jueves, 27 de octubre de 2016

Jaime Torres Bodet. IV. EL DESCUBRIMIENTO DE LA COMEDIA HUMANA.


IV


     EL DESCUBRIMIENTO DE LA COMEDIA HUMANA

     A PARTIR de 1833 los aprendizajes de Balzac pueden considerarse concluidos. Concluidos hasta el punto —muy improbable— en que los aprendizajes dejan de serlo, pues en rigor aprendemos mientras vivimos…
     Pero, si limitamos la connotación del vocablo a su valor de preparación —de preparación para la obra definitiva— podemos asegurar que 1833 marca el final del aprendizaje, lento y profundo, del escritor. Al mediar aquel año, Balzac estaba ya en aptitud de efectuar el balance de su pasado y de revisar el programa de su futuro. En lo sentimental, su pasado era una figura conmovedora: Laura de Berny. En lo material, una lucha constante con el destino, una carrera intrépida contra el tiempo. Deudas, acreedores, liquidaciones. Y otra vez deudas y acreedores. Y acreedores y deudas, sin término ni perdón. En lo literario, una larga época de tanteos, de errores, de ensayos, de libros que le avergüenzan. Un silencio fecundo: el del impresor en su taller de la calle Marais-Saint-Germain. Y una nueva etapa, la del aprendizaje fructuoso, iniciada en 1829 con El último chuán. Después, un ansia de conocer, por experiencia propia, todos los registros del género novelesco y de tocar todas las teclas del piano ante el cual la vida lo colocó: el cuento, la novela corta, el relato filosófico, el análisis autobiográfico, el episodio de evocación histórica, la novela de caracteres, la de aventuras, la de costumbres, la provinciana, la parisiense, la militar…
     Entre todos esos esfuerzos para vencer al mundo —y para descubrirse a sí mismo— una cosecha de magistrales realizaciones. En el cuento: La grenadière, El recluta, Un episodio bajo el terror. En la novela corta: Gobseck, La obra maestra desconocida y, sobre todo, El coronel Chabert. En la novela de dimensiones más ambiciosas: Eugenia Grandet y, sobre todo, La piel de zapa. Ésta, en resumen, es el germen de todo lo que veremos crecer más tarde en la inmensidad de su gran Comedia. ¡Concepción admirable! Plantea un apólogo oriental, dramático y tenebroso, dentro de la atmósfera de Occidente. Tanto —o más— que la amargura de Schopenhauer, anuncia ese libro a Nietzsche. Su desenlace recuerda al siglo que lo inspiró la frustración del anhelo, pues el talismán se reduce a cada triunfo de la apetencia. Si pidiéramos de una vez todo cuanto deseamos, desaparecería la piel de zapa y, con ella, desapareceríamos también nosotros.
     En cuanto al programa de su futuro, Balzac preveía dos largas fidelidades: la fidelidad a la obra que había prometido a su hermana Laura y la fidelidad a la interesante desconocida que le escribía, desde Wierzchownia, las cartas de «la extranjera». Desconocida, la extranjera dejó de serlo para Balzac ese mismo año. Se vieron en Neufchatel, el 26 de septiembre. La condesa había persuadido a su esposo. Se detendrían algunas semanas en Suiza, durante el viaje que hicieron ambos aquel verano. Enterado del viaje, Balzac olvidó la pluma. Bajo un nombre ficticio, «el marqués de Entraigues», fue a saludar a la que llamaba «su ángel amado». Cinco días duró aquella extraña y recíproca indagación. Cinco días, más o menos sacrificados a la presencia del conde Hanski; cinco días bastante breves para no darles la ocasión de contradecirse; y bastante largos para que Balzac obtuviera un beso y la esperanza de una posesión menos cerebral.
     ¿Cómo era Evelina Hanska? Desde el punto de vista de la apariencia física, su retrato más difundido, pintado por Daffinger en 1835 —dos años después del encuentro de Neufchatel— nos la presenta con una pompa no desprovista de barroquismo. Un amplio vestido de terciopelo; un escote más planisférico que insular, todo nieve y rosa, blandura y nácar; un peinado de rizos simétricos y brillantes, en cuyas ondas se adivina la huella ardiente de las tenazas del peluquero; una frente imperiosa; dos ojos grandes y bien rasgados; una boca cerrada sobre su enigma, y que parece digna de paladearlo; una pesada cadena de oro, para sostener los impertinentes con cuyo mango la mano —ancha y voluntariosa— juega sin alegría. Única lágrima confesable —y, probablemente, única lágrima verdadera— la gota trémula de una perla señala, e ilustra a un tiempo, el broche que da al escote más realce que discreción.
     Todos los detalles del retrato de Daffinger (salvo la mano, demasiado consciente de su dominio) son los detalles de una mujer hermosa. El conjunto ya no lo es. Sobran telas, rizos, volutas, curvas, adornos. Presentimos que tantos metros de terciopelo no habrían sido necesarios para un cuerpo menos robusto. Por lo que el escote asegura, nos damos cuenta de que la robustez prometida acabará sin tardanza en obesidad.
     ¿Quiso en verdad a Balzac Evelina Hanska? Todo se ha dicho sobre ese idilio, venerable casi por prolongado: desde los elogios de la señora Korwin-Piotrowska, para quien Evelina fue la inspiradora insustituible, hasta los vejámenes de Octavio Mirabeau. Es posible que no mereciese Evelina ni estos vejámenes ni aquellos ditirambos. «La extranjera» existe en la historia de la literatura, sólo porque Balzac la amó.[8] Fue ella lo que Balzac aceptó que fuese: una promesa distante, la dirección de un ser ante el cual quejarse, un pretexto para sentirse amado, un personaje compuesto por el autor como los héroes más singulares de sus relatos; menos real para él, a veces, que la señora Marneffe o la prima Bela, aunque, a fuerza de creer en su fantasía, el novelista acabó por ser la víctima de su invento, el esclavo de su criatura, y, al final de la vida, un cardíaco Pigmalión.
     Después de la entrevista de Neufchatel, Honorato volvería a encontrar, en Ginebra, a Evelina Hanska. Pasó con ella la Navidad de 1833. Se despidieron el 8 de febrero de 1834. Transcurrieron, así, cuarenta y cuatro días de intimidad —más o menos disimulada— entre el creador y su obra menos sumisa.
     La condesa tiene —o finge— celos retrospectivos. Honorato exalta la figura de Laura de Berny; pero no vacila en asegurar a Evelina que, «desde hace tres años, su vida ha sido tan casta como la de una doncella». Se olvida, entonces, de María du Fresnaye y, acaso, de varias otras. Los amantes, porque ya lo son, no habitan el mismo albergue. El de Balzac —el Hotel del Arco— se convierte en lo que llamaban los comisarios de aquellos días «el teatro del adulterio». Pobre teatro, mucho menos famoso que el cuarto parisiense bajo cuya lámpara escribió Balzac tantas cartas cordiales «a la extranjera». Evelina no puede —y no quiere— separarse del Conde Hanski. El conde ha decidido, a su vez, excursionar por Italia y pasar más tarde, en Viena, una temporada bastante larga. El presidio del novelista —instalado en París de nuevo— no le permite acompañar a su amiga hasta Nápoles y Florencia. Pero Viena está cerca de Wagram. Y Balzac se propone allegar material informativo para La batalla, la novela guerrera que no terminará nunca. Una carta imprudente, indiscreta, demasiado efusiva, interceptada por el marido de la extranjera, pone todo en peligro súbitamente. El novelista aguza su ingenio e inventa una absurda historia. El Conde Hanski la admite por elegancia, o por indolencia, o, más bien, por debilidad frente a su mujer.
     El 9 de mayo de 1835, Honorato toma el camino de Austria. En Viena, lo recibe Metternich, el padre de aquel príncipe seductor a quien el hombre de letras no pudo substituir en los favores de la marquesa de Castries. A principios de junio, Honorato regresa a Francia. Visita —en La Bouleaunière, a su enamorada de siempre, Laura de Berny, muy enferma ya en esa época, espectro de lo que fue. Desde entonces hasta agosto de 1843 (por espacio de más de ocho años), el correo será la única relación efectiva entre Balzac y Evelina Hanska.
     ¿Pudo creer «la extranjera» en la fidelidad material de su novelista? Las razones para desconfiar de esa lealtad no dejaban de ser visibles. En 1836 murió Madame de Berny. Honorato no estuvo presente en su cabecera, para recibir un último adiós. Sus manos no cerraron los ojos de la «Dilecta». Sus pasos no la siguieron hasta la tumba. Y no porque el escritor estuviese entonces abrumado por las tareas de La comedia humana. Volvía de Italia. Le había acompañado, en Turín, un pajecillo tan encantador como sospechoso, Carolina Marbouty, mujer mucho más que libre. Disfrazada de hombre —el disfraz no engañaba a nadie— fue tomada, en determinados salones, por Jorge Sand.
     La vejez y la declinación dolorosa de la «Dilecta», la ausencia de «la extranjera», explican la audacia de Carolina. Pero Carolina Marbouty no era la única en inquietar a la vigilante condesa Hanska. Antes que Carolina —y después de ella— otra mujer conquistó a Balzac: Sarah Lowell, «una bacante rubia», a quien los balzacianos evocan sin omitir el título de su esposo: el conde Guidoboni-Visconti.[9] Esta nueva condesa inauguró uno de los refugios más célebres de Honorato: la casa que alquiló, con el nombre de «la viuda Durand», en la calle de las Batallas, ubicada en Chaillot. Chaillot no era entonces un barrio céntrico y populoso. Era un suburbio apacible, como —en México— Tacubaya, en las postrimerías del porfirismo. En su casa de la calle de las Batallas recibió Balzac ciertas noches a Sarah Lowell, en un boudoir parecido al de Paquita Valdés, la «muchacha de los ojos de oro».
     Sarah Lowell no fue una visitante rápida de Balzac. Fue su guía, su colaboradora, su huésped… Y, si liemos de creer al memorialista de Balzac mis a nu, la madre de un hijo del escritor: Leonel-Ricardo, nacido en Versalles el 29 de mayo de 1836.
     Para servir los intereses de la familia Guidoboni-Visconti, Honorato tuvo que ir a Milán en 1837. Y, para huir de la policía —que uno de sus acreedores, Werdet, había lanzado sobre sus huellas—, Balzac se ocultó ese año, en junio, en casa de la condesa. Libre de aquella persecución, porque Sarah Lowell le prestó las sumas indispensables para apaciguar a Werdet, Honorato decide explotar los yacimientos argentíferos de Cerdeña. Se embarca en Marsella y se detiene, durante la primavera de 1838, en las minas de Argentara y de la Nurra. Según lo han comprobado después otros financieros, menos novelescos pero más ricos, sus hipótesis eran justas. Sin embargo, el proyecto de Balzac quedó en proyecto.
     De nuevo en Francia, otra mujer lo cautiva: Elena de Valette. Con ella recorre los pintorescos lugares de la Guérande. Ella le inspira algunas de las páginas de Beatrix. Y está su sombra tan asociada con la de Sarah en el ánimo de Honorato, que la dedicatoria de esa novela plantea a los balzacianos algunos problemas de exégesis, arduos de resolver. Releamos la admirable dedicatoria: «A veces, el mar deja ver una flor marina: obra maestra de la naturaleza. El encaje de sus redes, tintas en púrpura, rosa, violeta y oro, la frescura de sus vivientes filigranas, su tejido de terciopelo, todo se marchita en cuanto la curiosidad la recoge y la expone sobre la playa… Como esa perla de la flora marina, quedaréis aquí, sobre la arena delgada y blanca… escondida por una ola, y diáfana solamente para algunos ojos, tan amigos como discretos»… El homenaje estaba sin duda rendido a Sarah, pero las imágenes marítimas hacen pensar en Elena. Evelina Hanska debió preguntarse qué musas suscitaban esos arpegios verbales y oceanógraficos, raros después de todo, en la prosa de su corresponsal.
     En 1841, cinco años después de la desaparición de Laura de Berny, el Conde Hanski murió. Balzac y «la extranjera» podrán finalmente unir sus destinos. Por lo menos, así lo piensa Balzac. «La extranjera» parece menos apresurada. En 1843, para persuadirla, Honorato irá a San Petersburgo. Otro viaje. Y otro regreso a París, a donde llega con el invierno. Su salud flaquea por todas partes. Vivió —ha dicho alguien— de cincuenta mil tazas de café. Y murió de ellas. El doctor Nacquard tiene que cuidarlo de una aracnitis. Pero La comedia humana no se interrumpe, ni se interrumpe tampoco su inagotable correspondencia con «la extranjera». Va a visitarla, en Dresden, en agosto de 1845. Pasea con ella por Italia. La instala en París, de incógnito, por espacio de unas semanas. Esto último encoleriza a Madame de Brugnol, medio concubina y medio ama de llaves del novelista. Tal señora, cuya partícula nobiliaria era tan artificial y tan discutible como la usurpada por Honorato, se llamaba realmente Luisa Breugnot. Obligó a Balzac a comprarle —y a muy buen precio— algunas cartas de la señora Hanska, caídas entre sus manos.
     Piafan los meses, como corceles impacientes. Distante otra vez la señora Hanska, siguen amontonándose las cuartillas, las cartas, los borradores y las pruebas de imprenta, sobre la mesa del escritor. En septiembre de 1847, Balzac pasa unos días con Evelina en su castillo de Wierzchownia y, después, en Kiev. Regresa a París en febrero de 1848, a tiempo para presenciar las jornadas revolucionarias del 21 y del 22 y la caída de Luis Felipe. Con la edad, los viajes y las novelas no se detienen. Balzac vuelve a Wierzchownia durante el otoño de 1848. Dedica su invierno, en Ucrania, a los amores de la condesa. Su corazón hipertrofiado lo atormenta cada vez más. Sobreponiéndose a tales padecimientos, sigue a Evelina en su viaje a Kiev. El 14 de mayo de 1850 la pareja se casa al fin. El matrimonio se efectúa en Berditcheff, en la Iglesia de Santa Bárbara.[10]
