martes, 11 de octubre de 2016

Jorge Luis Borges. LA ROSA PROFUNDA. AÑO 1975. POEMARIO COMPLETO.


 LA ROSA PROFUNDA
  (1975)


  PRÓLOGO

  La doctrina romántica de una Musa que inspira a los poetas fue la que profesaron los clásicos; la doctrina clásica del poema como una operación de la inteligencia fue enunciada por un romántico, Poe, hacia 1846. El hecho es paradójico. Fuera de unos casos aislados de inspiración onírica –el sueño del pastor que refiere Beda, el ilustre sueño de Coleridge–, es evidente que ambas doctrinas tienen su parte de verdad, salvo que corresponden a distintas etapas del proceso. (Por Musa debemos entender lo que los hebreos y Milton llamaron el Espíritu y lo que nuestra triste mitología llama lo Subconsciente.) En lo que me concierne, el proceso es más o menos invariable. Empiezo por divisar una forma, una suerte de isla remota, que será después un relato o una poesía. Veo el fin y veo el principio, no lo que se halla entre los dos. Esto gradualmente me es revelado, cuando los astros o el azar son propicios. Más de una vez tengo que desandar el camino por la zona de sombra. Trato de intervenir lo menos posible en la evolución de la obra. No quiero que la tuerzan mis opiniones, que, sin duda, son baladíes. El concepto de arte comprometido es una ingenuidad, porque nadie sabe del todo lo que ejecuta. Un escritor, admitió Kipling, puede concebir una fábula, pero no penetrar su moraleja. Debe ser leal a su imaginación, y no a las meras circunstancias efímeras de una supuesta «realidad».
  La literatura parte del verso y puede tardar siglos en discernir la posibilidad de la prosa. Al cabo de cuatrocientos años, los anglosajones dejaron una poesía no pocas veces admirable y una prosa apenas explícita. La palabra habría sido en el principio un símbolo mágico, que la usura del tiempo desgastaría. La misión del poeta sería restituir a la palabra, siquiera de un modo parcial, su primitiva y ahora oculta virtud. Dos deberes tendría todo verso: comunicar un hecho preciso y tocarnos físicamente, como la cercanía del mar. He aquí un ejemplo de Virgilio:
  Tendebanque manus ripae ulterioris amore.
  Uno de Meredith:
  Not till the fire is dying in the grate
  Look we for any kinship with the stars.
  O este alejandrino de Lugones, cuyo español quiere regresar al latín:
  El hombre numeroso de penas y de días.
  Tales versos prosiguen en la memoria su cambiante camino.
  Al término de tantos –y demasiados– años de ejercicio de la literatura, no profeso una estética. ¿A qué agregar a los límites naturales que nos impone el hábito los de una teoría cualquiera? Las teorías, como las convicciones de orden político o religioso, no son otra cosa que estímulos. Varían para cada escritor. Whitman tuvo razón al negar la rima; esa negación hubiera sido una insensatez en el caso de Hugo.
  Al recorrer las pruebas de este libro, advierto con algún desagrado que la ceguera ocupa un lugar plañidero que no ocupa en mi vida. La ceguera es una clausura, pero también es una liberación, una soledad propicia a las invenciones, una llave y un álgebra.
  J. L. B.
 Buenos Aires, junio de 1975


  YO

  La calavera, el corazón secreto,
  los caminos de sangre que no veo,
  los túneles del sueño, ese Proteo,
  las vísceras, la nuca, el esqueleto.
  Soy esas cosas. Increíblemente
  soy también la memoria de una espada
  y la de un solitario sol poniente
  que se dispersa en oro, en sombra, en nada.
  Soy el que ve las proas desde el puerto;
  soy los contados libros, los contados
  grabados por el tiempo fatigados;
  soy el que envidia a los que ya se han muerto.
  Más raro es ser el hombre que entrelaza
  palabras en un cuarto de una casa.

  COSMOGONÍA

  Ni tiniebla ni caos. La tiniebla
  requiere ojos que ven, como el sonido
  y el silencio requieren el oído,
  y el espejo, la forma que lo puebla.
  Ni el espacio ni el tiempo. Ni siquiera
  una divinidad que premedita
  el silencio anterior a la primera
  noche del tiempo, que será infinita.
  El gran río de Heráclito el Oscuro
  su irrevocable curso no ha emprendido,
  que del pasado fluye hacia el futuro,
  que del olvido fluye hacia el olvido.
  Algo que ya padece. Algo que implora.
  Después la historia universal. Ahora.

  EL SUEÑO

  Cuando los relojes de la media noche prodiguen
  un tiempo generoso,
  iré más lejos que los bogavantes de Ulises
  a la región del sueño, inaccesible
  a la memoria humana.
  De esa región inmersa rescato restos
  que no acabo de comprender:
  hierbas de sencilla botánica,
  animales algo diversos,
  diálogos con los muertos,
  rostros que realmente son máscaras,
  palabras de lenguajes muy antiguos
  y a veces un horror incomparable
  al que nos puede dar el día.
  Seré todos o nadie. Seré el otro
  que sin saberlo soy, el que ha mirado
  ese otro sueño, mi vigilia. La juzga,
  resignado y sonriente.

  BROWNING RESUELVE SER POETA

  Por estos rojos laberintos de Londres
  descubro que he elegido
  la más curiosa de las profesiones humanas,
  salvo que todas, a su modo, lo son.
  Como los alquimistas
  que buscaron la piedra filosofal
  en el azogue fugitivo,
  haré que las comunes palabras
  –naipes marcados del tahúr, moneda de la plebe–
  rindan la magia que fue suya
  cuando Thor era el numen y el estrépito,
  el trueno y la plegaria.
  En el dialecto de hoy
  diré a mi vez las cosas eternas;
  trataré de no ser indigno
  del gran eco de Byron.
  Este polvo que soy será invulnerable.
  Si una mujer comparte mi amor
  mi verso rozará la décima esfera de los cielos concéntricos;
  si una mujer desdeña mi amor
  haré de mi tristeza una música,
  un alto río que siga resonando en el tiempo.
  Viviré de olvidarme.
  Seré la cara que entreveo y que olvido,
  seré Judas que acepta
  la divina misión de ser traidor,
  seré Calibán en la ciénaga,
  seré un soldado mercenario que muere
  sin temor y sin fe,
  seré Polícrates que ve con espanto
  el anillo devuelto por el destino,
  seré el amigo que me odia.
  El persa me dará el ruiseñor y Roma la espada.
  Máscaras, agonías, resurrecciones,
  destejerán y tejerán mi suerte
  y alguna vez seré Robert Browning.

