
Robert Louis Stevenson (Edimburgo, Escocia, 1850 - Samoa, 1894). Es uno de los escritores que más ha influido en la literatura del siglo XX. Su magisterio fue reconocido por Joseph Conrad, Graham Greene, G. K. Chesterton, H. G. Wells, Adolfo Bioy Casares y Jorge Luis Borges. Aunque estudió leyes y ejerció como abogado, acabó dedicándose exclusivamente a la literatura, gracias al éxito de obras como La isla del tesoro (1883) y El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde (1886). En 1880 se casó con Fanny Osbourne, una norteamericana diez años mayor que él, y el matrimonio se trasladó a vivir a Estados Unidos, en donde Stevenson conoció y se hizo amigo de Mark Twain. Enfermo de tuberculosis, en 1888 emprendió junto a su mujer un viaje por el Pacífico Sur y acabó instalándose en Samoa, donde los aborígenes le bautizaron como Tusitala («el contador de historias»). Allí escribió sus Fábulas y las Oraciones de Vailima, que serían publicadas en 1895, un año después de su muerte, provocada por un derrame cerebral. Está enterrado en el Monte Vaea de Samoa.
***
PRÓLOGO
EN 1981, cuando yo colaboraba diariamente con Jorge Luis Borges, a pedido de una editorial argentina iniciamos la traducción de las Fábulas de Robert Louis Stevenson, tarea que nos llevó casi un año. Dotado de un excelente manejo del inglés, al que consideraba su segunda lengua, en distintas épocas de su vida Borges había acometido la traducción de textos literarios teniendo en cuenta que cada idioma tiene sus posibilidades e imposibilidades propias y que esas particularidades no son traducibles. Fiel a sus convicciones estéticas, para Borges la traducción no era el mero traslado literal de un idioma a otro conservando los detalles, sino la modificación de un texto basado esencialmente en los significados. Irónico, crítico y severo con ciertas famosas traducciones, gustaba recordar aquello que Chesterton había dicho de las versiones que Fitzgerald hiciera de Omar Kayyam: «No conozco persa, pero esa traducción es demasiado buena para ser fiel».
Quizá es ocioso comentar la devoción de Borges por Stevenson, a quien dedicó tantas páginas memorables y a quien consideraba un escritor de genio y una de sus referencias literarias esenciales. Cuando pusimos manos a la obra, me advirtió algo que después escribimos en el prólogo: «Cada fábula de este libro tiene su propio estilo y su propio vocabulario, casi en cada renglón hay una sorpresa, debemos empeñarnos en ser fieles al texto original». También quizá es ocioso agregar que las Fábulas son una breve y preciosa obra maestra en la vasta escritura de Stevenson a pesar de su corta vida; toda la magia de su palabra, su imaginación y su ética se expresa en estas páginas aparentemente laterales.
Como también me considero devoto de Stevenson, a quien releo frecuentemente, he aprovechado esta nueva traducción para volver a las fabulosas historias escritas por el prolífico escocés. A la actual edición de REY LEAR se agregan dos nuevos textos: El simio científico y El relojero, cuyos manuscritos fueron descubiertos en la Universidad de Yale, y son complemento de las anteriores. Esas dos perlas literarias abordan temas que el tiempo no ha envejecido y renuevan su vigencia; el delicado sarcasmo del autor y sus convicciones éticas exaltan verdades inquebrantables.
Respetuosa de las palabras, experta traductora, como lo demuestra en cada frase, Catalina Martínez Muñoz ha logrado una excelente versión de las Fabulas, que se suma y enriquece a la que realizara con Borges y ahora me complazco en presentar.
Más de un siglo ha transcurrido desde que Robert Louis Stevenson concibió esta obra maestra que, a través de tantos años, nos sigue sorprendiendo como lectores y sigue siendo una enseñanza para quienes aspiran a escribir relatos.
ROBERTO ALIFANO
Buenos Aires, agosto de 2010
I
(Fragmento).
LOS PERSONAJES DEL RELATO
CONCLUIDO EL CAPÍTULO 32 de La isla del tesoro, dos de los títeres se fueron a pasear y a fumar una pipa antes de reanudar su trabajo. Se encontraron en un campo, no lejos de donde transcurría la narración.
—Buenos días, Capitán —saludó el primer oficial, con gesto soldadesco y expresión radiante.
—¡Ah, Silver! —masculló el otro—. Ésas no son maneras, Silver.
—Verá usted, capitán Smollet —protestó Silver—, el deber es el deber, y yo lo sé mejor que nadie. Pero ahora estamos de descanso, y no veo ninguna razón para guardar las formas morales.
—Es usted un granuja de cuidado, amigo mío —respondió el Capitán.
—Vamos, vamos, Capitán, seamos justos —dijo el otro—. No hay razón para enfadarse conmigo en serio. No soy más que el personaje de un cuento de marinos. En realidad no existo.
—Tampoco yo existo en realidad, o eso se me figura —asintió el Capitán.
—Yo no pondría límites a lo que un personaje virtuoso pudiera tomar por disputa —contestó Silver—. Pero soy el villano de esta historia. Y, de marino a marino, me gustaría saber cuáles son las posibilidades.
—¿Es que no le enseñaron el catecismo? —preguntó el Capitán—. ¿No sabe usted que existe una cosa llamada autor?
—¿Una cosa llamada autor? —repitió John, con sorna— ¿Quién mejor que yo? La cuestión es si el autor lo creó a usted, y si creó a John el Largo y si creó a Hands y a Pew, y a George Merry, aunque tampoco es que George pinte gran cosa, porque es poco más que un nombre; y si creó a Flint, o lo que queda de él. Y si creó este motín, que le ha causado a usted tantas fatigas. Y si mató a Tom Redruth. Y, bueno… si eso es un autor, ¡que me ahorquen!
