CARTILLA ELECTRÓNICA DEL ESCRITOR J MÉNDEZ-LIMBRICK. Premio Nacional de Narrativa Alberto Cañas 2020. Premio Nacional Aquileo j. Echeverría novela 2010. Premio Editorial Costa Rica 2009. Premio UNA-Palabra 2004.
jueves, 3 de abril de 2014
Carlos Fuentes. Novela. (Del libro: En esto creo).
NOVELA
¿Qué puede decir la novela que no pueda decirse de ninguna otra manera? Ésta es la pregunta radical de Hermann Broch. La contesta, concretamente, una constelación de novelistas tan extensa y tan diversa que le da un nuevo, más amplio y aún más literal sentido al sueño de una weltliteratur imaginada por Goethe: una literatura mundial. Si el siglo XIX en su primera mitad le perteneció, según Roger Caillois, a la literatura europea y la segunda a la rusa, la primera mitad del siglo XX a la norteamericana y la segunda a la latinoamericana, al iniciarse el siglo XXI podemos hablar de una novela universal que abarca desde Günter Grass, Juan Goytisolo y José Saramago en Europa hasta Susan Sontag, William Styron y Philip Roth en Norteamérica hasta Gabriel García Márquez, Nélida Piñón y Mario Vargas Llosa en Latinoamérica, a Kenzaburo Oé en Japón, a Anita Desai en India, a Naguib Mahfuz y Tahar Ben-Jelum en el norte de África, a Nadine Gordimer, J. M. Coetzee y Athol Fuggard en Sudáfrica. Tan sólo Nigeria, desde el «corazón de las tinieblas» de las ciegas concepciones eurocentristas, tiene hoy tres grandes narradores: Wole Soyinka, Chinua Achebee y Ben Okri.
¿Qué une a estos grandes novelistas, más allá de sus nacionalidades? Dos cosas indispensables a la novela... y a la sociedad. La imaginación y el lenguaje. Ellos dan respuesta a la interrogante que distingue a la novela de la información periodística, científica, política, económica y aun filosófica. Le dan realidad verbal a la parte no escrita del mundo. Y participan del urgente temor del autor de literatura: Si no escribo esta palabra, no la escribirá nadie. Si no digo esta palabra, el mundo se hundirá en el silencio (o en el rumor y la furia). Y una palabra no escrita o no dicha nos condena a morir mudos e infelices. Sólo lo dicho es dichoso y sólo lo no dicho es desdichado. Al decir —dichosa—, la novela hace visible la parte invisible de la realidad. Y lo hace de una manera imprevista por los cánones realistas o psicológicos del pasado. A la manera plena (plenipotenciaria) de Bajtin, el novelista emplea la ficción como una arena donde no sólo se dan cita los personajes, sino también los lenguajes, los códigos de conducta, las eras históricas más remotas y los múltiples géneros, derrumbando barreras artificiales y ensanchando, constantemente, el territorio de la presencia humana en la historia. La novela acaba por reapropiar lo mismo que ella no es: ciencia, periodismo, filosofía...
Es por ello que la novela no sólo refleja realidad, sino que crea una realidad nueva, una realidad que antes no estaba allí (Don Quijote, Madame Bovary, Stephen Dedalus) pero sin la cual ya no podríamos concebir la realidad misma. Así, la novela crea un nuevo tiempo para los lectores. El pasado es rescatado de los museos; el futuro, de convertirse en una inalcanzable promesa ideológica. La novela convierte el pasado, en memoria, y el futuro, en deseo. Pero ambos ocurren hoy, en el presente del lector que, leyendo, recuerda y desea. Hoy, Don Quijote sale a combatir molinos que son gigantes. Hoy, Emma Bovary entra a la botica del farmacéutico Homais. Hoy, Leopold Bloom vive un solo día de junio en Dublín. William Faulkner lo dijo mejor que nadie: «Todo es presente, ¿entiendes? Hoy sólo terminará mañana y mañana empezó hace diez mil años.»
De esta manera, el reflejo del pasado aparece como la profecía de la narrativa del futuro. El novelista, con más puntualidad que el historiador, nos dice siempre que el pasado no ha concluido, que el pasado ha de ser inventado a cada hora para que el presente no se nos muera entre las manos. La novela dice lo que la historia no dijo, olvidó o dejó de imaginar. Doy un ejemplo latinoamericano, el de la Argentina, el país nuestro con menos pasado pero con mejores escritores. Un viejo chiste dice que los mexicanos descendemos de los aztecas y los argentinos descienden de los barcos. País nuevo, de inmigración reciente, por eso mismo la Argentina ha debido inventarse una historia más allá de la historia, una historia verbal que dé respuesta al solitario y desesperado grito de las culturas: por favor, verbalízame.
Borges, desde luego, es el ejemplo mayor de esta otra historicidad que compensa la falta de ruinas mayas y belvederes incásicos. De cara al doble horizonte argentino —la Pampa y el Atlántico—, Borges responde con el espacio total del Aleph, el tiempo total de El jardín de los senderos que se bifurcan y el libro total de La biblioteca de Babel —para no recordar la incómoda mnemotecnia total de Funes el memorioso.
La historia como ausencia. Nada suscita tanto miedo. Pero nada, también, provoca respuesta más intensa que la imaginación creativa. El escritor argentino Héctor Libertella nos da la respuesta irónica a semejante dilema. Arroja una botella al mar. Dentro de ella, va la única prueba de que Magallanes circunnavegó la tierra: el diario de Pigafetta. La historia es una botella arrojada al mar. La novela es el manuscrito encontrado en la botella. El pasado remoto se reúne con el más inmediato presente cuando, avasallada por una atroz dictadura, toda una nación desaparece y sólo es preservada en las novelas argentinas de Luisa Valenzuela o en las chilenas de Ariel Dorfman. ¿Dónde ocurren, entonces, las maravillosas invenciones históricas de Tomás Eloy Martínez —La novela de Perón y Santa Evita—? ¿En el pasado necrófilo de la política argentina, o en un futuro inmediato donde el humor del autor hace presente —y presentable— el pasado, haciéndolo sobre todo, legible?
Quiero creer que esta manera de ficcionalizar llena una urgente necesidad del mundo moderno o posmoderno, como gustéis. Después de todo, la modernidad es un proyecto sin fin, perpetuamente inacabado. Lo que ha cambiado, acaso, es la percepción expresada por Jean Baudrillard de que «el futuro ha llegado, todo ha llegado, todo está aquí...». A esto me refiero cuando hablo de una nueva geografía de la novela, gracias a la cual no se puede entender el presente estado de la literatura, digamos, en Inglaterra, sin referencia a las novelas en inglés escritas por autores de la antigua periferia del Imperio Británico —Tne empire Strikes Back— con rostros multirraciales y multiculturales.
V. S. Naipaul, hindú de Trinidad; Breyten Breitenbach, boer holandés de Sudáfrica; Margaret Atwood del Canadá angloparlante; pero también Marie-Claire Blais del Canadá francoparlante y, del Canadá también, Michael Ondatjee por vía de Sri Lanka. El archipiélago británico incluye a otras islas internas y externas: la Escocia de Alisdair Gray, el País de Gales de Bruce Chatwin, la Irlanda de Edna O’Brien y hasta el Japón de Katzuo Ishiguro. No habría novela norteamericana para ampliar la diversificación cultural, racial y de género, sin la afroamericana Toni Morrison, sin la cubano-americana Cristina García, sin la méxico-americana Sandra Cisneros, sin la indoamericana Louise Erdrich o sin la sino-americana Amy Tan: Cherezadas modernas todas ellas, que al contar un cuento cada noche, aplazan nuestra muerte cada día...
Jean Francois Lyotard nos dice que la tradición occidental ha agotado lo que él llama «la metanarrativa de la liberación». Sin embargo, el fin de dichas «metanarrativas» de la modernidad ilustrada, ¿no anuncia la multiplicación de las «multinarrativas» provenientes de un universo policultural y multirracial que trasciende el dominio exclusivo de la modernidad occidental?
La «incredulidad hacia las metanarrativas» de la modernidad occidental quizás está siendo desplazada por la credibilidad hacia las polinarrativas que hablan en nombre de múltiples proyectos de liberación humana, nuevos deseos, nuevas exigencias morales, nuevos territorios de la presencia humana en el mundo.
Esta «activación de las diferencias», como las llama Lyotard, es sólo una manera de decir que en nuestro mundo de la posguerra fría (y si Bush Jr. se sale con la suya, de la paz caliente) no es un mundo, a pesar de las realidades globalizantes, que se esté moviendo hacia una unidad ilusoria y acaso dañina, sino hacia una diferenciación mayor y más sana, aunque a menudo, también, conflictiva. Lo digo como latinoamericano. La preocupación nacionalista de la identidad que tanto nos absorbió a lo largo de nuestra vida independiente, de Sarmiento a Martínez Estrada en la Argentina, de González Prada a Mariátegui en Perú, de Hostos en Puerto Rico a Rodó en Uruguay, de Fernando Ortiz a Lezama Lima en Cuba, de Henríquez Ureña en Santo Domingo a Picón Salas en Venezuela, de Reyes a Paz en México, Montalvo en Ecuador y Cardoza y Aragón en Guatemala, contribuyó a dotarnos, precisamente, de una identidad. Ni un mexicano duda que es mexicano, ni un brasileño, brasileño, ni un argentino, argentino. Pero el premio acarrea una nueva demanda: transitar de la identidad a la diversidad. Diversidad moral, política, religiosa, sexual. Sin el respeto a la diversidad fundada en la identidad, no tendremos, en Latinoamérica, libertad.
Doy el ejemplo que me es más próximo —la América indoafrolatina— para reforzar el argumento de la novela como factor de diversificación y multiplicidad culturales en el siglo XX. Entramos al mundo que Max Weber anunció como un «politeísmo de valores». Todo, las comunicaciones, la economía, la ciencia y la tecnología, pero también las demandas étnicas, los nacionalismos redivivos, el retorno de las tribus con sus ídolos, la coexistencia de un progreso vertiginoso con la resurrección de cuanto creíamos muerto. La variedad y no la monotonía, la diversidad más que la unidad, el conflicto más que la tranquilidad, definirán la cultura de nuestro siglo.
