martes, 19 de julio de 2016

Ambrose Bierce El Clan de los Parricidas y otras historias macabras.


Ambrose Gwinnett Bierce (1842 - 1914) fue uno de los más peculiares y personales escritores de cuentos de la historia. Nació el 24 de junio de 1842 en Horse Cave Creek, en el estado norteamericano de Ohio, como décimo hijo de un matrimonio de agricultores pobres. El resto de sus hermanos y hermanas obtuvieron del ingenio paterno -rasgo que Marcus Aurelius Bierce, el progenitor, sin duda transmitió a su vástago- nombres que también empezaban con la letra `A`: Abigail, Amelia, Ann Marie, Addison, Aurelius, Augustus, Almeda, Andrew, Albert, Arthur, Aurelia y Adelia. Dicho sea de paso, su padre, mal trabajador y gran lector, inculcó a Ambrose el vicio de la lectura, y su modesta vivienda siempre estuvo bien surtida de ejemplares de autores clásicos y libros que fomentaron en él la futura pasión por escribir. Laura Sherwood Bierce, su madre, fue el pilar fundamental en la casa, una casa en la que las relaciones familiares distaban mucho de ser buenas.

En 1846 se trasladan a Indiana. A sus nueve años, Ambrose comienza a trabajar en una imprenta, en la que permanece por espacio de varios años. Con diecisiete, tiene lugar uno de esos jugosos episodios que jalonan su propia vida, en ocasiones tan interesante como sus relatos: mantiene una relación con una mujer madura de unos setenta años. Es entonces cuando su familia lo envía al `Kentucky Military Institute`, en el que permanece un año. Tras este periodo de `destierro`, regresa a la granja de sus padres en Indiana y ejerce los más variopintos oficios: albañil, camarero, mozo de salón...

En 1861, con el estallido de la Guerra de Secesión, se alista como voluntario en el ejército de la Unión, participando en numerosas batallas y episodios bélicos que le sirven de inspiración directa en muchos de sus cuentos, protagonizados por soldados. Es en la batalla de Kenesaw Mountain, donde recibe una herida en la cabeza, donde acaba siendo hospitalizado en Chattanooga. Aparentemente recuperado, se reincorpora a su puesto meses más tarde, pero sufre frecuentes recaídas y finalmente abandona su carrera militar, licenciándose de ella en 1865. El Norte ha ganado la guerra.

En este año de 1865 comienza su trabajo en la Casa de la Moneda, en Alabama. Su contacto con funcionarios y politiquillos corruptos va formando poco a poco su cínica opinión sobre el género humano, y dando carta de naturaleza a sus legítimas obsesiones acerca de la clase de `trabajos` que hacen mover el mundo. Viaja a New Orleans y, de allí, a Panamá, componiendo cuadernos de viajes.

Participa, en 1866, en una expedición militar contra los sioux, en calidad de ingeniero topógrafo. Toma, durante esta aventura, abundantes notas e incluso dibujos que, años más tarde, se publicarán en forma de libro. Al año siguiente viaja a San Francisco, donde se establece y comienza a tomarse en serio sus aspiraciones de escritor, en una ciudad con marcado ambiente cultural. Empieza por componer poemas de escasa repercusión que se publican en el `Californian`. El futuro de Ambrose Bierce no era la poesía. También en el `Californian` y otras revistas de la ciudad publica ensayos sobre los más diversos temas, siempre en un estilo desmesurado y satírico, deudor del de otro de los más brillantes irreverentes contemporáneos suyos, el gran Mark Twain. Ataca con su pluma a la sociedad establecida, el clero, los funcionarios, las feministas... es un periodista autodidacta y feroz que no se muerde la lengua. Es redactor del `News Letter`, famoso periódico en el que lanza su corrosiva sección `The Town Crier`, y se mezcla con los círculos sociales y políticos de San Francisco, a los que vitupera en sus escritos: `estas gentes acogen al lobo entre sus filas, admiradas de su insolente ingenio`.

En 1871, durante unas vacaciones en San Rafael, conoce a Ellen Day (llamada familiarmente Mollie) con la que se casa en navidades de ese mismo año. Unos meses más tarde, abandona su puesto de redactor en el `News Letter` y el matrimonio viaja a Londres. El tardío viaje de novios se transforma en residencia en las islas británicas, en las que permanecen hasta 1875. Durante este período, Ambrose publica en varios periódicos ingleses, a la vez que envía artículos allende los mares, que ven la luz en el Alta California. Es también en esta época cuando ve publicados sus primeros libros, `Friend´s Delight`, `Nuggets and Dust` y `Cobwebs from a emply skull`, libros todos ellos despreciados por el propio Bierce posteriormente, debido a su escaso nivel, dado que se trata de obras primerizas. En Londres es donde el autor se gana su famoso apodo `Bitter Bierce` (Bierce el Amargo), que casa perfectamente con su talante cínico y escéptico, a la vez que rebelde. En Bristol, ciudad a la que el matrimonio se traslada buscando aires más benignos para el asma de Bierce, nace en 1872 su primer hijo, Day. Y en Leamington, dos años después, llega Leigh, su segundo retoño.

Llegados a 1875, encontramos que Mollie decide volver a América con sus hijos. Está embarazada de nuevo, pero Ambrose, que desconoce su estado, se queda algunos meses más en Londres, esperando que ella cambie de opinión. En septiembre abre los ojos a la realidad y toma rumbo a San Francisco para reunirse con su familia, justo a tiempo para asistir al nacimiento de su hija Helen.

Es en 1877 cuando consigue un estable puesto como redactor de la revista `Argonaut`, en la que comienza su nueva página, `The Prattler`. También publica un libro en colaboración, `The Dance of Death`, que adquiere gran éxito. Al año siguiente fallece su madre, hecho que sin duda, y aun para el irreverente y despegado Bierce, supone un duro golpe. Su padre había fallecido dos años antes. A pesar de estas calamidades familiares, su fama como corrosivo articulista en la `Argonaut` va viento en popa, con lo que no se comprende muy bien su decisión (en otro de esos aventureros episodios de su vida) de viajar en 1880 a Rockerville, Dakota, para encargarse de la administración de unas minas de oro. Al año siguiente regresa a San Francisco y, no pudiendo volver a la `Argonaut`, encuentra puesto en el semanario `Wasp`, en el que continúa con su satírica y muy leída página. En estos momentos, inicia la redacción de su obra magna, `El Diccionario del Diablo`, (`Devil´s Dictionary`) para el que ha estado trabajando durante años bajo el primer título de `The Cynic´s Word Book` (`El Diccionario del Cínico`).

Se inicia para Bierce, en 1886, un periodo oscuro de malas experiencias: se queda sin trabajo al cambiar el `Wasp de dueño, en 1888 se separa de su mujer -o más bien la abandona al descubrir que ésta recibe cartas de otro hombre-, un año después, su primogénito Day muere en un duelo, y a todo esto hay que añadirle la carga de su mala salud. Quizás estas tragedias `animan` su carácter sombrío, lo que le permite escribir algunos de sus más logrados cuentos de horror. Una luz entre tanta oscuridad tenía que surgir: el sin par magnate William Randolph Hearst le incorpora a su plantilla en el `The San Francisco Examiner`, en donde continúa una vez más con su `The Prattler`. También trabaja para el `New York Journal` y, a la par que su carrera periodística, florece la literaria, viendo la luz su famoso `Cuentos de soldados y civiles`, (`Tales of soldiers and civilians`), para los que sus experiencias bélicas de secesión tanto le valieron, y `El monje y la hija del verdugo`, (`The Monk and the Hangman´s Daughter) adaptación propuesta por el Dr. Danziger (Adolphe de Castro, para más señas, también colaborador de Lovecraft) de un texto alemán. En 1892, publica `Can such things be?`, y en 1899, `Fantastic Fables`. En este ultimo año, Bierce abandona San Francisco y se traslada al este. Su hijo Leigh se casa en 1900, pero, desgraciadamente, ha heredado la debilidad física de su padre y al año siguiente muere de pulmonía. Helen, su única hija, no tiene mucha mejor suerte: enferma de tifus y es hospitalizada durante meses. Se casa con un tal Samuel Ballard sólo para divorciarse en 1906 y volver a contraer matrimonio en 1907 con Harry Cowden: la familia Bierce es inquieta.

Nuestro autor, a su vez, obtiene el divorcio de Mollie en 1905, y ésta muere en abril de ese mismo año. La salud de Bierce se resiente, pero su trabajo para las publicaciones de Hearst continúa. En 1906, una disputa entre estos dos hombres de carácter hace que deje de escribir para todos sus periódicos, excepción hecha del `Cosmopolitan`, que abandona, de todas formas, en 1909. A partir de este año, Bierce (que ya pasa de los sesenta) comienza a acariciar la idea de publicar sus `Obras Completas`, entre 1909 y 1912 trabaja en este proyecto, que ve la luz definitivamente con el título de `Collected Works`, siendo su último trabajo publicado y prácticamente su despedida de la Literatura.

Es ahora cuando la biografía de Ambrose Bierce comienza a virar hacia la condición de leyenda. En 1913, su último año entre los vivos (presumiblemente), Ambrose planea lo que sería su espectacular salida de escena. Tras realizar unas nostálgicas visitas a los que fueron campos de batalla en su juventud, cruza la frontera hacia México sumido, por aquel entonces, en la confusión de la revolución. Algunos indicios, como crípticos comentarios del autor, y cartas a parientes y allegados, dejan entrever su intención de encontrar a Pancho Villa y unirse a sus filas, o quizás, más consecuentemente y debido a su edad, participar como observador de los históricos acontecimientos que se estaban desarrollando. Para Ambrose, profundo diseccionador de los comportamientos humanos, sin duda representaba un reverdecimiento de su combativo espíritu natural. Y es en este lugar, y en este año, cuando todas las pistas sobre su destino, toda noticia sobre su posible muerte y cómo se habría producido ésta, desaparecen en el terreno de las especulaciones: muerto en una sangrienta batalla revolucionaria para unos, fusilado por rebeldes, fallecido a causa de la vejez y sus propios innumerables achaques para otros... lo cierto es que el destino final del mordaz hombre de letras nos es totalmente desconocido. Quizás entremos de lleno en las sombras de la especulación y las leyendas, pero no es del todo descabellado sugerir que Bierce el Amargo, fiel hasta el final a su espíritu libre y a su estilo inigualable, decidió complacerse a sí mismo y reírse una vez más del mundo, desapareciendo misteriosamente en lo que parece, ni más ni menos, que el clímax de alguna de sus inquietantes narraciones. Le salió bien la jugada. Si hoy día pudiese leer sus apuntes biográficos encabezados por un `Ambrose Gwinnett Bierce, 1842 - ¿?`, probablemente sus carcajadas llegarían hasta el mismísimo Infierno.

