma perspectiva admite sin embargo que es un género y que “es el medio más eficazmente comunicativo, el más puro y elaborado entre todos los géneros literarios. Es el género en el que los medios de comunicación sobresalen al máximo". El autor de Octubre y El Acorazado Potemkin se detiene excesivamente en la idea de que lo policiaco es la “literatura de la propiedad”, sin tener en cuenta que eso fue cierto en el siglo XIX pero que en el XX, y desde Hammett, es más bien la literatura de la destrucción de la propiedad, o por lo menos de su cuestionamiento social. Como fuere, es un artículo imprescindible por las ideas sobre la creación artística. Esa parte es sencillamente genial.
    Chesterton, como es sabido, hace una defensa del género más apasionada que eficaz. Critica lúcidamente a los que acusan al género de “popularismo” pero cae en la remanida concepción que tanto daño le ha hecho a esta narrativa: “Son una clase de relato donde la técnica es casi toda la tramoya”, reduce.
    El plato fuerte de este libro es el trabajo de Thomas Narcejac, una joya dentro de la teoría de esta novelística. Bien conocido entre los aficionados al género por varias obras que escribió en asociación con Pierre Boileau (1906-1989), en este trabajo teórico Narcejac defiende esta literatura de esa "especie de segregación racial” a que se la condena. El género “es un negro —sentencia— y la literatura es un barrio elegante donde no tiene derecho a instalarse”.
    El texto de Narcejac apareció en 1958 en el volumen III de la Historia de las literaturas publicada por Gallimard bajo la dirección de Raymond Queneau, el célebre creador de Pierrot le Fou. Importa la mención de la fecha porque permite reconocer la fina percepción de este autor y apreciar mejor la visión prospectiva que tuvo. Para él, el origen del género debe hallarse en la fusión de dos elementos esenciales: el misterio y el razonamiento que lo explica. "Descendiente directo de la novela popular de terror del siglo XVIII, en su naturaleza lleva los gérmenes que le harán volver al thriller”, anticipa. Y desde ahí se lanza a explicar por qué nació en el XIX y no antes, así como su vinculación con la magia, el cientificismo positivista decimonónico y la necesidad moderna de “explicarlo todo”. Así surgió, dice, la primera novela policial: “Visceral y cerebral al mismo tiempo, no tenía tiempo de hablarle al corazón”. O sea, misterio y emoción por un lado; razonamiento por el otro. En cuanto a Poe y el clásico misterio de cuarto cerrado, dice que “es el problema por excelencia” pero “es también el artificio evidente, el decorado trucado”.
    Pero acaso el aporte más interesante de Narcejac esté en el modo cómo logra vincular a la novela gótica con Balzac, y a Poe con Dickens, y a éstos con la novela de caballería. Esto incluiría la relación decisiva de la novela del Far West con el policial contemporáneo, vinculación que Narcejac intuyó claramente aunque no la desarrolló.
    También establece una separación impecable entre las novelísticas inglesa y francesa, y explica cómo en la modernidad de esta última adquiere relevancia Georges Simenon con la incorporación de la psicología. A la vez diferencia a ambas de la escuela norteamericana, que incluye el respeto a la verdad, es decir: aporta la credibilidad. A partir de allí el género no es solo “qué” (misterio) ni “cómo” (razonamiento), sino que “lo que importa ahora es el por qué”.
    Narcejac analiza el progreso de esta novelística a través del tiempo: de lo “maravilloso cándido” (novela gótica) se pasa a lo “maravilloso lógico” (policial clásico, racional y positivo), que es lo que transforma a la novela de aventuras en novela policial. De hecho el autor francés en cierto modo anticipaba (en 1958) la posteriormente famosa teorización de lo “real maravilloso”: “El mundo que nos rodea no es si no una mera apariencia y la solución del misterio no depende exclusivamente de la lógica humana”. Por eso la novela negra moderna supone "a la vez una explicación lógica y una explicación metalógica; o, en otros términos, ofrece una dimensión racional y otra dimensión fantástica”. El trabajo de Narcejac es francamente revolucionario y anticipatorio. Porque antes de que autores como Carlos Fuentes, Gabriel García Márquez o Julio Cortázar admitieran las influencias recibidas de la literatura norteamericana en general, y la policiaca en particular, él ya advertía que lo policiaco, desde Hammett, “se mantiene entre lo real (novela naturalista) y lo imaginario puro (ciencia ficción)”.
    Todo esto sirve, de paso, para reafirmar una vez más que la influencia de la novela policial en la narrativa latinoamericana contemporánea es insoslayable, idea que se abordará más adelante, en el capítulo respectivo.

viernes, 3 de marzo de 2017

MIGUEL DE UNAMUNO. LAS MÁSCARAS DE LO TRÁGICO.



Pedro Cerezo Galán, nacido en Hinojosa del Duque el 14 de febrero de 1935 es catedrático de Historia de la Filosofía de la Universidad de Granada, y con anterioridad lo fue de la Universidad central de Barcelona.
Ha sido becario del Consejo Superior de Investigaciones Científicas, del Goethe-Institut y de la Fundación alemana Alexander von Humboldt, habiendo ampliado estudios en las Universidades de Freiburg y Heidelberg, bajo la dirección, en esta última, del profesor Hans Georg Gadamer.
Entre sus responsabilidades académicas, cabe destacar que ha sido Decano de la Facultad de Filosofía de Granada, vicepresidente de la Sociedad Nacional de Filosofía y miembro de la comisión asesora de la Fundación `Juan March`. Es miembro de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, del Club de Roma y del Patronato María Zambrano.
Es especialista en Historia de la filosofía moderna y contemporánea, en la que ha trabajado especialmente el pensamiento de Hegel y la izquierda hegeliana, así como la Fenomenología y la Hermenéutica. Es igualmente especialista de reconocido prestigio internacional en la historia del pensamiento español (Ortega y Gasset, Unamuno, Zubiri, María Zambrano, Antonio Machado) al que ha dedicado estudios fundamentales. Su producción científica está compuesta por más de 60 libros, diversos artículos en publicaciones relacionadas con la filosofía y las letras. Además, ha participado en multitud de congresos y conferencias.
En 2004 obtuvo el Premio Ortega y Gasset de Ensayo y Humanidades de la Villa de Madrid.
En 2008 recibió el Premio de Investigación -Ibn al Jatib- de la Junta de Andalucía.
En 2014 ha sido galardonado con el XXVIII Premio Internacional Menéndez Pelayo por su difusión del pensamiento y la filosofía españolas y su trabajo en dar a conocer la obra de Marcelino Menéndez Pelayo, a quien ha dedicado distintos ensayos.
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El juvenil proyecto de construir un sistema filosófico en el que armoniosamente se juntasen Hegel, Spencer, la historia y el saber científico, la total estructura de la crisis espiritual de 1897, el cambiante sentido del quijotismo unamuniano, la consistencia de cuanto en la vida son el sentimiento trágico, y como complemento suyo -menos importante, pero real- el sentimiento cómico, la intención y los avatares de su pugna por la reforma espiritual de España, la entraña intencional de su poesía y de su prosa literaria -a título de ejemplo, léase la honda y luminosa comprensión de El Cristo de Velázquez, Niebla, El otro y San Manuel Bueno, mártir-, la sutil penetración psicológica en la intimidad de don Miguel, antes y después del patético 12 de octubre de 1936... Con alma generosa, amplísimo saber filosófico, literario y religioso, mente clara y acerado rigor intelectual, tales son, si no todos, sí los más importantes temas de la hazaña resucitadora de Pedro Cerezo. Con deslumbradora nitidez aparece así ante nosotros lo que real e históricamente fue don Miguel de Unamuno: un gigante que apasionada y desmesuradamente vivió, sin lograr resolverlos, problemas que por el hecho de ser hombre todo hombre lleva consigo, y que de un modo o de otro, cuando no ha caído en ser irremediablemente frívolo, alguna vez se plantea en su intimidad: ser siempre o dejar de ser, ser todo o ser nada, la oposición o la complementariedad entre el corazón y la cabeza, el sentido o el sinsentido de la vida y la muerte, la universalidad y la individualidad de cada cual, tantos más. (Extraído del Prólogo de Pedro Laín Entralgo).
Fuente:
N.N.

jueves, 2 de marzo de 2017

PRINCIPIOS NOCTURNOS. Fragmento.


PRINCIPIOS NOCTURNOS. Fragmento. Novela.
"–¿Señor, sus lentes wayfarer, los trajo? ¡No importa que sea de noche, no importa... todo es válido para un escritor como su mercé! Le da un aire de expectación y de misterio a su rostro, señor Deford –dijo con soberbia Aamón mientras él se acomodó los wayfarer luego que pisó su pie el asfalto. Yo hice lo mismo: cubrí mis ojos con los lentes apenas mi cabeza salía de la limosina.
Y los flashes iniciaron una danza orgiástica de luces al bajar mi séquito y yo de las limosinas negras... A este punto, sospeché que la Félix confabulaba para crear todo un espectáculo circense, entusiasta, delirante, frenético, en donde la fiesta giraría alrededor, no de la película, ni a favor de mi persona como escritor sino de ella, de la Félix, relegando mi figura a un tercer plano.
En verdad en esa noche se erigían como dos gigantescos monstruos el ego de la Félix y mi propio ego. Advertí la fuerza de convocatoria que tenía la diva y la capacidad de manipulación a los medios de comunicación que poseía.
Con inteligencia, la actriz Félix sacaba provecho a beneficio propio de su leyenda y mito que ya se iniciaba en aquella época".

J.Méndez-Limbrick.

MEMPO GIARDINELLI. EL GÉNERO NEGRO.