     Mientras tanto, la casa que Balzac preparó amorosamente en París, rue Fortunée —¡hay nombres que resultan sarcásticos!— había ido poblándose con objetos y muebles de lujo. Los recién casados llegan a esa casa en la noche del 21 de mayo. Llaman. Nadie responde. Por las ventanas, se ve el brillo de los candiles. Alguien debe estar en el interior. Un cerrajero se decide a violar la puerta. El misterio se explica: el mayordomo de Balzac se había vuelto loco.
     Todo lo que toca a Balzac se hace balzaciano inmediatamente. Todo lo que vive parece haber sido soñado por su febril imaginación. Peto nada tan balzaciano como el período que precede a su muerte. Desde el 21 de mayo hasta la noche del 17 al 18 de agosto de 1850, en que falleció, la existencia del novelista es una agonía tremenda y desmesurada. Una peritonitis lo abruma el 11 de junio. Hidrópico y sitibundo, el enfermo reclama, no a los doctores del París elegante que lo rodea, sino a Bianchon, el Dr. Bianchon: uno de los personajes más conocidos de su Comedia humana. Por supuesto, Bianchon no acude. Y Balzac perece, mientras la señora Hanska descansa en su apartamiento, si es que descansa. La madre de Honorato es quien lo vela, durante las últimas horas; esa madre de la que dijo, en un grito sacrílego, que le había odiado desde antes de nacer.[11] El 21 de agosto se celebraron las honras fúnebres, en la iglesia de San Felipe. El entierro se llevó a cabo, el mismo día, en el cementerio del Père-Lachaise, tantas veces evocado en la obra del novelista. Allí, entre las frondas del Père-Lachaise, había paseado largamente durante su juventud, en los tiempos en que escribía su primer drama: aquel Cromwell que no logró interesar al señor Andrieux. Allí, uno de sus personajes (acaso él mismo, encarnado en el cuerpo de Eugenio de Rastignac) acompañó hasta la tumba, una tarde del mes de febrero de 1820, al padre de Delfina de Nucingen, el viejo Goriot. Desde allí, había lanzado el político en cierne su célebre desafío a la gran ciudad: «¡Ahora, a nosotros dos!»…
     París hizo honor al reto. Para rendir el último tributo al creador de Eugenio de Rastignac, se habían reunido en el Père-Lachaise hombres como Victor Hugo, Sainte-Beuve, Berlioz, Chassériau, Henri Monnier, Ambroise Thomas y Alejandro Dumas. El primero dijo su oración fúnebre: «El señor de Balzac era uno de los primeros entre los más grandes y uno de los más altos entre los mejores… Todos sus libros forman un solo libro —viviente, luminoso, profundo, en el que vemos ir y venir, y marchar y moverse, con no sé qué de azorado y terrible, confundido con lo real, toda nuestra civilización contemporánea. Libro maravilloso que el poeta intituló Comedia y que hubiera podido llamar Historia; libro que adopta todos los estilos y toma todas las formas, que deja atrás a Tácito y que va hasta Suetonio, que atraviesa a Beaumarchais y llega hasta Rabelais. Libro de imaginación y de observación, que prodiga lo verdadero, lo íntimo, lo burgués, lo material, lo trivial, y, por momentos, a través de todas las realidades —rasgadas súbita y ampliamente— deja entrever de pronto el ideal más sombrío y también más trágico. A hurto suyo, quiéralo o no, el autor de esa obra inmensa y extraña pertenece a la fuerte estirpe de los escritores revolucionarios. Balzac va a la meta derechamente, lucha cuerpo a cuerpo con la sociedad moderna; arranca a todos alguna cosa: la ilusión a unos, la esperanza a otros y a éstos un grito de pasión… Semejantes féretros demuestran la inmortalidad. En presencia de ciertos muertos ilustres, se siente con mayor precisión el destino divino de la inteligencia del hombre, que cruza la tierra para sufrir y purificarse. Y nos decimos: es imposible que quienes fueron genios durante su vida no sean almas después de su muerte».
     Nosotros, también, detengámonos un instante. ¡Qué fuga la de Balzac! Su imperio fue el de la prisa. A caballo, en diligencia —y hasta en trineo— hemos tratado en vano de perseguirle. Nos queda, de la inútil carrera, un asomo de taquicardia. Y eso que, intencionalmente, nada hemos dicho acerca de una infinidad de episodios de su existencia. Por ejemplo, no hemos hablado de cierta «Revue Parisienne» que le costó múltiples sinsabores. No nos hemos referido tampoco, hasta ahora, a los pleitos que entabló; ni hemos mencionado, siquiera, a algunas otras mujeres que lo estimaron o, por lo menos, se interesaron en su destino. La más popular de todas fue la señora de Girardin. La más elocuente y la más discreta, una Luisa incógnita. Incógnita para él —y más, todavía, para nosotros. Fue, sin embargo, ella quien recibió, en 1836, algunas de sus cartas más emotivas: las que delatan su angustia frente a la muerte de la Dilecta. Por cuanto atañe a los pleitos, intentó uno —muy importante y sonado— contra Buloz, el dictador de las dos revistas francesas más afamadas de aquella época: La Revue de Paris y la Revue des Deux Mondes. Honorato ganó el proceso; pero su victoria le enemistó con toda una serie de literatos, dóciles a Buloz.
     Si la vida de Balzac hubiera consistido exclusivamente en la sucesión de aventuras, derroches y ruinas que hemos sintetizado, tal sucesión bastaría para explicarnos su prematura fatiga y, tal vez, su muerte. Pero todas esas aventuras, todos esos derroches y todas esas ruinas no fueron nada por comparación con el drama esencial de su inteligencia: la fabricación novelesca y apresurada de un mundo inmenso, la elaboración moral de una sociedad. Porque el exuberante y pródigo personaje que llamamos Honorato Balzac se enamoraba, viajaba, leía, se divertía, iba y venía sólo en los entreactos de aquel gran drama. La verdadera pieza ocurría lejos del público, en la soledad del laboratorio donde el autor, a razón de quién sabe cuántas páginas por hora, construía su interminable Comedia humana.
     Veamos, ahora, por años, crecer esa producción.[12] Fueron, en 1834, La duquesa de Langeais, La búsqueda de lo absoluto, El padre Goriot, Un drama a la orilla del mar. En 1835: La muchacha de los ojos de oro, Melmoth reconciliado, El contrato matrimonial, El lirio en el valle, Seraphita. En 1836: La interdicción, Facino Cane, La misa del ateo, Los empleados, La solterona, La confidencia de los Ruggieri, El hijo maldito, obra principiada cinco años antes. En 1837: Gambara, El gabinete de antigüedades, César Birotteau, La casa Nucingen. En 1839: Massimilla Doni, Los secretos de la princesa de Cadignan, Pierrette, Pedro Grassou. En 1841: Un tenebroso asunto, El martirio calvinista, Úrsula Mirouet, Memorias de dos recién casadas. En 1842: La falsa amante, Una iniciación en la vida, Alberto Savarus, Una doble familia (comenzada en 1830), Otro estudio de mujer, La Rabouilleuse. En 1843: Honorina, Las ilusiones perdidas. En 1844: La mujer de treinta años (principiada en 1828), Modeste Mignon, La musa del departamento, Gaudissart II. En 1845: Los pequeños burgueses (obra póstuma), Un hombre de negocios, Un príncipe de la bohemia, El cura de aldea, Los cómicos sin saberlo, Los campesinos, Pequeñas miserias de la vida conyugal. En 1846: La prima Bela. En 1847: El diputado de Arcis, El primo Pons, Esplendores y miserias de las cortesanas. En 1848: El reverso de la historia contemporánea.
     Semejante fecundidad constituye un indiscutible prodigio. Sobre todo si consideramos que no era Balzac un prosista fácil. Pretendía a las excelencias del estilista. Agobiaba a los impresores con pliegos enteros de correcciones que modificaban constantemente sus manuscritos. Corregía, suprimía, agregaba. Todas esas alteraciones equivalían, a veces, a una monstruosa y no siempre hábil recreación. ¡Qué diferencia entre su abundancia, tan difícil y tan abrupta, y la abundancia —fácil y tersa— de Jorge Sand! Ésta era un río, vigoroso y tranquilo, cuando no un lago. Aquélla era una cascada, un torrente avasallador; sin orden, sin armonía, sin disciplina.
     Balzac dominaba su idioma, seguramente. Y dominaba todos los léxicos contenidos en el vocabulario plástico de un idioma: el léxico del juez, el del abogado, el del médico de provincia, el del agiotista, el del perfumista, el del músico, el del notario, el del empleado, el del financiero… Sí; dominaba su idioma tanto como Gautier o como Victor Hugo. Pero no gozaba, como ellos, de ese dominio. Sufría y penaba en él. Esto nos permite entender por qué razones su gloria de novelista fue, inicialmente, menos francesa que europea y occidental. Para quien disfrutaba con la lectura de Chateaubriand —no digamos ya de Voltaire—, un capítulo de Balzac debió ser, en 1850, una tortura del espíritu. Balzac lo advertía. O lo adivinaba. Pero, cuanto más lo advertía, más se empeñaba en adornar y en pulir su estilo. Y cuanto más lo adornaba, más pesado lo hacía y menos sutil.
     Nada de cuanto afirmo nos da derecho para pensar que Balzac no era, en sus mejores momentos, un gran prosista. Pero lo era un poco a pesar suyo. Lo era cuando la fuerza de su alucinación interior no le daba tiempo para substituir al epíteto inevitable el adjetivo declamatorio. Entonces lograba sorprendentes aciertos: páginas en las que tocamos, como en las estatuas de Miguel Ángel, los músculos de la vida. No quiero hablar de su estilo. Si me he referido a él, aunque sea someramente, es sólo para insistir todavía más sobre el titánico esfuerzo de un escritor que, a pesar de tantas dificultades, lanzó al mundo una obra de ese tamaño y de esa profundidad.
     Por otra parte, en La comedia humana, las dificultades formales no fueron nunca las más dramáticas. Otras, menos aparentes —y que el estilo no siempre exhibe— eran más graves. Una ante todo: la necesidad de la observación. ¿A qué horas vio y escuchó Balzac a los millares de hombres y de mujeres que sus novelas nos representan? Su fantasía era gigantesca. Pero partía siempre de un dato exacto, de una presencia para otros imperceptible, de una base eficaz en la realidad. Tuvo que hablar, por tanto, con militares y con notarios, con inventores y con obispos, con sabios y con dementes, con usureros y con pintores, con aventureros y con hetairas. No lo hizo, por cierto, como lo harían después los naturalistas: para tomar un registro inmediato y circunstanciado de sus palabras. En ese sentido, estrecho y tristemente profesional, Balzac no fue jamás un naturalista. Sus procedimientos eran distintos. Veía, oía, y —sin andamios de apuntes previos y minuciosos— comenzaba a andar su imaginación. Pero, para que funcionara bien esa máquina misteriosa, tenía él que haber visto, primero, ciertos perfiles o ciertos gestos; escuchado, primero, ciertos reproches o ciertas risas. Por rápidos que fueran sus alambiques, por completa que nos parezca la transmutación de los materiales que en ellos vierte, la singular reacción de los elementos que elaboró debe haber requerido de él mucho tiempo, mucha paciencia y mucha humildad.
     Se ha negado que fuese Balzac un observador. En un excelente estudio, Jules Romains ha llegado a decir que algunos novelistas «viven con intensidad extraordinaria todos esos trozos de experiencia —innúmeros y heteróclitos— de que está hecha la existencia del hombre». «Semejantes escritores» —añade— «tienen un ritmo incomparable, de emoción y de absorción. En algunas horas, viven la vida entera de un empleado, de un obrero, o de un militar». Y concluye: «No vacilaré en proclamar que seres así constituidos son supranormales. Su parentesco no se encuentra entre los eruditos y los ratones de biblioteca, sino entre los videntes, entre los mediums, entre todos los que presentan cierta ampliación —más o menos prodigiosa— de nuestras facultades ordinarias. Tal fue, eminentemente, el caso de Balzac. Tuvo, en verdad, poco tiempo para vivir. De una existencia relativamente corta, la mayor parte la dedicó, dentro de un cuarto cerrado, a sus tareas de escritor. Pero vivió algunos años de experiencia y de una experiencia cuyo ritmo fue sobrenatural, como es sobrenatural la velocidad de los acontecimientos que alojamos, a veces, en nuestros sueños».
     Retendremos, para analizarla más tarde, esta dichosa comparación entre el ritmo de la fantasía balzaciana y la rapidez del sueño. Por lo pronto, atendamos a algo que Jules Romains no resuelve muy claramente. ¿Fue o no Balzac un observador? Siempre he pensado que no es la pura observación lo que predomina en Balzac. Sin embargo, no me decido a considerarla, en su obra, como virtud de segundo término. Aun aceptando la tesis que acabo de resumir, quedaría una circunstancia: las facultades de Balzac (adivinatorias más que reproductivas) le permitieron observar mucho más de cerca y mucho más de prisa de lo que suelen hacerlo otros escritores. Pero observó; observó sin tregua. Y si no hubiera sido un observador en extremo fiel, no habría llegado a ser un inventor tan audaz de cuanto observaba.
     Observar, e inventar simultáneamente; observar quizá lo que había inventado; modelar después, pluma en mano y sobre el papel, esas alucinaciones tan realistas ¿no era aquel solo esfuerzo un trabajo en verdad enorme?… Pues bien, semejante esfuerzo, el autor se encargó muy pronto de complicarlo, y de aumentarlo incesantemente.