—¿No cree usted en un estado futuro? —le interpeló Smollet—. ¿Cree que no hay nada más que esta historia en un papel?
—No sabría qué decirle a eso —respondió Silver— y la verdad es que tampoco veo qué relación puede tener. Lo que sí sé es que, si de verdad existe esa cosa llamada autor, yo soy su personaje favorito. Me entiende mejor que a usted; ya lo creo que me entiende. Y le gusta darme vida. Me hace pasar la mayor parte del tiempo en cubierta, con muleta y todo, mientras que a usted lo encierra en la bodega a pasar el sarampión, donde nadie lo ve, ni ganas de verlo que tiene, ¡por eso sí que puede usted apostar! Si ese autor existe, ¡qué diantres!, lo que es seguro es que está de mi parte, ¡por eso sí que puede apostar!
—Ya veo que el autor le está dando mucha cuerda —señaló el Capitán—. Pero eso no puede cambiar las convicciones de un hombre. Sé que el autor me respeta: lo noto en los huesos. Cuando usted y yo tuvimos esa conversación en la puerta del fortín, ¿de qué lado cree que se puso el autor, amigo mío?
—¿Y a mí no me respeta? —protestó Silver—. ¡Tendría que haberme oído sofocando el motín: a George Merry y a Morgan y a todos los demás! ¡Y hace sólo un momento, en el capítulo anterior! ¡Se habría enterado de lo que es bueno! ¡Habría visto lo que el autor piensa de mí! Pero, dígame una cosa, ¿de verdad se tiene usted por un personaje virtuoso de la cabeza a los pies?
—¡Dios no lo quiera! —exclamó el Capitán solemnemente—. Soy un hombre que procura cumplir con su deber y a veces lo enreda todo. Me temo que en casa no soy muy popular, Silver —suspiró el Capitán.
—Ya —dijo Silver—. ¿Y qué me dice de esta segunda parte de la historia? ¿Seguirá siendo usted el capitán Smollet, como siempre, y no muy popular en casa, como bien dice? En tal caso, ¿por qué truenos repite La isla del tesoro? Yo seguiré siendo John el Largo, y Pew seguirá siendo Pew. Y ya verá como tenemos otro motín. ¿O será usted un personaje distinto en esta ocasión? Y en tal caso, ¿por qué? ¿Acaso es usted mejor por eso? ¿Y soy yo peor?
—Verá, amigo mío, la verdad es que no entiendo cómo está ocurriendo todo esto. No veo cómo es posible que usted y yo, que no existimos, estemos aquí conversando y fumando una pipa ante el mundo entero, como si fuésemos de carne y hueso. Pues bien, de ser así: ¿quién soy yo para soltar mis opiniones? Sé que el autor está de parte del bien. Me lo cuenta cuando se le acaba la tinta mientras está escribiendo. Y eso es todo cuanto yo necesito saber. Por lo demás, afrontaré los riesgos.
—Es evidente que parecía estar en contra de George Merry —concedió Silver, en tono pensativo—. Claro que George es poco más que un nombre, en el mejor de los casos —añadió, animándose un poco—. Pero, vayamos por una vez a lo esencial. ¿Qué es el bien? Yo organicé un motín, y soy un caballero de fortuna. Usted, a juzgar por lo que se dice, no es ningún santo. Yo soy un hombre de trato fácil. No es su caso: hasta usted mismo lo reconoce. Y a mí no se me escapa que es usted un diablo de cuidado. ¿Qué es qué? ¿Qué es el bien y qué es el mal? ¡Dígamelo usted! Estamos aquí a la espera, ¡por eso sí que puede apostar!
—Ninguno de los dos somos perfectos —respondió el Capitán—. Eso es una verdad incontestable, amigo mío. Yo sólo digo que trato de cumplir con mi deber, y lo cierto es que no puedo felicitarle por sus éxitos, si es que usted también procura cumplir con el suyo.
—Con que ¿era usted el juez? —contestó Silver, con gesto socarrón.
—Para usted, amigo mío, seré el juez y el ahorcado, y sin pestañear —dijo el Capitán—. Incluso voy más allá. Quizá no suene a teología de la buena, pero el sentido común nos dice que lo bueno es además útil, o algo así, más o menos, que tampoco quiero yo pasar por un filósofo. Ahora bien, ¿a dónde iría a parar una buena narración si no hubiera personajes virtuosos?
—Si vamos a eso —replicó Silver—, ¿cómo empezaría una buena narración si no hubiera villanos?
—Eso mismo digo yo —asintió el capitán Smollet—. El autor necesita una historia. Eso es lo que quiere. Y para conseguirla, y ofrecer una oportunidad como es debido a un hombre como el doctor, pongamos por caso, necesita contar con hombres como usted y como Hands. ¡Pero él está del lado del bien! ¡Ándese con mucho ojo! Usted todavía no ha entrado en esta historia. Se le avecinan problemas.
—¿Cuánto quiere apostar? —le retó John.
—Eso me trae sin cuidado —contestó el Capitán—. Me contento con ser Alexander Smollet, aunque sea un mal hombre. Y de rodillas doy gracias a mis astros por no ser Silver. Pero se está destapando el tintero. ¡A nuestros puestos!
Y, efectivamente, el autor ya había empezado a escribir estas palabras:
Capítulo XXXIII
Fuente:
Robert Louis Stevenson
Fábulas. Título original: Fables
Robert Louis Stevenson, 1896
Traducción: Catalina Martínez Muñoz
Prólogo: Roberto Alifano.
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