 
Del oeste a los “locos 20”
 La definición del género


   
    La ligazón entre literatura y sociedad se visualiza perfectamente en la vida norteamericana de la década 1920-1930. Acaso por eso el ensayo de Coma se autopropone como “la primera historia específica de la novela negra norteamericana, o sea de la transformación de la tradicional narrativa policiaca en una novelística de trascendente envergadura literaria, sociológica y crítica”. Y a la vez que diferencia al género negro de lo que él llama “paraliteratura policiaca" (es decir, la que solo procura entretener mediante enigmas), afirma que la novela negra está inserta “en la evolución social y política de los Estados Unidos desde los años 20. No puede analizarse con el rigor debido esta tendencia literaria sin asimilar sus derroteros a la historia norteamericana del siglo; las etapas de una y de otra revelan una íntima correspondencia entre décadas y décadas". [29]
    Claro está, esa correspondencia es la que también enlaza, hacia atrás, a las novelas western con las negras. No hay ruptura, entonces; hay continuidad.
    Por cierto, Coma establece la que probablemente sea la más adecuada y amplia definición del género negro —y que completa la ya citada definición de Rainov—: “Se trata de una literatura narrativa, con origen en los Estados Unidos durante los años 20 y con desarrollo típica y primordialmente norteamericano, ceñida al enfoque realista y sociopolítico de la contemporánea temática del crimen, encausada paulatinamente como un género determinado, y practicada mayoritariamente por especialistas". [30]
    Obviamente, esa concepción fue muchas veces resistida. Distó siempre de ser unánime la aceptación del género policial dentro de la literatura universal. Más bien considerada una subliteratura para consumo masivo, sin dudas su popularidad y sobre todo la enorme producción industrial y comercial de este género (primero vehiculizado en los pulps y luego por el cine y la televisión) contribuyeron a devaluar su prestigio literario. No obstante, la definición de Coma permite establecer la que quizá sea la definitiva separación del hard-boiled respecto del policial clásico que trajina los viejos enigmas de cuarto cerrado y que, en los años de la Guerra Fría, abarcó también a la literatura de espionaje.
    Lo cierto es que el menosprecio padecido por este género se manifestó a pesar de que la forma del relato policial fue utilizada también, según Coma, para la producción de textos “de trascendente envergadura literaria, sociológica y crítica”. Y es que si bien hay mucho material de cuestionable calidad, también hay una buena cantidad de autores y textos que podrían figurar junto a las mejores obras de la literatura del siglo XX.
    Frank MacShane, quien fue profesor de literatura norteamericana en Columbia University y autor de la más completa biografía de Raymond Chandler, afirma que el autor de El largo adiós siempre se propuso “escribir verdadera ficción empleando la forma del relato policial", y recuerda una aguda cita de Chandler: “Llamo Literatura a los relatos de misterio, les exijo la misma categoría de cualquier novela, y me enfrento a la misma extrema dificultad de la forma”. [31]
    Desde esa concepción literaria, Chandler sabía perfectamente que el tema nunca debe controlar al escritor, como sucede en el realismo social, sino que es el autor quien debe dominar el tema. Por eso cuando mencionaba a Hammett, a quien consideraba su maestro —dice MacShane— “lo colocaba implícitamente en la tradición central de las letras americanas contemporáneas” junto a Hemingway, Theodore Dreiser, Ring Lardner, Sherwood Anderson e incluso Walt Whitman. Chandler compartía, además, la observación de Gilbert K. Chesterton (1874-1936), creador del inefable cura-detective Brown, en el sentido de que “el valor esencial de la novela policial reside en que es la primera y única forma de literatura popular en la que se expresa algún sentido de la poesía moderna”. [32]
    El ensayo de Coma es interesante, además, porque si bien superficialmente pareciera que solo se detiene en el estudio de una docena de autores fundamentales, en realidad lo que hace es vincular la evolución social norteamericana con su literatura. De modo tal que, al andar de su investigación, queda claro por qué razones el género adquiere adultez y se independiza con características propias —y superiores— de “lo policiaco" en general.
    Si en su primera parte se ocupa de definir a este “género indefinido”, a partir de allí Coma revisa la era de los gángsters y encuentra una serie de elementos que justificaron el nacimiento de esta literatura. Es la historia, podría decirse, del consumismo, de la irrupción de la llamada “cultura de masas” durante los años 20, en donde “la actualidad criminológica dio amplias alas y extraordinaria difusión a la narrativa policiaca, impresa a través de publicaciones periódicas especializadas”. En ese marco, Coma se detiene en el análisis de la personalidad y de la obra de Dashiell Hammett y William Riley Burnett, así como a historiar la revista Black Mask, descubridora de éstos y otros autores similares.
    Más adelante analiza la década de los 30 y su influencia en la literatura dura, de determinismo social y de crítica al sistema. Lo hace estudiando a James Cain y Horace McCoy, en el marco de la época dorada del cine de Hollywood. El new-deal, la preguerra y el ascenso de la conciencia proletaria norteamericana son vistos a través de otra pareja de autores: Don Tracy y Jim Thompson, a quienes Coma llama “los parias del sistema”. Esos años 40 son los que sirven para la instauración masiva de la novela negra, a partir de la inclusión de la “psicología criminal". La acción se combina con el suspenso, y aumenta el terror individual de los norteamericanos hacia las amenazas a sus propiedades, a la vez que disminuye el poder obrero.
    El período rooseveltiano es visto con la incorporación de elementos como la Segunda Guerra Mundial y el armamentismo en otros dos autores clásicos: Raymond Chandler y Ross MacDonald. Desde que en 1947 Harry Truman declara la Guerra Fría y se prepara el terreno para el maccartismo (1950-1954), “la novela negra resulta directamente afectada”, sostiene Coma, porque irrumpen “falsos autores negros” como Mickey Spillane y otros que solo realizan una novela formalmente negra, pero cuya esencia es la ideología fascista y su sentido claramente propagandístico. De este período, rescata y estudia a otra pareja: David Goodis y William McGivern. Y finalmente la sociedad de consumo de los años 50 y 60 es analizada a través de la obra de otros dos autores de relieve: Chester Himes y Donald Westlake.
    Pero Coma no fue el único en ocuparse de “ordenar” los conocimientos sobre el género. También lo hizo Salvador Vázquez de Parga, quien en su ya citada investigación, Los mitos de la novela criminal, analiza al detective, el criminal y la víctima, incita a una serie de reflexiones teóricas y discurre alrededor de la necesidad de modernizar la nomenclatura para que se actualice y recomponga la definición del género [33]. Es obvio que éste ha derivado en denominaciones que no siempre se ajustan a la terminología de “novela policiaca”. Se habla ahora de “novela de misterio”, “detectivesca”, “de persecución”, "de suspenso”, “de investigación” y muchas otras posibilidades. Y así los vocablos thriller, “crimen”, tough, “negra”, “dura” o hard-boiled funcionan a veces como adjetivos inapropiados.
    Vázquez de Parga propone establecer una terminología que, metodológicamente, le permite avanzar en su ensayo sobre los mitos. Adopta entonces la denominación "novela criminal” a partir de la idea de que es un concepto “más amplio que la novela policiaca clásica y comprensible de los diversos subgéneros posibles”. Esta apreciación parece efectivamente más ajustada y recuerda al trabajo de Bogomil Rainov, el investigador búlgaro que propone hablar de “novela de delito”. Como sea, ambas posibilidades se acercan indudablemente mucho más a lo que realmente viene siendo el género: si el crimen, el delito y la transgresión son el objeto central que justifica la existencia de esta literatura, entonces justo es designarla con esos nombres.
    Además, lo solamente policiaco ha caducado como posibilidad fundamental de definición. El género, modernamente, supera con holgura tal perspectiva. Autores como Cain, Williams, Goodis, Brewer, Thompson, Himes y Westlake, por citar algunos, trascienden totalmente la característica “policiaca”. Es evidente que el género se alejó de la presencia del policía institucional o privado: en muchos casos, éste quedó en segundo plano o simplemente desapareció. Hoy en este género no es indispensable que exista el policía. Más allá de la opinión que se tenga acerca de los “guardianes del orden” —seres repudiados en muchas sociedades— lo que subsiste en esta literatura es el hecho delictivo, sin el cual no hay posibilidad de género. Subsisten la transgresión, el apropiamiento indebido, la violación de la ley, la supresión de la vida ajena, etcétera, y existen encarnados en personajes cada vez más exóticos, impuros, maniqueos, es decir, hijos de la realidad social en que se desenvuelven.
    Vázquez de Parga atina cuando analiza la historia de este género y descarta que se incluyan obras anteriores a la revolución industrial, desde la Biblia hasta Don Quijote o La Odisea, justamente porque “les falta el sentido de género” que solo surge a partir de los pocos pero fundamentales textos de Poe. Allí aparecen los componentes capitales: el crimen como punto neurálgico de la narración; y consecuentemente la persecución e investigación para esclarecer el delito. La novela de crimen, o de delito como quizá sea mejor llamarla, es formalmente una narración, por contenido una ficción y por su temática específica un reflejo de las transgresiones a las leyes penales de una sociedad. Por esta especificidad, no hay novela negra si no hay delito (asesinato, secuestro, robo, extorsión, corrupción, violación, etc.) Las formas que adquiere la narración son variadas: hay novelas de persecución, de detección pura, de investigación. Según Vázquez de Parga todas ellas no pretenden más que divertir y entretener a los lectores, pero esa es una idea discutible porque aunque es cierto que ninguna literaura tiene por qué ser instrumento para la crítica social es un hecho que muchos lectores encuentran en este género algo más que un mero entretenimiento.
    La revisión de sociedades clasistas donde la violación del orden establecido conlleva la necesidad de una sanción, o de un castigo, sugiere que también este género es una “literatura de la seguridad”, porque discurre “entre los poderosos, que son quienes han corrompido el sistema, quienes pueden vengar sus afrentas y quienes pueden mantener sus rivalidades”. Es decir, el tema del poder que originalmente planteó Hammett.
    Otra cuestión interesante se refiere a la simpleza ética de la novela policial: la lucha del “bien” contra el “mal”, definidos estos términos según la ideología dominante en cada sociedad. En este sentido la simpleza ha hecho, según Vázquez de Parga, que se tache al género de “reaccionario, en cuanto que no aboga por un proceso social sino por la estabilidad y conservación de las instituciones existentes”. Por eso mismo, dice, “es un alegato en favor del individualismo. La justicia y el orden solo se restablecen a nivel individual”. Al margen de gustos, esto es el resultado de un hecho fundamental: “el crimen, a su vez, es fruto de la libertad individual, en el sentido de que el individuo es potencialmente libre de delinquir o no”. Claro que si esta característica es determinante, no es la única. La novela policial es también un escenario en el que las sociedades se expresan a través del antagonismo entre héroe y canalla, entre “bueno” y “malo", a veces con la intervención destacada del tercer elemento del género: la víctima.
    El detective, el criminal y la víctima, pues, como trilogía básica del género, han sido elementos mucho más dúctiles que el crimen mismo. La literatura policial moderna responde más a las características de sus protagonistas que a las variaciones delictivas o los modos de consumación. Dentro de los mitos que analiza Vázquez de Parga, figuran como más destacados los primeros —sean policías o investigadores privados— porque a partir de ellos se desarrollaron al máximo las posibilidades expresivas del género. Por razones de amenidad, dice, los escritores de este género han dotado a sus detectives de características propias diferenciales. Las singularidades son infinitas, y algunas tan exóticas e inverosímiles que nació de ellas “una especie de fetichismo que ha contribuido en gran medida a su mitificación”.
    Desde la afición a las drogas y al violín que caracterizan a Sherlock Holmes, las peculiaridades pasaron a ser en muchos casos insólitas: la ceguera de Max Carrados, el ascetismo inclaudicable de Phillip Marlowe, la violencia y el machismo de Mike Hammer, la negritud de Toussaint Moore y de los personajes de Chester Himes, por citar solo unos casos. Pero las singularidades literarias, como en la vida misma, no tienen límites: en este género hay detectives enanos, homosexuales, cojos, cocineros, casados, solterones, divorciados; los hay que cultivan rosas, ajedrecistas, alcohólicos, veteranos de guerra, coleccionistas de cuadros y —no podía ser de otra manera— aficionados a la novela policial. Los hay de 140 kilos como Nero Wolfe, los hay pequeños como los jockeys del inglés Dick Francis, los hay judíos y musulmanes y también hay los que son mujeres y de todo calibre. Abundan los solitarios y los neuróticos. Y hay los que tienen asistentes y amigos que los acompañan en sus aventuras, como los hay enamoradizos, románticos y brutales. Los hay chinos, mexicanos, brasileños, argentinos, catalanes, indonesios; los hay corruptos y honestos. Hay tantos tipos como autores, y más: hay tantos como ofrece la naturaleza humana.
    En cuanto al segundo protagonista, el criminal, Vázquez de Parga dice que en la medida en que el realismo se hizo presente en el género se agotaron las posibilidades del viejo ladrón romántico de guante blanco. Apareció entonces el gángster “como símbolo de la nueva delincuencia organizada”, pero también, en ocasiones, convertido en héroe. Porque si la atmósfera social opresora y brutal aplasta a las víctimas y desespera a los detectives, es lógico que también haga a los delincuentes “víctimas de las circunstancias sociales en una larga autopersecución hacia el crimen".
    En este sentido, hay personajes como el inefable Moriarty —el acérrimo enemigo de Holmes— o el policía devenido criminal de 1280 almas, de Jim Thompson. Y así también los personajes de Brewer, Williams o Runyon, por citar algunos, son seres comunes llevados por las circunstancias a convertirse en sujetos abominables pero literariamente fascinantes. Por ejemplo, el personaje de Un asesino anda suelto, de Brewer, o el incalificable loco de Síndrome fatal, de Richard Neely.
    Por último está la víctima, protagonista en cierto modo inmitificable, según este autor, pero que adquiere entidad en algunas pocas obras en la que no es el criminal quien sufre la persecución. En estas “novelas de la víctima” la amenaza del crimen se prolonga hasta las últimas páginas.
    Semejante variedad da lugar a un buen lote de subgéneros que Vázquez de Parga también analiza y que corresponden a los diversos momentos por los que atravesó el desarrollo de esta literatura. Según este autor hay tres etapas fundamentales: 1) la novela de aventuras criminales, con cierta protesta social y enigmas difusos; 2) la novela de detección pura, con un enigma como centro de la narración y solución casi matemática, en el sentido de desafío al ingenio del lector; y 3) la novela de acción, en la que “la intriga sale a la calle y se enfrenta a la realidad”. Aspecto este último que ha llevado a muchos a querer ver en esta literatura propósitos ideológicos que ya fueron desmentidos por autores calificados como Chandler o Ross MacDonald, y sobre todo por los textos. Lo cual no implica descartar un cierto sentido subyacente de crítica social, especialmente en algunas novelas de Hammett, Himes o Thompson, acaso los únicos que pudieron tener conscientemente tal propósito.
    Luego, Vázquez de Parga se ocupa específicamente de los "mitos del enigma”, donde contiene a los herederos de Holmes: innovadores como el abogado criminalista John Thorndyke (de Richard Freeman) o el Padre Brown (de Chesterton), para desembocar en la plenitud de la novela de enigma con Agatha Christie, Dorothy L. Sayers y Margery Allingham. Solo al final se ocupa de la moderna novela negra, verdadero plato fuerte del libro.
    Y aunque después repasa velozmente la escuela francesa que se inicia en los años 30 y da un breve informe del género en Suiza, Holanda, Suecia y España, ignora completamente la larguísima producción latinoamericana. América Latina, para Vázquez de Parga, no existía, ya entonces, ni siquiera como curiosidad y a despecho de que el género se tradujo y frecuentó bastante antes o a la par que en España.