     Hemos aludido a sus pretensiones formales y a sus torpezas y abusos como escritor. ¡Cuán deleznables resultan tales dificultades junto a otras, que emanaron del más personal y más hondo propósito de Balzac: alojar a toda una época de su pueblo y a todo un sector biológico de la historia en los diversos departamentos de un edificio simétrico, lógico, indestructible —Escorial impreso— al que poder llamar La comedia humana! Porque Balzac, más que el Napoleón de las letras que había soñado ser, fue —en la intención, por lo menos— el Felipe II de la novela, adorador de un absolutismo del pensamiento capaz de catalogar todas las pasiones, de inmovilizar todos los anhelos y de imponer una jerarquía mental a todos los caracteres. Por algo, en el prefacio de su obra monumental, exaltó, como lámparas de su ingenio, a la religión y a la realeza. Si algo en la literatura del siglo XIX evoca el hábito del monje, es la bata severa con que envolvía su corpulencia para escribir. Y si algo, dentro de esa literatura, evoca el plano del Escorial, es el programa —rígido y simple— que el escritor escogió, en 1845, para los veintiséis volúmenes que habían de ofrecer lo mejor de su producción.
     Imaginó tres secciones. Una, la más importante (y, por así decirlo, la nave central de todo el edificio), llevaría como título Estudios de costumbres. Contendría ciento cinco novelas, distribuidas en seis series complementarias: las Escenas de la vida privada, con treinta y dos relatos; las Escenas de la vida de provincia, con diecisiete; las Escenas de la vida parisiense con veinte; las Escenas de la vida política, con ocho; las Escenas de la vida militar, con veintitrés y las Escenas de la vida en el campo, con cinco. A ambos lados de esa nave central, concibió dos secciones. Una de ellas, a la que dio el nombre de Estudios filosóficos, debía abarcar veintisiete relatos. La otra, a la que otorgó el título de Estudios analíticos, no abarcaría sino cinco. En total, ciento treinta y siete textos, de los cuales Balzac concluyó ochenta y cinco. A esos ochenta y cinco, conviene agregar, como lo aconseja Bouteron, seis novelas que se impusieron a él mientras escribía las restantes, pues —por fortuna— hasta en el Escorial novelesco surge de pronto lo imprevisible. Esas seis novelas, rebeldes al plan primitivo, fueron La prima Bela, El primo Pons, Un hombre de negocios, Gaudissart II, Las pequeñas miserias de la vida conyugal y El reverso de la historia contemporánea. Dos de ellas —La prima Bela y El primo Pons— cuentan entre las realizaciones más admirables del novelista.
     ¿De qué modo entrar en una construcción tan inmensa, aparentemente tan ordenada y, de hecho, tan laberíntica? Como si se tratase de visitar una gran ciudad —y eso es, en el fondo: una gran ciudad— Bouteron nos propone tres «guías»: la de Anatole Cerfberr y Jules Christophe (Repertorio de «La comedia humana»), aparecida en 1887; la del vizconde de Spoelberch de Lovenjoul (Historia de las obras de Balzac), publicada en 1888 y la de William Hobart Royce (Una bibliografía de Balzac), editada en 1928. El mismo Bouteron nos sugiere tres métodos de turista para pasear por las calles, avenidas y plazas de La comedia humana. Uno es el método topográfico. Dos novelas tienen como escenario el París antiguo; cuarenta y nueve el París del novecientos; cinco los alrededores de París. Treinta y cinco se desarrollan en provincia: tres en Normandía, dos en Bretaña, siete en Turena, y así sucesivamente… Otro es el método histórico. Ciertas novelas relatan hechos acaecidos antes de 1800; otras, sucesos del tiempo de Napoleón; otras describen la Francia de Luis XVIII; otras la época de Carlos X; otras, el reinado de Luis Felipe.
     El tercer método parece, a primera vista, más sugestivo. Se basa en una enumeración de los temas: la cartomanciana, los comerciantes, las cortesanas, la Escuela Politécnica, los funcionarios… La lista sigue, muy seriamente, por orden alfabético de profesiones o de manías.
     En realidad, ninguno de estos tres métodos resiste a la crítica del lector. En efecto ¿cómo limitar el material histórico y geográfico de la vida? Hay novelas que principian durante el Imperio y continúan bajo el gobierno de Luis XVIII. Otras, comenzadas en provincia, acaban en París. En cuanto a los temas, la clasificación resulta más arbitraria todavía. El tema central de El primo Pons no es la música, ciertamente. Y ¿dónde insertar la novela de Louis Lambert? Bouteron la sitúa a la vez en dos anaqueles distintos: el de la ciencia y el de la locura.
     Todo esto comprueba la inutilidad de querer buscar una llave maestra para deslizarnos, con el menor esfuerzo posible, en el mundo onírico de Balzac. Pero también demuestra la ingenuidad del propio Balzac, enamorado de un plan teórico al que en vano pretendió conferir un rigor científico impracticable. Concebida como el Escorial de la novela novecentista, La comedia humana no tiene nada, en su vehemencia, de la frialdad desdeñosa y abstracta del Escorial. Monárquico y religioso, Balzac no fue, por supuesto, el Felipe II que mencionamos al medir su propósito absolutista. Ni fue tampoco, a pesar de sus reiteradas declaraciones, el Cuvier o el Saint-Hilaire de esa zoología social en cuyas «especies» nos invitan a meditar sus admiradores más abnegados y más celosos. La comedia humana no es un herbario, ni un catálogo, ni un museo. Ante todo, y sobre toda otra cosa, es un testimonio artístico. Su autor la imaginó cuando muchas de sus secciones ya estaban hechas. Fue, sin duda, un rasgo genial el imaginarla, puesto que así consiguió Balzac entender —y hacer entender— la unidad profunda de toda su creación. Por eso, la frase clave del prefacio escrito en 1842 no me parece ser la que tantos citan (la que señala el parecido entre la naturaleza y la sociedad; parecido del cual se desprendería, lógicamente, todo un sistema que Balzac elogió sin pausa y al que raras veces se sujetó) sino ésta, más humilde y más efectiva: «La casualidad es el mayor novelista del mundo». Sólo que Balzac se apresura a contradecirse. Y, al titularse «el secretario» de la casualidad francesa del siglo XIX, habla en seguida de un inventario de tipos, de caracteres, de vicios y de pasiones. Usa el vocabulario de un profesor de estadística. Da la impresión de que va a emprender el censo de su país.
     Lo que emprendió —y realizó— no fue un censo, sino una mitología. Porque los avaros que Francia tuvo, en París o en provincia, durante el siglo XIX, desaparecieron definitivamente, al morir, y nadie se acuerda de ellos. Pero el avaro Grandet, el mito del avaro Grandet, sigue existiendo y actuando hoy entre nosotros: lo mismo en Francia que en el Japón, en Londres como en México, en el Perú como en Dinamarca… De todos los padres apasionados que Francia conoció en los años de Luis XVIII ¿cuántos viven como el padre Goriot, mito sublime de la paternidad, hermano del viejo Lear, padre sin esperanza frente a lo Eterno? Inventores, los hubo en Europa durante el romanticismo (y Balzac en primer lugar); pero ¿quién de todos se impone a la fantasía de los lectores contemporáneos como el Maese Frenhofer de La obra maestra desconocida o el Baltasar Claes de La búsqueda de lo absoluto? Por todas partes, presencias míticas. Mitos vivientes; mitos vividos; realidad transmutada en sueño; pesadillas de carne y hueso; verdad y alucinación.
     La comedia humana es, positivamente, la prodigiosa cantera (cuando no el botánico almácigo) de toda la novela contemporánea. Resulta posible, pero tan difícil como posible, precisar una situación, una perspectiva novelesca, que no hayan sido previstas, aprovechadas conscientemente (o imaginadas, al menos, intuidas como en un sueño) por la fantasía técnica de Balzac. Archivo de caracteres, de atmósferas, de costumbres, su obra es también un repertorio inagotable de asuntos, de posibilidades, de crisis, propuesto casi con ironía al talento de sus dóciles herederos. ¿No ofrece ya Madame Bargeton, en los primeros capítulos de Ilusiones perdidas, un esquema de la futura Madame Bovary?… «Usaba su vida —nos dice Balzac, adivinando a Flaubert— en perpetuas admiraciones y se consumía en extraños desdenes. Si pensaba en el bajá de Janina, hubiese querido luchar con él en su serrallo… Le daban ganas de hacerse hermana de Santa Camila y de irse a morir de fiebre amarilla en Barcelona, cuidando a los enfermos. Tenía sed de cuanto no era el agua límpida de su vida, oculta entre las hierbas». A este respecto, procedería buscar en Balzac a muchos de los personajes y de las ideas de que se sirvió tesoneramente Flaubert. No hablemos, por lo pronto, de Homais, a quien preparan, en La comedia humana, tantas siluetas fláccidas de provincia. Insistamos en Madame Bovary. En La piel de zapa, al visitar la casa del anticuario, Rafael admira un viejo rabel. En seguida, con una sumisión libresca no muy distinta de la que Flaubert atribuye a Emma, coloca ese instrumento en las manos de una dama feudal y se complace en imaginarse en el trance de declararle un amor ferviente, cabe una gótica chimenea «en cuya penumbra el consentimiento de una mirada» se perdería… ¿No es ése el mecanismo —de proyección al absurdo— tan mal usado por la esposa de Bovary? Hay más aún En la misma obra, encuentro otro precedente de Flaubert, relativo éste a las aventuras de sus dos tontos inolvidables: Pécuchet y Bouvard. «Blandamente arrullado por un pensamiento de paz» —escribe Balzac— Rafael (con sólo haber visto las miniaturas de un misal manuscrito) se sentía otro; poseído de nuevo por el amor de las ciencias y del estudio, «aspiraba a la obesa vida monjil, exenta de penas y de placeres, se acostaba en el fondo de una celda, y, por la ojiva de su ventana, se ponía a contemplar las praderas, los bosques y los viñedos de su monasterio»… No es otra, en Bouvard y Pécuchet, la fugitiva manía de los dos célibes, su bovarismo intelectualista.
     No sólo los asuntos de algunos cuentos de Maupassant y de no pocas historias de Alfonso Daudet, sino los de algunas grandes creaciones de Thomas Mann (como Los Buddenbrook) están asimismo en germen —y podría decirse acotados— en La comedia humana. Acabo de referirme a Los Buddenbrook, crónica de la decadencia de una familia. ¿No son eso, también. Los parientes pobres?… Incluso los problemas ideales de Dostoyevski, los que más apreciamos en su talento, Balzac los tocó un instante, con mano quizá furtiva, pero descubridora. Por descuido, o por prisa, o por simple disparidad de temperamento, en ocasiones los hizo a un lado. Uno de ellos es el de la culpabilidad del que inventa un crimen, aunque se abstenga de cometerlo. Se trata, nada menos, que del tema esencial de Los hermanos Karamásov. Balzac lo plantea, de paso, en un cuento (La posada roja) escrito en 1831. Próspero Magnan, un joven médico militar en las guerras de la Revolución francesa, piensa enriquecerse con la fortuna de otro huésped de la posada: el alemán Walhenfer. Para robarle la maletilla en que lleva Walhenfer cien mil francos (o su equivalente, en joyas y en oro), Magnan decide matarlo durante la noche. Toma un bisturí de su estuche y se acerca al lecho en que aquel fortuito vecino descansa apaciblemente. En el momento de levantar el brazo para perpetrar su atentado, una voz secreta detiene a Magnan. Huye de sí mismo. Por la ventana que abrió previamente para escapar, salta al camino próximo. Pasea bajo los árboles. La frescura y la paz de la noche le infunden calma. Siente vergüenza de su proyecto. Vuelve entonces al cuarto de la posada, se acuesta y duerme. Mientras duerme, cree oír el rumor de algo que gotea en la sombra húmeda. Se inquieta. Trata de llamar… pero le rinde otra vez el sueño. A la mañana siguiente, se averigua que Walhenfer fue asesinado con el bisturí de Magnan. Lo mató un amigo de éste, que había pasado la noche en la misma alcoba, que vio sus preparativos y resolvió consumarlos por su cuenta. Todo acusa a Magnan: el bisturí utilizado para el delito y, más aún, su paseo nocturno, descrito por diferentes testigos e inexplicable como no sea por una sola razón: esconder en el campo, bajo una encina, la maletilla de la víctima. Sobre todo, lo acusan sus propias vacilaciones, sus propias dudas. El tribunal militar lo condena a ser fusilado. Y el cuento sigue. Termina en un ambiente menos interesante, de herencia, de notaría y de tentativas de matrimonio. Pero lo que importa aquí es advertir cómo, hasta en un relato sin especial trascendencia, Balzac descubre el tema original, la semilla del drama psicológico ilustrado después, milagrosamente, por Dostoyevski: la responsabilidad de la sola idea, la culpabilidad moral de quien, jurídicamente, podría estimarse no responsable. La coincidencia es tanto más valiosa cuanto que Balzac pone en labios de Magnan estas palabras, dignas de figurar como epígrafe en Los hermanos Karamásov: «No soy inocente… ¡Siento que he perdido la virginidad de mi conciencia!».
     «Calibán genial» llamó Paul Souday al autor de La Rabouilleuse, oponiéndolo a Ariel, que —a su juicio— encarnaba mejor Stendhal. ¿Cómo aceptar tan injusta antítesis? Había, en Balzac, un sociólogo fabuloso. De ello hablaremos más largamente. Pero ese sociólogo obedecía a la voluntad de un poeta insigne. Mientras creía estar escribiendo la historia del siglo XIX, lo que sus manos trazaban no era la historia, sino la leyenda de aquella época.

