martes, 9 de junio de 2015

Christopher Tolkien. Historia de El señor de los Anillos.


En este primer volumen de la Historia de El Señor de los Anillos, Christopher Tolkien describe, citando notas y borradores, la intrincada evolución de La Comunidad del Anillo, y la gradual emergencia de las concepciones que transformaron lo que iba a ser un libro mucho más corto: una secuela de El hobbit. El anillo mágico de Bilbo crece, hasta convertirse en el peligroso y poderoso Anillo del Señor Oscuro, y en un asombroso e inesperado salto narrativo, un jinete Negro, entra cabalgando en la Comarca. La identidad del supuesto hobbit llamado Trotter (más tarde Trancos o Aragorn) es en un principio un misterio insoluble, hasta que al fin, muy lentamente, Tolkien descubre que tiene que ser un hombre. Muchas de las figuras mayores del libro aparecen con otros nombres y extrañas características: un siniestro Bárbol, aliado del Enemigo, un feroz y malévolo granjero Maggot. La historia concluye en el punto en que J. R. R. Tolkien abandona el relato durante largo tiempo, cuando la Compañía del Anillo, en la que todavía faltan Legolas y Gimli, se encuentra ante la tumba de Balin, en las Minas de Moria.
Este volumen valió a Christopher Tolkien en 1989 el Mythopoeic Scholarship Award en su subcategoría de estudios sobre los Inklings.
Fuente: N.N.

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(Fragmento). Historia de El señor de los Anillos.

INTRODUCCIÓN


[11]

Como se sabe, J. R. R. Tolkien vendió los manuscritos y los textos mecanografiados de El Señor de los Anillos a Marquette University (Milwaukee) pocos años después de su publicación, junto con los de El hobbit y Egidio, el granjero de Ham, y también de El Señor Bliss. Transcurrió un largo tiempo entre el envío de estos últimos documentos, que llegaron a Marquette en julio de 1957, y el envío de El Señor de los Anillos, que no llegó sino al año siguiente. Esto se debió a que mi padre había decidido clasificar, comentar y fechar los variados manuscritos de El Señor de los Anillos, pero en ese entonces le resultó imposible hacer el trabajo que eso exigía. Es evidente que nunca lo hizo, y finalmente envió los documentos tal cual estaban; se indicó que cuando llegaron a Marquette «no estaban en orden». Si los hubiese ordenado, se habría dado cuenta entonces de que, aunque era voluminosa, la colección de manuscritos estaba incompleta.
Siete años más tarde, en 1965, cuando trabajaba en la revisión de El Señor de los Anillos, le escribió al director de Bibliotecas de Marquette, preguntándole si tenían alguna cronología y una lista de los acontecimientos narrados, porque nunca había hecho «un catálogo o un inventario completo de los documentos que se le enviaron». En esa carta le explicaba que la transferencia se había hecho cuando parte de sus papeles estaban en su casa de Headington (Oxford) y otra parte en sus habitaciones de Merton College; y también le decía que había descubierto que aún tenía «ciertos escritos [que] deberían estar en su poder»: cuando terminara de revisar El Señor de los Anillos se iba a ocupar de ese asunto. Pero no lo hizo.
Recibí esos papeles después de su muerte, ocho años más tarde; pero aunque Humphrey Carpenter se refiere a ellos en Una biografía (1977) y cita algunas notas hechas en un comienzo, no les presté atención por muchos años, por estar absorto en la larga tarea de determinar la evolución de las narraciones de los Días Antiguos, las leyendas de Beleriand y Valinor. No fue sino poco tiempo antes de la publicación del volumen III de «La historia de la Tierra Media» cuando me di cuenta de que la «Historia» bien podría incluir una relación de la escritura de El Señor de los Anillos. Sin embargo, durante los últimos tres años me he dedicado por temporadas a descifrar y analizar los manuscritos de El Señor de los Anillos que están en mi poder (tarea que aún [12] dista mucho de llegar a su fin). En este proceso ha quedado en evidencia que los documentos que quedaron rezagados en 1958 corresponden sobre todo a las primeras etapas de escritura, aunque en algunos casos (y especialmente en el primer capítulo, que fue reescrito muchas veces) las sucesivas versiones que se encuentran entre los papeles llevan la narración hasta un punto bastante avanzado. Pero, en general, sólo se trata de notas y borradores iniciales, con esbozos del desarrollo posterior de la historia, que quedaron en Inglaterra cuando se envió la mayor parte de los documentos a Marquette.
Por supuesto, no sé por qué motivo no se enviaron a Marquette estos manuscritos en particular; pero creo que es bastante fácil explicarlo en términos generales. Por ser extraordinariamente prolífico, mi padre (que en 1963, cuando sufría de una dolencia en el brazo derecho, le escribió a Stanley Unwin: «la imposibilidad de utilizar la pluma y el lápiz me resulta tan frustrante como le resultaría la pérdida del pico a una gallina») revisaba constantemente, reaprovechaba, comenzaba de nuevo, pero nunca tiraba nada de lo que había escrito, de modo que sus papeles eran de una complejidad inextricable, y estaban desorganizados y dispersos. Al parecer, es poco probable que cuando se realizó el envío a Marquette hubiese tenido gran interés en los primeros borradores o recordara claramente en qué consistían, puesto que en algunos casos habían sido sustituidos y superados hasta veinte años antes; y no cabe duda de que habían sido dejados a un lado, olvidados y enterrados hacía mucho tiempo.
De cualquier modo, no cabe duda de que estos manuscritos dispersos deberían reagruparse, y que toda la colección debería estar en un solo lugar. Esa debe de haber sido la intención de mi padre cuando los vendió; y, por lo tanto, los manuscritos que están actualmente en mi poder serán entregados a Marquette University.
La mayor parte del material citado o descrito en este libro se encuentra en los papeles que quedaron rezagados; pero la tercera parte del libro (llamada «Tercera etapa») representó un difícil problema, porque en ese caso los manuscritos estaban divididos. La mayor parte de los capítulos correspondientes a esa «etapa» de escritura se enviaron a Marquette en 1958, pero no ocurrió lo mismo con extensos fragmentos de varios de ellos. Esos fragmentos quedaron separados porque mi padre los había descartado y había utilizado lo que restaba como elementos constitutivos de nuevas versiones. Habría sido absolutamente imposible interpretar esta parte de la historia sin la colaboración ilimitada de Marquette, y de hecho recibí mucha ayuda. En particular, el señor Taum Santoski se ha dedicado con gran habilidad y atención a una compleja operación, en la que a lo largo de muchos meses hemos intercambiado copias comentadas de los textos; y, [13] gracias a eso, ha sido posible determinar la historia textual y reconstruir los manuscritos originales que mi mismo padre desmembró hace casi medio siglo. Quiero dejar constancia de su generosa asistencia con satisfacción y profundo agradecimiento, como también de la asistencia prestada por el señor Charles B. Elston, encargado de los archivos de la Memorial Library de Marquette, por el señor John D. Rateliff y por la señorita Tracy Muench.
Este intento de presentar una relación de las primeras etapas de escritura de El Señor de los Anillos se ha visto dificultada por otros problemas, además del hecho de que los manuscritos estén tan dispersos; se trata especialmente de problemas de interpretación del orden en que fueron escritos los textos, pero también de presentación de los resultados en un libro impreso.
En pocas palabras, la escritura consistió en una serie de «oleadas» o (como las he llamado en este libro) «etapas». El primer capítulo fue reconstituido tres veces antes que los hobbits se marcharan de Hobbiton, pero a continuación la historia llegó hasta Rivendel antes de que se agotara el impulso. Mi padre empezó otra vez desde el comienzo («segunda etapa»), y luego una vez más («tercera etapa»); y, a medida que iban apareciendo nuevos elementos narrativos y nuevos nombres y relaciones entre los personajes, los iba incorporando a borradores anteriores, en distintas oportunidades. Se eliminaron algunos fragmentos del texto y se utilizaron en otras partes. Se incorporaron versiones alternativas en un mismo manuscrito, de modo que la historia permite varias lecturas de acuerdo con las instrucciones dadas. Es muy difícil determinar con absoluta precisión la secuencia de todos estos cambios extraordinariamente complejos. La fecha o las dos fechas anotadas por mi padre sólo ofrecen una ayuda muy limitada, y las referencias a la evolución de la obra que se encuentran en sus cartas son poco claras y no es fácil interpretarlas. Las variaciones en la caligrafía pueden ser muy engañosas. Por lo tanto, para desvelar la historia de la composición hay que basarse en gran medida en las claves que ofrece la evolución de los nombres y los motivos en la narración; pero en tal caso es muy fácil equivocarse por una interpretación errónea de las fechas relativas de las adiciones y las alteraciones. A lo largo de todo el libro se encuentran ejemplos de estos problemas. No supongo ni por un solo momento que haya conseguido desvelar la historia correctamente en todos sus puntos; en realidad, hay varios casos en que las evidencias parecen ser contradictorias y no puedo ofrecer ninguna solución. Los manuscritos son de tal naturaleza que probablemente siempre admitirán diversas interpretaciones. Pero, después de mucho experimentar con distintas teorías, tengo la impresión [14] de que la secuencia de composición que propongo es la que mejor se ajusta a las evidencias disponibles.
En muchos casos, los primeros esbozos de la trama y borradores de la narración son apenas legibles, y se vuelven mucho más complejos a medida que se avanza. Aprovechando cualquier pedazo de papel de pésima calidad que tenía a mano en los años de la guerra —escribiendo a veces no sólo en el dorso de exámenes sino también sobre los mismos exámenes—, mi padre anotaba elípticamente sus ideas sobre la continuación del relato y sus primeras ideas sobre la narración, a gran velocidad. En los rápidos borradores y esquemas, que no pretendía que perduraran mucho más allá del momento en que volviera a ocuparse de ellos y les diera una forma más manejable, las letras son tan poco definidas que, cuando es imposible deducir o adivinar una palabra en base al contexto o a versiones posteriores, pueden seguir siendo perfectamente ilegibles después de un largo examen; y si, como solía hacer mi padre escribió con un lápiz blando, gran parte del texto es borroso e indistinto. Hay que tener en cuenta esto en todo momento: los primeros borradores fueron escritos de prisa, tan pronto como iban surgiendo las primeras palabras y antes de que la idea se desvaneciera, en tanto que el texto impreso (con la excepción de algunos puntos y signos de interrogación en el caso de términos ilegibles) transmite inevitablemente una imagen de calma y de metódica composición, de redacción sopesada e intencional.
En cuanto a la forma en que se presenta el material en este libro, lo que plantea el problema de más difícil solución es el desarrollo del relato a través de sucesivos borradores, que varían constantemente pero que siempre se basan en gran medida en los textos precedentes. En el caso extremo del primer capítulo, «Una reunión muy esperada», en este libro se analizan seis textos principales y diversos comienzos descartados. La presentación de todo el material que corresponde a este capítulo alcanzaría prácticamente para todo un libro, sin considerar numerosas repeticiones y cuasi repeticiones. Por otra parte, no es fácil reconstruir la secuencia de una serie de textos reducidos a extractos y citas breves (cuando las versiones posteriores son muy diferentes de las precedentes), y la descripción minuciosa del desarrollo también es bastante larga. En realidad, no se puede dar una solución satisfactoria a este problema. El compilador debe asumir la responsabilidad de seleccionar y destacar los elementos que considera más importantes y significativos. En general, en cada capítulo presento la primera narración en su totalidad, o gran parte de ella, como base con la que se puede relacionar la evolución posterior. La organización del material compilado depende del trato dado a los manuscritos: [15] cuando se presenta todo el texto o gran parte de él, se recurre en gran medida a notas numeradas (que pueden ser un elemento importante de la presentación de un texto complejo), pero cuando no se incluyen notas el capítulo es más bien un análisis acompañado de citas.
Mi padre dedicó inmensos esfuerzos a la creación de El Señor de los Anillos, y he intentado que esta crónica de sus primeros años de trabajo en el libro sea un reflejo de esos esfuerzos. La primera parte de la historia, antes de que el Anillo salga de Rivendel, fue sin duda la más difícil de escribir (lo que explica la extensión de este libro en comparación con todo el relato); y se han descrito las dudas, las indecisiones, el material descartado, las reestructuraciones y los intentos fallidos. El resultado es necesariamente de una extrema complejidad; pero si bien se podría volver a relatar la historia mucho más breve y resumidamente, estoy seguro de que la omisión de detalles que plantean dificultades o la simplificación excesiva de los problemas y las explicaciones le haría perder a este estudio su interés esencial.
Me he propuesto describir la escritura de El Señor de los Anillos, dar a conocer el sutil proceso de cambios que podía modificar la importancia de los incidentes y las características de las personas y, a la vez, conservar las escenas y los diálogos incluidos en los primeros borradores. Por tal motivo, por ejemplo, analizo en detalle la historia de los dos hobbits que finalmente se convirtieron en Peregrin Tuk y Fredegar Bolger, pero sólo después de las más extraordinarias permutaciones y fusiones de nombres, caracteres y papeles; por otra parte, he evitado todo análisis que no se relacione directamente con la evolución de la narración.
En cuanto a la naturaleza del libro, supongo que el lector está familiarizado con La Comunidad del Anillo y, por supuesto, a lo largo de todo el texto se hacen comparaciones con la obra publicada. Los números de las páginas de La Comunidad del Anillo (CA) corresponden a los tres tomos encuadernados en tela de El Señor de los Anillos (SA) publicados en inglés por George Allen & Unwin (actualmente Unwin Hyman) y la Houghton Mifflin Company —el último de los cuales ha sido publicado tanto en Inglaterra como en Estados Unidos— y en castellano por Ediciones Minotauro.
En la «primera etapa» de escritura, en la que la historia avanza hasta la llegada a Rivendel, la mayoría de los capítulos no tenían título y posteriormente se introdujeron muchos cambios en la división del relato en capítulos, y se modificaron los títulos y la numeración. Por lo tanto, para evitar toda confusión, me ha parecido preferible dar a muchos de mis capítulos simples títulos descriptivos que se refieren al contenido —por ejemplo, «De Hobbiton al Boscaje Cerrado»—, en lugar [16] de relacionarlos con los títulos de los capítulos de La Comunidad del Anillo. Para el título del libro me pareció adecuado utilizar uno de los que mi padre había pensado darle al primer volumen de El Señor de los Anillos, pero que luego descartó. En una carta a Rayner Unwin escrita el 8 de agosto de 1953 (Cartas, n.º 139), proponía El Retorno de la Sombra.
En este libro no se presenta ninguna descripción de la historia de la escritura de El hobbit hasta la publicación de la primera edición en 1937, pero, debido a su relación con El Señor de los Anillos, se hacen constantes referencias a la obra publicada. Esa relación es curiosa y compleja. Mi padre expresó su opinión al respecto en varias oportunidades, pero más en detalle y (a mi juicio) con más precisión en la larga carta que le escribió a Christopher Bretherton en julio de 1964 (Cartas, n.º 257).
Regresé a Oxford en enero de 1926, y cuando se publicó El hobbit (1937) esta «historia de los Días Antiguos» ya había adquirido una forma coherente. No había intención de que El hobbit tuviera ninguna relación con ella. Cuando mis hijos aún eran pequeños tenía la costumbre de inventar y de contarles, a veces de escribir, «cuentos infantiles» para divertirlos… El hobbit debía ser uno de ellos. No tenía necesariamente ninguna conexión con la «mitología», pero como es natural se vio atraído por esa creación dominante de mi mente, lo que hizo que el cuento fuera adquiriendo mayores dimensiones y volviéndose más heroico a medida que avanzaba. Aun así podía mantenerse bastante independiente, con excepción de las referencias (innecesarias, aunque dan una impresión de profundidad histórica) a la Caída de Gondolin, las ramas del Pariente de los Elfos y la disputa entre el Rey Thingol, el padre de Lúthien, con los Enanos. …
El anillo mágico era el único elemento de El hobbit que evidentemente podía relacionarse con mi mitología. Para convertirse en el tema de un extenso relato tenía que ser extremadamente importante. Lo vinculé entonces con la referencia (originalmente) bastante casual al Nigromante, cuyo papel consistía en poco más que en darle un motivo a Gandalf para marcharse y dejar a Bilbo y a los Enanos librados a su propia suerte, lo cual era necesario para el cuento. De El hobbit se derivan también los Enanos, Durin —su primer antepasado—, y Moria; y Elrond. El pasaje del capítulo iii en el que se lo relaciona con los Medio Elfos de la mitología fue producto de un afortunado azar, debido a la dificultad de estar inventando constantemente nombres adecuados para los [17] nuevos personajes. Lo llamé Elrond por casualidad, pero por ser un nombre que provenía de mi mitología (Elros y Elrond, los dos hijos de Eärendel) lo convertí en medio elfo. Sólo en El Señor se lo identifica como el hijo de Eärendel, y por lo tanto biznieto de Lúthien y Beren, un personaje poderoso y Portador de un Anillo.
La opinión que tenía mi padre de El hobbit cuando fue publicado —especialmente en relación con «El Silmarillion»— se refleja con claridad en la carta que le escribió a G. E. Selby el 14 de diciembre de 1937:
No le doy toda mi aprobación a El hobbit, puesto que prefiero mi propia mitología (a la que apenas se alude) con su nomenclatura coherente —Elrond, Gondolin y Esgaroth han quedado fuera— y su historia organizada a esta plebe de enanos con nombres provenientes de los Edda tomados del Völuspá, hobbits y gollums recién inventados (en un rato de ocio) y runas anglosajonas.
La importancia de El hobbit en la historia de la evolución de la Tierra Media consiste entonces, en esta época, en el hecho de que fue publicado, y en la exigencia de escribir una continuación. Como consecuencia, debido a las características que fue adquiriendo El Señor de los Anillos a lo largo de su evolución, El hobbit se vio arrastrado a la Tierra Media… y la transformó; pero, tal como se presentaba en 1937, no formaba parte de ella. Su importancia en relación con la Tierra Media no se manifestó entonces, sino en su influencia posterior.
Más adelante, El Señor de los Anillos influyó en El hobbit, tanto en el texto publicado como (en mucha mayor medida) en las revisiones inéditas del texto; pero en el punto hasta donde llega esta Historia todo eso se encuentra en un futuro distante.
En los manuscritos de El Señor de los Anillos hay marcadas incoherencias, por ejemplo en cuanto al uso de mayúsculas y de guiones, y a la separación de los elementos en nombres compuestos. En mi presentación de los textos no he impuesto ninguna unificación en este sentido, aunque en mis análisis empleo formas coherentes.