La novela es una reintroducción del ser humano en la historia. En una gran novela, el sujeto es presentado de nuevo a su destino y su destino es la suma de su experiencia: fatal y libre. Pero en nuestro tiempo, la novela también es una carta de presentación de las culturas que, lejos de haber sido ahogadas por las mareas de la globalidad, se han atrevido a afirmarse con más vigor que nunca. Negativa en los sentidos que todos conocemos (xenofobias, nacionalismos agresivos, primitivismos crueles, perversión de derechos humanos en nombre de la tradición o la opresión del padre, del macho, del clan), la particularidad es positiva cuando afirma valores en peligro de ser olvidados o eliminados y que, en sí mismos, son valladares contra los peores impulsos del tribalismo.
No hay novela sin historia. Pero la novela, introduciéndonos en la historia, también nos permite buscar el camino fuera de la historia a fin de ver claramente a la historia y ser, auténticamente, históricos. Estar inmersos en la historia, perdidos en sus laberintos sin reconocer las salidas es, simplemente, ser víctimas de la historia.
Introducción del ser histórico en la historia. Introducción de una civilización en otras. Ello requerirá una aguda conciencia de nuestra propia tradición a fin de darle la mano a las tradiciones de los otros. ¿Qué une a toda tradición sino ser requisito para construir, sobre ella, una nueva creación?
Tal es el problema que resuelven, con brillo, nuevos novelistas mexicanos como Jorge Volpi, Ignacio Padilla y Pedro Ángel Palou.
Toda novela, como toda obra de arte, se compone simultáneamente de instantes aislados y de instantes continuos. El instante es la epifanía que, con suerte, cada novela encierra y libera. Los instantes más delicados y fúgitivos, como los describe Joyce en el Retrato del artista adolescente, «una súbita manifestación espiritual surgida en medio de los discursos y los gestos más ordinarios».
Surgida también, sin embargo, en medio de un evento histórico continuo, tanto que no admite ni principio ni fin, ni origen teológico ni happy ending ni final apocalíptico, sino una declaración de la interminable multiplicación del sentido y en contra de la consoladora unidad de una sola lectura, ortodoxa, del mundo. «La historia y la felicidad rara vez coinciden», escribió Nietzsche. La novela es prueba de ello, y en Latinoamérica ganamos la novela de la advertencia cuando perdimos el discurso de la esperanza.
Nueva novela: hablo de un paso incierto aún, pero necesario quizás, de la identidad a la alteridad; de la reducción a la ampliación; de la expulsión a la inclusión; de la parálisis al movimiento; de la unidad a la diferencia; de la no contradicción a la contradicción permanente; del olvido a la memoria; del pasado inerte al pasado vivo; y de la fe en el progreso a la crítica del porvenir.
Son éstos los ritmos, los sentidos, de la novedad en la narrativa... quizás. Pero sólo que, con ellos, con todas las obras que los liberan, alcancemos la magnífica potencialidad para crear imágenes que José Lezama Lima le otorga a las «eras imaginarias». Pues si una cultura no logra crear una imaginación, resultará históricamente indescifrable, añade el autor de Paradiso.
La novedad de la novela nos dice que nuestra humanidad no vive en la helada abstracción de lo separado, sino en el pulso cálido de una variedad infernal que nos dice: No somos aún. Estamos siendo.
Esa voz nos cuestiona, nos llega desde muy lejos pero también desde muy adentro de nosotros mismos. Es la voz de nuestra propia humanidad revelada en las fronteras olvidadas de la conciencia. Proviene de tiempos múltiples y de espacios lejanos. Pero crea, con nosotros, para nosotros, el terreno donde podremos juntarnos y contarnos historias.
La imaginación y el lenguaje, la memoria y el deseo, son no sólo la materia viva de la novela, sino el sitio de encuentro de nuestra humanidad inacabada. La literatura nos enseña que los máximos valores son los valores compartidos. Los novelistas latinoamericanos compartimos las palabras de ítalo Calvino cuando afirma que la literatura es un modelo de valores, capaz de proponer escenarios de lenguaje, visión, imaginación y correlación de eventos. Nos reconocemos en William Gass cuando nos hace comprender que el cuerpo y el alma de una novela son su lenguaje y su imaginación, no sus buenas intenciones: la conciencia que la novela altera, no la conciencia que conforta. Fraternizamos con nuestro gran amigo Milán Kundera cuando nos recuerda que la novela es una perpetua redefinición del ser humano como problema.
Todo ello implica que la novela se formule a sí misma como incesante conflicto de lo que aún no se ha revelado, recuerdo de cuanto ha sido olvidado, voz del silencio y alas para el deseo de cuanto ha sido rebajado por la injusticia, la indiferencia, el prejuicio, la ignorancia, el odio o el miedo.
Para lograrlo, debemos vernos y ver al mundo como proyectos inacabados, personalidades permanentemente incompletas y voces que no han dicho su última palabra. Para lograrlo, debemos articular sin fatiga una tradición y patrocinar las posibilidades de ser hombres y mujeres que no sólo estamos en la historia, sino que hacemos la historia. Un mundo en rápida transformación propone, como lo sugiere Kundera, redefinirnos constantemente como seres problemáticos, acaso enigmáticos, pero jamás como portadores de respuestas dogmáticas o de realidades concluidas. ¿No es esto lo que mejor define a la novela? La política puede ser dogmática. La novela sólo puede ser enigmática.
La novela gana el derecho de criticar al mundo demostrando, en primer lugar, su capacidad para criticarse a sí misma. Es la crítica de la novela por la novela misma lo que revela tanto la labor del arte como la dimensión social de la obra. James Joyce en Ulises y Julio Cortázar en Rayuela son ejemplos superiores de lo que quiero decir: la novela como crítica de sí misma y de sus procederes. Pero ésta es una herencia de Cervantes y de los novelistas de la Mancha.
La novela nos propone la posibilidad de una imaginación verbal como realidad no menos real que la historia misma. La novela constantemente anuncia un nuevo mundo: un mundo inminente. Porque el novelista sabe que después de la terrible violencia dogmática del siglo XX, la historia se ha convertido en una posibilidad, nunca más en una certeza. Creemos conocer al mundo. Ahora, debemos imaginarlo.
miércoles, 2 de abril de 2014
John Steinbeck .
De ratones y hombres; Pierre-Alain Bertola
por Miguel Carreira
Podemos imaginarnos una hipotética
clasificación de escritores en la que estos se ordenasen, no por sus
méritos, sino por los nuestros. Esta clasificación, que para ser
sinceros, tiene mucho de imposible, obviamente tendría que ser de lo más
subjetiva. Tanto que nos obligaría a elegir una serie de normas para
hacerla inteligible, es decir, que habría que establecer unos criterios
fijos que pudiesen servir, si no para justificar, al menos para
argumentar la presencia o la falta de tal o cuál nombre.
Para empezar, cuando hablamos de
«nuestros méritos» debe quedar claro que hablamos de nuestros méritos
como sociedad. Reducirlo al mérito de cada cual nos dejaría una
colección de clasificaciones individuales que, respecto a la que
proponemos, tiene varios inconvenientes: uno, que dicha colección ya
existe —aquello del gusto de cada cual— y dos, que cada una de estas
clasificaciones carecería del valor canónico al que siempre debe aspirar
—y que nunca debe conseguir completamente— un catálogo de esta
naturaleza.
Nuestra división hablaría, por tanto, de
nuestros méritos como sociedad, aunque el término «méritos» entiendo
que puede resultar poco claro. Aun así me parece preferible a otros
términos como «aspiraciones» —que es demasiado utópico—, «ambiciones»
—que es demasiado pragmático— o «logros» —que está casi totalmente
equivocado—, aunque el término ideal deja alguna deuda con cada uno de
los tres. Al final la propuesta que vamos a hacer es muy sencilla.
Podría haber una forma de clasificación de los escritores que encuadrase
a estos entre los que merecemos —y tenemos—, los que no merecemos —pero
tenemos—, los que no merecemos —y aun así los tenemos— y los que no
merecemos —y no tenemos—.
No se trata de argumentar en demasía, no
vaya a ser que se tome esta supuesta ordenación con seriedad. A usted
igual le parece improbable, pero cosas más raras se han visto. Yo he
visto gente muy inteligente y muy bien preparada defender que es posible
y hasta necesario clasificar genéricamente las narraciones por el
número de palabras —con tantas es cuento, a partir de tantas relato,
desde aquí nouvelle y en adelante y hasta el infinito ya novela
como Dios manda— igual que quien cuenta sacos de garbanzos. Nuestra
propuesta de clasificación, quede claro, en el fondo sólo sirve para
invocar un lugar cómodo en el que poder encontrarnos con Mr. John
Steinbeck. Un escritor que, de nuevo, volvemos a merecer, creo que no
tanto por nuestras virtudes como por nuestros pecados. Un escritor que
tenemos, aunque a veces no nos acordemos de recordarlo.
Steinbeck es, creo, uno de los autores
norteamericanos más conocidos del siglo XX. Ganó el premio Nobel de
literatura en 1962. Dado que la academia sueca tiene la costumbre de
abrir los registros de las deliberaciones una vez han pasado cincuenta
años, este año nos toca saber que Steinbeck compitió en la línea de meta
con Karen Blixen —que murió unos meses antes, con lo que quedó
descartada— o Laurence Durrell —cuyo Cuarteto de Alejandría les
pareció a los señores del Nobel una cosa que merecía vigilarse, pero
tampoco con la que volverse locos—. En su momento la concesión del Nobel
a Steinbeck no estuvo del todo libre de polémica. Existía un cierto
prejuicio, que no sé si ahora está del todo descartado, hacia los
novelistas norteamericanos, a los que se consideraba un poco demasiado
comerciales y un quizás también un poco demasiado juveniles. Tampoco
ayudaba que Steinbeck llevase ya unos años lejos de la primera línea de
la narrativa. Un periódico sueco de la época acogió la concesión del
premio a Steinbeck acordándose de Pearl S. Buck. Cuando le preguntaron a
Steinbeck si, en su opinión, merecía el premio sueco, éste respondió
que, francamente, no. En contraste, yo sé de buena tinta que hay gente
que ha ganado un concurso de cuentos en un ayuntamiento de Soria y que
está segurísima de que la academia sueca los ningunea. Hoy Steinbeck es
recordado sobre todo por tres obras: Las uvas de la ira, Al este del edén y De ratones y hombres.
