CARTILLA ELECTRÓNICA DEL ESCRITOR J MÉNDEZ-LIMBRICK. Premio Nacional de Narrativa Alberto Cañas 2020. Premio Nacional Aquileo j. Echeverría novela 2010. Premio Editorial Costa Rica 2009. Premio UNA-Palabra 2004.
martes, 1 de noviembre de 2016
Stevenson Robert Louis. Cuentos completos. Tomo I.
RESEÑA Se reúnen en este volumen, por primera vez en castellano, todos los relatos del gran Stevenson, un escritor que ha encantado a sucesivas genereaciones de lectores desde finales del siglo XIX hasta nuestros días.
Estos cuentos conforman uno de los universos literarios más ricos y mágicos de la literatura universal. Aquí nos encontramos con historias tan populares como El Extraño Caso del Doctor Jekyll y Mr. Hyde, además de otras obras maestras igualmente inolvidables. Ya sean historias fantásticas, románticas o de ambiente marino, los cuentos de Stevenson constituyen una lectura insustituible, un placer en esta edición renovada, gracias sobre todo a la espléndida traducción de Miguel Temprano García.
EL CLUB DE LOS SUICIDAS EL DIAMANTE DEL RAJÁ EL PABELLÓN DE LAS DUNAS UN SITIO DONDE PASAR LA NOCHE LA PUERTA DEL SEÑOR DE MALÉTROIT LA PROVIDENCIA Y LA GUITARRA EL EXTRAÑO CASO DEL DOCTOR JEKYLL Y EL SEÑOR HYDE LOS JUERGUISTAS WILL EL DEL MOLINO MARKHEIM JANET LA CONTRAHECHA OLALLA EL TESORO DE FRANCHARD LA PLAYA DE FALESÁ EL DIABLO DE LA BOTELLA LA ISLA DE LAS VOCES UNA VIEJA CANCIÓN HISTORIA DE UNA MENTIRA EL LADRÓN DE CADÁVERES LAS DESVENTURAS DE JOHN NICHOLSON
Robert Louis STEVENSON CUENTOS COMPLETOS
MÁS MIL Y UNA NOCHES
EL CLUB DE LOS SUICIDAS
HISTORIA DEL JOVEN DE LOS PASTELES DE CREMA
En el tiempo en que residió en Londres, el distinguido príncipe Florizel de Bohemia se ganó el afecto de todos con su trato seductor y una generosidad bien entendida. Era un hombre notable por lo que de él se sabía, y eso que solo era parte de lo que en realidad hacía. Aunque de temperamento plácido en circunstancias normales, y acostumbrado a tomarse la vida con tanta filosofía como cualquier campesino, el príncipe de Bohemia también sentía inclinación por modos de vida más aventureros y excéntricos de aquellos a los que estaba destinado por su nacimiento. A veces, si estaba desanimado y no se representaba ninguna comedia divertida en alguno de los teatros londinenses, y si la estación del año impedía la práctica de esos deportes al aire libre en los que superaba a todos sus contrincantes, mandaba llamar a su confidente y caballerizo mayor, el coronel Geraldine, y le ordenaba prepararse para hacer una ronda nocturna. El caballerizo mayor era un joven oficial de disposición valiente e incluso temeraria. Recibía con agrado la invitación y se apresuraba a disponerlo todo. La larga práctica, unida a un considerable conocimiento de la vida, le habían dotado de una habilidad singular para el disfraz: sabía disimular no solo su rostro y porte, sino también su voz y casi sus pensamientos, para adaptarlos a los de cualquier rango, carácter o nacionalidad; y de ese modo desviaba la atención del príncipe, y a veces lograba que los admitieran en los círculos más extraños. Las autoridades civiles nunca supieron de aquellas aventuras secretas: el valor imperturbable del uno y la iniciativa y la caballerosa devoción del otro les habían sacado de muchas situaciones peligrosas, y con el paso del tiempo su confianza fue en aumento. Una tarde de marzo, un repentino chaparrón de aguanieve les obligó a refugiarse en un bar de ostras muy cerca de Leicester Square. El coronel Geraldine iba vestido y maquillado como un periodista de tercera, mientras que el príncipe, como de costumbre, había alterado su aspecto mediante la adición de unas patillas falsas y un par de gruesas cejas adhesivas. Estas le daban un aspecto tan curtido y desgreñado que, tratándose de una persona de su elegancia, constituían un disfraz impenetrable. Ataviados de aquel modo, el jefe y su ayudante saborearon su brandy con soda con total seguridad. El bar estaba repleto de parroquianos, hombres y mujeres; pero, aunque más de uno trató de entablar conversación con nuestros aventureros, ninguno de ellos les pareció digno de interés después de conocerlo. No había allí más que la hez de Londres, gente vulgar y poco respetable; y el príncipe había empezado a bostezar, y a estar harto de aquella excursión, cuando empujaron violentamente las puertas y entró en el bar un joven seguido de dos conserjes. Los dos conserjes llevaban cada uno una bandeja de pasteles de crema debajo de una tapadera, que quitaron enseguida, y el joven se paseó entre los presentes y animó a todos a probar aquellos dulces con exagerada cortesía. A veces su ofrecimiento era aceptado entre risas; en ocasiones era firme, e incluso ásperamente, rechazado. En ese caso, el recién llegado se comía él mismo el pastel entre comentarios de índole más o menos humorística. Por fin se acercó al príncipe Florizel. —Señor —dijo con una profunda reverencia y ofreciéndole al mismo tiempo el pastel entre el dedo pulgar y el índice—, ¿tendrá usted a bien honrar a un completo desconocido? Yo respondo de su calidad, pues llevo comidas más de dos docenas desde las cinco. —Tengo la costumbre —replicó el príncipe— de fijarme no tanto en la naturaleza de un regalo, como en la intención con que se hace. —La intención, señor —respondió el joven, con otra reverencia—, es la de una burla. —¿Una burla? —repitió Florizel—. ¿Y de quién pretende usted burlarse? —No he venido aquí a exponer mi filosofía —replicó el otro—, sino a repartir estos pasteles de crema. Si le digo que me incluyo encantado en lo ridículo de esta transacción, confío en que dará su honor por satisfecho y aceptará mi invitación. De lo contrario, me veré obligado a comerme el vigésimo octavo, y reconozco que ya empiezo a estar un poco harto. —Me ha conmovido usted —dijo el príncipe—, y nada me gustaría más que librarle de su dilema, pero con una condición: mi amigo y yo nos comeremos sus pasteles, por los que ninguno de los dos sentimos especial predilección, si nos compensa acompañándonos a cenar. El joven pareció reflexionar. —Todavía me quedan varias docenas —dijo por fin—, así que tendré que visitar varios bares más antes de concluir con mi cometido. Tardaré algún tiempo, y si tienen ustedes hambre… El príncipe le interrumpió con un gesto educado. —Mi amigo y yo le acompañaremos —dijo—, pues estamos muy intrigados por su agradable manera de pasar la tarde. Y ahora que hemos establecido los preliminares del acuerdo, permítame que firme el tratado por las dos partes. —Y se comió el pastel con la mayor elegancia imaginable—. Está delicioso —dijo. —Veo que es usted todo un sibarita —replicó el joven. El coronel Geraldine también hizo los honores al pastel y, después de que todos los presentes rechazaran o aceptaran sus manjares, el joven de los pasteles de crema emprendió la marcha hacia otro establecimiento parecido. Los dos conserjes, que parecían haberse acostumbrado a su absurdo empleo, le siguieron; y el príncipe y el coronel cerraron la retaguardia cogidos del brazo y sonriéndose mientras caminaban. En aquella formación, el grupo visitó otras dos tabernas, donde se escenificaron escenas de similar naturaleza a las ya descritas: unos rechazaron y otros aceptaron aquella hospitalidad vagabunda, y el joven se comió todos los pasteles rechazados. A la salida del tercer bar, el joven hizo recuento de provisiones. Solo quedaban nueve: tres en una bandeja y seis en la otra. —Caballeros —dijo, dirigiéndose a sus dos nuevos seguidores—, no quisiera retrasar su cena. Estoy convencido de que deben de estar hambrientos. Creo que les debo una consideración especial. Y en este gran día para mí, en que pongo fin a una carrera de insensateces con uno de mis mayores desvaríos, quiero portarme decentemente con quienes me han apoyado. Caballeros, no tendrán que esperar más. Aunque mi constitución se resiente por los excesos cometidos, acabaré, aun a riesgo de mi vida, con esta espera. —Y con esas palabras engulló los nueve pasteles restantes y se los tragó de un solo bocado. Luego se volvió hacia los conserjes y les entregó un par de soberanos—. Les agradezco su extraordinaria paciencia —dijo. Y los despidió con una reverencia a cada uno. Se quedó mirando unos segundos el monedero del que había sacado el dinero para pagar a sus ayudantes y luego, con una carcajada, lo tiró en mitad de la calle y anunció que estaba listo para ir a cenar. En un pequeño restaurante francés del Soho, que había disfrutado durante un tiempo de una reputación inmerecida y empezaba ya a caer en el olvido, y en un reservado del piso de arriba, los tres compañeros dieron cuenta de una cena muy refinada y se bebieron tres o cuatro botellas de champán, mientras conversaban acerca de asuntos sin importancia. El joven era alegre y locuaz, pero se reía de un modo más ruidoso de lo natural en una persona bien educada, sus manos temblaban violentamente y su voz adoptaba súbitas y sorprendentes inflexiones que parecían ser independientes de su voluntad. Cuando retiraron el postre y los tres encendieron los cigarros, el príncipe se dirigió a él con estas palabras: —Estoy seguro de que disculpará mi curiosidad. Lo que llevo visto de usted me ha complacido mucho pero me ha extrañado aún más. Y, aunque me resisto a ser indiscreto, debo decirle que a mi amigo y a mí se nos puede confiar cualquier secreto. Tenemos muchos propios, que siempre acaban llegando a oídos indiscretos. Y si, como supongo, su historia es un tanto absurda, no es preciso que se ande con delicadezas con nosotros, que somos dos de los hombres más absurdos de Inglaterra. Me llamo Godall, Teophilus Godall, y mi amigo es el comandante Alfred Hammersmith, o al menos así es como le gusta llamarse. Nos pasamos la vida buscando aventuras excéntricas, y no hay extravagancia alguna que no sepamos comprender. —Me resulta usted simpático —replicó el joven—, me inspira una confianza natural, y no tengo nada que objetar respecto a su amigo el comandante, a quien supongo un noble disfrazado. Desde luego estoy seguro de que no es militar. —El coronel sonrió ante aquel elogio a la perfección de su arte y el joven prosiguió cada vez más animado—: Hay muchas razones por las que no debería contarles mi historia. Tal vez por eso mismo vaya a hacerlo. Parecen tan dispuestos a oír un relato descabellado que no me siento capaz de decepcionarles. A pesar de su ejemplo, callaré mi nombre. Mi edad tampoco es esencial para la narración. Soy descendiente directo de mis antepasados y de ellos heredé el aceptable apartamento donde vivo todavía y una fortuna de trescientas libras al año. Imagino que también me legaron un temperamento un tanto alocado, que siempre me ha gustado fomentar. Sé tocar el violín lo bastante bien para ganarme la vida en la orquesta de un teatrillo, aunque no del todo. Lo mismo puede decirse de la flauta y la trompa. Aprendí a jugar lo suficiente al whist para perder unas cien libras al año en ese juego tan científico. Mis conocimientos de francés me bastaron para malgastar el dinero en París casi con la misma facilidad que en Londres. Soy, en suma, una persona de numerosos logros viriles. He vivido toda clase de aventuras, incluyendo un duelo por una insignificancia. Hace tan solo dos meses conocí a una joven que, por sus dotes morales y físicas, se ajustaba a la perfección a mis gustos; sentí que se me derretía el corazón y comprendí que por fin había encontrado mi destino y estaba a punto de enamorarme. Pero ¡cuando calculé el capital que me quedaba, comprobé que ascendía a poco menos de cuatrocientas libras! Déjenme preguntarles: ¿puede un hombre que se respete a sí mismo enamorarse con solo cuatrocientas libras en el banco? Decidí que era obvio que no. Me dediqué a esquivar a mi amada e, incrementando levemente mis gastos habituales, llegué esta mañana a mis últimas ochenta libras. Dividí esa suma en dos partes iguales: cuarenta las reservé para un propósito concreto; las otras cuarenta decidí gastarlas antes de la noche. He pasado un día muy entretenido y disfrutado de muchas bromas aparte de la de los pasteles de crema que me ha llevado a conocerles a ustedes; pues, como les dije, estaba decidido a poner un fin absurdo a una vida no menos disparatada, y cuando me vieron tirar el monedero al arroyo, fue porque había gastado las cuarenta libras. Ahora me conocen ustedes tan bien como yo: soy un loco coherente con su locura y, espero que me crean, no un llorón ni un cobarde. Por el tono de la declaración del joven era obvio que tenía una triste y amarga opinión de sí mismo. Lo que hizo pensar a sus interlocutores que aquel amorío le había tocado más hondo de lo que estaba dispuesto a reconocer, y que había tomado una decisión sobre su vida. La farsa de los pasteles de crema empezaba a tener tintes de tragedia disimulada. —¡Caramba! ¿No les parece raro —intervino Geraldine, mirando de reojo al príncipe Florizel— que los tres nos hayamos conocido por pura coincidencia en un lugar tan inmenso como Londres, cuando estamos pasando por circunstancias tan parecidas? —¿Cómo? —exclamó el joven—. ¿Es que también ustedes están desesperados? ¿Es esta cena una locura como la de mis pasteles de crema? ¿Ha reunido el diablo a tres de los suyos para que se corran juntos una última juerga? —Créame que el diablo hace a veces cosas muy caballerescas —replicó el príncipe Florizel—, estoy tan conmovido por la coincidencia que, aunque nuestro caso no sea exactamente el mismo, pienso poner fin a la diferencia. Que su heroico modo de despachar los últimos pasteles de crema me sirva de ejemplo. —Y, dicho y hecho, el príncipe echó mano a su monedero y sacó de él un pequeño fajo de billetes—. Como ve, me lleva usted una semana de ventaja, pero mi intención es darle alcance y cruzar a la par la línea de meta —prosiguió—. Con esto —afirmó, dejando uno de los billetes encima de la mesa— bastará para pagar la cuenta. En cuanto al resto… Los lanzó al fuego y se fueron por la chimenea con una llamarada. El joven trató de contener su brazo, pero tenía en medio la mesa y su intervención no llegó a tiempo. —Desdichado —gritó—, ¡no debería haberlos quemado todos! Debería haber guardado cuarenta libras. —¡Cuarenta libras! —repitió el príncipe—. En el nombre del cielo, ¿y por qué cuarenta libras? —¿Y por qué no ochenta? —gritó el coronel—. Me consta que debía de haber al menos cien en el fajo. —Solo le habrían hecho falta cuarenta —dijo el joven con aire lúgubre—. Pero sin ellas no le admitirán. La norma es estricta. Cuarenta libras por cabeza. ¡Qué triste vida esta en la que hasta para morir hace falta dinero! El príncipe y el coronel intercambiaron una mirada. —Explíquese —dijo el último—. Todavía tengo el billetero razonablemente bien provisto, y no necesito decirle lo gustosamente que compartiría mi dinero con Godall. Pero antes necesito saber con qué propósito: debe usted explicarnos a qué se refiere. El joven pareció despertarse, los miró inquieto y se ruborizó profundamente. —¿No me estarán tomando el pelo? —preguntó—. ¿De verdad están desesperados como yo? —Por mi parte, desde luego que lo estoy —replicó el coronel. —Y por la mía —dijo el príncipe—, ya se lo he demostrado. ¿Quién, si no estuviese desesperado, arrojaría al fuego su dinero? La acción habla por sí misma. —Alguien que estuviese desesperado, sí… —repuso suspicaz el otro—, o un millonario. —Basta, señor —dijo el príncipe—. Ya me ha oído, y no estoy acostumbrado a que se ponga en duda mi palabra. —¿Desesperados? —preguntó el joven—. ¿De verdad están tan desesperados como yo? ¿Han llegado ustedes, después de una vida de excesos, a un punto en el que solo pueden permitirse un exceso más? —Fue bajando la voz a medida que hablaba—. ¿Van a permitirse ese último exceso? ¿Van a evitar las consecuencias de sus desvaríos mediante el único camino fácil e infalible? ¿Van a darle esquinazo a los alguaciles de su conciencia por la única puerta abierta? —De pronto se interrumpió y trató de reírse—. ¡A su salud! —gritó, vaciando la copa—. Y que tengan muy buenas noches, mis alegres desesperados. El coronel Geraldine le cogió por el brazo justo cuando se disponía a levantarse. —No se fía usted de