sábado, 25 de febrero de 2017

DASIELL HAMMETT `Una mujer en la oscuridad.


DASIELL HAMMETT
`Una mujer en la oscuridad` fue escrita a los dos años de que Dashiell Hammett conociera a Lillian Hellman. Es, con toda seguridad, la más sentimental de las novelas de Hammett. Esta obra fue publicada en la revista Liberty, y ha permanecido perdida durante años hasta que los estudiosos de Hammett redescubrieron el texto. En él se describen de forma magistral los personajes de Brazil y de Luise Fischer y, a pesar de su corta extensión, desprende el aroma del mejor Hammett.

En esta historia, una mujer que huye pide refugio en una casa donde un hombre, marcado por su pasado, deberá tomar decisiones que sabe que, de forma inevitable, condicionarán su futuro. Así, lo que se describe como un error juvenil, parece marcar el trascurso de la vida de un hombre recién salido de prisión, abocado siempre a los problemas y a relaciones complicadas con las mujeres, que aparecen retratadas como simples comparsas portadoras siempre de dificultades: por una parte, débiles y, por otra, poseedoras de habilidades con las que son capaces de sobrevivir en un mundo exclusivamente masculino, en el que su lugar no va más allá de ser objetos sexuales, de generar problemas a los hombres y de resignarse a la supervivencia en un mundo violento.
Fuente:
N.N.

MEMPO GIARDINELLI. Elementos comunes a la literatura del far west y el género negro: Ambientes, temas, personajes, estilo y autores


 MEMPO GIARDINELLI
ENSAYO: EL GÉNERO NEGRO.

Elementos comunes a la literatura
 del far west y el género negro:
 Ambientes, temas, personajes, estilo y autores


   
    El valiente solitario muchacho que anda a caballo por las extensas llanuras, ese héroe aventurero, duro y desconfiado de las novelas del “salvaje Oeste", más allá de cierto estereotipo y de algunas ridiculizaciones en los filmes italianos llamados “spaghetti westerns”, dejó huella profunda en la literatura. De hecho, su parentesco con los personajes de la novela negra es obvio: todos los modernos detectives son solitarios, duros, aventureros y solo confían en sí mismos.
    Y no solo en los casos clásicos de los detectives Spade, Marlowe o Archer. También están —del lado de la justicia o del opuesto— en casi todos los personajes de James Hadley Chase, en el joven memorable de Amargo regreso de Gil Brewer [15], en los desesperados amantes de Asesinato en la laguna de Charles Williams [16], y aun en personajes bastante mediocres como el Shell Scott de Richard Prather [17]. Sobran ejemplos.
    Otro elemento importante que vincula a ambos géneros es el ambiente salvaje, inhóspito del Oeste, que se repite en la lucha callejera, en la ferocidad de la selva citadina moderna que tan certeramente describiera Hammett en Cosecha roja y sobre todo en La llave de cristal. [18] Está presente en la violencia de toda la obra de Charles Williams o de Charles Runyon [19] y de manera excepcional en Un gato del pantano, la impresionante obra de David Goodis. [20]
    Naturalmente, también se repiten en el género negro los interludios amorosos, apenas sugeridos por casi todos los autores, aunque presentes de distintas maneras como condimento narrativo indispensable. Chandler con su casi asexuado Marlowe (quien solo se acuesta con una dama en su última novela); James Cain más incitantemente en El cartero llama dos veces y en Pacto de sangre—, Mickey Spillane con el machismo exasperante de su detective Mike Hammer. Esos interludios reconocen antecedentes en las tiernas muchachas enamoradizas del Oeste, como la Terril Lambeth de Al Oeste del Pecos de Grey, o la Julie Cantyre del precioso relato La tarjeta comercial de Dick Boyle de Harte.
    Casi no hay elemento de la novela negra que no sea espejo (adaptado al siglo XX y a otra realidad) de situaciones ya tratadas por la literatura de la conquista del Oeste. Incluso el hecho de que los personajes del género negro —de cualquier lado de la justicia que estén— también luchan siempre en desventaja. Parten de la nada: solo tienen un crimen enigmático y pocos datos; confusiones y violencias inesperadas. Deben sobreponerse al desaliento, la incomprensión y cuanta adversidad les plantean sus miserables vidas. ¿El espejo?: el vaquero solitario, el bandido, el sheriff, el indio, todos en un mundo feroz, imponiéndose a él gracias a su ingenio, su valor y/o su propia violencia para sobrevivir.
    En un artículo de 1944 en la revista inglesa Horizon acerca de El secuestro de la señorita Blandish de James Hadley Chase [21], el gran escritor inglés George Orwell (1903-1950) escribió: “Hasta hace muy poco, en los relatos de aventuras característicos de los pueblos de habla inglesa el héroe lucha con desventaja. Ello es verdad desde Robin Hood hasta Popeye el Marinero. Tal vez el mito básico del mundo occidental sea Jack el Mata Gigantes”. [22] Aunque luego Orwell sostiene que esto ha cambiado hacia un sentimiento en cierta medida justificatorio del “grandulón contra el hombrecito”, la cita es pertinente porque esa lucha en desventaja es otro elemento común a la literatura del Oeste y al género negro.
    Fueron muchos los autores de fines del XIX, en los Estados Unidos, que dejaron sentadas las bases de un estilo literario seco, duro, ácido, el mismo que posteriormente se constituyó en estilo de toda la literatura norteamericana. Tébar cita a varios escritores, entre ellos Ernest Haycox, Albert Pike, Manlove Rhodes y MacLeod Rayne. Y dice luego que “casi todos los westerns cinematográficos de John Ford, Anthony Mann, Howard Hawks y Henry Hathaway, o sea los que podríamos llamar ‘clásicos’, están inspirados en relatos suyos. La diligencia, de John Ford, por ejemplo, se basa en una novela de Haycox”. [23] De ahí Tébar pasa a señalar que muchos “escritores intelectualmente consagrados” en realidad “no pudieron o no quisieron eludir su evocación del mito western". Y cita nada menos que a Hemingway, Faulkner, Steinbeck y Howard Fast, de quienes dice que “han escrito relatos que pueden llamarse con toda propiedad ‘del Oeste’ ”. Y esto es tan cierto como que también pueden considerarse relatos del Oeste muchos cuentos y novelas de Chandler, Williams, Cain, Runyon, Brewer y Jim Thompson, y no solamente porque muchos están ambientados en California.
    Pero los nombres paradigmáticos son, sin dudas, Harte, O.Henry y Grey. El primero de ellos fue un magnífico cuentista; quizás, con Poe y O.Henry, el mejor cuentista norteamericano del siglo XIX. Entre sus obras figuran relatos memorables como “Los proscriptos de Poker-Flat”, “El campamento que ruge” y “Los maridos de la señora Skagg”. California, la fiebre minera, las mujeres y hombres rudos son sus temas predilectos, así como la sátira y la crítica social.
    Particularmente el primero de los cuentos mencionados es uno de los mejores ejemplos de una influencia que han reconocido Hemingway y Borges. Se trata de la maravillosa historia de John Oakhurst, jugador profesional que hacia 1850 es expulsado del pueblo y se pasa varios días bajo una tormenta de nieve en la montaña con un par de prostitutas, una niña virgen y su novio, hasta que elige la muerte más digna para un tahúr: devolver los naipes ante una racha de mala suerte. Una historia que, como todo en Harte, tiene momentos, diálogos y un temperamento en sus personajes que es imposible no reconocer que se han filtrado hasta la novela negra.
    De O.Henry (1862-1910) puede decirse que fue el gran promotor de un género intermedio entre el cuento y la novela: la nouvelle o novela corta. Allí lució por cierta demagogia melodramática y por sus sorprendentes finales, a punto tal que fue favorito del público y sin dudas uno de los primeros best-sellers del siglo XX, con obras como Los cuatro millones y Los caminos del destino, aparecidas en 1906 y 1908, respectivamente. Su cuento “El impostor” es una muestra extraordinaria de elementos que luego aparecerán en la novela negra norteamericana: un crimen, una huida, un chantaje y un lenguaje escueto y áspero no desprovisto de humor.
    En las novelas de Zane Grey también están claros muchos de los componentes del posterior thriller negro: acción, violencia, heroísmo individual y ambición desmesurada de poder y dinero, narrados con un estilo basado en diálogos que cabrían perfectamente en cualquier novela negra, como el que sostienen Terril Lambeth y Bill Haines, corrupto sheriff de Nuevo México:
   