Fuente:
     Título original: Balzac

     Jaime Torres Bodet, 1959

     Editor digital: IbnKhaldun

     ePub base r1.2

martes, 25 de octubre de 2016

Robert Louis Stevenson. EN DEFENSA DE LOS OCIOSOS.


EN DEFENSA DE LOS OCIOSOS.
(Fragmento).

Título original: An Apology for Idlers
Robert Louis Stevenson, 2009
Traducción: Belén Urrutia

 En defensa de los ociosos
Boswell: Cuando estamos ociosos, nos aburrimos.
Johnson: Eso sucede, señor, porque como los demás están ocupados, nos falta compañía; pero si todos estuviéramos ociosos, no nos aburriríamos. Nos entretendríamos mutuamente.
En estos tiempos en que todo el mundo está obligado, so pena de ser condenado en ausencia por un delito de lesa respetabilidad, a emprender alguna profesión lucrativa y a esforzarse en ella con bríos cercanos al entusiasmo, la defensa de la opinión opuesta por parte de los que se contentan con tener lo suficiente, y prefieren mantenerse al margen y disfrutar, tiene algo de bravata y fanfarronería. Sin embargo, no debería ser así. La supuesta ociosidad, que no consiste en no hacer nada, sino en hacer muchas cosas que no están reconocidas en las dogmáticas prescripciones de la clase dominante, tiene tanto derecho a exponer su posición como la propia laboriosidad. Se suele admitir que la presencia de personas que se niegan a tomar parte en la gran carrera de obstáculos por un poco de calderilla no hace más que insultar y desalentar a quienes participan. Un individuo cabal (como tantos que vemos) toma su decisión, opta por la calderilla y, con esa enfática expresión tan americana, «va a por ella». Y, mientras este hombre va ascendiendo trabajosamente por la senda marcada, no es difícil comprender su resentimiento cuando ve que, junto al camino, hay personas cómodamente tendidas sobre la hierba del prado, con un pañuelo sobre las orejas y un vaso al alcance de la mano. La indiferencia de Diógenes tocó una fibra muy sensible de Alejandro. ¿Dónde estaba la gloria de haber conquistado Roma si cuando aquellos turbulentos bárbaros se precipitaron en el Senado encontraron allí a los Padres sentados en silencio e indiferentes a su hazaña? Es descorazonador haberse esforzado para escalar escarpadas cumbres y, al llegar arriba, encontrar que la humanidad permanece indiferente a tu proeza. De ahí que los físicos condenen a quienes se ocupan de lo que no entra en las leyes de la física, que los financieros no toleren más que superficialmente a los que no entienden de alzas y bajas de valores, que los literatos desprecien a los iletrados, y que los de todas las profesiones coincidan en su desprecio hacia quienes no desempeñan ninguna.
Sin embargo, no es ésta la mayor dificultad del asunto. Nadie va a la cárcel por hablar en contra de la laboriosidad, pero puede ocurrir que todos te den de lado si dices insensateces. En la mayor parte de los temas, la principal dificultad está en tratarlos bien; por lo tanto, recuerde que esto es una apología. Ciertamente, se pueden presentar muchos argumentos sensatos en favor de la diligencia, pero también se puede decir algo en contra, y eso es lo que quiero hacer en esta ocasión. Exponer un argumento no implica necesariamente que se haya de ser indiferente a todos los demás, lo mismo que haber escrito un libro de viajes por Montenegro no significa que su autor no haya estado nunca en Richmond.
No cabe duda de que las personas deben poder entregarse al ocio en la juventud. Pues aunque alguna vez haya un lord Macaulay que acabe sus estudios con todos los honores y en su sano juicio, la mayoría de los muchachos pagan un precio tan alto por sus medallas que salen al mundo en bancarrota y no se recuperan. Y lo mismo puede decirse de todo el tiempo que un muchacho pasa educándose, o soportando que le eduquen. Debió de ser un anciano insensato el que en Oxford se dirigió a Johnson en estos términos: «Joven, aplíquese ahora a los libros con diligencia y adquiera un buen caudal de conocimientos, porque cuando pasen los años su estudio le resultará fatigoso». Aquel caballero parecía no darse cuenta de que para cuando un hombre tiene que usar gafas y no puede caminar sin apoyarse en un bastón, aparte de leer hay muchas otras cosas que resultan fatigosas y no pocas imposibles. Los libros están muy bien a su manera, pero son un pálido sustituto de la vida. Parece una pena permanecer sentado, como la dama de Shalott, mirando en un espejo de espaldas al bullicio y la fascinación de la realidad. Y si un hombre lee demasiado, como nos recuerda una vieja anécdota, apenas le quedará tiempo para pensar.
Si vuelve la vista atrás y recuerda su propia educación, estoy seguro de que no serán las horas plenas, intensas e instructivas en que hizo novillos lo que lamente, sino, más bien, algunos ratos tediosos de duermevela en clase. Por mi parte, asistí a muchas horas de clase en mi tiempo. Aún recuerdo que el giro de la peonza es un ejemplo de estabilidad cinética. Aún recuerdo que la enfiteusis no es una enfermedad y que estilicidio no es un crimen. Pero aunque no me gustaría desprenderme de esas migajas de ciencia, no les doy el mismo valor que a ciertos retazos de conocimiento que adquirí en las calles mientras hacía novillos. No es éste el momento de extenderme sobre ese gran lugar de educación que era la escuela favorita de Dickens y de Balzac, y que cada año produce muchos anónimos maestros en la Ciencia de las Facetas de la Vida. Baste con esto: si un muchacho no aprende en la calle es porque no tiene aptitudes para aprender. Además, el que falta a clase tampoco tiene que estar siempre callejeando; si lo prefiere, puede encaminarse hacia los barrios ajardinados de las afueras y salir al campo. Entonces puede echarse cerca de unos lilos, junto a un arroyo, y fumar pipa tras pipa mientras escucha la melodía del agua sobre los guijarros. En los arbustos cantará un pájaro. Y quizá ahí pueda entregarse a agradables pensamientos y vea las cosas desde una nueva perspectiva. Si esto no es educación, ¿qué es? Podemos imaginar que el Sabio Mundano[1] se acercaría a amonestarle y que tendría lugar la siguiente conversación:
—Eh, muchacho, ¿qué haces aquí?
—Pasando el rato, señor.
—¿No es hora de estar en clase? ¿Y no deberías estar aplicándote con diligencia a tus libros para adquirir conocimientos?
—Es que así también aprendo, con su permiso.
—¡Menuda manera de aprender! ¿Y qué aprendes, si me lo puedes decir? ¿Matemáticas?
—No, desde luego que no.
—¿Metafísica?
—Tampoco.
—¿Alguna lengua?
—No, ninguna lengua.
—¿Un oficio?
—Tampoco es un oficio.
—Pues entonces, ¿qué es?
—Es que como pronto me llegará el momento de ir de Peregrinación, señor, quiero saber qué es lo que hacen los demás en mi caso y dónde están las peores Ciénagas y Espesuras del Camino; y también qué clase de Bastón es el más adecuado para él. Además, me he echado aquí, junto al agua, para aprenderme de memoria una lección que mi maestro me ha enseñado a llamar Paz o Contento.
Al escuchar esto, el señor Sabio Mundano no pudo contener la indignación y, esgrimiendo su bastón con gesto amenazador, respondió de esta guisa: «¡Menuda manera de aprender! ¡Yo haría que el verdugo azotara a todos los granujas de tu calaña!».
Y continuó su camino, colocándose la corbata con un crujido de almidón, como un pavo cuando extiende sus plumas.
Ahora bien, la opinión del señor Sabio Mundano es la más extendida. A un hecho no se le llama hecho, sino habladuría, si no entra en alguna de las categorías escolásticas. La búsqueda del conocimiento ha de ir en alguna dirección reconocida, etiquetada con un nombre; de lo contrario, no es más que holgazanería, y ni siquiera mereces el asilo de pobres. Se supone que todo conocimiento está en el fondo de un pozo, o en el extremo de un telescopio. En su madurez, Sainte-Beuve consideraba que toda la experiencia era como un gran libro en el que estudiamos durante unos años antes de partir de aquí; y le parecía que era indiferente si leías el capítulo XX, que es el cálculo diferencial, o el XXXIX, que es escuchar a la banda tocar en el parque. De hecho, una persona inteligente que tenga ojos para ver y oídos para escuchar, sin perder nunca la sonrisa, adquirirá una formación más auténtica que muchos otros en una vida de heroicas vigilias. Ciertamente, hay una clase de conocimiento frío y árido en las cimas de la ciencia formal y laboriosa, pero es simplemente mirando a tu alrededor como aprenderás los hechos cálidos y palpitantes de la vida. Mientras que otros abarrotan su memoria cargándola de palabras inservibles, la mitad de las cuales se les habrán olvidado antes de que acabe la semana, el que no asiste a clase puede aprender algún arte verdaderamente útil: tocar el violín, apreciar un buen cigarro puro o hablar con naturalidad y acierto a toda clase de personas. Muchos de los que se han aplicado a los libros con diligencia y lo saben todo sobre una rama u otra del conocimiento aceptado salen del estudio con un aire envejecido de búho y se muestran secos, torpes e irritables en las ocasiones mejores y más brillantes de su vida. Muchos amasan una gran fortuna, pero siguen siendo vulgares y de una estupidez patética hasta el fin de sus días. Y, entre tanto, ahí está el ocioso que comenzó la vida con ellos… convendrá conmigo que ofrece una imagen completamente distinta. Ha podido ocuparse de su salud y su espíritu; ha pasado mucho tiempo al aire libre, que es lo más saludable tanto para el cuerpo como para la mente; y si bien nunca se ha adentrado en lugares muy recónditos del gran Libro, lo ha hojeado y leído de pasada con gran provecho. ¿No renunciaría el estudioso a algunas raíces hebreas y el hombre de negocios a algunas de sus monedas por algo del conocimiento de la vida en general y del Arte de la Vida que posee el ocioso? Además, el ocioso tiene otra característica aún más importante que éstas. Me refiero a su sabiduría. Quien haya contemplado con frecuencia la pueril satisfacción que sienten otras personas por sus aficiones verá las propias con una indulgencia irónica. No se le escuchará entre los dogmáticos. Mostrará una gran y serena tolerancia con toda suerte de personas y opiniones. Puede que no descubra verdades extraordinarias, pero tampoco se identificará con apasionadas falsedades. Su forma de ser le lleva por un camino poco frecuentado, pero agradable y llano, que se llama la Senda del Lugar Común y que conduce al Mirador del Sentido Común. La vista que se domina desde ahí, si no sublime, es agradable, y mientras que otros contemplan Oriente y Occidente, el Demonio y el Amanecer, él se contentará con percibir una suerte de hora matinal sobre todas las cosas terrenas, con un ejército de sombras precipitándose en todas direcciones hacia la gran luz de la Eternidad. Las sombras y las generaciones, los estridentes doctores y las estruendosas guerras, todos se pierden juntos en el silencio y el vacío definitivos; pero, por debajo de todo esto, desde las ventanas del Mirador, se puede ver un gran paisaje verde y apacible, muchos salones iluminados por el fuego de las chimeneas, buena gente riendo, bebiendo y amándose, como lo hacían antes del Diluvio y de la Revolución Francesa, y al viejo pastor contando su historia bajo el espino.
Una diligencia excesiva en el colegio o en la universidad, en la iglesia o en el mercado, es síntoma de una vitalidad deficiente, y la facultad para el ocio implica un apetito universal y un marcado sentido de la identidad personal. Hay un tipo de personas apagadas, muertas en vida, que apenas son conscientes de vivir, excepto en el ejercicio de alguna ocupación convencional. Si las llevas al campo, o las subes a un barco, verás que añoran su mesa de trabajo o su estudio. Carecen de curiosidad; son incapaces de entregarse a estímulos fortuitos; no obtienen placer alguno en el mero ejercicio de sus facultades, y a menos que la Necesidad las espolee, permanecen inmóviles. Es inútil hablar con gente así; no pueden estar ociosas, porque su naturaleza no es lo suficientemente generosa, y pasan en una especie de coma las horas que no están dedicadas a bregar frenéticamente para obtener oro. Cuando no es necesario que vayan a la oficina, cuando no tienen hambre ni les apetece beber, todo el mundo vivo está vacío para ellos. Si tienen que esperar un tren durante, por ejemplo, una hora, entran en un estúpido trance con los ojos abiertos. Al verlos, cabría suponer que no hay nada que mirar ni nadie con quien hablar; que estaban paralíticos o enajenados; y, sin embargo, es muy posible que en su trabajo se esfuercen a su manera y que tengan buen ojo para detectar un error en un documento o un cambio en la bolsa. Han pasado por el colegio y la universidad, pero siempre tenían la vista fija en la medalla; se han movido por el mundo y mezclado con personas inteligentes, pero todo el tiempo estaban pensando en sus propios asuntos. Como si el alma humana no fuera ya demasiado limitada, han estrechado y empequeñecido la suya aún más con una vida enteramente de trabajo y nada de juego; hasta que los encontramos a los cuarenta años con la atención embotada, la mente vacía de cualquier elemento de distracción, y ni un pensamiento que pulir contra otro, mientras esperan el tren. De niño, se podría haber encaramado a los vagones; a los veinte años, habría mirado a las chicas; pero ahora la pipa se ha consumido, la caja del rapé está vacía, y mi caballero está sentado en un banco muy tieso y con ojos lastimeros. No me parece que esto sea el Éxito en la Vida.
Pero no es sólo la propia persona la que sufre por estar siempre ocupada, sino también su esposa y sus hijos, sus amigos y allegados, y hasta la gente que viaja con él en el tren o en un carruaje. La constante devoción a lo que un hombre llama su trabajo sólo se mantiene a costa de una indiferencia constante hacia muchas otras cosas. Y no es en absoluto seguro que el trabajo sea lo más importante que alguien tiene que hacer en la vida. Parece claro en una valoración imparcial que muchos de los papeles más sabios, más virtuosos y más benéficos en el Teatro de la Vida los representan intérpretes fortuitos y que el mundo en general los toma por fases de ociosidad. Pues en ese Teatro representan un papel y desempeñan funciones importantes para el resultado general no sólo los activos caballeros, las doncellas cantarinas y los diligentes violines de la orquesta, sino quienes miran y aplauden desde los bancos. Sin duda dependemos en gran medida de la atención de nuestro abogado y nuestro corredor de bolsa, de los guardias y guardavías que nos permiten trasladarnos rápidamente de un lugar a otro, y de los policías que patrullan las calles para nuestra protección, pero ¿no tendremos un pensamiento de gratitud en el corazón para otros benefactores que nos hacen sonreír cuando nos cruzamos con ellos o que nos amenizan la comida con su agradable compañía? El coronel Newcome[2] ayudó a su amigo a perder su dinero; Fred Bayham tenía la fea costumbre de pedir camisas prestadas; con todo, era preferible tropezar con ellos que con Mr Barnes. Y aunque Falstaff no solía estar sobrio ni era muy honrado, creo que podría nombrar a uno o dos adustos barrabases de los que el mundo podría haber prescindido mucho mejor. Hazlitt dice que se sentía más obligado a Northcote, que nunca le había hecho algo que pudiera considerar un servicio, que a todo su círculo de ostentosos amigos, pues estaba convencido de que un buen compañero era el mayor benefactor. Sé que hay personas en el mundo incapaces de sentir gratitud si cuando se les hace un favor no es a costa de dolor y dificultades. Pero esto demuestra un temperamento mezquino. Si un hombre nos envía seis hojas de papel llenas de los cotilleos más entretenidos o pasamos media hora agradablemente, quizá incluso con provecho, leyendo un artículo suyo, ¿nos parecerá que el servicio habría sido mayor si hubiera escrito el texto con su propia sangre, como un pacto con el diablo? ¿Pensaremos realmente que tendríamos que estar más agradecidos a nuestro corresponsal si nos hubiera estado maldiciendo todo el tiempo por nuestra falta de oportunidad? Los placeres son más beneficiosos que los deberes porque, como la compasión, no son obligados y son por ello doblemente benditos. Para un beso hacen falta dos personas, y de una broma quizá puedan disfrutar veinte; pero un favor, cuando hay en él un elemento de sacrificio, se confiere con dolor y entre personas generosas se recibe con turbación. No hay deber que infravaloremos tanto como el de ser felices. Siendo felices, sembramos en el mundo beneficios anónimos que permanecen ignorados incluso por nosotros mismos y que, cuando se manifiestan, no sorprenden a nadie tanto como al propio benefactor. El otro día un muchacho que iba descalzo y en harapos perseguía una canica calle abajo con un aire tan alegre que puso de buen humor a todos los que pasaban; una de esas personas, que antes había estado atenazada por pensamientos incluso más sombríos de lo habitual, detuvo al muchacho y le dio unas monedas mientras le decía: «Ya ves, a veces éste es el resultado de mostrarse alegre». Si antes había mostrado alegría, ahora mostraba alegría y desconcierto. Por mi parte, aplaudo que se fomente en los niños la sonrisa, y no las lágrimas; no quiero pagar para ver lágrimas más que en el escenario; sin embargo, estoy dispuesto a costear generosamente la mercancía opuesta. Es mejor encontrar a un hombre o una mujer feliz que un billete de cinco libras. Esa persona irradia buena voluntad y cuando entra en una estancia es como si se hubiera encendido otra vela. No debe interesarnos si son capaces de demostrar el teorema de Pitágoras; hacen algo mejor: demuestran en la práctica el gran Teorema de la vida que merece ser vivida. Por lo tanto, si una persona no puede ser feliz más que estando ociosa, debe estar ociosa. Es un precepto revolucionario, pero gracias al hambre y al asilo de pobres, no resultará fácil abusar de él, y, dentro de unos límites prácticos, es una de las verdades más incontestables de todo el Cuerpo Moral. Observe por un momento a uno de esos individuos tan diligentes. Siembra prisa y cosecha indigestión; su inversión es una actividad desbordante y el interés que recibe a cambio es una gran desazón nerviosa. Bien se aísla completamente de todo contacto con los demás y vive recluido en una buhardilla, con unas toscas zapatillas y un pesado tintero, bien entra en contacto con la gente de forma apresurada y brusca, en una contracción de todo su sistema nervioso, para descargar su mal humor antes de volver al trabajo. No me interesa cuánto trabaja ni lo bien que lo haga, es una maldición en la vida de otras personas. Serían más felices si estuviera muerto. En el Negociado de Circunloquios les resultaría más fácil arreglarse sin sus servicios que soportar su humor irritable. Envenena la vida en su fuente. Es preferible que un sobrino bribón te arruine de golpe a que un tío malhumorado te atormente cada día.
Fuente:

lunes, 24 de octubre de 2016

Robert Louis Stevenson. Fábulas.


  
Robert Louis Stevenson (Edimburgo, Escocia, 1850 - Samoa, 1894). Es uno de los escritores que más ha influido en la literatura del siglo XX. Su magisterio fue reconocido por Joseph Conrad, Graham Greene, G. K. Chesterton, H. G. Wells, Adolfo Bioy Casares y Jorge Luis Borges. Aunque estudió leyes y ejerció como abogado, acabó dedicándose exclusivamente a la literatura, gracias al éxito de obras como La isla del tesoro (1883) y El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde (1886). En 1880 se casó con Fanny Osbourne, una norteamericana diez años mayor que él, y el matrimonio se trasladó a vivir a Estados Unidos, en donde Stevenson conoció y se hizo amigo de Mark Twain. Enfermo de tuberculosis, en 1888 emprendió junto a su mujer un viaje por el Pacífico Sur y acabó instalándose en Samoa, donde los aborígenes le bautizaron como Tusitala («el contador de historias»). Allí escribió sus Fábulas y las Oraciones de Vailima, que serían publicadas en 1895, un año después de su muerte, provocada por un derrame cerebral. Está enterrado en el Monte Vaea de Samoa.