nosotros —dijo—, y hace mal. A todas sus preguntas respondo de manera afirmativa. Pero no soy tan tímido y no me importa llamar a las cosas por su nombre. Tanto nosotros como usted estamos hartos de vivir y decididos a morir. Tarde o temprano, solos o en compañía, tenemos intención de ir al encuentro de la muerte y desafiarla allí donde esté. Ya que le hemos conocido, y que su caso parece más apremiante, que sea esta noche, y cuanto antes, y si le parece bien los tres juntos. ¡Un trío tan pobre —exclamó— debería entrar hombro con hombro en los salones de Plutón e infundirse ánimos entre las sombras! Geraldine había dado justo con la actitud y la entonación apropiadas para el papel que estaba interpretando. El mismo príncipe se extrañó y miró a su amigo con aire perplejo. En cuanto al joven, el rubor volvió sombríamente a sus mejillas y en sus ojos brilló una chispa de luz. —¡Son ustedes los hombres que necesito! —gritó con una alegría que tenía algo de terrible—. ¡Sellemos el trato con un apretón de manos! —Tenía la mano fría y húmeda—. ¡No imaginan en compañía de quién van a emprender la marcha! Poco sospechan la suerte que tuvieron de compartir conmigo mis pasteles de crema. No soy más que una unidad, pero una unidad en un ejército. Conozco la puerta secreta de la Muerte. Soy uno de sus íntimos, y puedo conducirles a la eternidad sin ceremonias ni escándalos. Ambos le apremiaron a explicarse. —¿Pueden reunir ochenta libras entre los dos? —preguntó. Geraldine comprobó teatralmente su cartera y respondió que sí. —¡Seres afortunados! —gritó el joven—. Cuarenta libras es la cuota de admisión al Club de los Suicidas. —El Club de los Suicidas —repitió el príncipe—, caramba, ¿y qué demonios es eso? —Escuchen —dijo el joven—, vivimos en la era de los adelantos y tengo que hablarles de su último refinamiento. Tenemos intereses en distintos sitios, y por eso se inventaron los ferrocarriles. Los ferrocarriles nos separaban inevitablemente de nuestros amigos, y por eso el telégrafo permitió que pudiéramos comunicarnos a grandes distancias. Incluso en los hoteles tenemos ascensores para ahorrarnos una subida de apenas unos cientos de escalones. Pues bien, nosotros sabemos que la vida no es más que un escenario donde hacer payasadas mientras el papel nos divierta. A la comodidad moderna le faltaba todavía un adelanto: un modo fácil y digno de salir del escenario, una escalera trasera hacia la libertad; o, como he dicho hace un instante, la puerta secreta de la Muerte. Eso, mis dos compañeros de rebeldía, es lo que proporciona el Club de los Suicidas. No vayan a pensar que ustedes o yo somos únicos, o siquiera excepcionales, en compartir el muy razonable deseo que nos inspira. A muchos de nuestros compatriotas, asqueados de participar en esa representación que deben llevar a cabo a lo largo de toda una vida, solo una o dos consideraciones les separan de la huida. Unos tienen familias que sufrirían, y a las que tal vez culparían, si el asunto llegase a hacerse público; otros son débiles y temen las circunstancias de la muerte. Tal es, hasta cierto punto, mi propia experiencia. Soy incapaz de apuntarme a la cabeza con una pistola y apretar el gatillo, hay algo más fuerte que yo que me lo impide: por mucho que aborrezca la vida, no tengo fuerzas para asirme a la muerte y acabar con todo. Para aquellos como yo, y para quienes deseen poner fin a sus problemas sin escándalo póstumo, se ha fundado el Club de los Suicidas. Ignoro cómo se gestiona, cuál es su historia o cuáles puedan ser sus ramificaciones en otros países; y lo que sé de sus estatutos, no puedo comunicarlo. Con todas esas limitaciones, no obstante, estoy a su servicio. Si de verdad están cansados de vivir, les llevaré esta noche a una reunión; y, si no esta noche, al menos a lo largo de esta semana, se les librará de forma sencilla del peso de su existencia. Ahora son —dijo consultando su reloj— las once, a las once y media como muy tarde debemos salir de aquí, de modo que tienen media hora por delante para considerar mi propuesta. Es algo más serio que un pastel de crema —añadió con una sonrisa—, y sospecho que más sabroso. —Desde luego es más serio —contestó el coronel Geraldine—, y puesto que lo es, ¿me permitirá que hable cinco minutos en privado con mi amigo, el señor Godall? —Nada más justo —respondió el joven—. Me retiraré, si me lo permiten. —Le quedaré muy agradecido —dijo el coronel. En cuanto se quedaron los dos solos, el príncipe Florizel dijo: —¿A qué vienen tantos conciliábulos, Geraldine? Parecéis muy agitado; en cambio, yo he tomado mi decisión sin inmutarme. Quiero ver en qué termina esto. —Alteza —dijo el coronel, poniéndose pálido—, permitid que os pida que consideréis la importancia que tiene vuestra vida, no solo para vuestros amigos, sino también para el interés público. «Si no esta noche», ha dicho ese loco, pero suponiendo que esta noche le aconteciera a vuestra Alteza algún desastre irreparable, ¿cuál no sería mi desesperación, y la preocupación y el desastre para tan gran nación? —Quiero ver en qué termina esto —repitió el príncipe con voz decidida—, tened la bondad, coronel Geraldine, de recordar y respetar vuestra palabra de honor de caballero. En ninguna circunstancia, recordadlo bien, a menos que yo os autorice expresamente a hacerlo, traicionaréis el incógnito bajo el cual decido hacer estas salidas. Esas fueron mis órdenes, que ahora os repito. Y ahora —añadió— haced el favor de pedir la cuenta. El coronel Geraldine asintió con una reverencia, pero cuando llamó al joven de los pasteles de crema y le dio sus instrucciones al camarero, estaba pálido como la cera. El príncipe conservó su expresión imperturbable y le describió al joven suicida una comedia del Palais Royal con mucho sentido del humor y entusiasmo. Evitó discretamente las miradas implorantes del coronel y escogió otro cigarro con más atención de la habitual. De hecho era el único del grupo que seguía dominando sus nervios. Pagaron la cuenta, el príncipe le entregó todo el cambio al atónito camarero y partieron los tres en un coche de caballos. Poco después, el vehículo se detuvo a la entrada de un patio oscuro y todos se apearon. Cuando Geraldine pagó la carrera, el joven se volvió y se dirigió al príncipe Florizel con estas palabras: —Todavía está a tiempo, señor Godall, de resignarse a la servidumbre. Y usted también, comandante Hammersmith. Piénsenlo bien, y si sus corazones les dicen lo contrario…, están en plena encrucijada. —Adelante, señor —dijo el príncipe—. No soy de los que se retractan de lo que han dicho. —Su sangre fría me tranquiliza —replicó el guía—. Nunca he visto a nadie tan imperturbable en esta coyuntura; y eso que no es el primero al que he acompañado hasta esta puerta. Más de uno de mis amigos me ha precedido a donde sé que no tardaré en ir. Pero no creo que eso le interese. Espéreme aquí un instante, volveré en cuanto haya resuelto los preliminares de su admisión. Y, dicho y hecho, el joven hizo un ademán de despedida, entró por un portal y desapareció. —De todas nuestras locuras —dijo el coronel Geraldine en voz baja—, esta es la más descabellada y peligrosa. —Estoy totalmente de acuerdo —respondió el príncipe. —Todavía —prosiguió el coronel— estaremos un rato a solas. Permita vuestra Alteza que le suplique que aprovechemos la oportunidad para retirarnos. Las consecuencias de este paso son tan siniestras, y pueden ser tan graves, que me siento justificado a llevar un poco más allá de lo normal las libertades que vuestra Alteza tiene la amabilidad de concederme en privado. —¿Debo entender que el coronel Geraldine tiene miedo? —preguntó su Alteza, quitándose el cigarro de entre los labios y mirando con agudeza el rostro del otro. —Mi temor desde luego no es personal —replicó el coronel con orgullo—, de eso su Alteza puede estar seguro. —Ya lo imaginaba —respondió el príncipe, con imperturbable buen humor—, pero me resistía a recordaros nuestra diferencia de rangos. Basta…, basta… —añadió, al ver que Geraldine se disponía a excusarse—, queda usted perdonado. —Y siguió fumando tan tranquilo, apoyado contra una verja, hasta que volvió el joven—. Y bien —preguntó—, ¿ya ha resuelto lo de nuestra admisión? —Síganme —respondió—. El presidente les recibirá en su despacho. Permítanme aconsejarles que sean francos en sus respuestas. Respondo por ustedes, pero el club requiere un minucioso interrogatorio antes de la admisión, pues la indiscreción de uno solo de sus socios conduciría a la disolución de la sociedad para siempre. El príncipe y Geraldine cruzaron apresuradamente unas palabras. «No vayáis a desmentirme en esto», dijo el uno; «Corroborad vos aquello», dijo el otro; y, adoptando valientemente la actitud de los personajes que tan bien conocían, se pusieron de acuerdo en un abrir y cerrar de ojos y se prepararon para seguir a su guía hasta el despacho del presidente. No tuvieron que sortear ningún obstáculo formidable. La puerta de la calle estaba abierta; la puerta del despacho, de par en par, y allí, en un cuartito muy pequeño de techos altos, el joven volvió a dejarlos solos. —No tardará en venir —dijo con una inclinación de cabeza, y se marchó. En el despacho se oían voces al otro lado de la puerta plegable que cerraba la habitación por un lado; y, de vez en cuando, el ruido del tapón de una botella de champán, seguido de unas carcajadas, interrumpía el sonido de la conversación. Una única ventana muy alta daba al río y al embarcadero; y, por la disposición de las luces, calcularon que no debían de estar muy lejos de la estación de Charing Cross. El mobiliario era escaso, las alfombras estaban tan usadas que se veían los hilos y no había más que una campanilla en el centro de una mesa redonda y varios abrigos y sombreros colgados de perchas en las paredes. —¿Qué clase de antro es este? —dijo Geraldine. —Eso es lo que hemos venido a averiguar —replicó el príncipe—. Si tienen diablos sueltos por aquí, la cosa puede ponerse entretenida. En ese momento la puerta plegable se abrió justo lo necesario para dejar pasar a una persona, y por ella se colaron al mismo tiempo el temible presidente del Club de los Suicidas y el ruidoso zumbido de la conversación. El presidente rondaba los cincuenta años y era un hombre corpulento de paso vacilante, patillas pobladas, cabeza casi calva y ojos grises y turbios, que de vez en cuando emitían un leve destello. Llevaba un enorme cigarro en la boca, que hizo girar a uno y otro lado mientras inspeccionaba con sagacidad y frialdad a los desconocidos. Iba vestido de tweed claro, con el cuello de la camisa a rayas muy abierto, y llevaba un libro diminuto debajo del brazo. —Buenas noches —dijo, después de cerrar la puerta a su espalda—. Tengo entendido que deseaban ustedes hablar conmigo. —Nos gustaría, señor, ingresar en el Club de los Suicidas —replicó el coronel. El presidente hizo girar el cigarro en la boca. —¿Y eso qué es? —preguntó con brusquedad. —Discúlpenos —replicó el coronel—, pero creo que es usted la persona más indicada para informarnos al respecto. —¿Yo? —gritó el presidente—. ¿Un Club de los Suicidas? ¡Vamos, vamos!, será una broma. Puedo disculpar a quienes se exceden un poco con el alcohol, pero esto pasa de la raya. —Llame a su club como quiera —dijo el coronel—, pero detrás de esas puertas se está celebrando una reunión, e insistimos en participar en ella. —Señor —replicó el presidente con sequedad—, se ha confundido usted. Esta es una casa particular, y tendrá que marcharse enseguida. El príncipe se había quedado tan tranquilo en su asiento durante aquella breve conversación, pero ahora, cuando el coronel le miró como diciendo «Acepte lo que le dice y vayámonos, ¡por el amor de Dios!», se sacó el cigarro de la boca y habló así: —He venido invitado por un amigo suyo. Sin duda ha debido de informarle de mis intenciones al entrometerme en sus asuntos. Permita que le recuerde que una persona en mis circunstancias tiene pocas ataduras y no es probable que tolere groserías. Normalmente soy un hombre muy pacífico, pero, señor mío, o me deja participar en lo que usted ya sabe, o se arrepentirá amargamente de haberme dejado entrar en su despacho. El presidente soltó una carcajada. —Así se habla —dijo—. Es usted todo un hombre. Sabe usted cómo convencerme y hará lo que quiera de mí. ¿Le importaría —continuó, dirigiéndose a Geraldine— dejarnos solos unos minutos? Tengo que atender primero a su compañero, y algunas de las formalidades del club deben tratarse en privado. Con esas palabras abrió la puerta de un pequeño gabinete donde encerró al coronel. —Me fío de usted —le dijo a Florizel en cuanto se quedaron solos—. Pero ¿está usted seguro de su amigo? —No tanto como de mí mismo, aunque a él le asisten razones más poderosas —respondió Florizel—, pero sí lo bastante para traerlo aquí. Ha sufrido lo suficiente para hastiar de la vida hasta al más tenaz de los hombres. El otro día lo degradaron por hacer trampas en el juego. —Un buen motivo, desde luego —replicó el presidente—, al menos tenemos a otro en la misma situación y me fío de él. ¿Puedo preguntarle si ha estado usted también en el ejército? —Lo estuve —respondió—, pero era demasiado perezoso y no tardé en dejarlo. —¿Y qué razón tiene para haberse cansado de vivir? —prosiguió el presidente. —Supongo que la misma que le acabo de decir —replicó el príncipe—, una pereza absoluta. El presidente pareció sorprendido. —¡Qué demonios! —dijo—. Alguna otra razón tendrá. —No me queda dinero —añadió Florizel—. Desde luego, eso también es un fastidio. Y agudiza extremadamente mi sensación de inutilidad. El presidente hizo girar su cigarro en la boca durante unos segundos mientras miraba a los ojos a aquel neófito tan peculiar, pero el príncipe soportó su escrutinio sin inmutarse. —Si no fuera por mi experiencia —dijo por fin el presidente—, le echaría de aquí ahora mismo. Pero soy un hombre de mundo, y sé que a menudo los motivos más frívolos para el suicidio son los más difíciles de aceptar. Y cuando doy con alguien tan sincero como usted, prefiero hacer una excepción a negarme a admitirle. El príncipe y el coronel respondieron, uno tras otro, a un largo y peculiar interrogatorio: el príncipe solo y Geraldine en presencia del príncipe, para que el presidente pudiera observar su semblante mientras lo interrogaban. El resultado fue satisfactorio y el presidente, después de anotar los detalles de cada caso, les entregó un formulario con el juramento que debían aceptar. Es inimaginable una obediencia más pasiva que la que allí se prometía, o unos términos que comprometiesen de forma tan rigurosa. Al hombre que pronunciase un juramento tan terrible difícilmente podría quedarle un rastro de honor o el consuelo de la religión. Florizel firmó el documento con un escalofrío; el coronel siguió su ejemplo con gesto muy abatido. Luego el presidente les cobró la cuota de admisión y, sin más preámbulos, condujo a los dos amigos al salón del Club de los Suicidas. Dicho salón tenía la misma altura que el despacho con el que se comunicaba, pero era mucho mayor y estaba empapelado de arriba abajo imitando unos paneles de roble. Un fuego alegre y vivo y varias lámparas de gas iluminaban al grupo. Con el príncipe y su acompañante eran dieciocho. La mayoría estaban fumando y bebiendo champán; reinaba una hilaridad febril en la que se producían de vez en cuando algunas pausas súbitas y espeluznantes. —¿Están aquí todos los socios? —preguntó el príncipe. —La mitad —dijo el presidente—. A propósito —añadió—, si les queda un poco de dinero, es costumbre invitar a un poco de champán. Ayuda a levantar los ánimos y constituye uno de mis pocos ingresos. —Hammersmith —dijo Florizel—, ocúpese usted del champán. Y con esas palabras se dio la vuelta y empezó a pasearse entre los presentes. Acostumbrado a hacer de anfitrión en los círculos más aristocráticos, cautivó y dominó a todos a los que se acercó: su forma de comportarse tenía algo de triunfador y autoritario, y su extraordinaria sangre fría le daba cierta distinción en aquella sociedad medio desquiciada. Mientras iba de uno a otro, tuvo los ojos y los oídos abiertos y pronto empezó a formarse