Enrico Pugliatti
 
Cuento.
Aceite de perro
Me llamo Boffer Bings. Nací de padres honestos en uno de los más humildes caminos de la vida: mi padre era fabricante de aceite de perro y mi madre poseía un pequeño estudio, a la sombra de la iglesia del pueblo, donde se ocupaba de los no deseados. En la infancia me inculcaron hábitos industriosos; no solamente ayudaba a mi padre a procurar perros para sus cubas, sino que frecuencia era empleado por mi madre para eliminar los restos de su trabajo en el estudio. Para cumplir este deber necesitaba a veces toda mi natural inteligencia, porque todos los agentes de ley de los alrededores se oponían al negocio de mi madre. No eran elegidos con el mandato de oposición, ni el asunto había sido debatido nunca políticamente: simplemente era así. La ocupación de mi padre —hacer aceite de perro— era naturalmente menos impopular, aunque los dueños de perros desaparecidos lo miraban a veces con sospechas que se reflejaban, hasta cierto punto, en mí. Mi padre tenía, como socios silenciosos, a dos de los médicos del pueblo, que rara vez escribían una receta sin agregar lo que les gustaba designar Oil Can. Es realmente la medicina más valiosa que se conoce; pero la mayoría de las personas es reacia a realizar sacrificios personales para los que sufren, y era evidente que muchos de los perros más gordos del pueblo tenían prohibido jugar conmigo, hecho que afligió mi joven sensibilidad y en una ocasión estuvo a punto de hacer de mí un pirata.
A veces, al evocar aquellos días, no puedo sino lamentar que, al conducir indirectamente a mis queridos padres a su muerte, fui el autor de desgracias que afectaron profundamente mi futuro.
Una noche, al pasar por la fábrica de aceite de mi padre con el cuerpo de un niño rumbo al estudio de mi madre, vi a un policía que parecía vigilar atentamente mis movimientos. Joven como era, yo había aprendido que los actos de un policía, cualquiera sea su carácter aparente, son provocados por los motivos más reprensibles, y lo eludí metiéndome en la aceitería por una puerta lateral casualmente entreabierta. Cerré en seguida y quedé a solas con mi muerto. Mi padre ya se había retirado. La única luz del lugar venía de la hornalla, que ardía con un rojo rico y profundo bajo uno de los calderos, arrojando rubicundos reflejos sobre las paredes. Dentro del caldero el aceite giraba todavía en indolente ebullición y empujaba ocasionalmente a la superficie un trozo de perro. Me senté a esperar que el policía se fuera, el cuerpo desnudo del niño en mis rodillas, y le acaricié tiernamente el pelo corto y sedoso. ¡Ah, qué guapo era! Ya a esa temprana edad me gustaban apasionadamente los niños, y mientras miraba al querubín, casi deseaba en mi corazón de que la pequeña herida roja de su pecho —la obra de mi querida madre— no hubiese sido mortal.
Era mi costumbre arrojar los niños al río que la naturaleza había provisto sabiamente para ese fin, pero esa noche no me atreví a salir de la aceitería por temor al agente. «Después de todo», me dije, «no puede importar mucho que lo ponga en el caldero. Mi padre nunca distinguiría los huesos de los de un cachorro, y las pocas muertes que pudiera causar el reemplazo del incomparable Oil Can por otra especie de aceite no tendrán mayor incidencia en una población que crece tan rápidamente». En resumen, di el primer paso en el crimen y atraje sobre mí indecibles penurias arrojando el niño al caldero.
Al día siguiente, un poco para mi sorpresa, mi padre, frotándose las manos con satisfacción, nos informó a mí y a mi madre que había obtenido un aceite de una calidad nunca vista por los médicos a quienes había llevado muestras. Agregó que no tenía conocimiento de cómo se había logrado ese resultado: los perros habían sido tratados en forma absolutamente usual, y eran de razas ordinarias. Consideré mi obligación explicarlo, y lo hice, aunque mi lengua se habría paralizado si hubiera previsto las consecuencias. Lamentando su antigua ignorancia sobre la ventaja de una fusión de sus industrias, mis padres tomaron de inmediato medidas para reparar el error. Mi madre trasladó su estudio a un ala del edificio de la fábrica y cesaron mis deberes en relación con sus negocios: ya no me necesitaban para eliminar los cuerpos de los pequeños superfluos, ni había por qué conducir perros a su destino: mi padre los desechó por completo, aunque conservaron un lugar destacado en el nombre del aceite. Tan bruscamente impulsado al ocio, se podría haber esperado naturalmente que me volviera ocioso y disoluto, pero no fue así. La sagrada influencia de mi querida madre siempre me protegió de las tentaciones que acechan a la juventud, y mi padre era diácono de la iglesia. ¡Ay, que personas tan estimables llegaran por mi culpa a tan desgraciado fin!
Al encontrar un doble provecho para su negocio, mi madre se dedicó a él con renovada asiduidad. No se limitó a suprimir a pedido niños inoportunos: salía a las calles y a los caminos a recoger niños más crecidos y hasta aquellos adultos que podía atraer a la aceitería. Mi padre, enamorado también de la calidad superior del producto, llenaba sus cubas con celo y diligencia. En pocas palabras, la conversión de sus vecinos en aceite de perro llegó a convertirse en la única pasión de sus vidas. Una ambición absorbente y arrolladora se apoderó de sus almas y reemplazó en parte la esperanza en el Cielo que también los inspiraba.
Tan emprendedores eran ahora, que se realizó una asamblea pública en la que se aprobaron resoluciones que los censuraban severamente. Su presidente manifestó que todo nuevo ataque contra la población sería enfrentado con espíritu hostil. Mis pobres padres salieron de la reunión desanimados, con el corazón destrozado y creo que no del todo cuerdos. De cualquier manera, consideré prudente no ir con ellos a la aceitería esa noche y me fui a dormir al establo.
A eso de la medianoche, algún impulso misterioso me hizo levantar y atisbar por una ventana de la habitación del horno, donde sabía que mi padre pasaba la noche. El fuego ardía tan vivamente como si se esperara una abundante cosecha para mañana. Uno de los enormes calderos burbujeaba lentamente, con un misterioso aire contenido, como tomándose su tiempo para dejar suelta toda su energía. Mi padre no estaba acostado: se había levantado en ropas de dormir y estaba haciendo un nudo en una fuerte soga. Por las miradas que echaba a la puerta del dormitorio de mi madre, deduje con sobrado acierto sus propósitos. Inmóvil y sin habla por el terror, nada pude hacer para evitar o advertir. De pronto se abrió la puerta del cuarto de mi madre, silenciosamente, y los dos, aparentemente sorprendidos, se enfrentaron. También ella estaba en ropas de noche, y tenía en la mano derecha la herramienta de su oficio, una aguja de hoja alargada.
Tampoco ella había sido capaz de negarse el último lucro que le permitieran la poca amistosa actitud de los vecinos y mi ausencia. Por un instante se miraron con furia a los ojos y luego saltaron juntos con ira indescriptible. Luchaban alrededor de la habitación, maldiciendo el hombre, la mujer chillando, ambos peleando como demonios, ella para herirlo con la aguja, él para estrangularla con sus grandes manos desnudas. No sé cuánto tiempo tuve la desgracia de observar ese desagradable ejemplo de infelicidad doméstica, pero por fin, después de un forcejeo particularmente vigoroso, los combatientes se separaron repentinamente.
El pecho de mi padre y el arma de mi madre mostraban pruebas de contacto. Por un momento se contemplaron con hostilidad, luego, mi pobre padre, malherido, sintiendo la mano de la muerte, avanzó, tomó a mi querida madre en los brazos desdeñando su resistencia, la arrastró junto al caldero hirviente, reunió todas sus últimas energías ¡y saltó adentro con ella! En un instante ambos desaparecieron, sumando su aceite al de la comisión de ciudadanos que había traído el día anterior la invitación para la asamblea pública.
Convencido de que estos infortunados acontecimientos me cerraban todas las vías hacia una carrera honorable en ese pueblo, me trasladé a la famosa ciudad de Otumwee, donde se han escrito estas memorias, con el corazón lleno de remordimiento por el acto de insensatez que provocó un desastre comercial tan terrible.
Fuente:
Ambrose Bierce, 1994

Traducción: Javier Sánchez García-Gutiérrez

Editor digital: Titivillus

ePub base r1.2

lunes, 18 de julio de 2016

CORRER EL TUPIDO VELO. Página 77. Pilar Donoso.


CORRER EL TUPIDO VELO. Página 77. Pilar Donoso.
Editorial Alfaguara. 2010. España.
“La escritura de El obsceno pájaro lo absorbe por completo. Durante todo 1968 trabaja incansablemente. En su cuaderno número 37 anota: Creo que he dado en el clavo para el intermanejo de las narraciones, usando notas al pie de página. Puede ser interesante, y como voy a escribir todo esto, lo que pasa con Jerónimo ahora, Jerónimo con Iris, y él con Jerónimo y con Iris, en la parte cuatro, para hacer una gran parte media de la novela.
La cuarta parte la comienzo en la voz de las notas, en el mundo de las notas, y es toda esta parte, hasta que esa parte se transforma en el mundo enloquecido de “El último Azcoitía” y, gradualmente, lo que era relato realista se transforma en pura fantasía suelta... Ahí, empieza la quinta parte, se rompe, en la altura total de la fantasía y tenemos el mundo sórdido”.

MANUSCRITO ENCONTRADO EN ZARAGOZA JAN POTOCKI. Literatura de Rescate.