***
PRÓLOGO
EN 1981, cuando yo colaboraba diariamente con Jorge Luis Borges, a pedido de una editorial argentina iniciamos la traducción de las Fábulas de Robert Louis Stevenson, tarea que nos llevó casi un año. Dotado de un excelente manejo del inglés, al que consideraba su segunda lengua, en distintas épocas de su vida Borges había acometido la traducción de textos literarios teniendo en cuenta que cada idioma tiene sus posibilidades e imposibilidades propias y que esas particularidades no son traducibles. Fiel a sus convicciones estéticas, para Borges la traducción no era el mero traslado literal de un idioma a otro conservando los detalles, sino la modificación de un texto basado esencialmente en los significados. Irónico, crítico y severo con ciertas famosas traducciones, gustaba recordar aquello que Chesterton había dicho de las versiones que Fitzgerald hiciera de Omar Kayyam: «No conozco persa, pero esa traducción es demasiado buena para ser fiel».
Quizá es ocioso comentar la devoción de Borges por Stevenson, a quien dedicó tantas páginas memorables y a quien consideraba un escritor de genio y una de sus referencias literarias esenciales. Cuando pusimos manos a la obra, me advirtió algo que después escribimos en el prólogo: «Cada fábula de este libro tiene su propio estilo y su propio vocabulario, casi en cada renglón hay una sorpresa, debemos empeñarnos en ser fieles al texto original». También quizá es ocioso agregar que las Fábulas son una breve y preciosa obra maestra en la vasta escritura de Stevenson a pesar de su corta vida; toda la magia de su palabra, su imaginación y su ética se expresa en estas páginas aparentemente laterales.
Como también me considero devoto de Stevenson, a quien releo frecuentemente, he aprovechado esta nueva traducción para volver a las fabulosas historias escritas por el prolífico escocés. A la actual edición de REY LEAR se agregan dos nuevos textos: El simio científico y El relojero, cuyos manuscritos fueron descubiertos en la Universidad de Yale, y son complemento de las anteriores. Esas dos perlas literarias abordan temas que el tiempo no ha envejecido y renuevan su vigencia; el delicado sarcasmo del autor y sus convicciones éticas exaltan verdades inquebrantables.
Respetuosa de las palabras, experta traductora, como lo demuestra en cada frase, Catalina Martínez Muñoz ha logrado una excelente versión de las Fabulas, que se suma y enriquece a la que realizara con Borges y ahora me complazco en presentar.
Más de un siglo ha transcurrido desde que Robert Louis Stevenson concibió esta obra maestra que, a través de tantos años, nos sigue sorprendiendo como lectores y sigue siendo una enseñanza para quienes aspiran a escribir relatos.
 ROBERTO ALIFANO
Buenos Aires, agosto de 2010


  I
(Fragmento).

LOS PERSONAJES DEL RELATO


CONCLUIDO EL CAPÍTULO 32 de La isla del tesoro, dos de los títeres se fueron a pasear y a fumar una pipa antes de reanudar su trabajo. Se encontraron en un campo, no lejos de donde transcurría la narración.
—Buenos días, Capitán —saludó el primer oficial, con gesto soldadesco y expresión radiante.
—¡Ah, Silver! —masculló el otro—. Ésas no son maneras, Silver.
—Verá usted, capitán Smollet —protestó Silver—, el deber es el deber, y yo lo sé mejor que nadie. Pero ahora estamos de descanso, y no veo ninguna razón para guardar las formas morales.
—Es usted un granuja de cuidado, amigo mío —respondió el Capitán.
—Vamos, vamos, Capitán, seamos justos —dijo el otro—. No hay razón para enfadarse conmigo en serio. No soy más que el personaje de un cuento de marinos. En realidad no existo.
—Tampoco yo existo en realidad, o eso se me figura —asintió el Capitán.
—Yo no pondría límites a lo que un personaje virtuoso pudiera tomar por disputa —contestó Silver—. Pero soy el villano de esta historia. Y, de marino a marino, me gustaría saber cuáles son las posibilidades.
—¿Es que no le enseñaron el catecismo? —preguntó el Capitán—. ¿No sabe usted que existe una cosa llamada autor?
—¿Una cosa llamada autor? —repitió John, con sorna— ¿Quién mejor que yo? La cuestión es si el autor lo creó a usted, y si creó a John el Largo y si creó a Hands y a Pew, y a George Merry, aunque tampoco es que George pinte gran cosa, porque es poco más que un nombre; y si creó a Flint, o lo que queda de él. Y si creó este motín, que le ha causado a usted tantas fatigas. Y si mató a Tom Redruth. Y, bueno… si eso es un autor, ¡que me ahorquen!
—¿No cree usted en un estado futuro? —le interpeló Smollet—. ¿Cree que no hay nada más que esta historia en un papel?
—No sabría qué decirle a eso —respondió Silver— y la verdad es que tampoco veo qué relación puede tener. Lo que sí sé es que, si de verdad existe esa cosa llamada autor, yo soy su personaje favorito. Me entiende mejor que a usted; ya lo creo que me entiende. Y le gusta darme vida. Me hace pasar la mayor parte del tiempo en cubierta, con muleta y todo, mientras que a usted lo encierra en la bodega a pasar el sarampión, donde nadie lo ve, ni ganas de verlo que tiene, ¡por eso sí que puede usted apostar! Si ese autor existe, ¡qué diantres!, lo que es seguro es que está de mi parte, ¡por eso sí que puede apostar!
—Ya veo que el autor le está dando mucha cuerda —señaló el Capitán—. Pero eso no puede cambiar las convicciones de un hombre. Sé que el autor me respeta: lo noto en los huesos. Cuando usted y yo tuvimos esa conversación en la puerta del fortín, ¿de qué lado cree que se puso el autor, amigo mío?
—¿Y a mí no me respeta? —protestó Silver—. ¡Tendría que haberme oído sofocando el motín: a George Merry y a Morgan y a todos los demás! ¡Y hace sólo un momento, en el capítulo anterior! ¡Se habría enterado de lo que es bueno! ¡Habría visto lo que el autor piensa de mí! Pero, dígame una cosa, ¿de verdad se tiene usted por un personaje virtuoso de la cabeza a los pies?
—¡Dios no lo quiera! —exclamó el Capitán solemnemente—. Soy un hombre que procura cumplir con su deber y a veces lo enreda todo. Me temo que en casa no soy muy popular, Silver —suspiró el Capitán.
—Ya —dijo Silver—. ¿Y qué me dice de esta segunda parte de la historia? ¿Seguirá siendo usted el capitán Smollet, como siempre, y no muy popular en casa, como bien dice? En tal caso, ¿por qué truenos repite La isla del tesoro? Yo seguiré siendo John el Largo, y Pew seguirá siendo Pew. Y ya verá como tenemos otro motín. ¿O será usted un personaje distinto en esta ocasión? Y en tal caso, ¿por qué? ¿Acaso es usted mejor por eso? ¿Y soy yo peor?
—Verá, amigo mío, la verdad es que no entiendo cómo está ocurriendo todo esto. No veo cómo es posible que usted y yo, que no existimos, estemos aquí conversando y fumando una pipa ante el mundo entero, como si fuésemos de carne y hueso. Pues bien, de ser así: ¿quién soy yo para soltar mis opiniones? Sé que el autor está de parte del bien. Me lo cuenta cuando se le acaba la tinta mientras está escribiendo. Y eso es todo cuanto yo necesito saber. Por lo demás, afrontaré los riesgos.
—Es evidente que parecía estar en contra de George Merry —concedió Silver, en tono pensativo—. Claro que George es poco más que un nombre, en el mejor de los casos —añadió, animándose un poco—. Pero, vayamos por una vez a lo esencial. ¿Qué es el bien? Yo organicé un motín, y soy un caballero de fortuna. Usted, a juzgar por lo que se dice, no es ningún santo. Yo soy un hombre de trato fácil. No es su caso: hasta usted mismo lo reconoce. Y a mí no se me escapa que es usted un diablo de cuidado. ¿Qué es qué? ¿Qué es el bien y qué es el mal? ¡Dígamelo usted! Estamos aquí a la espera, ¡por eso sí que puede apostar!
—Ninguno de los dos somos perfectos —respondió el Capitán—. Eso es una verdad incontestable, amigo mío. Yo sólo digo que trato de cumplir con mi deber, y lo cierto es que no puedo felicitarle por sus éxitos, si es que usted también procura cumplir con el suyo.
—Con que ¿era usted el juez? —contestó Silver, con gesto socarrón.
—Para usted, amigo mío, seré el juez y el ahorcado, y sin pestañear —dijo el Capitán—. Incluso voy más allá. Quizá no suene a teología de la buena, pero el sentido común nos dice que lo bueno es además útil, o algo así, más o menos, que tampoco quiero yo pasar por un filósofo. Ahora bien, ¿a dónde iría a parar una buena narración si no hubiera personajes virtuosos?
—Si vamos a eso —replicó Silver—, ¿cómo empezaría una buena narración si no hubiera villanos?
—Eso mismo digo yo —asintió el capitán Smollet—. El autor necesita una historia. Eso es lo que quiere. Y para conseguirla, y ofrecer una oportunidad como es debido a un hombre como el doctor, pongamos por caso, necesita contar con hombres como usted y como Hands. ¡Pero él está del lado del bien! ¡Ándese con mucho ojo! Usted todavía no ha entrado en esta historia. Se le avecinan problemas.
—¿Cuánto quiere apostar? —le retó John.
—Eso me trae sin cuidado —contestó el Capitán—. Me contento con ser Alexander Smollet, aunque sea un mal hombre. Y de rodillas doy gracias a mis astros por no ser Silver. Pero se está destapando el tintero. ¡A nuestros puestos!
Y, efectivamente, el autor ya había empezado a escribir estas palabras:
Capítulo XXXIII
Fuente:

Robert Louis Stevenson
Fábulas. Título original: Fables
Robert Louis Stevenson, 1896
Traducción: Catalina Martínez Muñoz
Prólogo: Roberto Alifano.

domingo, 23 de octubre de 2016

Jorge LUis Borges. LOS CONJURADOS. (1985). Poemario completo.


 LOS CONJURADOS
  (1985)


      Inscripción

     Escribir un poema es ensayar una magia menor. El instrumento de esa magia, el lenguaje, es asaz misterioso. Nada sabemos de su origen. Sólo sabemos que se ramifica en idiomas y que cada uno de ellos consta de un indefinido y cambiante vocabulario y de una cifra indefinida de posibilidades sintácticas. Con esos inasibles elementos he formado este libro. (En el poema, la cadencia y el ambiente de una palabra pueden pesar más que el sentido.)
     De usted es este libro, María Kodama. ¿Será preciso que le diga que esta inscripción comprende los crepúsculos, los ciervos de Nara, la noche que está sola y las populosas mañanas, las islas compartidas, los mares, los desiertos y los jardines, lo que pierde el olvido y lo que la memoria transforma, la alta voz del muecín, la muerte de Hawkwood, los libros y las láminas?
     Sólo podemos dar lo que ya hemos dado. Sólo podemos dar lo que ya es del otro. En este libro están las cosas que siempre fueron suyas. ¡Qué misterio es una dedicatoria, una entrega de símbolos!
     J. L. B.


  PRÓLOGO

     A nadie puede maravillar que el primero de los elementos, el fuego, no abunde en el libro de un hombre de ochenta y tantos años. Una reina, en la hora de su muerte, dice que es fuego y aire; yo suelo sentir que soy tierra, cansada tierra. Sigo, sin embargo, escribiendo. ¿Qué otra suerte me queda, qué otra hermosa suerte me queda? La dicha de escribir no se mide por las virtudes o flaquezas de la escritura. Toda obra humana es deleznable, afirma Carlyle, pero su ejecución no lo es.
     No profeso ninguna estética. Cada obra confía a su escritor la forma que busca: el verso, la prosa, el estilo barroco o el llano. Las teorías pueden ser admirables estímulos (recordemos a Whitman) pero asimismo pueden engendrar monstruos o meras piezas de museo. Recordemos el monólogo interior de James Joyce o el sumamente incómodo Polifemo.
     Al cabo de los años he observado que la belleza, como la felicidad, es frecuente. No pasa un día en que no estemos, un instante, en el paraíso. No hay poeta, por mediocre que sea, que no haya escrito el mejor verso de la literatura, pero también los más desdichados. La belleza no es privilegio de unos cuantos nombres ilustres. Sería muy raro que este libro, que abarca unas cuarenta composiciones, no atesorara una sola línea secreta, digna de acompañarte hasta el fin.
     En este libro hay muchos sueños. Aclaro que fueron dones de la noche o, más precisamente, del alba, no ficciones deliberadas. Apenas si me he atrevido a agregar uno que otro rasgo circunstancial, de los que exige nuestro tiempo, a partir de Defoe.
     Dicto este prólogo en una de mis patrias, Ginebra.
     J. L. B.
 9 de enero de 1985


  CRISTO EN LA CRUZ

     Cristo en la cruz. Los pies tocan la tierra.
     Los tres maderos son de igual altura.
     Cristo no está en el medio. Es el tercero.
     La negra barba pende sobre el pecho.
     El rostro no es el rostro de las láminas.
     Es áspero y judío. No lo veo
     y seguiré buscándolo hasta el día
     último de mis pasos por la tierra.
     El hombre quebrantado sufre y calla.
     La corona de espinas lo lastima.
     No lo alcanza la befa de la plebe
     que ha visto su agonía tantas veces.
     La suya o la de otro. Da lo mismo.
     Cristo en la cruz. Desordenadamente
     piensa en el reino que tal vez lo espera,
     piensa en una mujer que no fue suya.
     No le está dado ver la teología,
     la indescifrable Trinidad, los gnósticos,
     las catedrales, la navaja de Occam,
     la púrpura, la mitra, la liturgia,
     la conversión de Guthrum por la espada,
     la Inquisición, la sangre de los mártires,
     las atroces Cruzadas, Juana de Arco,
     el Vaticano que bendice ejércitos.
     Sabe que no es un dios y que es un hombre
     que muere con el día. No le importa.
     Le importa el duro hierro de los clavos.
     No es un romano. No es un griego. Gime.
     Nos ha dejado espléndidas metáforas
     y una doctrina del perdón que puede
     anular el pasado. (Esa sentencia
     la escribió un irlandés en una cárcel.)
     El alma busca el fin, apresurada.
     Ha oscurecido un poco. Ya se ha muerto.
     Anda una mosca por la carne quieta.
     ¿De qué puede servirme que aquel hombre
     haya sufrido, si yo sufro ahora?
     Kioto, 1984


  DOOMSDAY

     Será cuando la trompeta resuene, como escribe san Juan el Teólogo.
     Ha sido en 1757, según el testimonio de Swedenborg.
     Fue en Israel (cuando la loba clavó en la cruz la carne de Cristo),
     [pero no sólo entonces.

     Ocurre en cada pulsación de tu sangre.
     No hay un instante que no pueda ser el cráter del Infierno.
     No hay un instante que no pueda ser el agua del Paraíso.
     No hay un instante que no esté cargado como un arma.
     En cada instante puedes ser Caín o Siddharta, la máscara o el rostro.
     En cada instante puede revelarte su amor Helena de Troya.
     En cada instante el gallo puede haber cantado tres veces.
     En cada instante la clepsidra deja caer la última gota.

  CÉSAR

     Aquí, lo que dejaron los puñales.
     Aquí esa pobre cosa, un hombre muerto
     que se llamaba César. Le han abierto
     cráteres en la carne los metales.
     Aquí la atroz, aquí la detenida
     máquina usada ayer para la gloria,
     para escribir y ejecutar la historia
     y para el goce pleno de la vida.
     Aquí también el otro, aquel prudente
     emperador que declinó laureles,
     que comandó batallas y bajeles
     y que rigió el oriente y el poniente.
     Aquí también el otro, el venidero
     cuya gran sombra será el orbe entero.

  TRÍADA

     El alivio que habrá sentido César en la mañana de Farsalia, al pensar: Hoy es la batalla.
     El alivio que habrá sentido Carlos Primero al ver el alba en el cristal y pensar: Hoy es el día del patíbulo, del coraje y del hacha.
     El alivio que tú y yo sentiremos en el instante que precede a la muerte, cuando la suerte nos desate de la triste costumbre de ser alguien y del peso del universo.