una idea general de la clase de gente que había allí. Como en cualquier otro sitio de reunión, predominaba un tipo de persona: gente en plena juventud, en apariencia sensata e inteligente, pero sin la fuerza o la cualidad que suele imprimir el éxito. Muy pocos tenían más de treinta años, y algunos no habían cumplido los veinte. Se apoyaban en las mesas y arrastraban los pies; a veces fumaban con ansia y otras dejaban apagar los cigarros; algunos hablaban bien, pero la conversación de otros era tan solo fruto de la tensión nerviosa y carecía de ingenio e interés. A cada nueva botella de champán que se descorchaba la animación aumentaba notablemente. Solo dos estaban sentados: uno en una silla, junto a la ventana, con la cabeza ladeada, las manos en los bolsillos, pálido, empapado de sudor y sin decir una palabra, un auténtico despojo físico y moral; el otro, en el diván que había junto a la chimenea, llamaba la atención por lo distinto que era de los demás. Es probable que no tuviera más de cuarenta años, pero aparentaba diez más; y Florizel pensó que nunca había visto a un hombre más repulsivo por naturaleza, ni más carcomido por la enfermedad y los excesos. Era solo piel y huesos, estaba paralizado en parte y llevaba unas gafas de cristales tan gruesos que sus ojos parecían aumentados y distorsionados. A excepción del príncipe y el presidente, era la única persona en aquel salón que conservaba la compostura. Había poco decoro entre los miembros del club. Unos se jactaban de los actos vergonzosos cuyas consecuencias les habían obligado a buscar consuelo en la muerte y otros escuchaban sin desaprobarlos. Imperaba un acuerdo tácito contra los juicios morales, y quienes atravesaban las puertas del club gozaban ya en parte de la inmunidad de la tumba. Brindaban por los recuerdos de los demás y por los suicidas famosos del pasado. Comparaban y discutían sus opiniones sobre la muerte: unos afirmaban que no era más que negrura y cesación, y otros tenían la esperanza de que esa misma noche subirían a las estrellas y departirían con los muertos. —¡En memoria eterna del barón Trenck, suicida ejemplar! —gritó uno—, pasó de una pequeña celda a otra más pequeña todavía, para poder asomarse a la libertad. —Por mi parte —dijo un segundo—, no pido más que una venda en los ojos y un poco de algodón en los oídos. Aunque no hay en este mundo algodón lo bastante espeso. Un tercero aspiraba a desvelar los misterios de la vida en un estado futuro; y un cuarto afirmaba que nunca habría ingresado en el club si no le hubiesen hecho creer en el señor Darwin. —No soporto —decía aquel notable suicida— descender del mono. En conjunto, al príncipe le decepcionaron el aspecto y la conversación de los socios. «No me parece —pensó para sí— que haya por qué organizar tanto escándalo. Si uno ha decidido matarse, que lo haga, por el amor de Dios, como un caballero. Toda esta agitación y parloteo están fuera de lugar.» Entretanto, el coronel Geraldine era presa de las más negras aprensiones: el club y sus normas seguían siendo un misterio, y buscó en la sala a alguien que pudiera tranquilizarle. Mientras lo hacía, su mirada recayó en el paralítico de las gafas de cristales gruesos y, al reparar en que estaba extremadamente sereno, le pidió al presidente, que no hacía más que entrar y salir del salón con profesional apresuramiento, que le presentara al caballero del diván. El funcionario le explicó que aquellas formalidades eran innecesarias en el club, pero no obstante le presentó a Hammersmith al señor Malthus. El señor Malthus miró al coronel con curiosidad y luego le invitó a sentarse en el sillón que había a su derecha. —¿Es usted nuevo? —dijo—. ¿Y busca información? Ha acudido al hombre indicado. Hace ya dos años que ingresé en este club tan encantador. El coronel recobró el aliento. Si el señor Malthus llevaba frecuentando el lugar desde hacía dos años, no sería tan peligroso que el príncipe pasara allí una tarde. No obstante, se sorprendió y empezó a sospechar un engaño. —¿Qué? —gritó—. ¡Dos años! Pensaba que…, pero ya veo que me han gastado una broma. —Ni muchísimo menos —replicó amablemente el señor Malthus—. Mi caso es muy peculiar. En rigor no soy un verdadero suicida, sino, por así decirlo, un miembro honorario. A veces me paso dos meses sin visitar el club. Mi enfermedad y la bondad del presidente me han procurado esos pequeños beneficios, por los que pago además una cuota por adelantado. E incluso así he tenido mucha suerte. —Me temo —dijo el coronel— que debo pedirle que sea más explícito. Recuerde que todavía no estoy al corriente de las normas del club. —Cualquier socio ordinario que viene al encuentro de la muerte como usted —replicó el paralítico— tiene que pasarse por aquí cada tarde hasta que la fortuna le sea favorable. Incluso, si carece de fondos, puede solicitar al presidente comida y alojamiento: bastante pasable, según tengo entendido, y limpio, aunque, claro, no muy lujoso; eso sería difícil, teniendo en cuenta lo exiguo (si se me permite expresarlo así) de la cuota. Aparte de que gozar de la compañía del presidente es ya todo un lujo. —¿Ah, sí? —exclamó Geraldine—. Pues a mí no me ha impresionado demasiado. —¡Ah! —dijo el señor Malthus—. Usted no lo ha tratado tanto como yo. ¡Es un tipo muy ocurrente! ¡Cuántas historias sabe! ¡Y qué cinismo el suyo! Es admirable lo bien que conoce la vida. Entre nosotros, no me extrañaría que fuese el granuja más corrupto de la cristiandad. —¿Es también —preguntó el coronel—, y lo digo sin ánimo de ofenderle, socio permanente…, como usted? —Desde luego, es socio permanente en un sentido muy distinto al mío —replicó el señor Malthus—. A mí se me ha perdonado graciosamente la vida, pero tarde o temprano llegará mi hora. En cambio, él no juega nunca. Baraja y reparte las cartas en nombre del club, y se ocupa de todos los detalles. Ese hombre, mi querido señor Hammersmith, es el ingenio personificado. Lleva tres años dedicado a su útil y, creo que puedo añadir, artística ocupación en Londres, sin despertar ni la más leve sospecha. Creo que es un hombre inspirado. Sin duda recordará el famoso caso, ocurrido hace seis meses, del caballero que se envenenó accidentalmente en una farmacia. Esa fue una de sus ocurrencias menos brillantes, y aun así… ¡qué sencilla! ¡Y qué segura! —Me deja usted de una pieza —respondió el coronel—. ¿Acaso aquel desafortunado caballero fue… —estuvo a punto de decir «una de las víctimas», pero se corrigió a tiempo y dijo—… uno de los miembros del club? —Casi al mismo tiempo, reparó en que el señor Malthus no hablaba en el tono de quien tiene un idilio con la muerte y añadió—: Pero veo que aún sigo en tinieblas. Habla usted de barajar y repartir; acláreme, por favor, con qué objeto. Y, como no me parece usted muy dispuesto a morir, debo confesarle que no comprendo qué es lo que le trae por aquí. —Dice usted con razón que sigue en tinieblas —replicó el señor Malthus más animado—. Verá, amigo mío, este club es un templo de la embriaguez. Si mi debilitada salud soportase mejor la tensión, puede estar seguro de que vendría más a menudo. Hace falta un gran sentido del deber, motivado por un largo período de mala salud y un régimen cuidadoso, para impedir que me exceda en esto, que podría decirse que es mi última disipación. Créame que las he probado todas, señor mío —prosiguió, cogiendo del brazo a Geraldine—, todas sin excepción, y por mi honor que no he encontrado ninguna cuya importancia no haya sido falsamente sobrevalorada. La gente juega con el amor. Pues bien, yo niego que el amor sea una pasión muy fuerte. El miedo sí lo es. Y es con el miedo con lo que se debe jugar, si se quieren saborear los placeres más intensos de la vida. Envídieme…, envídieme usted, señor —añadió con una risita—, ¡pues soy un cobarde! Geraldine apenas pudo contener un gesto de repulsión por aquel deplorable canalla, pero se dominó haciendo un esfuerzo y continuó con sus preguntas. —¿Cómo prolongan la emoción artificialmente tanto tiempo? —preguntó—. ¿Y qué papel desempeña aquí la incertidumbre? —Le explicaré cómo se escoge a la víctima cada noche —replicó el señor Malthus—, y no solo a la víctima, sino también al socio que será el instrumento del club y el sumo sacerdote de la muerte en esa ocasión. —¡Dios mío! —dijo el coronel—. ¿Es que se matan unos a otros? —Así se elimina el problema del suicidio —respondió Malthus con un gesto. —¡Que el cielo se apiade de nosotros! —exclamó el coronel—. ¿Y podría usted…, yo…, el…, quiero decir mi amigo…, cualquiera de nosotros ser escogido para inmolar el cuerpo y el alma inmortal de otro? ¿Será posible algo así entre hombres nacidos de mujer? ¡Oh! ¡Infamia entre las infamias! —Estaba a punto de levantarse, horrorizado, cuando vio al príncipe. Le estaba mirando fijamente desde el otro extremo de la sala con gesto ceñudo y enfadado. Al instante, Geraldine recobró la compostura—. Aunque, bien mirado —añadió—, ¿por qué no? Y, ya que dice usted que el juego es entretenido, vogue la galère… ¡haré lo que diga el club! El señor Malthus había disfrutado mucho con la sorpresa y la repugnancia del coronel. Le gustaba alardear de su perversidad y le satisfacía ver cómo los demás se dejaban llevar por un impulso generoso, porque, en su corrupción, se creía por encima de tales emociones. —Ahora —dijo—, después del primer momento de sorpresa, podrá apreciar los deleites de nuestra sociedad. Verá cómo combina las emociones de la mesa de juego, el duelo y el anfiteatro romano. Los paganos no lo hacían mal del todo, admiro cordialmente lo refinado de su espíritu, pero ha tenido que ser en un país cristiano donde se haya llegado a estos extremos, esta quintaesencia y esta absoluta intensidad. Comprenderá lo insulsos que resultan todos los demás entretenimientos para quien se ha aficionado a este. El juego al que jugamos —prosiguió— no puede ser más sencillo. Una baraja…, pero ahora podrá verlo con sus propios ojos. ¿Le importaría prestarme el apoyo de su brazo? Por desgracia soy paralítico. Efectivamente, justo cuando el señor Malthus acababa de empezar su descripción, se abrió otra puerta plegable y todo el club comenzó a pasar, no sin cierta precipitación, al salón contiguo. Era similar en todo al anterior, pero estaba amueblado de forma diferente. El centro lo ocupaba una mesa verde y alargada a la que se había sentado el presidente a mezclar con gran cuidado una baraja. Incluso con la ayuda del bastón y el brazo del coronel, el señor Malthus andaba con tanta dificultad que todos se sentaron antes de que ellos dos y el príncipe, que les había esperado, entraran en la sala, y, en consecuencia, los tres tuvieron que sentarse juntos en un extremo. —La baraja tiene cincuenta y dos cartas —susurró el señor Malthus—. Estén atentos a la aparición del as de espadas, que es el signo de la muerte, y del as de bastos, que designa al ejecutor de la noche. ¡Dichosos, dichosos los jóvenes! —añadió—. Tienen ustedes buena vista y pueden seguir el juego. ¡Ay! Desde aquí, yo no distingo un as de un dos. —Y procedió a equiparse con un segundo par de gafas—. Al menos quiero ver las caras —explicó. El coronel informó rápidamente a su amigo de lo que había averiguado por el socio honorario, y del horrible dilema que se les planteaba. El príncipe sintió un escalofrío y notó cómo se le encogía el corazón; tragó con dificultad y miró de un lado a otro, como si estuviese en un laberinto. —Un golpe de audacia —susurró el coronel—, y todavía podemos escapar. No obstante, su sugerencia sirvió tan solo para hacer que el príncipe recobrara los ánimos. —¡Silencio! —dijo—. Demostradme que sois capaz de actuar como un caballero en cualquier circunstancia, por difícil que sea. Y miró a su alrededor, nuevamente en apariencia dueño de sí mismo, aunque el corazón le latía con fuerza y notaba un desagradable ardor en el pecho. Los socios seguían muy silenciosos y concentrados; todos estaban muy pálidos, pero ninguno tanto como el señor Malthus. Los ojos se le salían de las órbitas, cabeceaba sin cesar de modo involuntario, se llevaba sucesivamente las manos a la boca y se pellizcaba los labios trémulos y descoloridos. Era evidente que el socio honorario disfrutaba de su afiliación en términos de lo más sorprendentes. —¡Atención, caballeros! —dijo el presidente. Y empezó a repartir las cartas en dirección inversa, deteniéndose hasta que cada cual mostraba su carta. Casi todos dudaban, y más de una vez vieron temblar los dedos de algún jugador antes de que pudiera darle la vuelta al trascendental trozo de cartulina. A medida que se acercaba su turno, el príncipe sintió una emoción creciente y angustiosa, pero tenía madera de jugador y no le quedó más remedio que admitir casi con sorpresa que sus sensaciones eran hasta cierto punto placenteras. A él le tocó el nueve de bastos, el tres de espadas le correspondió a Geraldine y la reina de copas al señor Malthus, que no pudo reprimir un suspiro de alivio. El joven de los pasteles de crema iba justo después y, al darle la vuelta a su carta, vio que era el as de bastos y se quedó helado por el horror, con el naipe todavía entre los dedos: no había ido allí a matar, sino a que lo mataran, y el príncipe, generosamente conmovido por su situación, a punto estuvo de olvidar el peligro que todavía pendía sobre él y su amigo. Siguieron repartiendo las cartas, y la carta de la Muerte seguía sin salir. Los jugadores contenían la respiración y daban solo boqueadas. Al príncipe volvieron a tocarle bastos, a Geraldine oros, pero cuando el señor Malthus le dio la vuelta a su carta, escapó de su boca un sonido horrible, como el de algo que se rompe, se puso en pie y volvió a sentarse sin el menor síntoma de parálisis. Era el as de espadas. El miembro honorario había jugado demasiado a menudo con sus terrores. La conversación se reanudó casi de inmediato. Los jugadores se relajaron y se fueron levantando de la mesa para volver al salón en grupos de dos y de tres. El presidente se desperezó y bostezó, como quien ha terminado el trabajo del día. En cambio el señor Malthus se quedó en su sitio, borracho e inmóvil, con la cabeza apoyada en las manos y las manos sobre la mesa…, totalmente abatido. El príncipe y Geraldine se fueron de allí enseguida. El aire frío de la noche redobló el terror que les inspiraba la escena a la que acababan de asistir. —¡Ay! —gritó el príncipe—, ¡estar atado por un juramento en un asunto semejante y tener que permitir que este negocio criminal continúe con provecho e impunidad! ¡Ojalá me atreviese a violar mi palabra! —Eso es imposible para vuestra Alteza —replicó el coronel—, cuyo honor equivale al honor de Bohemia. Sin embargo, ¡yo sí me atrevo y podría violar la mía justificadamente! —Geraldine —dijo el príncipe—, si vuestro honor se viera menoscabado por culpa de las aventuras en que me servís de acompañante, no solo no os lo perdonaría nunca, sino que tampoco yo me lo perdonaría, lo que probablemente os afecte más. —Acepto las órdenes de vuestra Alteza —respondió el coronel—. ¿Nos vamos de este maldito lugar? —Sí —dijo el príncipe—. Llamad a un coche, por el amor de Dios, y dejad que trate de olvidar con el sueño el recuerdo de esta noche infame. No obstante, antes de marcharse, leyó cuidadosamente el nombre de la calle. A la mañana siguiente, en cuanto el príncipe empezó a agitarse en el lecho, el coronel Geraldine le llevó el periódico del día con el siguiente párrafo subrayado: LAMENTABLE ACCIDENTE — Esta mañana, hacia las dos en punto, el señor Bartholomew Malthus, domiciliado en el 16 de Chepstow Place, Westbourne Grove, se cayó por la barandilla de Trafalgar Square, cuando volvía a casa después de asistir a una fiesta en la residencia de un amigo, con el resultado de que se fracturó el cráneo y se partió un brazo y una pierna. La muerte fue instantánea. Cuando ocurrió el triste accidente, el señor Malthus iba acompañado de un amigo y estaba buscando un coche. Dado que el señor Malthus era paralítico, se cree que su caída debió de ser motivada por otro ataque. El desdichado caballero era muy conocido en los círculos más respetables, y su fallecimiento será profundamente sentido por todos.