lunes, 8 de junio de 2015

Jacques Chessex. Novela:EL VAMPIRO DE ROPRAZ.


Jacques Chessex.
Nació en Suiza en 1934. Estudió en Friburgo y en Lausana, donde impartió clases de francés. Fue fundador de dos revistas literarias. De origen francófono, es tan conocido en Francia como en Suiza.
Es autor de poemas, cuentos, ensayos y novelas. En cualquier caso, su expresión es brillante, concisa, clara y llena de sensualidad, con temas recurrentes como la soledad, el desamparo, la muerte y el erotismo. Ha obtenido premios importantes como el Goncourt en 1973 por su novela `El Ogro`, y es Caballero de la Legión de Honor.

Murió en 2009.

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EL VAMPIRO DE ROPRAZ
En 1903, en Ropraz, en el Haut-Jorat valdense, la hija del juez de paz muere a los veinte años de una meningitis. Una mañana encuentran levantada la tapa del ataúd, profanado el cuerpo de la virginal Rosa y sus miembros parcialmente devorados. Horror. Resurgen las supersti­ciones, la obsesión por el vampirismo, cada quien espía a los demás en lo más crudo del invierno. Más tarde se co­meten otras dos violaciones en Carrouge y en Ferlens. Después de eso hay que encontrar un culpable. Lo será el tal Favez, un mozo de labranza. Condenado, encarce­lado, sometido a estudio psiquiátrico, en 1915 se pierde su rastro. A partir de un hecho real, Jacques Chessex es­cribe el estremecedor relato de la fascinación asesina. ¿Quién mejor que él para narrar la «mugre primitiva», la soledad, los fantasmas de los notables, la mala concien­cia de una época? «Un pequeño gran libro» (Jérôme Garcin, Le Nouvel Ob­servateur), «Una gran danza salvaje, animada por la san­gre, el sexo y la brutalidad en estado puro» (Jacques Sterchi, La Liberté), «Chessex sorprende una vez más con este terrible retrato de una región, una época y un hom­bre con un extraño destino» (Alexandre Fillon, Livres Hebdo).
Fuente:N.N.

(Fragmento de novela).
Capítulo I
Ropraz, en el Haut-Jorat valdense, 1903. Es una región de lobos y de abandono a principios del siglo XX, mal comunicada por transporte público, a dos horas de Lausanne, encaramada en lo alto de una cuesta sobre la carretera de Berna, rodeada de bosques de abetos opacos. Viviendas a menudo diseminadas en desiertos circundados de árboles sombríos, pueblos estrechos de casas bajas. Las ideas no circulan, la tradición pesa, se desconoce la higiene moderna. Avaricia, crueldad, superstición, no estamos lejos de la frontera de Friburgo, donde abunda la brujería. Mucha gente se ahorca, en las granjas del Haut-Jorat. En el granero. En las vigas de la buhardilla. Guardan un arma cargada en la cuadra o la bodega. So pretexto de caza legal o furtiva, atesoran pólvora, perdigones, gruesas trampas con dientes de hierro, cuchillas afiladas en la piedra de amolar. El miedo que ronda. Por la noche se rezan las oraciones de conjuro o de exorcismo. Son protestantes acérrimos pero se santiguan cuando vislumbran monstruos perfilados por la bruma. Con la nieve, el lobo vuelve. No hace tanto tiempo que mataron al último, en 1881, su despojo disecado cría polvo a doce kilómetros, en una vitrina del museo del Vieux-Moudon. Y el oso horrible llegado del Jura. Destripó becerras no hace aún cuarenta años en las gargantas de la Mérine. Los viejos se acuerdan, no se ríen en Ropraz ni en Ussières. En la época de Voltaire, que residió en el castillo de abajo, en la aldea de  Ussières, los bandoleros aguardaban a los alemanes en la carretera principal, la de Berna, y más tarde los soldados que volvían de las guerras de la Grande Armée despojaban a las gentes honradas. Hay que andar con tiento a la hora de contratar a un vagabundo para la cosecha o la patata. Es el extranjero, el fisgón, el ladrón. Con un aro en la oreja, socarrón, la chaira calzada en la bota.
Aquí no hay grandes comercios, fábricas, manufacturas, sólo hay lo que se arranca a la tierra, que es como decir nada. Esto no es vivir. Somos incluso tan pobres que vendemos las vacas por su carne a los carniceros de las grandes ciudades y nos contentamos con cerdo, y lo comemos tanto en todas sus formas, ahumado, atocinado, en picadillo, salado, que acabamos pareciéndonos a ellos, la cara rosa, la cabeza colorada, lejos del mundo, en bosques y cañadas negras.
En esos campos perdidos, una muchacha es una estrella que imanta las locuras. Incesto y divagaciones, en la sombra de la soltería, de la parte carnal para siempre codiciada y prohibida.
La miseria sexual, como la llamarán más tarde, se suma a los extravíos del miedo y la imaginación del mal. Solitario, se vigila la noche, retozos de amor de algunos pudientes y de su cómplice estertorosa, frotaciones del diablo, culpabilidad retorcida en cuatro siglos de calvinismo impuesto. Descifrar sin descanso la amenaza llegada del fondo de uno mismo y del exterior, del bosque, del techo que cruje, del viento que llora; del más allá, de arriba, de abajo: la amenaza llegada de otra parte. Uno se atrinchera en el cráneo, en el sueño, en el corazón, en los sentidos, se encierra en su granja bajo siete cerrojos, con el fusil aprestado y el alma aterrada y hambrienta. El invierno atiza estas violencias bajo la larga nieve amiga de los locos, los cielos rojos y pardos entre el alba y la noche desheredada, el frío y la melancolía que tensan y corroen los nervios. Ah, me olvidaba de la belleza estremecedora de estos pagos.
Y de la luna llena. Y las noches de plenilunio, las oraciones y los rituales, las lonchas de tocino con que se frotan las verrugas y las llagas, las pociones negras contra el embarazo, los ritos con muñecas de madera mal desbastada y acribillada de agujas, martirizada, y la suerte echada por farsantes, las plegarias para la mancha de los ojos. Todavía hoy, en los graneros y los colgadizos, se encuentran grimorios y recetas de decocción de sangre menstrual, de vómito, de baba de sapo y de víbora triturada. Cuando la luna ilumina demasiado, guárdate de mescolanzas. Cuando la luna despunta temprano, guarda la serpiente en el saco. Gana la locura. Y el miedo. ¿Quién se ha deslizado por el sobradillo? ¿Quién ha caminado por el tejado? ¡Vela por tu pólvora y tu horquilla, antes del secreto de los abismos!

domingo, 7 de junio de 2015

SUZY McKEE CHARNAS El tapiz del vampiro. DAVID PRINGLE Literatura fantástica Las 100 mejores novelas.