Jan Nepomucen Potocki de Pilawa (Pików, 8 de marzo de 1761 - Uladowka, 2 de diciembre de 1815) fue un noble, científico, historiador y novelista polaco, capitán de zapadores del Ejército Polaco, célebre por su novela El manuscrito encontrado en Zaragoza. El conde Jan (o Jean) Potocki nació el en castillo de Pików, en Podolia (región entonces polaca, posteriormente anexionada por Ucrania), de familia noble, hijo de Józef Potocki y Anna Teresa Ossolinska, perteneciente a una acaudalada familia de la más alta nobleza. Józef Potocki, con orígenes austriacos, polacos y ucranianos, poseía tierras en Ucrania, cuando éstas pertenecían al Imperio Austro-húngaro. Se cree que era judío askenazí, etnia dominante en aquellas tierras, y que se convirtió al catolicismo para poder entablar relaciones personales y familiares con la alta aristocracia polaca, toda de religión católica, la mayoritaria en el país. Ese pudo ser el motivo por el que Jan Potocki no recibió educación en colegios católicos de Polonia, ni formación religiosa cristiana: cuando cumplió doce años su padré lo envió a Suiza junto a su hermano Severin. Sus primeros estudios los hizo en su país, recibiendo una sólida educación, y a los doce años fue enviado a Suiza para continuarlos en Ginebra y Lausana, donde se inició en el conocimiento de las ciencias y en los estudios literarios y lingüísticos, con un pastor presbiteriano. Los años de su educación suiza dieron al joven aristócrata una curiosidad por las ciencias, que fue creciendo, y un sentimiento cosmopolita de la vida. A su regreso a Polonia abrazó la carrera militar, como era costumbre en la nobleza. Ingresó en la Academia Militar de Viena, pero pronto la abandonó para consagrarse a las dos pasiones que iban a dominarle hasta su muerte: los viajes y los estudios. Decidido a saberlo todo, no tardó en poseer una cultura enciclopédica, y un dominio de casi todas las lenguas modernas, además de las clásicas.
Fuente:
N.N.
***
PREFACIO DE ROGER CAILOIS
Cuando emprendí una antología mundial de lo fantástico busqué en las diversas literaturas
aquellos relatos que tenía la intención de reunir en un mismo volumen. Lo concebía como el
museo del espanto universal. Para Polonia me procuré la selección publicada por Julien Tuwim en
1952 y, como ignoro el polaco, se la pasé a un amigo rogándole que le echara una ojeada y
después me resumiera de viva voz aquellos cuentos que, desde su punto de vista, convinieran
mejor a mi propósito. Uno de esos cuentos era la His toria del comendador de Toralva, D ejan
Potocki. Me pareció un plagio desvergonzado de un relato muy conocido de Washington Irving:
El gran prior de Menorca. Bien pronto tuve que cambiar de opinión porque el relato de Irving se
publicó en 1855 y el conde Potocki murió cuarenta años antes, en 1815.
En el relato que precede a El gran prior de Menorca, Washington Irving explica que al
principio oyó contar al caballero... la historia que vendrá a continuación, pero que, habiendo
perdido las notas que tomó mientras aquél hablaba, encontró más adelante un relato análogo en
memorias francesas publicadas bajo la autoridad del gran aventurero Cagliostro. En el campo,
durante un día de nieve -continúa-, se entretuvo en traducirlo aproximativamente al inglés «para
un grupo de jóvenes reunidos en torno al árbol de Navidad».
Por otro lado, una noticia de la selección de Tuwim me informó que la Historia del
comendador de Toralva era un episodio de una obra escrita en francés por Potocki e intitulada
Manuscrito encontrado en Zaragoza. Consta de una serie de cuentos repartidos en «jornadas», a
la manera de los antiguos decamerones y heptamerones, y vinculados entre sí por una intriga
bastante laxa. La obra completa abarca, pues, una advertencia, sesenta y seis de esas «jornadas» y
una conclusión. De la primera parte, publicada en dos secuencias, se tiraron muy pocos
ejemplares, sin indicación de lugar ni de fecha (en realidad, fue impresa en San Petersburgo, en
1804 y 1805: t. I, 158 páginas; t. II, 48 páginas) y corresponde a las Jornadas 1 a 13; su texto se
interrumpe abruptamente en medio de una frase, sin duda a causa de un viaje del autor. Este hizo
publicar la segunda parte en París, en 1813, por Gide hijo, de la calle Colbert n.° 2, junto a la calle
Vivienne, y por H. Nicolle, de la calle de Seine n.° 12; comprende cuatro delgados volúmenes de
formato in-12, bajo el título de Avadoro, Historia española, por M. L. C. J. P., es decir, M. Le
Comte fan Potocki, y refiere, ligadas unas a las otras, las aventuras que le ocurren al jefe de una
tribu de gitanos y las que a éste le cuentan. En lo esencial continúa el texto de San Petersburgo,
del cual, por otra parte, reproduce las dos últimas jornadas. En efecto, como en ellas aparecía ya
el jefe de la tribu, la nueva novela comienza con su entrada en escena, o sea por la Jornada 12. A
continuación reproduce total o parcialmente las Jornadas 15 a 18, 20, 26 a 29, 47 a 56.
Publicadas al año siguiente en tres volúmenes, en el mismo formato y también por Gide hijo,
ahora establecido en la calle Saint-Marc n.° 20, Las diez jornadas de la vida de Alfonso van
Worden reproducen el texto impreso en San Petersburgo, con excepción de algunas enmiendas
sobre las cuales volveré: faltan en la obra, sin embargo, las jornadas 12 y 13, que acababan de ser
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reimpresas en Avadoro, y la jornada 11 que se omitió, sin duda, porque sólo contiene dos historias
conocidas, una de ellas tomada a Filostrato, la otra a Plinio el joven. En cambio, la otra
termina con un episodio hasta entonces inédito, la Historia de Rebeca, que corresponde a la
jornada 14 del texto integral. Este episodio se halla ahora ligado por una corta transición a la
jornada 11. En realidad, continúa el texto de San Petersburgo, en el lugar mismo en que aquél se
interrumpe.
La Biblioteca Nacional posee los tres volúmenes de Van Worden, los cuatro volúmenes de
Avadoro y el primer volumen del Manuscrito encontrado en Zaragoza editado en San
Petersburgo, si es que puede llamarse volumen a lo que parece más bien un juego de pruebas.
Encuadernado en marroquí rojo, lleva en el canto la indicación: Primer decamerón; la anotación
es 4.0 Y 2 3059; el título está escrito con tinta, en la guarda: [Historia de] Alfonso van Worden
[o] [tomada de un] manuscrito encontrado en Zaragoza. Abajo, con lápiz, figura el nombre del
autor: Potocki Jean. A un lado, un sello rojo con la mención: donación n.° 2693. El texto impreso
es de 156 páginas. Las dos últimas están recopiladas con tinta. En el texto abundan las
correcciones a lápiz, casi todas estrictamente tipográficas; unas cuantas proponen verdaderas
mejoras estilísticas.
En la guarda está pegado un fragmento de prueba de imprenta, en el cual se descifra la
siguiente nota manuscrita (las palabras entre corchetes han sido tachadas en el original):
Puede suponerse que [el conde P.] [es Nodier q] que [el] es Nodier quien Klaproth quiso
designar, en 1829, como la persona [en cuyas manos] encargada de rever, antes de que se
imprimiera, el Manuscrito encontrado en Zaragoza y en cuyas manos ha quedado la copia del
manuscrito. Y [no es acaso Nodier que con el consen...] es probable que [como detentor]
teniendo en sus manos [un man...] el trabajo del conde Potocki, haya pensado en aprovecharlo
de la mejor manera posible, literaria y financieramente hablando. Pero no es menos asombroso
que se haya creído en el deber de guardar silencio cuando el escandaloso proceso que se le hizo
al conde de Worchamps, quien [dos palabras tachadas: ilegibles] creyó posible publicar en el...
el diar. La Presse en 1841-1842, al principio con el título de El valle funesto, después con el de
la Hist. de don Benito de Almusenar, pretendidos extractos de las Memorias inéditas de
Cagliostro: éstos no eran sino la reproducción de Avadoro y de las Jornadas de la vida de
Alfonso van Worden. [Era este]
Ese Valle funesto era un robo manifiesto.' Nodier que no m. hasta 1844 [que] habría podido
instruir a la justicia a ese respecto y no dijo una palabra. [Hay cuatro palabras tachadas,
ilegibles.]
El n.° 2693 corresponde a una donación hecha el 6 de agosto de 1889 por la señora Bourgeois,
cuyo apellido de soltera es Barbier. En este caso, es harto probable que el acusador de Nodier sea
Ant.-Alex Barbier, autor del Diccionario de los anónimos, el cual atribuye precisamente a
Potocki Avadoro y Van Worden. Pronunciarse sobre estas insinuaciones corresponderá a los
biógrafos de Nodier. De todos modos, esas pocas líneas tienen la ventaja de permitirnos
comprender el plagio de Washington Irving y el que éste haya podido ampararse en la autoridad,
muy problemática, por lo demás, del famoso Cagliostro. En el diario La Presse, en 1841-1842,
aquél encontró la reproducción que hizo Courchamps del relato de Potocki y que incluyó en su
selección Wolfert's Roost de 1855. Quizá nunca supo, al proceder así, que había plagiado a un
gran señor polaco muerto muchos años antes. Es lícito perdonar a Irving por una traducción que
presenta como tal, aunque deje suponer a sus lectores que se ha valido de un artificio literario que
tiene por objeto acreditar una ficción. La indulgencia se impone tanto más cuanto que él mismo
ha sido víctima de un plagio idéntico. En efecto, uno de sus Cuentos del viajero (1824), Aventura
de un estudiante alemán, fue traducido y adaptado de igual manera por Petrus Borel, en 1843,
con el título de Gottfried Wolgang. Para colmo, también en este caso, el plagio ha sido confesado
a medias, disimulado a medias, por una ingeniosa y equívoca presentación.
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Aquí terminan las vicisitudes del original francés. En 1847, Edmund Chojecki, basándose en
un manuscrito autógrafo en la actualidad perdido, dio de la obra entera, en Lipsk-Leipzig, una
versión polaca en seis volúmenes bajo el título de Rekopis Znaleziony w Saragossie. Su
traducción fue reeditada varias veces (en 1857, 1863, 1917 y 1950). Por último, una edición crítica,
debida a Leszek Kukulski, apareció en Varsovia en 1956. Casi de inmediato se descubrió en
los archivos de la familia Potocki, en Krzeszowice, cerca de Cracovia, dos importantes
fragmentos del texto primitivo francés: a) una copia intitulada Cuarto decamerón, revisada y
corregida por el autor y que incluye las Jornadas 31 a 40; b) un borrador de las Jornadas 40 a 44
y fragmentos de las jornadas 19, 22, 23, 24, 25, 29, 33, 39 y 45.
El señor Kukulski, a cuya gentileza debo estas últimas precisiones, se esfuerza actualmente en
reconstituir el texto francés integral del Manuscrito encontrado en Zaragoza. Ha utilizado las
cinco fuentes precitadas: 1) los dos volúmenes de San Petersburgo para las jornadas 1 a 12 y para
una parte de la jornada 13; 2) Alfonso van Worden (1814) para la Jornada 14 y para la
advertencia general que no aparece en la edición de San Petersburgo; 3) Avadoro (1813) para las
Jornadas 15 a 18, 20, 26 a 29, 47 a 56; 4) la copia corregida de los archivos Potocki para las Jornadas
31 a 40; 5) el borrador de los mismos archivos para las Jornadas 19, 22 a 25, 29 y 41 a 45.
Para el resto de la obra, es decir, para un poco menos de su quinta parte, habrá que retraducir al
francés la versión polaca que hizo Edmund Chojecki en 1847. Le deseo un éxito rápido y
completo. Los historiadores de la literatura francesa deben, en efecto, poder apreciar en su
conjunto, sin tardanza, una obra cuyos fragmentos accesibles prueban desde ahora su importancia
y calidad. Entretanto, tomo la iniciativa de reeditar la parte principal de las páginas publicadas en
francés en vida del autor, reconocidas y ordenadas por él. Como el ejemplar de la Biblioteca
Nacional sólo incluye la primera parte del texto impreso en San Petersburgo, he debido pedir
copia del que se conserva en la Biblioteca de Leningrado. Lleva la anotación 6.11.224, y se
compone de dos series de pliegos encuadernados juntos. En el lomo de la encuadernación, una
sola palabra en dos líneas: Potockiana. Adentro, en el dorso de la cubierta, está pegada una faja
de papel con la siguiente indicación manuscrita:
El conde Jean Potocki ha hecho imprimir estos pliegos en San Petersburgo en 1805, poco
antes de su partida a Mon golia (en una embajada a China de la cual forma parte), sin darles
título ni ponerles fin, reservándose el derecho de continuarlos o no más adelante, cuando su
imaginación, a la cual ha dado rienda suelta en esta obra, lo invite a ello.
La primera serie de los pliegos termina en la página 158, al pie de la cual se lee: Fin del primer
decamerón, y abajo: Copiado en 100 ejemplares. El texto de la segunda parte termina
bruscamente en medio de una frase, al final de la página 48. La frase debía continuar en la página
49, en la cual comenzaba el pliego decimotercero, que sin duda no fue nunca impreso, ni
tampoco los siguientes. He reproducido escrupulosamente ese texto, y lo completo con la especie
de conclusión provisional que da fin a las Diez jornadas. Por lo contrario, sólo reimprimo
extractos de Avadoro.
Para no publicar por entero lo que el autor mismo ha dado a publicidad, tengo dos razones
principales. En primer lugar, el texto de Avadoro es fragmentario y poco seguro. Más vale
esperar a que el señor Kukulski haya podido procurarse una versión menos discutible, basándose
en los manuscritos de Krzeszowice y ayudándose con la traducción de Chojecki. En segundo
lugar, deseo destacar sobre todo el aporte de la obra de Potocki a la literatura fantástica. Ahora
bien, es en las primeras jornadas del Manuscrito encontrado en Zaragoza donde lo sobrenatural
desempeña precisamente un papel de gran importancia. De ahí mi decisión.
La obra ha permanecido desconocida en Francia. Y como estaba escrita en francés, parece no
haber alcanzado sino muy lentamente un mejor destino en la patria del autor, aunque éste
perteneciera a una de las más ilustres familias de Polonia. Sus compatriotas, a lo menos,
consideraron siempre a Potocki como a uno de los fundadores de la arqueología eslava. El
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personaje, por lo demás, merecería ser estudiado a fondo.' Nace en 1761; adquiere primero en
Polonia, después en Ginebra y Lausana, una sólida educación. Muy joven aún, visita Italia,
Sicilia, Malta, Túnez, Constantinopla, Egipto. En 1788 nos da cuenta de su recorrido en un libro
publicado en París con el título de Viaje a Turquía y a Egipto hecho en el año 1784,2 que
reeditará en su imprenta privada en 1789. Entretanto, de vuelta a su país, se hace de golpe célebre
subiendo en globo con François Blanchard. En 1789, después de querellarse con los Estados de