—Me alegro de conocerte, muchacho —dijo, cordialmente.—¿Es usted guardia montado? —inquirió Terril.—Lo era, hijo —fue la respuesta—. Ahora represento intereses particulares.—¿Ha venido aquí para arrestar a Pecos Smith?—Pues sí, si este Pecos Smith es Hod Smith.—Entonces será mejor que se largue antes de que sea tarde, porque Pecos Smith es Pecos Smith.—Breen, este mequetrefe tiene muchas agallas —gruñó Haines.   
    Un estilo seco, frío, cambiante de la cordialidad al gruñido, como años más tarde se admirará en el sarcasmo del Marlowe de Chandler.
    Evidentemente, una antología que vincule estas literaturas sería de gran utilidad. De hacerse, en ella habría que incluir a otros importantes autores: Mark Twain (1835-1910), quien además de su memorable Huckleberry Finn escribió la estupenda Historia de un californiano en la que describe la dulce locura de un minero enamorado; Jack London (1876-1916) y sus historias sociales y de aventuras; y sobre todo Stephen Crane (1871-1900), quien a pesar de su corta vida dejó relatos impactantes en los que aparece la violencia irracional, esa especie de "él se lo buscó” que luego será tan frecuente en la novela negra. Como sucede en El hotel azul, una historia en la que un sueco temeroso se envalentona luego de una pelea, se torna camorrero y termina con un cuchillo clavado. Aparecen allí el crimen y un estilo narrativo que evidentemente adoptó la novela negra:
   
Se organizó un gran desorden y luego apareció la hoja de un cuchillo en la mano del jugador. La mano salió proyectada hacia adelante, y un cuerpo humano, aquella ciudadela de virtud, de sabiduría, de poder, quedó atravesada con la misma facilidad que si se hubiera tratado de un melón. El sueco cayó con un grito de supremo asombro. Los importantes hombres de negocios y el fiscal del distrito habían desaparecido como por arte de magia. El camarero se encontró fuertemente asido al respaldo de una silla y contemplando los ojos de un asesino.—Henry —dijo el asesino en cuestión, mientras limpiaba su cuchillo en una de las servilletas que colgaban de un extremo del mostrador—, diles dónde pueden encontrarme. Estaré en casa esperándoles.Y desapareció. Un momento después, el camarero estaba en la calle gritando a través de la tormenta para encontrar ayuda y, seguramente, también compañía.El cadáver del sueco, solo en el salón, tenía los ojos clavados en un horrible letrero colocado encima de la caja registradora: “Este es su precio".   
    Como si el paso del tiempo no hubiese significado, para la literatura, más que un cambio de escenarios, nombres y contextos, la prosa es la misma que encontraremos décadas después en Hammett y los otros escritores del género policial negro.
    Evidentemente, además, hay un “carácter nacional” en la influencia de la literatura del Oeste sobre el género negro. Es lo que podríamos llamar su “norteamericanidad”. Desde luego, eso está presente en la totalidad de la literatura estadounidense. Pero la delimitación del campo (literario) del llamado Far West implica hablar de sus pioneros y de sus temáticas sociales comunes: realismo a ultranza, cierto naturalismo, descripciones costumbristas, acción rampante, heroísmo individual, machismo, dinero, poder, corrupción, etc. Y un estilo también identificable: prosa llana, seca, dura. Dada su inclusión dentro de las corrientes del realismo literario, es evidente que también influenció a la literatura latinoamericana moderna, como más adelante desarrollaremos.
    Temática y estilo son comunes a ambos géneros (del Oeste y policial negro) porque ambos se inscriben dentro del realismo crítico y ambos corresponden a una misma sociedad que, aunque cambió mucho en algo menos de un siglo (entre 1850 y 1920, aproximadamente), de todas formas mantuvo su esencia y en su literatura se reconoce esa continuidad.
    Como bien señala el crítico y escritor argentino Juan Martini en su prólogo a Di adiós al mañana, de Horace McCoy: “El mundo de la novela policiaca no es ya un espacio cerrado, identificable, aislado dentro del amplio espacio de la realidad. El mundo de la novela policiaca no es otro mundo, sino el mismo, el único, el mundo que conocemos y en el cual vivimos”. En ese ámbito social se repitieron, en ese casi siglo, muchas de las características que definen a la sociedad norteamericana: “La violencia es un hecho inseparable del sistema —sigue Martini— que no se expresa solo en formas obvias, estruendosas o sangrientas. Las reacciones humanas son, en sí, una forma de violencia, una expresión del poder y del sometimiento. Todo poder es una forma de violencia. Todo destino no elegido es una forma de violencia”. [24]
    También se emparenta el género negro con el destino incierto del lejano Oeste norteamericano, destino que todos los autores westerns intentaron describir. En el caso de Harte, a quien también debe considerarse como uno de los padres del moderno relato de personajes en los Estados Unidos, sus tipos humanos son sentimentales, altaneros, violentos, leales, ambiciosos, pero sobre todo son gente de destino incierto. Dejaron una huella muy profunda en toda la literatura norteamericana de fines del Siglo XIX y de todo el XX.
    Ned E. Hoopes dice de ellos que “a pesar de estar trazados con rasgos exagerados, son tan humanos e imperecederos que se convirtieron en los modelos de donde se han extraído posteriormente para la novela, el cine y la televisión, los prototipos del hombre del Oeste, que forman una parte importante de la tradición literaria americana”. Y es que Harte, “creador del cuento vernáculo, humano, de la literatura americana”, fue quien “por lo menos lo popularizó, dándole nuevas dimensiones en el cuento corto. Sus narraciones son interesantísimas, amenas y perdurables. Fue el primer escritor que dio a conocer a California en el mundo y, a pesar del tiempo, su mundo literario es todavía tan interesante como cuando lo escribió”. [25]
    Resulta evidente la vinculación de Harte y sus contemporáneos con los autores de la revista Black Mask en adelante. Todos ellos abrevaron en él como en Grey o Haycox y otros, y no casualmente California se convirtió en escenario obligado, casi excluyente, también de la novela negra. Y es que muchos de los que hoy son reconocidos como fundadores del género negro fueron también, antes o a la vez, escritores de novelas westerns. Entre ellos:
    • Frank Gruber (1904-1969), quien comenzó escribiendo obras sobre el Oeste (El Justiciero y Amarga prudencia son dos de sus mejores novelas de vaqueros, editadas por las editoriales Novaro y Diana en los años 60) [26] y solo después creó a Fletcher & Cragg, su pareja de detectives-vendedores de libros.
    • William Riley Burnett (1899-1982), quien debe ser considerado otro autor fundamental desde el nacimiento mismo del género negro. Autor de El pequeño César (1929), escribió una profusa novelística del Oeste antes de dedicarse a la novela negra por más de treinta años. El famoso bandido John Herbert Dillinger (1903-1933) fue su modelo para la memorable novela Alta Sierra {1940), cuyo guión cinematográfico también escribió. Ambas novelas fueron llevadas al cine, siendo esta última un clásico de la filmografía de Humphrey Bogart. Tan importante fue este autor como vínculo entre ambos géneros, que el autorizado crítico español Javier Coma, en su Diccionario dice que “no cabe, de todos modos, aislar las novelas negras burnettianas, ancladas en sus respectivas coetaneidades, de las retrospectivas, ya que éstas (a menudo bajo la apariencia de westerns) enlazan con aquéllas en la crónica de la historia de los Estados Unidos desde la primera mitad del siglo XIX”. [27]
    • Horace McCoy (1897-1955) es otro autor que compartió ambos géneros. Fue uno de los más importantes escritores del género negro y sobre él volveremos más adelante. Baste decir, por ahora, que también se inició escribiendo westerns. Entre otras obras, fue el guionista de Texas, la inolvidable película de George Marshall, con William Holden y Glenn Ford. [28]
    Y todavía puede agregarse un elemento más que vincula a ambos géneros: la manera en que se dieron a conocer y se popularizaron. El vehículo original, y principal, de ambos fueron las pulp magazines, que así se llamaba a las revistas de relatos de acción, las que debían su nombre al hecho de estar impresas en un ordinario papel de pulpa. Las pulps se difundieron en todos los Estados Unidos de manera asombrosa, y en ellos encontró el relato negro un espacio ideal para popularizarse. Coma, en “La novela negra", dice que “normalmente, cada pulp incluía diversas narraciones y albergaba algún personaje fijo, así como dedicábase a una temática concreta, desde la fantasía paracientífica hasta la 'espada y brujería’, merodeando por el western, la aviación, las aventuras en parajes exóticos”. Allí aparecieron también todos los primeros textos del género negro.
    Quizá exageradamente, Coma señala al pulp como una de las novedades que hicieron furor en los años 20 en los Estados Unidos, junto a los automóviles, la radio, el cine, la Ley Seca, la música rítmica y todo aquello que les hizo creer a los norteamericanos que eran infalibles y que la felicidad era su único destino.

viernes, 24 de febrero de 2017

MEMPO GIARDINELLI. EL GÉNERO NEGRO. Fragmento. SEMANA DE LA NOVELA NEGRA Y POLICIAL. La novela de vaqueros como antecedente de la novela negra


MEMPO GIARDINELLI.  EL GÉNERO NEGRO.  Fragmento.
SEMANA DE LA NOVELA NEGRA Y POLICIAL.
La novela de vaqueros como antecedente de la novela negra