SUZY McKEE CHARNAS
El tapiz del vampiro


Peter S. Beagle describe este inteligente libro como la mejor novela de vampiros que ha leído, y yo estaría de acuerdo con este juicio. Consiste en cinco relatos vinculados entre sí sobre un vampiro actual que se llama doctor Edward L. Weyland, mé-dico. Bebe sangre y es enormemente longevo, pero en todo otro aspecto parece un miembro normal y doliente del género humano. Depredador que raramente mata, es también un con-sumado intelectual, un antropólogo que escribe libros y da fas-cinantes conferencias. Por lo general, lo vemos a través de los ojos de otros, y el mérito peculiar de Suzy McKee Chamas es haber escrito una «novela de vampiros» que se ocupa más de la variedad de las respuestas humanas al monstruo que del mons-truo mismo. Compuesta en un estilo sobrio pero vívido (con to-ques de humor), es un libro mucho más complejo que otras na-rraciones recientes sobre vampiros (como El misterio de Salem's Lot de Stephen King o Confesiones de un vampiro de Anne Rice), y sin embargo es también una fascinante lectura. Merece que se lo conozca mejor.
En un momento dado el doctor Weyland es capturado por unos insignificantes matones que pretenden explotarlo como una extraña atracción en un espectáculo ilícito. Pero tienen que alimentar a su cautivo, y entre los «voluntarios» que dan su sangre hay una joven llamada Bobbie:

–Oh –dice ella. Y luego, mirando todavía con fijeza–: Oh, caray. Oh, Wesley, está bebiendo mi sangre.
Ella alarga la mano, como para alejar la cabeza del vam-piro, pero en cambio empieza a acariciarle el cabello, y mur-mura: –Esta mañana leí mi tarot y pude ver nuevas cosas fan-tásticas, y yo debía estar detrás de ellas y sentirme realmente segura, ¿sabes? –Hasta el final estuvo sentada absorta y mur-murando «Oh, caray», a intervalos soñadores.
Cuando el vampiro levantó un rostro anegado y pacífico, ella le dijo seriamente: –Yo soy Escorpión. ¿Cuál es tu signo?

Aunque está más interesado en la supervivencia que en el sexo, Weyland ejerce este género de efecto sobre muchas de las mu-jeres que conoce. El episodio principal de la novela concierne  su relación con una psicoterapeuta que llega gradualmente a enamorarse de él. Al principio, está convencida de que él pade-ce de alucinaciones psicóticas y se propone «curarlo». Pero con el tiempo comprende que es un verdadero vampiro, el último miembro de una raza extraña, un solitario arquetípico, ocupa-do siempre en eludir a los «campesinos con antorchas» que amenazan su existencia. Weyland no pide nada de los seres hu-manos, aparte de su sangre, pero su respeto por esa mujer poco común aumenta y llega a poder corresponder al amor de ella. El encuentro es breve, pues para funcionar en este mundo él tiene que dejarla y asumir una nueva identidad.
Weyland conoce a toda clase de gente, desde la dama psi-coterapeuta, pasando por la necia Bobbie y un inseguro mu-chacho de catorce años, hasta varios universitarios poco capa-ces y un autotitulado «satanista», un villano vano y bombástico que actúa como un cínico Van Helsing para el Drácula extra-ñamente noble que es Weyland. Establecida la premisa de un protagonis-ta inmortal que bebe sangre, la historia se desarrolla en términos totalmente realistas. Aquí no hay murciélagos, ajo o estacas de madera. En cambio, hay una increíble gama de de-bilidades humanas hábilmente descritas. Suzy McKee Chamas (nacida en 1939) ha insuflado nueva vida a la leyenda del vampi-ro, rescatando a su héroe de los estereotipos de las películas de horror y dándole un nuevo rango como forastero obscuramente romántico.


Primera edición: Simon & Schuster, Nueva York, 1980

Primera edición en castellano: Martínez Roca, Barcelona, 1991


sábado, 6 de junio de 2015

M. Aguéev. Novela con cocaína, una novela de confesiones.


Novela con cocaína, una novela de confesiones.
«Para el hombre enamorado todas las mujeres son mujeres, a excepción de aquella a la que ama, a la que considera una persona. Para una mujer enamorada todos los hombres son personas, a excepción de aquel al que ama, al que considera un hombre.» Reflexiones como ésta, en una novela por lo demás repleta de infrecuentes revelaciones sobre sexualidad y roles de género, y de elementos ciertamente inéditos como la adicción a la cocaína, debieron llamar la atención, a comienzos de la década de 1930, del grupo de emigrados rusos que editaban en París la revista Cifras y a cuya redacción llegó, con el seudónimo de M. Aguéiev, el manuscrito de Novela con cocaína. La paternidad de la novela, que llegó a ser atribuida a Nabókov y que no sería definitivamente esclarecida hasta 1994, fue desde entonces un enigma. Pero el revuelo estaba justificado por la extraordinaria originalidad de la obra, una narración en forma autobiográfica, ambientada en Moscú en vísperas de la Revolución, de un joven impelido por «el deseo de conferir a mi personalidad un carácter singular», desde sus últimos años en el Instituto hasta su reclusión en el solitario universo de «desdoblamientos» de la cocaína. Osada, profunda e incómoda, con una visión del mundo que supone «un insulto a nuestra noción más luminosa, tierna y pura», esto es, «el alma humana», ésta es una novela imprescindible del siglo XX, por primera vez presentada en traducción directa del ruso.

 
M. Aguéiev
 Novela con cocaína



 Título original: Roman s cocainoi
M. Aguéiev, 1936
Traducción: Víctor Gallego Ballestero