Polonia a propósito de la libertad de prensa, instala en su casa una imprenta libre (Wolny
Drukarnia) en la que edita los dos volúmenes de su Ensayo sobre la historia universal e
indagaciones sobre Sarmacia. En 1791 viaja por Inglaterra, España y Marruecos. Participa en la
campaña de 1792 como capitán ingeniero. En adelante se consagra a la prehistoria y a la
arqueología. En 1795 publica en Hamburgo el Viaje por algunas partes de la Baja Sajonia para
la busca de antigüedades eslavas o vendas, hecho en 1794 por el conde Jean Potocki. En Viena,
en 1796, nos da una Memoria sobre un nuevo periplo del Ponto Euxino, así como sobre la más
antigua historia de los pueblos del Taunus, del Cáucaso y de Escitia. Ese mismo año, en
Brunswick, edita en cuatro volúmenes los Fragmentos históricos y geográficos sobre Escitia,
Sarmacia y los eslavos. Arqueólogo y etnólogo ilustre, consejero privado del zar Alejandro
Primero, viaja al Cáucaso en 1798. En 1802 hace editar en San Petersburgo, en la Academia
Nacional de Ciencias, una Historia primitiva de los pueblos de Rusia, con una exposición
completa de todas las nociones locales, nacionales y tradicionales necesarias para comprender
el cuarto Libro de Heródoto; después, en 1805, una Cronología de los dos primeros libros de
Manetón. Al mismo tiempo, hace tirar discretamente las cien copias del Manuscrito encontrado
en Zaragoza. El zar lo designa jefe de la misión científica adjunta a la embajada del conde
Golovkin. Esta no logra llegar a Pekín, a donde se dirigía, y es reenviada desdeñosamente al
campamento del virrey de Mongolia. Decepcionado, Potocki vuelve a San Petersburgo, donde
publica, en 1810, los Principios de cronología para los tiempos anteriores a las olimpíadas;
después un Atlas arqueológico de la Rusia europea; por último, en 1811, una Descripción de la
nueva máquina para batir moneda. En 1812 se retira a sus tierras. Deprimido, neurasténico, se
suicida el 2 de diciembre de 1815.
Ignoro si atribuía mucha importancia a la única obra novelesca que escribió. Sin embargo, la
publicación en sus tres cuartas partes clandestina de San Petersburgo en 1804-1805, la
publicación semiconfesada de París en 1813-1814, me persuaden de que no la consideraba un
mero entretenimiento.
En 1892 una selección de sus obras doctas fue publicada en París, en dos volúmenes, al
cuidado y con notas de Klaproth, «Miembro de las sociedades asiáticas de París, Londres y
Bombay», el mismo a quien se nombra en la nota manuscrita agregada al juego de pruebas de la
Biblioteca Nacional. Esta publicación contiene una bibliografía de los trabajos eruditos de
Potocki. Klaproth menciona al final el Manuscrito encontrado en Zaragoza, Avadoro y Alfonso
van Worden, haciendo sobre ellos la siguiente apreciación:
«Además de sus obras doctas, el conde Jean Potocki ha escrito una novela muy interesante, de
la cual sólo algunas partes han sido publicadas; su tema son las aventuras de un gentilhombre
español descendiente de la casa de Gomélez, y por consecuencia de extracción morisca. El autor
describe perfectamente en esta obra las costumbres de los españoles, de los musulmanes y de los
sicilianos, y los caracteres están trazados en ella con gran verdad; en suma, es uno de los libros
más atractivos que se hayan escrito. Por desgracia, sólo existen de él algunas copias manuscritas.
La que fue enviada a París, para ser allí publicada, ha quedado en manos de la persona encargada
de reverla antes de la impresión. Esperemos que una de las cinco copias, que hay en Rusia y en
Polonia, saldrá a luz tarde o temprano porque, a semejanza de Don Quijote y de Gil Blas, es un
libro que no envejecerá jamás.»
Aquí no habremos de ocuparnos de los descubrimientos del viajero y del arqueólogo, sino de
aquella curiosa y casi secreta parte de su obra que prolonga las hechicerías de Cazotte y anuncia
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los espectros de Hoffmann. Por muchos de sus rasgos, el Manuscrito encontrado en Zaragoza
pertenece aún al siglo XVIII: las escenas galantes, l a afición al ocultismo, la inmoralidad
sonriente e inteligente, el estilo, en fin, de una elegante sequedad, fácil, sobrio y preciso, sin
resalto ni excesos. Por otros de sus caracteres, anticipa el romanticismo: nos da un pregusto de
los estremecimientos inéditos que una nueva sensibilidad pedirá bien pronto a la fascinación de
lo horrible y de lo macabro. Esta obra marca, pues, una etapa decisiva en la evolución del género.
Su originalidad, sin embargo, le confiere títulos más notables aún. Para ello me atengo casi
exclusivamente a los relatos publicados en San Petersburgo durante los años 1804 y 1805.
¿Cómo no sentir la extremada singularidad de una estructura novelesca fundada en la repetición
de una misma peripecia? Porque siempre se cuenta la misma historia en los diferentes relatos
encajados unos en los otros que se hacen mutuamente los personajes del nuevo Decamerón, a
medida que sus aventuras les permiten conocerse. La misma situación se reproduce y multiplica
sin cesar, como si espejos maléficos la reflejaran incansablemente. La historia, muy variada en la
anécdota, relata siempre los encuentros y los amores de un viajero con dos hermanas que lo
arrastran al lecho común, a veces solo, a veces en compañía de la propia madre de las muchachas.
Después sobrevienen las apariciones, los esqueletos, los castigos sobrenaturales. El
carácter harto singular de estos episodios sucesivos está muy edulcorado en la edición de 1814,
pero surge con gran nitidez en la versión confidencial de San Petersburgo. Se trata, por lo demás,
de relatos perfectamente discretos, como sabían escribirse en el siglo XVIII: los gestos más
turbios están velados, pero no disimulados. Las dos muchachas son musulmanas, lo que permite
atribuir a la costumbre del harén el que les parezca tan natural compartir al mismo hombre, a la
vez que gozan entre sí. Su naturaleza verdadera se revela poco a poco y entonces aparece lo que
son, es decir, criaturas demoníacas, súcubos o entidades astrológicas ligadas a la constelación de
Géminis.
El autor ha variado el tema con admirable ingeniosidad. La obsesión producida en los
personajes mismos, después en el lector, por la repetición de aventuras análogas distribuidas en
el tiempo y en el espacio, es un efecto literario de una eficacia tanto más sostenida cuanto que
agrega la angustia de una duplicación infinita a la que se deduce normalmente de una súbita
intervención de lo sobrenatural en la existencia hasta entonces opaca de un héroe intercambiable.
El idéntico regreso de un mismo acontecer en el irreversible tiempo humano representa por sí
solo un recurso empleado con frecuencia en la literatura fantástica. Pero no se han empleado, que
yo sepa, combinaciones tan osadas, deliberadas y sistemáticas de los dos polos de lo Inadmisible
-la irrupción de lo insólito absoluto y la repetición de lo único por antonomasia- para llegar al
colmo del espanto: el prodigio implacable, cíclico, que se encarniza con la estabilidad del mundo
utilizando sus propias armas, y que bien pronto no es ya un milagro escandaloso sino l a amenaza
de una ley imposible de la cual conviene temer en adelante sus efectos recurrentes, a la vez
inconcebibles y monótonos. Lo que no puede ocurrir se produce; lo que sólo puede ocurrir una
vez, se repite. Ambos se conciertan e inauguran una especie terrible de regularidad.
Si hubiera seguido el principio de que para establecer un texto debemos elegir la última
edición publicada en vida del autor, habría escogido en este caso las Diez jornadas de la vida de
Alfonso van Worden (1814). Sin embargo, muy serios motivos me disuadieron de ello. El texto
de San Petersburgo es superior desde todo punto de vista: es más correcto y más completo.
Muchos descuidos desacreditan la edición parisiense, en la cual, por otra parte, los intermedios
sensuales, tan característicos de la obra, desaparecen casi completamente. Por eso he reproducido
la edición de 1804-1805, completada por la Historia de Rebeca, que termina el texto publicado
por Gide hijo, en 1814. De tal manera creo procurar, en su versión integral y auténtica, toda la
primera parte de la obra.
Esta parte corresponde, como ya tuve ocasión de indicarlo, a la inspiración más fantástica del
conjunto. Avadoro es más picaresco que sobrenatural, y la Historia de Giulio Romati y de la
princesa de Monte Salerno sólo figura allí por un artificio de distribución, si no de
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compaginación. Este relato se emparienta por el tema y la atmósfera al ciclo de las hermanas
diabólicas, y estaba perfectamente en su sitio en la versión primitiva de San Petersburgo, que
después, por necesidades de puro éxito, se repartió en dos obras presentadas como distintas. El
equívoco constantemente mantenido entre la princesa y su dama de honor, gracias al cual nunca
podemos saber si se trata de una o dos personas, las espléndidas criadas que esta criatura, a la vez
simple y duple, acoge en sus lechos simétricos, nos fuerzan a ver en la aventura una variante de
los episodios precedentes en que los principales papeles estaban reservados a Emina y a Zebedea,
primas del héroe.
Llevado por el mismo espíritu he creído que debía extraer de Avadoro la Historia del terrible
peregrino Hervás, incluye la Historia del comendador de Toralva y es el único relato fantástico
de Avadoro (junto con el de la princesa de Monte Salerno); por añadidura, las dos hermanas que
acogen tan amablemente al héroe son avatares evidentes de los mismos súcubos; también
señalaremos que en esta ocasión se definen más nítidamente las relaciones escabrosas de las dos
muchachas, «más inspiradas por la emulación que por los celos», de su madre «más sabia pero
no menos apasionada» y de un héroe colmado y condenado a la vez, a quien comparten en un
mismo lecho voluptuosidades concertadas.
No hay ningún elemento sobrenatural en la Historia de Leonor y de la duquesa de Ávila•, por
su asunto, sin embargo, pertenece sin lugar a dudas a la serie precedente. Una mujer se inventa
una hermana de la cual se disfraza y con la cual casa a su pretendiente, de modo que éste la
conoce bajo dos apariencias entre las cuales se extravía su pasión. Hay aquí como un desquite
inesperado de los episodios habituales en que las dos hermanas son una y otra bien reales y
tienen dos cuerpos bien distintos. Esta vez, dos encarnaciones alternadas de una personalidad
única terminan por confundirse para la dicha de un amante dividido hasta entonces. Me ha
parecido que la serie de variantes en que Potocki ha multiplicado obstinadamente una situación
análoga habría quedado in completa si no hubiera incluido esta última e inversa posibilidad.
Además, por los disfraces que saca a relucir, por lo «sobrenatural explicado» de que se vale,
ofrece una fiel ilustración de la atmósfera de Avadoro, donde, como ya dije, lo fantástico cede su
lugar a lo pintoresco y el espanto a la malicia.
El texto. Diré por último algunas palabras acerca del texto escogido. La Advertencia no figura
en la edición de San Petersburgo. Lo extraigo de la edición parisiense de 1814. Para lo esencial,
reproduzco el texto impreso en San Petersburgo en 1804-1805. No he tenido en cuenta las
correcciones manuscritas del ejemplar de la Biblioteca Nacional, con excepción de aquellos
errores manifiestos, tipográficos o de otra índole. He señalado estos últimos con una nota al pie
de página. He mantenido, en lo esencial, la grafía de 1804, salvo haber modernizado la ortografía
y la puntuación cada vez que una simple enmienda automática bastaba para ello.
He conservado, desde luego, la distribución de los relatos entre las Jornadas como aparece en
la versión de 1804. Difiere ligeramente de la de 1814. En su casi totalidad, el texto presentado
puede considerarse auténtico y definitivo. Hay que exceptuar, por desgracia, aquellas partes
tomadas de las ediciones parisienses: son la Historia de Rebeca y los relatos extraídos de
Avadoro.
La Historia de Rebeca ocupa el final del tomo III de las Diez jornadas (págs. 72 a 122).
Los relatos de Avadoro ocupan en la edición parisiense de 1813 las páginas siguientes:
Historia del terrible peregrino Hervás (seguida de la del Comendador de Toralva): tomo III,
desde la página
207 hasta el fin; tomo IV, desde la página 3 hasta la página 120 (salvo algunas líneas en las
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páginas 69-70 que marcan un corte en el relato).
Historia de Leonor y de la duquesa de Ávila: tomo IV, desde la página 165 hasta el fin.
El texto de 1813 se ha reproducido sin ninguna modificación, aunque su autoridad no sea
absoluta pues ha podido sufrir por parte del editor la misma clase de retoques que sufrieron, al
año siguiente, las Diez jornadas. No deja de ser por ello el único texto actualmente disponible en
el original francés. Me creo en el deber de darlo a la espera de uno mejor, a los fines de presentar
desde ahora una imagen más completa de lo fantástico en Potocki. Habrá de perdonárseme,
supongo, esta anticipación: me parece que el interés de la obra la merece ampliamente.
Sólo me queda agradecer muy calurosamente al señor St. Wedkiewicz, director del Centro
Polaco de Investigaciones Científicas de París, que tuvo la gentileza de escribir de mi parte al
señor Lescek Kukulski, y al mismo señor Kukulski, que me ha instruido muy amablemente
acerca del presente estado de sus trabajos que se proponen la reconstitución integral del texto
original francés de Potocki.
También expreso mi muy viva gratitud a la señora Tatiana Beliaeva, encargada de la Biblioteca
de la Unesco en París, y al señor Barasenkov, director de la Gosudarstvennaja Publicnaja
Biblioteca imeni Saltukova-Scedrina de Leningrado. Gracias a su comprensión he podido
conocer el juego completo de los cuadernos impresos en 1804-1805 en San Petersburgo. Sin ese
texto la presente edición habría resultado aproximativa hasta en la parte que hoy propone al
público.
En 1814, las Diez jornadas, última publicación del autor que habría de morir al año siguiente,
terminaban con el anhelo de que el lector conociera las nuevas aventuras del héroe. Hoy formulo
el mismo deseo para la próxima y primera publicación completa de una obra que ha
permanecido, a causa de una rara conjura de azares excepcionales, inédita en sus tres cuartas
partes y casi totalmente desconocida en la lengua en que fue escrita. Ya es hora de que esta obra,
después de esperar un siglo y medio, encuentre en la literatura francesa, así como en la literatura
fantástica europea, el lugar envidiable que le corresponde ocupar.
ROGER CAILLOIS.