En los dos primeros casos, parte de su
popularidad se debe a que ambas han sido utilizadas como base de
adaptaciones cinematográficas que se han convertido en clásicos. Otros
trabajos suyos, como Tortilla Flat o La perla han quedado más relegados, a pesar de que, en su momento, fueron muy conocidos por el público.
De ratones y hombres también se
trasladó al cine, aunque las adaptaciones no han alcanzado el estatus
de las anteriores. Lewis Milestone (1939) hizo una adaptación que fue
muy conocida en su momento, pero que no ha conseguido revalidar su fama .
Mucho después, en 1992, Gary Sinise rodó una nueva adaptación. Es
probable que esto también pueda interpretarse como prueba de la pérdida
de popularidad de la película de Milestone. Dudo bastante que un
productor accediese hoy a hacer una nueva versión de Las uvas de la ira. No digo que no pueda pasar. Cosas más raras se han visto. Pero sería raro.
Además de las adaptaciones cinematográficas De ratones y hombres ha
servido para rodar series de televisión y varias obras de teatro. Las
primeras obras de teatro basadas en la novela son muy tempranas. En
1937, el mismo año de la publicación de De ratones y hombres se
estrenó su primera adaptación teatral, con notable éxito. Luego la obra
se ha seguido representando, con este libreto original o en distintas
versiones con las que la historia se ha representado en distintos
países, incluído España. Se han hecho adaptaciones para la radio y hasta
una ópera. Además, el personaje de Lennie es una presencia recurrente y
notable en muchos de los personajes de dibujos de la Warner Brothers
incluidas dos parodias [video1] del insuperable Tex Avery.
De ratones y hombres se ha ido
convirtiendo en un clásico norteamericano. Allí el libro se lee en las
escuelas y George y Lennie forman parte del imaginario cultural, igual
que aquí Lázaro de Tormes. No estoy seguro de que tengamos algún ejemplo
de literatura más o menos contemporánea en España en el que haya
personajes literarios tan reconocidos. Pienso ahora en Don Cayo o en
Pascual Duarte, pero no creo que ni el uno ni el otro, ni ninguno que se
me ocurra, esté a la cabeza en cuanto a difusión.
Los apuntes que figuran aquí sólo son
una representación que puede —espero— que resulte representativa, pero
que en absoluto es rigurosa de los muchos guiños, alusiones o citas que
se han hecho de la obra en libros, películas, discos, etc. Las
adaptaciones, aunque menos, también son muchas, probablemente porque De ratones y hombres
es una fábula, una de las últimas fábulas contemporáneas, uno de los
últimos textos que, desde una absoluta sencillez, con una tremenda
economía de recursos y trama, es capaz de emocionarnos hablando de esos
temas sobre los que ha estado hablando la mejor literatura durante los
últimos dos mil años: del amor, de la muerte, del miedo, del poder, de
la amistad y de la soledad.
Pierre-Alain Bertola falleció prematuramente en 2012. Nos dejó este De ratones y hombres cuyo
mayor acierto es una virtud que deberíamos exigir más en las
adaptaciones: honestidad, humildad y también algo que podríamos llamar
lealtad; lealtad con la historia y con el trabajo que le sirve de base.
Su De ratones y hombres pone en escena a los dos famosos protagonistas, Lennie y George y lo hace con notabilísima efectividad.
No se puede decir nada mucho mejor de
una adaptación aparte de que resulta eficaz. Bertola consigue llevar la
historia a su terreno, y lo hace sin que el lector acuse la ausencia de
diálogos o de momentos, a no ser que se empeñe en fiscalizar la obra
como si fuese el story-board de una película imposible. No lo
es. Aquí, donde nos quedemos sin las descripciones de Steinbeck o sin la
voz de su narrador, Bertola nos compensará con un dibujo en el que es
imposible no apreciar un trabajo escrupuloso y una enorme sabiduría. Las
relaciones entre los personajes se muestran a veces, simplemente,
aumentando o disminuyendo la distancia que los separa en la viñeta. Las
emociones, los pensamientos, la moralidad de los individuos o la forma
en la que aparecen ante otros personajes se representan, unas veces,
mediante la selección de la perspectiva, otras mediante la luz;
encerrando las sombras en una mancha de tinta, o mediante la dirección
de los cuerpos. Lo que hace Bertola aquí es una exhibición de capacidad
narrativa, de mesura y de sobriedad.
Personalmente ninguna de las
adaptaciones cinematográficas me parece satisfactoria. La versión de
Milestone me resulta un tanto condescendiente y la de Sinise me parece
poco convincente, envarada e incluso mal interpretada, a pesar de que,
cabe señalar, esta opinión está muy poco extendida y a pesar de que
tanto Sinise como Malkovich son, por lo general, actores excelentes. La
actuación de los dos fue de hecho muy alabada cuando se estrenó la
película. En cualquier caso, creo que ninguna de las dos adaptaciones
consigue reproducir la atmósfera del libro, y esos colores de
decadencia, pobreza y atavismo del texto. No creo que ninguna haya
conseguido pulsar con la exactitud de Bertola las cuerdas que hacen
resonar la emoción en la historia. No creo que ninguna de las dos haya
conseguido reproducir esa capa de polvo pajizo que recubre las obras de
Steinbeck. Bertola sí, y lo más meritorio es que consigue una versión
particularmente turbadora sin recurrir al efectismo o a la
condescendencia, dos pecados a los que invita la novelita de Steinbeck.
En la narración, que es el reino donde no se concede nada a los
imposibles, una de las pocas normas irrompibles es que cuando aparece la
moralina desaparece la tragedia.
Es posible, sin embargo, que el cómic
no sea absolutamente ejemplar. Quizás faltan un par de detalles para que
la obra sea redonda. Pienso sobre todo en el encuentro de Lennie con la
mujer de Curley, que el cómic resuelve de forma un tanto contenida.
Aquí es posible que la apuesta de Bertola por la sutileza, a pesar de su
indudable elegancia, no acabe de captar la brutalidad trémula del
instante. A cambio, la resolución final de la historia es perfecta y
ejemplifica mejor que en ninguna otra parte las virtudes que venimos
atribuyendo a la obra. El encuentro de George y Lennie consigue, sin
concesiones al dramatismo, reproducir la sensación de derrota del
original.
Hablar de este De ratones y hombres de Bertola es hablar del De ratones y hombres
de Steinbeck. Y es también rendir un homenaje póstumo al excelente y
trabajo de Bertola. En razón de la fidelidad de este trabajo con el
texto habrá quien vea la genialidad de Bertola como un mérito artesanal.
Y puede que en parte tenga razón. Bertola no ha tratado tanto de crear
un material nuevo como de utilizar los recursos de su medio para
trasladar un material preexistente. No ha puesto la originalidad como
gran objetivo de su labor. Bertola es, salvando muchas distancias, se ha
erigido como intérprete, como alquien que recoge un camino previo para
llevar a cabo una obra. Lo hace con maestría —y, sí, es cierto— a costa
de renunciar a un mayor grado de originalidad.
En este sentido —y sólo en este sentido—
es razonable suponer que esta no es una obra plenamente artística. Otra
cosa es que esa supuesta falta de pretensiones artísticas —y, de nuevo
quiero recordarlo, estamos hablando de las pretensiones artísticas en un
sentido muy concreto— haga que la obra sea menos meritoria o menos
valiosa. Lo artístico, para bien o para mal, se ha ido fundamentando,
cada vez más en la originalidad y en la subjetividad. Vivimos tiempos
extraños, en los que la obra de arte ya no es algo que aspire a ser,
sobre todo, un objeto con unas cualidades estéticas determinadas. La
obra de arte aspira ahora a ser una expresión —a poder ser original— de
la personalidad artística del individuo. Se han virado las tornas. Si
antes el artista lo era porque era capaz de crear obras de arte ahora
las obras de arte lo son porque han sido creadas por un artista.
Uno está tentado a exclamar, con
sospechosa alegría, que Bertola ha fallado como artista, porque como
artista supone un demérito el haber antepuesto la fidelidad a la obra a
su propio impulso de expresión personal. En efecto, Bertola podría haber
hecho muchas cosas para hacer de su adaptación un objeto más
«personal» en el sentido de que los lectores podríamos haber captado de
forma más evidente, la impronta de su Yo. Podría haber trasladado la
obra a la época actual, por ejemplo. Podría haber hecho que Lennie, en
lugar de estar poseído por un deseo incontrolable de tocar cosas suaves,
fuese un adicto a la heroína o al cristal. Pero Bertola no hizo nada de
eso. Se limitó a contar con eficacia, sencillez y lealtad y a crear una
obra que es hermosa y emocionante. Si esto supone una pérdida en el
mérito del objeto queda para la opinión de cada cual pero, de ser así
—que lo dudo—, más meritoria sería entonces la renuncia de Bertola.
Lo decíamos al principio de esta reseña.
Hay autores que merecemos. Que merecemos en lo bueno y en lo malo; por
lo bueno y lo malo que somos y lo bueno y lo malo que tenemos. A Bertola
y a esta adaptación de De ratones y hombres quizás no los
merecemos y nos lo merecemos por nuestros defectos. Quizás sea un autor
que mereceríamos más si pudiésemos volver sobre nuestros pasos. Si no
llevamos hasta el extremo la reivindicación del artista, especialmente
si es a costa de la reivindicación de la obra. Mereceremos más a Bertola
si somos capaces de ver ciertos extremos ridículos en los que caemos de
tanto en cuando a la caza de la originalidad y la sorpresa y volvemos a
abrir los ojos para mirar aquello que es o quiere ser bonito,
interesante, conmovedor, divertido o instructivo. Mereceremos más a
Bertola y este libro si buscamos la forma de volver a mirar todo eso y
si buscamos la forma de llamar a eso arte.
A Steinbeck, por su parte, lo merecemos.