  Introducción


por Víctor Gallego

Pocas obras literarias aparecen envueltas en un misterio tan espeso como Novela con cocaína. Durante más de medio siglo sus páginas han estado rodeadas de hipótesis, enigmas, alusiones, sugerencias y atribuciones.
La historia de la publicación de la novela está llena de lagunas y lugares oscuros, que poco a poco los estudiosos y especialistas se han esforzado por rellenar o esclarecer. Todo empezó a principios de la década de 1930, cuando a la redacción de la revista Cifras, editada por algunos emigrados rusos en París, llegó un paquete procedente de Constantinopla, en cuyo interior se encontraba el manuscrito de Novela con cocaína, firmado por un autor absolutamente desconocido, M. Aguéiev.
Vista la calidad y el interés de la obra, la redacción aprobó su publicación. Fragmentos del libro, que en un principio se tituló Relato con cocaína, aparecieron en La Vida Ilustrada y en la revista Cifras. En 1934 la revista Encuentros dio a la estampa la segunda y última obra conocida del autor, el relato «Un pueblo sarnoso». En 1936 Novela con cocaína se publicó en forma de libro en una editorial parisina. A partir de entonces el nombre de M. Aguéiev desaparece del mundo de las letras, y su persona se evapora, se desvanece como humo sin dejar rastro. ¿Quién es Aguéiev? ¿Dónde está? ¿Qué hace? Durante más de cincuenta años nadie puede dar respuesta cumplida a ninguno de esos interrogantes.
La novela gozó una buena acogida y de su análisis y juicio se ocuparon algunos de los escritores y críticos más renombrados y relevantes de la emigración rusa, como Adamóvich, Merezhkovski o el poeta Jodasiévich (unido sentimentalmente durante algún tiempo a la escritora Nina Berberova).
Adamóvich aportó un par de datos sobre el autor; «Vive en Constantinopla y emplea el nombre de Aguéiev como seudónimo». Merezhkovski le dedicó el comentario quizá más elogioso y entusiasta: «Su lenguaje es excepcional, gráfico. Por un lado, presenta concomitancias con Bunin; por otro, con Sirin [seudónimo empleado en aquella época por Vladímir Nabókov]. En su lenguaje (en sus imágenes) combina la densa materia del estilo de Bunin, entretejida de modelos antiguos, con la novedosa y brillante tela de Sirin. Eso en lo exterior. En lo demás, hay que olvidarse de Bunin, con su densidad, y de Sirin, con el brillo hueco de su seda literaria, y pensar quizá en Dostoievski, aunque en un Dostoievski de los años treinta de nuestro siglo».
En general, la crítica dedicó una atención especial a dos aspectos concretos de la novela: en primer lugar la sinceridad casi cruel con que el autor afronta una temática prácticamente inédita en la literatura rusa, que suele pasar de puntillas por los aspectos más escabrosos de la realidad; en segundo término, la singularidad y la magia de su estilo, alabado por unos como modelo de originalidad y creatividad desenfrenada y atacado por otros por su pretendida vulgaridad, su sentido laxo de la gramática y el empleo de términos poco comunes en obras literarias de cierta ambición. Unos celebraron su atrevimiento y su osadía; otros reprocharon su alejamiento de la tradición literaria rusa; pero nadie se atrevió a negar la incuestionable novedad y frescura de la obra, cualidades que tal vez propiciaron su supervivencia entre tantas obras olvidadas y preteridas de ese período.
A pesar del interés que despertó y de los comentarios elogiosos que mereció, la obra pronto quedó sepultada, a lo que contribuyó quizá la agitación, el desconcierto y el dramatismo ele la situación histórica.
A mediados de la década de 1980, cuando todo parecía indicar que Novela con cocaína había sido devorada definitivamente por el tiempo, un grupo de eslavistas occidentales logró rescatarla del olvido y la volvió a publicar. La aparición de la traducción francesa en 1983 conoció un éxito excepcional y propició otras versiones al inglés y al italiano. Pronto Novela con cocaína alcanzó reconocimiento mundial y un grado de aceptación y aquiescencia que parecía ya definitivo. Poco después la obra aparecía también en la Unión Soviética, con lo que cincuenta años más tarde de su publicación Novela con cocaína llegaba finalmente a Rusia.
Enseguida volvieron a plantearse los mismos interrogantes que habían acompañado la primera aparición de la novela: ¿Quién se ocultaba bajo el misterioso nombre de Aguéiev? ¿Acaso un hombre de carne y hueso, un desconocido genial, o un escritor reconocido y renombrado, que había utilizado ese seudónimo como una eficaz careta? Una circunstancia parecía apuntar en esa última dirección: la extraordinaria maestría literaria de la novela y la destreza del narrador, poco probables, casi desconcertantes, en el caso de un debutante; otro dato, en cambio, parecía descartarla: el testimonio de algunas personas que decían haberlo conocido.
La poetisa Lidia Chervínskaia es la primera en proponer el nombre de Marko Levi como autor de la novela. Según sus palabras, Marko Levi había viajado a Constantinopla a principios de los años treinta y posteriormente había regresado a la Unión Soviética, circunstancia que permitía explicar la ausencia de noticias e informaciones sobre su paradero, y su silencio definitivo. No obstante, en un primer momento, esa sugerencia recibió escasa consideración.
En 1985, en el número 144 de la revista El Mensajero del Movimiento Cristiano Ruso, Nikita Struve, eminente eslavista de la Sorbona y editor de las Obras completas del poeta Ósip Mandelstam, formuló una propuesta que causó un gran revuelo y provocó un torrente de comentarios. En ese artículo el profesor Struve atribuía la autoría de Novela con cocaína a Vladímir Nabókov, aduciendo que las evidentes similitudes y concomitancias —estilísticas y estructurales— entre algunas obras del gran narrador y Novela con cocaína no podían deberse a la simple casualidad. Muchos terciaron en la polémica, bien para defender la hipótesis bien para rechazarla, hasta que la viuda del escritor, Vera Nabókova, pareció zanjar la cuestión con una carta airada, concluyente y un tanto arrogante, dirigida a la redacción del Pensamiento Ruso: «Mi marido, el escritor Vladímir Nabókov, no escribió Novela con cocaína, nunca utilizó el seudónimo de Aguéiev, no publicó en la revista Cifras, que le atacó en uno de sus primeros números, nunca estuvo en Moscú, jamás en su vida probó la cocaína (ni ningún otro narcótico) y escribía, a diferencia de Aguéiev, en un estilo petersburgués extraordinario, límpido y correcto».
La cuestión de la atribución siguió abierta hasta que en noviembre de 1991 apareció en el Pensamiento Ruso un artículo de Serguéi Dediulin titulado «Una autoría definitivamente establecida», en el que se ofrecían datos concluyentes y espectaculares sobre el misterioso autor de Novela con cocaína. En ese artículo se informaba de que una investigadora moscovita, Marina Sorokina, había confirmado en los archivos de Moscú una hipótesis de Gabriel Superfin, según la cual el centro escolar descrito en la primera parte de la novela se correspondía con el instituto privado R. Kreimanovski. Al parecer, la exhumación de los archivos había confirmado que entre los alumnos que terminaron el instituto el año 1916 aparecían los nombres de Marko Levi y de casi todos los personajes de la primera parte de la novela.
De ese modo, parecía confirmarse el nombre de Marko Levi como autor de la novela, aunque una certidumbre casi definitiva no se estableció hasta 1994, gracias a un artículo de los mismos investigadores, Marina Sorokina y Gabriel Superfin, publicado en el almanaque histórico Pasado. En ese artículo se detallan los pocos datos que se conocen sobre Marko Levi. A continuación, paso a referir al lector los más relevantes[1].
Marko Lazárievich Levi nació el 27 de julio de 1898 en Moscú, en el seno de una familia de comerciantes. En agosto de 1912 ingresó en el instituto Kreimanovski, donde estudió hasta 1916. Ese mismo año fue bautizado en la parroquia evangélica de Moscú. Durante los años de la NEP, Levi trabajó como traductor para la sociedad Arcos (All Russian Cooperative Society Limited). En 1924 viajó a Alemania y al parecer adquirió un pasaporte paraguayo. En 1930 abandonó Alemania y se trasladó a Turquía, donde se dedicó a la enseñanza de lenguas y se consagró a la actividad literaria. Desde Constantinopla envió a París el manuscrito de Novela con cocaína. En 1942 Levi fue deportado a la Unión Soviética, acaso como consecuencia del intento de atentado contra el embajador alemán en Turquía, que la policía turca atribuyó a varios ciudadanos soviéticos. Tras regresar a la URSS, Levi se estableció en Yereván (Armenia), donde se casó y llevó una vida reglada y familiar, enseñando lengua alemana en la universidad de la ciudad. Murió en agosto de 1973 en Yereván, ciudad en la que fue enterrado.
Parece que la publicación de la novela en una editorial del exilio le ocasionó algunos problemas, como se desprende de un informe del cónsul general de la URSS, en Estambul, presentado ante el Comisariado General de Asuntos Exteriores el 22 de abril de 1939: «Levi ha señalado que su inofensivo libro no contiene una sola palabra en contra de la URSS. A partir de las conversaciones que hemos mantenido, se deduce que Levi ha recapacitado y reconocido la enormidad de su error».
¿A qué error se refiere el cónsul? ¿A la propia redacción de la novela o a su publicación en una revista del exilio? Sea como fuere, el simple envío del manuscrito a París constituye una prueba irrefutable de las escasas esperanzas que albergaba el autor de publicar Novela con cocaína en la URSS.
Al parecer, Marko Levi era aficionado a la música y el cine, fumaba mucho y coleccionaba naipes (hay alguna alusión a los naipes en la obra). Además, viajaba todos los años a Moscú, al menos una vez. ¿Con qué objeto? ¿Acaso para visitar a alguno de sus antiguos camaradas? ¿O tal vez por razones de índole profesional? Nada se sabe.
¿Volvió a escribir? ¿O, lo mismo que Rimbaud, se desentendió de su obra y abandonó definitivamente la literatura?
El velo del misterio ha levantado algunos de sus pliegues, pero aún sigue cubriendo de sombras y de enigmas las extrañas páginas de Novela con cocaína.

 Nota al texto


Para la traducción se ha utilizado la edición de Novela con cocaína publicada en Moscú por la editorial Terra en 1990.
La obra apareció por primera vez en castellano en 1983, en una traducción del francés de Rosa María Bassols publicada por la editorial Seix Barral.

(Fragmento. Novela. Novela con cocaína).

 Burkievits se ha negado

  El Instituto



  I


Un día de principios de octubre, yo, Vadim Másliennikov (tenía entonces diecisiete años), al dirigirme por la mañana temprano al instituto, olvidé el sobre con el dinero del primer semestre que mi madre había dejado en el comedor por la noche. Me acordé de él cuando había subido ya al tranvía y las acacias y las picas de la verja del bulevar, en continuo tropel, pasaban como una hilera ininterrumpida, y la carga que llevaba sobre los hombros me apretaba cada vez más la espalda contra una barra niquelada. En cualquier caso, ese olvido no me preocupó lo más mínimo. Podía entregar ese dinero al día siguiente y en casa nadie lo robaría; además de mi madre, en el apartamento sólo vivía mi vieja nodriza Stepanida, que llevaba con nosotros más de veinte años, y cuya única debilidad, casi una pasión, eran sus continuos cuchicheos, que sonaban como si alguien estuviera masticando pepitas de girasol; a falta de interlocutores, eso le permitía mantener largas conversaciones consigo misma, a veces incluso discusiones, que interrumpía de vez en cuando con exclamaciones en voz alta del tipo: «¡Pues claro!» o «¡sin duda!» o «¡espérate sentado!».
Una vez, en el instituto, me olvidé por completo del sobre. Ese día no me había aprendido las lecciones, algo que no sucedía con frecuencia, y tuve que prepararlas durante los descansos o ya con el profesor en el aula. Ese estado de intensa concentración en que todo se asimila con facilidad (aunque un día más tarde se olvida con pareja ligereza) contribuyó a apartar de mi memoria cualquier otra cuestión.
Cuando empezó el recreo y nos sacaron al patio, pues hacía un tiempo soleado y seco, aunque también frío, vi a mi madre en el rellano inferior de la escalera; sólo entonces me acordé del sobre y comprendí que no había podido contenerse y había venido a traérmelo. Con su gastada pelliza y su ridicula capucha de la que se escapaban algunos cabellos canosos (tenía entonces cincuenta y siete años), se mantenía apartada de todos y con una evidente inquietud, que de algún modo acentuaba su lastimoso aspecto, miraba con aire desvalido a los estudiantes que pasaban corriendo a su laclo, algunos de los cuales, riéndose, la miraban y comentaban alguna cosa con sus amigos. Cuando llegué a su altura, traté de pasar inadvertido, pero nada más verme esbozó una sonrisa tierna, aunque no alegre, y me llamó. A pesar de la terrible vergüenza que sentía ante mis compañeros me acerqué a ella.
—Vadichka, hijo mío —me dijo con su sorda voz de vieja, tendiéndome el sobre y rozando con prevención un botón de mi capote con su mano amarillenta, como si temiera quemarse—. Has olvidado el dinero, hijo mío. Pensé que te asustarías, así que he decidido traértelo.
Tras pronunciar esas palabras, me miró como si estuviera pidiendo limosna. Irritado por la vergüenza que me había hecho pasar, le dije en un envenenado murmullo que esas sensiblerías estaban de más en el patio y que, dado que no había podido contenerse y había traído el dinero, fuera a pagar ella misma. Mi madre me escuchó en silencio, bajando sus viejos y tiernos ojos con aire culpable y triste; cuando terminé de bajar la escalera ya desierta y abrí la pesada puerta, que absorbía ruidosamente el aire, me volví y la miré, aunque no lo hice porque me diera pena, sino por temor a que se echara a llorar en un lugar tan inapropiado. Mi madre continuaba en el descansillo superior; había inclinado tristemente su deforme cabeza y me seguía con la mirada. Cuando reparó en que la estaba mirando, agitó la mano con el sobre, como se hace en las estaciones; ese movimiento, joven y animoso, no hizo más que resaltar su aspecto avejentado, lamentable y harapiento.
Ya en el patio se me aceraron algunos compañeros y uno de ellos me preguntó quién era ese payaso con faldas con el que acababa de hablar. Respondí, riendo alegremente, que se trataba de una institutriz empobrecida que había ido a verme con cartas de recomendación; añadí que si querían podía presentársela. Al escuchar las carcajadas que suscitaron mis palabras, comprendí que había ido demasiado lejos y que no debía haberlas pronunciado. Cuando mi madre, una vez efectuado el pago, salió del edificio y, sin mirar a nadie, doblada como si intentara volverse aún más pequeña, se dirigió lo más deprisa que pudo a la cancela, haciendo sonar sus tacones gastados y curvos en el asfalto del sendero, sentí que se me encogía el corazón.
Ese dolor, que en un primer momento me afectó con tanta fuerza, no duró mucho; no obstante, su final absoluto, es decir, su curación definitiva, tuvo lugar como en dos fases, pues, cuando regresé a casa del instituto, entré en el recibidor y atravesé el estrecho pasillo de nuestro pobre apartamento, que olía fuertemente a cocina, ese dolor, aunque había dejado de hacer daño, seguía presente en mi ánimo, recordándome su intensidad de una hora antes; más tarde, ya en el comedor, cuando me senté a la mesa enfrente de mi madre, que servía la sopa, ese dolor no sólo no me inquietaba, sino que me resultaba difícil imaginar que en algún momento hubiera podido perturbarme.
Apenas empezaba a sentirme aliviado, cuando una gran cantidad de amargas consideraciones volvieron a soliviantarme. Una mujer tan vieja debía comprender que sus ropas me causaban vergüenza, que había ido al instituto con el sobre sin ninguna razón, que me había obligado a mentir, que me había privado de la posibilidad de invitar a mis compañeros a casa. Observé cómo comía su sopa, cómo levantaba la cuchara con mano temblorosa, cómo vertía parte de ella en el plato; miré sus mejillas amarillentas, su nariz enrojecida por el calor de la sopa y advertí que después de cada cucharada lamía la grasa con la lengua; en ese momento sentí por ella un odio intenso y brutal. Cuando reparó en que la estaba observando, mi madre, con su ternura de siempre, me miró con sus ojos castaños y descoloridos, dejó la cuchara y, como si esa mirada tuviera que ir acompañada de algún comentario, preguntó:
—¿Está buena?
Pronunció esas palabras con cierto aire de niña, sacudiendo la cabeza con gesto interrogativo.
—Está «puena» —dije, sin afirmar ni negar, con la única intención de imitarla. Solté esa palabra con un gesto de repulsión, como si tuviera ganas de vomitar, y nuestras miradas —fría y hostil la mía; cálida, sincera y afectuosa la suya— se encontraron y se fundieron. Esa situación se prolongó durante un buen rato; advertí que la mirada de sus bondadosos ojos se empañaba, adquiría un matiz de perplejidad y luego de pena, pero cuanto más evidente se hacía mi victoria, menos perceptible y comprensible me parecía ese sentimiento de odio —a cuya fuerza debía esa victoria— por esa persona vieja y afectuosa. Por eso, probablemente, acabé cediendo, fui el primero en bajar los ojos, tomé la cuchara y me puse a comer. Una vez apaciguado en mi interior y con ganas de hacer algún comentario intrascendente, volví a levantar la cabeza, pero no dije nada y sin quererlo me puse en pie de un salto. Una de las manos de mi madre, la que sostenía la cuchara, descansaba directamente sobre el mantel. En la palma ríe la otra apoyaba la cabeza. Sus finos labios se estiraban hacia las mejillas, deformando el rostro. De las órbitas oscuras de sus ojos cerrados, con arrugas que se extendían como abanicos, brotaban lágrimas. Había tanta indefensión en esa cabeza amarillenta y vieja, tanto dolor amargo y sin rencor, y tanta desesperación en esa repugnante vejez que nadie necesitaba, que la miré de soslayo y le dije con una voz en la que se transparentaba la rudeza:
—Bueno, no hace falta. Bueno, déjalo. No es necesario.
—Sentí deseos de añadir «mamá», e incluso de acercarme y besarla, pero en ese momento la nodriza, viniendo del pasillo y balanceándose sobre una bota de fieltro, golpeó la puerta con el otro pie y entró con un plato. No sé a causa de qué ni de quién, pero en ese momento descargué un puñetazo sobre el plato; el dolor de mi mano herida y los pantalones empapados de sopa me convencieron de mi razón y de mi justicia, sentimientos que se vieron confusamente reforzados por el extremo pavor de la nodriza; finalmente, lanzando un insulto amenazador me dirigí a mi habitación.
Poco después mi madre se vistió, se marchó y no regresó a casa hasta la noche. Cuando la oí pasar del recibidor al pasillo, aproximarse a mi habitación, llamar a la puerta y preguntar si podía entrar, me precipite sobre el escritorio, abrí apresuradamente un libro y, tras sentarme de espaldas a la puerta, le respondí con indiferencia: «Adelante». Atravesó la habitación y con pasos inseguros se acercó a mí de lado; yo aparentaba estar sumergido en la lectura, pero alcancé a ver que llevaba aún su pelliza y su ridicula capucha negra. Mi madre, sacando la mano de su seno, puso sobre la mesa dos billetes de cinco rublos, arrugados como si a causa de la vergüenza quisieran volverse más pequeños. Tras acariciarme la mano con su manita encogida, exclamó en voz baja:
—Perdóname, hijo mío. Tú eres bueno. Lo sé. —Me acarició los cabellos y se quedó pensativa, como si quisiera añadir alguna otra cosa; pero al cabo de unos instantes, sin decir nada más, salió de puntillas y cerró cuidadosamente la puerta tras ella.