  INVENTARIO

  Hay que arrimar una escalera para subir. Un tramo le falta.
  ¿Qué podemos buscar en el altillo
  sino lo que amontona el desorden?
  Hay olor a humedad.
  El atardecer entra por la pieza de plancha.
  Las vigas del cielo raso están cerca y el piso está vencido.
  Nadie se atreve a poner el pie.
  Hay un catre de tijera desvencijado.
  Hay unas herramientas inútiles.
  Está el sillón de ruedas del muerto.
  Hay un pie de lámpara.
  Hay una hamaca paraguaya con borlas, deshilachada.
  Hay aparejos y papeles.
  Hay una lámina del estado mayor de Aparicio Saravia.
  Hay una vieja plancha a carbón.
  Hay un reloj de tiempo detenido, con el péndulo roto.
  Hay un marco desdorado, sin tela.
  Hay un tablero de cartón y unas piezas descabaladas.
  Hay un brasero de dos patas.
  Hay una petaca de cuero.
  Hay un ejemplar enmohecido del Libro de los mártires de Foxe,
  [en intrincada letra gótica.

  Hay una fotografía que ya puede ser de cualquiera.
  Hay una piel gastada que fue de tigre.
  Hay una llave que ha perdido su puerta.
  ¿Qué podemos buscar en el altillo
  sino lo que amontona el desorden?
  Al olvido, a las cosas del olvido, acabo de erigir este monumento,
  sin duda menos perdurable que el bronce y que se confunde con ellas.

  LA PANTERA

  Tras los fuertes barrotes la pantera
  repetirá el monótono camino
  que es (pero no lo sabe) su destino
  de negra joya, aciaga y prisionera.
  Son miles las que pasan y son miles
  las que vuelven, pero es una y eterna
  la pantera fatal que en su caverna
  traza la recta que un eterno Aquiles
  traza en el sueño que ha soñado el griego.
  No sabe que hay praderas y montañas
  de ciervos cuyas trémulas entrañas
  deleitarían su apetito ciego.
  En vano es vario el orbe. La jornada
  que cumple cada cual ya fue fijada.

  EL BISONTE

  Montañoso, abrumado, indescifrable,
  rojo como la brasa que se apaga,
  anda fornido y lento por la vaga
  soledad de su páramo incansable.
  El armado testuz levanta. En este
  antiguo toro de durmiente ira,
  veo a los hombres rojos del Oeste
  y a los perdidos hombres de Altamira.
  Luego pienso que ignora el tiempo humano,
  cuyo espejo espectral es la memoria.
  El tiempo no lo toca ni la historia
  de su decurso, tan variable y vano.
  Intemporal, innumerable, cero,
  es el postrer bisonte y el primero.

  EL SUICIDA

  No quedará en la noche una estrella.
  No quedará la noche.
  Moriré y conmigo la suma
  del intolerable universo.
  Borraré las pirámides, las medallas,
  los continentes y las caras.
  Borraré la acumulación del pasado.
  Haré polvo la historia, polvo el polvo.
  Estoy mirando el último poniente.
  Oigo el último pájaro.
  Lego la nada a nadie.

  ESPADAS*

  Gram, Durendal, Joyeuse, Excalibur.
  Sus viejas guerras andan por el verso,
  que es la única memoria. El universo
  las siembra por el Norte y por el Sur.
  En la espada persiste la porfía
  de la diestra viril, hoy polvo y nada;
  en el hierro o el bronce, la estocada
  que fue sangre de Adán un primer día.
  Gestas he enumerado de lejanas
  espadas cuyos hombres dieron muerte
  a reyes y a serpientes. Otra suerte
  de espadas hay, murales y cercanas.
  Déjame, espada, usar contigo el arte;
  yo, que no he merecido manejarte.

  AL RUISEÑOR

  ¿En qué noche secreta de Inglaterra
  o del constante Rhin incalculable,
  perdida entre las noches de mis noches,
  a mi ignorante oído habrá llegado
  tu voz cargada de mitologías,
  ruiseñor de Virgilio y de los persas?
  Quizá nunca te oí, pero a mi vida
  se une tu vida, inseparablemente.
  Un espíritu errante fue tu símbolo
  en un libro de enigmas. El Marino
  te apodaba sirena de los bosques
  y cantas en la noche de Julieta
  y en la intrincada página latina
  y desde los pinares de aquel otro
  ruiseñor de Judea y de Alemania,
  Heine el burlón, el encendido, el triste.
  Keats te oyó para todos, para siempre.
  No habrá uno solo entre los claros nombres
  que los pueblos te dan sobre la tierra
  que no quiera ser digno de tu música,
  ruiseñor de la sombra. El agareno
  te soñó arrebatado por el éxtasis,
  el pecho traspasado por la espina
  de la cantada rosa que enrojeces
  con tu sangre final. Asiduamente
  urdo en la hueca tarde este ejercicio,
  ruiseñor de la arena y de los mares,
  que en la memoria, exaltación y fábula,
  ardes de amor y mueres melodioso.

  SOY

  Soy el que sabe que no es menos vano
  que el vano observador que en el espejo
  de silencio y cristal sigue el reflejo
  o el cuerpo (da lo mismo) del hermano.
  Soy, tácitos amigos, el que sabe
  que no hay otra venganza que el olvido
  ni otro perdón. Un dios ha concedido
  al odio humano esta curiosa llave.
  Soy el que pese a tan ilustres modos
  de errar, no ha descifrado el laberinto
  singular y plural, arduo y distinto,
  del tiempo, que es de uno y es de todos.
  Soy el que es nadie, el que no fue una espada
  en la guerra. Soy eco, olvido, nada.