domingo, 17 de julio de 2016

CORRER EL TUPIDO VELO. Página: 64. Pilar Donoso.


CORRER EL TUPIDO VELO. Página: 64. Pilar Donoso.
Editorial Alfaguara. Año: 2010. España.
“Mi madre escribe: Pepe anda como león enjaulado con El pájaro royéndole el alma y no puede llegar a escribir. Es tanto lo que se muere por hacerlo que va de nuevo a tratar de organizarse empezando ahora con las tres semanas de vacaciones que va a tener. Pepe siente que se le secó con tanto tiempo, cuatro años, de no poder escribirlo y lo ha dejado, al menos por el momento, aunque es lo único que quiere hacer”.

Premio Nacional Aquileo J. Echeverría en novela. Literatura Costarricense.


Premio Aquileo J. Echeverría en novela. Lista de galardonados.
http://www.culturacr.net/premioAQUILEONOVELAlista.html#.VG_isdLF8SY

Año Nombre Obra
1964 Hernán Elizondo Arce Memorias de un pobre diablo
1965 Desierto
1966 Carmen Naranjo Coto Los perros no ladraron
1967 Fabián Dobles Rodríguez En el San Juan hay tiburón
1968 Rima Rothe de Vallbona Noche en vela
1968 Alfonso Chase Brenes Los juegos furtivos
1969 Julieta Pinto González La estación que sigue al verano
1970 Luisa González Gutiérrez A ras del suelo
1971 Carmen Naranjo Coto Responso por el niño Juan Manuel
1972 Desierto
1973 Joaquín Gutiérrez Mangel Murámonos Federico
1974 Otto Jiménez Quirós El no iniciado
1975 Marco Tulio Aguilera Garramuño Breve historia de todas las cosas
1976 Samuel Rovinski Gruszco Un modelo para Rosaura
1977 Álvaro Dobles Rodríguez Bajo un límpido azul
1978 Carlos Catania Las varonesas
1979 Quince Duncan Moodie Final de calle
1980 Desierto
1981 Desierto
1982 Desierto
1983 Adela Ferreto de Sáenz Novela de los viajes y aventuras de Chico Paquito y sus duendes
1984 Desierto
1985 Anacristina Rossi Lara María la noche
1986 José León Sánchez Alvarado Tenochtitlán
1987 Carlos Luis Argüello Segura El mundo de Juana Torres
1988 Hugo Rivas Ríos Esa orilla sin nadie
1989 José León Sánchez Alvarado Campanas para llamar al viento
1990 Desierto
1991 Desierto
1992 Alberto Cañas Escalante Los molinos de Dios
1993 Daniel Gallegos Troyo El pasado es un extraño país
1994 Julieta Pinto González El despertar de lázaro
1995 Fernando Contreras Castro Los peor
1996 Alfonso Chase Brenes El pavo real y la mariposa
1997 Óscar Nuñez Olivas El teatro circular
1998 Desierto
1999 Carlos Cortés Zuñiga Cruz de olvido
2000 Fernando Contreras Castro El tibio recinto de la oscuridad
2000 Tatiana Lobo Wiehoff El año del laberinto
2001 Mario Zaldívar Rivera Después de la luz roja
2002 Anacristina Rossi Lara Limón blues
2003 Desierto
2004 Tatiana Lobo Wiehoff El corazón del silencio
2005 Uriel Quesada Román El gato de sí mismo
2006 Froilán Escobar González Ella estaba donde no se sabía
2007 Rodolfo Arias Formoso Te llevaré en los ojos
2008 Carlos Morales Castro La rebelión de las avispas
2009 Desierto
2010 Jorge Méndez Limbrick El laberinto del verdugo
2010 Daniel Quirós Ramírez Verano rojo
2011 Warren Ulloa Argüello Bajo la lluvia Dios no existe
2011 Alfonso Chacón Rodríguez El luto de la libélula
2012 Jorge Jiménez Soy el enano de la manga larga-larga
2013 Rodolfo Arias Formoso Guirnaldas (bajo tierra)
2013 Mirta González Suárez Crimen con Sonrisa


sábado, 16 de julio de 2016

CORRER EL TUPIDO VELO. Fragmento. Página 53. Pilar Donoso.


CORRER EL TUPIDO VELO. Fragmento. Página 53. Pilar Donoso. Editorial Alfaguara. 2010. España.
“Mi padre trabaja incansablemente: escribe y reescribe los primeros capítulos de “El obsceno pájaro". Siente la imposibilidad de hacer que la novela avance. Escribe lo mismo sin incorporar más situaciones ni personajes; da vueltas en círculo y el proceso creativo se convierte en un laberinto”.

LUIGI PIRANDELLO. OBRAS COMPLETAS. Prólogo: ILDEFONSO GRANDE.


Prólogo
El coloso del teatro mundial contemporáneo, Luigi Pirandello, nació involuntariamente, en el año 1867, en Agrigento (Sicilia).
De muchacho, representó comedias de Goldoni y una tragedia suya titulada Bárbaro. Jugaba al teatro.
Cursó sus estudios en Palermo y Roma. Luego marchó a Alemania, a la Universidad de Bonn.
Escribía por afición, sin cobrar un céntimo por sus colaboraciones, en revistas literarias.
Tras una pasajera época de grata vida bohemia en Roma, se casó con Antonieta Portulano (1894), hija de un socio de su padre en el negocio del azufre.
El joven recién casado ignora los negocios y se dedica a escribir cuentos y novelas, para lo que busca inútilmente editor durante varios años.
Mientras tanto, nacían sus tres hijos: Stéfano, Lietta y Fausto. Su padre y su suegro invierten todo su capital, y hasta la dote de Antonieta, en el negocio del azufre. Un mal día se anegan las galerías y sobreviene la ruina total. Y aquí tenemos a Pirandello en la miseria, sin más capital que su mujer y sus tres hijos.
Su mujer, al recibir el telegrama con la funesta noticia de la ruina, cayó al suelo y perdió la razón. Ahora era necesario escribir y cobrar. Cinco días más tarde, la revista Marzocco —en la que Pirandello había colaborado desinteresadamente durante años— le pidió un cuento, y le envió tres mil liras como compensación por sus pasadas colaboraciones.
Viviendo con ese dinero y cuidando personalmente a su esposa demente, escribió su célebre novela El difunto Matías Pascal.
Se vio en la necesidad de ejercer la enseñanza. Dio clases en el Instituto Femenino Superior del Magisterio. A pesar de su absoluta seriedad, su mujer, enferma, sentía unos celos terribles de las alumnas y, con esa idea fija, avanzaba hacia la demencia total.
Mientras tanto, el escritor continúa su obra alternándola con las tareas docentes, sin permitirse más que tres días al año de descanso absoluto.
En 1910 consigue estrenar sus primeras piezas teatrales: dos obras en un acto.
Al estallar la guerra de 1914-18, su hijo Stéfano se alista voluntario. Fausto no tardó en ser movilizado. El primero fue hecho prisionero, y del segundo no se tuvieron noticias durante varios meses. Lietta, atormentada por su madre, padecía una crisis nerviosa. Y de aquel hogar salían constantemente novelas, dramas, cuentos.
En su «cuaderno secreto» y en las cartas dirigidas a su hijo Stéfano, han quedado descritas la angustia y la preocupación del autor y padre de familia. He aquí fragmentos de esa interesante correspondencia con su hijo, al que tenía al corriente de sus proyectos literarios.
Roma 24 de octubre de 1915


Ni ayer ni hoy hemos tenido noticias tuyas. Ayer, como te he dicho, llegó la carta del 16 con la fotografía del campamento; la hemos recibido con siete días de retraso, después de las postales del 17 y del 18. Hoy es domingo y, después de mediodía, ya no esperamos nada pero aunque pudiera llegarnos alguna noticia tuya no sería la que nos urge, traería la fecha del 19 o del 20; y nosotros necesitamos noticias de después del 21 que no podrán llegarnos hasta dentro de dos o tres días, si llegan. Quizá por la tarjeta del 19, si hubiera llegado, habríamos podido saber si te habían destinado a segunda línea o a permanecer en primera, en vista del avance general. Momigliano recibió ayer una tarjeta de su sobrino, que está en el frente como tú, precisamente fechada el 19, y en la que le anunciaba el próximo movimiento ofensivo en toda la línea. Pienso que quizá nos lo anunciabas tú también en tu tarjeta, pero no la hemos recibido, y no sabemos nada ni qué pensar ¿Cómo se explica que ni ayer ni hoy hayamos recibido nada? Si Momigliano recibió ayer la tarjeta de su sobrino fechada el 19, es señal de que el correo del campamento no ha sido suspendido, por lo menos, no lo había sido hasta ayer. Comprendo que me consumo inútilmente, porque de todos modos las noticias que nos urgen de verdad, es decir, las posteriores al día 21, no podrán llegarnos, repito, antes del 26 o 27, si llegan. Lo comprendo, lo comprendo. Pero no soy yo por mucho que la razón quiera moderar el ansia y la trepidación del corazón, el corazón no puede escucharla, y se consume. En este vacío de espera, me parece que toda mi vida se ha vaciado de todo sentido, y ya no comprendo la razón de los actos que realizo ni de las palabras que digo, y casi me maravillo de que los demás puedan moverse fuera de esta mi pesadilla, y obrar y hablar. Pero lo bueno del caso es esto que yo también obro y hablo en este momento estoy de exámenes, ¿comprendes? Estoy examinando. Voy todas las mañanas a las ocho vuelvo a casa a las doce vuelvo a las dos y media y regreso a casa a las seis. ¡Yo!… Y tú, ¿qué haces? ¿Qué haces, hijo mío? ¿Dónde estás? Daría diez años de mi vida por saberlo…
Roma, 14 de febrero de 1916