  LA TRAMA

     Las migraciones que el historiador, guiado por las azarosas reliquias de la cerámica y del bronce, trata de fijar en el mapa y que no comprendieron los pueblos que las ejecutaron.
     Las divinidades del alba que no han dejado ni un ídolo ni un símbolo.
     El surco del arado de Caín.
     El rocío en la hierba del Paraíso.
     Los hexagramas que un emperador descubrió en la caparazón de una de las tortugas sagradas.
     Las aguas que no saben que son el Ganges.
     El peso de una rosa en Persépolis.
     El peso de una rosa en Bengala.
     Los rostros que se puso una máscara que guarda una vitrina.
     El nombre de la espada de Hengist.
     El último sueño de Shakespeare.
     La pluma que trazó la curiosa línea: He met the Nightmare and her name he told.
     El primer espejo, el primer hexámetro.
     Las páginas que leyó un hombre gris y que le revelaron que podía ser don Quijote.
     Un ocaso cuyo rojo perdura en un vaso de Creta.
     Los juguetes de un niño que se llamaba Tiberio Graco.
     El anillo de oro de Polícrates que el Hado rechazó.
     No hay una sola de esas cosas perdidas que no proyecte ahora una larga sombra y que no determine lo que haces hoy o lo que harás mañana.

  RELIQUIAS

     El hemisferio austral. Bajo su álgebra
     de estrellas ignoradas por Ulises,
     un hombre busca y seguirá buscando
     las reliquias de aquella epifanía
     que le fue dada, hace ya tantos años,
     del otro lado de una numerada
     puerta de hotel, junto al perpetuo Támesis,
     que fluye como fluye ese otro río,
     el tenue tiempo elemental. La carne
     olvida sus pesares y sus dichas.
     El hombre espera y sueña. Vagamente
     rescata unas triviales circunstancias.
     Un nombre de mujer, una blancura,
     un cuerpo ya sin cara, la penumbra
     de una tarde sin fecha, la llovizna,
     unas flores de cera sobre un mármol
     y las paredes, color rosa pálido.

  SON LOS RÍOS

     Somos el tiempo. Somos la famosa
     parábola de Heráclito el Oscuro.
     Somos el agua, no el diamante duro,
     la que se pierde, no la que reposa.
     Somos el río y somos aquel griego
     que se mira en el río. Su reflejo
     cambia en el agua del cambiante espejo,
     en el cristal que cambia como el fuego.
     Somos el vano río prefijado,
     rumbo a su mar. La sombra lo ha cercado.
     Todo nos dijo adiós, todo se aleja.
     La memoria no acuña su moneda.
     Y sin embargo hay algo que se queda
     y sin embargo hay algo que se queja.

  LA JOVEN NOCHE

     Ya las lustrales aguas de la noche me absuelven
     de los muchos colores y de las muchas formas.
     Ya en el jardín las aves y los astros exaltan
     el regreso anhelado de las antiguas normas
     del sueño y de la sombra. Ya la sombra ha sellado
     los espejos que copian la ficción de las cosas.
     Mejor lo dijo Goethe: Lo cercano se aleja.
     Esas cuatro palabras cifran todo el crepúsculo.
     En el jardín las rosas dejan de ser las rosas
     y quieren ser la Rosa.

  LA TARDE

     Las tardes que serán y las que han sido
     son una sola, inconcebiblemente.
     Son un claro cristal, solo y doliente,
     inaccesible al tiempo y a su olvido.
     Son los espejos de esa tarde eterna
     que en un cielo secreto se atesora.
     En aquel cielo están el pez, la aurora,
     la balanza, la espada y la cisterna.
     Uno y cada arquetipo. Así Plotino
     nos enseña en sus libros, que son nueve;
     bien puede ser que nuestra vida breve
     sea un reflejo fugaz de lo divino.
     La tarde elemental ronda la casa.
     La de ayer, la de hoy, la que no pasa.

  ELEGÍA

     Tuyo es ahora, Abramowicz, el singular sabor de la muerte, a nadie negado, que me será ofrecido en esta casa o del otro lado del mar, a orillas de tu Ródano, que fluye fatalmente como si fuera ese otro y más antiguo Ródano, el Tiempo. Tuya será también la certidumbre de que el Tiempo se olvida de sus ayeres y de que nada es irreparable o la contraria certidumbre de que los días nada pueden borrar y de que no hay un acto, o un sueño, que no proyecte una sombra infinita. Ginebra te creía un hombre de leyes, un hombre de dictámenes y de causas, pero en cada palabra, en cada silencio, eras un poeta. Acaso estás hojeando en este momento los muy diversos libros que no escribiste pero que prefijabas y descartabas y que para nosotros te justifican y de algún modo son. Durante la primera guerra, mientras se mataban los hombres, soñamos los dos sueños que se llamaron Laforgue y Baudelaire. Descubrimos las cosas que descubren todos los jóvenes: el ignorante amor, la ironía, el anhelo de ser Raskolnikov o el príncipe Hamlet, las palabras y los ponientes. Las generaciones de Israel estaban en ti cuando me dijiste sonriendo: Je suis très fatigué. J’ai quatre mille ans. Esto ocurrió en la Tierra; vano es conjeturar la edad que tendrás en el cielo.
     No sé si todavía eres alguien, no sé si estás oyéndome.
     Buenos Aires, 14 de enero de 1984


  ABRAMOWICZ

     Esta noche, no lejos de la cumbre de la colina de Saint Pierre, una valerosa y venturosa música griega nos acaba de revelar que la muerte es más inverosímil que la vida y que, por consiguiente, el alma perdura cuando su cuerpo es caos. Esto quiere decir que María Kodama, Isabelle Monet y yo no somos tres, como ilusoriamente creíamos. Somos cuatro, ya que tú también estás con nosotros, Maurice. Con vino rojo hemos brindado a tu salud. No hacía falta tu voz, no hacía falta el roce de tu mano ni tu memoria. Estabas ahí, silencioso y sin duda sonriente, al percibir que nos asombraba y maravillaba ese hecho tan notorio de que nadie puede morir. Estabas ahí, a nuestro lado, y contigo las muchedumbres de quienes duermen con sus padres, según se lee en las páginas de tu Biblia. Contigo estaban las muchedumbres de las sombras que bebieron en la fosa ante Ulises y también Ulises y también todos los que fueron o imaginaron los que fueron. Todos estaban ahí, y también mis padres y también Heráclito y Yorick. Cómo puede morir una mujer o un hombre o un niño, que han sido tantas primaveras y tantas hojas, tantos libros y tantos pájaros y tantas mañanas y noches.
     Esta noche puedo llorar como un hombre, puedo sentir que por mis mejillas las lágrimas resbalan, porque sé que en la tierra no hay una sola cosa que sea mortal y que no proyecte su sombra. Esta noche me has dicho sin palabras, Abramowicz, que debemos entrar en la muerte como quien entra en una fiesta.

  FRAGMENTOS DE UNA TABLILLA DE BARRO DESCIFRADA POR EDMUND BISHOP EN 1867

     … Es la hora sin sombra. Melkart el dios rige desde la cumbre del mediodía el mar de Cartago. Aníbal es la espada de Melkart.
     Las tres fanegas de anillos de oro de los romanos que perecieron en Apulia, seis veces mil, han arribado al puerto.
     Cuando el otoño esté en los racimos habré dictado el verso final.
     Alabado sea Baal, dios de los muchos cielos, alabada sea Tanith, la cara de Baal, que dieron la victoria a Cartago y que me hicieron heredar la vasta lengua púnica, que será la lengua del orbe, y cuyos caracteres son talismánicos.
     No he muerto en la batalla como mis hijos, que fueron capitanes en la batalla y que no enterraré, pero a lo largo de las noches he labrado el cantar de las dos guerras y de la exultación.
     Nuestro es el mar. ¿Qué saben los romanos del mar?
     Tiemblan los mármoles de Roma; han oído el rumor de los elefantes de guerra.
     Al fin de quebrantados convenios y de mentirosas palabras, hemos condescendido a la espada.
     Tuya es la espada ahora, romano; la tienes clavada en el pecho.
     Canté la púrpura de Tiro, que es nuestra madre. Canté los trabajos de quienes descubrieron el alfabeto y surcaron los mares. Canté la pira de la clara reina. Canté los remos y los mástiles y las arduas tormentas…
     Berna, 1984


  ELEGÍA DE UN PARQUE

     Se perdió el laberinto. Se perdieron
     todos los eucaliptos ordenados,
     los toldos del verano y la vigilia
     del incesante espejo, repitiendo
     cada expresión de cada rostro humano,
     cada fugacidad. El detenido
     reloj, la entretejida madreselva,
     la glorieta, las frívolas estatuas,
     el otro lado de la tarde, el trino,
     el mirador y el ocio de la fuente
     son cosas del pasado. ¿Del pasado?
     Si no hubo un principio ni habrá un término,
     si nos aguarda una infinita suma
     de blancos días y de negras noches,
     ya somos el pasado que seremos.
     Somos el tiempo, el río indivisible,
     somos Uxmal, Cartago y la borrada
     muralla del romano y el perdido
     parque que conmemoran estos versos.

  LA SUMA

     Ante la cal de una pared que nada
     nos veda imaginar como infinita
     un hombre se ha sentado y premedita
     trazar con rigurosa pincelada
     en la blanca pared el mundo entero:
     puertas, balanzas, tártaros, jacintos,
     ángeles, bibliotecas, laberintos,
     anclas, Uxmal, el infinito, el cero.
     Puebla de formas la pared. La suerte,
     que de curiosos dones no es avara,
     le permite dar fin a su porfía.
     En el preciso instante de la muerte
     descubre que esa vasta algarabía
     de líneas es la imagen de su cara.

  ALGUIEN SUEÑA

     ¿Qué habrá soñado el Tiempo hasta ahora, que es, como todos los ahoras, el ápice? Ha soñado la espada, cuyo mejor lugar es el verso. Ha soñado y labrado la sentencia, que puede simular la sabiduría. Ha soñado la fe, ha soñado las atroces Cruzadas. Ha soñado a los griegos que descubrieron el diálogo y la duda. Ha soñado la aniquilación de Cartago por el fuego y la sal. Ha soñado la palabra, ese torpe y rígido símbolo. Ha soñado la dicha que tuvimos o que ahora soñamos haber tenido. Ha soñado la primer mañana de Ur. Ha soñado el misterioso amor de la brújula. Ha soñado la proa del noruego y la proa del portugués. Ha soñado la ética y las metáforas del más extraño de los hombres, el que murió una tarde en una cruz. Ha soñado el sabor de la cicuta en la lengua de Sócrates. Ha soñado esos dos curiosos hermanos, el eco y el espejo. Ha soñado el libro, ese espejo que siempre nos revela otra cara. Ha soñado el espejo en que Francisco López Merino y su imagen se vieron por última vez. Ha soñado el espacio. Ha soñado la música, que puede prescindir del espacio. Ha soñado el arte de la palabra, aún más inexplicable que el de la música, porque incluye la música. Ha soñado una cuarta dimensión y la fauna singular que la habita. Ha soñado el número de la arena. Ha soñado los números transfinitos, a los que no se llega contando. Ha soñado al primero que en el trueno oyó el nombre de Thor. Ha soñado las opuestas caras de Jano, que no se verán nunca. Ha soñado la luna y los dos hombres que caminaron por la luna. Ha soñado el pozo y el péndulo. Ha soñado a Walt Whitman, que decidió ser todos los hombres, como la divinidad de Spinoza. Ha soñado el jazmín, que no puede saber que lo sueñan. Ha soñado las generaciones de las hormigas y las generaciones de los reyes. Ha soñado la vasta red que tejen todas las arañas del mundo. Ha soñado el arado y el martillo, el cáncer y la rosa, las campanadas del insomnio y el ajedrez. Ha soñado la enumeración que los tratadistas llaman caótica y que, de hecho, es cósmica, porque todas las cosas están unidas por vínculos secretos. Ha soñado a mi abuela Frances Haslam en la guarnición de Junín, a un trecho de las lanzas del desierto, leyendo su Biblia y su Dickens. Ha soñado que en las batallas los tártaros cantaban. Ha soñado la mano de Hokusai, trazando una línea que será muy pronto una ola. Ha soñado a Yorick, que vive para siempre en unas palabras del ilusorio Hamlet. Ha soñado los arquetipos. Ha soñado que a lo largo de los veranos, o en un cielo anterior a los veranos, hay una sola rosa. Ha soñado las caras de tus muertos, que ahora son empañadas fotografías. Ha soñado la primer mañana de Uxmal. Ha soñado el acto de la sombra. Ha soñado las cien puertas de Tebas. Ha soñado los pasos del laberinto. Ha soñado el nombre secreto de Roma, que era su verdadera muralla. Ha soñado la vida de los espejos. Ha soñado los signos que trazará el escriba sentado. Ha soñado una esfera de marfil que guarda otras esferas. Ha soñado el calidoscopio, grato a los ocios del enfermo y del niño. Ha soñado el desierto. Ha soñado el alba que acecha. Ha soñado el Ganges y el Támesis, que son nombres del agua. Ha soñado mapas que Ulises no habría comprendido. Ha soñado a Alejandro de Macedonia. Ha soñado el muro del Paraíso, que detuvo a Alejandro. Ha soñado el mar y la lágrima. Ha soñado el cristal. Ha soñado que Alguien lo sueña.

  ALGUIEN SOÑARÁ

     ¿Qué soñará el indescifrable futuro? Soñará que Alonso Quijano puede ser don Quijote sin dejar su aldea y sus libros. Soñará que una víspera de Ulises puede ser más pródiga que el poema que narra sus trabajos. Soñará generaciones humanas que no reconocerán el nombre de Ulises. Soñará sueños más precisos que la vigilia de hoy. Soñará que podremos hacer milagros y que no los haremos, porque será más real imaginarlos. Soñará mundos tan intensos que la voz de una sola de sus aves podría matarte. Soñará que el olvido y la memoria pueden ser actos voluntarios, no agresiones o dádivas del azar. Soñará que veremos con todo el cuerpo, como quería Milton desde la sombra de esos tiernos orbes, los ojos. Soñará un mundo sin la máquina y sin esa doliente máquina, el cuerpo. La vida no es un sueño pero puede llegar a ser un sueño, escribe Novalis.

  SHERLOCK HOLMES

     No salió de una madre ni supo de mayores.
     Idéntico es el caso de Adán y de Quijano.
     Está hecho de azar. Inmediato o cercano
     lo rigen los vaivenes de variables lectores.
     No es un error pensar que nace en el momento
     en que lo ve aquel otro que narrará su historia
     y que muere en cada eclipse de la memoria
     de quienes lo soñamos. Es más hueco que el viento.
     Es casto. Nada sabe del amor. No ha querido.
     Ese hombre tan viril ha renunciado al arte
     de amar. En Baker Street vive solo y aparte.
     Le es ajeno también ese otro arte, el olvido.
     Lo soñó un irlandés, que no lo quiso nunca
     y que trató, nos dicen, de matarlo. Fue en vano.
     El hombre solitario prosigue, lupa en mano,
     su rara suerte discontinua de cosa trunca.
     No tiene relaciones, pero no lo abandona
     la devoción del otro, que fue su evangelista
     y que de sus milagros ha dejado la lista.
     Vive de un modo cómodo: en tercera persona.
     No va jamás al baño. Tampoco visitaba
     ese retiro Hamlet, que muere en Dinamarca
     y que no sabe casi nada de esa comarca
     de la espada y del mar, del arco y de la aljaba.
     (Omnia sunt plena Jovis. De análoga manera
     diremos de aquel justo que da nombre a los versos
     que su inconstante sombra recorre los diversos
     dominios en que ha sido parcelada la esfera.)
     Atiza en el hogar las encendidas ramas
     o da muerte en los páramos a un perro del infierno.
     Ese alto caballero no sabe que es eterno.
     Resuelve naderías y repite epigramas.
     Nos llega desde un Londres de gas y de neblina
     un Londres que se sabe capital de un imperio
     que le interesa poco, de un Londres de misterio
     tranquilo, que no quiere sentir que ya declina.
     No nos maravillemos. Después de la agonía,
     el hado o el azar (que son la misma cosa)
     depara a cada cual esa suerte curiosa
     de ser ecos o formas que mueren cada día.
     Que mueren hasta un día final en que el olvido,
     que es la meta común, nos olvide del todo.
     Antes que nos alcance juguemos con el lodo
     de ser durante un tiempo, de ser y de haber sido.
     Pensar de tarde en tarde en Sherlock Holmes es una
     de las buenas costumbres que nos quedan. La muerte
     y la siesta son otras. También es nuestra suerte
     convalecer en un jardín o mirar la luna.