  QUINCE MONEDAS

  A Alicia Jurado

  UN POETA ORIENTAL

  Durante cien otoños he mirado
  tu tenue disco.
  Durante cien otoños he mirado
  tu arco sobre las islas.
  Durante cien otoños mis labios
  no han sido menos silenciosos.
  EL DESIERTO

  El espacio sin tiempo.
  La luna es del color de la arena.
  Ahora, precisamente ahora,
  mueren los hombres del Metauro y de Tannenberg.
  LLUEVE

  ¿En qué ayer, en qué patios de Cartago,
  cae también esta lluvia?
  ASTERIÓN

  El año me tributa mi pasto de hombres
  y en la cisterna hay agua.
  En mí se anudan los caminos de piedra.
  ¿De qué puedo quejarme?
  En los atardeceres
  me pesa un poco la cabeza de toro.
  UN POETA MENOR

  La meta es el olvido.
  Yo he llegado antes.
  GÉNESIS, IV, 8

  Fue en el primer desierto.
  Dos brazos arrojaron una gran piedra.
  No hubo un grito. Hubo sangre.
  Hubo por vez primera la muerte.
  Ya no recuerdo si fui Abel o Caín.
  NORTUMBRIA, 900 A.D.

  Que antes del alba lo despojen los lobos;
  la espada es el camino más corto.
  MIGUEL DE CERVANTES

  Crueles estrellas y propicias estrellas
  presidieron la noche de mi génesis;
  debo a las últimas la cárcel
  en que soñé el Quijote.
  EL OESTE

  El callejón final con su poniente.
  Inauguración de la pampa.
  Inauguración de la muerte.
  ESTANCIA EL RETIRO

  El tiempo juega un ajedrez sin piezas
  en el patio. El crujido de una rama
  rasga la noche. Fuera la llanura
  leguas de polvo y sueño desparrama.
  Sombras los dos, copiamos lo que dictan
  otras sombras: Heráclito y Gautama.
  EL PRISIONERO

  Una lima.
  La primera de las pesadas puertas de hierro.
  Algún día seré libre.
  MACBETH

  Nuestros actos prosiguen su camino,
  que no conoce término.
  Maté a mi rey para que Shakespeare
  urdiera su tragedia.
  ETERNIDADES

  La serpiente que ciñe el mar y es el mar,
  el repetido remo de Jasón, la joven espada de Sigurd.
  Sólo perduran en el tiempo las cosas
  que no fueron del tiempo.
  E. A. P.
  Los sueños que he soñado. El pozo y el péndulo.
  El hombre de las multitudes. Ligeia…
  Pero también este otro.
  EL ESPÍA

  En la pública luz de las batallas
  otros dan su vida a la patria
  y los recuerda el mármol.
  Yo he errado oscuro por ciudades que odio.
  Le di otras cosas.
  Abjuré de mi honor,
  traicioné a quienes me creyeron su amigo,
  compré conciencias,
  abominé del nombre de la patria,
  me resigné a la infamia.

  SIMÓN CARBAJAL

  En los campos de Antelo, hacia el noventa
  mi padre lo trató. Quizá cambiaron
  unas parcas palabras olvidadas.
  No recordaba de él sino una cosa:
  el dorso de la oscura mano izquierda
  cruzado de zarpazos. En la estancia
  cada uno cumplía su destino:
  éste era domador, tropero el otro,
  aquél tiraba como nadie el lazo
  y Simón Carbajal era el tigrero.
  Si un tigre depredaba las majadas
  o lo oían bramar en la tiniebla,
  Carbajal lo rastreaba por el monte.
  Iba con el cuchillo y con los perros.
  Al fin daba con él en la espesura.
  Azuzaba a los perros. La amarilla
  fiera se abalanzaba sobre el hombre
  que agitaba en el brazo izquierdo el poncho,
  que era escudo y señuelo. El blanco vientre
  quedaba expuesto. El animal sentía
  que el acero le entraba hasta la muerte.
  El duelo era fatal y era infinito.
  Siempre estaba matando al mismo tigre
  inmortal. No te asombre demasiado
  su destino. Es el tuyo y es el mío,
  salvo que nuestro tigre tiene formas
  que cambian sin parar. Se llama el odio,
  el amor, el azar, cada momento.

  SUEÑA ALONSO QUIJANO

  El hombre se despierta de un incierto
  sueño de alfanjes y de campo llano
  y se toca la barba con la mano
  y se pregunta si está herido o muerto.
  ¿No lo perseguirán los hechiceros
  que han jurado su mal bajo la luna?
  Nada. Apenas el frío. Apenas una
  dolencia de sus años postrimeros.
  El hidalgo fue un sueño de Cervantes
  y don Quijote un sueño del hidalgo.
  El doble sueño los confunde y algo
  está pasando que pasó mucho antes.
  Quijano duerme y sueña. Una batalla:
  los mares de Lepanto y la metralla.

  A UN CÉSAR

  En la noche propicia a los lemures
  y a las larvas que hostigan a los muertos,
  han cuartelado en vano los abiertos
  ámbitos de los astros tus augures.
  Del toro yugulado en la penumbra
  las vísceras en vano han indagado;
  en vano el sol de esta mañana alumbra
  la espada fiel del pretoriano armado.
  En el palacio tu garganta espera
  temblorosa el puñal. Ya los confines
  del imperio que rigen tus clarines
  presienten las plegarias y la hoguera.
  De tus montañas el horror sagrado
  el tigre de oro y sombra ha profanado.

  PROTEO

  Antes que los remeros de Odiseo
  fatigaran el mar color de vino
  las inasibles formas adivino
  de aquel dios cuyo nombre fue Proteo.
  Pastor de los rebaños de los mares
  y poseedor del don de profecía,
  prefería ocultar lo que sabía
  y entretejer oráculos dispares.
  Urgido por las gentes asumía
  la forma de un león o de una hoguera
  o de árbol que da sombra a la ribera
  o de agua que en el agua se perdía.
  De Proteo el egipcio no te asombres,
  tú, que eres uno y eres muchos hombres.