—Si hay algún alma que se haya ido directa al Infierno —dijo Geraldine con aire solemne—, esa es la de aquel paralítico. —El príncipe se tapó la cara con las manos y guardó silencio—. Casi me alegra —continuó el coronel— saber que ha muerto. Pero reconozco que me apena pensar en nuestro joven de los pasteles de crema. —Geraldine —dijo el príncipe, levantando la cabeza—, anoche ese muchacho desdichado era tan inocente como vos o yo; y esta mañana pesa sobre su alma una culpa sangrienta. Cuando pienso en el presidente, se me revuelve el estómago. No sé cómo lo haré, pero como que hay Dios en el cielo, que algún día tendré a ese canalla a mi merced. ¡Qué vivencia y qué lección fue ese juego de cartas! —Sí —dijo el coronel—, ¡como para no repetirla jamás! —El príncipe guardó silencio tanto rato que Geraldine se alarmó—. No estaréis pensando en volver —dijo—. Habéis sufrido demasiado y asistido ya a demasiados horrores. El deber de vuestra elevada posición os prohíbe volver a arriesgaros. —No os falta razón —replicó el príncipe Florizel—, y no estoy precisamente satisfecho con mi decisión. ¡Ah! ¿Qué hay en los zapatos del más grande potentado sino un hombre? Nunca hasta ahora había sido tan consciente de mi debilidad, Geraldine, pero no puedo evitarlo. ¿Acaso debo dejar de interesarme por la suerte del desdichado joven que cenó con nosotros hace solo unas horas? ¿Debo permitir que el presidente prosiga con su infame negocio sin que nadie se lo impida? ¿Es que voy a emprender una aventura tan emocionante sin llevarla hasta el final? No, Geraldine, le pedís más al príncipe de lo que puede concederos. Esta noche, de nuevo, ocuparemos nuestro lugar en la mesa del Club de los Suicidas. El coronel Geraldine se hincó de rodillas. —¿Quiere vuestra Alteza quitarme la vida? —gritó—. Vuestra es y podéis disponer de ella a vuestro antojo, pero no me pidáis que os deje correr un riesgo tan terrible. —Coronel Geraldine —replicó el príncipe con cierta altivez—, vuestra vida os pertenece a vos. Yo solo quiero vuestra obediencia, y si habéis de ofrecérmela a regañadientes, prefiero no tenerla. Permitidme añadir una cosa más: ya me habéis importunado bastante en este asunto. El caballerizo mayor se puso en pie en el acto. —¿Vuestra Alteza me disculpará si no le acompaño esta tarde? —dijo—. No me atrevo, como hombre honorable que soy, a aventurarme por segunda vez en esa casa fatídica hasta haber puesto mis asuntos en orden. Puedo prometer a vuestra Alteza que no encontraréis más oposición del más devoto y agradecido de vuestros siervos. —Mi querido Geraldine —replicó el príncipe Florizel—, siempre lo lamento cuando me obligáis a recordaros mi rango. Disponed del día como mejor os parezca, pero presentaos aquí antes de las once con el mismo disfraz. El club, esa segunda noche, no estaba tan concurrido, y cuando llegaron Geraldine y el príncipe no habría más de media docena de personas en el salón. Su Alteza se llevó aparte al presidente y le felicitó calurosamente por el fallecimiento del señor Malthus. —Me gusta la gente eficiente —dijo—, y ciertamente usted lo es, y mucho. Su profesión es de naturaleza muy delicada, pero veo que se las arregla para desempeñarla con éxito y discreción. El presidente pareció conmoverse ante aquellos cumplidos dedicados por alguien del porte y la distinción de su Alteza. Los aceptó casi con humildad. —¡Pobre Malthus! —añadió—. El club no será lo mismo sin él. La mayoría de los socios son muchachos, señor, muchachos de espíritu poético, que no son compañía para mí. No es que Malthus careciese del todo de sensibilidad poética, pero era de una índole que yo podía comprender. —Entiendo perfectamente que simpatizara usted con el señor Malthus —replicó el príncipe—. Me pareció un hombre de temperamento muy original. El joven de los pasteles de crema estaba en la sala, aunque parecía silencioso y deprimido. Sus compañeros de la noche anterior trataron en vano de darle conversación. —¡No saben cómo me arrepiento —gritó— de haberles traído a este antro infame! Váyanse mientras tengan la conciencia tranquila. ¡Si lo hubieran oído gritar como yo, y el ruido de sus huesos contra la acera! ¡Deséenme, si es que sienten compasión por alguien que ha caído tan bajo, que esta noche me toque el as de espadas! A medida que pasaba la noche llegaron unos cuantos socios más, pero no habría más de una docena de miembros cuando ocuparon sus asientos en la mesa. El príncipe volvió a notar cierta satisfacción en sus aprensiones, aunque le sorprendió ver que Geraldine estaba mucho más tranquilo que la noche anterior. «Es extraordinario —pensó el príncipe— que un testamento sin redactar pueda influenciar así el estado de ánimo de un joven.» —¡Atención, caballeros! —dijo el presidente y empezó a repartir. Tres veces dio la vuelta a la mesa sin que apareciera ninguna de las cartas fatídicas. La tensión, cuando empezó a repartir por cuarta vez, se volvió insoportable. Solo quedaban cartas para una ronda más. El príncipe, que estaba sentado a la izquierda del que repartía, recibiría, por el modo de repartir utilizado en el club, la penúltima carta. Al tercer jugador le tocó un as negro: el as de bastos. Al siguiente le tocó una carta de oros, al siguiente una de copas y así siguieron, aunque el as de espadas seguía sin aparecer. Por fin, Geraldine, que se sentaba a la izquierda del príncipe, le dio la vuelta a su carta: era un as, pero el de copas. Cuando el príncipe Florizel vio su destino sobre la mesa, se le encogió el corazón. Era un hombre valiente, pero la cara se le cubrió de sudor. Tenía exactamente un cincuenta por ciento de probabilidades de que su suerte estuviera echada. Le dio la vuelta a la carta: era el as de espadas. Un ruidoso estruendo invadió su cerebro y la mesa pareció dar vueltas delante de sus ojos. Oyó que el jugador a su derecha soltaba una carcajada que sonaba entre alegre y decepcionada, vio que el grupo se dispersaba rápidamente, pero su imaginación estaba ocupada con otros pensamientos. Comprendió lo ilógica y criminal que había sido su conducta. Con una salud de hierro, en la flor de la edad, heredero a un trono, se había jugado su futuro y el de un país valiente y leal. —¡Dios! —gritó—. ¡Que Dios me perdone! Con esas palabras cesó su confusión y volvió a dominarse. Reparó con sorpresa en que Geraldine había desaparecido. No quedaba nadie en la habitación, salvo su futuro asesino, que departía con el presidente, y el joven de los pasteles de crema, que se acercó al príncipe y le susurró al oído: —Daría un millón, si lo tuviera, por su suerte. Cuando el joven se fue, su Alteza no pudo sino pensar que él la habría vendido por una suma mucho menos elevada. La conversación llegó a su fin. El poseedor del as de bastos salió de la sala con una mirada de connivencia, y el presidente se acercó al desafortunado príncipe y le ofreció su mano. —Me alegra haberle conocido, señor —dijo—, y haber estado en situación de prestarle este pequeño servicio. Al menos no podrá usted quejarse por la demora. La segunda noche… ¡menuda suerte! El príncipe trató en vano de articular una respuesta, pero tenía la boca seca y su lengua parecía paralizada. —¿Se siente usted un poco mareado? —preguntó solícito el presidente—. Le ocurre a la mayoría. ¿Le apetece un poco de brandy? El príncipe hizo un gesto afirmativo, e inmediatamente el otro le llenó un vaso de licor. —¡Pobre Malthus! —soltó el presidente mientras el príncipe vaciaba la copa—. ¡Se bebió más de medio litro y no pareció servirle de nada! —Yo soy mucho más disciplinado —dijo el príncipe, un poco más animado—. Habrá notado que ya vuelvo a ser dueño de mis actos. Así que permita que le pregunte qué debo hacer ahora. —Baje usted por la acera izquierda del Strand en dirección a la City, hasta encontrarse con el caballero que acaba de salir de la sala. Él le dará más instrucciones, tenga la amabilidad de obedecerle: esta noche la autoridad del club reside en su persona. Y ahora —añadió el presidente—, le deseo un paseo muy agradable. Florizel le dio las gracias con gesto extraño y se despidió. Atravesó el salón, donde la mayoría de los jugadores seguían bebiendo champán, parte del cual había pedido y pagado él mismo; y se sorprendió maldiciéndolos de corazón. Se puso el sombrero y el abrigo en el despacho, y escogió su paraguas de entre los que había en el rincón. La familiaridad de aquellos actos y la idea de que era la última vez que los hacía, le hizo soltar una carcajada que sonó de forma desagradable en sus oídos. Se le quitaron las ganas de salir del despacho y se volvió hacia la ventana. La oscuridad y las farolas le devolvieron a la realidad. «Vamos, vamos, tengo que comportarme como un hombre —pensó— y salir de aquí.» En la esquina de Box Court, tres hombres se abalanzaron sobre el príncipe Florizel y lo metieron sin más ceremonias en un carruaje, que partió de allí al galope. Dentro había ya otro ocupante. —¿Perdonará mi celo vuestra Alteza? —preguntó una voz bien conocida. El príncipe se abrazó al coronel lleno de alivio. —¿Cómo podré agradecéroslo? —gritó—. ¿Y cómo os las habéis arreglado? Aunque estaba dispuesto a ir al encuentro de la muerte, el príncipe no cabía en sí de gozo al verse obligado a ceder a una violencia amistosa y volver así a la vida y la esperanza. —Podéis agradecérmelo con creces —replicó el coronel— evitando estos peligros en el futuro. Y en cuanto a la segunda pregunta, todo se ha organizado de forma muy sencilla. Lo arreglé esta misma tarde con un famoso detective. Me ha prometido guardar el secreto y le he pagado por ello. Sus propios criados han intervenido en el asunto. La casa de Box Court está vigilada desde el anochecer, y este, que es uno de los carruajes de vuestra Alteza, lleva esperándole casi una hora. —¿Y qué se ha hecho del miserable que tenía que asesinarme…? —inquirió el príncipe. —Mandé que lo maniataran en cuanto salió del club —replicó el coronel—, y ahora espera vuestra sentencia en palacio, donde no tardará en reunirse con sus cómplices. —Geraldine —dijo el príncipe—, me habéis salvado contra mis órdenes explícitas, y habéis hecho bien. Os debo no solo la vida, sino también una lección; y sería indigno de mi rango si no me mostrase agradecido con mi maestro. Elegid vos la manera. Se hizo una pausa durante la cual el carruaje siguió recorriendo las calles a toda velocidad y los dos hombres se sumieron en sus propias reflexiones. El silencio lo rompió el coronel Geraldine. —Vuestra Alteza —dijo— tiene ya muchos prisioneros. Hay al menos un criminal entre ellos con quien habría que hacer justicia. Nuestro juramento nos impide recurrir a la policía y, aunque no estuviera de por medio el juramento, la discreción también nos lo impediría. ¿Puedo preguntar cuáles son las intenciones de vuestra Alteza? —Está decidido —respondió Florizel—, el presidente debe caer en duelo. Solo falta escoger a su adversario. —Vuestra Alteza me ha permitido escoger mi recompensa —dijo el coronel—. ¿Permitiréis que designe a mi propio hermano? Es una misión honorable, y me atrevo a aseguraros que el muchacho sabrá salir airoso de ella. —Me pedís un favor poco atractivo —repuso el príncipe—, pero no puedo negaros nada. El coronel le besó la mano con el mayor afecto, y en ese momento el carruaje pasó por debajo del arco de la entrada de la majestuosa residencia del príncipe. Una hora después, Florizel, de uniforme y luciendo todas las órdenes y condecoraciones de Bohemia, recibió a los miembros del Club de los Suicidas. —Gente malvada e irreflexiva —dijo—, todos los que os habéis visto empujados a estos excesos por la mala suerte recibiréis un empleo remunerado de mis funcionarios. Quienes sufrís por sentiros culpables tendréis que recurrir a alguien mucho más poderoso y generoso que yo. Todos me inspiráis lástima, mucha más de lo que imagináis; mañana me contaréis vuestra historia y, cuanto más sinceros seáis, mejor podré poner remedio a vuestra desgracia. En cuanto a vos —añadió volviéndose hacia el presidente—, si le ofreciera mi ayuda a alguien con vuestras aptitudes no haría más que ofenderle, pero sin embargo tengo una propuesta que haceros. Este —dijo poniendo una mano en el hombro del joven hermano del coronel Geraldine— es uno de mis oficiales que quiere hacer un viaje por Europa, y os pido, como favor personal, que le acompañéis. ¿Sabéis —prosiguió cambiando de tono— manejar bien la pistola? Porque podríais tener que recurrir a ella. Cuando dos hombres viajan juntos, es mejor estar preparado para todo. Dejadme añadir que, si por casualidad perdierais al joven Geraldine por el camino, siempre tendré otro miembro de mi casa dispuesto a acompañaros; tengo fama de tener la vista y el brazo muy largos, señor presidente. Con esas palabras, pronunciadas en tono muy severo, el príncipe concluyó su discurso. A la mañana siguiente, atendió a los miembros del club con su munificencia, y el presidente emprendió su viaje, bajo la supervisión del señor Geraldine, y un par de hábiles lacayos, bien entrenados en la casa del príncipe. No contento con eso, el príncipe hizo que sus agentes tomaran posesión discretamente de la casa de Box Court, a fin de que todas las cartas y visitas al Club de los Suicidas o a sus empleados pudieran ser supervisadas por el príncipe Florizel en persona.
domingo, 30 de octubre de 2016
JOSEFINA VICENS. Novela: LOS AÑOS FALSOS. (Fragmento).