Hace tres (días) que no nos llegan noticias tuyas, pero ya estamos habituados a estos intervalos de silencio, largos, larguísimos, sin otro remedio que un telegrama con respuesta pagada. Pero incluso para recibir la respuesta al telegrama nos toca esperar siete u ocho días ¡Paciencia! Sabemos que no estás mal de salud, y nos resignamos a esta pena de tenerte lejos.
Ahora, ya, nuestra vida ha recobrado su ritmo habitual. Yo trabajo por la mañana y un poco por la tarde los martes, jueves y viernes, de trece a quince, voy a dar mis clases a la Normal, por la tarde voy hasta Porta Pía a comprar el periódico, y me vuelvo a casa; pero una tarde sí y otra no tomo en el Viale de la Reina el tranvía municipal, hacia las seis, y llego hasta la plaza Colonna, y desde allí hasta la plaza Montecitorio, para depositar en la Cruz Roja (oficina de prisioneros de guerra) estas cartas que escribimos cada dos días. Mamá y Lietta salen por su cuenta casi siempre después de comer; a las siete y media estamos todos de regreso en casa; cenamos a las ocho; luego yo me leo los periódicos en el despacho. Hacia las nueve y media viene San Secondo, algunas veces con Borgese; hablando de arte y de la guerra, nos dan las doce, y a la cama.
Como ves, nada ha cambiado. Pero ¡no hay un momento en que yo no note y sienta tu falta! Sentado junto al velador, levanto los ojos y veo tu fotografía, que me mira, me mira intensamente… Y te echo de menos cuando nos sentamos a la mesa y cuando entro en tu cuarto, que te espera desde hace tantos meses… Un gran peso de tristeza grava entonces el aburrimiento de esta mi monótona y amarguísima existencia, y respiro con angustia esperando días mejores.
Hablemos de otra cosa.
En breve publicaré en la Nueva Antología la lección que di en Florencia sobre el canto XXI del Infierno. La reduciré a un artículo y lo titularé: «La comedia de los diablos y la tragedia de Dante», porque creo haber descubierto en ese canto la grotesca representación de la condena y el destierro del poeta de Florencia, cosa que en Florencia ha parecido nueva y audacísima. Te mandaré el extracto en cuanto se haya publicado.
Roma, 11 de febrero de 1916


… Hoy es el cumpleaños de mamá: cumpleaños triste, faltando tú. Puedes imaginarte el augurio que hemos formulado, porque mamá no podrá ponerse bien con un hijo en tus condiciones. Ciertamente, tú te pasas los días pensando uno por uno y sientes el peso de cada uno, y sientes en cada uno el reclamo de los recuerdos; habrás pensado hoy que es el cumpleaños de mamá, y quizá nuestros augurios se han encontrado.
Desde hace varios días, más de ocho, no hemos vuelto a recibir noticias tuyas, y no sabemos qué pensar de esta interrupción. Nos tranquiliza un poco pensar que las cartas que pudiéramos recibir serían todas anteriores a tu telegrama, en el que nos dices que estás bien. Esperaremos con paciencia a que, superando el obstáculo, tus cartas vuelvan a encontrar la ruta hasta nosotros.
Ayer llegaron, por fin, del depósito de Macerata, tu cofrecito y tu sable. Puedes imaginarte con qué emoción los hemos acogido. El cofrecito está clavado, porque no tenía llave (y nos hemos acordado de que tu asistente poeta había perdido la llave, en efecto, como nos escribiste una vez desde el campamento). Lo abrí en seguida, con la esperanza de encontrar dentro de él algún recuerdo vivo de tu vida de trincheras, algún apunte, por ejemplo, o el cuadernito. Nos quedamos decepcionados. Sólo contenía aquella sábana, o, mejor dicho, aquel trozo de tela que nos dijiste que habías mandado comprar para poder probar el placer de dormir desvestido en la famosa camilla. Había también algunas camisetas, dos camisas, el uniforme de dril que te hiciste en Macerata, un pañuelo; entre los papeles, el reglamento de los ejércitos de Infantería, algunas tarjetas de visita en una cajita, tu cartilla personal de alumno oficial y algunos papeles más, dispersos, todos del tiempo en que estabas en Roma. Ni una sola de tantas cartas como te hemos escrito, y que, supongo, se habrán perdido todas con tu macuto, del que no ha quedado rastro. En cambio, de nuestras cartas, he encontrado dos que te conservaré religiosamente, porque ambas llevan la letra de mi santa madre: nobles palabras, últimos juicios de su alma generosa. Exhumadas así de tu cofrecito, me han parecido palabras de ultratumba, y no he podido releerlas sin lágrimas. El sable lo hemos dejado como estaba, envuelto en la tela de saco.
Roma, 16 de febrero de 1916


Ayer recibimos, después de las del 12, 13 y 20 de enero, una carta con fecha 10, tristísima, y, según tu propia confesión, escrita en un momento de mal humor. Muchas veces te he recomendado, hijo mío, prudencia y firmeza para soportar esos momentos de mal humor. Vuelvo a hacerte la misma recomendación, seguro de que, viniéndote de mí, tú sabrás apreciarla, puesto que sabes que procede de un ánimo nada flaco que ha sabido probar su fuerza con paciencia contra tantos inmerecidos y acerbísimos dolores. En gran parte, he tenido esta fuerza por vosotros; y así, quiero que tú la tengas ahora por mí. Cuando más sombría y más fuertemente te oprima la angustia de tu situación, piensa en mí, que te espero. Y no te digo más.
… Ayer salió, por fin, el Si Gira… Hoy me han llegado de Milán doce copias, y la primera copia te la envío a ti. Cuando te oprima la angustia de tu situación, piensa en extractos de Se non cosí y el artículo de San Secondo sobre mí.
Los muchos gastos, y este último de la operación de Fausto, me han obligado a dejar de nuevo suspendida la novela. Escribo cuentos, uno tras otro.
Es posible que pronto me llegue a faltar también la compañía de San Secondo. A primeros del próximo marzo tendrá que presentarse en Caltanisseta a reconocimiento, y es probable que lo declaren útil. Será para mí una verdadera contrariedad, como puedes suponer, porque realmente San Secondo me tiene afecto filial, y yo también lo quiero mucho.
Roma, 22 de febrero de 1916


Aquí tenemos ya primavera, y los días que no tengo clase, al terminar de comer, bajamos media horita al jardín al sol, y hablamos de ti. Yo recuerdo siempre las cartas que nos escribiste desde el frente y aquellos versos que te costaron un cicchietto del comandante, en los cuales recordabas precisamente nuestra villa, el portoncito de hierro, las rosas. ¡Qué lejano parece, y cuánto más lejano te parecerá a ti, Stenu mío, el tiempo en que nos escribías desde el frente y nos hablabas de Paoletti, y del pobre Spinelli, y de tu asistente poeta, que quizá también haya muerto! Un día (¡y que sea pronto!) nos parecerá también lejano este tiempo de tu cautiverio.
El día 24, esto es, pasado mañana, Musco, que hace furor desde hace un mes en el nuevo teatro Morgana, que dirige Nino Martoglio, dará, para su homenaje, Lumie di Sicilia. Quizá vaya a verlo, pero todavía estoy indeciso porque mamá y Lietta, todavía con el luto, no tienen vestidos para ir, y me aburre ir yo solo, aunque, por otra parte, tengo curiosidad por ver cómo resulta en la escena siciliana mi comedieta. Me han dicho que Musco hace, como suele decirse, una «creación» del papel de Micuccio Bonavino.
¿Sabes que el hermano de Nino Martoglio, el menor Julio, cayó como un héroe, hace un par de meses, en el Carso? El pobre Nino recibió la noticia precisamente la noche en que se representaba con gran éxito en Milán una comedia suya: El aire del Continente, en la cual, a decir verdad, había más que un poco mío, el argumento y toda la construcción de la obra íbamos a hacerla en colaboración pero precisamente, en aquellos días, caíste tú prisionero, y yo abandoné la obra en manos de Nino, diciéndole que la hiciera suya. Así he perdido de ganar, por lo menos, unas diez mil liras, porque la comedia ha tenido en Milán, Turín, Florencia, Génova y Roma un exitazo y cientos de representaciones. Pero…
Roma 25 de febrero de 1916


Anoche fui al teatro Morgana a ver Lumie de Sicilia, que obtuvo un gran éxito con la maravillosa interpretación del Musco… Le he prometido a Musco sacarle una comedia del cuento ¡Piénsalo bien, Jacobito! y ya tengo planeada la construcción de la comedia.
Roma, 11 de julio de 1916


Una noticia que te gustará mucho: anoche (10) estrenó Musco en el teatro Nazionale mi comedia ¡Piénsalo bien, Jacobito!, con éxito triunfal. Al terminar el tercer acto, el público en masa se puso en pie, aclamándome, pero no me presenté. En total doce llamadas a escena. Toda la comedia fue escuchada con una atención que casi daba miedo. Musco estuvo inmenso. ¿Estás contento, Stenu mío? Durante la representación me acordé varias veces de ti, y hubiera deseado tenerte a mi lado, como a Fausto, que me acompañaba en un palquito de tercer orden, escondido. Quizá hubieras sufrido y palpitado demasiado como él, pero también hubieras tenido luego una gran alegría.
Roma 14 de julio de 1916


La comedia ¡Piénsalo bien, Jacobito! ha tenido un gran éxito, y recorreré la península triunfalmente. Musco está entusiasmado con su papel. Me he comprometido a escribirle otra comedia para el próximo octubre, y espero cumplir mi promesa, aunque, como tú sabes, el teatro me tienta poco. Pero sueño con una casucha rústica, en cualquier burgo solitario, donde ir a enterrarme, en un tiempo más o menos lejano, solo, con las uñas largas, sucio y peludo. Mi mayor satisfacción será lanzarle desde allí un solemnísimo escupitajo a toda la civilidad.
Roma, 20 de julio de 1916


… He vuelto a empezar a trabajar en la novela que quiero terminar estas vacaciones. La titularé solamente Uno, ninguno y cien mil. Pero también le he prometido a Musco llevarle una comedia para la próxima temporada anual en el teatro Argentina. Ya tengo el argumento, la trama y el título: Liolà. Será la comedia de un aldeano poeta, borracho de sol, ¿sabes?, como se ven tantos en Sicilia.
Roma, 10 de agosto de 1916


… Estoy muy contento de saber que sigues estudiando con fuerza; estudia por ti, principalmente, para ser más dueño de tu mundo y dar más fuertes y amplias bases a tu realidad; lo demás es sueño.
Roma, 10 de agosto de 1916


… Dices que estudias y que en el estudio encuentras una razón de vivir, ya que no es dado poder morir… Será una razón para ti, y no pequeña; pero espero que en mí encontrarás otra razón para seguir viviendo, hijito mío, ¿verdad? ¡Piensa cuál será mi alegría, la nuestra, la de todos, cuando por fin podamos volver a abrazarte! Basta. He escrito demasiado y no quiero abusar de la paciencia de la censura.
Roma, 18 de agosto de 1916


… He terminado y entregado la comedia El gorro de cascabeles; y ahora, también para Musco, estoy escribiendo Liolà, en tres actos. Luego escribiré U cuccu, y cerraré este paréntesis teatral para volver a mi trabajo de narrador, que me es más natural.
Roma, 24 de octubre de 1916


… En efecto, la comedia se estrenará probablemente el próximo viernes, 26. Es, después de El difunto Matías Pascal, lo que más me interesa… Ya sabes que se titula Liolà. La he escrito en quince días, este verano… Es tan alegre, que no me parece mía. Lo único que siento es que no estés a mi lado, Stenu mío. Pero ya la verás cuando vuelvas, porque esta obra durará mucho tiempo.
San Secondo salió ayer para Venecia, con harto sentimiento mío, y quién sabe cuándo volverá.
Roma, 3 de abril de 1917


… Tengo casi terminada la comedia en tres actos (parábola casi, más que comedia) Cosí è (se vi pare) [Así es, si así os parece], también traducida con el título La verdad de cada cual. Estoy contento. La obra es de una originalidad que grita. Pero no sé qué éxito podrá tener, por la audacia extraordinaria de su situación.
Roma, 18 de abril de 1917