  UN LOBO

     Furtivo y gris en la penumbra última,
     va dejando sus rastros en la margen
     de este río sin nombre que ha saciado
     la sed de su garganta y cuyas aguas
     no repiten estrellas. Esta noche,
     el lobo es una sombra que está sola
     y que busca a la hembra y siente frío.
     Es el último lobo de Inglaterra.
     Odín y Thor lo saben. En su alta
     casa de piedra un rey ha decidido
     acabar con los lobos. Ya forjado
     ha sido el fuerte hierro de tu muerte.
     Lobo sajón, has engendrado en vano.
     No basta ser cruel. Eres el último.
     Mil años pasarán y un hombre viejo
     te soñará en América. De nada
     puede servirte ese futuro sueño.
     Hoy te cercan los hombres que siguieron
     por la selva los rastros que dejaste,
     furtivo y gris en la penumbra última.

  MIDGARTHORMR

     Sin fin el mar. Sin fin el pez, la verde
     serpiente cosmogónica que encierra,
     verde serpiente y verde mar, la tierra,
     como ella circular. La boca muerde
     la cola que le llega desde lejos,
     desde el otro confín. El fuerte anillo
     que nos abarca es tempestades, brillo,
     sombra y rumor, reflejos de reflejos.
     Es también la anfisbena. Eternamente
     se miran sin horror los muchos ojos.
     Cada cabeza husmea crasamente
     los hierros de la guerra y los despojos.
     Soñado fue en Islandia. Los abiertos
     mares lo han divisado y lo han temido;
     volverá con el barco maldecido
     que se arma con las uñas de los muertos.
     Alta será su inconcebible sombra
     sobre la tierra pálida en el día
     de altos lobos y espléndida agonía
     del crepúsculo aquel que no se nombra.
     Su imaginaria imagen nos mancilla.
     Hacia el alba lo vi en la pesadilla.

  NUBES

 I


     No habrá una sola cosa que no sea
     una nube. Lo son las catedrales
     de vasta piedra y bíblicos cristales
     que el tiempo allanará. Lo es la Odisea,
     que cambia como el mar. Algo hay distinto
     cada vez que la abrimos. El reflejo
     de tu cara ya es otro en el espejo
     y el día es un dudoso laberinto.
     Somos los que se van. La numerosa
     nube que se deshace en el poniente
     es nuestra imagen. Incesantemente
     la rosa se convierte en otra rosa.
     Eres nube, eres mar, eres olvido.
     Eres también aquello que has perdido.
 II


     Por el aire andan plácidas montañas
     o cordilleras trágicas de sombra
     que oscurecen el día. Se las nombra
     nubes. Las formas suelen ser extrañas.
     Shakespeare observó una. Parecía
     un dragón. Esa nube de una tarde
     en su palabra resplandece y arde
     y la seguimos viendo todavía.
     ¿Qué son las nubes? ¿Una arquitectura
     del azar? Quizá Dios las necesita
     para la ejecución de Su infinita
     obra y son hilos de la trama oscura.
     Quizá la nube sea no menos vana
     que el hombre que la mira en la mañana.

  ON HIS BLINDNESS

     Al cabo de los años me rodea
     una terca neblina luminosa
     que reduce las cosas a una cosa
     sin forma ni color. Casi a una idea.
     La vasta noche elemental y el día
     lleno de gente son esa neblina
     de luz dudosa y fiel que no declina
     y que acecha en el alba. Yo querría
     ver una cara alguna vez. Ignoro
     la inexplorada enciclopedia, el goce
     de libros que mi mano reconoce,
     las altas aves y las lunas de oro.
     A los otros les queda el universo;
     a mi penumbra, el hábito del verso.

  EL HILO DE LA FÁBULA

     El hilo que la mano de Ariadna dejó en la mano de Teseo (en la otra estaba la espada) para que éste se ahondara en el laberinto y descubriera el centro, el hombre con cabeza de toro o, como quiere Dante, el toro con cabeza de hombre, y le diera muerte y pudiera, ya ejecutada la proeza, destejer las redes de piedra y volver a ella, a su amor.
     Las cosas ocurrieron así. Teseo no podía saber que del otro lado del laberinto estaba el otro laberinto, el del tiempo, y que en algún lugar prefijado estaba Medea.
     El hilo se ha perdido; el laberinto se ha perdido también. Ahora ni siquiera sabemos si nos rodea un laberinto, un secreto cosmos, o un caos azaroso. Nuestro hermoso deber es imaginar que hay un laberinto y un hilo. Nunca daremos con el hilo; acaso lo encontramos y lo perdemos en un acto de fe, en una cadencia, en el sueño, en las palabras que se llaman filosofía o en la mera y sencilla felicidad.
     Cnossos, 1984


  POSESIÓN DEL AYER

     Sé que he perdido tantas cosas que no podría contarlas y que esas perdiciones, ahora, son lo que es mío. Sé que he perdido el amarillo y el negro y pienso en esos imposibles colores como no piensan los que ven. Mi padre ha muerto y está siempre a mi lado. Cuando quiero escandir versos de Swinburne, lo hago, me dicen, con su voz. Sólo el que ha muerto es nuestro, sólo es nuestro lo que perdimos. Ilión fue, pero Ilión perdura en el hexámetro que la plañe. Israel fue cuando era una antigua nostalgia. Todo poema, con el tiempo, es una elegía. Nuestras son las mujeres que nos dejaron, ya no sujetos a la víspera, que es zozobra, y a las alarmas y terrores de la esperanza. No hay otros paraísos que los paraísos perdidos.

  ENRIQUE BANCHS

     Un hombre gris. La equívoca fortuna
     hizo que una mujer no lo quisiera;
     esa historia es la historia de cualquiera
     pero de cuantas hay bajo la luna
     es la que duele más. Habrá pensado
     en quitarse la vida. No sabía
     que esa espada, esa hiel, esa agonía,
     eran el talismán que le fue dado
     para alcanzar la página que vive
     más allá de la mano que la escribe
     y del alto cristal de catedrales.
     Cumplida su labor, fue oscuramente
     un hombre que se pierde entre la gente;
     nos ha dejado cosas inmortales.

  SUEÑO SOÑADO EN EDIMBURGO

     Antes del alba soñé un sueño que me dejó abrumado y que trataré de ordenar.
     Tus mayores te engendran. En la otra frontera de los desiertos hay unas aulas polvorientas o, si se quiere, unos depósitos polvorientos, y en esas aulas o depósitos hay filas paralelas de pizarrones cuya longitud se mide por leguas o por leguas de leguas y en los que alguien ha trazado con tiza letras y números. Se ignora cuántos pizarrones hay en conjunto pero se entiende que son muchos y que algunos están abarrotados y otros casi vacíos. Las puertas de los muros son corredizas, a la manera del Japón, y están hechas de un metal oxidado. El edificio entero es circular, pero es tan enorme que desde afuera no se advierte la menor curvatura y lo que se ve es una recta. Los apretados pizarrones son más altos que un hombre y alcanzan hasta el cielo raso de yeso, que es blanquecino o gris. En el costado izquierdo del pizarrón hay primero palabras y después números. Las palabras se ordenan verticalmente, como en un diccionario. La primera es Aar, el río de Berna. La siguen los guarismos arábigos, cuya cifra es indefinida pero seguramente no infinita. Indican el número preciso de veces que verás aquel río, el número preciso de veces que lo descubrirás en el mapa, el número preciso de veces que soñarás con él. La última palabra es acaso Zwingli y queda muy lejos. En otro desmedido pizarrón esta inscrita neverness y al lado de esa extraña palabra hay ahora una cifra. Todo el decurso de tu vida está en esos signos.
     No hay un segundo que no esté royendo una serie.
     Agotarás la cifra que corresponde al sabor del jengibre y seguirás viviendo. Agotarás la cifra que corresponde a la lisura del cristal y seguirás viviendo unos días. Agotarás la cifra de los latidos que te han sido fijados y entonces habrás muerto.

  LAS HOJAS DEL CIPRÉS

     Tengo un solo enemigo. Nunca sabré de qué manera pudo entrar en mi casa, la noche del 14 de abril de 1977. Fueron dos las puertas que abrió: la pesada puerta de calle y la de mi breve departamento. Prendió la luz y me despertó de una pesadilla que no recuerdo, pero en la que había un jardín. Sin alzar la voz me ordenó que me levantara y vistiera inmediatamente. Se había decidido mi muerte y el sitio destinado a la ejecución quedaba un poco lejos. Mudo de asombro, obedecí. Era menos alto que yo pero más robusto y el odio le había dado su fuerza. Al cabo de los años no había cambiado; sólo unas pocas hebras de plata en el pelo oscuro. Lo animaba una suerte de negra felicidad. Siempre me había detestado y ahora iba a matarme. El gato Beppo nos miraba desde su eternidad, pero nada hizo para salvarme. Tampoco el tigre de cerámica azul que hay en mi dormitorio, ni los hechiceros y genios de los volúmenes de Las mil y una noches. Quise que algo me acompañara. Le pedí que me dejara llevar un libro. Elegir una Biblia hubiera sido demasiado evidente. De los doce tomos de Emerson mi mano sacó uno, al azar. Para no hacer ruido bajamos por la escalera. Conté cada peldaño. Noté que se cuidaba de tocarme, como si el contacto pudiera contaminarlo.
     En la esquina de Charcas y Maipú, frente al conventillo, aguardaba un cupé. Con un ceremonioso ademán que significaba una orden hizo que yo subiera primero. El cochero ya sabía nuestro destino y fustigó al caballo. El viaje fue muy lento y, como es de suponer, silencioso. Temí (o esperé) que fuera interminable también. La noche era de luna y serena y sin un soplo de aire. No había un alma en las calles. A cada lado del carruaje las casas bajas, que eran todas iguales, trazaban una guarda. Pensé: Ya estamos en el Sur. Alto en la sombra vi el reloj de una torre; en el gran disco luminoso no había ni guarismos ni agujas. No atravesamos, que yo sepa, una sola avenida. Yo no tenía miedo, ni siquiera miedo de tener miedo, ni siquiera miedo de tener miedo de tener miedo, a la infinita manera de los eleatas, pero cuando la portezuela se abrió y tuve que bajar, casi me caí. Subimos por unas gradas de piedra. Había canteros singularmente lisos y eran muchos los árboles. Me condujo al pie de uno de ellos y me ordenó que me tendiera en el pasto, de espaldas, con los brazos en cruz. Desde esa posición divisé una loba romana y supe dónde estábamos. El árbol de mi muerte era un ciprés. Sin proponérmelo repetí la línea famosa: Quantum lenta soient inter viburna cupressi.
     Recordé que lenta, en ese contexto, quiere decir «flexible», pero nada tenían de flexibles las hojas de mi árbol. Eran iguales, rígidas y lustrosas y de materia muerta. En cada una había un monograma. Sentí asco y alivio. Supe que un gran esfuerzo podía salvarme. Salvarme y acaso perderlo, ya que, habitado por el odio, no se había fijado en el reloj ni en las monstruosas ramas. Solté mi talismán y apreté el pasto con las dos manos. Vi por primera y última vez el fulgor del acero. Me desperté; mi mano izquierda tocaba la pared de mi cuarto.
     Qué pesadilla rara, pensé, y no tardé en hundirme en el sueño.
     Al día siguiente descubrí que en el anaquel había un hueco; faltaba el libro de Emerson, que se había quedado en el sueño. A los diez días me dijeron que mi enemigo había salido de su casa una noche y que no había regresado. Nunca regresará. Encerrado en mi pesadilla, seguirá descubriendo con horror, bajo la luna que no vi, la ciudad de relojes en blanco, de árboles falsos que no pueden crecer y nadie sabe qué otras cosas.

  CENIZA

     Una pieza de hotel, igual a todas.
     La hora sin metáfora, la siesta
     que nos disgrega y pierde. La frescura
     del agua elemental en la garganta.
     La niebla tenuemente luminosa
     que circunda a los ciegos, noche y día.
     La dirección de quien acaso ha muerto.
     La dispersión del sueño y de los sueños.
     A nuestros pies un vago Rhin o Ródano.
     Un malestar que ya se fue. Esas cosas
     demasiado inconspicuas para el verso.

  HAYDÉE LANGE

     Las naves de alto bordo, las azules
     espadas que partieron de Noruega,
     de tu Noruega y depredaron mares
     y dejaron al tiempo y a sus días
     los epitafios de las piedras rúnicas,
     el cristal de un espejo que te aguarda,
     tus ojos que miraban otras cosas,
     el marco de una imagen que no veo,
     las verjas de un jardín junto al ocaso,
     un dejo de Inglaterra en tu palabra,
     el hábito de Sandburg, unas bromas,
     las batallas de Bancroft y de Kohler
     en la pantalla silenciosa y lúcida,
     los viernes compartidos. Esas cosas,
     sin nombrarte te nombran.

  OTRO FRAGMENTO APÓCRIFO

     Uno de los discípulos del maestro quería hablar a solas con él, pero no se atrevía. El maestro le dijo:
     –Dime qué pesadumbre te oprime.
     El discípulo replicó:
     –Me falta valor.
     El maestro dijo:
     –Yo te doy el valor.
     La historia es muy antigua, pero una tradición, que bien puede no ser apócrifa, ha conservado las palabras que esos hombres dijeron, en los linderos del desierto y del alba.
     Dijo el discípulo:
     –He cometido hace tres años un gran pecado. No lo saben los otros pero yo lo sé, y no puedo mirar sin horror mi mano derecha.
     Dijo el maestro:
     –Todos los hombres han pecado. No es de hombres no pecar. El que mirare a un hombre con odio ya le ha dado muerte en su corazón.
     Dijo el discípulo:
     –Hace tres años, en Samaria, yo maté a un hombre.
     El maestro guardó silencio, pero su rostro se demudó y el discípulo pudo temer su ira. Dijo al fin:
     –Hace diecinueve años, en Samaria, yo engendré a un hombre. Ya te has arrepentido de lo que hiciste.
     Dijo el discípulo:
     –Así es. Mis noches son de plegaria y de llanto. Quiero que tú me des tu perdón.
     Dijo el maestro:
     –Nadie puede perdonar, ni siquiera el Señor. Si a un hombre lo juzgaran por sus actos, no hay quien no fuera merecedor del infierno y del cielo. ¿Estás seguro de ser aún aquel hombre que dio muerte a su hermano?
     Dijo el discípulo:
     –Ya no entiendo la ira que me hizo desnudar el acero.
     Dijo el maestro:
     –Suelo hablar en parábolas para que la verdad se grabe en las almas, pero hablaré contigo como un padre habla con su hijo. Yo no soy aquel hombre que pecó; tú no eres aquel asesino y no hay razón alguna para que sigas siendo su esclavo. Te incumben los deberes de todo hombre: ser justo y ser feliz. Tú mismo tienes que salvarte. Si algo ha quedado de tu culpa yo cargaré con ella.
     Lo demás de aquel diálogo se ha perdido.