1911-1988
Escritora que, como Juan Rulfo, sólo publicó dos libros y, sin embargo, es uno de los pilares de las letras mexicanas contemporáneas. Nació en San Juan Bautista, Tabasco, el 23 de noviembre de 1911; murió en la ciudad de México el 22 de noviembre de 1988. Realizó estudios de filosofía, letras e historia en la Universidad Nacional Autónoma de México. Tuvo una larga carrera como guionista de cine y fue presidenta de la Academia de Ciencias y Artes Cinematográficas; además, ejerció el periodismo como editorialista política en varias revistas nacionales, colaboraciones que escribió con el seudónimo Diógenes García, y comentarista de toros en el periódico "Torerías" y en la revista "El Sol y Sombra", en los que firmó como Pepe Faroles.
Escribió dos novelas: El libro vacío (1958, Premio Xavier Villaurrutia) y Los años falsos (1983). Entre los guiones de las películas que escribió destacan; Las señoritas Vivanco, Los perros de Dios y Renuncia por motivos de salud. En 1986, grabó un disco dentro de la serie "Voz viva de México" . En 1987, se realizó la edición conjunta de sus dos novelas. Murió un día antes de haber cumplido 77 años. Sus amigos cercanos la llamaban "La peque".
Este vivir no es vivir,
es tan sólo un existir
Sin lo que el vivir reclama.
El hoy, el aquí, el mañana.
Vivo a distancia de ti,
de tu voz,
de tu presencia
Y por esta cruel ausencia,
vivo a distancia de mí.
Vivir así de esta suerte,
No se si es vida o es muerte
Los años falsos
Este vivir no es vivir,
es tan sólo un existir
sin lo que el vivir reclama:
el hoy, el aquí, el mañana.
Vivo a distancia de tí,
de tu voz, de tu presencia,
y por esta cruel ausencia
vivo a distancia de mí.
Vivir así, de esta suerte,
no sé si es vida o es muerte.
--Josefina Vicens (Luis Alfonso, frente a la tumba de su padre/doble)
Los años falsos
I
TODOS HEMOS VENIDO A verme. La tarea de aliño será larga porque es fecha especial: aniversario. El tercero, el cuarto, ya no sé. Tenía quince años y acabo de cumplir diecinueve. El cuarto aniversario.
Como siempre, yo no hago absolutamente nada. Me cruzo de brazos. Estoy de visita con mi corbata negra. Vengo a verme, me recibo en silencio y me agradezco las flores que traje: hortensias, mis predilectas. Esas hortensias tumultuosas, apretadas, jóvenes, cuyo color está casi por despuntar, pero que aún no se sabe si serán azules o lilas o rosadas.
Ellas —mi madre y mis dos hermanas, gemelas, de trece años y desesperantemente iguales— son las que hacen lo habitual en estos casos: remueven la tierra; cortan las hojas secas; cambian el agua de los floreros; lavan la pequeña lápida y la cruz; podan la bugambilia que trasplantaron y que se dio tan bien, y pintan nuevamente la rejita de alambrón que bordea la tumba. Yo las observo. Ahí están las tres, fatigadas, sudorosas, sucias; como en la casa, los sábados que "escombran". Cuando terminen se bajarán las mangas y se sacudirán la tierra que ha puesto grises sus vestidos negros. Luego moverán los labios en silencio, como si rezaran. O tal vez, en efecto, recen. Eso ya no me incumbe. Rezan por él. Lo demás sí, sobre todo porque nunca quedo conforme. Una tumba no es una cocina, pero ellas la arreglan y la frotan y la pintan como si lo fuera. Tres eficaces y activas amas de casa arrancándome las hojas secas, que son precisamente las que me gustan, y podándome la bugambilia para que no tape nuestro nombre y no trepe por la cruz y la oculte.
No digo que la cruz no sea bonita. Yo mismo la diseñé, muy ligera para que no le pesara demasiado. Pero ahora prefiero que la bugambilia la abrace y esconda, porque desde allí me gustan más las flores que las piedras. Como no tiene objeto que lo diga, dejo que hagan lo que quieran. A lo mejor a él le gusta que se luzca su cruz y que no se tape su nombre. No lo dudo. Mejor dicho, tengo la seguridad de que le agrada porque recuerdo aquellas tarjetas de visita, de las que mandaba hacer varios cientos, y en las que aparecían su nombre, su aparente puesto oficial, su domicilio y sus teléfonos, todo con letras y números grandes, de complicado trazo. Las daba a cualquiera, con cualquier motivo. Por eso, claro, ahora no debe gustarle que la bugambilia tape su nombre realzado en la lápida de mármol.
Si él hubiera podido escogerla habría sido más grande, con alguna alegoría y una extensa leyenda que hablara del eterno desconsuelo de su esposa y sus hijos, y de la pérdida irreparable que su muerte constituía para ellos. También mi mamá la hubiera preferido con juramentos y frases de dolor. Pero a mí me pareció más serio poner únicamente su nombre y las fechas de su nacimiento y de su muerte.
Ahora me alegro de haberlo hecho, porque así quedó bien. Nuestro nombre, el de los dos, Luis Alfonso Fernández, sin más. Aunque las fechas no me correspondan a mí y el nombre casi no le pertenezca a él porque le fue disminuido y denigrado desde que nació: el niño "Ponchito", el joven "Poncho" y después, para todos y para siempre, "Poncho Fernández". Nadie le decía Luis Alfonso, ni Luis, ni Alfonso, ni Fernández, a secas. En realidad agregaron el apellido al diminutivo convencional del nombre y con los dos formaron un apodo permanente, cariñoso sin duda, pero que a mí me parecía despectivo. No fui nunca el hijo de don Luis Alfonso o del señor Fernández. Lo fui de "Poncho Fernández" siempre, desde aquel tiempo en que serlo era una especie de éxtasis, de trémula y secreta dicha, hasta este tiempo clausurado, que no me pertenece y que no transcurre.
Y ahí siguen mi mamá y mis hermanas, lavando las letras de nuestro nombre y cortándome las amarillas, las rumorosas hojas secas que son precisamente las que más me gustan.
II
HACE UNOS DÍAS VINE a vernos, solo. Había llovido. La bugambilia, aglomerada y espesa, estaba húmeda todavía y destacaba insolente junto a los alcatraces ya muertos pero erguidos aún en los cuatro floreros de las esquinas. Yo no traje esos alcatraces. Debe haber sido mi mamá, quien también viene con frecuencia, sola, para poder decirnos después, suspirando profundamente:
—Hoy fui al panteón y estuve hablando de ustedes con su padre.
Siempre dice lo mismo y siempre ocurre lo mismo: mis hermanas bajan la cabeza y yo sonrío. Entonces ella me pregunta:
—¿Por qué te ríes?
Sin dejar de sonreír la miro fijamente y no le contesto.
Una de mis hermanas, cualquiera de las dos, indistintamente, me reprocha:
—Siquiera contesta, Luis Alfonso, no seas grosero.
Y de inmediato mi madre la reconviene:
—No le hables así a tu hermano.
Y guardamos silencio. Ninguna de las tres puede "hablarme así" porque ahora yo soy el hombre que sostiene la casa. Eso soy nada más. Pero eso ha acabado con todo.
La mejor prueba es que aquí estoy, ahora, con los brazos cruzados, mientras ellas pintan mi reja de alambrón. La van a dejar horriblemente verde. Ojalá llueva antes de que la pintura se seque.
III
CUANDO VENGO SOLO NO es para hablar con él sino para... no sé qué.
Me siento en la tumba de nuestra vecina, una pobre solterona (Esperanza Larios) a quien nadie recuerda. Algunas veces le pongo flores. Si hubieran dejado un pedazo de tierra en torno al monumento, podría sembrarle un codito de mi bugambilia. Pero debe haber sido únicamente la tía rica que heredó a sus sobrinos y éstos se lo agradecieron con un pesado y costoso mausoleo sobre el que nunca han puesto una flor. Yo le quito la tierra con mi pañuelo y me siento a contemplar desde allí mi nombre en la lápida.
Casi nunca le hablo ni le reprocho nada. ¿Para qué? Permanezco en silencio, cerca, mirándolo únicamente.
Sólo una vez pasó algo y tuve que reírme. Fue por la lagartija. Salió de la bugambilia y corría por todas partes: por la reja, por la lápida, por la cruz; se metía a los floreros, salía, y luego recorrió en toda su extensión, una y otra vez, la tierra que lo cubre y que está sembrada de un pasto fino. Yo iba calculando: ahora está sobre su cabeza, ahora en los pies, ahora la tiene en el pecho. Y empecé a sentir una leve vibración, primero, y después cosquillas francas, intolerables, que me hicieron reír a carcajadas.
IV
COMO REÍAMOS ANTES, CUANDO solamente éramos tú y yo, rodeados de todos los demás. Nadie entraba. Y yo, desde adentro siempre, no podía percibir que si a nadie permitías la entrada era para que yo permaneciera mientras tú te salías.
—Voy a llegar tarde, hijo, pero si piensas en mí todo el tiempo, tal vez regrese más temprano.
Regresabas a la hora que querías, naturalmente, y me encontrabas dormido. Un niño se cansa pronto de un solo pensamiento y yo no me permitía ningún otro. Al día siguiente, cuando mi mamá se levantaba, yo iba a tu cuarto muriéndome de vergüenza por no haberte esperado despierto. Pero entonces eras tú el que dormías, fatigado de lo que ahora yo lo estoy. Me acostaba a tu lado y contemplaba interminablemente, con una especie de arrobo, tu pelo desordenado, tus cejas pobladas, la barba crecida, las pestañas, la boca entreabierta, el pecho que subía y bajaba con el ritmo de tu sueño. Después, con mucha cautela para no despertarte, me iba acercando a ti.
¡Jamás he vuelto a sentir igual tibieza! Era un calor que te pertenecía, que no me imponías, que me tocaba sin invadirme. No era el calor espeso y cerrado de los abrazos de mi madre, que me asfixiaba, y que ella agravaba con frases mimosas y tontas, exactas a las que después les decía a las gemelas. Tú me hablabas. Mi mamá hablaba solamente. Yo no entendía que pudieras dormir con ella, en la misma cama. Cuando te preguntaba por qué lo hacías, me contestabas que las mujeres eran muy miedosas y que las asustaba la oscuridad. No supiste nunca que en las noches, cuando no estabas en casa, yo seguía a mi madre como una sombra, esperaba a que estuviera sola en alguno de los cuartos, entraba sigilosamente, apagaba la luz y me escabullía sin el menor ruido. Dejé de hacerlo cuando me convencí de que se aguantaba el miedo y, por el contrario, pensando que yo lo tendría, me gritaba que no me asustara, que la luz volvería en un momento, que mi ángel de la guarda estaba conmigo, y no sé cuántas cosas más. Yo sabía, porque tú me lo habías dicho, que la miedosa era ella, y que si hablaba tanto era para darse valor con su propia voz, no para tranquilizarme. Como también me dijiste muchas veces: "Déjala que hable, hijo, a las mujeres les gusta hacer ruido", la dejaba hablar, cerraba los ojos, muy apretados, y pensaba en ti.
Igual que en este momento: hace media hora que está diciendo que se le olvidó traer ese polvo que es tan bueno para tallar el mármol; que lo dejó sobre la mesa de la cocina; que ella tiene que acordarse de todo porque con “esas hijas” no puede contar; que ya están en edad de ayudarla; que nunca va a poder descansar…
Mis hermanas no protestan ni se defienden. Simplemente la dejan hablar, pero no creo que lo hagan, como yo lo hacía, para pensar en ti.
V
ELLAS TE RECUERDAN MUY vagamente, no porque fueran demasiado pequeñas cuando sucedió todo —tenían nueve años—, sino porque tú nunca las tomaste en cuenta. ¡Y cómo disfrutaba yo ese desdén! Cuando nacieron lo único que te entusiasmó fue que eran dos. Hablabas de eso con tus amigos, ameritando tu virilidad y justificando que en los seis años anteriores no hubieras tenido hijos. Yo estaba horrorizado con la llegada de esas dos niñas tan flacas, tan feas y tan iguales, pero como todos opinaban que eran preciosas, que parecían dos muñecas, empecé a temer que me suplantaran. Entonces, para evitar que tú las quisieras yo fingía quererlas. Sólo cuando estabas presente, y con verdadera repugnancia, las besaba y les decía las mismas palabras tiernas que mi madre les dedicaba. Ahora comprendo que obedecía a un instinto oscuro, turbio, femenino, para provocar tus celos. Y lo lograba.
—¡Deja en paz a esos monigotes!
—No les digas así, papá, pobrecitas.
—Estás igual que tu madre. Vámonos a dar una vuelta.
El corazón me latía apresurado. En ese momento me hubiera lanzado a tus brazos y te hubiera confesado que detestaba a las niñas. Sin embargo, haciendo un esfuerzo, me atrevía a seguir el juego:
—¿Las llevamos? Tú cargas a una y yo a la otra.
Te enfurecías, que era precisamente lo que yo deseaba con todas mis fuerzas.
—¡Qué somos viejas, o sus nanas, o qué! ¡Ándale, vámonos!
Antes de salir, disimulando mi felicidad, lanzaba a las pobres niñitas una mirada de gratitud. Eran mi instrumento para lograr tu atención exclusiva y tu compañía.
Todos los días le pedía a Dios que regresaras temprano y esperaba tu llegada con una excitación extraña. Me gustaba ver la transformación que se operaba en la casa desde el justo momento en que tú entrabas. Todo empezaba a funcionar; todo sonaba; todo se movía: en un sentido si llegabas contento, en otro, si enojado. Parecía que personas y objetos estuviéramos silenciosos, contenidos, inmóviles, esperando que aparecieras, porque tú traías la fórmula para que todos cobráramos vida. Mi mamá empezaba a moverse de un lado a otro para servirte; las gemelas, según tu estado de ánimo, eran llevadas a sus cunas o volaban por los aires, lanzadas por tus brazos velludos, entre carcajadas, en unos estúpidos juegos de acrobacia que pudieron matarlas, pero contra los que mi madre nunca protestó no obstante el evidente terror que le causaban. Yo también sentía miedo, pero no de lo que pudiera pasarle a las niñas, sino del remordimiento que sentirías o del cuidado que tendrías que prestarles si por tu culpa se lastimaran.
A medida que crecían nos íbamos desinteresando más y más de ellas. Hasta que las pobres admitieron inconscientemente que la familia estaba dividida: de un lado, el prepotente y ruidoso mundo de los hombres; del otro, el sumiso y mínimo de las mujeres. En el nuestro, ni mi madre ni ellas tenían nada que hacer.
Después, cuando las necesité tanto, cuando lo comprendí todo y quise compensarlas de esa infancia desleída y arrinconada a que las sometimos, ya no fue posible.
Por eso ven con naturalidad que yo permanezca aquí, con los brazos cruzados, mientras ellas limpian nuestra lápida y podan nuestra bugambilia para que no oculte la cruz que te diseñé, muy ligera para que no te pesara demasiado.
Tal vez no debió ser tan ligera. Debes sentirte mal. Es curioso, pero no se me había ocurrido hasta hoy. Tú me lo hiciste notar en este momento porque lo pensé con tus palabras:
—¡Esa cruz de señorita que me pusiste encima!
¿Pero es que no entiendes todavía? ¿Te la puse a ti? ¿La cargas tú?
Yo podría hablarte de lo que es estar allá abajo, contigo, en tu aparente muerte, y de lo que es estar aquí arriba, contigo, en mi aparente vida.