   
    Si Cosecha roja es considerada de modo casi unánime la primera obra de la novelística "negra” o “dura”, también es verdad que entre los antecedentes de esta pieza de Dashiell Hammett y de todas las que le siguieron para conformar este género, suele pensarse siempre en los mismos autores del siglo XIX: Poe, Hawthorne y Conan Doyle.
    Pero lo que no es frecuente es que se mencione como antecedente de la novela negra a la literatura norteamericana finisecular sobre temas del Oeste. La novela de aventuras en general, y en particular esta narrativa, contiene todos los elementos que, luego, determinarán las características peculiares del thriller, estilo narrativo que desde hace décadas fascina a millones de lectores en todo el mundo, y que compite —en una especie de apasionante y sorda lucha— con los reiterativos y bastante previsibles misterios de cuarto cerrado cuyo paradigma fue y sigue siendo la novelística de Agatha Christie (1890-1976).
    En la literatura norteamericana del siglo XX es posible advertir dos propuestas determinantes: una desestima el romanticismo liviano; la otra adopta la brutalidad y la violencia como formas realistas de expresión.
    Esta idea, brillantemente expuesta por Jorge Luis Borges en su prólogo a los cuentos de Bret Harte [9], ayuda a explicar lo que hemos aventurado: la influencia de la novelística del Oeste estadounidense sobre el moderno género negro. Más aun, diríamos que esa influencia es, en realidad, una línea de continuidad: no pudo haber novela negra (de Hammett en adelante) sin la literatura romántica y de acción de los autores decimonónicos del llamado Far West.
    Entre ellos sin duda el más llamativo y vigente, y el que más profunda huella parece haber dejado, fue Francis Bret Harte, quien nació en Albany, New York, en 1839 y falleció en Londres en 1902. Curiosamente, aunque llegó a California a los 17 años y allí vivió muy poco tiempo trabajando como minero, cartero, periodista e impresor, puede considerarse a Harte como el más eficaz cronista del Oeste, autor de las páginas más extraordinarias de ese mundo aventurero. No en vano fue el primer escritor que instaló a California en la literatura universal, como ha señalado Ned E. Hoopes en su introducción a Maravilloso Oeste. [10]
    Padrino literario de Mark Twain, admirado por Dickens, Kipling y Borges, Bret Harte (quien como autor eliminó su primer nombre y la segunda “t" del segundo) es, sin dudas, el gran modelo de escritor del Far West que ha marcado con fuerza al género negro. Creador de personajes inolvidables que luego se transfirieron —a veces caricaturescamente— al cine y la televisión, ha logrado pasar a formar parte de la mejor tradición literaria norteamericana. Como señala Borges, Harte fue motivador de la ruptura literaria de los norteamericanos del siglo XX: “Dos consecuencias ha tenido el propósito de no ser sensiblero y de ser, Dios mediante, brutal: el auge de los hard-boiled writers (Hemingway, Caldwell, Farrel, Steinbeck, James Cain); y la depreciación de muchos escritores mediocres y de algunos buenos, como Longfellow, Dean Howell y Bret Harte".
    Esa depreciación (que lo fue de todo el género de vaqueros) se heredó luego al género negro, quizás por el pecado de ser tan popular. No obstante, sus modelos (Harte, Ambrose Bierce, Stephen Crane, Zane Grey y William S. Porter, más conocido por el seudónimo de O.Henry) se impusieron por el manejo de la acción más bien brutal que define a los autores del género negro.
    Así, algunos personajes inolvidables de Harte (el fascinante John Oakhurst, tahúr; el cochero de diligencias Yuba Bill; el abogado y coronel Starbottle; mujeres delicadas y valerosas como Miss Mary, Betsy Barker o la encantadora Miggles) sobrevivieron, más que como influencia, como línea de continuidad. Es posible y sencillo ver perfiles de Oakhurst en los Madvig o Beaumont de Hammett, en el Vic Malloy de Chandler, y en muchos personajes de Cain y de Goodis. Y aun en el protagonista de “Los asesinos” de Hemingway, que estelarizó en el cine, como Jack Browning, un mediocre actor llamado Ronald Reagan.
    Otro escritor que sin dudas fue determinante del estilo narrativo policial norteamericano de acción constante, diálogos crudos, suspenso e individualismo, y de quien se conoce mucho menos, es el prolífico Zane Grey (1872-1939). Junto con Margaret Mitchell (autora de la novela Lo que el viento se llevó) fue el escritor norteamericano más leído del primer tercio del siglo XX.
    Nacido en Ohio y dentista de profesión, al igual que Harte casi no vivió en el Oeste: durante unos pocos años acompañó una caravana militar, pero en ese lapso recopiló el material suficiente para escribir la más importante serie de novelas sobre el Far West: alrededor de treinta, de las que se vendieron casi 20 millones de ejemplares entre 1912 y 1930, fueron traducidas a quince idiomas y tornaron al género en un clásico de nuestro tiempo. La conquista de territorios, la lucha contra los indios, el cuatrerismo, la abnegación de los pioneros colonizadores y la fundación de ciudades, fueron los temas que le permitieron crear toda una galería de personajes, luego llevados al incipiente cine de vaqueros y en cuyas tramas siempre fueron protagónicos la acción, la violencia, la intriga y el heroísmo individual en la lucha por el poder, la gloria y el dinero.
    En Al oeste del Pecos, una de las novelas más emotivas sobre la conquista del Oeste estadounidense después de la Guerra de Secesión, Grey narra la historia de una familia sureña que se adentra en territorio comanche para establecerse en inhóspitos parajes y dedicarse a la cría de ganado. Publicada originalmente en 1915, es una obra vigorosamente relatada y con una singular riqueza descriptiva, en la que llaman la atención los diálogos breves y latigueantes, el sentido del humor y la ironía, y algunos memorables pasajes de acción y violencia. [11] Características todas ellas que de algún modo se repiten en otros títulos emblemáticos de la obra de Grey, como Los jinetes de la pradera roja (1912), Bajo el cielo del Oeste (1914), Hasta el último hombre (1921), Nevada (1928) y El explorador de la Estrella Solitaria (1937),
    En sus muchas novelas y relatos Grey estuvo muy lejos de describir y narrar la caricatura de vaquero que hizo Hollywood posteriormente. Su mayor mérito literario acaso sea el realismo costumbrista, con hombres y mujeres de carne y hueso que se mueven y hablan como se mueve y habla la gente, característica de la literatura norteamericana que es advertible en escritores posteriores como Hammett, Chandler, Faulkner, Hemingway y tantos más.
    Es notable cómo este hombre, necesariamente influido por la ideología sureña —racista y pletórica de misticismo— supo mantener una visión crítica y poco maniquea: en las obras de Grey los “malos” no son siempre los indios, los pobres o los mexicanos. Incluso, si bien hay momentos en los que ofrece equivocadas versiones históricas (como su explicación de la guerra méxico-norteamericana, y en particular de la batalla de El Alamo), las miserias humanas de los bandidos abarcan también a los texanos rubios, y así destaca las características de fidelidad y valentía de los vaqueros mexicanos como revela su admiración por los pueblos llamados entonces "pieles rojas”.
    Si se acepta la separación entre novela-enigma o clásica y novela de acción criminal o negra, parece evidente que la literatura del Oeste norteamericano, con sus cowboys emblemáticos, fue una de las que mayor influencia ha tenido en esta segunda especie. Más aún, me atrevo a afirmar que la novela negra norteamericana no hubiera existido sin el antecedente de aquellas obras entre épicas y pueriles, entre rimbombantes e ingenuas.
    La transfusión de sangre parece haber sido directa: el ritmo, la acción, el heroísmo individual como componentes principales; también el humor rodeando valores como la ambición por el dinero, la gloria personal y —desde ya— también la vocación de conquista de poder político. Finalmente, en la literatura western ya se encuentra el elemento que será primordial de la literatura negra: el crimen. Incluso podría decirse que la riqueza no debidamente valorada de la novela de aventuras de vaqueros, indios, gambusinos y solitarios outsiders, aún hoy parece inagotable a pesar de los estereotipos fabricados por Hollywood con el cine, primero, y luego con la televisión. Y a pesar, también, de las infinitas historietas dibujadas, tiras en su mayoría vulgares e inverosímiles que, si bien obtuvieron popularidad y éxito comercial, deformaron esta épica y la devaluaron como género literario.
    Elementos hoy subyacentes en la mejor novela negra —como el poder, la corrupción, la crítica social— ya estaban presentes en aquel género, en el que se describía la brutalidad del atropello de los blancos contra los indios, el exterminio en aras de una dudosa civilización. En sus páginas, el ferrocarril, la fundación de ciudades, las largas caravanas de carretas, la lucha contra el desierto, el juego, el alcoholismo, eran un contorno pintoresco pero necesario para darle marco al avance ideológico de la civilización capitalista. Ahí están también las bases filosóficas y morales que aportó la literatura del Oeste a la novela negra y a la literatura norteamericana en general del siglo XX: individualismo, nacionalismo, puritanismo religioso, romanticismo, confianza en La Ley y cierto maniqueísmo que se expresa en la peculiar visión que los estadounidenses tienen de la lucha del “bien” contra el “mal”.
    La sola mención de todos estos caracteres, hoy intrínsecos del género negro —y no solo en los Estados Unidos—, es demostrativa de la profunda huella que dejó en los autores de la emergente literatura policial negra la lectura de los clásicos del Far West. Una huella que, sobre todo en los padres del género negro —como Hammett— es indesmentible.
    Y aun antes, los vínculos del policial negro con la novela de aventuras, e indirectamente con la novela del Oeste pueden encontrarse en el mismísimo Conan Doyle, quien conocía y apreciaba la obra de Harte y cuya influencia junto con la de Stevenson ya ha sido señalada por Bermúdez: Estudio en escarlata, con su primera parte ubicada en el Oeste norteamericano, delata aquella influencia; y esa ambientación estadounidense “sirvió para que los norteamericanos se interesaran en la obra de Sir Arthur”. [12]
    Por supuesto, ese influjo también se nota en la mayoría de los autores norteamericanos de la primera mitad del siglo XX, quienes casi sin excepciones abordaron la temática del crimen en torno al dinero, la corrupción, el machismo, la rudeza y el poder, como William Faulkner, Ernest Hemingway, Francis Scott Fitzgerald, John Steinbeck, Erskine Caldwell, Horace McCoy, James Cain, Truman Capote e incluso una mujer (caso curioso para una narrativa tan machista): la notable Carson McCullers.
    La conquista del Oeste norteamericano fue una epopeya fabulosa y contradictoria, como toda gesta. Y fue violenta y despiadada, injusta y bárbara aunque se hizo en nombre de la civilización y el progreso.
    Y como toda conquista, no dejó de ser también un genocidio.
    Y aquí cabe detenerse para hacer una precisión: ¿qué es el Oeste? ¿qué es eso de Far West? El concepto entraña una lejanía, una dirección cardinal con respecto a un punto metropolitano: la costa Este de los Estados Unidos, es decir, la prolongación del puritanismo europeo en América del Norte. Por cierto, la cinematografía contribuyó a confundir estos términos, ya que desde las viejas películas de Tom Mix, Roy Rogers y otros héroes que utilizó el capitalismo para penetrar culturalmente en el mundo, la circunstancia geográfica fue desvirtuada y así se convirtieron en Oeste territorios centrales como Nebraska, Oklahoma y Kansas, además de los hasta 1847 mexicanos Texas y Nuevo México, que de oeste geográfico no tienen nada, a no ser que están al sur poniente de Washington y New York.
    Como precisa Juan Tébar en su eficaz Historias del Viejo Oeste, esa vasta zona quedaría comprendida “más o menos entre el Océano Pacífico y las Montañas Rocosas, que fueron consideradas durante mucho tiempo frontera entre el mundo salvaje y la supuesta civilización, no mucho más por entonces que una zona ‘menos salvaje’ que la otra”. [13] Pero como esa delimitación excluiría a algunos estados como los anteriormente mencionados, el mismo Tébar precisa que “una frontera más generosa, que incluiría a todos estos territorios, podría ser el río Mississippi”. Con lo cual, según el concepto protoimperial de la época, era "lejano Oeste” prácticamente todo el país: tres cuartas partes de los Estados Unidos.
    Esa literatura parece resultar lógica consecuencia a su vez de las novelas de caballería “y en bastante medida de la tragedia griega”, según Tébar. Y a la vez, si la literatura del Far West puede ser considerada como eminentemente rural, dado que sus ámbitos de acción generalmente son las grandes praderas, las montañas o los desiertos, y ocasionalmente pequeños asentamientos humanos, la policial negra bien puede ser vista como su correlato urbano. De hecho, las grandes ciudades y los suburbios en los que transcurren los relatos policiales negros no son otra cosa que aquellos mismos asentamientos, devenidos décadas después ciudades en las que el cemento, el hierro y la corrupción dibujan escenarios diferentes para las mismas miserias humanas.
    Esos límites no son caprichosos. Desde el punto de vista de la literatura, ese gigantesco territorio dio lugar a una escritura eminentemente épica, de esperanza y de conquista, y por eso mismo cargada de intenciones morales, ejemplarizadoras, que respondían a la expansión de una nación de la que se podrán decir muchas cosas, pero no que le faltaron vocación de grandeza ni decisión. Hacia finales del siglo XIX no existían caricaturas del género y el gusto popular que lo encumbró —se vendieron decenas de millones de ejemplares de una docena de autores— ayudó a crear una mitología de notable fuerza y persistencia.
    Sin ser el primero de los autores del género del Oeste, James Fenymore Cooper (1789-1851) dejó por lo menos una obra que puede considerarse uno de los más lejanos antecedentes del género negro norteamericano: El último de los mohicanos, aquella novela del indio que defiende a sangre y fuego sus tierras ante el avance de la “civilización”.
    En él seguramente abrevaron otros clásicos del Oeste como Mark Twain, Harte, Bierce, Grey y algunos más. Ellos influyeron directamente a los escritores que inventaron décadas después la literatura policial negra. Todos, sin excepción, elevaron al primer plano de la literatura a un nuevo tipo de héroe: el solitario antes que el superhombre, el sujeto muchas veces desdichado y siempre crítico de las conquistas antes que el galán frívolo y desentendido del entorno social. Es decir, formas primitivas de los Sam Spade o Phillip Marlowe posteriores.
    Bogomil Rainov dice que es indispensable una lectura ideológica de la literatura policiaca norteamericana, y que en ella se encuentran todas las explicaciones al individualismo y la delincuencia. Esta aseveración tiene algo de cierto —es inevitable la lectura ideológica de todo género literario— pero también es excesivamente dogmática, seguramente porque el trabajo de Rainov fue escrito en tiempos en que el mundo todavía estaba sometido a la Guerra Fría. No obstante, el investigador búlgaro apuntaba algunas ideas que aún hoy son compartibles: “La literatura del acto delictivo se separó como género independiente y sobrepasó, con mucho, tanto por el número de las obras como por el nivel de las tiradas, a todos los géneros literarios restantes”. Y el concepto que para este capítulo más interesa es el de que “la historia del régimen capitalista es la historia del incremento gradual, pero invariable, de la delincuencia”. [14]
    Esto sí parece cierto, y permite una vez más la vinculación entre la literatura negra y la literatura del Far West. ¿Acaso no es verdad que la conquista del Oeste norteamericano es la historia misma de la implantación del capitalismo en América? ¿No es hoy el triunfo del capitalismo salvaje una muestra cabal del grado de alienación a que puede llegar una sociedad metalizada, individualista, insolidaria y en la que el heroísmo personal es el único valor que hace al hombre capaz de resistir la gigantesca tasa de crímenes? Cabe recordar que hace unos años, a principios de los 70, la revista Newsweek informaba que en esas primeras siete décadas del siglo XX habían muerto por asesinato en los Estados Unidos unos 750.000 ciudadanos, cifra mayor a la de todos los soldados norteamericanos caídos en todas las guerras de las que hasta entonces había participado ese país, que por otra parte estuvo involucrado prácticamente en todas las guerras de ese siglo... Si se actualizara esa estadística considerando los cuarenta años posteriores incluyendo Vietnam, Kosovo, Irak y Afganistán, el resultado sería escalofriante.
    Las razones de esto vienen del siglo XIX y están en la constitución misma del capitalismo forjador de los Estados Unidos, ese gigantesco país sin nombre que se formó en base al puritanismo anglosajón pero también en base al exterminio de indios y a la conquista avasallante de sus tierras, no solo en el territorio de las originales trece colonias británicas, sino también en el conquistado durante la guerra con México entre 1845 y 1847. Un proceso del cual no pudo sino surgir un tipo de personalidad y de acción que necesariamente recogió la literatura y que se trasladó, décadas después, al género que nos ocupa.
    Vale decir, entonces, que el género negro devino del Far West de modo bastante natural. Se podrá, por supuesto, argüir que en realidad hay antecedentes aún más atrás, y es cierto: se podría llegar hasta la misma Biblia, en la que no faltan crímenes. De ahí para acá toda la literatura europea, con sus novelas de caballería y con las incontables novelas morales y las filosóficas, las góticas y las políticas, no carece de relación con el crimen. No se salvan de esta regla ni La Divina Comedia ni todo Shakespeare. Y es que, como apuntó alguna vez Georges Simenon, el asesinato es ‘‘un acto extremo de la conducta humana”. El humano, pareciera, está condenado a vivir en el límite, al borde mismo de la contención de sus actos extremos. En la literatura negra ese límite lo ponen los policías, los detectives y el vago, omnipotente y abstracto concepto de “La Ley” que en el Oeste encarnaba la figura del sheriff.
    Establecido el parentesco entre ambos géneros literarios (coincidentemente los dos considerados “menores”) queda por ver de qué manera, página tras página —en giros y expresiones, en personajes y situaciones— la literatura de la conquista del Oeste se hizo presente en el género negro.