Pero lo merecemos, de nuevo, más por nuestros defectos que por nuestras
virtudes. Lo merecemos porque es uno de los autores que mejor ha sabido
aunar la calidad y la denuncia social y por eso volvemos a merecerlo,
otra vez, ahora que el mundo vuelve a ser un lugar en el que es
necesario denunciar, ahora que la sociedad vuelve a quejarse, que la
injusticia ya no es un fantasma que habita nuestra conciencia, como
cuando nosotros éramos los injustos, sino el chirrido de una rueda mal
engrasada que acompaña cada giro de nuestra sociedad. Tal vez el mundo
nunca dejó de ser un lugar en el que teníamos la obligación de, al
menos, estar alerta, pero hubo un tiempo en el que pensamos que quizás
podíamos olvidarnos de ello.
Steinbeck añade algo importante a la
mera literatura social. La suya es una literatura que se podría llamar
social, pero que evita la deriva contingente. Es uno de los pocos
autores que puede hablar de la pobreza desde el hombre hacia fuera, y no
a la inversa. Es decir, en la literatura social es relativamente
frecuente que aparezcan novelas o ensayos que analicen las causas o las
razones del momento actual. Se analiza el momento y se desciende al
hombre o se utiliza al hombre como ejemplo del momento que le ha tocado
vivir. Es una literatura de denuncia en la que el hombre comparece como
testigo o como víctima. Uno está tentado a buscar nombres resonantes y
decir que hay una literatura social de análisis, que selecciona a un
hombre o a varios hombres y nos los muestra frente al mundo.
Steinbeck le da el protagonismo al ser
humano. También selecciona a un individuo y en ese sentido sus historias
se centran característicamente en un sujeto en particular. Pero
Steinbeck tiene la rara capacidad de hacer que ese individuo trascienda,
no sólo su individualidad, sino su momento. Desciende hasta lo profundo
de su personaje, hacia lo que constituye su humanidad y desde ahí nos
cuenta lo que sucede a su alrededor. El ser humano no es víctima ni
testigo o, si lo es, esa circunstancia es como una máscara o una
segunda piel, algo que está detrás o disfrazando su verdadera
naturaleza, que no tiene por qué ser opuesta a la de su máscara.
Simplemente es una naturaleza distinta, más básica. Sus historias nos
hablan de seres humanos que siguen siendo, sobre todo y al final,
humanos. De hombres que se mantienen esencialmente iguales, a lo largo
del tiempo. Y este tiempo no son unas décadas, son cientos de años.
Cambian las épocas y las circunstancias. Cambian los nombres. Lo que hoy
llamamos amor, amistad o guerra ha tenido otros nombres a lo largo del
tiempo o ha tenido el mismo nombre, pero formas distintas de
pronunciarlo. Los mismos nombres y las mismas cosas se han evocado a lo
largo de la historia con pasión, con dolor, con alegría, con ira, con
aprobación o con censura. Pero algo permanece en esos nombres y en los
hombres que los pronuncian.
Algo queda en la forma en la que nos
sentimos ante la vida, ante la muerte, ante el dolor o ante la risa.
Algo que reconocemos y a lo que llamamos humano. Algo queda en los
gestos más simples, en la forma en la que sienten la soledad, la
envidia, la amistad o el hambre los personajes de las historias griegas y
que es la misma forma en la que las sentimos nosotros. Algo queda en la
sensación sobre la yema de los dedos cuando rozamos algo suave. Algo
queda cuando tenemos sed y descubrimos una fuente de agua, o cuando
sentimos hambre. Algo queda. Son apenas cuatro trazas, vetas de algo que
reconocemos como nuestro. Es lo más universal que tenemos y ni siquiera
es lo más noble. Steinbeck es capaz de mirar desde ahí.
Las novelas en las que aparece este ser
humano, despojado de casi todo lo que vaya más allá de ser un hombre,
son las que pone en juego Steinbeck y luego llega lo demás. Llega el
lugar y el momento en el que esos hombres viven. Llega la denuncia,
llega la rabia, llega el mundo, pero el hombre que Steinbeck nos entrega
permanece, el hombre que no podemos dejar de ser sigue ahí y por eso lo
merecemos. Porque Steinbeck nos entrega (y Bertola lo sostiene) un
relato con aroma de clásico, donde se repite una de las afirmaciones que
la tragedia ha gritado durante dos mil años: que la fuerza del hombre
es su debilidad y su potencia su perdición. Que nuestras virtudes y
nuestros defectos son una cuerda anudada. Que podemos crear y querer en
la misma medida, y ni un ápice menos, en que podemos destruir y odiar.
martes, 1 de abril de 2014
Stéphane Mallarmé
Síntesis biográfica
Nació el 18 de marzo de 1842, huérfano desde los siete años, estudió bachillerato en Sens y viajó a Londres para acreditarse como profesor de inglés.
Trayectoria
Muy joven empezó a escribir poesía bajo la influencia de Charles Baudelaire, alternando la labor literaria con su actividad académica en varios institutos franceses.
Tras un viaje al Reino Unido, donde contrajo matrimonio con su amante Marie Gerhardt 1863, fue profesor de inglés en el instituto de Tournon, pero pronto perdió el interés por la enseñanza.
Sólo podía dedicarse a escribir al término de su jornada laboral, y así compuso L’azur, Brise marine, empezó Herodías y redactó una primera versión de La siesta de un fauno.
Publicaciones
En 1866, el Parnasse Contemporain le publicó diez poemas y poco después fue trasladado al liceo de Aviñón. Conoció a Paul Verlaine, y finalmente consiguió un puesto en el liceo Fontanes en París 1867.
Publicó Herodías en una segunda entrega del Parnasse; la dificultad de su poesía le había granjeado la admiración de un reducido grupo de poetas y alumnos, que recibía en su casa, pero los juicios favorables de Verlaine y de Huysmans le convirtieron en poco tiempo en una celebridad para toda una generación de poetas, los simbolistas, que acogieron con entusiasmo su volumen Poesías y su traducción de los Poemas de Edgar Allan Poe.
Lideró a partir de entonces frecuentes tertulias literarias con jóvenes entre los que se encontraban André Gide y Paul Valéry. En 1891 publicó Páginas, y un año después el músico Debussy compuso el Preludio a la siesta de un fauno.
En 1897, la revista Cosmopolis publicó Una tirada de dados nunca abolirá el azar, fragmento de la obra absoluta que Mallarmé llamaba el Libro, que no llegó a completar, y en la que intentaba reproducir, a nivel incluso tipográfico, el proceso de su pensamiento en la creación del poema y el juego de posibilidades oculto en el lenguaje, sentando un claro precedente para la poesía de las vanguardias.
La dificultad de la poesía de Mallarmé, a menudo hermética, se explica por la gran exigencia que impone a sus poemas, en los que interroga la esencia para desembocar frecuentemente en la ausencia, en la nada, temas recurrentes en su obra.
José Lezama Lima, poeta y escritor cubano estudioso y admirador de Mallarmé escribió:
«...es, con Arthur Rimbaud, uno de los grandes centros de polarización poéticos, situado en el inicio de la poesía contemporánea y una de las aptitudes más enigmáticas y poderosas que existen en la historia de las imágenes. Sus páginas y el murmullo de sus timbres serán algún día alzados para ser leídos por los dioses».
El simbolismo en Mallarmé
Mallarmé pensaba que la poesía era la insinuación de imágenes que se ciernen y se evaporan siempre; aseguraba que nombrar un objeto era destruir tres cuartas partes del placer que consiste en la adivinación gradual de su verdadera naturaleza. El símbolo implicaba, sin embargo, no simplemente evitar la nominación directa, sino también la expresión indirecta de su significado, que es imposible describir simplemente, que es esencialmente indefinible e indescifrable.
El simbolismo se basa en la suposición de que el contenido de la poesía es expresar algo que no puede ser encajonado en una forma definida y que no puede ser alcanzado por un camino directo. Desde que es imposible expresar nada válido sobre las cosas a través de los medios claros de la conciencia, mientras el lenguaje descubre automáticamente las relaciones entre ellas, el poeta debe, como insinúa Mallarmé, “dar la iniciativa a las palabras”, debe permitirse a sí mismo ser llevado por la corriente del lenguaje, por la sucesión espontánea de imágenes y visiones, lo cual implica que el lenguaje es no sólo más poético, sino también más filosófico que la razón… Tal vez Mallarmé no hubiera hecho propia literalmente la frase de que “una bella línea sin significado es más valiosa que una menos bella con significado”; el no creía en la renuncia a todo contenido intelectual de la poesía, pero pedía que el poeta renunciara a la excitación de las pasiones y emociones y al uso de motivos extraestéticos, prácticos y racionales.
Poesía pura
El concepto de “Poesía Pura”, puede ser considerado al menos, como el mejor compendio de su visión del arte y de la naturaleza y la encarnación del ideal que como poeta tuviera en mente. Mallarmé comenzaba a escribir un poema sin saber exactamente la primera palabra, el primer verso; el poema surgía como la cristalización de palabras y líneas que se combinan casi según su propio acorde”.
La doctrina de la “poesía pura” transpone lo principal de su método creador en la teoría del acto receptivo; estableciendo que para que se realice una experiencia poética no es absolutamente necesario conocer todo el poema; aunque sea breve; con frecuencia uno o dos versos son suficientes para producir en nosotros el estado de ánimo que corresponde al poema. En otras palabras; para disfrutar de un poema no es necesario, o en cualquier caso, no es suficiente, comprender su significado racional, y verdaderamente y como lo muestra la poesía popular, no es necesario que el poema tenga un exacto “significado”.
El concepto de “Poesía Pura” representa la forma de esteticismo más pura y más intransigente, y expresa la idea básica de un mundo poético completamente independiente de la realidad ordinaria, práctica y racional, un microcosmos autónomo, estéticamente completo en sí mismo. La generación de Mallarmé no inventó ni mucho menos el símbolo como medio de expresión; arte simbólico ya había existido en épocas anteriores. Descubrió, simplemente, la diferencia entre el símbolo y la alegoría, e hizo del simbolismo, como estilo poético, la meta consciente de sus esfuerzos.
Reconoció, incluso, aunque no siempre fue capaz de dar expresión a sus conocimientos, que la alegoría no es otra cosa que la traducción de una idea abstracta en forma de imagen concreta, por lo que la idea continúa en cierto modo siendo independiente de su expresión metafórica y podría incluso ser expresada de otra forma, mientras que el símbolo reduce la idea y la imagen a una unidad indisoluble, de manera que la transformación de la imagen implica también la metamorfosis de la idea.