  OTRA VERSIÓN DE PROTEO

  Habitador de arenas recelosas,
  mitad dios y mitad bestia marina,
  ignoró la memoria, que se inclina
  sobre el ayer y las perdidas cosas.
  Otro tormento padeció Proteo
  no menos cruel, saber lo que ya encierra
  el porvenir: la puerta que se cierra
  para siempre, el troyano y el aqueo.
  Atrapado, asumía la inasible
  forma del huracán o de la hoguera
  o del tigre de oro o la pantera
  o de agua que en el agua es invisible.
  Tú también estás hecho de inconstantes
  ayeres y mañanas. Mientras, antes…

  UN MAÑANA

  Loada sea la misericordia
  de Quien, ya cumplidos mis setenta años
  y sellados mis ojos,
  me salva de la venerada vejez
  y de las galerías de precisos espejos
  de los días iguales
  y de los protocolos, marcos y cátedras
  y de la firma de incansables planillas
  para los archivos del polvo
  y de los libros, que son simulacros de la memoria,
  y me prodiga el animoso destierro,
  que es acaso la forma fundamental del destino argentino,
  y el azar y la joven aventura
  y la dignidad del peligro,
  según dictaminó Samuel Johnson.
  Yo, que padecí la vergüenza
  de no haber sido aquel Francisco Borges que murió en 1874
  o mi padre, que enseñó a sus discípulos
  el amor de la psicología y no creyó en ella,
  olvidaré las letras que me dieron alguna fama,
  seré hombre de Austin, de Edimburgo, de España,
  y buscaré la aurora en mi Occidente.
  En la ubicua memoria serás mía,
  patria, no en la fracción de cada día.

  HABLA UN BUSTO DE JANO

  Nadie abriere o cerrare alguna puerta
  sin honrar la memoria del Bifronte,
  que las preside. Abarco el horizonte
  de inciertos mares y de tierra cierta.
  Mis dos caras divisan el pasado
  y el porvenir. Los veo y son iguales
  los hierros, las discordias y los males
  que Alguien pudo borrar y no ha borrado
  ni borrará. Me faltan las dos manos
  y soy de piedra inmóvil. No podría
  precisar si contemplo una porfía
  futura o la de ayeres hoy lejanos.
  Veo mi ruina: la columna trunca
  y las caras, que no se verán nunca.

  DE QUE NADA SE SABE

  La luna ignora que es tranquila y clara
  y ni siquiera sabe que es la luna;
  la arena, que es la arena. No habrá una
  cosa que sepa que su forma es rara.
  Las piezas de marfil son tan ajenas
  al abstracto ajedrez como la mano
  que las rige. Quizá el destino humano
  de breves dichas y de largas penas
  es instrumento de Otro. Lo ignoramos;
  darle nombre de Dios no nos ayuda.
  Vanos también son el temor, la duda
  y la trunca plegaria que iniciamos.
  ¿Qué arco habrá arrojado esta saeta
  que soy? ¿Qué cumbre puede ser la meta?

  BRUNANBURH, 937 A.D.*

  Nadie a tu lado.
  Anoche maté a un hombre en la batalla.
  Era animoso y alto, de la clara estirpe de Anlaf.
  La espada entró en el pecho, un poco a la izquierda.
  Rodó por tierra y fue una cosa,
  una cosa del cuervo.
  En vano lo esperarás, mujer que no he visto.
  No lo traerán las naves que huyeron
  sobre el agua amarilla.
  En la hora del alba,
  tu mano desde el sueño lo buscará.
  Tu lecho está frío.
  Anoche maté a un hombre en Brunanburh.

  EL CIEGO

 I


  Lo han despojado del diverso mundo,
  de los rostros, que son lo que eran antes.
  De las cercanas calles, hoy distantes,
  y del cóncavo azul, ayer profundo.
  De los libros le queda lo que deja
  la memoria, esa forma del olvido
  que retiene el formato, no el sentido,
  y que los meros títulos refleja.
  El desnivel acecha. Cada paso
  puede ser la caída. Soy el lento
  prisionero de un tiempo soñoliento
  que no marca su aurora ni su ocaso.
  Es de noche. No hay otros. Con el verso
  debo labrar mi insípido universo.
 II


  Desde mi nacimiento, que fue el noventa y nueve
  de la cóncava parra y el aljibe profundo,
  el tiempo minucioso, que en la memoria es breve,
  me fue hurtando las formas visibles de este mundo.
  Los días y las noches limaron los perfiles
  de las letras humanas y los rostros amados;
  en vano interrogaron mis ojos agotados
  las vanas bibliotecas y los vanos atriles.
  El azul y el bermejo son ahora una niebla
  y dos voces inútiles. El espejo que miro
  es una cosa gris. En el jardín aspiro,
  amigos, una lóbrega rosa de la tiniebla.
  Ahora sólo perduran las formas amarillas
  y sólo puedo ver para ver pesadillas.

  UN CIEGO

  No sé cuál es la cara que me mira
  cuando miro la cara del espejo;
  no sé qué anciano acecha en su reflejo
  con silenciosa y ya cansada ira.
  Lento en mi sombra, con la mano exploro
  mis invisibles rasgos. Un destello
  me alcanza. He vislumbrado tu cabello
  que es de ceniza o es aún de oro.
  Repito que he perdido solamente
  la vana superficie de las cosas.
  El consuelo es de Milton y es valiente,
  pero pienso en las letras y en las rosas.
  Pienso que si pudiera ver mi cara
  sabría quién soy en esta tarde rara.

  1972

  Temí que el porvenir (que ya declina)
  sería un profundo corredor de espejos
  indistintos, ociosos y menguantes,
  una repetición de vanidades,
  y en la penumbra que precede al sueño
  rogué a mis dioses, cuyo nombre ignoro,
  que enviaran algo o alguien a mis días.
  Lo hicieron. Es la Patria. Mis mayores
  la sirvieron con largas proscripciones,
  con penurias, con hambre, con batallas,
  aquí de nuevo está el hermoso riesgo.
  No soy aquellas sombras tutelares
  que honré con versos que no olvida el tiempo.
  Estoy ciego. He cumplido los setenta;
  no soy el oriental Francisco Borges
  que murió con dos balas en el pecho,
  entre las agonías de los hombres,
  en el hedor de un hospital de sangre,
  pero la Patria, hoy profanada, quiere
  que con mi oscura pluma de gramático,
  docta en las nimiedades académicas
  y ajena a los trabajos de la espada,
  congregue el gran rumor de la epopeya
  y exija mi lugar. Lo estoy haciendo.