… A juicio de los amigos, Cosí è (se vi pare) es lo mejor que he hecho hasta ahora. Yo también lo creo. No es difícil que la represente Ruggero Ruggeri el próximo mayo en Roma. Ya te tendré al corriente. Es una gran diablura que verdaderamente podrá tener un gran éxito. Ahora me ocuparé de terminar II piacere dell’onestà [El placer de la honradez]. Como ves, el paréntesis dramático todavía no se cierra. Te enviaré, quizá durante esta misma semana, el volumen de cuentos Y mañana lunes…, que espero me manden de Milán cualquier día de éstos.
Roma, 23 de julio de 1917


… Por fin me he liberado de los exámenes ayer. Y desde el día 7 de junio no he podido volver a escribir una sola línea, ¡figúrate!… He prometido a Talli una comedia para la próxima temporada: La señora Gelli, dos en una [La señora Morli una y dos], y quiero terminar durante estas vacaciones a toda costa, la novela. Pero tengo ya la cabeza llena de cosas nuevas ¡tantos cuentos…! Y una cosa extraña y tan triste, tan triste Seis personajes en busca de autor: novela por hacer. Quizá tú lo entiendas. Seis personajes, cogidos en un drama terrible que andan detrás de mí para que los meta en una novela. Una obsesión. Y yo no quiero saber nada, y les digo que es inútil, que me tiene sin cuidado de ellos y que ya no me importa nada de nada, y ellos mostrándome todas sus llagas, y yo echándolos de aquí, y así, al final de la novela, estará todo hecho. Y otros muchos proyectos que tengo en la mente. Pena de vivir así, cuento largo. La divina realidad… otro cuento largo, casi una novela. Pero antes quiero terminar Uno, ninguno y cien mil.
Florencia, 6 de setiembre de 1917


En este último año, mis libros se han puesto muy en boga. Treves me escribe que cinco de mis volúmenes se han agotado y prepara otra edición. También el Matías Pascal volverá a ser editado en una bonita edición en volumen único a 3,50 liras, aprovecharé la ocasión para revisarlo a fondo.
Roma, 29 de noviembre


… Yo no te he escrito porque he estado dos días un poco resfriado como de costumbre —y todavía lo estoy un poco— y luego, porque han empezado los exámenes, y, además, los ensayos de Il Giocco delle Partí [El papel de cada cual, también traducida con el título Cada cual en su papel]. Lietta ha escrito una afectuosísima carta desde Florencia con motivo de tu repatriación. Arde en deseos de volver a verte y abrazarte.
Aparte de esta correspondencia con su hijo, se conserva un «cuadernito secreto» de Pirandello, en el que anotaba ideas, como un dibujante toma apuntes para sus obras posteriores.
He aquí algunas de esas notas, que después desarrolló en sus obras:
Hablo, y ya no reconozco mi voz. ¿Quién habla en mí? …Somos todos fantasmas, apariencias: la idea que nos hemos hecho de nosotros mismos. Se cambia. ¡Ay de nosotros si la idea nos queda fija!
En otra página anota.
… Mi profundo sentimiento es éste: que no puede ser grande aquello que (sea cosa, idea u hombre) nace y vive en un planeta tan pequeño como la Tierra.
En su cuadernito secreto se encuentran también estos versos improvisados:
 ¿Quién dice que el tiempo pasa?
Pasa el tiempo, que no es nada.
Yo te veo, María Lembo,
como eras de muchacha,
con tu vestido nuevo
con rayas blancas y azules.
Bajo el ala y la guirnalda
de aquel tu gran sombrero de paja
mira, el tiempo ya no pasa.
Me han dicho que has muerto;
pero eras vieja, y poco importa.
Yo también soy viejo, María;
pero ahora soy joven contigo
en el casino Valadier,
en la terraza que contempla a Roma;
quieres saber dónde está Tordinona
(Tordinona, que también ha muerto);
allí está, te digo, no temas
que tu tía te vea conmigo.