En suma, el contenido de un símbolo no puede ser traducido a ninguna otra forma, pero, por el contrario, un símbolo puede ser interpretado de varias maneras, y esta variabilidad de la interpretación, esa aparente inagotabilidad del significado de un símbolo, es su característica más esencial.
Comparada con el símbolo, la alegoría parece siempre la transcripción lisa, llana y simple, en cierto modo “superflua” de una idea que no gana nada con ser trasladad de una esfera a la otra. La alegoría es una especie de enigma cuya solución es obvia, mientras que el símbolo sólo puede ser interpretado, pero no resuelto. La alegoría es la expresión de un proceso mental estático; el símbolo de uno dinámico; aquélla pone un límite y una frontera a la asociación de ideas; éste pone las ideas en movimiento y las mantiene en él.
Obras destacadas
Páginas 1891
Herodías 1864
Verso y prosa 1892
Divagaciones 1897
Los dioses antiguos 1879
Poesías 1887
Fuentes
Arnold Hauser. “Historia Social de la Literatura y el Arte”. Tomo II: “Desde el Rococó hasta la Época del Cine”. Madrid. Debate. 1998. (Cap IX: Naturalismo e Impresionismo. Pags 451/453).
Biografías y vidas
Amedia voz
Frases y pensamientos
lunes, 31 de marzo de 2014
T. S. Eliot, crítico literario
T. S. Eliot, crítico literario
Su figura cobra desde este contexto amplio una
interesante actualidad, por su capacidad de integración de logros de la
modernidad poética en un diseño más conciliador que no abdica de hacer
preguntas fundamentales. Como señala en Función de la poesía y función de la crítica,
las dos preguntas que el crítico de poesía debe plantearse
constantemente son “¿Qué es la poesía?” y “¿Es éste un buen poema?” La
pretensión estética no se disimula, la continuidad con la tradición
humanista que se interroga por el ser y el valor, tampoco. Uno encuentra
respuestas, en buena medida, según la profundidad de las preguntas que
plantea. El Eliot modernista de La tierra baldía y de los ensayos de El bosque sagrado,
tenía una resistencia a la excesiva teorización, a pasar por Hegel, y
se opuso al panlogismo de éste y a la sustitución de la realidad por un
todo mental y unas categorías analíticas. Pero también huyó del extremo
contrario: se debe considerar que si en la Tierra baldía la
lógica de la yuxtaposición y el fragmento -comadronadas por Pound-,
actúan de un modo estructural, no es por la instalación de Eliot en una
posición lúdica semejante a la de Mallarmé, sino por la constatación de
que el mundo moderno en la vida personal y social de los años 20 es
dolorosamente así. En la parte final de dicho poema, “Lo que dijo el
trueno”, se aprecia una pregunta por la trascendencia y el sentido.
En El bosque sagrado, donde aparecen estas
ideas, no dudará en incluir ensayos críticos sobre obras que han
configurado la tradición literaria inglesa, como Hamlet, y europea, como
la Divina comedia, y defenderá que los problemas críticos
importantes no tienen una solución local o esteticista. Así, defiende la
necesidad de un canon literario como pilar de la actividad literaria,
creativa, crítica o simplemente lectora. A diferencia de Harold Bloom
-que parece fundamentar su elección sobre un criterio principalmente
estético- Eliot apunta –sin listas- a un canon universal de grandes
libros y criterios para discernir los clásicos, las obras de mérito y
las obras de los escritores menores, acudiendo a instancias culturales e
históricas que le sitúan en la tradición del humanismo cristiano (no
hace demasiado, el crítico literario George Steiner recordó en Presencias reales el humus religioso que alentó al gran arte y la gran literatura europeas, y en Gramáticas de la creación
formuló la pregunta sobre la posibilidad de un arte ateo al mismo nivel
de excelencia). Pero, aun reconociendo las raíces culturales y
espirituales de la poesía, para Eliot, ésta no sustituye a la vida, ni
es su principio rector, ni la expresión de una totalidad de intereses
unificados como quería Wordsworth, ni tiene funciones religiosas o de
consolación cuasireligiosa como proponía Arnold. El correctivo que Eliot
impone a estas pretensiones excesivas sirve para respetar mejor la
particular esencia de la poesía y su lugar en el diseño más abarcante de
las esferas de la existencia humana.
"Todas las artes son obra del hombre y son, por ello,
esencialmente impuras, es decir, complejas; la poesía, debido al
material con que opera, es la más impura de todas. La comunicación es un
elemento de la poesía, pero no define la poesía; la actividad poética
es una actividad formal, pero nunca es pura y simple voluntad de forma".
Eliot parece aborrecer constantemente la tentación de
la definición total, de la fórmula acabada, pero no en el espíritu de
Mallarmé y Nietzsche como signo de miedo a la vida, sino como
reconocimiento de esa imperfección del conocer humano, que, sin embargo
no le incapacita para acercarse a la verdad y ayudarle a habitar esa
misteriosa y progresiva proximidad. Los Cuatro cuartetos son en
numerosos pasajes una meditación sobre el intento que constantemente el
ser humano debe renovar por alcanzar la sabiduría, como opuesto al
conocimiento epistemológico que fácilmente podría derivar en pura
información, susceptible de convertirse en valor de cambio económico. En
su ensayo crítico sobre Goethe, valorará precisamente desde el mismo
título “Goethe como sabio”, la visión profundamente sapiencial. Para
esta empresa cognoscitiva en busca de la sabiduría, Eliot siente la
necesidad de pensar con y desde una tradición de logros literarios,
culturales, filosóficos, religiosos. La exigencia de una búsqueda
intersubjetiva de la verdad queda expresada del siguiente modo (Función de la poesía y función de la crítica):
"El crítico, es de suponer que si ha de justificar su
existencia, debería esforzarse por disciplinar sus prejuicios
personales y manías –taras a las que todos estamos sujetos- y componer
sus diferencias con las de tantos colegas como sea posible, en la
búsqueda común del juicio verdadero".
Lo cual no supone un irenismo crítico, ni una
corrección política a la cual sacrificar la legítima investigación
particular. No deja de ser llamativo que diversos hallazgos de la
tradición epistemológica de la crítica literaria del XX encuentren en
Eliot una formulación correlativa. El sistema literario, que encontramos
en Corti y en la teoría de los polisistemas de Even-Zohar, se encuentra
desde otra perspectiva en “La tradición y el talento individual”. La
consideración del papel de la lectura particular en la interpretación,
la recepción, la distinción entre interpretar y la experiencia más
amplia de la lectura literaria -que serán tema de las estéticas de la
recepción-, tienen también un precedente eliotiano del siguiente tenor
en el ensayo “La música de la poesía”:
"El primer peligro es el de asumir que debe haber
sólo una interpretación del poema como un todo, que debe ser verdadera.
Habrá detalles de explicación, especialmente con poemas escritos en otra
época que la nuestra, cuestiones de hecho, alusiones históricas, el
significado de ciertas palabras en un cierto momento, que pueden ser
establecidos, y el profesor puede ver que sus alumnos entiendan estas
cosas. Pero por lo que toca al significado del poema como un todo, no se
agota por una explicación, porque el significado es lo que el poema
significa a diferentes lectores sensibles..."
Me parece que esta postura podría llegar a dialogar
con la teoría de la lectura de Umberto Eco y sus reconvenciones
posteriores en Los límites de la interpretación, tentando ambas
esa zona sensible y no fácil entre los extremos de la lectura
postestructuralista y la interpretación monista que haría un
racionalismo obtusamente unívoco.
"Los poetas inmaduros imitan, los poetas maduros
roban, los malos poetas desfiguran lo que toman, y los buenos poetas lo
convierten en algo mejor, o al menos en algo diferente. El buen poeta
integra su robo en un todo de sentimiento que es único, patentemente
distinto de aquello de lo que fue arrancado; el mal poeta lo estampa en
algo que no tiene cohesión. Un buen poeta tomará prestado generalmente
de autores lejanos en el tiempo, o extranjeros en la lengua, o de
intereses diversos".
Eliot nuevamente se cuida mucho de teorizar en exceso
y no se aparta de su experiencia personal como lector y creador. Ésta
reaparece una y otra vez, y comunica rápidamente con la experiencia del
propio lector, como se aprecia en su opinión sobre las imágenes líricas,
que estarían conectadas con realidades misteriosas de la interioridad
humana. De este modo las mantiene a salvo de una interpretación
radicalmente psicologista que finalmente podría disolverlas (Función de la poesía y función de la crítica):
"Sólo una parte de la imaginería de un autor procede
de sus lecturas. ¿Por qué, para todos nosotros, a partir de lo que hemos
escuchado, visto, sentido, durante nuestra vida, ciertas imágenes
recurren, cargadas con emoción, más que otras? Tales recuerdos pueden
tener un valor simbólico, pero no lo podemos determinar, porque vienen a
representar las honduras de sentimiento a las que no somos capaces de
asomarnos".
Y un último apunte sobre el estilo expositivo de Eliot. Lo señala Gil de Biedma:
"Eliot es un gran poeta y un gran escritor, su prosa
la precisión misma: toda palabra cuenta. Y tras la palabra escrita se
transparenta siempre, dándole viveza, la palabra hablada, el modo de
entonar y acentuar, el tono ligeramente más bajo que en el diálogo se
marca uno de esos incisos, tan frecuentes en esta prosa escrupulosa, que
parecen reflejar los rodeos del pensamiento hasta llegar a la
formulación exacta, una vez hechas todas las salvedades y habida cuenta
de cada posible excepción".
Nunca es tarde para releer un clásico. Y si apuesta
por la belleza, la comunicación, la sorpresa, la intuición y el valor
literario, la oportunidad se vuelve urgencia en estos tiempos de
desesperanzada tardomodernidad.
José Manuel Mora-Fandos
sábado, 29 de marzo de 2014
Mary Wollstonecraft Shelley
Mary Wollstonecraft Shelley
Escritora británica
Nació el 30 de agosto de 1797 en Londres.