viernes, 5 de junio de 2015

UNA OBRA LITERARIA. J.Méndez-Limbrick.


UNA OBRA LITERARIA. J.Méndez-Limbrick.
1. Una obra literaria no se valora por un premio.
2. Una obra literaria se agiganta o se empequeñece como un enano dependiendo si es buena o mala, si gusta o no gusta ya sea en la Academia o por el público...
3. Existen obras literarias que no necesitan de Premios, ni de compadrazgos para llegar al gran público y que la Crítica Literaria será unánime por su valor intrínseco.
4. El crítico literario es el que tiene la obligación moral de estudiarla lejos de la pomposa adulación de sus amigos.
5. Muchas obras han caído en el olvido porque solo fueron glorificadas por sus contemporáneos o sus compañeros y el Tiempo terminó desnudando su verdadero valor: ninguno.
6. Una verdadera obra literaria camina sola en el Tiempo... brillando con luz propia, por su propio “peso” literario.
7. Una verdadera obra literaria camina inmune al chisme, la envidia e incluso a la maledicencia de críticos mezquinos que la han querido envilecer.
8. Una verdadera obra literaria, es aquella que no necesita de padrinos que con su fanfarria tratan de maquillarla como en una Feria de Vanidades.
9. Una verdadera obra literaria es aquella que perdura en la memoria de los Hombres aunque, sea por un tiempo y después fenezca como todas las cosas en este Universo.
10. Quizá sea un consuelo baladí pero, como nota marginal de la Comedia o de la Tragedia que es esta vida llena de pomposa y estrafalaria vanidad y que, algunas personas la adornan con más altanería, recuerdo este fragmento de los “Detectives salvajes” como glosa altisonante y cruel de que al final, todo es perecedero... ¡Una gran reflexión!
Iñaki Echavarne, bar Giardinetto, calle Granada del Penedés, Barcelona, julio de 1994. Durante un tiempo la Crítica acompaña a la Obra, luego la Crítica se desvanece y son los Lectores quienes la acompañan. El viaje puede ser largo o corto. Luego los Lectores mueren uno por uno y la Obra sigue sola, aunque otra Crítica y otros Lectores poco a poco vayan acompasándose a su singladura. Luego la Crítica muere otra vez y los Lectores mueren otra vez y sobre esa huella de huesos sigue la Obra su viaje hacia la soledad. Acercarse a ella, navegar a su estela es señal inequívoca de muerte segura, pero otra Crítica y otros Lectores se le acercan incansables e implacables y el tiempo y la velocidad los devoran. Finalmente la Obra viaja irremediablemente sola en la Inmensidad. Y un día la Obra muere, como mueren todas las cosas, como se extinguirá el Sol y la Tierra, el Sistema Solar y la Galaxia y la más recóndita memoria de los hombres. Todo lo que empieza como comedia acaba como tragedia.

Luis Vélez de Guevara. Obra: El diablo cojuelo.


Luis Vélez de Guevara (Écija, 1579 - Madrid, 10 de noviembre de 1644), dramaturgo y novelista español del Siglo de Oro dentro de la estética del Barroco conocida como Conceptismo. Fue hijo del licenciado Diego Vélez de Dueñas y de Francisca Santander. Estudió en Osuna (1596) y fue soldado en Italia en el ejército del Conde de Fuentes, participando en las campañas de Saboya y Milán bajo el nombre de Luis Vélez de Santader, se estableció en Madrid y empezó a utilizar los apellidos por los cuales es más conocido desde 1608, año en que casa con Úrsula Remesyl Bravo, a la que también cambió el apellido por Bravo de Laguna. Aún casaría tres veces más. Anduvo siempre comido de deudas, si se ha de juzgar por los numerosos versos de circunstancias que dedicó a pedir. Sin embargo, alcanzó un buen cargo, el de ujier de cámara, que a su muerte legó a su hijo Juan, quien fue también escritor y dramaturgo, si bien menos fecundo que su padre..

***

El estudiante Cleofás Pérez Zambullo huye de la justicia. Intentando ocultarse acaba en el desván de un astrólogo y nigromante que practica la adivinación y que retiene al diablillo Cojuelo en una de sus redomas. Cleofás libera al diablo y éste, agradecido, lo lleva por los cielos levantando los tejados de Madrid, Sevilla y otros lugares, para que el estudiante aprenda las miserias, engaños y nunca dichas verdades de sus conciudadanos.
Aunque tradicionalmente se incluía en el género picaresco, El Diablo Cojuelo no comparte las condiciones naturales de una novela de aquel género. Esta singular sátira de la sociedad de los últimos Austrias fue escrita con una libertad creadora que Luis Vélez de Guevara, cumplidos los setenta años de edad, no había ejercitado antes en toda su obra poética y dramática. Una libertad así se pone de manifiesto en el continuo tono satírico de la obra, poblada por metáforas descabelladas y rebuscados juegos de palabras, muchos de los cuales comparten diversos sentidos para que el lector se guste provocando sus propias imágenes.
La obra, fragmentada en saltos o trancos independientes, carece de unidad aunque permite al autor mostrar en toda su amplitud la sociedad que tanto conoce, muy en particular la madrileña y sevillana. El encuentro casual entre el estudiante Cleofás y el diablillo sirve al relato posterior y a la intención de Vélez, al que reclamaba el deseo de expresar, en muchas ocasiones gracias a un rico vocabulario, un reflejo exacto de lugares y personajes, intención que proporciona a la obra un indiscutible valor documental para conocer la época. El valor literario de El Diablo Cojuelo supera, sin embargo, el contenido documental, pues el alcance artístico de la narración se ampara en un ingenioso humorismo, en una lacerante sátira, en encadenadas trasmutaciones de palabras, en el equívoco como vía de expresión y en el uso acertado de toda la libertad que el dominio del lenguaje permite a un escritor en el mejor de sus momentos.
Fuente: Enciclopedia Británica.

***
Fragmento.

EL DIABLO COJUELO, de Luís Vélez de Guevara (Madrid, 1641)

EL VUELO NOCTURNO SOBRE MADRID
(Don Cleofás, protagonista de la historia, acaba de liberar al Diablo Cojuelo de la redoma en la que un astrólogo le tenía preso. El diablo le lleva por las nubes enseñándole la vida íntima del Madrid nocturno)


-Don Cleofás, desde esta picota de las nubes, que es el lugar más eminente de Madrid, mal año para Menipo en los diálogos de Luciano, te he de enseñar todo lo más notable que a estas horas pasa en esta Babilonia española, que en la confusión fue esa otra con ella segunda de este nombre.

Y levantando a los techos de los edificios, por arte diabólica, lo hojaldrado, se descubrió la carne del pastelón de Madrid como entonces estaba, patentemente, que por el mucho calor estivo estaba con menos celosías, y tanta variedad de sabandijas racionales en esta arca del mundo, que la del diluvio, comparada con ella, fue de capas y gorras.

Tranco II
Quedó don Cleofás absorto en aquella pepitoria humana de tanta diversidad de manos, pies y cabezas, y haciendo grandes admiraciones, dijo:

-¿Es posible que para tantos hombres, mujeres y niños hay lienzo para colchones, sábanas y camisas? Déjame que me asombre que entre las grandezas de la Providencia divina no sea esta la menor.

Entonces el Cojuelo, previniéndole, le dijo:

-Advierte que quiero empezar a enseñarte distintamente, en este teatro donde tantas figuras representan, las más notables, en cuya variedad está su hermosura. Mira allí primeramente cómo están sentados muchos caballeros y señores a una mesa opulentísima, acabando una media noche; que eso les han quitado a los relojes no más.
Don Cleofás le dijo:

-Todas estas caras conozco; pero sus bolsas no, si no es para servirlas.

-Hanse pasado a los extranjeros, porque las trataban muy mal estos príncipes cristianos -dijo el Cojuelo-, y se han quedado, con las caponas, sin ejercicio.

-Dejémoslos cenar -dijo don Cleofás-, que yo aseguro que no se levanten de la mesa sin haber concertado un juego de cañas para cuando Dios fuere servido, y pasemos adelante; que a estos magnates los más de los días les beso yo las manos y estas caravanas las ando yo las más de las noches, porque he sido dos meses culto vergonzante de la proa de uno de ellos y estoy encurtido de excelencias y señorías, solamente buenas para veneradas.