jueves, 23 de febrero de 2017

Mempo Giardinelli. Los precursores: La prehistoria del género negro


SEMANA DE LA LITERATURA NEGRA Y P’OLICIAL.
Mempo Giardinelli.
Los precursores:
 La prehistoria del género negro

El crítico francés Fereydoun Hoveyda, que es uno de los más reconocidos estudiosos del género, considera que hubo relatos policiales desde hace más de dos siglos y cita como ejemplo un manuscrito chino del siglo XVIII titulado Tres casos criminales resueltos por el juez Ti, [4] Por su parte, en Los mitos de la novela criminal, el español Salvador Vázquez de Parga sostiene que desde la “prehistoria” del género hay una sucesión de textos hasta llegar a Las cosas como son, o Las aventuras de Caleb Williams, larguísima novela del inglés William Godwin, publicada en 1794. Se trata de una obra que parece inscribirse más bien en el género político y cuya trama gira en torno de la corrupción y el abuso, con un asesinato y una develación moral. De éste, dice Vázquez de Parga, habría que pasar a Eugene Vidocq, policía francés que publicó sus memorias en 1828, y solo después se llegaría hasta el verdadero padre del género: Edgar Alian Poe (1809-1849), creador en 1841 del racionalista Monsieur Auguste Dupin. [5]
    Como fuere, hay acuerdo generalizado en que el género nace realmente en el siglo XIX y en que su creador es Poe. Autor de cuentos de aventuras, de horror y detectivescos, él escribió las tres primeras historias en las que el crimen es asunto central: “Los asesinatos de la calle Morgue” (1841), “El misterio de Marie Roget” (1842) y “La carta robada” (1849). En la primera inauguró el enigma del “cuarto cerrado” con todos los elementos al alcance del lector, incitándolo a la revelación mediante el método deductivo.
    Pero entre los precursores cabe citar otros nombres. Entre ellos: Eugéne Sue (1804-1857), popular escritor francés de novelas de aventuras entre las que destaca Los misterios de París (1843); Emile Gaboriau (1832-1873) quien introdujo por primera vez un héroe permanente, el irregular investigador Monsieur Lecoq, de La Sureté, que protagonizó novelas como El caso Lerouge (1866) y Crimen en Orcival (1867) y es una especie de antecesor parisino de Sherlock Holmes [6]; y el británico William Wilkie Collins (1824-1889), cuyo personaje, un peculiar Sargento Cuff que gusta de cultivar rosas, protagonizó La piedra lunar (1868), considerada por T.S.Eliot como inicio y cumbre del género y también seguro antecedente de Holmes.
    Aunque acaso sea una presencia discutible, también hay que citar entre los precursores a un autor clásico del siglo XIX, anterior incluso a Poe: el polígrafo inglés Thomas De Quincey (1785-1859), aficionado al opio y autor de unos memorables artículos publicados en Londres entre 1827 y 1829 y titulados Del asesinato considerado como una de las Bellas Artes. La novela policial que surge en los Estados Unidos en los años 20, y que llamamos negra, le debe muchísimo.
    El sarcástico título del ensayo de De Quincey alude a la irónica intención apologética del crimen, llamativa, asombrosa, que no obstante estuvo lejos de ser la verdadera intención del autor. De Quincey escribió estas páginas más como un ejercicio de erudición, un desborde de su brutal sentido del humor, que como una propuesta seria.
    Y sin embargo, sus argumentos son subversivamente incitadores a revisar la moral puritana de su época. Y aun de la actual. De Quincey ataca el moralismo y la hipocresía de la sociedad moderna con un extraordinario sentido anticipatorio (escribió este libro en el primer tercio del siglo XIX), porque cree que en realidad la moral se constituye y define a partir de las transgresiones. El asesinato es, para él, inevitable e inherente a la modernidad, y le parece sublime y superior la pasión por cortar la garganta de las víctimas, a la vez que se opone a los repugnantes envenenamientos a que fueron afectos los romanos, por ejemplo. Y por más que son actos condenables —y él los condena puntualmente— ello no impide que puedan verse desde una óptica artística: “La tendencia a la evaluación crítica de incendios y asesinatos es universal”, opina, y así como puede apreciarse un incendio como un espectáculo teatral mientras se profieren exclamaciones como “magnífico” o “formidable”, así hay que tratar a los asesinatos. “Una vez pagado el tributo de dolor a quienes han perecido y, en todo caso, cuando el tiempo ha sosegado las pasiones personales, es inevitable examinar y apreciar los aspectos escénicos (que podrían llamarse, en estética, los valores comparativos) de los distintos crímenes”. [7]
    Por supuesto, sobre esta obra encantadora y aleccionadora acerca del cinismo occidental, planea un sentido del humor que deviene de Jonathan Swift, de quien De Quincey recuerda cómo fue criticado cuando propuso una solución radical al exceso de niños irlandeses: cocinarlos y comérselos. Así se excusó este autor de quienes lo acusaron de extravagancia y mal gusto. Ese humor, combinado con la gracia en la prosa y una inteligencia desbordante, llevó a De Quincey a hacer aquella observación de que primero se empieza por un asesinato, luego se sigue por el robo y se acaba bebiendo excesivamente, faltando al Día del Señor y hasta a la buena educación.
    En conferencias apócrifas dadas ante una supuesta “Sociedad de Conocedores del Asesinato", en su "Advertencia de un hombre morbosamente virtuoso" De Quincey dice que “cada vez que en los anales de la policía de Europa aparece un nuevo horror de esta clase (un asesinato) se reúnen para criticarlo como harían con un cuadro, una estatua u otra obra de arte". Y sostiene su tesis con brillantez: “Empezamos a darnos cuenta de que la composición de un buen asesinato exige algo más que un par de idiotas que matan o mueren, un cuchillo, una bolsa y un callejón oscuro. El diseño, señores, la disposición del grupo, la luz y la sombra, la poesía, el sentimiento, se consideran hoy indispensables en intentos de esta naturaleza”. Y analiza más adelante el caso de John Williams, famoso criminal londinense en 1812, porque “ha exaltado para todos nosotros el ideal del asesinato... Como Esquilo o Milton en poesía, como Miguel Angel en pintura”.
    Cada página de De Quincey es una joya humorística y es también de una agudeza brutal: "No hay artista que se sienta seguro de haber convertido en realidad la propia concepción. A veces se presentan interrupciones molestas: la gente se niega a dejarse cortar la garganta con serenidad; hay quienes corren, quienes patean, quienes muerden, y mientras el retratista suele quejarse del excesivo aletargamiento de su modelo, en nuestra especialidad el problema del artista es, casi siempre, la demasiada animación”. Con erudición admirable y con ácidas críticas a Kant y a Hobbes, entre otros, De Quincey sacude los valores más sagrados de la sociedad contemporánea analizando la transgresión más grave: la que atenta contra la vida humana.
    Desde luego, también merece un capítulo entre los precursores el médico escocés Arthur Conan Doyle (1859-1930), padre del inefable y vanidoso detective Sherlock Holmes, y quien para millones de personas de varias generaciones ha sido el verdadero padre y/o el gran propagandizador del género policial clásico. Con sus novelas Estudio en escarlata (1887), El signo de los cuatro (1890), El sabueso de los Baskerville (1902) y varias decenas de cuentos y novelas cortas [8], Conan Doyle alcanzó una fama extraordinaria y, aunque su obra está plagada de trampas al lector y de situaciones inverosímiles, su mayor mérito fue el de haber creado al primer héroe detectivesco verdaderamente popular.
    Ser un clásico no es poca cosa, y varias décadas después de su muerte la verdad es que su obra todavía conserva frescura y vigencia. Bien informado acerca de las obras de Poe, Gaboriau y Verne, Conan Doyle fue, puede decirse, un autor de obras de aventuras que siempre menoscabó el género que lo catapultó a la fama, acaso porque debió dedicarse a él por dinero. En su presentación a los cuentos de Conan Doyle para la mencionada colección, dice la escritora y crítica mexicana María Elvira Bermúdez: “Al parecer, no tuvo gran aprecio por su personaje más conocido. Dotó a Sherlock Holmes de cualidades excepcionales, pero también con defectos serios y siempre consideró sus obras policiales inferiores a las de índole histórica”.
    Esto es interesante, pues lleva a pensar que el todavía vigente menosprecio que se tiene por este género quizá se originó en la desvalorización que a finales del siglo XIX y comienzos del XX manifestaba el más popular e importante autor de narraciones policiales. A despecho del éxito obtenido, el propio Conan Doyle parece haber observado esa actitud elitista y desdeñosa que se proyectó luego a todo el género. A tal punto esto parece así que, cuando mata a Holmes en aquella pelea contra el bandido Moriarty, es la reacción enfervorizada del público lector (y presumiblemente el dinero que le ofrecían sus editores) lo que lo lleva a resucitar al extravagante detective de la gorra y la pipa.
    También es interesante imaginar el contexto Victoriano en que se desenvolvieron autor y personaje. Positivismo, cientificismo, la influencia de Darwin y de Spencer, todo eso contribuyó a hacer del escocés un agnóstico que viniendo de originales concepciones religiosas católicas pasó a un espiritualismo y un racionalismo que convinieron luego a Holmes. Asimismo, acérrimo nacionalista, Conan Doyle frecuentó diversos géneros literarios, encaprichado en no sobresalir en el género policial, paradójicamente el único en el cual se destacaba. Caso curioso, fue una especie de Dumas, de Salgari o de Stevenson tardío (fueron sus antecesores-contemporáneos), y aunque intentó la novela histórica, la gótica, el drama y la aventura, a su pesar terminó convertido en padre de un género al que él mismo menospreciaba,