Hija del filósofo William Godwin y de la escritora y feminista Mary Wollstonecraft. A los pocos días de su nacimiento su madre ,quien había escrito Vindication of Women Rights, murió de unas fiebres dejando a su marido al cuidado de Mary y de su hermana de tres años y medio Fanny Imlay. Casado Godwin posteriormente con una viuda que ya tenía dos hijas con la que el filósofo alumbraría un nuevo vástago.
En 1814, a los dieciséis años de edad, Mary abandonó su hogar y su país con el poeta Percy Shelley, con el que había iniciado una relación a pesar de estar casado. La pareja viajó a Francia y a Suiza. Perdidamente enamorada de Percy B. Shelley desde la primera vez que lo vio, Godwin, no puso ningún reparo en que corriera tras él. No fue ese el caso de la esposa del poeta quien, humillada, ofendida y embaraza siguió a la feliz pareja hasta La Spezia, localidad de la costa italiana en que se establecieron. A los desarreglos deducibles de semejante situación no tardó en sumarse el mismísimo Byron, siempre afecto a toda clase de desórdenes.
John Clute, en su interesante "Enciclopedia de la Ciencia Ficción", no duda en afirmar que una hermana de Mary, a la sazón también alojada en La Spezia, frecuentaba la cama del lord. En cualquier caso, la comunidad se deshace con los suicidios de una segunda hermana de Mary y de la esposa de Shelley.
Contrajeron matrimonio en 1816, después de que la primera esposa de Shelley se quitara la vida ahogándose. Fruto de esta convivencia fueron varios embarazos y un único hijo, un varón, sólo el pequeño Percy Florence sobrevivió a la infancia.
Creadora del libro que inauguró la ciencia ficción y que aún hoy se erige como uno de los grandes relatos de horror de todos los tiempos; en 1818 publicó la primera y más importante de sus obras, la novela Frankenstein o el moderno Prometeo. Según parece, escribió la historia de Victor Frankenstein por una apuesta. La noche del 16 de junio de 1816, se reunió con Lord Byron y otros en una villa en los alrededores de Ginebra. Encerrados en la casa por una tormenta, se leyeron cuentos de terror para entretenerse. Mary imaginó entonces a Frankestein inspirada en una pesadilla que tuvo a los dieciocho años de edad. Escribió la novela tras una apuesta con Byron, tal y como narra ella misma en el prólogo de la edición de "Frankenstein" de 1831. Esta obra, un logro más que notable para una autora de sólo 20 años, se convirtió de inmediato en un éxito de crítica y público. La historia de Frankenstein, estudiante de lo oculto y de su criatura subhumana creada a partir de cadáveres humanos, se ha llevado al teatro y al cine en varias ocasiones.
No logró tal popularidad con ninguna de sus obras posteriores o la excelencia de esta primera, pese a que escribió otras cuatro novelas, varios libros de viajes, relatos y poemas. Su novela El último hombre (1826), considerada lo mejor de su producción, narra la futura destrucción de la raza humana por una terrible plaga. Lodore (1835) es una autobiografía novelada. Tras la muerte de su esposo, en 1822, Mary se dedicó a difundir la obra del poeta. Publicó así sus Poemas póstumos (1824) y editó sus Obras poéticas (1839) con valiosas y detalladas notas.
Mary Shelley falleció en Londres, mientras dormía, el 1 de febrero de 1851. Su última voluntad fue ser enterrada junto a sus padres. Descansan en el cementerio de St Peter, Bournemouth.
Obras seleccionadas
Frankenstein (1818)
Mathilda (1819)
Valperga; o Vida y aventuras de Castruccio, Príncipe de Lucca (1823)
El último hombre (1826)
Perkin Warbeck (1830)
Lodore (1835)
Falkner (1837)
http://www.buscabiografias.com/bios/biografia/verDetalle/9328/Mary%20Shelley
viernes, 28 de marzo de 2014
Patrick Süskind.
El escritor y guionista alemán Patrick Süskind nació el 26 de marzo de 1949 en la localidad bávara de Ansbach.
A pesar de que, entre 1968 y 1974, el autor asistió a la Universidad de Munich para estudiar Historia Medieval y Moderna, y completó su formación en la comuna francesa de Aix-en-Provence, el también guionista televisivo (tarea que desarrolló en proyectos como “Kir Royal” y “Monaco Franze”) terminó seducido por el mundo de las letras, un ámbito que había descubierto gracias a su padre, el escritor y traductor Wilhelm Emanuel Süskind y que también fue elegido por su hermano mayor, el periodista Martin E. Süskind.
Patrick dio sus primeros pasos como escritor a través de un monólogo teatral que se llamó “El contrabajo” y fue estrenado en Munich en 1981. Tanto conformó al público esa obra que llegaron a ofrecerse, entre 1984 y 1985, 500 funciones, una cifra que la convirtió en la propuesta teatral de idioma alemán con mayor duración en cartel.
Sin embargo, el éxito y la consagración le llegarían recién en 1985, año en el que apareció “El perfume: historia de un asesino”, una novela compuesta por cuatro partes que se dividen en 51 capítulos que pronto se convirtió en un best-seller, fue traducida a más de 45 idiomas y llevada al cine en 2006 por el realizador Tom Tykwer.
“La paloma”, “La historia del señor Sommer”, “Un combate y otros relatos” y “Sobre el amor y la muerte” son otros de los títulos que forman parte de la obra literaria de este autor alemán que, en la actualidad, vive en su ciudad natal cerca del lago Starnberger, no suele conceder entrevistas, evita aparecer en público y hasta ha rechazado una gran cantidad de reconocimientos, entre los que se encuentran los premios de literatura Tukan, Gutenberg y FAZ.
Fuente: n.n.
jueves, 27 de marzo de 2014
Saul Bellow
Saul Bellow (*)
Por Harold Bloom
Traducción de Daniel Najmías
Por acuerdo general de la crítica, Saul Bellow es el novelista americano más brillante de su generación, supongo que con Norman Mailer como más próximo rival. Lo que hace que este juicio canónico se vuelva un punto problemático es que el indiscutible logro literario del autor no parece residir en ninguno de sus libros tomado por separado. Las principales obras de Bellow son Las aventuras de Augie March, Herzog, El legado de Humboldt y Carpe Diem, esta última de menor alcance. Las primeras novelas, Hombre en suspenso y La víctima, parecen ahora obras de época, mientras Henderson y El planeta de Mr. Sammler comparten la extraña cualidad de no ser totalmente dignas de dos personajes tan memorables como Henderson y Mr. Sammler. El diciembre del Decano es un libro gris, monotonía que no redime el talento cómico de Bellow, casi ausente aquí.
Herzog, pese a poseer la exuberancia de Las aventuras de Augie March, y aunque anticipa la complejidad y la sutileza tragicómicas de El legado de Humboldt, parece hasta ahora la mejor y más representativa de las novelas de Bellow. Sin embargo, su personaje central sigue siendo una figura titubeante comparada con algunos de los personajes masculinos secundarios, y sus mujeres parecen la realización de los deseos, negativos y positivos, de Herzog y su creador, algo que, según parece, puede afirmarse de casi toda la obra de ficción de Bellow: un entusiasmo dickensiano da vida a una fabulosa colección de personalidades secundarias, menores, mientras que, en el centro, una conciencia original, pero imprecisa, aparece cercada por mujeres que no nos convencen, aunque, evidentemente, una vez lo convencieron a él.
En cierto sentido, Bellow ya tiene asegurado su lugar en el canon, incluso si el libro sin fisuras está aún por llegar. Es posible que las virtudes de Bellow no se hayan unido todavía para dar forma a una obra maestra, pero difícilmente puede decirse que es el primer novelista de auténtico prestigio cuyos libros son más flojos que las partes o aspectos que los componen. Sus aciertos estilísticos son innegables, y también lo son su humor, su inventiva y su asombroso oído interior, sea para el monólogo, sea para el diálogo. Tal vez el mayor don de Bellow sea el de crear personajes subsidiarios o menores de esplendor grotesco, sublimes en su vivacidad, intensidad y capacidad para sorprender. Pueden ser caricaturas, pero su vitalidad parece permanente: Einhorn, Clem Tembow , Bateshaw, Valentine Gersbach, Sandor Himmelstein, Von Humboldt Fleisher, Cantabile, Alec Szathmar. Por desgracia, comparados con ellos, los protagonistas-narradores -Augie, Herzog y Citrine- son seres difusos, posiblemente porque Bellow, pese a heroicos esfuerzos y revisiones, no puede separarse de ellos. Recuerdo Las aventuras de Augie March por Einhorn, Herzog por Gersbach, El legado de Humboldt por Humboldt, y hasta este último tiende a descentrar la percepción de la novela.
Augie March y Herzog narran y hablan con agudeza y elocuencia; sin embargo, ellos son menos memorables que lo que dicen. Citrine, aunque más contenido en su lenguaje, se desvanece más deprisa en el continuum del cosmos urbano de Bellow, lo cual contribuye a aumentar el misterio estético de su obra. Sus protagonistas son magníficos observadores, dignos de su herencia whitmaniana; lo que les falta es el «real me», o «me myself», de Whitman, o, si no es así, están bloqueados y no consiguen expresarlo.
2
Pocos novelistas han superado a Bellow en sus párrafos iniciales y finales:
Soy norteamericano, de Chicago, sombría ciudad, Chicago, y encaro las dificultades como he aprendido a hacerlo, sin rodeos. Así será esta crónica, pues: de estilo libre; quien antes llama, antes es atendido, ya fuere inocente o no tan inocente su llamado. Dice Heráclito que carácter es destino. A fin de cuentas, no hay cómo disfrazar el jaez de tal llamada, ni almohadillando la puerta ni enguantándose la mano.