-Mira allí -prosiguió el Cojuelo- como se está quejando de la orina un letrado, tan ancho de barba y tan espeso, que parece que saca un delfín la cola por las almohadas. Allí está pariendo doña Fáfula, y don Toribio, su indigno consorte, como si fuera suyo lo que paría, muy oficioso y lastimado; y está el dueño de la obra a pierna suelta en ese otro barrio, roncando y descuidado del suceso. Mira aquel preciado de lindo, o aquel lindo de los más preciados, como duerme con bigotera, torcidas de papel en las guedejas y el copete, sebillo en las manos, y guantes descabezados, y tanta pasa en el rostro, que pueden hacer colación en él toda la cuaresma que viene. Allí, más adelante, está una vieja, grandísima hechicera, haciendo en un almirez una medicina de drogas restringentes para remendar una doncella sobre su palabra, que se ha de desposar mañana. Y allí, en aquel aposentillo estrecho, están dos enfermos en dos camas, y se han purgado juntos, y sobre quién ha hecho más cursos, como si se hubieran de graduar en la facultad, se han levantado a matar a almohadazos. Vuelve allí, y mira con atención cómo se está untando una hipócrita a lo moderno, para hallarse en una gran junta de brujas que hay entre San Sebastián y Fuenterrabía, y a fe que nos habíamos de ver en ella si no temiera el riesgo de ser conocido del demonio que hace el cabrón, porque le di una bofetada a mano abierta en la antecámara de Lucifer, sobre unas palabras mayores que tuvimos; que también entre los diablos hay libro del duelo, porque el autor que lo compuso es hijo de vecino del infierno. Pero mucho más nos podemos entretener por acá, y más si pones los ojos en aquellos dos ladrones que han entrado por un balcón en casa de aquel extranjero rico, con una llave maestra, porque las ganzúas son a lo antiguo, y han llegado donde está aquel talego de vara y media estofado de patacones de a ocho, a la luz de una linterna que llevan, que, por ser tan grande y no poder arrancarle de una vez, por el riesgo del ruido, determinan abrirle, y henchir las faltriqueras y los calzones, y volver otra noche por lo demás; y comenzando a desatarle, saca el tal extranjero (que estaba dentro de él guardando su dinero, por no fiarle de nadie) la cabeza, diciendo: «Señores ladrones, acá estamos todos», cayendo espantados uno a un lado y otro a otro, como resurrección de aldea, y se vuelven gateando a salir por donde entraron.

-Mejor fuera -dijo don Cleofás- que le hubieran llevado sin desatar en el capullo de su dinero, porque no le sucediera ese desaire, pues que cada extranjero es un talego bautizado; que no sirven de otra cosa en nuestra república y en la suya, por nuestra mala maña. Pero ¿quién es aquella abada con camisa de mujer, que no solamente la cama le viene estrecha, sino la casa y Madrid, que hace roncando más ruido que la Bermuda, y, al parecer, bebe cámaras de tinajas y come gigotes de bóvedas?

-Aquella ha sido cuba de Sahagún, y no profesó -dijo el Cojuelo- si no es el mundo de ahora, que está para dar un estallido, y todo junto puede ser siendo quien es: que es una bodegonera tan rica, que tiene, a dar rocín por carnero y gato por conejo a los estómagos del vuelo, seis casas en Madrid, y en la puerta de Guadalajara más de veinte mil ducados, y con una capilla que ha hecho para su entierro y dos capellanías que ha fundado, se piensa ir al cielo derecha; que aunque pongan una garrucha en la estrella de Venus y un alzaprima en las Siete Cabrillas, me parece que será imposible que suba allá aquel tonel; y como ha cobrado buena fama, se ha echado a dormir de aquella suerte.

-Aténgome -dijo don Cleofás- a aquel caballero tasajo que tiene el alma en cecina, que he echado de ver que es caballero en un hábito que le he visto en una ropilla a la cabecera, y no es el mayor remiendo que tiene, y duerme enroscado como lamprea empanada, porque la cama es media sotanilla que le llega a las rodillas no más.

-Aquel -dijo el Cojuelo- es pretendiente y está demasiado de gordo y bien tratado para el oficio que ejercita. Bien haya aquel tabernero de Corte, que se quita de esos cuidados y es cura de su vino, que le está bautizando en los pellejos y las tinajas, y a estas horas está hecho diluvio en pena, con su embudo en la mano, y antes de mil años espero verle jugar cañas por el nacimiento de algún príncipe.

-¿Qué mucho -dijo don Cleofás- si es tabernero y puede emborrachar a la Fortuna?

-No hayas miedo -dijo el Cojuelo- que se vea en eso aquel alquimista que está en aquel sótano con unos fuelles, inspirando una hornilla llena de lumbre, sobre la cual tiene un perol con mil variedades de ingredientes, muy presumido de acabar la piedra filosofal y hacer el oro; que ha diez años que anda en esta pretensión, por haber leído el arte de Reimundo Lulio y los autores químicos que hablan en este mismo imposible.

-La verdad es -dijo don Cleofás- que nadie ha acertado a hacer el oro si no es Dios, y el Sol, con comisión particular suya.

-Eso es cierto -dijo el Cojuelo-, pues nosotros no hemos salido con ello. Vuelve allí, y acompáñame a reír de aquel marido y mujer, tan amigos de coche, que todo lo que habían de gastar en vestir, calzar y componer su casa lo han empleado en aquel que está sin caballos ahora, y comen y cenan y duermen dentro de él, sin que hayan salido de su reclusión, ni aun para las necesidades corporales, en cuatro años que ha que le compraron; que están encochados, como emparedados, y ha sido tanta la costumbre de no salir de él, que les sirve el coche de conchas, como a la tortuga y al galápago, que en tarascando cualquiera de ellos la cabeza fuera de él, la vuelven a meter luego, como quien la tiene fuera de su natural, y se resfrían y acatarran en sacando pie, pierna o mano de esta estrecha religión; y pienso que quieren ahora labrar un desván en él para ensancharse y alquilarle a otros dos vecinos tan inclinados a coche, que se contentarán con vivir en el caballete de él.

-Esos -dijo don Cleofás- se han de ir al infierno en coche y en alma.

-No es penitencia para menos -respondió el Cojuelo-. Diferentemente le sucede a ese otro pobre y casado que vive en esa otra casa más adelante, que después de no haber podido dormir desde que se acostó, con un órgano al oído de niños tiples, contraltos, terceruelas y otros mil guisados de voces que han inventado para llorar, ahora que se iba a trasponer un poco, le ha tocado a rebato un mal de madre de su mujer, tan terrible, que no ha dejado ruda en la vecindad, lana ni papel quemado, escudilla untada con ajo, ligaduras, bebidas, humazos y trescientas cosas más, y a él le ha dado, de andar en camisa, un dolor de ijada, con que imagino que se ha de desquitar del dolor de madre de su mujer.

-No están tan despiertos en aquella casa -dijo don Cleofás- donde está echando una escala aquel caballero que, al parecer, da asalto al cuarto y a la honra del que vive en él; que no es buena señal, habiendo escaleras dentro, querer entrar por las de fuera.

-Allí -dijo el Cojuelo- vive un caballero viejo y rico que tiene una hija muy hermosa y doncella, y rabia por dejarlo de ser con un marqués, que es el que da la escalada, que dice que se ha de casar con ella, que es papel que ha hecho con otras diez o doce, y lo ha representado mal; pero esta noche no conseguirá lo que desea, porque viene un alcalde de ronda, y es muy antigua costumbre de nosotros ser muy regatones en los gustos, y, como dice vuestro refrán, si la podemos dar roma, no la damos aguileña.

-¿Qué voces -dijo don Cleofás- son las que dan en esa otra casa más adelante, que parece que pregonan algún demonio que se ha perdido?

-No seré yo, que me he rescatado -dijo el Cojuelo-, si no es que me llaman a pregones del infierno por el quebrantamiento de la redoma; pero aquel es un garitero que ha dado esta noche ciento cincuenta barajas, y se ha endiablado de cólera porque no le han pagado ninguna y se van los actores y los reos con las costas en el cuerpo, tras una pendencia de barato sobre uno que juzgó mal una suerte, y los mete en paz aquella música que dan a cuatro voces en esa otra calle unos criados de un señor a una mujer de un sastre que ha jurado que los ha de coser a puñaladas.

-Si yo fuera el marido -dijo don Cleofás- más los tuviera por gatos que por músicos.

-Ahora te parecerán galgos -dijo el Cojuelo-, porque otro competidor de la sastra, con una gavilla de seis o siete, vienen sacando las espadas, y los Orfeos de la maesa, reparando la primera invasión con las guitarras, hacen una fuga de cuatro o cinco calles. Pero vuelve allí los ojos, verás cómo se va desnudando aquel hidalgo que ha rondado toda la noche, tan caballero del milagro en las tripas como en las demás facciones, pues quitándose una cabellera, queda calvo; y las narices de carátula, chato; y unos bigotes postizos, lampiño; y un brazo de palo, estropeado; que pudiera irse más camino de la sepultura que de la cama. En esa otra casa más arriba está durmiendo un mentiroso con una notable pesadilla, porque sueña que dice verdad. Allí un vizconde, entre sueños, está muy vano porque ha regateado la excelencia a un grande. Allí está muriendo un fullero, y ayudándole a bien morir un testigo falso, y por darle la bula de la Cruzada, le da una baraja de naipes, porque muera como vivió, y él, boqueando, por decir «Jesús», ha dicho «flux». Allí, más arriba, un boticario está mezclando la piedra bezar con los polvos de sen. Allí sacan un médico de su casa para una apoplejía que le ha dado a un obispo. Allí llevan aquella comadre para partear a una preñada de medio ojo, que ha tenido dicha en darle los dolores a estas horas. Allí doña Tomasa tu dama, en enaguas, está abriendo la puerta a otro; que a estas horas le oye de amor.

-Déjame -dijo don Cleofás-: bajaré sobre ella a matarla a coces.

-Para estas ocasiones se hizo el tate, tate -dijo el Cojuelo-; que no es salto para de burlas. Y te espantas de pocas cosas: que sin este enamorado murciélago, hay otros ochenta para quien tiene repartidas las horas del día y de la noche.

-¡Por vida del mundo -dijo don Cleofás- que la tenía por una santa!

-Nunca te creas de ligero -le replicó el Diablillo-. Y vuelve los ojos a mi Astrólogo, verás con las pulgas e inquietud que duerme: debe de haber sentido pasos en su desván y recela algún detrimento de su redoma. Consuélese con su vecino, que mientras está roncando a más y mejor, le están sacando a su mujer, como muela, sin sentirlo, aquellos dos soldados.

-Del mal lo menos -dijo don Cleofás-; que yo sé del marido ochodurmiente que dirá cuando despierto lo mismo.

-Mira allí -prosiguió el Cojuelo- aquel barbero, que soñando se ha levantado, y ha echado unas ventosas a su mujer, y la ha quemado con las estopas las tablas de los muslos, y ella da gritos, y él, despertando, la consuela diciendo que aquella diligencia es bueno que esté hecha para cuando fuere menester. Vuelve allí los ojos a aquella cuadrilla de sastres que están acabando unas vistas para un tonto que se casa a ciegas, que es lo mismo que por relación, con una doncella tarasca, fea, pobre y necia, y le han hecho creer al contrario con un retrato que le trujo un casamentero, que a estas horas se está levantando con un pleitista que vive pared y medio de él, el uno a cansar ministros y el otro a casar todo el linaje humano; que solamente tú, por estar tan alto, estás seguro de este demonio, que en algún modo lo es más que yo. Vuelve los ojos y mira aquel cazador mentecato del gallo, que está ensillando su rocín a estas horas y poniendo la escopeta debajo del caparazón, y deja de dormir de aquí a las nueve de la mañana por ir a matar un conejo, que le costaría mucho menos aunque le comprara en la despensa de Judas. Y al mismo tiempo advierte como a la puerta de aquel rico avariento echan un niño, que por partes de su padre puede pretender la beca del Antecristo, y él, en grado de apelación, da con él en casa de un señor que vive junto a la suya, que tiene talle de comérselo antes que criarlo, porque ha días que su despensa espera el domingo de casi ración. Pero ya el día no nos deja pasar adelante; que el agua ardiente y el letuario son sus primeros crepúsculos, y viene el sol haciendo cosquillas a las estrellas, que están jugando a salga la parida, y dorando la píldora del mundo, tocando al arma a tantas bolsas y talegos y dando rebato a tantas ollas, sartenes y cazuelas, y no quiero que se valga de mi industria para ver los secretos que le negó la noche: cuéstele brujulearlo por resquicios, claraboyas y chimeneas.