    Desde aquellas obras iniciales hasta la moderna novela negra, hubo un largo camino en el que esta literatura recibió préstamos de otros géneros que podrían ser considerados “primos hermanos”, y que contribuyeron a definir sus características. Entre ellas, la literatura gótica o de horror (Mary Wollstonecraft Shelley, Nathanael Hawthorne, Bram Stoker, Howard Phillip Lovecraft fueron sus figuras más representativas); la de aventuras (con Hermán Melville, Joseph Conrad y Jack London) y la casi siempre olvidada literatura del Oeste norteamericano (creación de Francis Bret Harte, Ambrose Bierce y Zane Grey, entre otros).
    De allí tomó la moderna literatura negra casi todos los elementos que hoy la caracterizan: el suspenso, el miedo que provoca ansiedad en el lector, el ritmo narrativo y la intensidad de la acción, la violencia y el heroísmo individual. Con esas materias primas, Hammett primero, Raymond Chandler después, y una legión de autores no del todo reconocidos más tarde, sentaron las bases de la novela negra: la lucha del “bien” contra el “mal”, la intriga argumental y, siempre, la ambición, el poder, la gloria y el dinero como los factores capaces de torcer el destino de los seres humanos.
Fuente:
Mempo Giardinelli.
EL GÉNERO  NEGRO.

miércoles, 22 de febrero de 2017

SEMANA DE LA LITERATURA NEGRA Y POLICIAL. MEMPO GIARDINELLI.


PRIMERA PARTE
 EL GÉNERO.
 DEFINICIÓN Y CARACTERES.
 ORÍGENES Y EVOLUCIÓN


  Introducción


   
    Todavía hoy, para mucha gente resulta inexplicable la fascinación que la literatura policial, de misterio o de crimen ejerce sobre millones de personas. Solo en el mundo de habla hispana, los lectores del género se cuentan por millones y cada tanto se vuelve moda en países como España, Argentina, Chile, Cuba o México.
    Sin embargo, a pesar de tan masiva aceptación, esta literatura todavía es considerada “menor”. Como si lo policiaco estuviera condenado, más allá de la masividad de sus cultores, a ser un “subgénero”, una especie de hijo ilegítimo de la literatura "seria”. Ese menosprecio no ha impedido que de todos modos se haya impuesto universalmente. La novela negra impregna hoy en día la vida cotidiana; tiene las mejores posibilidades de reseñar los conflictos político-sociales de nuestro tiempo; penetra en millones de hogares del mundo entero a través del cine o la televisión (muchas veces con historias de dudosa calidad); y es notable cómo ha influenciado a casi todos los grandes escritores modernos, de todas las lenguas y de cualquier género.
    Cuantitativamente la producción es extraordinaria: a comienzos de los años 80 del siglo pasado se editaban —según el especialista búlgaro Bogomil Rainov— unos 2.000 nuevos títulos anuales en todo el mundo, la gran mayoría en ediciones baratas, generalmente mal impresas y/o pésimamente traducidas[1]. Treinta años después, con el auge extraordinario de este género y el surgimiento de nuevas generaciones de autores en decenas de países y lenguas, un cálculo conservador permitiría estimar que se editan por lo menos 4.000 títulos por año, con entre 10 y 15 millones de ejemplares cada año en la lengua original de cada uno. Es una verdad corrientemente aceptada entre los aficionados a este género que hoy en día no hay literatura más leída, traducida y reimpresa que el género negro. Hay un dato apabullante: el escritor belga Georges Simenon (1903-1989) publicó más de 500 novelas, traducidas a unos noventa idiomas y con ventas superiores a los 500 millones de ejemplares en todo el mundo[2]. Alguna vez leí que solo la Biblia supera a Simenon en cantidad de lectores.
    Como sea, es muy probable que la narrativa policial se haya constituido en uno de los géneros que más libros vende en los cinco continentes, en tanto es la literatura de mayor aceptación popular en todo el planeta. Y aunque la masividad nunca es vara para medir calidad literaria, también es cierto que en la literatura policial contemporánea, en sus mejores expresiones, ya es posible encontrar tanta calidad como en cualquier otro género literario.
    Pero aunque no le faltan público ni autores se trata de un género que sorprendentemente todavía carece de precisiones. Hay una abundante y dispersa bibliografía que intenta explicar el fenómeno, pero sus orígenes todavía son imprecisos y muchos lectores en todo el mundo rechazan la afición a este género al que le cuestionan características y valores. ¿Por qué tiene que importar la novela negra? ¿Existe acaso una novela “blanca"? Y más aún: ¿de qué hablamos cuando decimos “género negro”?
    Ciertamente es difícil responder a esto, como bien señaló Ricardo Piglia hace veinte años, cuando dirigió la excelente y desaparecida Serie Negra de la editorial venezolana Tiempo Contemporáneo. En su introducción a Cinco relatos de la Serie Negra, Piglia explica esa dificultad porque “a primera vista parece una especie híbrida, sin límites precisos, difícil de caracterizar, en la que es posible incluir los relatos más diversos”. Por eso prefiere “empezar a analizar estos relatos por lo que no son: no son narraciones clásicas, con enigma”.[3]
    Esto es cierto, pero también lo es que la presencia o ausencia de enigma no es exactamente lo que define al género. En todo caso, lo identificamos por su peculiar mecanismo de intriga así como por el realismo, un cierto determinismo social y el tener un lenguaje propio, brutal y descarnado.
    Su “negritud" no refiere a una cuestión de raza, desde luego, sino a una literatura que se ocupa de la parte más sucia, generalmente la más sórdida, oculta y negada de toda sociedad. Esa coloración viene, quizás, del periodismo, donde se suelen usar colores para metaforizar: prensa amarilla cuando es sensacionalista; notas rojas cuando tratan de hechos de sangre; prensa rosa a la que se ocupa de asuntos del corazón. Bueno, en literatura hablamos de novela negra cuando la narración contiene crimen, suspenso y misterio de modo protagónico.
    Es una literatura en cierto modo de emergencia, que surge en un momento muy peculiar (los años 20, en los Estados Unidos) y que responde a una tradición literaria inapelable: la de contar lo que le pasa a la gente. No es una literatura "de escritorio”, sino que es arrancada de la vida misma y se autodefine a partir de la exigencia de una lectoría que la instala en una preferencia y una popularidad asombrosas, y que la consume, literalmente la devora, lo que dificulta aún más todo análisis de su evolución. La novela negra moderna tiene, hay que recordarlo, menos de un siglo de existencia, y entiendo por “moderna" la que surge a partir de Cosecha roja (1929), novela fundacional de Dashiell Hammett (1894-1961). La anticipan, sí, varios siglos de acumulación cultural. Pero eso no mengua su carácter todavía emergente.
    Esta literatura se originó en años de corrupción y libertinaje, Ley Seca, mafias, guerras entre bandas de criminales y también años de desempleo y una profunda crisis económica a la que se recuerda con el nombre de “La Gran Depresión”. En esos años una generación de grandes escritores norteamericanos desarrolló una narrativa de enfoque realista crítico en el que la temática criminológica llegó a ser extraordinariamente popular.
    También llamada literatura de delito, criminal, de suspenso, detectivesca, dura, de misterio, o simple y genéricamente policial, la designación “género negro” o “novela negra” se suele utilizar con el sentido que le dio Marcel Duhamel, editor de la Editorial Gallimard, de París, cuando inició —en los años 40— la colección literaria que él llamó Série Noire. En ella se publicaron casi todos los autores norteamericanos de este género, muchos de los cuales fueron también traducidos al castellano y popularizados en Argentina y otros países como “literatura negra”.
    En una primera clasificación, digamos que la novela policial admite dos grandes ramas:
    a) Por un lado la novela enigma, novela-problema o de cuarto cerrado: son los textos clásicos, en los que casi invariablemente la trama consiste en descubrir a un criminal que se esfuma en el espacio: la típica situación de asesinato en una habitación cuyas puertas y ventanas están cerradas por dentro, el cadáver en el piso y ninguna pista visible. Claro está: alguien ha cometido el crimen y ése es el misterio.
    b) Por el otro, la novela de acción y suspenso, versión más moderna que arrancaron la mencionada novela de Hammett, quien a los 34 años escribió esta obra considerada punto de partida del género negro moderno, la que a su vez era culminación de la Maníada escuela hard-boiled que iniciara la revista norteamericana Black Mask en 1922 y de la que Hammett fue uno de sus autores emblemáticos. Esta novelística se caracteriza por la dureza del texto y de los personajes, así como por la brutalidad y el descarnado realismo. Se diría que “pone los pies sobre la tierra” porque incorpora elementos de la vida real: la lucha por el poder político y/o económico por parte de sujetos sobrados de ambición, sexismo, violencia e individualismo, productos todos de una sociedad (la norteamericana de los años 20 y 30 del siglo XX) vista por casi todos los autores como corrompida y en descomposición.
    Mientras la novela enigma parecería dar vueltas alrededor de trajinados recursos ingeniosos, lo que agotaría sus variables repitiéndose, la novela negra buscaría encontrar inacabables posibilidades al ocuparse de la vida real y ser reflejo de ella y no de un pequeño universo hermético y mental. Desde luego, esta es una idea discutible y a ella volveremos después de hacer un necesario repaso histórico sobre los orígenes del género policial.