Vedme a mí, yendo de aquí para allí. ¡Si soy una suerte de Colón para mis allegados! Aun así, reputo posible el acercarse a ellos en la terra incognita que se despliega en toda mirada. Podré ser un fracaso en este tipo de empeño. El propio Colón ha de haberse supuesto un fracaso al regresar a casa encadenado. Lo cual no demuestra en modo alguno que no haya habido América(1)
El final y el principio se entrelazan con mucha astucia, muy a la manera del Canto a mí mismo, o de los primeros y últimos capítulos del Ensayo sobre la naturaleza, de Emerson. Augie también es un trascendentalista americano, pícaro buscador del dios que lleva dentro. Ethos es daimon, dicen ambos pasajes, con Augie como ethos y Colón como daimon. No podemos sino recordar la identificación de Whitman en su «Oración por Colón», y parece justo alegrarse, como lo habría hecho Whitman, cuando Augie regresa de su periplo, autodidacta, «estilo libre», y descubre a los que tiene más cerca, en las costas de América. Es uno de los momentos más desbordantes de Bellow. Aun desgastada, la exuberancia permanece, pero en la sombra:
Si estoy chalado, tanto mejor, pensó Moses Herzog. Algunos lo creían majareta, y durante cierto tiempo incluso él creyó que le faltaba un tornillo.
Pero ahora, aunque seguía portándose de modo extraño, sentíase seguro de sí mismo, alegre, clarividente y fuerte. Había caído bajo una especie de hechizo y escribía cartas a todo bicho viviente. Estas cartas le apasionaban tanto que, desde fines de junio, iba siempre con una cartera llena de papeles. La había llevado desde Nueva York a Martha's Vineyard, de donde se marchó enseguida, y dos días después fue en avión a Chicago, y desde Chicago a un pueblo del oeste de Massachussets. Escondido en el campo, escribió sin parar, fanáticamente, a los periódicos, a la gente que desempeñaba cargos públicos, a los amigos y parientes; después, a los muertos, sus propios muertos sin importancia, y, por último, a los muertos famosos. Quizá, dejar de escribir cartas. Sí, eso era lo que debía hacer o, mejor dicho, no hacer. Ya no escribiría más cartas «mentales». Fuera lo que fuese lo que le había ocurrido en los meses anteriores, aquel hechizo parecía írsele pasando; sí, desde luego, ya no lo padecía. Dejó el sombrero, el sombrero cargado de rosas, de lirios y de pedazos de enredadera, sobre el piano a medio pintar, y pasó a su estudio llevando las botellas de vino en una mano como unas mazas para hacer gimnasia. Anduvo por encima de sus papeles tirados por el suelo, y se echó en el sofá Recamier. Tumbado, se estiró y respiró profundamente. Se quedó, mirando la persiana de la ventana a la que la exuberante parra impedía cerrar, y escuchó el rítmico golpeteo de la escoba con la que barría la señora Tutcle. Quería advertirle que debía rociar el suelo. Levantaba demasiado polvo. Le diría: «Eche un poco de agua, señora Tutcle. Hay agua en el fregadero.» Pero ahora no. En este momento, no tenía mensajes para nadie. Nada. Ni una sola palabra.(1)
Otro ritorno, pero esta vez el ciclo se ha roto. Augie March, como Emerson y Whitman, sabe que no hay historia, sólo biografía. Moses Herzog ha dedicado mucho tiempo a descubrir esta verdad, que pone fin a su profe- sión, y Charlie Citrine también completa el círculo:
El libro de baladas que Humboldt publicó en los años treinta conoció un éxito inmediato. La obra de Humboldt era exactamente lo que todo el mundo había estado esperando. y pueden estar seguros de que, allí en el Medio Oeste, yo sí había estado esperando. Un escritor de vanguardia, el primero de una nueva generación, atractivo, rubio, fuerte, serio, docto. El tipo lo tenía todo. No hubo periódico que no sacara una reseña de su libro. Su fotografía salió en Time sin ninguna crítica injuriosa, y en Newsweek, con palabras elogiosas. Leí con fruición Las baladas de Arlequín. Por aquel entonces estudiaba en la Universidad de Wisconsin, y sólo pensaba en literatura, día y noche. Humboldt me descubrió nuevas maneras de hacer las cosas. Vivía en una especie de éxtasis. Le envidiaba la suerte, el talento y la fama, y por eso en mayo me fui al Este, a verlo. El autobús Greyhound que seguía la carretera de Scranton tardaba unas cincuenta horas en hacer el viaje. Pero no me importaba. Las ventanas del autobús iban abiertas. Hasta que hice ese viaje nunca había visto montañas dignas de este nombre. Los árboles ya echaban brotes. Parecía la Pastoral de Beethoven. Me sentí bañado por todo ese verdor, por dentro... Humboldt fue muy amable. Me presentó a gente del Village y me consiguió trabajo como lector editorial. Siempre lo quise.
Dentro de la tumba había una caja de cemento, abierta. Bajaron los ataúdes; la máquina amarilla avanzó y la pequeña grúa, rechinando, ronca, recogió un panel de hormigón y lo colocó encima de la caja de cemento. Así se tapiaba el ataúd, para que la tierra no cayera directamente encima. Pero, entonces, ¿cómo se salía de allí? ¡No se salía, no se salía, no se salía! ¡Uno se quedaba allí para siempre! Se oyó un ruido seco, como de porcelana, cuando soltaron el panel. Un ruido como de azucarero. Así, la condensación de inteligencias colectivas y de ingenios combinados, con sus cables rodando en silencio, dieron cuenta del original poeta [...]
Menasha y yo nos dirigimos hacia la limusina. Con el canto del pie, Menasha hizo a un lado algunas de las hojas del otoño pasado y, mirando por los cristales de sus gafas protectoras, dijo:
-¿Qué es esto, Charlie? ¿Una flor de primavera? -Sí. Supongo que no se puede evitar. En un día caluroso como el de hoy, todo parece diez veces más muerto.
-De modo que es una florecilla -comentó Menasha-. Solían contar que un niño preguntaba a su padre, un viejo gruñón, mientras paseaban por el parque: «¿Cómo se llama esta flor, papá?» y el viejo, malhumorado, le gritaba: «¿Cómo voy a saberlo? ¿Crees que trabajo en el ramo de los sombreros de señoras?» Mira, aquí hay otra; pero ¿cómo crees que se llaman, Charlie?
-¡Yo qué sé! -dije-. Yo soy un chico de ciudad. Deben de ser azafranes.(2)
El ciclo viene de la temprana frase de Charlie: «Me sentí bañado por todo ese verdor, por dentro...», y llega hasta ese apagado y final «Deben de ser azafranes», desprovisto de todo afecto pero no porque él haya dejado de querer a Humboldt, sino porque está sobrenaturalmente paralizado por el eficaz, aunque improcedente, tropo que Bellow ha encontrado para el funcionamiento de la crítica preceptiva: «Así, la condensación de inteligencias colectivas y de ingenios combinados, con sus cables rodando en silencio, dieron cuenta del original poeta...» No hay historia, y ahora tampoco hay biografía, sino, solamente, la terrible máquina deshumanizadora de una intelectualidad tecnocrática que destruye la individualidad, y al poeta, y que roba a la primavera el verdor que ya no se ha de internalizar .
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La interminable guerra de Bellow contra toda nueva ola de modernismo literario e intelectual es en su ficción tanto un recurso como una carga estética. Como recurso, se vuelve impulso hacia una libertad más antigua, la fuerza de la protesta humana contra la sobredeterminación. Como lastre, amenaza con volverse repetición, o mera amargura personal, mezclándose incluso en los acerbos juicios de Bellow sobre la psicología de las mujeres. Cuando está más hábilmente equilibrada, en Herzog, la polémica contra el modernismo abarca las sutiles infiltraciones de ideologías dudosas en el propio Moses Herzog y su protesta. En los momentos de más precario equilibrio, recibimos la perorata narrativa que penetra importunamente en el cosmos de Mr. Sammler, o la frialdad y humedad que impregnan Chicago y Bucarest en El diciembre del Decano. Como Ruskin cuando lamentaba que el agua del lago de Como ya no era azul, el Alexander Corde de Bellow nos dice que «Chicago ya no es Chicago». Pero lo que de verdad nos dice El diciembre del Decano es que «Bellow ya no es Bellow», al menos en este libro. El creador de Einhorn, de Gersbach y de Von Humboldt Fleisher no nos da esta vez ningún personaje comparable, casi como si momentáneamente le molestara su propio genio para la alta comedia de lo grotesco.
Sin embargo, la larga polémica de Bellow contra el esteticismo de Flaubert y sus seguidores es en sí el mito que hizo posibles novelas como Las aventuras de Augie March, Herzog y El legado de Humboldt. En un acto de audacia crítica, Bellow asoció una vez su modalidad de comedia antimoderna con La conciencia de Zeno, de Italo Svevo, y con Lolita, de Nabokov, dos obras maestras de la parodia irónica que realmente superan a Henderson en su retrato de la conciencia moderna caracterizada como cómico de micrófono. La parodia tiende a invalidar la indignación, y Bellow tiene demasiada fuerza para sentirse cómodo enmascarando su propia indignación. Cuando se comide, Bellow es demasiado visiblemente comedido, a diferencia del mordaz Svevo o del Nabokov que descuella en comicidad inexpresiva. Henderson puede ser más un autorretrato, pero Herzog, estudioso del romanticismo, transmite mejor la versión vitalista de Bellow de una actitud cómica antimoderna. Bellow está más cerca de Svevo y de Nabokov en la grandiosa parodia de Herzog-Harnlet negándose a matar a Gersbach-Claudio cuando encuentra a este escandaloso adúltero fregando la bañera después de bañar a la hija pequeña de Herzog. Daniel Fuchs, sin duda alguna el más cuidadoso y mejor informado experto en Bellow, lee esta escena de un modo demasiado idealista que evita las implicaciones paródicas de «Moses podría haberte matado». Bañar a un niño es nuestra versión sentimental de la oración, y el pobre Herzog, a diferencia de Harnlet, es más un sentimental que un triunfal negador del nihilismo, como insiste Fuchs.