Y volviendo a poner la tapa al pastelón, se bajaron a las calles.




Premio Hugo 1960.Robert Anson Heinlein.TROPAS DEL ESPACIO.

Robert Anson Heinlein (7 de julio de 1907 - 8 de mayo de 1988) fue un escritor estadounidense de ciencia ficción considerado por algunos críticos entre los tres mejores de todos los tiempos (junto con Isaac Asimov y Arthur C. Clarke).
Ganó cuatro premios Hugo por Estrella doble (1956), Tropas del espacio (1960), Forastero en tierra extraña (1962) y La Luna es una cruel amante (1967). Fue elegido en 1974 Gran Maestro por la Asociación de escritores de ciencia ficción y fantasía de Estados Unidos (SFWA), convirtiéndose así en el primer galardonado con esta distinción.
Habitualmente riguroso en cuanto a la base científica en sus historias, incluso sus historias de fantasía contienen una estructura científica lógica. Una de las características que definen su escritura fue el introducir en la temática de la ciencia ficción la administración, la política, la economía, la lingüística, la sociología y la genética. Fue también uno de los abanderados del individualismo, lo cual quedaba reflejado en la riqueza de los personajes (ejemplo claro es Lazarus Long), tanto en conocimientos, como en habilidades.
Otro de los temas recurrentes en este autor es cuestionar las costumbres contemporáneas, culturales, sociales y sexuales, describiendo sociedades con ideales bastante alejados de los de la sociedad occidental de su época. Estas ideas se reflejan en varios de sus libros, como en Forastero en tierra extraña o El número de la bestia (1980).

***

Esta novela, desde su publicación, ha sido objeto de controversia.
Mientras algunos han querido ver en ella un simple panfleto militarista, otros la presentan como una crítica subterránea de ese mismo militarismo. La obra, sin embargo, se lee con agrado y es quizá la mejor que ha escrito Robert Heinlein.
No es más que una historia sobre la guerra, una guerra a unos 5000 años en el futuro, y sobre los soldados que luchan en ella: Hombres de la infantería, equipados con trajes acorazados electrónicos y provistos de armas espantosas.
Fuente: n.n.



(Fragmento de novela)
TROPAS DEL ESPACIO
Robert A. Heinlein
 
 
 

Al sargento Arthur George Smith, soldado, ciudadano, científico,
 y a todos los sargentos que han trabajado para hacer hombres de
 simples muchachos.
Capitulo 1
 
 -¡Vamos, micos! ¿Acaso queréis vivir para siempre?
 Alocución de un sargento desconocido a su pelotón, en 1918.
 