  LA LARGA BUSCA

     Anterior al tiempo o fuera del tiempo (ambas locuciones son vanas) o en un lugar que no es del espacio, hay un animal invisible, y acaso diáfano, que los hombres buscamos y que nos busca.
     Sabemos que no puede medirse. Sabemos que no puede contarse, porque las formas que lo suman son infinitas.
     Hay quienes lo han buscado en un pájaro, que está hecho de pájaros; hay quienes lo han buscado en una palabra o en las letras de esa palabra; hay quienes lo han buscado, y lo buscan, en un libro anterior al árabe en que fue escrito, y aún a todas las cosas; hay quien lo busca en la sentencia Soy El Que Soy.
     Como las formas universales de la escolástica o los arquetipos de Whitehead, suele descender fugazmente. Dicen que habita los espejos, y que quien se mira Lo mira. Hay quienes lo ven o entrevén en la hermosa memoria de una batalla o en cada paraíso perdido.
     Se conjetura que su sangre late en tu sangre, que todos los seres lo engendran y fueron engendrados por él y que basta invertir una clepsidra para medir su eternidad.
     Acecha en los crepúsculos de Turner, en la mirada de una mujer, en la antigua cadencia del hexámetro, en la ignorante aurora, en la luna del horizonte o de la metáfora.
     Nos elude de segundo en segundo. La sentencia del romano se gasta, las noches roen el mármol.

  DE LA DIVERSA ANDALUCÍA

     Cuántas cosas. Lucano que amoneda
     el verso y aquel otro la sentencia.
     La mezquita y el arco. La cadencia
     del agua del Islam en la alameda.
     Los toros de la tarde. La bravía
     música que también es delicada.
     La buena tradición de no hacer nada.
     Los cabalistas de la judería.
     Rafael de la noche y de las largas
     mesas de la amistad. Góngora de oro.
     De las Indias el ávido tesoro.
     Las naves, los aceros, las adargas.
     Cuántas voces y cuánta bizarría
     y una sola palabra. Andalucía.

  GÓNGORA

     Marte, la guerra. Febo, el sol. Neptuno,
     el mar que ya no pueden ver mis ojos
     porque lo borra el dios. Tales despojos
     han desterrado a Dios, que es Tres y es Uno,
     de mi despierto corazón. El hado
     me impone esta curiosa idolatría.
     Cercado estoy por la mitología.
     Nada puedo. Virgilio me ha hechizado.
     Virgilio y el latín. Hice que cada
     estrofa fuera un arduo laberinto
     de entretejidas voces, un recinto
     vedado al vulgo, que es apenas, nada.
     Veo en el tiempo que huye una saeta
     rígida y un cristal en la corriente
     y perlas en la lágrima doliente.
     Tal es mi extraño oficio de poeta.
     ¿Qué me importan las befas o el renombre?
     Troqué en oro el cabello, que está vivo.
     ¿Quién me dirá si en el secreto archivo
     de Dios están las letras de mi nombre?
     Quiero volver a las comunes cosas:
     el agua, el pan, un cántaro, unas rosas…

  TODOS LOS AYERES, UN SUEÑO

     Naderías. El nombre de Muraña,
     una mano templando una guitarra,
     una voz, hoy pretérita que narra
     para la tarde una perdida hazaña
     de burdel o de atrio, una porfía,
     dos hierros, hoy herrumbre, que chocaron
     y alguien quedó tendido, me bastaron
     para erigir una mitología.
     Una mitología ensangrentada
     que ahora es el ayer. La sabia historia
     de las aulas no es menos ilusoria
     que esa mitología de la nada.
     El pasado es arcilla que el presente
     labra a su antojo. Interminablemente.

  PIEDRAS Y CHILE

     Por aquí habré pasado tantas veces.
     No puedo recordarlas. Más lejana
     que el Ganges me parece la mañana
     o la tarde en que fueron. Los reveses
     de la suerte no cuentan. Ya son parte
     de esa dócil arcilla, mi pasado,
     que borra el tiempo o que maneja el arte
     y que ningún augur ha descifrado.
     Tal vez en la tiniebla hubo una espada,
     acaso hubo una rosa. Entretejidas
     sombras las guardan hoy en sus guaridas.
     Sólo me queda la ceniza. Nada.
     Absuelto de las máscaras que he sido,
     seré en la muerte mi total olvido.

  MILONGA DEL INFIEL

     Desde el desierto llegó
     en su azulejo el infiel.
     Era un pampa de los toldos
     de Pincén o de Catriel.
     Él y el caballo eran uno,
     eran uno y no eran dos.
     Montado en pelo lo guiaba
     con el silbido o la voz.
     Había en su toldo una lanza
     que afilaba con esmero;
     de poco sirve una lanza
     contra el fusil ventajero.
     Sabía curar con palabras,
     lo que no puede cualquiera.
     Sabía los rumbos que llevan
     a la secreta frontera.
     De tierra adentro venía
     y a tierra adentro volvió;
     acaso no contó a nadie
     las cosas raras que vio.
     Nunca había visto una puerta,
     esa cosa tan humana
     y tan antigua, ni un patio
     ni el aljibe y la roldana.
     No sabía que detrás
     de las paredes hay piezas
     con su catre de tijera,
     su banco y otras lindezas.
     No lo asombró ver su cara
     repetida en el espejo;
     la vio por primera vez
     en ese primer reflejo.
     Los dos indios se miraron,
     no cambiaron ni una seña.
     Uno –¿cuál?– miraba al otro
     como el que sueña que sueña.
     Tampoco lo asombraría
     saberse vencido y muerto;
     a su historia la llamamos
     la Conquista del Desierto.

  MILONGA DEL MUERTO

     Lo he soñado en esta casa
     entre paredes y puertas.
     Dios les permite a los hombres
     soñar cosas que son ciertas.
     Lo he soñado mar afuera
     en unas islas glaciales.
     Que nos digan lo demás
     la tumba y los hospitales.
     Una de tantas provincias
     del interior fue su tierra.
     (No conviene que se sepa
     que muere gente en la guerra.)
     Lo sacaron del cuartel,
     le pusieron en las manos
     las armas y lo mandaron
     a morir con sus hermanos.
     Se obró con suma prudencia,
     se habló de un modo prolijo.
     Les entregaron a un tiempo
     el rifle y el crucifijo.
     Oyó las vanas arengas
     de los vanos generales.
     Vio lo que nunca había visto,
     la sangre en los arenales.
     Oyó vivas y oyó mueras,
     oyó el clamor de la gente.
     Él sólo quería saber
     si era o si no era valiente.
     Lo supo en aquel momento
     en que le entraba la herida.
     Se dijo No tuve miedo
     cuando lo dejó la vida.
     Su muerte fue una secreta
     victoria. Nadie se asombre
     de que me dé envidia y pena
     el destino de aquel hombre.

  1982

     Un cúmulo de polvo se ha formado en el fondo del anaquel, detrás de la fila de libros. Mis ojos no lo ven. Es una telaraña para mi tacto.
     Es una parte ínfima de la trama que llamamos la historia universal o el proceso cósmico. Es parte de la trama que abarca estrellas, agonías, migraciones, navegaciones, lunas, luciérnagas, vigilias, naipes, yunques, Cartago y Shakespeare.
     También son parte de la trama esta página, que no acaba de ser un poema, y el sueño que soñaste en el alba y que ya has olvidado.
     ¿Hay un fin en la trama? Schopenhauer la creía tan insensata como las caras o los leones que vemos en la configuración de una nube. ¿Hay un fin de la trama? Ese fin no puede ser ético, ya que la ética es una ilusión de los hombres, no de las inescrutables divinidades.
     Tal vez el cúmulo de polvo no sea menos útil para la trama que las naves que cargan un imperio o que la fragancia del nardo.

  JUAN LÓPEZ Y JOHN WARD

     Les tocó en suerte una época extraña.
     El planeta había sido parcelado en distintos países, cada uno pro visto de lealtades, de queridas memorias, de un pasado sin duda heroico, de derechos, de agravios, de una mitología peculiar, de próceres de bronce, de aniversarios, de demagogos y de símbolos. Esa división, cara a los cartógrafos, auspiciaba las guerras.
     López había nacido en la ciudad junto al río inmóvil; Ward, en las afueras de la ciudad por la que caminó Father Brown. Había estudiado castellano para leer el Quijote.
     El otro profesaba el amor de Conrad, que le había sido revelado en una aula de la calle Viamonte.
     Hubieran sido amigos, pero se vieron una sola vez cara a cara, en unas islas demasiado famosas, y cada uno de los dos fue Caín, y cada uno, Abel.
     Los enterraron juntos. La nieve y la corrupción los conocen.
     El hecho que refiero pasó en un tiempo que no podemos entender.

  LOS CONJURADOS

     En el centro de Europa están conspirando.
     El hecho data de 1291.
     Se trata de hombres de diversas estirpes, que profesan diversas religiones y que hablan en diversos idiomas.
     Han tomado la extraña resolución de ser razonables.
     Han resuelto olvidar sus diferencias y acentuar sus afinidades.
     Fueron soldados de la Confederación y después mercenarios, porque eran pobres y tenían el hábito de la guerra y no ignoraban que todas las empresas del hombre son igualmente vanas.
     Fueron Winkelried, que se clava en el pecho las lanzas enemigas para que sus camaradas avancen.
     Son un cirujano, un pastor o un procurador, pero también son Paracelso y Amiel y Jung y Paul Klee.
     En el centro de Europa, en las tierras altas de Europa, crece una torre de razón y de firme fe.
     Los cantones ahora son veintidós. El de Ginebra, el último, es una de mis patrias.
     Mañana serán todo el planeta.
     Acaso lo que digo no es verdadero; ojalá sea profético.

sábado, 22 de octubre de 2016

Jorge Luis Borges. SOBRE "DON SEGUNDO SOMBRA".


SOBRE "DON SEGUNDO SOMBRA"

Respetuoso de la palabra "novela" —la palabra de Crimen y castigo y de Salammbó—, Güiraldes calificó de relato a Don Segundo Sombra; alguien habrá arriesgado, después, los vocablos "épico" y "epopeya"; esencialmente cabría recurrir a la noción (y a la connotación) de elegía. Un pesar que el escritor tal vez ignoró y un pesar explícito hay en el fondo de la obra; por el primero entiendo el temor, ahora inconcebible y absurdo, de que, concluida en 1918 la guerra {the war to end war), el mundo entrara en un período de interminable paz. En los mares, en el aire, en los continentes, la humanidad había celebrado su última guerra; de esa fiesta fueron excluidos los argentinos; Don Segundo quiere compensar esa privación con antiguos rigores. Algo en sus páginas hay del énfasis de Le Leu, y la noche que precede al arreo ("De peones de estancia habían pasado a ser hombres de pampa. Tenían alma de reseros, que es tener alma de horizonte") se parece a la noche que precede a una carga a la bayoneta. No sólo dicha quiere el hombre sino también dureza y adversidad.

Más público es el otro pesar, o la otra nostalgia, que es la razón del libro. De la ganadería nuestro país pasó a la agricultura; Güiraldes no deplora esa conversión ni parece notarla, pero su pluma quiere rescatar el pasado ecuestre de tierras descampadas y de hombres animosos y pobres. Don Segundo es, como el undécimo libro de la Odisea, una evocación ritual de los muertos, una necromancia. No en vano el protagonista se llama Sombra; "un rato ignoré si veía o evocaba... Aquello que se alejaba era más una idea que un hombre", leemos en las últimas páginas. Percibido ese carácter fantástico, se ve lo improcedente de la comparación habitual de Don Segundo Sombra con Martín Fierro, con Paulino Lucero, con Santos Vega o con otros gauchos de la literatura o la tradición; Don Segundo ha sido esos gauchos o es, de algún modo, su tardío arquetipo, su idea platónica. Güiraldes escribe: "La silueta reducida de mi padrino apareció en la lomada... Mi vista se ceñía enérgicamente sobre aquel pequeño movimiento en la pampa somnolente. Ya iba a llegar a lo alto del camino y desaparecer. Se fue reduciendo como si lo cortaran de abajo en repetidos tajos. Sobre el punto negro del chambergo, mis ojos se aferraron con afán de hacer perdurar aquel rezago". Años antes, Lugones escribió del gaucho genérico: "Dijérase que lo hemos visto desaparecer tras los collados familiares, al tranco de su caballo, despacito, porque no vayan a creer que es de miedo, con la última tarde que iba pardeando como el ala de la torcaz, bajo el chambergo lóbrego y el poncho pendiente de los hombros en decaídos pliegues de bandera a media asta" (El payador, pág. 73). El espacio, en los dos textos supracitados, tiene la misión de significar el tiempo y la historia.

Don Segundo Sombra presupone y corona un culto anterior, una mitología literaria del gaucho. Eduardo Gutiérrez y Hudson, Bartolomé Hidalgo y determinados capítulos del Facundo, hombres de la historia, sueño borroso, y del sueño vivido de las letras, dan a la obra su patética resonancia; merecer y cifrar ese hondo pasado es una virtud de Güiraldes, no accesible a los otros cultivadores de la nostalgia criolla.

De ciertas aventuras que se repiten en libros medievales, el germanista Ker ha observado que son meros adjetivos para definir el carácter del héroe; el poeta, en lugar de afirmar que aquél es valiente, lo hace ejecutar tal o cual acto de valor. Allende las canciones de gesta, el procedimiento es común; José Ortega y Gasset, en algún ensayo, recomienda su empleo a los novelistas. Para nuestra felicidad, Güiraldes no siguió esa mala costumbre. Henry James, al premeditar su terrible Vuelta de tuerca, sintió que especificar lo malvado era debilitarlo; Güiraldes, fuera del segundo capítulo (el menos convincente de todos), no armó proezas para su héroe; se limitó a contar la impresión que éste dejaba en los demás. No se trata, por cierto, de un simple artificio verbal; en la realidad, no basta que una persona obre valentías para que la juzguemos valiente o prodigue sutilezas para tener crédito de sutil. Más revelador que sus actos puede ser el aire de un hombre; la doctrina luterana de la justificación por la fe (y no por las obras) es la versión teológica de esta idea.

Quizá a través de Kim, la estructura de Don Segundo es la del Huckleberry Finn de Mark Twain. Es fama que este libro genial (escrito en primera persona) abunda en incómodos altibajos; el inmediato sabor de la felicidad alterna en sus páginas con bromas chabacanas y débiles; tanto las cumbres como las caídas superan las posibilidades del arte consciente de Güiraldes. Otra disparidad debo señalar. Huckleberry Finn se ajusta a una directa experiencia de los hechos que narra; Don Segundo Sombra, a un recuerdo (y a una exaltación) de los hechos. Leer el primero es ser mágicamente Huck Finn y seguir el curso de un río con un esclavo prófugo; leer el segundo es haber sido, hace muchos años, tropero y querer recordarlo. Wordsworth, en un prólogo ilustre, dijo que la poesía nace de la emoción recordada en la tranquilidad; la memoria define las experiencias; acaso todo ocurre después, cuando lo comprendemos, no en el rudimentario presente... El narrador de Don Segundo no es el chico agauchado; es el nostálgico hombre de letras que recupera, o sueña recuperar, en un lenguaje en que conviven lo francés y lo cimarrón, los días y las noches elementales que aquél no hizo más que vivir.

Sur, Buenos Aires, N° 217-218, noviembre-diciembre de 1952.

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