Y en una nota que titula Diario de los personajes:
Mirad y prestad atención a todas las cosas que duelen cuando se miran.
Para los «verdaderos» delitos no hay tribunales.
Cread un tribunal para los «verdaderos» delitos.
Son tantos, sin fin continuos. La vida está llena.
Grandes, grandes delitos.
Pequeños delitos, pero feroces, horribles, que matan en nosotros —no una vida que nos es dada y que muchas veces pertenece y beneficia más a los demás que a nosotros mismos—, sino a lo que nace en nosotros, a lo que surge en nosotros por nosotros mismos.
… Es preciso que el tiempo pase y nos lleve a nosotros con todos los escenarios de nuestra vida. El mío ya me lo he enrollado y puesto bajo el brazo.
… ¡Ya! Se me había olvidado… Mientras yo estoy aquí tan aburrido…, debe de existir otra vida que yo no me imagino…, lejana, diversa…
La mejor cosa, mientras vuestra mujer os aflige…, o mientras…, o mientras…, la mejor cosa es pensar que, en este mismo momento, en el Congo…, o en Laponia, o en la masa incandescente del sol… Sí, querida esposa, parece imposible que…
… ¡Ya! Es una cosa que se hace todos los días. Morir. Lo hacen los demás, claro. No lo hacemos nosotros. Ya no debería impresionarnos. Cualquiera sabe en qué consiste morir. ¡Si pudiéramos decírselo a los demás en qué consiste!… Pero no podremos nunca.
De todas sus obras, fue, sin duda, Seis personajes en busca de autor la que hubiera bastado para hacer inmortal el sonoro nombre de Luigi Pirandello, que de la noche a la mañana se repitió en el mundo entero con asombro y curiosidad. Fue a partir de la noche del 10 de mayo de 1921, en que se produjo el mayor alboroto que se registra en la historia del teatro, con el estreno de la obra que revolucionaría la técnica en el arte de hacer comedias. Pirandello había roto los moldes del pasado. Muchos espectadores y críticos no entendieron de qué se trataba. Otros aplaudían como locos. Las discusiones fueron tan violentas, que se originaron grescas en la sala y, después, en la calle. Como último argumento, funcionaron los puños.
Las polémicas se sucedieron. La rabia de los contrarios no pudo impedir que los Seis personajes recorrieran los escenarios de todo el mundo, ni que siga siendo, hoy todavía, una obra de vanguardia, aun después de las imitaciones posteriores. Todos los autores de nuestra generación y de la próxima deben algo a Pirandello y a sus Personajes.
En 1925, en colaboración con otros colegas y con su hijo Stéfano, fundó Pirandello el Teatro Odescalchi, para representar comedias italianas y extranjeras, de autores modernos, y donde se revelaron valores de la escena. De allí salió Marta Abba, la actriz y amiga de Pirandello. Con su compañía recorrió triunfalmente Italia y el extranjero, incluso América.
En 1934 le fue otorgado el Premio Nobel.
Ganó mucho dinero, pero tuvo la habilidad de no hacerse rico. ¿Supo vivir Pirandello? Él decía que, cuando no se sabe vivir la vida, hay que escribirla.
Y se pasó la vida escribiendo. Pocos minutos antes de morir exclamó: «¡Qué lástima!», refiriéndose a sus obras sin terminar.
Por Stéfano tenemos noticia de las obras que su padre tenía pensadas. La última noche de su vida la pasó despierto, esforzándose por dejar terminado, frase por frase, el último acto de Los gigantes de la montaña, que Stéfano hubo de reconstruir.
Ésos hubieran sido sus últimos personajes para el teatro, ya que quería volver al arte de la narración.
Y proyectaba una larga temporada de trabajo para escribir dos obras de altos vuelos: la novela Adán y Eva y un curioso libro de Informaciones sobre mi involuntaria permanencia en la Tierra, varias veces empezado con aquellos pacientes ensayos de estilo en que solía buscar siempre el camino secreto más directo para llegar a la esencia de lo que tenía que decir.
Y pensaba todavía escribir otros muchos cuentos, para dejar completa la colección de Cuentos para un año. Él mismo se había asignado la tarea de escribir todavía cien cuentos y dos novelas. Le agradaba la idea de que su teatro quedara como un paréntesis en su vida de gran narrador. Y si después le quedaba tiempo…, sonreía ante la idea de volver a terminar como empezó en su juventud: como poeta.
Adán y Eva era la historia, entre mítica y humorística, de la Humanidad, vuelta a empezar con un nuevo Adán y una nueva Eva, cuando, dentro de miles de años, la Tierra hubiera quedado deshabitada, como consecuencia de un cataclismo, del que sólo se habrían salvado un hombre y una mujer.
Hay que perdonarles a las aguas el que en aquella terrible conmoción inundaran toda la faz de la Tierra, y, una vez pasada la conmoción, volvieran a sus abismos, dejando toda la historia de los hombres tiñosa y lavada.
La irreparable pérdida de una historia varias veces milenaria, fatigosísima y a veces también gloriosísima, si la medimos por la total calamidad de la cual apenas si se había salvado la Tierra, nos parecerá completamente insignificante. Sólo yo puedo decir cómo fue, ya que ningún ojo humano pudo verla.
Porque había imaginado que él, en pena, vagando por los cielos, apenas difundida la noticia de aquel cataclismo, había sido autorizado a volver a la Tierra para ver lo que pasaba. Y la Tierra le había parecido como la cabeza de un ahogado saliendo del negro charco cenagoso. Y así, toda calamitosa y salvaje, parecía lanzada a un tiempo completamente nuevo y sin edad.
Valiéndose de su facultad de espíritu, invisible, pero dotado de la facultad de ver milagrosamente a distancia, y capaz de volar rápido como el pensamiento, descubriría en medio de aquella desolación a los dos supervivientes, muy lejos el uno del otro; vería al hombre en el suelo de lo que había sido Inglaterra, y a la mujer, en el que había sido España, tendiendo a unirse, como guiados por una fuerza prodigiosa, salvando mares, nubes y montañas. Asistiría a la maravilla de su gozoso encuentro; el encuentro de dos almas salidas de la más espantosa soledad que pueda imaginarse.
Luego la narración había tomado otro tono, como se desprende del siguiente apunte:
Prestileo no es Prestileo. Ése es el nombre que le da la mujer, que era española. Él, antes, cuando había sobre la Tierra un idioma inglés, se llamaba Prestley. Pero tampoco la mujer se llamaba Gueli. Gueli la llamaba el marido. Ella, antes, cuando había en la Tierra un idioma español, se llamaba Consuelo. Prestley, Prestileo. Consuelo, Gueli. La mujer quisiera conferirle algo de león cuando en diminutivo lo llama Leo, como para decirle: «¡Arriba!». Y él, en verdad, cada vez, al oírse llamar, se yergue; pero quizá sólo por el efecto del insolente fastidio que le produce el oírse llamar así, porque es de una exquisita aprensión y la más pequeña incorrección lo turba; mejor dicho, «lo turbaba». Porque ahora, todo lo de antes se le pasa en seguida. Apenas se ha erguido, sin saber por qué, vuelve a encorvarse.
¡Qué vida la de aquellos dos, y más adelante, la de tantos hijos como tendrían, varones y hembras! ¡El ansia de la mujer para mantenerlos vivos; la angustia del marido por no poder transmitirles el sentido de una civilidad que ya no sirve nada, en sus condiciones de vida rudimentaria; pero que, sin embargo, él no puede resignarse a ver desaparecer en la noche de los recuerdos!
Las luchas entre papá y mamá, entre el padre y los hijos, por esa necesidad del hombre de conservar en sus descendientes, por lo menos, una noción, algún sentimiento de los valores humanos dignos de subsistir: nuestra historia, nuestra ciencia, nuestra filosofía, nuestra poesía… Ahora, todo eso se ha convertido en algo vano, inútil. La angustia de Prestileo es ridícula, un estorbo, un fastidio. Prestileo, del que desciende la nueva Humanidad, que fatalmente vuelve a empezar a vivir desde el principio, no consigue hacerse padre en espíritu de aquellos hombres nuevos, y se queda solo.
Con él muere el único superviviente de la sociedad de antes. Su mujer quiere compadecerlo, y lo compadece mientras puede; pero acaba de abandonarlo ella también, para irse con los hijos, cuando Prestileo, temblando de horror y de repugnancia, quiere impedir a toda costa que se casen unos con otros, lo que le parece un sacrilegio, según su vieja conciencia; pero que es algo natural y fatal en la natural inocencia de la nueva vida.
Y quizá Prestileo, viejo y solo, cuando piensa en matar, es muerto; y, finalmente, después de muerto, conseguirá hacer pensar a sus hijos, resucitando en ellos veneración y remordimiento.
En cuanto a las Informaciones sobre mi involuntaria permanencia en la Tierra, no tenían una trama propiamente dicha. Empezaban así:
No me gusta hablar a espaldas de nadie; y por eso ahora que preveo para muy pronto mi marcha, me pongo a decir delante de todos las informaciones que daré, si en otra parte me piden noticias de ésta mi involuntaria permanencia en la Tierra. Y pensaba: ¿En otra parte? Sería necesario saber dónde, al menos aproximadamente; y, sin embargo, no se sabe. Por fe se puede sólo esperar. Pero en el dónde esperado por la fe ya se sabe todo y, por consiguiente, mis informaciones serían superfluas. Si me pongo a decir cosas, es porque preveo que a Dios no se llega así, de repente, partiendo de la Tierra, sino después de pruebas en otras vidas y en otros cielos…
Y seguía pensando:
También podría ser que, apenas privado de los sentidos y de todos sus engaños —quiero decir, de todas las cosas que al verlas, al mirarlas, me parecía que existían, pero no existían— yo terminara en el aire, como una pompa de jabón que se deshace de pronto: luz, forma, colores, todo convertido en nada, de un soplo. Y silencio. Pero no empecemos a hacer suposiciones de éstas; si no…, ¡adiós todo!…
Estaba seguro de que tendría a quién dar estas informaciones. Y estaba seguro de otra cosa: que todo el mundo hubiera querido saber por él, no acerca de las grandezas humanas —que fuera de la Tierra pierden en seguida toda su importancia, y quizá hasta dejan de tener sentido—, sino las cosas pequeñas y llenas de gracia; por ejemplo: que milagro es un niño desnudo que juega en un prado, al sol; una tropa de polluelos detrás de la clueca; un hilo de hierba que nace detrás de una roca, que tiembla agitado por un soplo de aire, y una nube que pasa por el cielo. Iba a ser el libro de las cosas bellas de la vida, que son las que más nos olvidamos de gozar, de admirar y de cultivar en nosotros: los sentimientos desinteresados hacia las cosas y hacia las criaturas, todo lo que nace espontáneamente en la Naturaleza o en un corazón, una flor o un deseo, con aquel sentido arcano de solemnidad que adquieren las vidas efímeras ante los ojos del que las mira religiosamente. En el fondo, iba a ser un libro de consuelos, una gran oferta de riquezas verdaderas para todo el mundo.
He aquí una descripción de su venida al mundo, que es un poema.
Una noche de junio yo caí como una luciérnaga bajo un gran pino solitario, en un campo de olivos sarracenos, asomado a la orilla de una altiplanicie de arcilla azul, sobre el mar africano. Ya se sabe cómo son las luciérnagas. Parece que la noche hace su negrura para ellas, que, volando no se sabe hacia dónde, unas veces acá y otras allá, nos abren un momento aquel su rayo de luz verde. Alguna, de cuando en cuando, se cae; y entonces vemos centellear en el suelo aquel su espíritu verde, que parece perdidamente lejano. Pues así me caí yo aquella noche de junio, en que tantas otras lucecitas amarillas centelleaban sobre una colina donde había una ciudad, la cual aquel año padecía una gran peste. Como consecuencia de un susto debido a aquella gran peste, mi madre me trajo al mundo antes del tiempo previsto, en aquel solitario campo lejano, donde se había refugiado. Un tío mío andaba con una linternilla en la mano, por aquel campo, en busca de una aldeana que ayudara a mi madre a traerme al mundo. Pero mi madre se había ayudado ya a sí misma y yo había nacido antes que mi tío volviera con la aldeana. Recogido por el campo, mi nacimiento fue firmado en el Registro de la pequeña ciudad situada sobre la colina… Yo creo que, para los demás, será una cosa cierta que yo debía nacer allí y no en otro sitio, y que no podía nacer antes ni después. Pero confieso que de todas estas cosas jamás me he hecho una idea ni sabré hacérmela nunca.
Y este sentimiento de la madre:
Amó siempre a sus hijos, incluso, cuando sin poder sentirlo, comprendió que ellos ya no le pertenecían, y permaneció siempre como hija ella también; niña, pero con algo ya perdido para siempre y la pena de pertenecerse ella sola.
Esto de permanecer niño, pero con algo ya perdido para siempre, y la pena de pertenecerse solo, era en verdad muy suyo, según nos dice su hijo Stéfano.
El alma ingenua de Pirandello abandonó este mundo en 1936. Quiso morir desnudo, como sus máscaras. Máscaras desnudas tituló el conjunto de su producción teatral. La vida desnuda es el título de una de sus colecciones de cuentos.
He aquí su última voluntad, escrita muchos años antes de su muerte:
Que mi muerte pase en silencio. A mis amigos, a mis enemigos, ruego, no sólo que no hablen de mí en los periódicos, sino que ni siquiera den la noticia de mi muerte.
Que no me amortajen. Que me envuelvan desnudo en una sábana. Y nada de flores sobre el lecho mortuorio ni cirios encendidos.
Carroza fúnebre de ínfima clase: la de los pobres. Desnudo. Y que no me acompañe nadie, ni parientes ni amigos. La carroza, el caballo, el cochero, y basta.
Quemad mi cuerpo. Y en cuanto mi cuerpo haya ardido, dejad que se dispersen las cenizas, porque ni eso quiero que de mí quede. Pero, si no fuera posible, llevad la urna funeraria a Sicilia y amuralladla en cualquier tosca piedra del campo de Agrigento, donde nací.
Su obra ha sido calificada de desesperado mensaje del arte al espíritu de una época atormentada.
Nos dejó varias colecciones de poesías, de su juventud; varios ensayos sobre estética y humorismo; más de doscientos cuentos, algunos adaptados después a la escena; ocho novelas, veintitrés comedias largas y otras tantas en un acto. Se conserva su cuaderno secreto, sus coloquios con la madre muerta, su correspondencia con Stéfano…
Escribía siempre a mano y llenaba las cuartillas de dibujos. Usaba dos plumas simultáneamente: una con tinta roja, para las acotaciones. Y dialogaba en voz alta, al escribir, con la entonación correspondiente a cada personaje. En los últimos diez años de su vida utilizó la máquina de escribir, que manejaba con un solo dedo.
Pirandello señala el final de una época con el derrumbamiento de su credo. Él escribió:
Mi teatro es serio. Quiere toda la participación de la entidad moral-hombre. No es, ciertamente, un teatro cómodo. Teatro difícil. Teatro peligroso. Nietzsche decía que los griegos levantaban blancas estatuas sobre el abismo para ocultarlo. Yo, en cambio, las derribo para revelarlo… Es la tragedia del alma moderna.
Sus personajes son, a la vez, uno, ninguno y cien mil. La tragedia en Pirandello es siempre del coro. Él mismo se complace en emplear la palabra «coral». Sin otra envoltura que el jugueteo y la pirueta, nos muestra las almas desnudas de los que luchan por llegar a ser personajes, que llevan en sí, lo mismo que Hamlet, la debilidad de la voluntad, el demonio del pensamiento y el sabor de la muerte.
Suele repetirse que las obras de Pirandello son cerebrales. Quizá porque no nos cuenta la fábula como estamos acostumbrados a oírla. Él coge, como el caricaturista, los rasgos esenciales de los tipos, juega con ellos, mezcla la fantasía con la realidad, que a veces son inseparables; se burla de lo tópico, y, entre dos salidas grotescas, nos hace sentir un escalofrío.
El público de los domingos sale defraudado cuando, después de dos horas de intriga, el autor le escamotea el desenlace y lo deja con las ganas de saber la «verdad». ¿Era un bromista Pirandello? ¿O sólo un filósofo convencido de que la vida no tiene desenlace, y de que todo se reduce a volver a empezar? ¿O las dos cosas?
Es lo cierto que, a medida que pasan los años, sus obras van dejando de ser para la minoría. Se discuten cada vez menos y se aceptan más. Lo que prueba que el genial siciliano se adelantó, por lo menos, treinta años a su época.
ILDEFONSO GRANDE

viernes, 15 de julio de 2016

CORRER EL TUPIDO VELO. Páginas: 41-42. Pilar Donoso.


CORRER EL TUPIDO VELO. Páginas: 41-42. Pilar Donoso.
Editorial Alfaguara. 2010. España.
“Cuando conoció a mi madre, aunque tenía treinta y siete años, mi padre ya  era un viejo. Siempre se sintió atraído por la vejez. Desde niño observaba a los ancianos, habla con ellos, interrogándolos sobre sus vidas. Diría que casi no fue un niño, era un viejo – niño. Le gustaba seguirlos a todas partes, casi embrujado.  En un cuaderno explica el porqué de esta atracción: por su ceceo, por su cojera,  por ese aroma tan particular que tienen los que transitan cerca de la muerte.
Tal era su atracción que siempre se interesó, con especial hincapié, en analizar la vida de grandes creadores durante sus años de vejez”.

Novela. Fragmento. Mariposas Negras para un Asesino. J. Méndez-Limbrick.

FRAGMENTO. NOVELA. Mariposas Negras para un Asesino.
Premio UNA-Palabra 2004. Cuarta Reimpresión 2015.
"El cuarto de don Julián, daba la impresión que había sido acondicionado para habitación de dormir más que dormitorio funcional. En semipenumbra la cama de don Julián estaba a un lado del cuarto, y en oposición a la cama  una chimenea  daba cierto calorcillo al lugar. A diferencia de las otras partes de la casa el cuarto de don Julián – y a pesar de ser igualmente de mármol -  mantenía cierta tibieza.
En medio del gran dormitorio Henry miró una mesa de cristal con sus patas de bronce  en donde se hallaba un reloj de arena. Encima de la mesa y en caída perpendicular una poderosa luz amarilla parecía aprisionar el reloj y el tiempo que en sus granos dorados iba desgranando segundo a segundo.  Al fondo, una puerta corrediza  de  madera y cristal daba acceso a un extenso jardín interior con una pequeña cascada y un surtidor. La fuente estaba custodiada por dos sátiros en bronce próximos a desnudar a una ninfa. Los límites del jardín terminaban en unas gigantescas tapias  cubiertas  por una hiedra de donde daba inicio la cascada. Y aunque el jardín estaba iluminado no dejaba de inspirar cierto temor cada vez que el viento golpeaba con cierta insistencia  la puerta de cristal y madera  evitando que su aliento frío usurpara la habitación".

jueves, 14 de julio de 2016

CORRER EL TUPIDO VELO. PILAR DONOSO.


DIARIOS. JOSÉ DONOSO. FRAGMENTO. Páginas: 37 y 38.
"Lo que hay detrás del rostro de la máscara nunca es un rostro. Siempre es otra máscara. La máscara son tú, y la máscara que hay detrás de la máscara también eres tú y así sucesivamente y con todas las otras.  Y esas máscaras resultan de lo que te enseñaron a querer y a rechazar, y de lo que tú también quieres o rechazas, y de aquello que te sirve para defenderte,  y de aquello que te sirve para agredir. Y mucho más. Las distintas máscaras son funcionales, las usas porque te sirven para vivir.  Yo no sé que es eso de la autenticidad. Lo que sí creo es que la vida humana consiste en un refinado y complejísimo sistema de enmascaramientos y simulaciones. Tienes que defenderte".
Fuente: Editorial Alfaguara. 2010. España.

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El vuelo de la Urraca o la danza del Cuervo Fragmentos para no llegar nunca al puerto

?️ Presentación Ritual para “El vuelo de la Urraca o la danza del Cuervo” 📅 Fecha de publicación:  📍 Lugar simbólico: Los Yoses, San José,...

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