Bellow, aunque cautelosamente distanciado de Herzog, es también un poco sentimental, lo cual no tiene por qué ser un problema estético para un novelista. Lo demuestran Samuel Richardson y Dickens, pero el sentimentalismo de estos autores es tan titánico que se vuelve algo cualitativamente distinto, una sensibilidad más grande incluso de la que Bellow puede desear demostrar. Intentando oponer un romanticismo más temprano (Blake, Words- worth, Whitman) al romanticismo tardío del modernismo literario (Gide, Eliot, Hemingway), Bellow se enfrenta a la peculiar dificultad de tener que evitar el vitalismo heroico de lo que él considera una parodia involuntaria de romanticismo (Rimbaud, D. H. Lawrence y, en un registro menor, Norman Mailer). Henderson, el sucedáneo de Gentile en Bellow, representa precisamente la manera como esa dificultad impone sus restricciones a la imaginación de Bellow. La dialéctica blakeana de la inocencia y la experiencia, claramente manifiesta en el plan de la novela, choca con la necesidad de Henderson, típicamente belloviana, de castigo o sentimiento inconsciente de culpa, que prevalece a pesar de los intentos de Bellow por evadir la sobredeterminación freudiana. Aunque quiere y realmente necesita una psicología de la voluntad, Bellow es mucho más freudiano de lo que él mismo soportaría saber. Henderson es una personalidad perfectamente regresiva, muy semejante al niño huérfano que abraza al final de la novela. Dahfu, figura que obtuvo la rotunda aprobación de Mailer, es una representación casi tan convincente como sus contrarios en Bellow, todas esas mujeres fatales, sádicas y cautivadoras, quimeras de una visión masculina de la otredad como fuerza castradora. Bellow desdeña el apocalipsis, pero es posible que en el apocalipsis belloviano todas las misteriosas y atractivas mujeres de sus novelas cayeran sobre el pobre Dahfu, vitalista blakeano, y lo despojaran del emblema de su vitalismo terapéutico.
Sin su polémica, Bellow nunca parece capaz de ponerse en marcha, ni siquiera en El legado de Humboldt, comedia en su estado más puro. Por desgracia, Bellow no está a la altura de los maestros modernos del género. En la ficción americana, su ubicación cronológica entre, digamos, Faulkner y Pynchon lo expone a una comparación que él no busca y que tampoco puede sostener. La polémica literaria es peligrosa dentro de una novela, porque dirige al lector crítico hacia ámbitos en los que se ve obligado a hacer juicios canónicos como parte de la legítima actividad de leer. La polémica de Bellow es normativa, casi judaica en su énfasis moral, en su pasión por la justicia y por más vida, y la polémica se vuelve a veces más atractiva que sus encarnaciones estéticas. ¿Nos cautivaría tanto Herzog si no hablara por tantos de nosotros? Siempre recelo cuando alguien me dice que «ama» El arco iris de gravedad. La gran doctrina pynchoniana del sadoanarquismo apenas ha de evocar afecto en nadie, salvo si consideramos afecto el escalofrío de reconocimiento que la extraordinaria dignidad estética del libro exige de nosotros. Es el fracaso estético de la polémica de Bellow, extrañamente combinado con su triunfo moral, lo que empuja más y más a sus protagonistas hacia misticismos dudosos. La devoción de Citrine por Rudolf Steiner es bastante menos admirable, intelectual y estéticamente, que el cabalismo obsesivo de El arco iris de gravedad. Si Steiner es la respuesta última al modernismo literario, entonces Flaubert puede descansar tranquilo en su tumba.
4
Sin embargo, Bellow sigue siendo un novelista cómico muy humano y de extraordinario talento, casi único en la ficción americana desde Mark Twain. Dedicaré aquí las últimas palabras a la que para mí es la secuencia más hermosa de Bellow, la que más me emociona: la última semana de cartas de Herzog, la que comienza con su triunfo sobre la obsesión con Madeleine y Gersbach. En lo que atañe a su infiel esposa, Herzog se alegra de poder terminar ahora, por fin, con una celebración que está más allá del masoquismo: «Cuando se pintaba los labios, después de cenar en un restaurante, se miraba, como en un espejo, en la hoja de un cuchillo. Herzog recordó encantado ese detalle» Sobre Gersbach, con su indudable y latente necesidad homosexual de ponerle los cuernos a su mejor amigo, Herzog es justo y definitivo: «Disfrútala, gózala, Pero no me lograrás a mí a través de ella. Lo siento, sé que me buscabas en la carne de Madeleine. No me encontrarás por que ya no estoy en su carne.» Los mensajes no enviados continúan, asegurándole generosamente a Nietzsche la admiración de Herzog, a la vez que le dicen al filósofo: «Sus inmoralistas también comen carne. y viajan en autobús. Si se distinguen por algo, es por ser quienes más gustan de viajar en autobús.» Esta magnífica secuencia incluye una epístola al doctor Morgenfruh, sin duda una versión yiddish de la Aurora nietzscheana, de quien Herzog sabiamente comenta: «Era un anciano excelente, no demasiado deshonesto; ¿qué más puede pedirse de nadie?» Dirigiéndose al doctor Morgenfruh, Herzog especula, algo confusamente, «que el instinto territorial es más fuerte que el sexual». Pero luego, con exquisita gracia, se despide así: «Siga el camino de la luz, Morgenfruh. Le escribiré de vez en cuando.» Este tolerante adiós no surge de un lío exageradamente determinado de instintos territoriales o sexuales, sino de un persuasivo representante de la más antigua y duradera tradición occidental de sabiduría moral y compasión familiar,
(1) De Las aventuras de Augie March, edición de M. Eugenia Díaz Sánchez, traducción de Patricio Ros y Carlos Grosso, Madrid, Cátedra, 1994. (N del 7:)
(2) De Herzog, traducción de Rafael Vázquez Zamora y Francesc Roca Martínez, Barcelona, Círculo de Lectores, 1988. (N de/7:)
(*)Texto extraído de El futuro de la imaginación, de Harold Bloom, EDITORIAL ANAGRAMA, 2002. Puedes comprar el libro en http://www.anagrama-ed.es
miércoles, 26 de marzo de 2014
DIEZ RAZONES DEL POR QUÉ SIGO SIENDO UN FANÁTICO DE LA POESÍA
DIEZ RAZONES DEL POR QUÉ SIGO SIENDO UN FANÁTICO DE LA POESÍA.
1. Porque de todos los géneros literarios, el primero fue la poesía, la poesía es la cuna del lenguaje.
2. Porque de todos los géneros literarios es el más difícil para su cre...ación. Un poema sirve o no sirve. No se le pueden hacer remiendos o quitarle partes y añadir otras como se puede hacer con otros géneros literarios.
3. Porque la Poesía, es el chispazo intuitivo. El poema nace de la oscuridad como la partícula diminuta que se agigante hasta constituir el mismo Universo.
4. Porque un poema no se “planea” llega y punto. En la narrativa, el escritor puede planear y quitar escenas, en el poema no se puede.
5. La Poesía es la cima de la montaña, sus sirvientes son la narrativa, el cuento, la dramaturgia. Pueden existir fugas poéticas en los diferentes géneros literarios como en la novela pero, la poesía como género máximo del lenguaje, no acepta ni admite en ella otros géneros.
6. El poeta es el orfebre de la palabra, su relojero máximo.
7. Porque la Poesía es la esencia del lenguaje. No minimizo la labor del narrador pero, lo que el narrador lo escribe en 100 páginas, el poeta lo dice en una página.
8. En la Poesía no existen horarios. La caza del poema se puede dar en cualquier momento. No así con la narrativa en donde preferentemente el escritor ocupa un horario para su labor y creación.
9. La fina sensibilidad del poeta disiente y se aparta a la del narrador.
10. Y, por último, ante la Poesía todos los géneros palidecen y parecen plebeyos.
1. Porque de todos los géneros literarios, el primero fue la poesía, la poesía es la cuna del lenguaje.
2. Porque de todos los géneros literarios es el más difícil para su cre...ación. Un poema sirve o no sirve. No se le pueden hacer remiendos o quitarle partes y añadir otras como se puede hacer con otros géneros literarios.
3. Porque la Poesía, es el chispazo intuitivo. El poema nace de la oscuridad como la partícula diminuta que se agigante hasta constituir el mismo Universo.
4. Porque un poema no se “planea” llega y punto. En la narrativa, el escritor puede planear y quitar escenas, en el poema no se puede.
5. La Poesía es la cima de la montaña, sus sirvientes son la narrativa, el cuento, la dramaturgia. Pueden existir fugas poéticas en los diferentes géneros literarios como en la novela pero, la poesía como género máximo del lenguaje, no acepta ni admite en ella otros géneros.
6. El poeta es el orfebre de la palabra, su relojero máximo.
7. Porque la Poesía es la esencia del lenguaje. No minimizo la labor del narrador pero, lo que el narrador lo escribe en 100 páginas, el poeta lo dice en una página.
8. En la Poesía no existen horarios. La caza del poema se puede dar en cualquier momento. No así con la narrativa en donde preferentemente el escritor ocupa un horario para su labor y creación.
9. La fina sensibilidad del poeta disiente y se aparta a la del narrador.
10. Y, por último, ante la Poesía todos los géneros palidecen y parecen plebeyos.
J. Méndez-Limbrick.
martes, 25 de marzo de 2014
Alejandro Casona.
Fue hijo de padre y madre maestros, al final él también fue profesor. Pasó sus primeros cinco años de vida en el pueblo asturiano de Besullo; luego se trasladó con su familia a Villaviciosa.
Cursó estudios en la universidades de Oviedo y Murcia, y en la Escuela Superior de Magisterio de Madrid. Se inició en el mundo teatral dirigiendo una compañía de aficionados, el Teatro de las misiones pedagógicas, formada por los alumnos del instituto del Valle de Arán, del que era profesor. La enseñanza constituyó, ciertamente, una faceta importante en la primera etapa de su vida, ya que fue nombrado inspector de Enseñanza Primaria durante la República, y publicó una primera obra de teatro infantil, "El pájaro pinto".
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Obras |
Fue comediógrafo, autor de un teatro de ingenio y humor que mezcló con sabiduría fantasía y realidad. Después de una breve incursión en el campo de la poesía, "La flauta del sapo" (1930), en 1932 publicó "Flor de leyendas", colección de leyendas clásicas y medievales, que le valió el Premio Nacional de Literatura y, en 1934, año en que decidió dedicarse por completo a la dramaturgia, "La Sirena varada", por la cual recibió el Premio Lope de Vega.
Su manera de hacer teatro rompió los esquemas estilísticos establecidos en el teatro naturalista preponderante de la época, e introdujo materiales nuevos para conformar sus personajes, tales como la investigación psicológica y la fantasía. La gran preocupación del autor fue proporcionar en todo momento una gran dimensión poética a su teatro.
Listado de sus obras:
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