  ELEGÍA*

  Tres muy antiguas caras me desvelan:
  una el Océano, que habló con Claudio,
  otra el Norte de aceros ignorantes
  y atroces en la aurora y el ocaso,
  la tercera la muerte, ese otro nombre
  del insaciado tiempo que nos roe.
  La carga secular de los ayeres
  de la historia que fue o que fue soñada
  me abruma, personal como una culpa.
  Pienso en la nave ufana que devuelve
  a los mares el cuerpo de Scyld Sceaving
  que reinó en Dinamarca bajo el cielo;
  pienso en el alto lobo, cuyas riendas
  eran sierpes, que dio al barco encendido
  la blancura del dios hermoso y muerto;
  pienso en piratas cuya carne humana
  es dispersión y limo bajo el peso
  de los mares errantes que ultrajaron.
  Pienso en mi propia, en mi perfecta muerte,
  sin la urna, la lápida y la lágrima.

  ALL OUR YESTERDAYS

  Quiero saber de quién es mi pasado.
  ¿De cuál de los que fui? ¿Del ginebrino
  que trazó algún hexámetro latino
  que los lustrales años han borrado?
  ¿Es de aquel niño que buscó en la entera
  biblioteca del padre las puntuales
  curvaturas del mapa y las ferales
  formas que son el tigre y la pantera?
  ¿O de aquel otro que empujó una puerta
  detrás de la que un hombre se moría
  para siempre, y besó en el blanco día
  la cara que se va y la cara muerta?
  Soy los que ya no son. Inútilmente
  soy en la tarde esa perdida gente.

  EL DESTERRADO
  (1977)

  Alguien recorre los senderos de Ítaca
  y no se acuerda de su rey, que fue a Troya
  hace ya tantos años;
  alguien piensa en las tierras heredadas
  y en el arado nuevo y el hijo
  y es acaso feliz.
  En el confín del orbe yo, Ulises,
  descendí a la Casa de Hades
  y vi la sombra del tebano Tiresias
  que desligó el amor de las serpientes,
  y la sombra de Heracles
  que mata sombras de leones en la pradera
  y asimismo está en el Olimpo.
  Alguien hoy anda por Bolívar y Chile
  y puede ser feliz o no serlo.
  Quién me diera ser él.

  EN MEMORIA DE ANGÉLICA

  ¡Cuántas posibles vidas se habrán ido
  en esta pobre y diminuta muerte,
  cuántas posibles vidas que la suerte
  daría a la memoria o al olvido!
  Cuando yo muera morirá un pasado;
  con esta flor un porvenir ha muerto
  en las aguas que ignoran, un abierto
  porvenir por los astros arrasado.
  Yo, como ella, muero de infinitos
  destinos que el azar no me depara;
  busca mi sombra los gastados mitos
  de una patria que siempre dio la cara.
  Un breve mármol cuida su memoria;
  sobre nosotros crece, atroz, la historia.

  AL ESPEJO

  ¿Por qué persistes, incesante espejo?
  ¿Por qué duplicas, misterioso hermano,
  el menor movimiento de mi mano?
  ¿Por qué en la sombra el súbito reflejo?
  Eres el otro yo de que habla el griego
  y acechas desde siempre. En la tersura
  del agua incierta o del cristal que dura
  me buscas y es inútil estar ciego.
  El hecho de no verte y de saberte
  te agrega horror, cosa de magia que osas
  multiplicar la cifra de las cosas
  que somos y que abarcan nuestra suerte.
  Cuando esté muerto, copiarás a otro
  y luego a otro, a otro, a otro, a otro…

  MIS LIBROS

  Mis libros (que no saben que yo existo)
  son tan parte de mí como este rostro
  de sienes grises y de grises ojos
  que vanamente busco en los cristales
  y que recorro con la mano cóncava.
  No sin alguna lógica amargura
  pienso que las palabras esenciales
  que me expresan están en esas hojas
  que no saben quién soy, no en las que he escrito.
  Mejor así. Las voces de los muertos
  me dirán para siempre.

  TALISMANES

  Un ejemplar de la primera edición de la Edda Islandorum de Snorri, impresa en Dinamarca.
  Los cinco tomos de la obra de Schopenhauer.
  Los dos tomos de las Odiseas de Chapman.
  Una espada que guerreó en el desierto.
  Un mate con un pie de serpientes que mi bisabuelo trajo de Lima.
  Un prisma de cristal.
  Una piedra y un abanico.
  Unos daguerrotipos borrosos.
  Un globo terráqueo de madera que me dio Cecilia Ingenieros y que fue de su padre.
  Un bastón de puño encorvado que anduvo por las llanuras de
  América, por Colombia y por Texas.
  Varios cilindros de metal con diplomas.
  La toga y el birrete de un doctorado.
  Las Empresas de Saavedra Fajardo, en olorosa pasta española.
  La memoria de una mañana.
  Líneas de Virgilio y de Frost.
  La voz de Macedonio Fernández.
  El amor o el diálogo de unos pocos.
  Ciertamente son talismanes, pero de nada sirven contra la sombra que no puedo nombrar, contra la sombra que no debo nombrar.

  EL TESTIGO

  Desde su sueño el hombre ve al gigante
  de un sueño que soñado fue en Bretaña
  y apresta el corazón para la hazaña
  y le clava la espuela a Rocinante.
  El viento hace girar las laboriosas
  aspas que el hombre gris ha acometido.
  Rueda el rocín; la lanza se ha partido
  y es una cosa más entre las cosas.
  Yace en la tierra el hombre de armadura;
  lo ve caer el hijo de un vecino,
  que no sabrá el final de la aventura
  y que a las Indias llevará el destino.
  Perdido en el confín de otra llanura
  se dirá que fue un sueño el del molino.

  EFIALTES

  En el fondo del sueño están los sueños. Cada
  noche quiero perderme en las aguas obscuras
  que me lavan del día, pero bajo esas puras
  aguas que nos conceden la penúltima Nada
  late en la hora gris la obscena maravilla.
  Puede ser un espejo con mi rostro distinto,
  puede ser la creciente cárcel de un laberinto,
  puede ser un jardín. Siempre es la pesadilla.
  Su horror no es de este mundo. Algo que no se
  nombra me alcanza desde ayeres de mito y de neblina;
  la imagen detestada perdura en la retina
  e infama la vigilia como infamó la sombra.
  ¿Por qué brota de mí cuando el cuerpo reposa
  y el alma queda sola, esta insensata rosa?