Un día cualquiera, por algo que sucede o por alguien que lo ordena, uno deja de ser lo que era. Deja de respirar o sigue respirando. Es igual. Otros miden el cuerpo, lo colocan en una caja negra con forros de raso blanco, lo meten en una fosa honda y lo cubren de tierra. O miden el cuerpo, lo visten con un traje de luto, lo llevan a un sitio extraño y ahí lo dejan, a la intemperie. Allá abajo el cuerpo espera quieto y a su tiempo empieza a vivir su transformación. Acá se queda quieto también, sorprendido, atemorizado, invadido, pero no se transforma ni se aniquila: permanece igual y ya no es igual.
No protestes por tu "cruz de señorita" ni por tu lápida concisa. Hoy es nuestro aniversario, no me obligues a hablar. Cállate y deja que esas mujeres que me heredaste aliñen nuestra tumba, eficientemente.
Escritora que, como Juan Rulfo, sólo publicó dos libros y, sin embargo, es uno de los pilares de las letras mexicanas contemporáneas. Nació en San Juan Bautista, Tabasco, el 23 de noviembre de 1911; murió en la ciudad de México el 22 de noviembre de 1988. Realizó estudios de filosofía, letras e historia en la Universidad Nacional Autónoma de México. Tuvo una larga carrera como guionista de cine y fue presidenta de la Academia de Ciencias y Artes Cinematográficas; además, ejerció el periodismo como editorialista política en varias revistas nacionales, colaboraciones que escribió con el seudónimo Diógenes García, y comentarista de toros en el periódico "Torerías" y en la revista "El Sol y Sombra", en los que firmó como Pepe Faroles.
Escribió dos novelas: El libro vacío (1958, Premio Xavier Villaurrutia) y Los años falsos (1983). Entre los guiones de las películas que escribió destacan; Las señoritas Vivanco, Los perros de Dios y Renuncia por motivos de salud. En 1986, grabó un disco dentro de la serie "Voz viva de México" . En 1987, se realizó la edición conjunta de sus dos novelas. Murió un día antes de haber cumplido 77 años. Sus amigos cercanos la llamaban "La peque".
Este vivir no es vivir,
es tan sólo un existir
Sin lo que el vivir reclama.
El hoy, el aquí, el mañana.
Vivo a distancia de ti,
de tu voz,
de tu presencia
Y por esta cruel ausencia,
vivo a distancia de mí.
Vivir así de esta suerte,
No se si es vida o es muerte
Los años falsos
Este vivir no es vivir,
es tan sólo un existir
sin lo que el vivir reclama:
el hoy, el aquí, el mañana.
Vivo a distancia de tí,
de tu voz, de tu presencia,
y por esta cruel ausencia
vivo a distancia de mí.
Vivir así, de esta suerte,
no sé si es vida o es muerte.
--Josefina Vicens (Luis Alfonso, frente a la tumba de su padre/doble)
Los años falsos
I
TODOS HEMOS VENIDO A verme. La tarea de aliño será larga porque es fecha especial: aniversario. El tercero, el cuarto, ya no sé. Tenía quince años y acabo de cumplir diecinueve. El cuarto aniversario.
Como siempre, yo no hago absolutamente nada. Me cruzo de brazos. Estoy de visita con mi corbata negra. Vengo a verme, me recibo en silencio y me agradezco las flores que traje: hortensias, mis predilectas. Esas hortensias tumultuosas, apretadas, jóvenes, cuyo color está casi por despuntar, pero que aún no se sabe si serán azules o lilas o rosadas.
Ellas —mi madre y mis dos hermanas, gemelas, de trece años y desesperantemente iguales— son las que hacen lo habitual en estos casos: remueven la tierra; cortan las hojas secas; cambian el agua de los floreros; lavan la pequeña lápida y la cruz; podan la bugambilia que trasplantaron y que se dio tan bien, y pintan nuevamente la rejita de alambrón que bordea la tumba. Yo las observo. Ahí están las tres, fatigadas, sudorosas, sucias; como en la casa, los sábados que "escombran". Cuando terminen se bajarán las mangas y se sacudirán la tierra que ha puesto grises sus vestidos negros. Luego moverán los labios en silencio, como si rezaran. O tal vez, en efecto, recen. Eso ya no me incumbe. Rezan por él. Lo demás sí, sobre todo porque nunca quedo conforme. Una tumba no es una cocina, pero ellas la arreglan y la frotan y la pintan como si lo fuera. Tres eficaces y activas amas de casa arrancándome las hojas secas, que son precisamente las que me gustan, y podándome la bugambilia para que no tape nuestro nombre y no trepe por la cruz y la oculte.
No digo que la cruz no sea bonita. Yo mismo la diseñé, muy ligera para que no le pesara demasiado. Pero ahora prefiero que la bugambilia la abrace y esconda, porque desde allí me gustan más las flores que las piedras. Como no tiene objeto que lo diga, dejo que hagan lo que quieran. A lo mejor a él le gusta que se luzca su cruz y que no se tape su nombre. No lo dudo. Mejor dicho, tengo la seguridad de que le agrada porque recuerdo aquellas tarjetas de visita, de las que mandaba hacer varios cientos, y en las que aparecían su nombre, su aparente puesto oficial, su domicilio y sus teléfonos, todo con letras y números grandes, de complicado trazo. Las daba a cualquiera, con cualquier motivo. Por eso, claro, ahora no debe gustarle que la bugambilia tape su nombre realzado en la lápida de mármol.
Si él hubiera podido escogerla habría sido más grande, con alguna alegoría y una extensa leyenda que hablara del eterno desconsuelo de su esposa y sus hijos, y de la pérdida irreparable que su muerte constituía para ellos. También mi mamá la hubiera preferido con juramentos y frases de dolor. Pero a mí me pareció más serio poner únicamente su nombre y las fechas de su nacimiento y de su muerte.
Ahora me alegro de haberlo hecho, porque así quedó bien. Nuestro nombre, el de los dos, Luis Alfonso Fernández, sin más. Aunque las fechas no me correspondan a mí y el nombre casi no le pertenezca a él porque le fue disminuido y denigrado desde que nació: el niño "Ponchito", el joven "Poncho" y después, para todos y para siempre, "Poncho Fernández". Nadie le decía Luis Alfonso, ni Luis, ni Alfonso, ni Fernández, a secas. En realidad agregaron el apellido al diminutivo convencional del nombre y con los dos formaron un apodo permanente, cariñoso sin duda, pero que a mí me parecía despectivo. No fui nunca el hijo de don Luis Alfonso o del señor Fernández. Lo fui de "Poncho Fernández" siempre, desde aquel tiempo en que serlo era una especie de éxtasis, de trémula y secreta dicha, hasta este tiempo clausurado, que no me pertenece y que no transcurre.
Y ahí siguen mi mamá y mis hermanas, lavando las letras de nuestro nombre y cortándome las amarillas, las rumorosas hojas secas que son precisamente las que más me gustan.
II
HACE UNOS DÍAS VINE a vernos, solo. Había llovido. La bugambilia, aglomerada y espesa, estaba húmeda todavía y destacaba insolente junto a los alcatraces ya muertos pero erguidos aún en los cuatro floreros de las esquinas. Yo no traje esos alcatraces. Debe haber sido mi mamá, quien también viene con frecuencia, sola, para poder decirnos después, suspirando profundamente:
—Hoy fui al panteón y estuve hablando de ustedes con su padre.
Siempre dice lo mismo y siempre ocurre lo mismo: mis hermanas bajan la cabeza y yo sonrío. Entonces ella me pregunta:
—¿Por qué te ríes?
Sin dejar de sonreír la miro fijamente y no le contesto.
Una de mis hermanas, cualquiera de las dos, indistintamente, me reprocha:
—Siquiera contesta, Luis Alfonso, no seas grosero.
Y de inmediato mi madre la reconviene:
—No le hables así a tu hermano.
Y guardamos silencio. Ninguna de las tres puede "hablarme así" porque ahora yo soy el hombre que sostiene la casa. Eso soy nada más. Pero eso ha acabado con todo.
La mejor prueba es que aquí estoy, ahora, con los brazos cruzados, mientras ellas pintan mi reja de alambrón. La van a dejar horriblemente verde. Ojalá llueva antes de que la pintura se seque.
III
CUANDO VENGO SOLO NO es para hablar con él sino para... no sé qué.
Me siento en la tumba de nuestra vecina, una pobre solterona (Esperanza Larios) a quien nadie recuerda. Algunas veces le pongo flores. Si hubieran dejado un pedazo de tierra en torno al monumento, podría sembrarle un codito de mi bugambilia. Pero debe haber sido únicamente la tía rica que heredó a sus sobrinos y éstos se lo agradecieron con un pesado y costoso mausoleo sobre el que nunca han puesto una flor. Yo le quito la tierra con mi pañuelo y me siento a contemplar desde allí mi nombre en la lápida.
Casi nunca le hablo ni le reprocho nada. ¿Para qué? Permanezco en silencio, cerca, mirándolo únicamente.
Sólo una vez pasó algo y tuve que reírme. Fue por la lagartija. Salió de la bugambilia y corría por todas partes: por la reja, por la lápida, por la cruz; se metía a los floreros, salía, y luego recorrió en toda su extensión, una y otra vez, la tierra que lo cubre y que está sembrada de un pasto fino. Yo iba calculando: ahora está sobre su cabeza, ahora en los pies, ahora la tiene en el pecho. Y empecé a sentir una leve vibración, primero, y después cosquillas francas, intolerables, que me hicieron reír a carcajadas.
IV
COMO REÍAMOS ANTES, CUANDO solamente éramos tú y yo, rodeados de todos los demás. Nadie entraba. Y yo, desde adentro siempre, no podía percibir que si a nadie permitías la entrada era para que yo permaneciera mientras tú te salías.
—Voy a llegar tarde, hijo, pero si piensas en mí todo el tiempo, tal vez regrese más temprano.
Regresabas a la hora que querías, naturalmente, y me encontrabas dormido. Un niño se cansa pronto de un solo pensamiento y yo no me permitía ningún otro. Al día siguiente, cuando mi mamá se levantaba, yo iba a tu cuarto muriéndome de vergüenza por no haberte esperado despierto. Pero entonces eras tú el que dormías, fatigado de lo que ahora yo lo estoy. Me acostaba a tu lado y contemplaba interminablemente, con una especie de arrobo, tu pelo desordenado, tus cejas pobladas, la barba crecida, las pestañas, la boca entreabierta, el pecho que subía y bajaba con el ritmo de tu sueño. Después, con mucha cautela para no despertarte, me iba acercando a ti.
¡Jamás he vuelto a sentir igual tibieza! Era un calor que te pertenecía, que no me imponías, que me tocaba sin invadirme. No era el calor espeso y cerrado de los abrazos de mi madre, que me asfixiaba, y que ella agravaba con frases mimosas y tontas, exactas a las que después les decía a las gemelas. Tú me hablabas. Mi mamá hablaba solamente. Yo no entendía que pudieras dormir con ella, en la misma cama. Cuando te preguntaba por qué lo hacías, me contestabas que las mujeres eran muy miedosas y que las asustaba la oscuridad. No supiste nunca que en las noches, cuando no estabas en casa, yo seguía a mi madre como una sombra, esperaba a que estuviera sola en alguno de los cuartos, entraba sigilosamente, apagaba la luz y me escabullía sin el menor ruido. Dejé de hacerlo cuando me convencí de que se aguantaba el miedo y, por el contrario, pensando que yo lo tendría, me gritaba que no me asustara, que la luz volvería en un momento, que mi ángel de la guarda estaba conmigo, y no sé cuántas cosas más. Yo sabía, porque tú me lo habías dicho, que la miedosa era ella, y que si hablaba tanto era para darse valor con su propia voz, no para tranquilizarme. Como también me dijiste muchas veces: "Déjala que hable, hijo, a las mujeres les gusta hacer ruido", la dejaba hablar, cerraba los ojos, muy apretados, y pensaba en ti.
Igual que en este momento: hace media hora que está diciendo que se le olvidó traer ese polvo que es tan bueno para tallar el mármol; que lo dejó sobre la mesa de la cocina; que ella tiene que acordarse de todo porque con “esas hijas” no puede contar; que ya están en edad de ayudarla; que nunca va a poder descansar…
Mis hermanas no protestan ni se defienden. Simplemente la dejan hablar, pero no creo que lo hagan, como yo lo hacía, para pensar en ti.
V
ELLAS TE RECUERDAN MUY vagamente, no porque fueran demasiado pequeñas cuando sucedió todo —tenían nueve años—, sino porque tú nunca las tomaste en cuenta. ¡Y cómo disfrutaba yo ese desdén! Cuando nacieron lo único que te entusiasmó fue que eran dos. Hablabas de eso con tus amigos, ameritando tu virilidad y justificando que en los seis años anteriores no hubieras tenido hijos. Yo estaba horrorizado con la llegada de esas dos niñas tan flacas, tan feas y tan iguales, pero como todos opinaban que eran preciosas, que parecían dos muñecas, empecé a temer que me suplantaran. Entonces, para evitar que tú las quisieras yo fingía quererlas. Sólo cuando estabas presente, y con verdadera repugnancia, las besaba y les decía las mismas palabras tiernas que mi madre les dedicaba. Ahora comprendo que obedecía a un instinto oscuro, turbio, femenino, para provocar tus celos. Y lo lograba.
—¡Deja en paz a esos monigotes!
—No les digas así, papá, pobrecitas.
—Estás igual que tu madre. Vámonos a dar una vuelta.
El corazón me latía apresurado. En ese momento me hubiera lanzado a tus brazos y te hubiera confesado que detestaba a las niñas. Sin embargo, haciendo un esfuerzo, me atrevía a seguir el juego:
—¿Las llevamos? Tú cargas a una y yo a la otra.
Te enfurecías, que era precisamente lo que yo deseaba con todas mis fuerzas.
—¡Qué somos viejas, o sus nanas, o qué! ¡Ándale, vámonos!
Antes de salir, disimulando mi felicidad, lanzaba a las pobres niñitas una mirada de gratitud. Eran mi instrumento para lograr tu atención exclusiva y tu compañía.
Todos los días le pedía a Dios que regresaras temprano y esperaba tu llegada con una excitación extraña. Me gustaba ver la transformación que se operaba en la casa desde el justo momento en que tú entrabas. Todo empezaba a funcionar; todo sonaba; todo se movía: en un sentido si llegabas contento, en otro, si enojado. Parecía que personas y objetos estuviéramos silenciosos, contenidos, inmóviles, esperando que aparecieras, porque tú traías la fórmula para que todos cobráramos vida. Mi mamá empezaba a moverse de un lado a otro para servirte; las gemelas, según tu estado de ánimo, eran llevadas a sus cunas o volaban por los aires, lanzadas por tus brazos velludos, entre carcajadas, en unos estúpidos juegos de acrobacia que pudieron matarlas, pero contra los que mi madre nunca protestó no obstante el evidente terror que le causaban. Yo también sentía miedo, pero no de lo que pudiera pasarle a las niñas, sino del remordimiento que sentirías o del cuidado que tendrías que prestarles si por tu culpa se lastimaran.
A medida que crecían nos íbamos desinteresando más y más de ellas. Hasta que las pobres admitieron inconscientemente que la familia estaba dividida: de un lado, el prepotente y ruidoso mundo de los hombres; del otro, el sumiso y mínimo de las mujeres. En el nuestro, ni mi madre ni ellas tenían nada que hacer.
Después, cuando las necesité tanto, cuando lo comprendí todo y quise compensarlas de esa infancia desleída y arrinconada a que las sometimos, ya no fue posible.
Por eso ven con naturalidad que yo permanezca aquí, con los brazos cruzados, mientras ellas limpian nuestra lápida y podan nuestra bugambilia para que no oculte la cruz que te diseñé, muy ligera para que no te pesara demasiado.
Tal vez no debió ser tan ligera. Debes sentirte mal. Es curioso, pero no se me había ocurrido hasta hoy. Tú me lo hiciste notar en este momento porque lo pensé con tus palabras:
—¡Esa cruz de señorita que me pusiste encima!