martes, 21 de febrero de 2017

SEMANA DE LA NOVELA NEGRA Y POLICIAL. MEMPO GIARDINELLI. EL GÉNERO NEGRO.


Cuando El género negro fue editado por primera vez, promediando los años 80, ganó una legión de adeptos en el mundo de habla hispana. El libro se agotó casi inmediatamente, convirtiéndose en un objeto de culto, inhallable y fotocopiado hasta el hartazgo por aficionados y otros no tanto, responsables de plagios varios, conceptuales y textuales.Un cuarto de siglo después, su autor se enfrentó al desafío de actualizar aquella obra clave para la presente edición: “Debí reescribir prácticamente todo el material, y bien que lo hice, porque me permitió revisar conceptos, replantearme ideas y completar informaciones... El resultado es este libro con una nueva perspectiva que me parece mucho más apropiada tanto para el estudioso del género como para el aficionado curioso y el público en general”.Con su estilo inimitable Mempo Giardinelli nos desgrana las claves del género negro, un registro literario que, lejos de morir (o ser asesinado), revela una potente actualidad, con una gran producción, buenos autores y millones de ávidos lectores.
 
    MEMPO GIARDINELLI

   
    EL GÉNERO NEGRO

   
    ORÍGENES Y EVOLUCIÓN DE LA LITERATURA POLICIAL

    Y SU INFLUENCIA EN LATINOAMÉRICA

   
    CLAVES DEL ARTE

    Capital intelectual


 PREFACIO A ESTA EDICIÓN


   
"Me gustaban las películas de cowboys y las de gangsters. Pensaba entonces qué curioso que los escritores hayan descuidado el género épico que sirve tan bien a los directores de cine. Todas las literaturas comenzaron con obras épicas que hablaban del coraje; este es un apetito elemental, como el amor”.    Jorge Luis Borges

   
    En 1984, cuando terminaba mi exilio en México y me disponía a regresar a la Argentina, ordené este libro velozmente, editando artículos publicados en el diario Excélsior y anotaciones de mis lecturas. Redacté entonces una “Nota preliminar” a modo de prólogo y justificación por el apresuramiento y también, claro, por posibles errores de información.
    Así, este libro se publicó por primera vez ese año y bajo el sello editorial de la Universidad Autónoma Metropolitana. Esa misma casa de altos estudios reeditó el libro a comienzos de 1996. Ese mismo año se publicó también en la efímera Editorial Op Oloop, de Córdoba. Aunque con muy poca circulación, ha sido hasta ahora la única edición argentina.
    Por eso, para la presente edición, debí prácticamente reescribir todo el libro, y bien que lo hice, porque pude revisar conceptos, replantear ideas y completar informaciones. Ahora existe esa maravilla tecnológica llamada Internet y, dentro de ella, servicios como Google y Wikipedia que ayudan a precisar datos. No obstante lo cual, por supuesto, decidí mantener en esta edición la bibliografía original de mis lecturas de hace treinta años, a la vez que ratifiqué y sostuve en lo medular el sentido de mis reflexiones.
    Lo cierto es que ahora este libro tiene una nueva perspectiva que me parece mucho más apropiada, tanto para el estudioso o el investigador de este género, como para el aficionado curioso y el público en general.
    En los últimos años fui entrevistado por algunos especialistas norteamericanos, como Darrel Lockhardt, de la Universidad de Arizona, o William Nichols, de Georgia State University, y también fui invitado a congresos internacionales de novela negra, entre ellos el que convocó la Universidad de Passau, Alemania, en marzo de 2011; el Festival Azabache en Mar del Plata y el encuentro BAN (Buenos Aires Negra), ambos en la primera mitad de 2012. Todas esas participaciones me permitieron repensar ideas, y así, lentamente, fui reescribiendo este libro.
    En la nota preliminar de aquella edición, declaraba que este libro era el producto de una docena de años de afición a esta literatura frecuentemente desdeñada en el ámbito académico. Y decía que, acaso por eso mismo, no había sido estudiada debidamente a pesar de ser una narrativa capaz de apasionar a millones de lectores en todo el mundo y de movilizar una enorme industria editorial. Hoy creo que aquellos prejuicios y desconocimientos ya no son los mismos, y eso justifica aún más la decisión de revisarlo y reescribirlo casi completamente. En estos años se han sucedido muchos cambios en el mundo y, lógicamente, en mí. Como ya dije, regresé a mi país después de un largo exilio y produje varias obras; en fin, no soy la misma persona ni mantengo petrificadas las mismas viejas ideas, más bien no he cesado de discutir y reconsiderar muchas de ellas. Sospeché de casi todas, modifiqué algunas y me di cuenta de que nunca dejé de reflexionar este género por la sencilla razón de que nunca dejo de reflexionar sobre la literatura. Y además creo que los libros son organismos vivos y de hecho nunca se los termina, al menos mientras su autor está en este mundo.
    En aquella primera edición reconocía también que habían sido circunstancias casuales las que me llevaron a sistematizar las ideas que podía haber en este libro. En primer lugar, una columna semanal que escribí en el diario mexicano Excélsior entre 1980 y 1984, cuando la Sección Cultural de ese diario estaba dirigida por el hoy desaparecido Maestro Edmundo Valadés. En segundo lugar, la invitación que me hizo Enrique Loubet Jr. para colaborar, durante 1982, en la revista Comunidad Conacyt (órgano del Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología, de México) con el expreso encargo de desarrollar algunas ideas que yo había expuesto en el diario, entre ellas que la novela policial contemporánea norteamericana era descendencia directa de la literatura de la conquista del llamado Far West. También el poeta Máximo Simpson me había invitado, a principios de 1980, a ensayar acerca de las influencias del género sobre la literatura latinoamericana en la Revista de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM).
    Asimismo, expresaba mi agradecimiento a los periodistas mexicanos Arturo Villanueva y Charles Oppenheim, así como a los escritores Sergio Sinay y Osvaldo Soriano, todos ellos conocedores de este género y con los cuales más de una vez habíamos discutido textos y autores.
    En la primavera de 1983 la convocatoria de un concurso de periodismo cultural, al que luego no me presenté, me dio la oportunidad de ordenar páginas sueltas e ideas publicadas. El resultado fue la primera edición de este libro, el cual, desde que apareció en 1984 y se agotó al año siguiente, lentamente se convirtió en un objeto difícil de encontrar, fotocopiado por muchos aficionados y no pocos académicos, escritores y periodistas, algunos de los cuales —para mi sorpresa— practicaron plagio de muchos conceptos e ideas que, en estos años, he encontrado sin los debidos créditos en innumerables papers, ensayos y artículos.
    Acaso también fue para decir esto último que sentí deseos de revisar este libro. Pero el trabajo era necesario y sirvió para eliminar conceptos que hoy ya no sostengo, segar capítulos enteros, añadir nuevas reflexiones y, en fin, reescribirlo casi todo, aunque sin modificar la relación de autores y obras analizados originalmente. Incluso mantuve la bibliografía original.
    Ojalá los lectores —los viejos y los nuevos— consideren que el trabajo valió la pena.
   
    M.G.

   
    Resistencia, Chaco, Argentina.

    Agosto de 2012.

Fuente:
    Giardinelli, Mempo

    El género negro: orígenes y evolución de la literatura policial y su influencia en Latinoamérica

    1ª ed., Buenos Aires, Capital Intelectual, 2013

    ISBN 978-987-614-399-8

    Fundador de la colección: José Nun


    Diseño de interior: Verónica Feinmann

    Corrección: Aurora Chiaramonte

    Coordinación: Inés Barba

    Producción: Norberto Natale

    © Mempo Giardinelli, 1984 y 2013

    Agencia Literaria Carmen Balcells, Barcelona, España

    ©Capital Intelectual, 2013

    Queda hecho el depósito que prevé la Ley 11723. Impreso en Argentina. Todos los derechos reservados. Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida sin el permiso escrito del editor.

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