  EL ORIENTE

  La mano de Virgilio se demora
  sobre una tela con frescura de agua
  y entretejidas formas y colores
  que han traído a su Roma las remotas
  caravanas del tiempo y de la arena.
  Perdurará en un verso de las Geórgicas.
  No la había visto nunca. Hoy es la seda.
  En un atardecer muere un judío
  crucificado por los negros clavos
  que el pretor ordenó, pero las gentes
  de las generaciones de la tierra
  no olvidarán la sangre y la plegaria
  y en la colina los tres hombres últimos.
  Sé de un mágico libro de hexagramas
  que marca los sesenta y cuatro rumbos
  de nuestra suerte de vigilia y sueño.
  ¡Cuánta invención para poblar el ocio!
  Sé de ríos de arena y peces de oro
  que rige el Preste Juan en las regiones
  ulteriores al Ganges y a la Aurora
  y del hai ku que fija en unas pocas
  sílabas un instante, un eco, un éxtasis;
  sé de aquel genio de humo encarcelado
  en la vasija de amarillo cobre
  y de lo prometido en la tiniebla.
  ¡Oh mente que atesoras lo increíble!
  Caldea que primero vio los astros.
  Las altas naves lusitanas; Goa.
  Las victorias de Clive, ayer suicida;
  Kim y su lama rojo que prosiguen
  para siempre el camino que los salva.
  El fino olor del té, el olor del sándalo.
  Las mezquitas de Córdoba y del Aksa
  y el tigre, delicado como el nardo.
  Tal es mi Oriente. Es el jardín que tengo
  para que tu memoria no me ahogue.

  LA CIERVA BLANCA*

  ¿De qué agreste balada de la verde Inglaterra,
  de qué lámina persa, de qué región arcana
  de las noches y días que nuestro ayer encierra,
  vino la cierva blanca, que soñé esta mañana?
  Duraría un segundo. La vi cruzar el prado
  y perderse en el oro de una tarde ilusoria,
  leve criatura hecha de un poco de memoria
  y de un poco de olvido, cierva de un solo lado.
  Los númenes que rigen este curioso mundo
  me dejaron soñarte pero no ser tu dueño;
  tal vez en un recodo del porvenir profundo
  te encontraré de nuevo, cierva blanca de un sueño.
  Yo también soy un sueño fugitivo que dura
  unos días más que el sueño del prado y la blancura.

  THE UNENDING ROSE

  A Susana Bombal

  A los quinientos años de la Hégira
  Persia miró desde sus alminares
  la invasión de las lanzas del desierto
  y Attar de Nishapur miró una rosa
  y le dijo con tácita palabra
  como el que piensa, no como el que reza:
  –Tu vaga esfera está en mi mano. El tiempo
  nos encorva a los dos y nos ignora
  en esta tarde de un jardín perdido.
  Tu leve peso es húmedo en el aire.
  La incesante pleamar de tu fragancia
  sube a mi vieja cara que declina
  pero te sé más lejos que aquel niño
  que te entrevió en las láminas de un sueño
  o aquí en este jardín, una mañana.
  La blancura del sol puede ser tuya
  o el oro de la luna o la bermeja
  firmeza de la espada en la victoria.
  Soy ciego y nada sé, pero preveo
  que son más los caminos. Cada cosa
  es infinitas cosas. Eres música,
  firmamentos, palacios, ríos, ángeles,
  rosa profunda, ilimitada, íntima,
  que el Señor mostrará a mis ojos muertos.

  *NOTAS

  *Espadas. Gram es la espada de Sigurd; Durendal es la espada de Rolando; Joyeuse es la espada de Carlomagno; Excalibur, la espada que Arturo arrancó de una piedra.
  *Brunanburh. Son las palabras de un sajón que se ha batido en la victoria que los reyes de Wessex alcanzaron sobre una coalición de escoceses, daneses y britanos, comandados por Anlaf (Olaf) de Irlanda. En el poema hay ecos de la oda contemporánea que Tennyson tan admirablemente tradujo.
  *Elegía. Scyld es el rey de Dinamarca cuyo destino canta el exordio de la Gesta de Beowulf. El dios hermoso y muerto es Baldr, cuyos sueños premonitorios y cuyo fin están en las Eddas.
  *La cierva blanca. Los devotos de una métrica rigurosa pueden leer de este modo el último verso:
  Un tiempo más que el sueño del prado y la blancura.

  Debo esta variación a Alicia Jurado.

lunes, 10 de octubre de 2016

Jorge Luis Borges. Revista Sur, Buenos Aires, Año XII, No. 87, diciembre de 1941.


LA GUERRA EN AMERICA
1941

La noción de un atroz complot de Alemania para conquistar y oprimir todos los países del atlas, es (me apresuro a confesarlo) de una irreparable banalidad. Parece una invención de Maurice Leblanc, de Mr. Phillips Oppenheim o de Baldur von Schirach. Es notoriamente anacrónica: tiene el inconfundible sabor de 1914. Adolece de penuria imaginativa, de gigantismo, de crasa inverosimilitud. La circunstancia de que en esa fábula desdichada los alemanes cuentan con la complicidad lateral de los oblicuos japoneses y de los dóciles y pérfidos italianos la hace aún más ridicula... Desgraciadamente, la realidad carece de escrúpulos literarios. Se permite todas las libertades, incluso la de coincidir con Maurice Leblanc. Nada le falta, ni siquiera la más pura indigencia. Es tan versátil que también es monótona. Dos siglos después de la publicación de las ironías de Voltaire y de Swift, nuestros ojos atónitos han mirado el Congreso Eucarístico; hombres ya fulminados por Juvenal rigen los destinos del mundo. No importa que seamos lectores de Russell, de Proust y de Henry James: estamos en el mundo rudimental del esclavo Esopo y del cacofónico Marinetti. Destino paradójico el nuestro.

Le vrai peut quelque fois n'étre pas vraisemblable; lo inverosímil, lo verdadero, lo indiscutible, es que los directores del Tercer Reich procuran el imperio universal, la conquista del orbe. No haré enumeración de los países que han agredido ya y expoliado; no quiero que esta página sea infinita. Ayer los germanófilos perjuraban que el difamado Hitler ni siquiera soñaba en atacar este continente; ahora justifican y adulan su novísima hostilidad. Han aplaudido la invasión de Noruega y de Grecia, de las Repúblicas Soviéticas y de Holanda; no se qué júbilos elaborarán para el día en que a nuestras ciudades y a nuestras costas les sea deparado el incendio. Es infantil impacientarse; la misericordia de Hitler es ecuménica; en breve (si no lo estorban los vendepatrias y los judíos) gozaremos de todos los beneficios de la tortura, de la sodomía, del estupro y de las ejecuciones en masa. ¿No abunda en nuestras llanuras el Lebensraum, materia ilimitada y preciosa? Alguien, para frustrar nuestras esperanzas, observa que estamos lejísimos. Le respondo que siempre las colonias distan de la metrópoli; el Congo Belga no es lindero de Bélgica.