¿Pero es que no entiendes todavía? ¿Te la puse a ti? ¿La cargas tú?
Yo podría hablarte de lo que es estar allá abajo, contigo, en tu aparente muerte, y de lo que es estar aquí arriba, contigo, en mi aparente vida.
Un día cualquiera, por algo que sucede o por alguien que lo ordena, uno deja de ser lo que era. Deja de respirar o sigue respirando. Es igual. Otros miden el cuerpo, lo colocan en una caja negra con forros de raso blanco, lo meten en una fosa honda y lo cubren de tierra. O miden el cuerpo, lo visten con un traje de luto, lo llevan a un sitio extraño y ahí lo dejan, a la intemperie. Allá abajo el cuerpo espera quieto y a su tiempo empieza a vivir su transformación. Acá se queda quieto también, sorprendido, atemorizado, invadido, pero no se transforma ni se aniquila: permanece igual y ya no es igual.
No protestes por tu "cruz de señorita" ni por tu lápida concisa. Hoy es nuestro aniversario, no me obligues a hablar. Cállate y deja que esas mujeres que me heredaste aliñen nuestra tumba, eficientemente.
viernes, 28 de octubre de 2016
Josefina Vicens. Novela. El libro vacío. (Fragmento). Premio Xavier Villaurrutia. Año: 1958.
Premio Xavier Villaurrutia de Escritores para Escritores es un premio literario mexicano establecido en 1955, por iniciativa de Francisco Zendejas Gómez, escritor y crítico literario.1 El premio se otorga cada año al mejor libro editado en el país.2
Se concedió de manera retroactiva en su primera entrega a Pedro Páramo, novela del escritor Juan Rulfo. Sociedad de Amigos de Xavier Villaurrutia fue el nombre original de la instancia calificadora que lo concede, y más tarde -tras la muerte de Alfonso Reyes (1959), uno de sus integrantes más destacados- se denominó Sociedad Alfonsina Internacional (SAI). En la actualidad, las instituciones que otorgan el Premio Xavier Villaurrutia son la Sociedad Alfonsina Internacional y el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes (Conaculta), a través del Instituto Nacional de Bellas Artes (INBA) de México.
Su propósito ha sido el de estimular y difundir la producción de las letras mexicanas. Cobra especial renombre por ser un premio que los propios escritores otorgan a sus colegas. Se entrega cada año, durante el mes de febrero, y premia cualquier obra que sea considerada merecedora del galardón por el jurado, siempre que sea publicada en México. En ocasiones se ha premiado a más de un escritor, y a veces no se ha premiado una obra sino una trayectoria. Fuente: Wikipedia.
***
Josefina Vicens
El libro vacío
*Ganadora con esta novela el prestigioso premio Xavier Villaurrutia del año 1958.
CARTA PREFACIO DE OCTAVIO PAZ
Recibí tu libro. Muchas gracias por el envío. Lo acabo de leer. Es magnífico: una verdadera novela. Simple y concentrada, a un tiempo llena de secreta piedad e inflexible y rigurosa. Es admirable que con un tema como el de la «nada» —que últimamente se ha prestado a tantos ensayos, buenos y malos, de carácter filosófico— hayas podido escribir un libro tan vivo y tierno. También lo es que logres crear, desde la intimidad «vacía» de tu personaje, todo un mundo —el mundo nuestro, el de la pequeña burguesía—. ¿Naturalismo? No, porque las reflexiones de tu héroe, siempre frente a la pared de la nada, frente al muro del hecho bruto y sin significación, traspasan toda reproducción de la realidad aparente y nos muestran la conciencia del hombre y sus límites, sus últimas imposibilidades. El hombre caminando siempre al borde del vacío, a la orilla de la gran boca de la insignificancia (en el sentido lato de esta palabra). Y aquí deseo anotar una reflexión al vuelo: literatura de gente insignificante —un empleado, un ser cualquiera—, filosofía que se enfrenta a la no-significación radical del mundo y situación de los hombres modernos ante una sociedad que da vueltas en torno a sí misma y que ha perdido la noción de sentido y fin de sus actos: ¿no son estos los rasgos más significativos del pensamiento y el arte de nuestro tiempo? ¿No es esto lo que se llama el «espíritu de la época»?
Rescatar el sentido de la historia (personal o social, vida íntima o colectiva), enfrentar la creación a la muerte, la ruina, el parloteo y la violencia: ¿no es una de las misiones del artista? Eso es lo que tú has realizado en El libro vacío (más allá de las imperfecciones o debilidades que los diligentes críticos encuentren en tu obra). Pues, ¿qué es lo que nos dice tu héroe, ese hombre que «nada tiene que decir»? Nos dice: «nada», y esa nada —que es la de todos nosotros— se convierte, por el mero hecho de asumirla, en todo: en una afirmación de la solidaridad y fraternidad de los hombres. Y así, un libro «individualista» resulta fraternal, pues cada hombre que asume su condición solitaria y la verdad de su propia nada, asume la condición fatal de los hombres de nuestra época y puede participar y compartir el destino general.
Y ahora quiero confiarte algo personal: la imposibilidad de escribir y la necesidad de escribir, el saber que nada se dice aunque se diga todo y la conciencia de que sólo diciendo nada podemos vencer a la nada y afirmar el sentido de la vida, yo también, a mi manera, lo he sentido y procurado expresarlo en muchos textos de ¿Águila o Sol? y en algunos poemas de otros libros. No digo esto por vano afán de precisión literaria sino por el simple placer de señalar una coincidencia. Ahora que reina en tanto espíritu la discordia y la ira divisora, es maravilloso descubrir que coincidimos con alguien y que realmente hay afinidades entre los hombres. Creo que los que saben que nada tienen lo tienen todo: la soledad compartida, la fraternidad en el desamparo, la lucha y la búsqueda.
Gracias de nuevo por El libro vacío, lleno de tantas cosas, tan directo y tan vivo.
Septiembre de 1958
A quien vive en silencio, dedico estas páginas, silenciosamente.
No he querido hacerlo. Me he resistido durante veinte años. Veinte años de oír: «tienes que hacerlo…, tienes que hacerlo». De oírlo de mí mismo. Pero no de ese yo que lo entiende y lo padece y lo rechaza. No: del otro, del subterráneo, de ese que fermenta en mí con un extraño hervor.
Lo digo sinceramente. Créanme. Es verdad. Además, lo explicaré con sencillez. Es la única forma de hacérmelo perdonar. Pero antes, que se entienda bien esto: uso la palabra perdonar en el mismo sentido que la usaría un fruto cuando inevitablemente, a pesar de sí mismo, se pudriera. Él sabría que era una transformación inexorable. De todos modos, creo yo, se avergonzaría un poco de su estado; de haber llegado, cierto que sin impurezas originales, a una especie de impureza final. Es algo semejante, muy semejante.
Al decir «hacérmelo perdonar», me refiero al resultado, pero no al tránsito, no al recorrido. Hay algo independiente y poderoso que actúa dentro de mí, vigilado por mí, contenido por mí, pero nunca vencido. Es como ser dos. Dos que dan vueltas constantemente, persiguiéndose. Pero, a veces me he preguntado: ¿quién a quién? Llega a perderse todo sentido. Lo único que preocupa es que no se alcancen. Sin embargo debe haber ocurrido ya, porque aquí estoy, haciéndolo.
¡Ah, quisiera poder explicar lo patético de este enlace! No sé si es esta mitad de mí, esta con la que creo contar todavía, esta con la que hablo, la que, agotada, se ha sometido a la otra para que todo acabe de una vez, o si es la otra, esa que rechazo y hostigo, esa contra la que he luchado durante tanto tiempo, la que por fin se yergue victoriosa.
No sé; de todos modos es una derrota. Pero tal vez una derrota buscada, hasta anhelada. ¿Cómo voy a saberlo ya? Sé que solamente bastaría un momento, este, o este, o este… cualquier momento. Pero ya han pasado varios; ya han pasado los que gasté en decir que podrían ser los finales. Bastaría con no escribir una palabra más, ni una más… y yo habría vencido.
Bueno, no yo, no yo totalmente; pero sí esa mitad de mí que siento a mi espalda, ahora mismo, vigilándome, en espera de que yo ponga la última palabra; viendo cómo voy alargando la explicación de la forma en que podría vencer, cuando sé perfectamente que el explicar esa forma es lo que me derrota.
No escribir. Nada más. No escribir. Ésa es la fórmula. Y levantarme ahora mismo, lavarme las manos y huir. ¿Por qué digo huir? Simplemente irme. Tengo que ser sencillo. Debo irme. Así no tengo que explicar nada. Debo poner un punto y levantarme. Nada más. Un punto común y corriente, que no parezca el último. Disfrazar el punto final. Sí, eso es. Aquí.
Eso es, pero ¿para quién? Deseo aclarar esto. (Es sólo un pequeño, momentáneo retorno, después me iré.) Yo no quiero escribir. Pero quiero notar que no escribo y quiero que los demás lo noten también. Que sea un dejar de hacerlo, no un no hacerlo. Parece lo mismo, ya sé que parece lo mismo. ¡Es desesperante! Sin embargo, sé que no es igual. Por lo contrario, sé que es absolutamente distinto, terriblemente distinto. Porque el dejar de hacerlo quiere decir haber caído y, no obstante, haber salido de ello. Es la verdadera victoria. El no hacerlo es una victoria demasiado grande, sin lucha, sin heridas.
¡Ahí está otra vez! Es lo que pasa siempre. Después de escrita una cosa, o hasta cuando la estoy escribiendo, se empieza a transformar y me va dejando desnudo. Ahora pienso que lo importante, lo valioso sería precisamente no hacerlo. Esa lucha, esas heridas de que hablé antes tan… ampulosamente, no son más que el escenario y el decorado de la actitud.
¿Para qué voy a emprender una batalla que quiero ganar, si de antemano sé que no emprendiéndola es como la gano?
Es mucho más fácil: sencillamente no escribir.
Pero entonces resulta que queda en la sombra, oculta para siempre, la decisión de no hacerlo. Y esa intención es la que me interesa esclarecer. Necesito decirlo. Empezaré confesando que ya he escrito algo. Algo igual a esto, explicando lo mismo. Perdonen. Tengo dos cuadernos. Uno de ellos dice, en alguna parte:
Hoy he comparado los dos cuadernos. Así no podré terminar nunca. Me obstino en escribir en éste lo que después, si considero que puede interesar, pasaré al número dos, ya cernido y definitivo. Pero la verdad es que el cuaderno número dos está vacío y éste casi lleno de cosas inservibles. Creí que era más fácil. Pensé, cuando decidí usar este sistema, que cada tres o cuatro noches podría pasar al cuaderno dos una parte seleccionada de lo que hubiera escrito en éste, que llamo el número uno y que es una especie de pozo tolerante, bondadoso, en el que voy dejando caer todo lo que pienso, sin aliño y sin orden. Pero la preocupación es sacarlo después, poco a poco, recuperarlo y colocarlo, ya limpio y aderezado, en el cuaderno dos, que será el libro.
No; creo que no lo haré nunca.
Me sorprende poder escribir: «creo que no lo haré nunca». Pero esta noche estoy tranquilo, sereno, resignado mansamente al fracaso. También me sorprende poder escribir la palabra «mansamente», aplicándola a mí mismo, porque la tenía reservada para mi madre. Pensaba: cuando yo la describa en alguna parte del libro, usaré varias veces el término «mansamente». A costa de esa palabra tengo que revelarla. Para mí había preparado otras. Hoy no importa usar aquélla. Esta noche soy verídico. (No me gusta esta última palabra: es dura, parece de hierro, con un gancho en la punta. En el cuaderno dos la suprimiré.) Soy sincero. Esta noche soy sincero.
Sé que no podré escribir. Sé que el libro, si lo termino, será uno más entre los millones de libros que nadie comenta y nadie recuerda. A veces repito mi nombre: José García. Lo veo escrito en cada una de las páginas. Oigo a las gentes decir: «el libro de José García». Sí, lo confieso. Hago esto con frecuencia y me gusta hacerlo. Pero de pronto, violentamente, se rompe todo.
¡Qué absurdo, Dios mío, qué absurdo! Si el libro no tiene eso, inefable, milagroso, que hace que una palabra común, oída mil veces, sorprenda y golpee; si cada página puede pasarse sin que la mano tiemble un poco; si las palabras no pueden sostenerse por sí mismas, sin los andamios del argumento; si la emoción sencilla, encontrada sin buscarla, no está presente en cada línea, ¿qué es un libro? ¿Quién es José García? ¿Quién es ese José García que quiere escribir, que necesita escribir, que todas las noches se sienta esperanzado ante un cuaderno en blanco y se levanta jadeante, exhausto, después de haber escrito cuatro o cinco páginas en las que todo eso falta?
Hoy descanso. Hoy digo la verdad. No podré escribir jamás. ¿Por qué entonces esta necesidad imperiosa? Si yo lo sé bien: no soy más que un hombre mediano, con limitada capacidad, con una razonable ambición en todos los demás aspectos de la vida. Un hombre común, exactamente eso, un hombre igual a millones y millones de hombres. ¡Ah, quisiera que alguien me contestara! ¿Por qué entonces esta obsesión? ¿Por qué este dolor desajustado? ¿Por qué un libro no puede tener la misma alta medida que la necesidad de escribirlo? ¿Por qué habita esta espléndida urgencia en tan modesto, oscuro sitio?
Pensé que era fácil empezar. Abrí un cuaderno, comprado expresamente. Preparé un plan, hice una especie de esquema. Con letra de imprenta y números romanos, muy bien dibujados, puse: CAPÍTULO I.—MI MADRE. Pero inmediatamente sentí el temor. No, no puedo comenzar con eso. Parecería que como no tengo nada importante qué decir empiezo por los primeros pasos, por el balbuceo. Pensarían que para no caer me aferro a la falda de mi madre, como cuando era niño.
Así, para poder escribir algo, tuve que mentirme: escribo para mí, no para los demás, y por lo tanto puedo relatar lo que quiera: mi madre, mi infancia, mi parque, mi escuela. ¿Es que no puedo recordarlos? Los escribo para mí, para sentirlos cerca otra vez, para poseerlos. El niño, como el hombre, no posee más que aquello que inventa. Usa lo que existe, pero no lo posee. El niño todo lo hace al través de su involuntaria inocencia, como el hombre al través de su congénita ignorancia. La única forma de apoderarnos hondamente de los seres y de las cosas y de los ambientes que usamos, es volviendo a ellos por el recuerdo, o inventándolos, al darles un nombre. ¿Qué sabía de mi madre cuando tenía yo nueve años? Que existía, solamente. «Mamá está durmiendo…, mamá ha salido…, mamá se va a enojar…» Éramos entonces demasiado reales, demasiado actuales para poder darnos cuenta de lo que éramos y de cómo éramos.
Pero claro, yo mentía deliberadamente. No escribo para mí. Se dice eso, pero en el fondo hay una necesidad de ser leído, de llegar lejos; hay un anhelo de frondosidad, de expansión. Entonces pensé que no podía usar situaciones y sentimientos personales que reducirían, que localizarían el interés. Y empezó la lucha por atrapar el concepto, la idea amplia, de entre el montón de paja acumulado en mi cuaderno número uno. Es lo difícil. Del párrafo anterior, por ejemplo, me gusta esto: «regresar, por el recuerdo, para poseer con mayor conciencia lo que comúnmente sólo usamos». Pienso: ¡en torno a esto, en torno a esto hay que poner algo! Pero la frase se me queda así, seca, muerta, sin el calor que tiene cuando la empleo para justificarme.