 Siempre me entran escalofríos antes de una bajada. Ya me han dado las inyecciones, por supuesto, y me han sometido a la preparación hipnótica; por tanto, cabe suponer que no debo sentir miedo. El psiquiatra de la nave ha comprobado mis ondas cerebrales, haciéndome preguntas tontas mientras yo estaba dormido, y me dice que no es miedo, que no es nada importante..., que sólo es como ese temblor característico del caballo de carreras ansioso por lanzarse en la puerta de salida.
 Sobre eso no puedo opinar, pues nunca he sido caballo de carreras, pero la verdad es que cada vez siento un terror mortal.
 Treinta minutos antes de la hora D, tras haber pasado lista en la sala de bajadas del Rodger Young, nos inspeccionó nuestro jefe de pelotón. No era el jefe de siempre, porque al teniente Rasczak se lo habían cargado en nuestra última bajada; se trataba en realidad del sargento Jelal, sargento profesional de navío. Jelly era un turco-finlandés de Iskander, cerca de Próxima; un hombrecillo moreno con aspecto de clérigo pero a quien yo he visto coger a dos soldados enloquecidos, tan grandes que tuvo que ponerse de puntillas para agarrarles, golpearles la cabeza como si fueran dos cocos y echarse atrás tan sereno mientras los otros caían.
 Fuera de servicio no estaba mal... para ser sargento. Incluso se le podía llamar «Jelly» en sus narices. No los reclutas, claro, pero sí cualquiera que hubiera hecho al menos una bajada de combate.
 Sin embargo, ahora estaba de servicio. Todos habíamos pasado ya la inspección del equipo de combate (claro, se trata del propio cuello, ¿no?), el sargento del pelotón nos había repasado cuidadosamente después de pasar lista, y ahora Jelly volvía a concentrarse en nosotros, con el rostro muy serio y los ojos atentos al menor detalle. Se detuvo al pasar junto al hombre que estaba delante de mí, apretó el conmutador de su cinturón que daba la lectura del estado físico, y le dijo:
-¡Fuera!
-Pero, mi sargento, ¡si no es más que un resfriado! El médico dijo...
 Jelly le interrumpió:
-«Pero, mi sargento...» -remedó burlón-. No es el médico el que va a bajar..., ni tú tampoco, con grado y medio de fiebre. ¿Crees que tengo tiempo para charlar contigo justo antes de una bajada? ¡Fuera!
 Jenkins nos dejó con aire triste y furioso, y yo me sentí muy mal también. Como se habían cargado al teniente en la última bajada, y con eso de los ascensos yo era ahora jefe ayudante de sección -segunda sección en esta bajada-, ahora iba a tener un hueco en mi sección y sin medios de llenarlo. Lo cual es malo, pues significa que un hombre puede verse en un problema muy grave, pedir socorro y no encontrar a nadie que le ayude.
 Jelly no retiró a nadie más. De pronto, se detuvo delante de nosotros, nos miró de arriba abajo y agitó la cabeza con pesadumbre.
 -¡Vaya una pandilla de micos! -gruñó-. Tal vez si se os cargaran a todos en esta bajada, los jefes podrían empezar otra vez y conseguir el tipo de hombres que el teniente esperaba que fuerais. Pero probablemente no será así, con la clase de reclutas que nos vienen en estos tiempos. -De pronto, se puso en posición de firmes y gritó:
-¡Sólo quiero recordaros, micos, que todos y cada uno de vosotros le habéis costado al gobierno, contando las armas, el traje acorazado, las municiones, los instrumentos, la instrucción y demás, e incluido todo lo que coméis de más, habéis costado, digo, un total de más de medio millón! Añadid a eso los treinta centavos que valéis realmente, y es una gran suma. -Nos miró furioso-. ¡De modo que hay que devolverlo todo! No nos importa perderos a vosotros, pero no podemos quedarnos sin ese precioso traje que lleváis. No quiero héroes en este equipo. Al teniente no le gustaría. Tenéis un trabajo que hacer. Bajáis, lo hacéis, mantenéis los oídos bien abiertos para la llamada de regreso, y aparecéis para que os recojan a paso ligero y por números. ¿Entendido?
 De nuevo nos miró con el ceño fruncido:
-Se supone que conocéis el plan. Pero, por si alguno de vosotros no tiene cabeza que le hayan podido hipnotizar, lo repetiré otra vez. Se os dejará caer en dos líneas de guerrillas, calculadas a intervalos de dos mil metros. Os pondréis en contacto conmigo en cuanto piséis tierra, y tomaréis la posición y distancia de los compañeros de pelotón, a ambos lados, mientras os cubrís. Ya habréis perdido diez segundos, de modo que os dedicaréis a destruir todo lo que tengáis a mano hasta que los hombres de los flancos aterricen.
 Hablaba de mí; como jefe ayudante de sección yo iba a estar en el flanco izquierdo, sin nadie al lado. Empecé a temblar.
-Apenas lleguen ellos -prosiguió-, ¡enderezad las líneas! ¡Igualad los intervalos! Dejad lo que estéis haciendo y poneos en formación. Doce segundos. Luego avanzad a salto de rana, pares e impares, mientras los jefes ayudantes llevan la cuenta y dirigen la maniobra de envolvimiento -me miró-. Si habéis hecho todo eso con cuidado, cosa que dudo, los flancos establecerán contacto cuando suene la llamada de recogida. En cuyo momento volveréis a casa. ¿Alguna pregunta?
 No hubo ninguna; jamás las había. El continuó:
-Una palabra más: esto sólo es una incursión, no una batalla. Es una demostración de potencia de armamento, y una intimidación. Nuestra misión consiste en que el enemigo comprenda que podríamos destruir su ciudad, aunque no lo hagamos, pero que no pueden sentirse seguros aunque nos abstengamos de realizar un bombardeo total. No cogeréis prisioneros. Sólo mataréis cuando no podáis evitarlo. Pero toda la zona en que bajéis ha de quedar destruida. No quiero que ninguno de vosotros, holgazanes, vuelva a bordo sin haber gastado todas las bombas. ¿Entendido? -Miró el reloj-. Los Rufianes de Rasczak tienen fama de cumplir bien. Antes de que se lo cargaran, el teniente me encargó que os dijera que él siempre tendrá los ojos fijos en vosotros, cada minuto...,¡y que espera que vuestros nombres reluzcan!
 Jelly miró ahora al sargento Migliaccio, primer jefe de sección.
-Cinco minutos para el padre -declaró.
 Algunos chicos salieron de las filas, se acercaron y se arrodillaron delante de Migliaccio, y no necesariamente los de su propio credo, pues había musulmanes, cristianos, agnósticos, judíos.. El siempre estaba allí para todos cuantos quisieran hablar con él. He oído decir que antes solía haber cuerpos militares cuyos capellanes no luchaban junto a los soldados, pero jamás he comprendido que eso pudiera funcionar. Quiero decir, ¿cómo puede bendecir un capellán algo que no está dispuesto a hacer personalmente? En cualquier caso, en la Infantería Móvil todo el mundo baja a tierra y todo el mundo lucha, desde el capellán hasta el cocinero y el secretario del Viejo. Una vez bajáramos por el tubo no quedaría un solo Rufián a bordo, excepto Jenkins, por supuesto, pero no por culpa suya.
 Yo no me acerqué. Siempre temía que alguien me viera temblar si lo hacía y, de todas formas, el padre podía bendecirme con la misma facilidad desde donde estaba. Pero él se acercó a mí cuando los últimos rezagados se pusieron en pie, y aproximó su casco al mío para hablarme en privado.
-Johnnie -dijo en voz baja-, ésta es tu primera bajada como oficial subalterno.
-Sí -contesté.
 Yo no era realmente un subalterno, como tampoco Jelly era realmente un oficial.
-Sólo esto, Johnnie. No te quieras hacer el héroe. Conoces tu trabajo; hazlo y nada más. No intentes ganar una medalla.
-De acuerdo. Gracias, padre. No lo haré.
 Añadió algo en un lenguaje que no conozco, me dio un golpecito en el hombro y se apresuró a volver a su sección. Jelly gritó entonces: «Aten... ción!» y todos hicimos chocar los talones.
-¡Pelotón!
-¡Sección! -gritaron Migliaccio y Johnson como un eco.
-Por secciones. A babor y estribor. ¡Preparados para la bajada!
-¡Sección! ¡Métanse en las cápsulas! ¡Adelante!
-¡Escuadra!
 Yo tuve que esperar mientras las escuadras cuatro y cinco se metían en las cápsulas y bajaban por el tubo de disparo, antes de que mi cápsula apareciera en el remolque de babor y pudiera meterme en ella. Me pregunté si aquellos guerreros de la antigüedad también sintieron escalofríos al meterse en el caballo de Troya. ¿O sólo me pasaba a mí? Jelly verificaba la identidad de cada hombre que iba siendo encerrado en la cápsula, y a mí me puso el sello personalmente. Al hacerlo se inclinó hacia mí y me dijo:
-No hagas estupideces, Johnnie. Sólo se trata de un ejercicio.
 La tapa se cerró sobre mí y quedé solo. «¡Sólo se trata de un ejercicio, dice!» Empecé a temblar de modo incontrolable.
 Entonces oí por los audífonos a Jelly, desde el tubo de la línea central:
-¡Puente! Los Rufianes de Rasczak... ¡dispuestos a bajar!
-¡Dieciséis segundos, teniente! -oí la alegre voz de contralto de la capitana Deladrier..., y me molestó que ella llamara «teniente» a Jelly. Porque, sí, nuestro teniente había muerto y, claro, Jelly conseguiría su mando..., pero nosotros seguíamos siendo los Rufianes de Rasczak. -¡Buena suerte, chicos!-añadió.
-Gracias, mi capitana.
-¡Preparados! Cinco segundos.
 Yo estaba amarrado por todas partes con correas: la frente, el vientre, las piernas... Pero temblaba más que nunca.
 Es mejor una vez te han lanzado. Porque hasta ese momento estás sentado allí en una oscuridad total, envuelto como una momia contra los aceleradores, casi incapaz de respirar... y sabiendo que apenas hay nitrógeno a tu alrededor en la cápsula, aun en el caso de que uno pudiera abrir el casco, cosa que no se puede hacer, y sabiendo que, de todos modos, la cápsula está rodeada por los tubos de lanzamiento, y que si la nave recibe un buen disparo antes de lanzarte nadie rezará por ti y morirás allí solo, incapaz de moverte, impotente. Esa espera interminable en la oscuridad es lo que le hace temblar a uno, porque piensa que se han olvidado de él... o que la nave ha sido alcanzada y se va a quedar en órbita como algo muerto, y que uno pronto morirá también, incapaz de moverse, de respirar. O que ha chocado con una nave en órbita y se le ha cargado a él de paso, si es que no se asa al bajar.
 Entonces empezamos a sufrir los efectos del programa de frenado de la nave y yo dejé de temblar. Ocho g (unidad estándar de gravedad) diría yo, o quizá diez. Cuando una piloto maneja la nave no resulta demasiado cómodo; uno acaba con moretones en todos los puntos donde aprietan las correas. Sí, sí, ya sé que las mujeres son mejores pilotos que los hombres, que sus reacciones son más rápidas y que pueden tolerar más g. Pueden entrar y salir con mayor rapidez, lo que supone más probabilidades para todos, para uno mismo y para ellas. Pero sigue sin ser divertido el verse proyectado contra la espina dorsal con una fuerza equivalente a diez veces el propio peso.
 Sin embargo, debo admitir que la capitana Deladrier conoce su oficio. No hubo pérdida de tiempo en cuanto el Rodger Young hubo frenado. Inmediatamente le oí decir: «Tubo de línea central... ¡fuego!», y hubo dos retrocesos cuado Jelly y su sargento de pelotón fueron descargados; y al cabo de un segundo: «Tubos de babor y estribor... ¡fuego automático!», y los demás comenzamos a dejar la nave.
 ¡Bump!, y la cápsula pega un salto hacia delante. ¡Bump!, y salta de nuevo, lo mismo que los cartuchos que van entrando en la cámara de un arma automática antigua. Bien, eso es exactamente lo que somos. Sólo que los cañones del arma eran dos tubos de lanzamiento gemelos montados en una nave espacial de transporte de tropas, y cada cartucho era una cápsula lo bastante grande -pero apenas-para llevar a un soldado de infantería con todo el equipo de campaña.
 ¡Bump! Yo estaba acostumbrado al número tres, que salía más pronto. Ahora me había convertido en «el último de la cola», el último después de tres escuadras. Eso supone una espera muy tediosa a pesar de que se dispara una cápsula cada segundo. Intenté contar los que salían: ¡bump! (doce), ¡bump! (trece), ¡bump (catorce) con un sonido extraño: la cápsula vacía en la que debía haber ido Jenkins, ¡bump!...
 Y luego, ¡clang!, ya es mi turno, ahora que mi cápsula entra en la cámara de disparo. Entonces, ¡buump!, la explosión golpea con una fuerza que hace que la maniobra de frenado de la capitana parezca un golpecito cariñoso.
 Y luego, de repente, nada.
 Nada en absoluto. Ni sonido, ni presión, ni peso. Flotando en la oscuridad... Caída libre, quizás a cincuenta kilómetros sobre la atmósfera efectiva, cayendo sin peso hacia la superficie de un planeta que jamás has visto. Pero ahora ya no hay temblor; es la espera de antes lo que agota. Una vez descargado ya no pueden herirte, porque si algo va mal, sucederá tan aprisa que uno ni se entera de que ha muerto. Bueno, apenas se entera.
 Casi en seguida sentí que la cápsula giraba y se enderezaba de modo que todo mi peso vino a gravitar sobre mi espalda; un peso que ascendía rápidamente hasta alcanzar el total (0,87 g, según nos habían dicho) para ese planeta cuando la cápsula tuviera la velocidad terminal adecuada a la fina atmósfera superior. Un piloto que sea un auténtico artista (y la capitana lo era) se aproxima y frena, de modo que la velocidad de lanzamiento al salir del tubo le ponga en punto muerto en el espacio relativo a la velocidad de rotación del planeta en aquella latitud. Las cápsulas cargadas son pesadas; se lanzan por la atmósfera superior sin desplazarse demasiado de la posición, si bien un pelotón tiene que dispersarse algo en la bajada, perdiendo un poco la perfecta formación en que es lanzado. Un piloto torpe puede estropear las cosas esparciendo un grupo de ataque sobre una extensión tan grande que no permita reagruparse para la retirada, y mucho menos para llevar a cabo su misión. Un soldado de infantería sólo puede luchar si alguien le coloca en su zona; en cierto sentido, supongo que los pilotos son tan esenciales como nosotros.
 Por la suavidad con que mi cápsula entraba en la atmósfera, comprendí que la capitana nos había dejado caer con un vector lateral tan próximo a cero como pudiera pedirse. Me sentí feliz, no sólo porque seríamos una formación compacta al caer en tierra y no habría pérdida de tiempo, sino también porque un piloto que baja adecuadamente a los hombres es asimismo un piloto preciso para la recogida.
 El casco exterior de la cápsula se quemó y empezó a desprenderse con una sacudida, y yo di la vuelta. Al fin cayó todo y volví a enderezarme. Los frenos de turbulencia del segundo casco entraron en acción y la marcha se hizo difícil, más violenta a medida que se iban quemando de uno en uno y el segundo casco se hacía pedazos. Una de las cosas que ayuda a que el que viaja en la cápsula viva lo suficiente para cobrar la pensión es el hecho de que esa caída de las envolturas de la cápsula no sólo reduce la velocidad de bajada, sino que también llena el espacio sobre el área del blanco de tanta porquería que el radar recoge reflejos a docenas por cada soldado que está bajando, y cualquiera de ellos puede ser un hombre, o una bomba, o lo que sea. Lo bastante para que una computadora balística sufra un ataque de nervios..., cosa que ocurre a veces.
 Para complicar más las cosas, la nave deja caer una serie de cápsulas falsas en los segundos que siguen inmediatamente a la bajada de los soldados, y que caen más aprisa porque no van desprendiendo capas. Adelantan pues a los soldados, explotan, arrojan restos, actúan como cohetes, y aún hacen más cosas para aumentar la confusión del comité de recepción en tierra.
 Mientras tanto, la nave sigue con firmeza la señal luminosa direccional del jefe de pelotón, sin hacer caso de los «ruidos de radar» que ha creado, y va siguiendo a los soldados y computando su situación para uso futuro.
 Una vez se desprendió el segundo casco, el tercero abrió automáticamente mi primer paracaídas. No duró mucho, pero eso ya lo esperaba yo; un buen tirón a varios g y él se fue por su lado y yo por el mío. El segundo paracaídas duró un poco más, y el tercero bastante más aún. Ya empezaba a hacer demasiado calor dentro de la cápsula, de modo que deseé llegar a tierra.
 El tercer casco se desprendió al desaparecer el último paracaídas, y ya no tuve nada en torno excepto mi traje acorazado y un huevo de plástico. Aún seguía atrapado por correas en su interior e incapaz de moverme. Era el momento de decidir cómo y dónde iba a caer. Sin mover los brazos -porque no podía-, apreté el conmutador para una lectura de proximidad, que apareció en el reflector instrumental, dentro del casco y delante de mi frente.
 Dos kilómetros. Un poco demasiado cerca para lo que me gustaba, en especial sin compañía. La cápsula interior casi había alcanzado la velocidad normal; en nada me ayudaría seguir dentro de ella, y su temperatura indicaba que no se abriría automáticamente durante algún tiempo, de modo que apreté un conmutador con el Otro pulgar y me libré de aquel huevo.
 La primera descarga cortó todas las correas; la segunda hizo explotar el plástico a mi alrededor en ocho trozos separados, y me vi fuera, sentado en el aire y ¡capaz de ver! Además, los ocho pedazos estaban cubiertos de metal, excepto el pequeño trozo por donde yo había podido leer la proximidad, y darían el mismo reflejo que un hombre con el traje acorazado. Cualquier visor de radar, vivo o cibernético, pasaría ahora un mal rato tratando de identificarme entre todos los desechos que me rodeaban, por no mencionar los miles de restos en muchos kilómetros a la redonda, por encima y por debajo de mí. Parte del entrenamiento de un miembro de la Infantería Móvil consiste en dejarle ver desde tierra, a simple vista y por radar, lo confusa que es una bajada para los que esperan en el terreno, porque uno se siente terriblemente desnudo allá arriba. Es fácil dejarse dominar por el pánico y abrir un paracaídas muy pronto, con lo que uno se convierte en un blanco demasiado fácil, o dejar de abrirlo y romperse los tobillos, y también la columna vertebral, y el cráneo.
 De modo que me estiré para desentumecerme y miré en torno; luego me doblé de nuevo y me enderecé, como hace un ave que planea, y eché una buena ojeada. Era de noche allá abajo, como estaba planeado, pero los visores infrarrojos permiten calcular muy bien el terreno una vez uno se ha acostumbrado a ellos.
 El río que cortaba en diagonal la ciudad estaba casi debajo de mí y parecía ascender muy aprisa, brillando claramente y con una temperatura más alta que la de la tierra. No me importaba en qué lado fuese a caer, pero lo que no deseaba era caer en el mismo río, porque me hundiría hasta el fondo.
 Observé un resplandor a la derecha, hacia mi altura: algún nativo poco amistoso, allá abajo, había quemado lo que probablemente era un pedazo de mi cápsula. De modo que disparé contra mi primer paracaídas en seguida, tratando de alejarme de su pantalla mientras él seguía los blancos que caían. Me preparé para el choque del retroceso, giré luego y continué flotando hacia abajo unos veinte segundos antes, de descargar el paracaídas, porque no deseaba llamar la atención sobre mí al no bajar a la misma velocidad que todo lo que me rodeaba.

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POESÍA CLÁSICA JAPONESA [KOKINWAKASHÜ] Traducción del japonés y edición de T orq uil D uthie

   NOTA SOBRE LA TRADUCCIÓN   El idioma japonés de la corte Heian, si bien tiene una relación histórica con el japonés moderno, tenía una es...

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