Sur, Buenos Aires, Año XII, N° 87, diciembre de 1941

viernes, 7 de octubre de 2016

Jorge Luis Borges. LA GUERRA ENSAYO DE IMPARCIALIDAD. Sur, Buenos Aires, Año IX, No. 61, octubre de 1939.


LA GUERRA
ENSAYO DE IMPARCIALIDAD

Es de fácil comprobación que un efecto inmediato (y aun instantáneo) de esta anhelada guerra, ha sido la extinción o la abolición de todos los procesos intelectuales. No hablo de Europa, donde venturosamente perdura George Bernard Shaw; pienso en los estrategas y apologistas que el infatigable azar me depara, por calles y por casas de Buenos Aires. Las interjecciones han usurpado la función de los razonamientos; es verdad que los atolondrados que las emiten, distraídamente les dan un aire discursivo y que ese tenue simulacro sintáctico satisface y persuade a quienes los oyen. El que ha jurado que la guerra es una especie de yijad liberal contra las dictaduras, acto continuo anhela que Mussolini milite contra Hitler: operación que aniquilaría su tesis. El que juraba hace cuarenta días que Varsovia era inexpugnable, ahora se admira (con sinceridad) de que haya resistido algún tiempo. El que denuncia las piraterías inglesas es el que aprueba con fervor que Adolf Hitler obre a lo Zarathustra, más allá del bien y del mal. El que proclama que el nazismo es un régimen que nos libra de charlatanes parlamentarios y que entrega el gobierno de las naciones a un grupo de strong silent men, escucha embelesado las efusiones del incesante Hitler o —placer aún más secreto— de Goering. El que pondera la presente inacción de las armas francesas aplaudirá esta noche los síntomas iniciales de una ofensiva. El que reprueba la codicia de Hitler saluda con veneración la de Stalin. El rencoroso augur de la desintegración inmediata del injusto Imperio Británico, demuestra que Alemania tiene derecho a la posesión de colonias. (Anotemos, de paso, que esa yuxtaposición de las voces colonias y derecho es lo que alguna ciencia muerta —la lógica— denominaba una contradictio in adjecto.) El que rechaza con supersticioso pavor la mera insinuación de que el Reich puede ser derrotado, finge que el menor éxito de sus armas es un incomprensible milagro. No prosigo; no quiero que esta página sea infinita.

Debo cuidarme, pues, de no agregar una interjección a las ya innumerables que nos abruman. (No acabo de entender, por ejemplo, que alguien prefiera la victoria de Alemania a la de Inglaterra y me sería muy fácil imponer figura de silogismo a esa convicción, pero me consta que no debo alegar una raison de coeur.)

Quienes abominan de Hitler, suelen abominar también de Alemania. Yo he admirado siempre a Alemania. Mi sangre y el amor de las letras me acercan indisolublemente a Inglaterra; los años y los libros a Francia; a Alemania, una pura inclinación. (Esa inclinación me movió, hacia 1917, a emprender el estudio del alemán, sin otros instrumentos que el Lyrisches Intermezzo de Heine y un lacónico glosario alemán-inglés, a veces fidedigno). No soy, por cierto, de esos germanistas falaces que recomiendan a Alemania lo eterno para negarle toda participación en lo temporal. No estoy seguro de que el hecho de haber producido a Leibniz y a Schopenhauer la incapacite para todo ejercicio político. Nadie pretende que Inglaterra debe elegir entre su Imperio y Shakespeare; nadie que Descartes y Conde son incompatibles en Francia; yo ingenuamente creo que una Alemania poderosa no hubiera entristecido a Novalis ni hubiera sido repudiada por Hoelderlin. Yo abomino, precisamente, de Hitler porque no comparte mi fe en el pueblo alemán; porque juzga que para desquitarse de 1918, no hay otra pedagogía que la barbarie, ni mejor estímulo que los campos de concentración. Bernard Shaw, en ese punto, coincide con el melancólico Fuehrer y piensa que sólo un incesante régimen de marchas, contramarchas y saludos a la bandera puede convertir a los plácidos alemanes en guerreros pasables...

Si yo tuviera el trágico honor de ser alemán, no me resignaría a sacrificar a la mera eficacia militar la inteligencia y la probidad de mi patria; si el de ser inglés o francés, agradecería la coincidencia perfecta de la causa particular de mi patria con la causa total de la humanidad.

Es posible que una derrota alemana sea la ruina de Alemania; es indiscutible que su victoria sería la ruina y el envilecimiento del orbe. No me refiero al imaginario peligro de una aventura colonial sudamericana; pienso en los imitadores autóctonos, en los Uebermenschen caseros, que el inexorable azar nos depararía.

Espero que los años nos traerán la venturosa aniquilación de Adolf Hitler, hijo atroz de Versalles.

Sur, Buenos Aires, Año IX, N° 61, octubre de 1939.

jueves, 6 de octubre de 2016

Jorge Luis Borges. Revista Sur, Buenos Aires, Año IX, N° 59, agosto de 1939.


LA BIBLIOTECA TOTAL

El capricho o imaginación o utopía de la Biblioteca Total incluye ciertos rasgos, que no es difícil confundir con virtudes. Maravilla, en primer lugar, el mucho tiempo que tardaron los hombres en pensar esa idea. Ciertos ejemplos que Aristóteles atribuye a Demócrito y a Leucipo la prefiguran con claridad, pero su tardío inventor es Gustav Theodor Fechner y su primer expositor es Kurd Lasswitz. (Entre Demócrito de Abdera y Fechner de Leipzig, fluyen —cargadamente— casi veinticuatro siglos de Europa). Sus conexiones son ilustres y múltiples: está relacionada con el atomismo y con el análisis combinatorio, con la tipografía y con el azar. En la obra El certamen con la tortuga (Berlín, 1929) el doctor Theodor Wolff juzga que es una derivación, o parodia, de la máquina mental de Raimundo Lulio; yo agregaría que es un avatar tipográfico de esa doctrina del Eterno Regreso que prohijada por los estoicos o por Blanqui, por los pitagóricos o por Nietzsche, regresa eternamente.