Alguna vez creí que no era bueno el sistema de tener dos cuadernos. Para el número dos no encontraba nada digno, nada suficientemente interesante y logrado. Tiene que ser directo, decidí, y me puse a escribir con valor, sin titubeos, resuelto a empezar. Al día siguiente tuve que volver al antiguo método. Sólo había escrito:
«Estoy aquí, tembloroso, preparado, en espera de la idea que no llega. Es un momento difícil. Al principio uno no sabe cómo hacer para atrapar a los lectores desde la primera palabra. A los lectores o a uno mismo. Uno puede ser su lector, su único lector, eso no tiene importancia. Escribo para mí; que quede bien entendido.
Escucho con avidez los ruidos de la casa; dirijo la mirada a todas partes. De alguna tendrá que venir una sugestión, un recuerdo, una voz…
¡Los ruidos! ¿Qué puedo recibir de ellos, conocidos hasta el cansancio? Hay uno: el murmullo tierno de una mujer que va y que viene haciendo cosas mínimas. Por el número de pasos sé perfectamente en dónde se encuentra y a dónde se dirige. En la cocina, el discreto ruido personal se acompaña de otro, peculiar y molesto. Parece que el simple hecho de que alguien entre en la cocina pone en movimiento los platos, los cubiertos, la llave del agua. Hay un tintineo y un gotear enervantes. Además, fatalmente, algo cae. Menos mal si se rompe, porque entonces el ruido termina pronto y tiene una especie de justificación dramática. Lo terrible es cuando caen esas tapas de peltre o aluminio que siguen temblando en el suelo, en forma ridícula, y que no sufren daño alguno con el golpe. Es inevitable; cuando ella entra a la cocina tengo que permanecer quieto, prevenido para que no me sorprenda el estrépito. Esto me hace perder tiempo pero, debo decirlo, en el fondo me agrada encontrar una excusa para quedarme un rato en blanco, para legalizar un momentáneo descanso.»
Eso era todo. Naturalmente no lo utilicé. No tiene interés. No sé cómo empecé a hablar de esos ruidos domésticos que de tan oídos nadie escucha ya. Salió tal vez por el miedo que tengo a lo que ocurre después: ella que se acerca y entra en mi habitación secándose las manos. Luego, todavía húmedas, las pone sobre mi cabeza, y pregunta, como todas las noches:
—¿Estás cansado?
Antes de oír mi respuesta lanza una mirada al cuaderno, casi vacío. ¿Para qué ve el cuaderno? ¿Para qué me pregunta? ¿Cómo voy a contestarle que sí, que estoy rendido, exhausto de no haber escrito una sola línea? ¿Cómo lo va a entender si ella, mientras tanto, ha hecho una serie de cosas rudas; ha caminado por toda la casa, llevando, trayendo, lavando, limpiando…? ¿Cómo va a entender que esas cosas, que se pueden hacer pensando en otras, no agotan como las que no pueden hacerse ni pensando constante, profunda, desgarradoramente en ellas mismas?
Lo real, lo que se ve, no obstante, es que ella ha trabajado y yo no. Que ella viene a preguntarme si estoy cansado y que yo no sé qué contestarle. Entonces hago a un lado, rabioso, el cuaderno, me irrita su ternura y aun sabiendo que no existe, simulo percibir un fondo irónico en su pregunta, y contesto con violencia:
—¿Cansado de qué? Ya lo has visto, no he hecho nada. ¡Tú, en cambio, debes estar rendida! ¡Desde hace dos horas estás haciendo cosas importantes!
Permanece callada un momento. Después dice:
—Importantes no, pero hay que hacerlas… Y sí, estoy cansada. Buenas noches.
¡Ya está! ¡Ahora la vergüenza de haber sido injusto! La severidad, la razón, la eficacia están con ella siempre. Todo lo limpio y claro le pertenece. Es, ha sido toda su vida, un bello lago sin el pudor de su fondo. Se asoma uno a él y lo ve todo; lanza uno la piedra y puede contemplar su recorrido y el sitio en que por fin se detiene. No queda nunca zozobra ni duda; sólo remordimiento.
Y después buscar la reconciliación, dar la excusa… Lo mejor es recurrir a explicaciones comunes: fatiga, nervios. Aunque la realidad sea bien distinta. Me gustaría decirle:
—Te trato mal porque me molesta tu equilibrio, porque no puedo tolerar tu sencillez. Te trato mal porque detesto a las gentes que no son enemigas de sí mismas.
Pero… ¡cómo voy a decirle esto a quien vive sostenida por su propia armazón, alimentándose de su rectitud, del cumplimiento de su deber, de su digna y silenciosa servidumbre!
Pero tampoco puedo decirle:
—Perdóname, tienes razón. Te trato mal porque he pasado toda la noche empeñado en hacer algo imposible, superior a mis fuerzas… porque lo sorprendiste y me avergoncé.
No puedo porque provocaría una de esas escenas sentimentales que la obligan a decir cosas falsas, en las que ella no cree y que me dan la impresión de que me están untando pomadas en la cara:
—No lo tomes así, no te desesperes… ¡Claro que puedes escribir! Lo que pasa es que hoy estás cansado, mañana saldrá mejor, ya lo verás.
¡Mentira! En el fondo ella tampoco cree que yo pueda escribir un libro; ¡ni le importa que escriba o no! Es decir, no le importa lo que escriba. Le gustaría que pudiera hacerlo, pero sólo como forma de tranquilizarme. Todo lo ve al través de mi cuerpo: mi peso, mi estómago, mi garganta… No se decide a interponerse directamente, pero tiene un sordo rencor porque intuye mi desaliento.
Un día se atrevió, el único:
—¡Deja ya esa locura, te estás acabando! ¡No sé por qué te empeñas en escribir!
¡La hubiera matado en ese momento!
Pero todo lo hace por mi bien, por lo que ella cree que es mi bien. Lo comprendo perfectamente; por eso es más difícil la situación, porque no puedo evitar tratarla con aspereza cada vez que me ve escribiendo y me interroga, creyendo halagarme.
Y después las explicaciones, las excusas, la vigilancia sobre mí mismo para no dejarme caer en la necesidad de ser consolado y confesarle lo que no quiero confesar a nadie. Entonces me da miedo hablar. Quisiera que bastara con acercarme a ella y mirarla profundamente. ¡Las palabras! Las palabras que tienen que explicarse, que matizarse, que contestarse. ¡Y pedirle perdón! Esto es lo que temo, porque entonces afirma sus ideas, que son justas, pero que no lo son. Esto lo entiendo yo. No puedo explicarlo.
Mi abuela me pidió perdón un día; un perdón tierno y altivo que no olvidaré nunca. Yo era su nieto preferido y merecía la distinción porque ella era mi abuela preferida. Cierto que no conocía a la otra, que vivía en España y que no me interesaba lo más mínimo, pero tenía buen cuidado de hacerlo notar:
—Mis hermanas dicen que tenemos otra abuelita…, la tendrán ellas…, para mí tú eres la única.
Lo decía para halagarla, pero cuando un día recibimos de España una carta de luto, anunciando que mi abuela había muerto, yo sentí un extraño remordimiento. Esto me hizo recordarla mucho más tiempo del que mis hermanas, que nunca la negaron, emplearon en olvidarla por completo.
Mi abuelita me decía unas cosas que cuando estábamos solos me gustaban, pero que me avergonzaban en presencia de mis hermanas o de los muchachos vecinos. Siempre me comparaba con flores. Parecía que no había belleza en el mundo más que en las flores. Pero eso daba a su ternura un tono excesivamente femenino, que yo no podía tolerar más que en la intimidad:
—¡Mi rosita de Castilla, mi rosita de Jericó, mi botón de rosa!
Yo no me atrevía a pedirle que no me dijera en público esas cosas. Un día, sin embargo, fui rodeándola con preguntas:
—Abuela, ¿qué es Jericó?
—Jericó, hijo, es donde se dan las rosas más bonitas.
Seguramente ella no sabía dónde estaba Jericó, porque inmediatamente explicaba:
—Son unas rosas preciosas, lo dicen los libros. Tú eres mi rosita de Jericó.
—Pero… abuela. ¡No me digas así, por favor…!
No había forma. Ella se reía de estos brotes de hombría, me abrazaba y volvía a llamarme su rosita de Castilla, de Jericó y de otros lugares que ahora no recuerdo.
jueves, 27 de octubre de 2016
Reflexiones sobre el libro “Los amores imaginarios” Por: Enrico Pugliatti.
Reflexiones sobre el libro “Los amores imaginarios”
Por: Enrico Pugliatti.
La impecabilidad de las ediciones de la Euned, en muchos casos hay que decirlo, denota una labor de edición digna de ser mencionada. Nos complace deslizar los dedos por el papel editorial y contemplar los amplios blancos que dignifican la impresión. Todo un acierto de Euned.
Repasamos los poemas publicados en “Los amores imaginarios” de Gustavo Arroyo, un domingo de octubre, donde la ciudad se aburre en los centros comerciales y no hay llamadas a mi celular. Los amigos son pocos, así como las sorpresas de la vida.
Nos centramos en este libro. El volumen está conformado en cinco partes. Como dijimos, la edición de Euned es ejemplar, aunque para nuestra sorpresa, pillamos algunos cambios bruscos en el tamaño de la tipografía (p. 51, últimas cinco líneas, y toda la p. 51, p. 55, línea 3 de p. 56, p. 81, etc.), lo cual amerita corregirse.
El tono de la poesía de Arroyo es grave, confesional. Nos referimos a sus fortalezas y luego a lo que concebimos para nosotros como debilidades.
Como fortalezas, el poeta Arroyo es valiente en mostrarnos la sombra, incluso cuando cierta retórica no logra ocultarla.
Nos atrae en algunas ocasiones esa cualidad sombría de sus versos. Incluso esa opaca dilucidación de su cosmos personal. Por ejemplo, en “Prénoms”, que es una prosa poética, encontramos un acierto: “Creo que el único destino es seguir hundiéndome, hasta que la arena me llene la boca, hasta que tenga que comer aceras y vitrinas”. Y nos ha dejado la idea de que el poema “Movimiento letánico de la renegación” es una fuerte exposición que debió mantenerse como modelo para el mismo autor, solo quitándole algunas reiteraciones como: “Actúo por convicción / odio por defecto”. Pues, el poema empieza ya diciendo: “Maldito sea tu nombre, Ciudad…” Y las maldiciones se continúan. Evidentemente este es un poema que tiene fuerza propia y que fluye desde una necesidad de ser fidedigno con lo que se experimenta. Las maldiciones obviamente son reproches, las búsquedas fallidas, las humillaciones impunes… Nos conmovió.
Las debilidades las encontramos en cuanto a su personal concepción de lo que es la poesía. Tal vez hoy se redunde en un concepto tan amplio que todo cabe si el poema tiene una disposición versicular o si la carátula nos avisa que nos enfrentaremos a un poemario. Pero mantenemos siempre la duda cartesiana, ante tal amplitud. Y decimos esto por cuanto el poeta, que tiene bastante asomo de sinceridad para escribir sus poemas, nos impide acceder a esta por un conceptualismo grisáceo que lamentamos. Los siguientes dos versos son muestra de ello: “La guerra es una noche hambrienta / que se deshace en postergaciones sangrantes”. La pregunta es: ¿qué nos quiso decir, si incluimos ya en el significado de la palabra “guerra” lo sangrante? El esfuerzo aquí por imaginar cualquier cosa es inútil si no nos hirió el verso con la gozosa sencillez que le pedimos a los poetas, aunque se declaren en guerra contra el mundo.
Tampoco es afecto el poeta a cierta musicalidad requerida en todo poema, a cierto ritmo desprovisto de esfuerzos de dicción, como en el siguiente caso: “La sorpresa tras el exabrupto terminará en lágrimas”. La dificultad de emitir tal verso por la evidente cacofonía asfixia todo intento de comunicación. Y creo que el poeta no se propuso deliberadamente tal resultado. En general, es la poesía de este libro descuidada en el trabajo de su elaboración lingüística, pues por más conceptual que sea la poesía, no implica esto que la hagamos pasar por un memorando administrativo.
Por otro lado, una evidente revisión ulterior le hubiera aportado al poeta la necesidad de podar o suprimir algunas “astucias” como las siguientes: “Cansancio de mi olor: / del olor de mis ingles / que, con ayuda de mis manos, / se me ha hecho vicio explorar / en lugares públicos; / del olor de mis manos, / que cuando no huelen a mis ingles / huelen a desinfectante o alcohol…” (p. 34). Creemos que con solo el primer verso ya era suficiente para que el lector imaginara el resto, pues la insistencia en la descripción del hábito personal lo encontramos irrelevante y la forma de expresarlo es tan poco literaria como la acción misma.
La misma indicación anterior vale para poemas muy extensos que probablemente pierden enfoque por un afán narrativo. “Estoy en Montevideo, / y aclaro no ser natural, sino turista” … “insisto en el carácter incierto y opaco / de los negocios que me trajeron a esta tierra” (pp. 10-11 “Incierta administración portuaria”). “En estos tiempos, que no son los últimos por más que intenten vendernos la idea, el recuerdo de los dioses bárbaros ha sido traído a colación, mediante juegos electrónicos en línea” (p. 29, “El único trono decente”. Son muchas las ocasiones en que la escritura no pasa el límite del común lenguaje hablado o protocolario y eso no redunda en lo que esperamos de un poeta. Por lo menos, no en nuestro acaso. Aunque la falange de amigos del lema de Todo Vale justifiquen otra veleidad, como tal vez sea una gran veleidad la nuestra la de analizar textos y comentarlos. Véase la siguiente descripción en catarata: “Todavía / en contadas ocasiones / y con extrema dependencia / del ángulo que forman / las sombras carentes de interés, / pienso en la consejería culinaria, / en el hecho más cierto hoy que antes / de que mi tío tenía razón / en su manera particular de cocinar el arroz / y esconder los secretos”. Un lenguaje reticente y protocolario que no emociona.
El poeta, cuando no se deja determinar por su retórica –que no la debiera necesitar porque aspira a la confesión genuina–, logra esos momentos por los que es válido abrir un libro. Por ejemplo, “Ventajas del oportuno aseguramiento contra riesgos infantiles” (pp. 72-73) tiende a ser algo más que pura conceptualización. Nos trata de emocionar en algo que puede ser poesía. Visión de la infancia. Pero los dos primeros versos son un renglón de prosa cortada: “El horror de los caballos de carrusel /consiste en que no parpadean…” Hubiéramos apuntado mejor: “Los caballos de carrusel no parpadean / y eso era horrible para un simple niño…” Sin embargo, esa es nuestra visión de los hechos. Y no somos poetas.
Salvamos otras líneas, a nuestro modo de ver la poesía, y son las siguientes: “No esperaba recordar así tu olor. / Había limitado mi felicidad / al hecho de percibir tu olor sin la presencia, / a punta de retroceder cintas mentales”. Solo por los tres primeros versos sabemos que el poeta de este libro tiene sensibilidad y que lucha por cristalizarla, pero añadir el cuarto verso es un despropósito. Traiciona con exceso de detalle lo que fue una buena evocación. Quizá la mejor del libro.
Resumen. A este libro le falta más labor y poda. La extensión de los poemas no es meritoria de por sí. El conceptualismo es enmascaramiento si no toca las fibras del lector. Sabemos lo que son aforismos, pero no estamos en este campo. El poeta debe vencer el lenguaje y no enmarañarnos en recuentos, justificaciones…
A todo esto, podría seguir mis reflexiones, siempre innecesarias y humildes, porque no busco más que dialogar con lo que leo y agradezco al escritor que visito y también discuto con él, como con un amigo, pero me detengo aquí. Quiero ahora oír algo de Bach, pues los domingos mi afligen de manera particular. Yo siempre he dicho que Bach y los antidepresivos.
Salgo al patio y me saluda mi perra “Endora”, mi única compañía. “Endora” le puse por aquella famosa serie de televisión. Y creo que en el fondo mi perra es una bruja que a veces conversa conmigo sin que yo la entienda.
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