El más antiguo de los textos que la vislumbran está en el primer libro de la Metafísica de Aristóteles. Hablo de aquel pasaje que expone la cosmogonía de Leucipo: la formación del mundo por la fortuita conjunción de los átomos. El escritor observa que los átomos que esa conjetura requiere son homogéneos y que sus diferencias proceden de la posición, del orden o de la forma. Para ilustrar esas distinciones añade: A difiere de Npor la forma, AN de NA por el orden, Z de N por la posición. En el tratado De la generación y la corrupción, quiere acordar la variedad de las cosas visibles con la simplicidad de los átomos y razona que una tragedia consta de iguales elementos que una comedia —es decir, de las veinticuatro letras del alfabeto.

Pasan trescientos años y Marco Tulio Cicerón compone un indeciso diálogo escéptico y lo titula irónicamente De la naturaleza de los dioses. En el segundo libro, uno de los interlocutores arguye: No me admiro que haya alguien que se persuada de que ciertos cuerpos sólidos e individuales son arrastrados por la fuerza de la gravedad, resultando del concurso fortuito de estos cuerpos el mundo hermosísimo que vemos. El que juzga posible esto, también podrá creer que si se arrojan a bulto innumerables caracteres de oro, con las veintiuna letras del alfabeto, pueden resultar estampados los Anales de Ennio. Ignoro si la casualidad podrá hacer que se lea un solo verso.

La imagen tipográfica de Cicerón logra una larga vida. A mediados del siglo diecisiete, figura en un discurso académico de Pascal; Swift, a principio del dieciocho, la destaca en el preámbulo de su indignado Ensayo trivial sobre las facultades del alma, que es un museo de lugares comunes —como el futuro Dictionnaire des idees recues de Flaubert.

Siglo y medio más tarde, tres hombres justifican a Demócrito y refutan a Cicerón. En tan desaforado espacio de tiempo, el vocabulario y las metáforas de la polémica son distintos. Huxley (que es uno de esos hombres) no dice que los "caracteres de oro" acabarán por componer un verso latino, si los arrojan un número suficiente de veces; dice que media docena de monos, provistos de máquinas de escribir, producirán en unas cuantas eternidades todos los libros que contiene el British Museum.2 Lewis Carroll (que es otro de los refutadores) observa en la segunda parte de la extraordinaria novela onírica Sylvie and Bruno —año de 1893— que siendo limitado el número de palabras que comprende un idioma, lo es asimismo el de sus combinaciones posibles o sea el de sus libros. Muy pronto (dice) los literatos no se preguntarán ¿ Qué libro escribiré? sino ¿ Cuál libro? Lasswitz, animado por Fechner, imagina la Biblioteca Total. Publica su invención en el tomo de relatos fantásticos Traumkristalle.

La idea básica de Lasswitz es la de Carroll, pero los elementos de su juego son los universales símbolos ortográficos, no las palabras de un idioma. El número de tales elementos —letras, espacios, llaves, puntos suspensivos, guarismos— es reducido y puede reducirse algo más. El alfabeto puede renunciar a la cu (que es del todo superflua), a la equis (que es una abreviatura) y a todas las letras mayúsculas. Pueden eliminarse los algoritmos del sistema decimal de numeración o reducirse a dos, como en la notación binaria de Leibniz. Puede limitarse la puntuación a la coma y al punto. Puede no haber acentos, como en latín. A fuerza de simplificaciones análogas, llega Kurd Lasswitz a veinticinco símbolos suficientes (veintidós letras, el espacio, el punto, la coma) cuyas variaciones con repetición abarcan todo lo que es dable expresar: en todas las lenguas. El conjunto de tales variaciones integraría una Biblioteca Total, de tamaño astronómico. Lasswitz insta a los hombres a producir mecánicamente esa Biblioteca inhumana, que organizaría el azar y que eliminaría a la inteligencia. {El certamen con la tortuga de Theodor Wolff expone la ejecución y las dimensiones de esa obra imposible).

Todo estará en sus ciegos volúmenes. Todo: la historia minuciosa del porvenir, Los egipcios de Esquilo, el número preciso de veces que las aguas del Ganges han reflejado el vuelo de un halcón, el secreto y verdadero nombre de Roma, la enciclopedia que hubiera edificado Novalis, mis sueños y entresueños en el alba del catorce de agosto de 1934, la demostración del teorema de Pierre Fermat, los no escritos capítulos de Edwin Drood, esos mismos capítulos traducidos al idioma que hablaron los garamantas, las paradojas que ideó Berkeley acerca del Tiempo y que no publicó, los libros de hierro de Urizen, las prematuras epifanías de Stephen Dedalus que antes de un ciclo de mil años nada querrían decir, el evangelio gnóstico de Basílides, el cantar que cantaron las sirenas, el catálogo fiel de la Biblioteca, la demostración de la falacia de ese catálogo. Todo, pero por una línea razonable o una justa noticia habrá millones de insensatas cacofonías, de fárragos verbales y de incoherencias. Todo, pero las generaciones de los hombres pueden pasar sin que los anaqueles vertiginosos —los anaqueles que obliteran el día y en los que habita el caos— les hayan otorgado una página tolerable.

Uno de los hábitos de la mente es la invención de imaginaciones horribles. Ha inventado el Infierno, ha inventado la predestinación al Infierno, ha imaginado las ideas platónicas, la quimera, la esfinge, los anormales números transfinitos (donde la parte no es menos copiosa que el todo), las máscaras, los espejos, las óperas, la teratológica Trinidad: el Padre, el Hijo y el Espectro insoluble, articulados en un solo organismo... Yo he procurado rescatar del olvido un horror subalterno: la vasta Biblioteca contradictoria, cuyos desiertos verticales de libros corren el incesante albur de cambiarse en otros y que todo lo afirman, lo niegan y lo confunden como una divinidad que delira.

Sur, Buenos Aires, Año IX, N° 59, agosto de 1939.

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